Aguamala - Nicola Pugliese - E-Book

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Nicola Pugliese

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Beschreibung

Llueve intensamente en Nápoles y a las pocas horas los estragos del agua se dejan sentir en la ciudad, algunos edificios se derrumban, grandes simas se abren en las calles. Por si fuera poco, empiezan a producirse extraños fenómenos: de la fortaleza almenada de la ciudad salen voces fantasmagóricas, las monedas de cinco liras emiten una dulce melodía, el mar se desborda y sus aguas siguen el rastro de los niños que callejean, tres muñecas raídas aparecen abandonadas en lugares misteriosos… Todo parece indicar que la lluvia es el presagio de un inminente suceso aún más extraordinario que cambiará para siempre el sentido mismo de la vida. Publicada con inmenso éxito en 1977 pero jamás reeditada hasta la muerte del autor, esta novela coral e inquietante, que la crítica ha considerado como uno de los relatos más bellos jamás escritos sobre Nápoles, se ha convertido al cabo de las décadas en una obra de culto aguardada por generaciones de lectores. «Una obra excelente y realmente originalísima». Toni Montesinos, La Vanguardia «Aguamala es una obra maestra sobre la espera, una novela alegórica». Fulgencio Argüelles, El Comercio «Pugliese nos vislumbra una dimensión singular de Nápoles bajo esa particular lluvia, pero al mismo tiempo desliza una crítica social». Santiago Ortiz Lerín, La Opinión de Málaga «Un libro lleno de sentido, fuerza y elocuencia». Italo Calvino «Un escritor extraordinario». Roberto Saviano

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NICOLA PUGLIESE

AGUAMALA

CUATRO DÍAS DE LLUVIA

EN LA CIUDAD DE NÁPOLES

A LA ESPERA DE UN SUCESO

EXTRAORDINARIO

TRADUCCIÓN DEL ITALIANO

DE JOSÉ MORENO

ACANTILADO

BARCELONA 2022

CONTENIDO

Introducción y prólogo

Primer día

Segundo día

Tercer día

Cuarto día

A otra le repugnaría pasar del filete de pez espada a la cabeza de jabalí, del gran transbordador a la lanchita. A otra, no a ella: ¿sabéis cómo razona? Huir es una vergüenza, pero salva la vida. Ésta es su regla, grandísima mujer, así es ella.

STEFANO D’ARRIGO,

Horcynus Orca

Tanto los hechos como los personajes de este libro son estrictamente imaginarios pese a que la realidad, en cualquier caso, rebosa de pretextos narrativos.

INTRODUCCIÓN Y PRÓLOGO

Y a través del cristal de la ventana grises ideas humeantes acosaban el mar, santa Lucía encogida de hombros, las manos en los bolsillos, escuchando el silencio de su silencio, las ráfagas del viento que venía y esas hojas retorcidas en la calle, sobre el asfalto. Desde la calle soledad se desciende airosamente al mar, con botes maltrechos, luces deshiladas y naves en la distancia, la Punta Campanella y Capri, la gran masa de Capri extendida para el recuerdo, ajena a la ciudad como torre indescifrada, próxima, sí, muy próxima, y lejanísima también, con historias desvaídas de mujeres y emperadores, con mercantes temblorosos de África y el Oriente, y cereales, cargados de maíz, hierro, arena dorada.

En el restaurante se habla del periódico: desde luego es preciso cambiarlo todo cuanto antes, todo de arriba abajo. Abandonar la Política con mayúscula y bajar de nuevo a la vida, la crónica, los hechos y hechitos de la gente. Porque la gente vive sin cesar, día a día, y quiere conocer la historia del monstruo de la via Caravaggio y el panorama de las agitaciones sindicales o saber si las tiendas están abiertas: y el cauto periódico vuelve a reposar entre los espaguetis con almejas y esa salsa roja de tomate, el vino de Gragnano, el pulpo a la cazuela, sí, gracias, una macedonia de frutas. Al otro lado del cristal, el agua comprime la orilla del borgo Marinari, manchas de gasolina flotan sobre la ondulación de un arcoíris desarticulado, y están quietas las barcas, también el mar es ahora una fétida charca inmóvil con gaviotas supervivientes que graznan y graznan: brioso revuelo blanco contra el cielo y luego abajo otra vez, desquiciadas, con ese dolor de mar que llevan dentro, con ese miedo matinal que se hace gris, pesado y negro, implacablemente negro, mientras al otro lado del cristal el problema del periódico sale volando enrollado como un papelucho, olor a tinta, vapores de plomo. En los muros del castel dell’Ovo, Carlo Andreoli distingue los signos del mar, la toba socavada por esa humedad que sube y sube, afloran bufidos de espuma, chispean estrellitas, fuegos artificiales a lo lejos, blancos fuegos que remueven, que renuevan.

Perdón, pido disculpas, debo ausentarme un momento, voy a ver el castel dell’Ovo. Sólo dos minutos; al fin y al cabo, ¿qué prisa hay? Ninguna, la verdad, con esta vida que se nos escapa: ¿y por apenas dos minutos vamos a hacer un drama? Interrumpir el reflujo indescifrado, crear la fractura, el instante de incertidumbre: vosotros aquí, con los espaguetis y el pulpo a la cazuela; allí esa centella lunática, sin motivo: perdón, pido disculpas, voy a ver el castel dell’Ovo.

Se levantó por fin de la mesa doblando la servilleta con esmero, ¿era un adiós? Había sin duda un moverse de las piernas, de las piernas, y dentro del pecho, entre costilla y costilla, la pregunta repentina, inexplicable. Mientras encima crecían las franjas azules, se multiplicaban, se agrandaban todas, y negro, casi negro, tal vez la lluvia: al otro lado del cristal el aire salobre, el olor a gasolina y esa extrañeza, triste aislamiento, dulcísimo, los otros ahí dentro sobreviven y resuelven, sí, resuelven.

Se sale por la derecha desde los escalones de piedra, después se cruza el puentecillo a la izquierda, hacia las casas desconocidas y el castel dell’Ovo, con el aire frío y tenso, los coches aparcados, letreros de restaurantes y coches y ventanas grises en el gris de la mañana. Esas casas adosadas al castillo, pero aun así desdeñadas y excluidas, que nadie se confunda, ¡ah no!, que nadie se confunda; ni voces por la calle ni juegos de chiquillos, sólo un lento murmullo desde las ventanas y puertas cerradas, un murmullo oscuro y críptico como de gente que conspira, que intriga en la sombra. Un grito inesperado derribaría todo sobre el mar, todo salvo el castillo, quizá, y quizá también el castillo: laberíntico grito desmoronado, silbido agónico que interrumpe, que corta. Ese largo silbido que lleva dentro Carlo Andreoli con sus pensamientos, y piensa que sí, pero el gris se diluye en la claridad, las partículas vuelan con breve vuelo, y desde las ventanas, desde las ventanas y puertas cerradas, ese constante rumor de voces, un susurro atento, receloso: franjas de azul que bajan a comprimir el asfalto, los puños vuelven a encresparse en los bolsillos para apretar, para retener. Hasta que los ojos no le ronronean al silencio, ese silencio, con el pensamiento que ha huido, la calle recta, el castillo solo, solo y desierto: hechizo dulcísimo y quieto como si fuera la muerte. Has mirado hacia dentro: ¿es tal vez la espera, siempre, un esperar la muerte?

Carlo Andreoli regresó al restaurante para retomar la charla interrumpida, la amable plática, el vino tinto de Lettere o Gragnano y la alegría pesadamente abotargada de la sobremesa. Se confunde la mirada, el sonido de los vasos y también el periódico; ¡oh, amado periódico de mis entrañas que se aleja despacio hacia quién sabe dónde! Aún te perseguiré este día, reforzaré el cariño con altísimas voces por los pasillos, y gritos, sonrisas, gritos en la rotativa. Y entonces se levantó con todos los comensales, y todos salieron, el director en cabeza, y antes de retornar por la via Partenope, justo entonces, antes de regresar , el jefe se vuelve, el corazón se vuelve hacia el castel dell’Ovo. Pero ya no se ve, desde aquí no se ve.

Carlo Andreoli se quedó a trabajar en la redacción toda aquella tarde y hasta bien entrada la noche: fue largo el tiempo aguardando el sonido del teletipo, con voces amigas profundamente hostiles y de pronto desconocidas, y otra vez estaba solo y miraba las cintas del teletipo y no leía y no entendía y todo se extraviaba, todo en verdad: viaje del presidente Ford y subida del precio de los nuevos Fiat, concierto en el auditorio y cierre patronal de la Innocenti; actores, actrices, sindicalistas y políticos caen al suelo, un ruido imperceptible. Con esa luz y ese hondo silencio del escritorio alargaba el brazo a la nada, y como un zumbido interior, un diésel malparado que no paraba, plácido, tranquilo, y luego ascendía hasta las sienes para apretar, para golpear: ¿la espera indescifrada? Nacía como rencor, como pensamiento sórdido, le amarraba la cara, las facciones: el ojo aprisionado en la idea improbable. ¿Qué es? ¿Las teclas de la máquina de escribir? ¿La bombilla azul? ¿El neón del pasillo? ¿Qué es, Dios mío, qué es?

Y pasada la tarde, pasado el crepúsculo, llegó para él la noche con tiras de tinta y desgarros bruscos; el viento arrecia por la via Marittima, tuerce por la esquina de la piazza del Municipio y va más allá, más allá, hasta el puerto mismo, loma arriba. Ese viento frío que se lleva a las alturas el rescoldo de los braseros, que borda encajes en la penumbra de la calle. Llegó para él ese momento que después era un vacío, sin duda un vacío, mas aun así era algo: del castillo había venido un mensaje tenue pero claro, sí, clarísimo; descendió garganta abajo y en medio del pecho, justo en medio, se paró bien parado a recordar. Carlo Andreoli se abotonó el loden, se alzó el cuello, miró alrededor, respiró ya en la calle y vio el tranvía con luces intermitentes, el chirriar del hierro contra el hierro que se alejaba y luego se elevaba cautelosamente hacia el firmamento a verificar las cintas negruzcas, los desgarros distantes, y ese fulgor opaco que no daba luz, ni siquiera un poco de luz, para una noche como ésa. Sí, realmente solo en medio de la calle, con aquella idea remota, tan remota como cercana. Por fin se montó en el coche, giró la llave de contacto y encendió las luces, sí, encendió las luces. Estaba inquieto.

PRIMER DÍA

A las siete de la mañana del 23 de octubre, que era el día siguiente, le llegó la noticia a Osvaldo Annunziata, veintisiete años, de Boscotrecase, operador de guardia en el 113 de la Jefatura. Nada más conocerla, Osvaldo Annunziata miró instintivamente hacia arriba, hacia la vidriera con bastidor de hierro, y llovía, cierto, llovía: la tempestad se había desatado a las tres de la madrugada con rachas muy violentas; el alumbrado saltó en varios puntos de la ciudad, totalmente inservible, los equipos de emergencia de ENEL comunicaron que era imposible reparar aquello, ni soñarlo, si continuaba lloviendo como llovía en ese momento y como siguió lloviendo durante toda la noche hasta las primeras luces de un alba grisácea, cárdena según otras versiones, decididamente lívida, fúnebre. Con toda esa agua que caía y caía, cuando estabas a punto de decir ya acaba, no bien abrías la boca, el agua regresaba con avidez, encono inclemente y premeditado, ensañamiento irreversible. Y a las siete de la mañana del 23 de octubre, que era el día siguiente, Osvaldo Annunziata no logró entender gran cosa, como siempre: desde el otro extremo de la línea, aquel tipo hablaba pero no decía, hablaba trastornado, se comía literalmente las palabras, de modo que sólo llegaba un residuo anheloso: se ha hundido, la calle se ha hundido del todo, un socavón, se ha tragado los coches, hay gente dentro. Antes que nada, Osvaldo Annunziata se dio cuenta de que era necesario advertir a los bomberos porque las calles hundidas no incumben a la policía, cada uno con sus competencias, y escribió en el registro: «Octubre 23, 7 horas: aviso de socavón en la via Aniello Falcone, se informa a los bomberos»; así pues, llamó a los bomberos. Desde el cuartel de la via del Sole, el colega telefonista le contestó que ya lo sabía, que una brigada estaba en camino, y quizá esta vez no era una bobada, habían recibido otras alarmas de San Martino, y eso que no hablamos de la provincia: Sant’Antimo, Frattaminore, Afragola, todas inundadas por un sitio o por otro. ¡Coño, esta ciudad es de cartón! Pero ¿es posible con apenas unas horas de lluvia? Bueno, posible, posible, ¡qué se la va a hacer! El servicio meteorológico del aeropuerto debería pegar carteles: «Mañana llueve: napolitanos, mudaos a Roma».

A las 7:30 del 23 de octubre, la brigada de bomberos llegó a la via Aniello Falcone pasando por la via Tasso, donde se llevaban a cabo obras para el arreglo del alcantarillado, y, subiendo por la via Tasso, los bomberos levantaron la vista hacia esas luces desmayadas. El agua embestía contra el asfalto, llenaba las zanjas, penetraba en la tierra y la ablandaba, formaba un amasijo inerte, una vergonzosa plasta de lodo en torno a las nuevas estructuras de cemento armado; éstas resistirían, sí, resistirían. Al doblar el recodo de la via Aniello Falcone, el conductor fue pillado a traición: la sima estaba allí, frente a él, pongamos que a cuatro o cinco metros, y frenó en seco; ¡coño, qué manera de frenar!, exclamaron los otros. Y el coronel ingeniero, que iba en el vehículo posterior, exclamó también ¡coño, qué manera de frenar! Los bomberos echaron pie a tierra y se apeó el coronel y fueron a mirar y enseguida estuvo claro que no era un suceso de poca monta, porque el socavón afectaba a todo el ancho de la calle; por la derecha hasta el pretil en voladizo (debajo había decenas y decenas de construcciones); por la izquierda, la sima oscura alcanzaba la acera, pongamos que a seis o siete metros de los cimientos de un inmueble añoso, quizá inmediata postguerra, con la fachada pintada de gris y las ventanas muy trabajadas; ¡coño, aquí hay un peligro serio!, dijo el coronel, venga, vamos, tenemos que desalojar a todo el mundo.

Los bomberos atravesaron el vestíbulo y allí mismo, en medio del patio, estaba el portero discutiendo con una mujer que se asomaba desde el primer piso. Decían ciertas cosas, pero cuando vieron a los bomberos, eso es, guardaron un súbito silencio; el portero aprestó el oído. ¿Cómo que desalojar? ¿Así, de buenas a primeras? Pero entonces hay peligro, un peligro serio. Desde el segundo piso se asomó una mujer de pelo cano, unos cincuenta y cinco años, y dijo que ella no iba a desalojar absolutamente nada, que de ningún modo pensaba dejar su casa, ni aunque hubiese un bombardeo. Si no lio el petate en el 43 con los bombardeos aliados, imagínate ahora por un chaparrón un poco más recio de lo normal o por un hoyo grandote en la calzada. También desde el segundo piso, dos ventanas a la derecha, un caballero en pijama y con un batín enfundado a toda prisa indicó su desacuerdo meneando la compungida cabeza; dijo mire, señora, si los bomberos nos piden que abandonemos el edificio, ha de haber un motivo ciertamente grave, ellos no lo dirían así a la ligera, ¿verdad que no lo dirían ustedes así a la ligera? Los bomberos respondieron que no, jamás lo dirían así a la ligera, antes bien, lo hacían considerando que había peligro y ése era su estricto deber, sí señor, estaban cumpliendo estrictamente con su deber, ¿se daban cuenta? Sí, por supuesto, se daban cuenta. Pero la señora dijo ¿y yo dónde duermo esta noche, en un hotel? ¿Y quién lo paga, el Ayuntamiento de Nápoles? Vamos a ver, señora, ahora se lo explico. Pero en realidad no había mucho que explicar porque, mientras tanto, en medio de la calle, el coronel ingeniero recogía testimonios, y testificaba un par de individuos que habían presenciado los hechos: ahora mismo, ahí, dentro de la sima, hay dos automóviles, sin duda, estaban aparcados justo allí delante, a la derecha, como a tres metros, ¿lo ve? Ya no están; cuando la calle se hundió, oí un ruido sordo, un ruido extraño, y una voz, de mujer sin duda, un alarido terrible, oficial, algo pavoroso. Tras fijar una cuerda en el camión cisterna, con esa lluvia que caía, bajó a la sima un bombero, Giovanni Esposito, veinticuatro años, de Roccarainola, que decía soltad cuerda despacio, soltad cuerda despacio, y los otros soltaban cuerda. Pero luego desapareció y su voz dejó de oírse; dos se asomaron a mirar por el borde del abismo y apenas consiguieron atisbarlo: aún pedía cuerda, pero despacio, despacio, muy lentamente, y la pareja pasó la voz, y los del camión soltaron más cuerda, ya iban diez metros, que desde luego no son una broma en esas condiciones, y entonces el coronel dijo no sigáis, sacadlo de ahí, no quiero más riesgos mientras no estemos seguros. Con el tiento propio del caso, los bomberos izaron a Giovanni Esposito, de Roccarainola, que volvió a pisar el suelo; el pavimento se quebró de golpe y él perdió el equilibrio y resbaló, pero la cuerda lo sujetaba, lo sujetaba, no fue más que un resbalón, un buen trastazo sobre los cascotes con el costado derecho y por un momento sintió un dolor rojizo, pero cuando estuvo definitivamente en pie todo había pasado, todo, ya no notaba dolor alguno, y le dijo al coronel: mi coronel, ahí abajo tiene que haber gente porque he oído como un lamento, quizá de mujer, pero podría equivocarme. El coronel se dirigió a la radio de su llameante vehículo rojo y ordenó que enviaran otra brigada con vigas, poleas, cabrias y adminículos varios porque allí había que bajar bastante, unos veinte metros, tal vez más; después le dijo al conductor que avisara a la Oficina Técnica Municipal para que mandase a alguien, y explica bien cómo están las cosas; luego llama enseguida al concejal de Obras Públicas y avisa también a la Prefectura; mientras decía esto, bajo la lluvia se había arracimado un grupo de personas con paraguas negros y contemplaban la escena en silencio; desde las ventanas del inmueble miraban hombres y mujeres. Pero ¿a qué coño espera esta gente?, rugió el coronel. ¡Os he dicho que desalojéis sin demora! ¡Ahora mismo!, y alzó la vista hacia los pisos altos, pero una violenta ráfaga de lluvia lo obligó a agachar la cabeza. ¡Coño!, dijo, y bajo la capucha del impermeable logró encender un cigarrillo. Pide también una ambulancia, o mejor dos, le gritó al conductor, porque a saber cómo termina este lío, añadió entre dientes. Y mientras decía esto hablando consigo mismo, ¡qué putada, precisamente hoy, el cumpleaños de mi mujer!, pensó en la via Tasso, ¡ay coño, la via Tasso!

A las 7:45 del 23 de octubre, las alcantarillas abiertas de la via Tasso se habían llenado por completo, ¡con esta lluvia de los cojones!, pero ¿cuándo parará? El agua corría ahora por la calzada, por las aceras, sobre los tablones de las obras en curso, y escapaba velozmente cuesta abajo arramblando tierra, basura y hojas de periódico. En el cruce con el corso Vittorio Emanuele, lo que ahora llegaba era un auténtico torrente enfurecido mientras más arriba, a la altura del cine Italnapoli, aguantaba la via Tasso con entereza; y, mascullando ¡joder!, también aguantaba Biagio di Sepe, cuarenta y cinco años, de Avellino, que, en cualquier caso, no se había dejado engañar y se había puesto las botas de goma aquella mañana del 23 de octubre. Y no notaba el agua que fluía entre sus pies, pero desde luego la veía, la veía bien, y sobre todo veía la cloaca rebosante unos metros más arriba: el agua borboteaba y se hinchaba, casi bufaba. Biagio di Sepe tomó una decisión drástica: con este tiempo no saco nada, figúrate las naranjas bajo la lluvia; no, no, lo dejo todo dentro, al final escampará; justo encima de él, una larga faja negruzca surcaba el cielo igual que esa mañana a las cinco en el mercado, pero había pensado entonces que aquello acabaría tarde o temprano, seguro que acabaría. Sin embargo, no acababa, no acababa ni a tiros. ¡Vaya día de mierda!, dijo. Se cruzó de brazos en el umbral de la tienda, encendió un cigarrillo y se quedó mirando el temporal. Pero cuando se produjo ese ruido sordo no vio nada de nada, sólo oyó el castañazo y luego aparecieron esas piedras en medio de la calle. Entonces oteó las alturas y, en efecto, lo vio: la cornisa se desprendía en silencio, iba arqueándose a cámara lenta hasta que se desplomó con un golpe seco contra el pavimento, con esas piedras que rebotaban, que rebotaban, con ese polvo que se levantaba y que la lluvia enseguida recogía para empujarlo de nuevo al asfalto. ¡Joder, esto pinta muy mal!, dijo. Y no, ahora no se sentía tan seguro, la fruta y la verdura pueden irse al carajo, me la trae floja, aquí está pasando algo gordo. Hubo un movimiento raro en la camioneta, apenas una señal, tal vez se equivocaba, pero más vale prevenir, por si acaso, más vale prevenir, ya sólo faltaba la camioneta en este día de mierda que se nos ha venido encima. Biagio di Sepe se acercó con sus botas de agua a la camioneta aparcada, se sentó al volante y comprobó las marchas. El vehículo estaba en primera, pero él, quién sabe por qué, puso la marcha atrás y tocó el freno de mano, que estaba echado, pero ese freno nunca había agarrado muy bien, llevaba años repitiéndolo, tengo que revisarlo, tengo que revisarlo, y ahora, con toda esa lluvia, ya no había tiempo para revisar nada; era preciso hacer algo, inmediatamente. Se sorprendió al encender el motor. Y encenderse se encendió, pero él dijo ¿para qué carajo lo he encendido?, ¿qué hago, me voy? Ni soñarlo, así que apagó todo lo apagable; sólo hace falta calzar las ruedas: cogió dos pedruscos de la calle, los arrimó a los neumáticos traseros y los ajustó con un par de patadas. Y ahora, ahora está listo, cierto, listo, y estaba a punto de propinar otra patada, con este río que baja no hay que fiarse, figúrate si saco las naranjas esta mañana, y estaba a punto de regresar a cubierto. Fue en ese instante cuando el número 234 se pandeó ladeándose sobre la calle. ¡La madre de Dios! ¡No me jodas que ahora se hunde todo!, exclamó.

Carlo Andreoli se tomó el café en la cama apoyado sobre el codo izquierdo, a su alrededor una tiniebla impenetrable, y encendió un cigarrillo. Sonó el timbre del teléfono y desde la otra punta de la línea alguien le contó lo ocurrido: el socavón de la via Aniello Falcone, dos muertos y dos coches engullidos; el hundimiento de la via Tasso, en el número 234, cinco personas muertas, aplastadas mientras dormían; la lluvia continuaba, y si continuaba de ese modo había poco que celebrar. Esto fue más que suficiente para despertarlo del todo. Fue al baño para poner la cara frente al espejo, que se la devolvía, y primero pensó en el periódico, cierto, las crónicas que se debían preparar, los reporteros que enviaría, las fotos y todo eso. Así que en siete minutos se vio de nuevo en el coche, y había saltado la alarma, ahora, se había encendido la luz roja. Su cabeza vagaba por la ciudad, subía y bajaba la via Aniello Falcone, subía y bajaba la via Tasso. Había un socavón y un hundimiento, y las cosas de siempre y las personas y los gestos mecánicos, rituales, y los comunicados de prensa y los telefonazos en la redacción y el guirigay abajo, en la rotativa, para llegar a tiempo, llegar a tiempo, no podemos salir sin la noticia, está claro que hoy no podemos perder el tren, con lo que ha sucedido, imagínate el guirigay. Su cabeza fugitiva deambulaba por la ciudad visitando simas y derrumbes conocidos, el llanto de las madres y los deudos, la rabia contenida e impotente. Deambulaba su cabeza fugitiva, deambulaba, cierto, mas volvía luego de puntillas a través de senderos y le reconstruía una presencia feroz, inevitable: ¿dónde está el significado último? ¿En las piedras del castel dell’Ovo? ¿Dónde?

Dejó el vehículo en la via Partenope y se adentró en la lluvia incesante: más allá de la acera, el puente de piedra y el castillo con los sillares amarillentos contra un cielo despiadado y esa lluvia que le calaba los pantalones y los zapatos hasta los dedos de los pies; la humedad alcanzaba su cerebro, el agua remontaba surcos y circunvoluciones, informes masas gelatinosas respiraban con el agua y el agua de dentro invadía el iris, afloraba en las fosas nasales, descendía por los labios y resbalaba formando arroyuelos grises. En la visión de este gris acuoso que ahora azota a ráfagas, sí, ráfagas frías, la mirada se apresura a escudriñar las grietas que hay entre las piedras. Pero despierta de una vez, ¡venga!

SEGUNDO DÍA

Y fue el segundo día cuando se abrieron los ojos y se tomó conciencia. La lluvia continuaba, sí, había continuado durante toda una noche extenuante, y a la ciudad acudieron grupos de refuerzo, sobre todo desde poblaciones vecinas, Torre del Greco, Castellammare, Salerno, Caserta. Por las calles sólo se veía el tránsito, ahora precavido, ya no temerario, de los bomberos, los vehículos rojos circulando de aquí para allá con sus sirenas, y todo el mundo enjaulado tras el cristal de la ventana, como si guardara turno, ahora vienen aquí, ahora vienen aquí. La espera se convertía en una enfermedad agotadora, galopante, que aferraba la garganta y apretaba, apretaba. Te venía a las mientes que tal vez no estuvieras muerto, pero que ya no vivirías, al menos no como antes. En efecto, esa lenta lluvia interminable había trastocado la perspectiva de las cosas: la existencia ya no sería igual, nunca más, porque ahora la vida emergente estaba condicionada por el agua que caía, que caía, por el agua que inmovilizaba los coches en las calles, el agua que los sumideros regurgitaban y corría cuesta abajo hasta el mar, y el agua engrosaba las acometidas del mar, y las olas hinchadas batían los muelles; y también es necesario añadir que el segundo día se tomó conciencia o, mejor dicho, se empezó a comprender: quizá no era la lluvia de otros años ni de otros meses, quizá ésta de ahora venía de muy lejos. Esta vez, san Jenaro no se las arreglaría a solas, pobre viejo chocho, con esa ampolla de sangre propia que se licúa para fastidiar, para dividir los pensamientos, para crear confusión. Todo el mundo estaba enjaulado tras el cristal de la ventana y miraba hacia abajo y veía y adivinaba y seguía, y era larga, eterna, la procesión de agua que debía cruzar. Rebosaba el foso del Maschio Angioino, su pórtico de mármol reflejado en la sombra gris del agua, pero ese foso ya no era un escudo, no, ya nada defendía, ahora era un asedio imperceptible y angustioso, sólo eso. Nadie había entre los altos muros de la fortaleza, y nadie tenía intención de ir, pero desde los bancos desiertos de la Sala de los Barones llegaban al exterior las precarias voces emitidas por unos micrófonos desarticulados, tan defectuosos que no permitían apreciar las palabras. Mas eran palabras, sin duda lo eran, y voces humanas, ambiguamente humanas, que irrumpían en el exterior con insólitas contorsiones, con sollozos inextricables, sonidos apagados bajo las gotas que la lluvia traía.

Dadas las circunstancias se imponía una inspección, cierto. Porque las voces se oían perfectamente en los jardines y las calles de la piazza del Municipio, y ese eco discontinuo, quejumbroso, llegaba de cuando en cuando a los balcones del palazzo San Giacomo, sede del Ayuntamiento, una ansiedad jadeante serpenteaba por los pasillos como temor, como oscura invectiva y, dadas las circunstancias, se imponía una ronda de control.

El concejal de Seguridad Ciudadana mandó una selecta patrulla de exploradores, siete guardias urbanos, siete. Los guardias entraron con preocupación en el Maschio Angioino y vieron el patio anegado desbordante de lluvia y los atrios y la escalinata de piedra. Subieron a las estancias, examinaron los corredores, rebuscaron en la Sala de los Barones. Uno de ellos recordó que, apenas un mes antes, había prestado servicio en aquella sala con ocasión del consejo municipal; también recordó que había sido un consejo de chichinabo con aquellos desempleados turbulentos al otro lado de las vallas. Buscaron y rebuscaron detrás de los escaños, en las alfombras, las cabinas telefónicas y los reservados contiguos al bar; la barra del bar estaba en su sitio, eso sí, todo estaba indudablemente en su sitio; se hubiera dicho incluso que allí seguía el alcalde, en el escaño de arriba, el alcalde flácido encorvado sobre los papeles para no oír, que no era de su incumbencia, para no decidir, que no era de su incumbencia; otros decidirían por él y no repliquemos porque las objeciones evidencian los problemas y prolongan las disputas; es más, se tenía la clara sensación de percibir otras voces, también las otras, sí. Mas por mucho que rebuscaran no conseguían hallar ningún vestigio de presencia humana. También conviene decir que, desde su entrada en el Maschio Angioino, las voces habían cesado, y los gemidos y ese crujir de palabras distorsionadas; ahora reinaba el silencio, sólo el silencio, que se enroscaba en el silencio y en el variado estrépito del agua que bajaba. Y, tras la inspección más escrupulosa entre las posibles, los guardias decidieron salir. De hecho salieron al exterior y se encaminaron al palazzo San Giacomo para dar parte y, en efecto, estaban a punto de explicar que allí no había nadie, absolutamente nadie, estaban a punto de contar precisamente estas cosas, cuando los bastiones almenados de la fortaleza profirieron una especie de estertor y un largo suspiro y llantos y palabras entrecortadas y voces, voces que querían decir algo, que querían brotar, tal vez, y no lo lograban, no lo lograban, y ese eco solamente alcanzaba la calle, y las franjas grises del cielo casi caían al sesgo, pero no caían, era una impresión, nada más.