Alquimia y fuego - Carolina Casado - E-Book

Alquimia y fuego E-Book

Carolina Casado

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Beschreibung

En Xeredhia, los estamentos sociales definen quién eres y hasta dónde puedes llegar. Solo existen tres clases de personas: los alquimistas, dueños de la ciencia y poderosos por sus pociones; los guerreros, defensores de la región; y los mundanos, que apenas tienen derechos.  Lyra, una joven alquimista, decide rebelarse y luchar por encontrar su lugar en la sociedad, especialmente cuando sus inquietudes se cruzan con las de Navid, un mundano con afán de conocimientos que aspira a una vida digna. El magnetismo entre ellos no tardará en convertirse en atracción y unirá sus vidas cuando Xeredhia se vea amenazada por un crimen terrible.  Lyra y Navid, junto a sus inseparables amigos, tendrán que encontrar el coraje para desentrañar quién está detrás de la sombra que se cierne sobre el único mundo que conocen y todo aquello que aman. UN MUNDO DE MAGIA, TRAICIÓN, LEYENDAS Y ENGAÑOS

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Índice de contenido
Prólogo
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Epílogo
Agradecimientos

Título: Alquimia y fuego

©️ 2023 Carolina Casado

____________________

Ilustración: Óscar T. Pérez

Diseño de cu­b­ier­ta: Eva Olaya

___________________

1.ª edición: mayo 2023

____________________

De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mundo:

© 2023: Edi­c­io­nes Ver­sá­til S.L.

Av. Dia­go­nal, 601 planta 8

08028 Bar­ce­lo­na

www.ed-ver­sa­til.com

____________________

Nin­gu­na parte de esta pu­bli­ca­ción, in­cl­ui­do el diseño de la cu­b­ier­ta, puede ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en manera alguna ni por ningún medio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óptico, de gra­ba­ción o fo­to­co­pia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta de la editorial.

Para Nacor, por construir todos los días un nuevo mundo para mí.

Prólogo

El tacto de la piedra en sus manos desnudas era tosco, punzante y ligeramente resbaladizo.

Con un suspiro tranquilo, el encapuchado se detuvo en esa sensación, en la erosión que el contacto con aquella piedra tan común le estaba produciendo por dentro. Estaban cerca. Muy cerca. Sobre todo él, después de una vida jugando al escondite con su porvenir.

Siempre supo que estaba destinado a hacer algo más grande. A ser una fractura en las entrañas del mundo de la que brotan las raíces que lo sostienen todo. Un rey. Legítimo o no, pero rey. Alguien que deja huella en la memoria de un pueblo.

Pero trataron de convencerlo de que en el mundo ya no quedaban reinos. Que los tronos habían quedado sepultados, que fueron engullidos por océanos que ahora estaban secos. Le juraron que incluso las leyendas habían muerto.

Mentira. Todo mentira.

El encapuchado clavó los nudillos contra una de las piedras que formaban el muro.

—¿Qué demonios haces?

Una voz grave lo sobresaltó a sus espaldas.

Nervioso, el encapuchado pegó los brazos al cuerpo y se aclaró la garganta.

—Estaba… estaba comprobando una cosa —balbuceó.

—La presión de tu puño no va a derrumbar el Muro. No es un rompecabezas. —El encapuchado odiaba el tono condescendiente de aquel hombre—. ¿Podremos sortear este obstáculo? ¿Qué opinas?

Aferrado a los bordes de su capa, el encapuchado se giró y volvió a contemplar el Muro al detalle. Parecía realmente sólido. Si miraba hacia arriba desde donde se encontraba, le daba la impresión de que el horizonte tenía el color de una tormenta de cenizas; debía medir más de treinta metros de altura. Y, sobre plano, parecía aún más inexpugnable. Se extendía más allá de lo que abarcaba su vista. Centenares de miles de piedras, colocadas una junto a otra, lo separaban de su objetivo. La piedra en la que había tratado de clavar los nudillos le dirigía una mirada burlona. Solo podría usarla para escalar, pero lo más probable era que se partiera el alma antes de alcanzar siquiera la cima. A este lado del Muro, el silencio era la voz del viento y la respiración derrengada de su compañero. Pero podía imaginar, ver a través de la opacidad de aquella mole. Oír las risas de las personas que vivían al otro lado. Intuía el sentimiento de protección con el que se movían, además. La red de su engaño tenía infinitos hilos; era una telaraña tejida en un punto elevado e inaccesible, y ellos se comportaban como pequeños insectos con desesperadas y patéticas vidas cuya única función es alimentar a algo más grande.

El odio volvió a correr por sus venas, libre como un animal salvaje. Detrás de ese muro era todo tan, tan frágil. Él solo tenía que cortar un hilo y entonces…

—Tenemos que actuar ya —exclamó, y no había sido consciente de que su mano volvía a presionar la piedra hasta que vio la sangre en las yemas de los dedos.

—Calma, chico —ordenó con suficiencia su compañero. El encapuchado odiaba que se dirigiera a él de aquel modo. Le recordaba que sería un rey joven e inexperto—. Si nos precipitamos, cometeremos errores, y nosotros no podemos permitirnos ninguno.

—Pero ¿no los oyes? Están justo aquí, creyéndose inmortales y poderosos, y…

—Suplicarán, chico. Suplicarán. —El hombre le sonrió: no era una sonrisa amable ni amistosa, tampoco buscaba tranquilizarlo. De hecho, aquella sonrisa le daba un poco de miedo—. Y entonces, tú decidirás quiénes merecen ser perdonados y qué nombres deben ser borrados de la historia.

El encapuchado asintió, conforme. Era lo que esperaba. Lo que merecía. Ya no estaba enfadado, aunque le seguía molestando la idea de estar tan cerca de su destino y no aprovechar aquella oportunidad.

—Sí, por supuesto. Sí —terminó respondiendo—. ¿Qué hacemos ahora?

El hombre que a veces se vestía de desconocido y otras tantas le recordaba a su difunto padre sentenció, sin atisbo de duda:

—La parte más difícil en cualquier voluntad de cambio. Esperar.

Y se alejó por donde había venido. El encapuchado no podía demorarse en seguir sus pasos o se perdería. Lejos de aquel Muro, los mapas servían de poco.

Oyó una última vez el rastro de esas vidas que despertaban y dormían al otro lado, acarició la piedra como si fuera una mejilla cubierta de lágrimas.

Él iba a devolver el equilibrio a su mundo. Él iba a enseñarles la auténtica naturaleza del suyo. «Renacer es destruir».

El encapuchado soltó la piedra. Se dio la vuelta y se marchó sin hacer ruido.

1

«Allí estaba, entre un amasijo de sombras, iluminada por su propio y resplandeciente sino: nuestra región. Gloriosa e intacta. Alzándose donde otras cayeron, inalcanzable como los pájaros que sobrevuelan sus tejados. Esculpida con manos duras y guerreras, de alma fuerte como las rocas que la envuelven. Xeredhia. Recordad su nombre, pues también es el vuestro. La historia se escribe sobre la historia».

Historia de la región de Xeredhia. Introducción

Lyra nunca había pisado Oake's End.

Sentía más expectación que nervios. Las normas que de verdad importaban, esas que sus antepasados decidieron escribir en el aire y que generación tras generación se habían ido atesorando como un principio innegable, escapaban de su control, así que Lyra vivía en la orilla de las otras normas, las que eran laxas y ambiguas, y de vez en cuando disfrutaba saltándoselas. Estaba mal visto que alguien como ella se dejara ver fuera de Starsand, por eso se había cubierto con un abrigo largo, discreto, negro, quizás en un intento por fundirse con las sombras que el atardecer arrancaba en las calles desde el cielo, también plano, infinito, oscuro.

A pesar de su atuendo, no había podido engañar a los mundanos. La observaban al pasar por su lado como si fuera una obra de arte muy cotizada.

Lyra estaba pensando en largarse de allí cuando se acercó a ella un chico rubio, de pelo rizado, con una vestimenta bastante similar a la suya. Antes que en su sonrisa, se fijó en la mano que alargó hacia ella.

—Lo siento, ¿llevas mucho esperando?

Lyra se apartó con brusquedad.

—El tiempo suficiente como para echar de menos mi casa —respondió, mientras la mano del chico dibujaba un garabato en el aire antes de volver a reposar en su costado. Se le oscurecieron los ojos, y no porque estuviera a punto de caer la noche.

—¿En serio?

—No. —Lyra se arrebujó en su abrigo y taconeó con impaciencia contra el suelo—. ¿A dónde vamos, Irmyn?

—¿Ya? Pensaba que antes podíamos tomar…

—Otro día —lo interrumpió—. Hoy ya sabes a lo que he venido.

Irmyn pareció más sorprendido que decepcionado.

—Sígueme.

Obediente, Lyra se separó de la pared que había abrigado su recelo hasta ese momento y caminó tras Irmyn. Oake's End o La Otra Ciudad, como se conocía al lugar en el que vivían los mundanos, era un fragmento de mundo completamente distinto al suyo. Allí la gente no guardaba las formas, ni hablaba en susurros ni seguía un mal disimulado orden. Los mundanos gritaban, reían con escándalo y se abrazaban. Si se percataban de la presencia de alguien como Lyra, parecían hacerlo más alto, más fuerte, con rabia, así que la mirada de la chica bailó de un descubrimiento a otro. Las casas eran bajas y estaban apelotonadas entre sí. El olor a especias y fragancias mucho menos apetecibles flotaba por todas partes porque los comercios eran espacios abiertos. Las calles no estaban pavimentadas y el barro le manchaba las botas y el bajo del abrigo. No era precisamente un paraíso, pero aun así, Lyra disfrutaba de esa explosión de vida.

—¿Habías estado aquí antes? —interrogó a Irmyn. Al instante se dio cuenta de lo estúpido de su pregunta. Si él no hubiera estado antes en La Otra Ciudad, jamás la habría citado allí.

—Qué remedio —respondió el chico, confirmando sus sospechas—. Cuando los mundanos se rebelan, alguien tiene que bajar a poner orden.

—Pensaba que de eso se encargaba la Asamblea.

—¿De verdad crees que van a perder su tiempo con basura mundana? —Lyra tragó saliva ante su desprecio. Por suerte, nadie los estaba escuchando. O fingían no hacerlo—. Un buen gobierno, delega. No se entretiene con minucias.

A Lyra la idea de una revolución no le parecía algo pequeño. Las tensiones con los mundanos crecían como las flores de su taller en primavera, solo que el invierno ya no conseguía enterrarlas. El Muro, que hacía décadas los había separado y que ahora solo los protegía del exterior, parecía un incómodo recordatorio. Lyra nunca lo había visto tan de cerca. La sombra que proyectaba su imponente estructura era tan fría como el soplido aletargado del invierno.

Lyra se estremeció y apretó el paso para no quedarse atrás y caminar junto a Irmyn.

—Ya hemos llegado —anunció él poco después.

«¿A dónde?», estuvo a punto de preguntarle, hasta que se dio cuenta de que se habían detenido en un discreto jardín. Apenas se atisbaban los colores del crepúsculo, todo estaba oscuro por la sombra que provocaba la cercanía con el Muro. La multitud había quedado atrás, en la arteria principal, por lo que estaban solos. Solos y rodeados por árboles semidesnudos, bancos de piedra desgastados y arbustos que pedían a gritos que llegara la época de lluvias.

—¿No conocías un sitio con más encanto? —Lyra le dedicó a Irmyn una sonrisita divertida.

—Depende de lo que pidas, ya lo sabes —repuso, fanfarrón.

La hierba estaba aplastada y marchita, y había zonas yermas aquí y allá. Lyra apoyó los pies con toda la firmeza que le permitió el terreno y se quitó el abrigo. Irmyn hizo lo mismo. Debajo, el chico portaba la armadura que los guerreros usaban para entrenar en el Fuerte: una coraza de cuero ligera que cubría el pecho y parte de los hombros. Lyra no tenía armadura propia, las mujeres no formaban parte del ejército de Xeredhia, pero le había robado una a su hermano y le había hecho algunos retoques para adaptarla a su anatomía. El cabello, por fin liberado, le caía por la espalda hasta casi rozar la hierba. Se lo recogió con un gesto que había repetido miles de veces.

—¿Empezamos?

—¿Estás segura de esto? —quiso saber Irmyn, separando las piernas y calentando los músculos.

—¿Por qué te preocupas tanto?

—Se rumorea que el viejo Alastor va a jubilarse. La Asamblea necesitaría un nuevo miembro y entonces…

—¿Crees que tienes posibilidades?

—Claro. ¿Tú no?

Lyra esbozó una media sonrisa e imitó su forma de calentar. No entraba en sus planes estropear las ilusiones de nadie. Al menos, no ese día.

—¿Empezamos ya o no? —zanjó.

Irmyn levantó los puños y la miró con suficiencia.

—Pon las reglas.

—Tres combates. Pierde el primero que caiga al suelo. Y gana el que consiga más victorias. ¿Preparado?

Como respuesta, Irmyn le lanzó un puñetazo. Lyra no se lo esperaba e intentó saltar hacia atrás para esquivarlo, pero el golpe impactó con fuerza en su mandíbula. A pesar de la sorpresa, logró estabilizarse y rugió de rabia. Se llevó una mano a la cara, para comprobar que no tuviera nada roto. Aparte de un dolor palpitante y una leve hemorragia en el labio, no parecía que nada le impidiese continuar.

Irmyn se encogió de hombros.

—Lo siento, preciosa. ¿Te he hecho daño?

Lyra no se molestó en elaborar una respuesta. Ella también sabía hablar con sus manos. Se abalanzó sobre Irmyn e intentó golpearle el costado, pero él se anticipó y bloqueó sus ataques. Contraatacó con otro puñetazo en su cara, pero Lyra ya estaba preparada y pudo esquivarlo. Bailaron. Lyra comparaba esos momentos de entrenamiento como la más arriesgada de las coreografías; bailaron hasta que ella consiguió romper la defensa de Irmyn y soltarle una patada en el costado. La fortaleza de Irmyn se vino abajo; Lyra lo notó en su respiración pesada y en la vacilación de su último golpe, así que echó la cadera y el pie derecho hacia atrás, giró la rodilla hacia dentro y dejó que fuera ese movimiento el que guiara su puñetazo.

Impactó en el rostro de Irmyn, que terminó tumbado boca arriba.

—Uno a cero —indicó Lyra, agitada y sonriente.

Irmyn se tomó su tiempo para recobrar la respiración y, cuando Lyra empezó a imitar —de forma pésima— el sonido de una gallina, se incorporó haciendo aspavientos de dolor.

A Lyra apenas le dio tiempo a recuperar su posición inicial antes de que Irmyn la atacara con ferocidad. Parecía haber recuperado toda su fuerza, porque ella no podía parar sus golpes. O quizás se lo estaba tomando más en serio. Escondiera lo que escondiera su motivación, Lyra fue incapaz de sobreponerse. Un puñetazo en la boca del estómago la dejó sin aire; Irmyn solo tuvo que empujarla para que terminara boqueando como un pez fuera del agua sobre la hierba.

Le dolía más la humillación de la derrota que los golpes.

—¡Empate!

Irmyn le tendió la mano, pero Lyra la rechazó y se incorporó por sí misma. Le costó un gran esfuerzo, aunque no pensaba reconocerlo en voz alta: la debilidad era solo una elección, o eso decía su padre. Se aseguró de que la armadura seguía en su sitio y se frotó la cara con el dorso de la mano para eliminar la sangre y el sudor. Su sonrisa estaba teñida de rojo venganza.

—¿Estás listo para el combate decisivo?

—Los mundanos y yo estamos listos para verte en el suelo otra vez —respondió Irmyn, señalando un punto a sus espaldas.

La chica se dio la vuelta solo para descubrir que ya no estaban solos. Sentados en uno de los bancos de piedra, había un grupo de cuatro mundanos más o menos de su misma edad. Era fácil reconocerlos: vestían túnicas desgastadas y de colores apagados, además de llevar el pelo corto, casi rapado. No se habían preocupado por esconder su presencia; para sorpresa de Lyra, parecían disfrutar del espectáculo. Se mordió el labio y se giró hacia su contrincante.

—¿Quieres que lo dejemos para otro día?

—Temes que te gane, ¿verdad? —Irmyn se rascó las comisuras de los labios al sonreír.

—No, idiota, es… da igual. —Sacudió la cabeza, recuperó su posición defensiva—. ¡Vamos, ven!

No se hizo de rogar y corrió hacia ella. Lyra le lanzó una patada a la cara, pero el guerrero se protegió con los brazos. Aprovechando su inestabilidad, intentó golpearla en el costado izquierdo, pero Lyra hizo una finta en el último momento; los nudillos de Irmyn rozaron la armadura, y Lyra sintió la promesa ardiente de ese roce. Cuando volvió a tener los dos pies apoyados en el suelo, se preparó para asestarle otro golpe en la cara —le encantaba golpear caras—, pero había perdido de vista el otro puño de Irmyn e hizo una mueca de dolor cuando descubrió, más bien sufrió, dónde se encontraba: impactando con fuerza contra sus costillas. Perdió el equilibrio y se tambaleó hacia atrás, ventaja que el chico utilizó a su favor para darle una patada que la acercó peligrosamente al suelo. «Mierda», pensó Lyra.

«Mierda, mierda, mierda».

No podía perder. No quería perder. Su cuerpo caía como si no tuviera huesos ni masa corporal ni órganos, como si su piel solo albergara sangre y vacío y esa ligereza, de pronto, se transformó en su arma más poderosa. Durante el combate se habían desplazado sin darse cuenta, y bajo ellos ya no crecía hierba. Solo polvo, hojarasca y tierra. Polvo. Hojarasca.

Tierra.

Lyra concentró las pocas fuerzas que le quedaban para apoyar las palmas de las manos en el suelo, arqueó el cuerpo y dio una voltereta hacia atrás, momento que aprovechó para agarrar un puñado de tierra del suelo. Ante las exclamaciones de júbilo de los mundanos, Lyra se enderezó y, cuando Irmyn se aproximaba a ella dispuesto a finalizar el combate, arrojó la tierra a sus ojos. El chico soltó una palabrota y se llevó las manos a la cara; mientras tanto, Lyra le golpeó repetidamente en el estómago, la cara, el pecho… en todas partes. No hubo un golpe decisivo, tampoco hizo ningún movimiento que la hiciera parecer una auténtica guerrera, pero ver a Irmyn acurrucado en el suelo, gimoteando y frotándose los ojos con rabia, infló su ego de honor y orgullo.

—Como siempre, la inteligencia vence a la fuerza —exclamó—. ¡He ganado!

—Mpfh —farfulló Irmyn, retorciéndose mientras intentaba ponerse en pie.

—¿Cómo? ¿Qué dices?

—¡Que eso no vale! ¡Has hecho trampas!

—¿Trampas? Te he tirado al suelo, así que he ganado.

—¡Pero no se permite arrojar nada a la cara del contrincante! Y mucho menos tierra… —Irmyn se restregó los ojos para reforzar su argumento—. No te puedes imaginar lo que escuece.

—No hablamos de restricciones. La única regla era dejarte por los suelos y ya lo he hecho. De todas las formas posibles —replicó Lyra, cruzándose de brazos.

—No ha sido un combate digno —insistió él.

—La próxima vez, podemos probar con una espada y salimos de dudas.

—Pero ahora estamos en el… ahora. Y yo digo que no es justo. Así que, ¿cómo lo solucionamos?

Lyra se mojó los labios, dudosa. El sabor metálico de la sangre explotó bajo su lengua mientras se encogía de hombros y señalaba a los jóvenes que, en silencio, esperaban la resolución del conflicto.

—¿Les preguntamos a ellos?

Sin molestarse en esperar una respuesta, Lyra le dio la espalda y se acercó a los mundanos.

***

«Somos peores que un secreto. Asúmelo, Navid. Nacimos mundanos y moriremos mundanos».

Cada vez que salía de casa, cada vez que hacía algo distinto a su habitual rutina de estudiante, Navid oía en su cabeza el lema de la familia y sentía ganas de desaparecer.

Por eso, cuando vio a aquella chica caminar hacia ellos, supo que se había metido en la clase de lío que llevaba evitando toda su vida.

—Vámonos —susurró. Hizo ademán de levantarse, pero nadie se movió del banco.

—Tranquilo, no nos van a hacer nada —dijo Thet, que le aplastaba las rodillas con la espalda y sonreía como si acabaran de concederle un premio.

—¿Cómo estás tan seguro?

Su mejor amigo, Jowet, le dio un codazo.

—¿Estás ciego, Navid? Les hemos visto luchar. Luchar —recalcó en un murmullo exaltado.

Sus amigos se comportaban como si esa información les diera alguna clase de poder, cuando Navid presentía todo lo contrario. Ellos eran mundanos. La chica había robado una armadura. Estaba acompañada por un guerrero con una estructura corporal similar a Nasru, el único monte que había en La Otra Ciudad. Era evidente que estaban escondiéndose a ojos de otros guerreros. Y ellos eran mundanos. ¿Quién iba a confiar en su versión? Resultaba más fácil silenciarlos. Esa desconocida bien podía decir que se desorientó y fue atacada por miserables mundanos. Que no le quedó más remedio que defenderse. ¿Y qué sería de ellos, entonces? ¿Qué sería de él?

A Navid le costaba respirar.

—En serio, tendríamos…

—Puedo asumir que habéis visto la pelea, ¿verdad?

La guerrera, aunque no podía ser realmente una guerrera, se plantó frente a ellos y sonrió con suficiencia. Tenía la cara cubierta de sangre y cortes, y sus ojos eran de un azul tan imperfecto que Navid sintió el rumor del agua emanar de ellos. Su mirada descendió por el cuero, y Navid notó la boca seca cuando la chica ladeó la cabeza y su cuello quedó al descubierto. Una fina cicatriz en forma de cruz torcida ensombrecía su pálida piel. Sus brazos también estaban salpicados de cicatrices y, cuando Navid comprendió lo que eso significaba, deseó con todas sus fuerzas no haber nacido.

—¿Eres alquimista?

La chica lo miró como si fuera idiota.

—¿Tanto se me nota?

Navid bajó la mirada, incómodo. En cuanto a poder y estatus, los alquimistas y los guerreros estaban muy igualados. Sin embargo, la historia reflejaba a los primeros como ayudantes necesarios, y a los segundos, como los salvadores indiscutibles de la región. Los mundanos debían ser fieles seguidores de ambos independientemente del momento de la historia en el que se encontrasen, claro. Una vez escuchó a un viejo guerrero referirse a ellos como: «el mal necesario».

La rabia empezó a sustituir al miedo cuando el chico que acompañaba a la alquimista se acercó a ellos con gesto burlón. Navid apretó los puños.

—No tengo todo el día, mundanos —les sermoneó—. ¿Habéis visto la pelea o no?

—Es lo más interesante que ha pasado hoy por aquí, así que supongo que sí —respondió Jowet, y esta vez fue Navid el que enterró el codo en sus costillas.

El guerrero silbó.

—No me cabe duda.

—¿Quién diríais que ha ganado el último combate? —La chica empezó a hablar antes de que su acompañante terminara de mofarse. Quizás buscaba rebajar la tensión. Quizás la justicia también funcionaba para ella como una herida. Quizás solo quería sentirse importante. Navid no lo sabía. Empezaba a ver todo de color rojo—. Yo, ¿verdad?

—Has hecho trampas. Me has arrojado tierra a la cara, y eso no está permitido.

—Ha sido válido y solo te estás quejando porque he herido tu orgullo de hombre guerrero.

La pareja alzó la voz y se enzarzó en una discusión absurda. Navid intentó levantarse de nuevo, pero sus amigos habían ido arremolinándose a su alrededor formando una especie de jaula que lo mantenía atado a ese momento, enclaustrado. Se preguntó entonces quién olvidaría antes: la chica, el Muro, la noche o él.

—Ella te ha tirado al suelo, ¿no? Entonces ha ganado. —Thet fue el primero en atreverse a opinar, para sorpresa de Navid. Era, con diferencia, el más reservado del grupo.

Supuso que también estaba buscando su instante de gloria.

—Pero él tiene razón: las Justas no permiten ese tipo de movimientos. Es una triquiñuela, no tiene honor quien se comporta así —defendió Kyu .

—Pues yo también creo que ella es la ganadora. —Jowet estaba lanzado y hablaba directamente con los desconocidos—. Solo por el mérito de que una chica sepa dar buenos puñetazos tendrías que dejarla ganar.

—Ese no es el piropo que tú crees —sentenció ella con una divertida y fría calma. Después, su mirada voló hacia Navid, que no se encogió tanto como habría esperado—. Y tú, ¿qué opinas?

—Opino que sin esa marca te habría resultado casi imposible dar esa voltereta final. —Señaló la cicatriz que recorría su hombro hasta la clavícula. Era como un rayo partido por la mitad, formando cuatro triángulos unidos por sus bases. Inconfundible para Navid—. Poción del halcón, ¿verdad? Ayuda a preservar los sentidos en una batalla. Más bien, los agudiza.

—¿Eso es cierto? —El guerrero miraba a Navid y a la chica alternativamente.

Ella se encogió de hombros y se soltó el cabello. Navid creyó por un momento que aquel manto castaño poseía la cualidad del infinito. Los alquimistas tenían fama de ser excéntricos con su apariencia: cabellos imposibles, colores difíciles de descifrar, aros de metal en partes de la cara que Navid consideraba intocables… Aquella alquimista no parecía obsesionada con destacar. Salvo por la longitud de su pelo.

—Tampoco dijiste que no pudiéramos usar pociones —estaba diciendo para defenderse.

—Esto es el colmo, Lyra. Eres una tramposa —escupió el otro.

Así que se llamaba Lyra. Aquel nombre le resultaba familiar, pero no despertaba nada concreto en él. Confusión. Indiferencia.

—Oh, vamos, ¿qué posibilidades tendría con un guerrero de verdad?

—Para eso sirven los entrenamientos. Para…

—Perder es aburrido. ¿Verdad, perdedor? —lo interrumpió Lyra, que volvió a recogerse el pelo con la mirada clavada en Navid. El guerrero sin nombre puso los ojos en blanco y murmuró algunas palabras malsonantes e irónicas sobre los mundanos y la importancia de sus opiniones—. ¿Cómo sabías lo de la marca?

—Leyendo —se limitó a responder Navid.

«Tu amigo debería probar a hacerlo de vez en cuando».

—Sabes mucho de alquimia para ser un simple mundano —insistió Lyra.

Navid se inclinó, apoyando los brazos en las rodillas. Se sentía con ventaja.

—No me defiendo mal. Tú, en cambio, te mueves demasiado bien para ser una simple maga.

Entre los mundanos se había popularizado el término «mago» para referirse a los alquimistas, aunque él estaba convencido de que la magia no existía. En los cuentos, quizás, y aun así a Navid le costaba darle credibilidad a esas historias que presumían de aprendizajes forzosos y finales felices.

No, Xeredhia no conocía la magia, y los alquimistas, tampoco. Ellos eran los encargados de fabricar pociones o preparados que servían para potenciar —o debilitar— determinadas cualidades de los que las ingerían. La alquimia no era magia ni milagro: era una ciencia milenaria, una dádiva desenterrada de la naturaleza. Llamar mago a un alquimista suponía despreciar su condición y su trabajo, por eso los amigos de Navid se removieron al oírlo hablar, incómodos.

—¿Simple? —Una chispa de enfado brilló en la mirada de Lyra.

—¿Maga? —El guerrero se indignó tanto o más que si le hubiera insultado a él—. Retíralo. Retíralo, mundano.

Amenazante, dio un paso hacia el banco. Pero Lyra se limitó a sonreír y a estirar los brazos.

—Hay demasiada tensión en el ambiente. ¿Por qué no combatimos un rato?

—¿Qué? —exclamaron Navid y el guerrero a la vez, girándose hacia la alquimista.

—Prometo no arrojar nada a la cara.

—No, Lyra —dijo el guerrero, cuyo rostro empezaba a teñirse del color boreal de los moratones—. Hay límites que no voy a cruzar. Ni siquiera por ti.

Lyra, lejos de parecer disgustada, le guiñó un ojo.

—Perfecto, entonces. Ya nos veremos.

El chico abrió y cerró la boca varias veces. Era evidente que no se esperaba esa respuesta. Ni él ni nadie. A Navid le habría dado pena si, antes de darse la vuelta y empezar a alejarse de allí, no le hubiera mirado como si quisiera usarle de estafermo.

A solas con la alquimista, una corriente más recelosa que festiva inundó el ambiente. La noche había caído sobre ellos, Navid no recordaba cuándo, y la única iluminación que tenían para verse provenía de la luna y las antorchas que aún resplandecían en los comercios más cercanos. Las cicatrices de Lyra parecían dentelladas sobre la piel. Su sonrisa, un hilo de oscuridad sin nombre.

—¿A qué esperas, mundano?

Navid no se dio cuenta de que le estaba hablando a él hasta que advirtió que nadie más contestó. Tragó saliva, nervioso.

—No sé pelear.

—Yo te enseño.

Jowet hincó el codo en sus costillas como si quisiera atravesarlas. Thet se incorporó para que pudiera mover las piernas y Kyu insinuó una mueca que venía a decir algo así como: «Eso te pasa por ser tan poco mundano».

Y Navid era muchas cosas. Aplicado, cascarrabias, desconfiado, precavido, mundano.

Pero, por encima de todo, era Navid.

Así que se puso en pie y caminó con seguridad hacia Lyra. Esta lo esperaba sobre la hierba, cuya creciente sombra parecía reptar sobre sus piernas, atrapándolas. Navid nunca había tenido un contacto tan íntimo con una alquimista; no le correspondía como mundano. Y tenía que reconocer que aquello le generaba más expectación en su presente que nervios por el futuro. Se situó a una distancia prudencial y clavó los talones en el suelo. «Vamos, no te caigas. No te caigas», se dijo a sí mismo, intentando imitar la postura de combate de Lyra. No parecía una orden muy difícil. Se preguntó cómo reaccionaría su cuerpo al recibir un puñetazo. Qué dirían sus padres si lo esperaran en casa y, al llegar, les dijera que se había peleado con una alquimista con complejo de guerrera.

—¡Mundano!

Estaba tan enredado en esa ensoñación con sabor a recuerdo, que no se percató de que el combate ya había empezado y Lyra corría directa hacia él. Cuando quiso bloquear sus golpes, ya era demasiado tarde. Como si llovieran piedras, los puños de Lyra impactaron con dolorosa rapidez en su estómago, y Navid terminó doblado sobre sí mismo y luchando, sí, pero… contra las ganas de vomitar.

—La cabeza en el combate. Siempre —dictó la chica, y sonó como un consejo.

Navid tosió y evitó mirar a sus amigos al incorporarse. Por muy extraño que resultara, sentía más curiosidad que vergüenza. Al fin y al cabo, una vida en la que no hubiera nada que aprender no podía considerarse vida.

Flexionó las piernas y cerró los puños. Lyra, que ya estaba preparada, lo observó con detalle. Después, chasqueó la lengua, abandonó su pose defensiva y se acercó a él. La hierba había dejado de crujir bajo sus botas.

—Tienes que colocar los brazos más arriba. Así. —Lyra no pidió permiso para tocarlo, simplemente lo hizo. Navid se quedó paralizado ante aquel contacto tan íntimo; fue como si el hielo de sus ojos hubiera arreciado en sus manos, en sus brazos, en lo que quedaba de él. Lyra extendió el frío por toda la superficie de su piel, manejó el cuerpo de Navid como si fuera un muñeco de trapo hasta que consideró que su postura era medianamente correcta y dijo—: Los pies son las raíces que sostienen el cuerpo durante una pelea. Mantén tensos los músculos del estómago: recibir un puñetazo con el estómago relajado duele el doble. O el triple. ¡Ah! Y mantén la boca cerrada. No querrás perder los dientes, ¿entendido?

Olía a lavanda, a crema batida, a metal y a niebla.

—Entendido.

Cuando se separó de él, Navid dejó de sentirse solo. Hizo todo lo que Lyra le había pedido, y aun así perdió miserablemente contra ella, aunque aguantó algo más de tiempo en pie y los golpes en el estómago le dolieron mucho menos.

—¿Preparado para el último combate? —La alquimista se apartó un mechón de pelo que había escapado de su recogido y le dirigió una sonrisa torcida.

A ella solo la había tocado el aire. Parecía relajada.

Los amigos de Navid habían despertado de su estupor y jaleaban su nombre, si por jalear se entendía darle ánimos mientras vigilaban que el jardín no se llenara de mundanos interesados en algo tan insólito como una pelea entre uno de los suyos y una alquimista. Navid se limpió la cara, por suerte solo de sudor. La tensión era como un animal agazapado en su caja torácica, pero estaba… ¿estaba divirtiéndose? Ojalá alguien le ayudara a descubrir lo que sentía. Ojalá ese momento acabara y, a la vez, no.

—Preparado.

Imitó la pose de los guerreros lo más profesionalmente que pudo y trazó una estrategia. Lyra se movía con rapidez. Atacaba con rapidez, se protegía con rapidez y pensaba con rapidez. Lo mejor para él sería esquivar o protegerse de sus golpes y esperar a que ella expusiera algún punto débil o cometiera un error. Si usaba una poción para equilibrar sus sentidos, podía desestabilizarla. Solo tenía que mantener la guardia hasta que se cansara de golpear y, con un poco de suerte, pegarle lo suficientemente fuerte como para hacerla trastabillar y conseguir tumbarla. «Eso sí que sería magia».

No tuvo más tiempo para pensar. Lyra salió a su encuentro y le propinó una fuerte patada en el costado. Navid logró protegerse y retrocedió para generar más espacio entre ambos. Ella no se dio por vencida e intentó golpearle el rostro, pero Navid ya estaba preparado y, además de esquivar el golpe, contraatacó. Lyra, sin embargo, ya lo había previsto e hizo una finta que pilló por sorpresa al mundano. Navid notó un dolor punzante en la pierna izquierda y maldijo en voz baja haber olvidado que su vestimenta de tela apenas ofrecía protección contra las recias botas de piel de una chica bajita que jugaba a las peleas. Dobló la rodilla en el suelo y Lyra se echó sobre él para asestar el golpe final, el que le proporcionaría la victoria, pero Navid consiguió girarse en el último momento y la agarró por la cintura, haciendo que perdiera el equilibrio y cayera junto a él. Ella intentó zafarse, pero solo le sirvió para acabar encima de su pecho.

Sus respiraciones se entremezclaron y Navid sintió las curvas de la chica bajo las manos, el olor del cuero, los latidos enfurecidos de su corazón aprisionándolo contra la hierba.

—No ha estado nada mal para ser tu primera vez —le susurró ella, maliciosa.

Navid enrojeció, y Lyra aprovechó para ponerse en pie. El frío le dio la bienvenida mientras ella se sacudía la tierra de la armadura, aunque lo hacía tan fuerte que parecía que quisiera desprenderse del eco de todos esos latidos. Recogió su abrigo del suelo.

—Gracias por la pelea… esto…

—Navid.

Ella asintió y se puso el abrigo. La noche había crecido también en sus ojos.

—Encantada. Ya nos veremos.

Cuando Navid quiso ponerse en pie, Lyra ya se había ido. Mecido por el rumor del viento y los últimos coletazos de la jornada, aquel jardín pareció rechazar su ausencia; fue como si ya no tuviera razones para seguir allí. Seguramente, así era. Se giró hacia sus amigos, que lo miraban como si aún permaneciera tumbado en el suelo. «Somos peores que un secreto». Navid se encogió de hombros.

—Creo que hemos empatado.

2

«Los guerreros alzaron sus espadas y las descargaron, henchidos de orgullo y poder, sobre sus enemigos. Como los pétalos de una flor colmada de espinas, fueron cayendo uno a uno hasta despojar de vida la región y devolverla a su estado nacido en sombras. La guerra de Tysah se alargó durante doce horas, pero los gritos permanecieron en sus murallas durante mucho más tiempo; una fútil advertencia del inevitable desenlace».

Xeredhia y sus guerras. Capítulo 9. La Región de Tysah: primeros pasos en su conquista

La melancolía de la noche envolvió a Lyra que, exhausta y magullada, logró llegar a casa sin que nadie detectase su presencia. Toda una proeza, considerando que la Villa nunca dormía realmente. Era común ver a familias de alquimistas y guerreros paseando en cualquier momento del día, saliendo y entrando de sus casas, practicando el arte de la contemplación en sus jardines. Además, aquellas calles anchas que convergían desde Starsand y Laf'drak renegaban de lo inevitable de la noche gracias a las pociones luminiscentes, que coronaban los postes en las esquinas de cada casa. Lyra recordó haber leído algo sobre desafiar a los astros y jugar a ser dioses por controlar los elementos en vez de aceptarlos, pero ella se sentía mucho más protegida así. Al escapar de La Otra Ciudad, iluminada tan solo por antorchas en las zonas más comerciales, la inquietante sensación de que las sombras se movían solas la había estado persiguiendo.

El silencio fue el único conocido que salió a recibirla cuando entró en casa. Como ya venía sucediéndole desde hacía un tiempo, Lyra se alegró de que así fuera. Sus padres estaban demasiado ocupados con sus obligaciones como para recordar que tenían una familia, y su hermano entrenaba hasta tarde en el Fuerte. La mayor parte de los días se acostaba y se levantaba sola.

Era triste vivir en una casa tan grande y estar siempre tan sola. Por eso procuraba enterrar esos pensamientos y saltar de un silencio a otro.

Lyra atravesó el recibidor y subió directamente a la segunda planta. De la cocina no llegaba olor a estofado ni a los panecillos que tanto le gustaban a su hermano, así que supuso que nadie había pisado el hogar familiar durante todo el día. Bien. Más para ella.

Lo primero que hizo al entrar en su cuarto fue cerrar las ventanas y darle dos golpecitos a la esfera que colgaba sobre su escritorio y que contenía poción luminiscente suficiente para iluminar la estancia. Colgó el abrigo, escondió la armadura robada en el armario y tiró al suelo la túnica con la que se había cubierto. Vestida únicamente con su combinación, salió de la habitación para encerrarse en el cuarto de baño. Había dejado varios cubos de agua preparados. Le dio pereza bajar a la chimenea a calentarlos, así que los vació en la bañera y resistió el violento mordisco del frío cuando terminó de desnudarse y se sumergió en el agua. El baño solía tener un efecto terapéutico en ella: podía pasarse horas, tardes enteras flotando en ese pequeño oasis de paz. Sin preocupaciones o emociones prohibidas. El agua la hacía sentir acompañada. Mejor alquimista, mejor hija, mejor persona. Pero ese día se había entretenido demasiado con los mundanos y no podía arriesgarse a que sus padres vieran el estado de su piel, así que se limitó a frotar la suciedad y la sangre de su cuerpo hasta que solo resplandecieron heridas y cicatrices.

Cuando consideró que estaba lo suficientemente limpia, secó su cuerpo y escurrió su pelo. Se hizo una rápida trenza que le alcanzaba hasta la cintura y rebuscó en los bolsillos de su combinación. Sonrió por dentro cuando sus dedos rozaron el botecito escondido, y lo sacó para contemplarlo de cerca. Rebosaba un líquido amarillo con vetas encarnadas; el color y la textura le recordaban a la yema del huevo cuando se rompía. Lo abrió y aspiró aquel aroma a plantas, a medicina. Se bebió el contenido de un trago y guardó el envase vacío en su combinación. Un sabor nauseabundo, como de agua estancada, descendió por la garganta de Lyra mientras se incorporaba y se contemplaba en el espejo. No le importaba lo que pensara aquel mundano: toda disciplina escondía algo de magia, y la alquimia no iba a ser menos.

Poco a poco, las heridas de su cuerpo empezaron a cerrarse. El impacto de los nudillos de Irmyn le había segado el pómulo, pero el corte desapareció como si alguien tejiera un parche de piel nuevo sobre él, y lo mismo sucedió con el resto de magulladuras. Sintió un ligero ardor. Apretó los dientes, se obligó a permanecer quieta. Estaba acostumbrada a usar pociones revitalizantes cada vez que volvía de un entrenamiento. El dolor era soportable; ver cómo desaparecían las huellas de su esfuerzo, no.

Quería ser reconocida como guerrera. Amaba la alquimia y saber defenderse, pero no quería ser una única cosa. La vida era tan corta y el mundo era solo uno y…

«Basta», se dijo, negando con la cabeza. «Basta». Tres golpecitos y la esfera del baño se apagó, oscureciendo a la vez sus miedos y anhelos.

Lyra volvió a su habitación. Se cubrió con un camisón largo de color crema, suave como el fluir de la luz por las paredes, su piel sonrosada y brillante, prácticamente inmaculada, con solo unas pocas marcas esparcidas por los brazos. Quiso dormir, pero el estómago le rugía por el hambre, así que decidió bajar a la cocina y asaltar las reservas de panecillos de su hermano.

Arrugó la nariz al escuchar el sonido de una cuchara rebotando contra un plato y detectar la estrechez de las sombras palpitando en el quicio de la puerta. Sus instantes de soledad habían terminado. Estaba tratando de discernir si se sentía agradecida por aquel engaño, cuando entró a la cocina y vio a su hermano, Gyindo, sentado en la mesa. Al oírla entrar, levantó la mirada de su estofado y sonrió como si agradeciese su compañía. Todavía llevaba puesta la armadura y estaba sudoroso, por lo que supuso que acababa de llegar del Fuerte.

—Hola, Lyra —la saludó.

Había un camino de migas sobre la mesa y algunas entre los pelos de su barba. Lyra se mordió el labio. Acababa de perder la batalla por los panecillos.

—Hola —dijo ella, apoyándose contra la puerta—. No esperaba verte.

—Ah, qué amable por tu parte… ¿no está papá?

—Ni papá ni mamá han venido a casa. Yo he llegado hace un rato.

Gyindo se terminó el estofado en silencio, mirándola de reojo. Lyra no se movió de la puerta. El reflejo de sus ojos azules gritaba lo mismo: desafío, recelo, indecisión.

—Las clases terminan al mediodía. —Gyindo se llevó una mano a la frente para apartar un despistado rizo negro, con la otra juguetaba con la cuchara—. ¿Dónde has estado?

—¿En serio? ¿En eso quieres convertirte ahora, en el hermano controlador? No seas ridículo.

Lyra puso los ojos en blanco y se acercó al frutero para coger una manzana. Gyindo se levantó tras ella.

—Era curiosidad, nada más.

—Tú no eres curioso.

—Sí que lo soy —se defendió él.

—No. No lo eres. —Lyra cogió un cuchillo y empezó a pelar la manzana y a cortarla en rodajas finas. No echaba de menos aquellas conversaciones absurdas con Gyindo, pero admitía que tenían cierta gracia—. He quedado con un amigo, ¿contento?

—¿Qué amigo? Y es una pregunta que nace de la mera curiosidad.

—Un chico rubio, alto y guapo. Ah, y musculoso. No es demasiado puntual, pero digamos que compensa esa carencia con virtudes más… placenteras —dijo Lyra, observando con satisfacción cómo una simple palabra bastaba para que Gyindo se mostrara más avergonzado que intrigado.

—Demasiada información.

—No te creas. Es un amigo interesante. Me ha chivado que el viejo Alastor está pensando en jubilarse.

Gyindo se quedó mortalmente quieto.

—¿Dónde ha oído eso tu amigo? —preguntó, y su tono de voz era tan bajo que le costó entender la pregunta.

—¿Por qué? —Lyra se metió un trozo de manzana en la boca—. ¿Te preocupa que tenga razón, hermano? ¿O es solo mera curiosidad?

Cuando su hermano se desesperaba, buscaba con la mirada puertas, ventanas e incluso brechas en el techo. Cualquier vía de escape por la que pudiera arrojarse si las cosas se ponían feas. Al menos, esa era la impresión que Lyra había tenido siempre.

—Sabes tan bien como yo que la confidencialidad es importante a la hora de gobernar una región, Lyra. Esa información no debía haber salido de la Asamblea. Malditos bocazas…

—Entonces, ¿cómo es que tú la sabías?

Lyra se comió media manzana antes de que Gyindo respondiera, acelerado y casi histérico:

—Yo no he confirmado que Alastor vaya a jubilarse. Quizás se jubile, quizás no. Tal vez es la Asamblea la que ha decidido que se marche para que alguien más joven ocupe su lugar, ¿sabes? Sería un movimiento inteligente, sobre todo ahora que no quedan batallas que luchar. Tendríamos que centrarnos en lo que necesita Xeredhia, y dejar de acudir al pasado como si fuera una bola de cristal. —Sus ojos apuntaban hacia arriba mientras hablaba.

—Tranquilo, me ha quedado claro. —Lyra decidió ser agradable, para variar—. Deberías subir y acostarte; tienes mala cara.

—Ahora que lo mencionas… sí. Estoy algo cansado. Faltan cinco días para las Justas, y nuestra familia se juega mucho. —Cuando era pequeño, Gyindo tenía la mala costumbre de morderse los dedos de las manos y despellejarlos después, sobre todo si algo le importaba mucho. Tenía las manos escondidas detrás de la espalda, pero Lyra reconocería a cualquier edad el movimiento en los hombros, la ligera crispación en los músculos de la boca al arrancar parte de la piel—. ¿Vendrás a verme?

Lyra sintió los bordes afilados de aquella pregunta, los recuerdos de una época en la que no tenía que fingir. Si la alquimia era el origen del poder, el corazón tenía que ser la antesala de una vida honesta. Todo sería más fácil si sus sentimientos estuvieran tatuados sobre su piel, y no al revés. ¿Dónde se alojaban? ¿Por qué nunca durante demasiado tiempo? Le costaba reconocerlos. Aceptarlos como una cicatriz más.

Tiró lo que quedaba de manzana a la basura y pasó junto a su hermano. Ya en la puerta de la cocina, con las manos en el marco de madera, se giró hacia él. Quiso sonreír, pero no supo dónde había dejado las ganas.

—No me lo perdería por nada del mundo. Quién sabe si esta será la ocasión en la que tenga que enterrarte.

Gyindo murmuró un apenas audible: «Yo también te quiero», mientras Lyra subía las escaleras. Le temblaban las manos al entrar en su habitación, así que cerró la puerta y se quedó ahí, quieta, suspendida entre los dos pisos, deseando escapar al día siguiente y volver a bajar para desear a su hermano la mayor de las suertes.

Decidió escapar, o lo que era lo mismo, irse a dormir. Estaba agotada, pero la agitación mental que sentía era demasiado sólida, demasiado fuerte. Asegurándose de que la puerta permanecía cerrada, se acercó a su mesa de trabajo. Muchos alumnos se quedaban en la Cúpula después de las clases para acceder a los bancos de trabajo en los que desarrollar sus pociones, pero los padres de Lyra tenían suficiente dinero como para permitirse que ella tuviera uno propio en casa, aunque se rompían con facilidad. Lyra ya había destrozado tres.

No necesitaba abrir el Manual de las pociones; aun así, lo hizo antes de sentarse. Buscó la página correcta, se rascó la mejilla. La alquimia era una ciencia exacta, específica y estricta: cualquier error en el procedimiento podía tener consecuencias fatales para quien manipula los materiales y quienes lo rodean. Generalmente, las pociones que tenían que preparar en la Cúpula no eran demasiado complicadas y un fallo con los materiales o las cantidades acababa en calvicie precoz, miembros con hipersensibilidad o pérdida permanente del olfato. Había visto eso y más a lo largo de los años, pero al menos los alquimistas estaban vivos para contarlo.

Aunque había quien no tenía tanta suerte. También había visto eso.

La Cúpula prohibía taxativamente la preparación y el uso de pócimas que no tuvieran un fin meramente académico. Ningún estudiante podía hacer uso de ninguna poción por interés personal, y el castigo oscilaba entre la expulsión de la Cúpula a una estancia muy prolongada en prisión. Con una mesa de trabajo en casa, saltarse las normas era mucho más fácil. Lyra llevaba fabricando toda clase de pociones desde los doce años en la más absoluta clandestinidad. Nadie estaba al tanto de esto. Solo ella y su mejor amiga, claro, con la que compartía su misma afición. El organismo de Lyra estaba acostumbrado a tener algún brebaje circulando por él, y Lyra sospechaba que estaba convirtiéndose en una especie de adicta.

Pero no quería preocuparse por eso. Esa noche no.

Carraspeó y devolvió toda su atención a la receta. Estaba elaborando una poción de sueño. De hecho, ya la tenía casi preparada: antes de quedar con Irmyn había avanzado mucho con los pasos y ya solo le faltaba añadir el último ingrediente.

«Agua, el elemento del cuerpo. Fuego, elemento de la transmutación. Aire, elemento de movimiento. Y tierra, elemento de la materia», recordó. Esas eran las cuatro bases de la alquimia. Cada preparado debía contener uno de esos cuatro elementos en cualquiera de sus formas cristalizadas para producir el efecto deseado. Lyra lo tenía claro. Rebuscó en su armario hasta encontrar un frasco que contenía agua marina. Era un material difícil de encontrar, pues ya no quedaban océanos en el mundo: se habían secado todos. Lyra imaginó cómo sería flotar sobre tanta agua y fluir formando parte de esa materia. Después, vertió el líquido en el caldero, que aún conservaba el calor gracias al carbón y al cuarzo que había fundido en él por la mañana, y removió sin parar hasta que un aroma dulzón y penetrante ascendió hasta su nariz.

Sonriente y agotada, Lyra bebió el contenido directamente del caldero. Notó un cosquilleo agradable en los labios y un sabor arenoso en el paladar. Dejó todo sin recoger y se deshizo la trenza mientras caminaba hacia la cama. Se peinó el cabello con los dedos, ya adormilada, y alargó la mano para apagar la esfera luminiscente. Una cicatriz con forma de ola decoraba ahora el dorso hasta perderse entre los dedos pulgar e índice. Pensó en lo que había dicho su hermano. Pensó en el mundano que había conocido. En su voz temblorosa, en sus manos firmes. Algún día, esos recuerdos ya no le pertenecerían a nadie.

Lyra apagó la esfera. A tientas, se tumbó en la cama y se arropó hasta la barbilla. Lentamente, un profundo sopor se fue apoderando de ella, obligándola a cerrar los ojos y a sumergirse en su propia oscuridad.

Lo único malo era que aquella noche no podría soñar.

3

«Las pociones, preparados o pócimas se dividen en dos categorías: las pociones de rendimiento, que incrementan o disminuyen la capacidad física o psíquica del individuo y las pociones de ambiente, que actúan sobre el entorno. El primer tipo de pociones produce, cuando se ingiere, una marca sobre la piel que viene determinada por diversos factores, como el efecto, la duración y el carácter de los materiales. Una vez la marca deja de ser visible, los efectos de la alquimia desaparecen. De las pociones de ambiente se replicarán sobre todo las pócimas mediales, que son aquellas que transforman el entorno pero no alteran los elementos naturales del mismo (véase el capítulo 15, pociones ilusionistas o mediales). Reproducir otra clase de pociones queda terminantemente prohibido debido a su peligrosidad. La mera sospecha de que alguien pueda estar elaborando pociones no autorizadas también se castigará con dureza».

Manual de las pociones. Capítulo 1: Introducción

Aquella mañana, Navid se levantó con el alboroto y el clamor de la muchedumbre pegados detrás de los párpados: era día de Justas. Había soñado con espadas y sangre y con la inmortalidad que alcanzaban los guerreros al descarnar sus espíritus sobre la arena. La necesidad de ser algo mucho más grande se había apoderado de él. Navid tenía la teoría de que hacía falta algo más que un movimiento real para producir un cambio, así que, antes de que el sol se alzara con plenitud en ese cielo quemado e idéntico al de cada día, ya estaba en pie y vestido con una túnica más o menos decente debajo de una chaqueta, cuyos agujeros podía más o menos disimular si caminaba con los brazos pegados al cuerpo.

Esperar a sus amigos fue como obligarle a permanecer al lado de una hoguera. Kyu fue puntual, Thet no tanto y a Jowet estuvo a punto de estrangularlo, pero consiguieron acceder a Laf'drak, la tierra de guerreros, justo a tiempo. Era el único día del año en el que a los mundanos se les permitía que pasearan por allí, pero aun así, no consiguieron huir de los cuchicheos, las miradas de odio y la urgencia que titilaba en sus estómagos por volver pronto a casa.

Pero Navid se había propuesto disfrutar del viaje, no solo del destino. Él no tenía elección, además, solo quería respirar un poco. Y eso fue justamente lo que hizo. Respirar para ganarle la batalla al miedo, lo que le permitió fijarse en detalles de Laf'drak de los que nunca había podido percatarse antes. Detectó cosas como que allí el silencio pesaba el doble, y si no fuera por la presencia de los mundanos, el sonido que rasgaría el aire sería semejante al de una batalla inconclusa. Los arsenales estaban construidos sobre desniveles, lo que le daba a las calles un aspecto laberíntico y escalonado, y apenas había jardines o algún indicio de color fuera de las muescas doradas en las armaduras y los escudos. Laf'drak era disciplina, brutalidad, una roca sin pulir colocada en el sitio correcto.

Quizás era un estúpido, pero Navid prefería su mundo; las calles llenas de vida en las que había crecido. Que los comerciantes recordaran su nombre y le preguntaran qué tal había pasado la noche. El perfume de los árboles y la alegría genuina que se respiraba en La Otra Ciudad cuando olvidaban quiénes eran, dónde estaban, y solo vivían como si tuvieran derecho a hacerlo.

Pero cuando llegó a las inmediaciones del Estadio de Lodrac, aquel sentimiento de pertenencia se vio sustituido por una asombrosa expresión de admiración. Del mismo modo que el Muro había sido concebido como una ofrenda a los habitantes de la región, el Estadio había sido creado para contentar a los antiguos dioses. El blanco de su estructura iluminaba el horizonte como si buscara su lugar en el cielo; los arcos y las bóvedas que sostenían sus pilares parecían huesos emergiendo del centro de la tierra, revelándose contra su creador. Los historiadores esgrimían distintas teorías acerca de la función original para la que fue construido el Estadio de Lodrac. Unos defendían que era un espacio de culto en el que la población de Xeredhia se reunía para escuchar los rezos y orar juntos, pero otros se amparaban en su forma de elipse para explicar que siempre había sido pensado como un lugar de batalla para los guerreros.

Fuera como fuese, el Estadio renacía cuando las Justas se llevaban a cabo la segunda luna llena del año. El dos era el número de la victoria para los guerreros, y antiguamente se creía que el plenilunio aumentaba su resistencia, por eso se les convocaba a poner al límite su capacidad en esa fecha. El uso de pociones no estaba permitido en el Estadio, así que Navid supuso que ese tipo de tradiciones ayudaban a alimentar la esperanza.

El Estadio de Lodrac tenía cuatro entradas que actuaban a su vez como salidas: dos para los mundanos, una para los combatientes y otra para alquimistas y guerreros ya retirados. Entre estos últimos, se encontraban los distintos miembros de la Asamblea. Como cada año, los mundanos tuvieron que esperar casi hasta mediodía para poder entrar, pues primero se acomodaban alquimistas y guerreros. A Navid le temblaban las piernas de la impaciencia y el frío cuando se pusieron en movimiento de nuevo. El Estadio de Lodrac tenía capacidad para varios miles de personas; a pesar de que los mundanos eran mayoría, se encontraban apilados en las gradas inferiores y tenían la peor perspectiva del espectáculo. En cambio, los alquimistas y los guerreros estaban situados en la parte superior, tenían una visión panóptica y acceso a otro tipo de privilegios tales como tentempiés, mejores asientos y parapetos que los protegían del sol, el viento o la lluvia.

Navid miró al cielo, ceñudo. No había previsiones de lluvia, pero él mejor que nadie sabía que las cosas podían torcerse de un momento a otro. «No ha estado nada mal para ser tu primera vez». Su mano se movió sola, buscó el tímido verdugón que aún decoraba su mandíbula.

—Huele a meado de gato. —Jowet, sentado a su lado, arrugó la nariz.

—Es sudor —repuso Navid, divertido.

—Deberíamos sentarnos en primera fila.

—Entonces olerías la sangre.

—No sé en qué clase de persona me convierte esto que voy a decir, pero lo prefiero. —La sonrisa de Jowet se hizo más amplia cuando se fijó en la mano de Navid, en su expresión desorientada—. ¿Pensando en tu alquimista?

Navid dejó caer la mano. Le ardía la cara de la vergüenza.

—No sé de qué me hablas.

—Puedes probar a saludarla, a ver si te hace caso.

Jowet señaló hacia uno de los palcos que quedaba a su derecha. Muchos mundanos todavía estaban acomodándose en sus asientos, por lo que a Navid le costó un poco ubicar el punto que indicaba su amigo entre tantas cabezas exaltadas, pero cuando lo hizo, cuando vio a Lyra, notó la tensión y la incertidumbre y el ansia sedimentar en su estómago. Ella no había visto a Navid, él dudaba que lo hiciera en algún momento: eso implicaría mirar hacia abajo, agachar la cabeza, y Lyra era alquimista, ya se lo había dejado claro en su primer encuentro. La brisa azotaba sus largos y enmarañados cabellos, enredándolos en los botones del abrigo negro con el que se cubría cuando la conoció. Parecía distante. O aburrida. Compartía alguna que otra palabra suelta con la chica que estaba a su izquierda, también alquimista, a juzgar por la vestimenta elegante y el pelo, tan largo como el de Lyra, pero negro como una noche sin estrellas. Tenía la cara redonda, menos definida. No respondía a los comentarios de Lyra, aunque Navid tampoco diría que la estuviera ignorando. Simplemente, daba la sensación de que había un muro invisible que la separaba del resto de las personas, y que era ella la que había construido ese muro.

Él podía entender esa necesidad de aislamiento en medio de la multitud, pero lo que despertó realmente su atención fue la oscuridad que reflejaba su mirada. Navid no sabía si se debía a un efecto óptico por la distancia o a una sombra mal ubicada, pero tenía la sensación de que sus ojos eran negros, dos pozos sin luz. Tragó saliva.

—¿Qué te pasa, Navid? —le preguntó Thet, a su otro lado—. Tienes mala cara.

—Ha visto a su novia —intervino Jowet, malicioso.

—Siempre estás igual, no puedo hablar con una mujer delante de ti —protestó Navid. No había hablado con muchas, desde luego no en términos que pudieran considerarse románticos. Lo intentaba, pero nada parecía encajar del todo nunca, así que ellas se cansaban pronto de esperar algo que no iba a suceder. Y estaba lo de Jowet, claro—. ¿Cuándo vas a crecer? Pareces un crío.

—Supongo que cuando tengas novia de verdad.

—Yo tengo novia de verdad. —Kyu, que estaba sentado junto a Jowet, le acarició el pelo con una mezcla de cariño y fastidio—. Y no cambia nada. Deja a Navid en paz, anda. Bastante tiene con su alquimista.

—No es mi…

Pero los repentinos vítores de la multitud interrumpieron la respuesta de Navid, y prefirió que todas aquellas palabras sin pronunciar languidecieran junto a su vergüenza, al calor que saltaba al vacío desde sus manos. Sabía lo que significaba ese clamor, toda esa emoción irreprimible.

Las Justas estaban a punto de comenzar.

Navid siguió mirando a Lyra hasta que los dos primeros guerreros saltaron a la arena. Siempre se había preguntado si para algunas personas morir por una causa podría suponer algún tipo de retorcido deseo, casi como una vocación, si no tener miedo a perder la vida en el fondo era lo mismo que vivirla con la máxima intensidad. Uno de esos hombres no saldría vivo de ese encuentro y sin embargo, allí estaban. Alzando sus escudos y señalando a alguien importante para ellos con sus espadas mientras la gente aplaudía y silbaba. El guerrero más adelantado llevaba una armadura ligera, similar a la de un jinete: carecía de casco y protecciones en los brazos y en las piernas, a excepción del escudo. Navid supuso que su estrategia se basaría en la velocidad. Su contrincante se protegía el torso con una pechera de acero y el resto del cuerpo estaba cubierto por una camisa de cota de malla que parecía lo bastante robusta como para resultar un arma en sí misma. Sus movimientos serían mucho más pesados y lentos… pero no iba a ser fácil derribarlo.

Navid apostó mentalmente por él. El sonido de un añafil desde los palcos superiores marcó el comienzo del combate. Los gritos de la multitud aclamando a uno u otro llenaron los oídos de Navid, que se concentró en la pelea. Procuraba no recordar los nombres. Era más fácil después.

El primero en atacar fue, efectivamente, el guerrero de la armadura ligera. Con un rugido de rabia, se lanzó hacia su contrincante, que se protegió con el escudo. Durante varios minutos, fue el más veloz quien eclipsó la pelea. Se movía alrededor de su oponente en una danza mortal, buscando cualquier debilidad, cualquier paso en falso, para ensartarlo con la espada. El más corpulento paraba todas y cada una de sus embestidas, aunque cada vez le suponía un mayor esfuerzo. Navid se fijó en su escudo, que estaba lleno de marcas: antiguamente, los guerreros creían que grabar sus armas con Marcas de Poder ayudaba a dotarlas de fuerza, resistencia, valor… atributos imprescindibles para salir victoriosos de una batalla. Ahora, requerían de los alquimistas para potenciar tales efectos, solo que el poder que podían otorgarles los alquimistas era real y no se basaba en supersticiones absurdas. Funcionaba como las palabras: si no tenían un impacto real, un mensaje que traspasara la barrera de la piel y se clavara en nervios y tendones y huesos eran fácilmente olvidables.