Aventuras de la cultura argentina en el siglo XX - Carlos Altamirano - E-Book

Aventuras de la cultura argentina en el siglo XX E-Book

Carlos Altamirano

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¿Cómo va tomando forma la cultura de mezcla que caracteriza a la Argentina? Lejos de proponer una síntesis sobre un objeto tan debatido, Carlos Altamirano elige otro camino, más original. Así, primero traza las grandes claves de cada período: de la pujanza del Centenario, encarnada en íconos de la alta cultura como el Teatro Colón, a las asociaciones intelectuales surgidas en los años treinta para hacer frente a la avanzada del fascismo; de las formas de la cultura popular a las vanguardias de los sesenta y la contracultura de los setenta y ochenta. Y de inmediato abre el telón para que un equipo soñado de autoras y autores pongan la lupa y su talento narrativo en "aventuras" culturales que apenas conocíamos o ignorábamos por completo, y que en su cuota de premeditación y riesgo agitaron la escena no solo de Buenos Aires, Rosario o Córdoba sino de muchas ciudades de provincias. Todos los textos desplazan el foco habitual para iluminar zonas de una vitalidad y riqueza que siguen reverberando: iniciativas editoriales a caballo entre el compromiso político y la experimentación, figuras carismáticas con trayectorias que marcan un campo, como Paul Groussac, Arnaldo Orfila Reynal y Boris Spivacow, revistas concebidas en noches de bohemia y discusión literaria, grupos de poetas y artistas del interior que piensan su práctica al margen de estéticas regionalistas, institutos de formación como el Di Tella, la novedosa plataforma ficcional del radioteatro, la invención local de ritmos como el chamamé o el rock, escritores como Juan L. Ortiz, cuya imaginación y cuya obra organizan una potente tradición alternativa. Caleidoscopio deslumbrante, este libro es una entrada magistral a la cultura argentina del siglo XX, a su voluntad, su desvelo y hasta su voracidad por estar siempre al día, conectada con el mundo, y a tensiones que la marcan todavía en nuestro presente.

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Índice

Cubierta

Índice

Portada

Copyright

Prólogo (Carlos Altamirano)

Parte I. Metrópoli

1. ¿De élite, democrático o plebeyo? Algunas notas sobre el origen del Teatro Colón y sus públicos (Claudio Benzecry)

2. Nosotros, la calle Corrientes y las transformaciones de Buenos Aires en las primeras décadas del siglo XX (Miranda Lida)

3. El canto feminista. Poética y política en Alfonsina Storni (Graciela Batticuore)

4. De Buenos Aires al mundo: la trayectoria de Paul Groussac entre 1900 y 1929 (Paula Bruno)

5. La carrera de un notable en una época en transición: Carlos Ibarguren entre 1895 y 1922 (Fernando Devoto)

Parte II. Inquietudes en tiempo de entreguerras

6. Rezarles a distintos dioses. Los Cursos de Cultura Católica en la historia intelectual del siglo XX (José Zanca)

7. El Colegio Libre de Estudios Superiores y el clima antifascista de los años treinta (Ricardo O. Pasolini)

8. Una capital para el Frente Popular (Ana Clarisa Agüero)

(Inter)nacional y popular

9. Anotaciones para un texto sobre la historieta en la cultura argentina (Oscar Steimberg)

10. Ficciones de radio en los años treinta (Sylvia Saítta)

11. El cine argentino durante la larga década de 1930 (Clara Kriger)

Luces interiores

12. Pastoral correntina. La invención del chamamé (1934-1944) Eugenio Monjeau

13. Una comunidad de intenciones. La Carpa: momento mítico de la historia cultural del noroeste argentino (1944) (Sebastián Carassai)

14. Arte, cultura y vanguardia en el Chaco. El Fogón de los Arrieros (Mariana Giordano, Alejandra Reyero)

15. El noroeste de Tarja y de Tizón, Latinoamérica (Alejandra Mailhe)

16. Musas en el valle. Orígenes de una empresa cultural en Río Negro (Lila Caimari)

Los sesenta

17. Libros para todos. Orfila Reynal, Boris Spivacow y la política editorial de Eudeba (Alejandro Dujovne)

18. El Centro de Investigaciones Sociales del Instituto Di Tella y el proyecto de una ciencia social en sintonía con el mundo (Alejandro Blanco)

19. Un movimiento, una tradición (Martín Prieto)

20. Sobre la revista Pasado y Presente (Diego García)

21. Jorge Álvarez: aventuras de una editorial (Gonzalo Aguilar)

Desobediencias

22. La Plata, ciudad de jóvenes. Rock y contracultura en una capital provincial (Fernando Aliata, Ana Sánchez Trolliet)

23. Sótanos metafóricos (Mariana Canavese)

Acerca de las y los autores

Carlos Altamirano

coordinador

AVENTURAS DE LA CULTURA ARGENTINA

en el siglo XX

Altamirano, Carlos

Aventuras de la cultura argentina / Carlos Altamirano [coord.].- 1ª ed.- Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2024.

Libro digital, EPUB.- (Hacer Historia)

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-801-318-3

1. Historia. 2. Historia Argentina. 3. Historia de la Cultura. I. Título.

CDD 306.0982

© 2024, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

<www.sigloxxieditores.com.ar>

Diseño de portada: Pablo Font

Digitalización: Departamento de Producción Editorial de Siglo XXI Editores Argentina

Primera edición en formato digital: abril de 2024

Hecho el depósito que marca la ley 11.723

ISBN edición digital (ePub): 978-987-801-318-3

Prólogo

Carlos Altamirano

Este libro reúne veintitrés ensayos sobre pasajes de la cultura argentina en el siglo XX. Algunos de los textos ponen la atención en expresiones que, cualquiera haya sido su particular lenguaje artístico o intelectual, articularon sensibilidades, modos de pensar, experiencias, mundos de la imaginación. Otros se ocupan de iniciativas y movimientos, de individuos o de grupos, que crearon espacios y medios para que esas expresiones tuvieran alcance público: el teatro de ópera, las sociedades intelectuales, las revistas y las editoriales. La interrelación entre esas dos clases de hechos culturales es también objeto de estos ensayos. Como en el resto del mundo contemporáneo, se tratara de Europa o de países europeizados, la actividad cultural en la Argentina del siglo pasado no fue únicamente la de las minorías cultivadas. Al igual que en otras partes, fue también la de la radio, el cine, la historieta, mundos de significaciones que suelen enfocarse bajo el rótulo de “cultura de masas” o “cultura popular”.

Una cultura del Atlántico Sur: así identificaba Ángel Rama hace ya muchos años nuestra cultura moderna. La incluía dentro de una zona de América Latina que integraban la Argentina, Uruguay y las provincias sureñas de Brasil, de San Pablo a Río Grande del Sur, una zona “que tiene una dominante pampeana urbanizada, agrícola-ganadera, inmigratoria e industrializada, dentro de cánones modernizadores”. Rama se negaba a adoptar la noción de “cultura trasplantada” que algunos estudiosos habían propuesto por esos años, porque implicaba desconocer el activo papel de individuos y grupos en las operaciones de adaptación y amalgamas de que fueron objeto los elementos recibidos. En palabras de Rama: “La suratlántica es la cultura que más drásticamente se ha hecho cargo tanto de las virtudes como de las vicisitudes de esta concepción del universo generada en el marco noratlántico, dotándola de una inflexión peculiar”.[1] Allí, en esa incorporación activa y en la inflexión particular que le imprimía, radicaba para el crítico uruguayo algo así como el principio estructural de la cultura del Atlántico Sur en la que insertaba la nuestra. En la Argentina, el gran escenario de esa cultura ha sido Buenos Aires.

¿Cómo se formó esa cultura de este lado del Río de la Plata? En sus líneas generales la historia es conocida, también la fecha emblemática de su gestación, 1880. No porque todo comenzara entonces, sino porque esa fecha simboliza el gran envión. A partir de ese año una nueva generación de hombres públicos asume el timón de la república. Bajo la autoridad del general Julio A. Roca, esa élite –liberal como sus predecesoras–, en que se aunaron dirigentes políticos y una nueva promoción de la “clase cultural”, dio impulso más enérgico a las ofensivas modernizadoras del país. Las ideas de progreso y civilización seguían siendo principios rectores del credo reformador. Pero en términos de celeridad y escala, el tiempo que se inauguró fue el tiempo del gran cambio, se tratara de la inmigración europea, que se tornó masiva, o de las inversiones extranjeras, del desarrollo de la economía agropecuaria o de la escolarización de la población. La Ley 1420 de Educación Común, Gratuita y Obligatoria, aprobada bajo la presidencia de Roca en 1884, hizo crecer drásticamente, en el transcurso de dos décadas, la tasa de alfabetizados. Hacia 1910, esta superaba el 60% de los habitantes. Se han formulado diversas explicaciones para este fuerte interés en la acción de la escuela, desde la razón alegada por Sarmiento de que sin educación habría habitantes pero no ciudadanos, hasta la de quienes veían en la escuela tanto un medio de alfabetización como de argentinización o nacionalización de los hijos de los recién llegados.

“Europa. De ahí, provenía todo, la ciencia, el arte, la poesía, las ideas, las modas, los tejidos, la cocina”, escribió Roberto F. Giusti al hablar del ambiente intelectual de su generación a comienzos del siglo XX. Y, párrafos después, agregaba: “Europeísmo que en verdad era parisianismo puro”.[2] Las palabras de Giusti remiten a la cuestión de las lenguas y la autoridad cultural en el medio intelectual. Nuestra lengua era la de España, la de la Madre Patria o la de la Raza, como empezará a decirse ya en la década de 1890.[3] Pero no era la lengua de la autoridad cultural en los círculos ilustrados. Durante décadas, esa magistratura del espíritu fue casi monopolio de la lengua francesa. No solo para las élites ilustradas de la Argentina, ciertamente. Como bien señala Anna Boschetti, París fue la “capital de la modernidad”, la ciudad donde se acuñaron términos que harían larga carrera, como los sustantivos “intelectual” y “vanguardia”, en el sentido artístico y literario.[4] No todo –pero casi todo– provenía de esa capital, desde el naturalismo y el modernismo literarios hasta el art nouveau, desde la teoría del arte de H. Taine hasta los tratados de anatomía utilizados en la enseñanza universitaria de la medicina. ¿Cuándo comenzó a declinar la autoridad de París? No creo que esta sea de las cosas en que se puedan establecer fechas con precisión, ni suponer que pueda ser la misma para todos los sectores del saber cultivado y de las élites intelectuales de la Argentina. En cuanto a la cultura de masas, el modelo estadounidense fue desde temprano importante en ella.

Hay otro hecho relevante para la sociedad que desde las últimas décadas del siglo XIX se gestaba a orillas del Río de la Plata: el enlace con las noticias del mundo. El caso Dreyfus es un buen ejemplo. Entre 1897 y 1899, los diarios de Buenos Aires tuvieron al día a sus lectores acerca de las novedades del proceso judicial que se le seguía en Francia al capitán Alfred Dreyfus, las divisiones en la opinión pública del país europeo y las intervenciones de Émile Zola, un autor muy leído en la Argentina, en defensa de la inocencia del oficial. Los órganos de la prensa local no solo informaban, sino que también disentían en cuanto a la actitud que cabía adoptar ante el affaire.[5] La sociedad argentina (y esto quería decir sobre todo la porteña) era una sociedad conectada desde las últimas décadas del siglo XIX.

Es lo que nos hace ver un estudio de Lila Caimari, “Derrotar la distancia. Articulación al mundo y políticas de la conexión en la Argentina, 1870-1910”.[6]Al igual que en ciudades de Brasil (Río de Janeiro, San Pablo) y Uruguay (Montevideo), observa Caimari, la conexión no provenía solo de los intercambios económicos o de la inmigración. También resultaba de la comunicación postal y por cable. La primera no solo era vehículo de cartas, sino de revistas y libros, y la segunda permitió que los diarios argentinos tuvieran al tanto a sus lectores sobre los sucesos del momento. En Buenos Aires, como en Montevideo, Río de Janeiro y San Pablo, la conexión atlántica “jugaría un papel estructurante, acompañando y potenciando el vasto proceso de ‘reeuropeización’ de dichas sociedades”.[7]

Se propusieron varias denominaciones para nuestra cultura moderna una vez que sus rasgos dejaron de considerarse obvios e inherentes al progreso de las cosas. “Cultura de mezcla” fue la definición elegida por Beatriz Sarlo para caracterizar la de Buenos Aires en las décadas de 1920 y 1930.[8] Otros estudiosos (Néstor García Canclini, Eduardo Archetti, Peter Burke) adoptarán la noción de “hibridación” para dar cuenta de los cruzamientos y las amalgamas e insertarán la Argentina dentro de los casos de “hibridismo cultural”. Todas las culturas son híbridas, dice Burke. O sea, tejidas con telas de variada procedencia. Pero, agrega, “algunas son más híbridas que otras y en los momentos inmediatamente posteriores a los encuentros culturales se produce una hibridación particularmente intensa”. En Sudamérica, señala, los casos más elocuentes fueron los de Argentina y Brasil a finales del siglo XIX, “cuando una nueva ola de inmigrantes, esta vez italianos, amenazaba con romper el viejo equilibrio cultural que existía, en Argentina, entre españoles y amerindios, y en Brasil, entre amerindios, portugueses y africanos”.[9]

Los veinte años que siguieron a la Gran Guerra que tuvo en Europa su teatro fueron años convulsionados, revueltos, de violencia, tanto en el Viejo como en el Nuevo Mundo. La confianza en el progreso indefinido tambaleó. Se volvió corriente diagnosticar que el liberalismo se hallaba agotado o en crisis y aquí y allá se multiplicarían las soluciones autoritarias a esa vicisitud a la vez política y cultural. La “crisis del espíritu”, como la llamó Paul Valéry, hallaría eco también en las filas de la inteligencia argentina y agitaría las aguas de sus diferentes familias ideológicas. Bajo el título “Inquietudes en tiempo de entreguerras”, el segundo apartado del libro agrupa textos referentes a algunas de las direcciones que tomó entre nosotros la agitación que antecedió a la Segunda Guerra Mundial.

Los sucesos de los que se habla en las páginas que siguen ocurren en las ciudades. Hablamos de ciudades, en plural, porque los acontecimientos pertenecen a diferentes entornos urbanos, desde los variados ambientes de Buenos Aires al de quienes crecieron en sociedades de provincia. Estos provenían a veces de antiguos núcleos urbanos, como ocurrió con muchas de las capitales del interior; otros se desarrollaron aquí y allá, al compás de una modernización del país que fue desigual, pero que no dejó nada sin conmover. Tampoco quedó intacta la pampa, por cierto, no solo el área que recibiría el nombre de “pampa gringa”, sino también la campaña pastora del Facundo.

Ciertamente, el ámbito de las novedades –y también de la apetencia de lo nuevo, de estar al día– era la ciudad. Desde las últimas décadas del siglo XIX, en ninguna ciudad como Buenos Aires el raudal de las novedades fue más vertiginoso. En ese lapso, la capital argentina dejó atrás la condición de gran aldea para volverse una metrópoli de aire europeo en la pampa. Pero, como dijimos, no todo fue Buenos Aires en lo concerniente a la modernidad cultural, tampoco únicamente el litoral del país. La voluntad de modernismo cultural tuvo una cartografía más amplia, de múltiples núcleos y sedes. La cuestión remite, asimismo, a las relaciones siempre desiguales entre metrópoli y provincias, tanto desde el punto de vista material como simbólico. Para dar una imagen de esa diversidad de focos y situaciones, en este libro se han combinado dos ejes, uno espacial y otro temporal. En la sección titulada “Luces interiores”, se agrupan varios ensayos sobre expresiones de la voluntad cultural en provincias: iniciativas de grupo, creaciones literarias, gestación de ritmos musicales, en las que es característico un doble movimiento entre la afirmación de una raíz local y el polo de la gran metrópoli.

Por cierto, la porfía y la rivalidad fueron también formas de la relación con Buenos Aires, sobre todo si se presta atención a la cultura universitaria que se gestó en las ciudades de Córdoba y Rosario desde la segunda década del siglo.

La frase “los años sesenta”, cuando no simplemente “los sesenta”, se usa menos para hablar de una década estrictamente recortada que para aludir a un mundo de ideas y actitudes que tuvieron auge en esos diez años, aunque hubieran surgido tiempo antes o se hubieran prolongado en la década siguiente. Referida a los Estados Unidos, la expresión evoca las luchas contra la guerra de Vietnam y por los derechos civiles, el renombre de Herbert Marcuse y su crítica de la sociedad capitalista, el del movimiento contracultural hippie; en Francia fue el tiempo del estructuralismo erigido en paradigma tanto en el estudio de la vida de los signos como de la vida social, el de Michel Foucault y Roland Barthes, pero también el París de 1968. La Argentina tuvo también su cultura de los sesenta. Como en todas partes, sus principales protagonistas eran jóvenes de clase media con educación universitaria, un mundo social en fuerte expansión desde la década anterior. Los textos dedicados a Eudeba, a la editorial Jorge Álvarez, al Instituto Di Tella y las nuevas ciencias sociales, al movimiento literario en Rosario y a la revista Pasado y Presente en su etapa cordobesa evocan el espíritu de esa era.

Los dos últimos ensayos del libro están dedicados a movimientos y formas en que se expresó la infracción al orden autoritario antes y durante la dictadura militar que concluyó en 1983. Con la democracia y la libertad que echaron a andar ese mismo año, pudieron percibirse las mutaciones que experimentaba el mundo y que este ya no era el que había surgido en la segunda posguerra. Los puntos de referencia conocidos se trastornaron día a día. A fines de la década del ochenta, se disolvió el imperio del llamado “socialismo real”. Empezó a hablarse de globalización y de “nueva economía”, de mundialización de la cultura. El prefijo “post-” se antepuso a varias palabras, por ejemplo, a “modernidad”. Nuevos temas ingresaban en la vida pública, como el del cambio climático, el cuidado de la Tierra, y nuevos combates por la identidad cultural (étnica, de género, regional…). Aparecieron versiones renovadas de un discurso del siglo XIX, como el darwinismo social. ¿Es necesario mencionar los progresos tecnoinformacionales (internet, redes, etc.)? La palabra “progreso” se mantuvo en el vocabulario político, pero ¿qué era ser progresista en la nueva era? Con el efecto de desfamiliarización, primero, y con la lenta familiarización posterior, se fue advirtiendo que otro tiempo estaba en marcha.

[1] Á. Rama, “Argentina: crisis de una cultura sistemática”, Punto de Vista, año 3, nº 9, julio-noviembre de 1980.

[2] R. F. Giusti, Visto y vivido. Anécdotas, semblanzas, confesiones y batallas, Buenos Aires, Theoría, 1999, pp. 92-93.

[3] L. Bertoni, Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas. La construcción de la nacionalidad argentina a fines del siglo XIX, Buenos Aires, FCE, 2001, cap. IV.

[4] A. Boschetti, Ismes. Du realisme au postmodernisme, París, CNRS, 2014, p. 17.

[5] D. Lvovich, “No es éste un asunto de Francia, sino un asunto de la humanidad. Notas sobre la recepción del caso Dreyfus en Buenos Aires”, IEHS, nº 18, 2003.

[6] L. Caimari, “Derrotar la distancia. Articulación al mundo y políticas de la conexión en la Argentina, 1870-1910”, Estudios Sociales del Estado, año 5, nº 10, pp. 128-167.

[7] Ibíd., p. 131.

[8] B. Sarlo, Una modernidad periférica, Buenos Aires, Nueva Visión, 1988. Hay nueva edición, con prólogo de Judith Podlubne (Buenos Aires, Siglo XXI, 2020).

[9] P. Burke, Hibridismo cultural, Madrid, Akal, 2010, p. 113.

Parte I

Metrópoli

1. ¿De élite, democrático o plebeyo? Algunas notas sobre el origen del Teatro Colón y sus públicos

Claudio Benzecry

La ópera y la ciudad vieja

El 13 de septiembre de 1888, el viejo Teatro Colón cerró sus puertas para siempre. Su pequeño tamaño, que contrastaba con la población creciente de la ciudad, y los incendios que habían devorado varios de sus equivalentes europeos, revelaron el peligro del Colón como una trampa imposible de obviar. Sin embargo, ese cierre lejos estuvo de decretar el fin del Colón como el centro de la actividad operística porteña. Angelo Ferrari, el impresario italiano que había manejado las temporadas desde 1868, se alió con el entonces intendente Marcelo Torcuato de Alvear con el objeto de buscar una nueva locación para construir un nuevo teatro. En 1884, Alvear ya había conseguido el permiso del flamante Concejo Deliberante para vender la propiedad del Banco de la Nación por 950.000 pesos. Si la historia hubiese concluido allí, el caso se habría “normalizado” y parecido a tantas otras historias de emprendedorismo cultural: gracias a la alianza entre el principal empresario y un representante de la élite socioeconómica, la ópera le hubiera “pertenecido” a una élite unida y hubiera resultado en una forma legal y organizacional que reflejara esa propiedad. Pero, justo en ese momento, la “caja negra” se abre y vemos que esa asociación no pudo construir un nuevo teatro, y el proyecto tuvo que ser rescatado por el Estado nacional y municipal. La alianza ya no controlaría la definición de la situación, tras haber fracasado en su intento de producir el cierre social.

La construcción del teatro de ópera se convirtió en un asunto político que involucró a las autoridades nacionales y municipales, así como a un elenco de personajes públicos y privados. El Estado nacional autorizó al municipio a vender el viejo edificio. El Congreso convocó a un concurso internacional y expropió las propiedades que rodeaban el lugar donde se ubicaría el futuro teatro. Las autoridades municipales aportaron la mayor parte de los fondos y se hicieron cargo de completar el teatro, en reemplazo del impresario Ferrari. El Estado nacional proveyó como ubicación final lo que antes fuera la Plaza de Armas y en aquel momento la estación ferroviaria del oeste. La construcción del nuevo teatro involucró a la crema de la élite local, cuyos miembros contribuyeron mediante la compra de un bono emitido por Nación para financiarla. En las páginas que siguen, veremos las tensiones tempranas al interior de las élites, el rol que tuvo la ópera en la construcción de una nación democrática y cosmopolita, y las disputas, ya no dentro de las élites, sino entre estas y un público plebeyo.

Una élite dividida: dueños y expropiadores

Después de dieciocho años de construcción, que sobrepasaron largamente los treinta meses previstos en el contrato firmado en 1890, el Colón estaba listo para su noche inaugural. La construcción costó 6.112.000 pesos (6 millones de dólares en oro), cifra que incluye la expropiación y demolición de los edificios adyacentes, que pagó la ciudad. El 25 de mayo de 1908, el nuevo Teatro Colón se inauguró con una gala presidencial.

¿Quiénes llenaron las butacas del teatro durante su primer año de actividad? Si bien es imposible reproducir una noche determinada en la ópera, mediante una combinación de varias fuentes primarias (programas con la lista de abonados de 1908-1910, 1912, 1914, 1924-1925 y 1927) y fuentes secundarias,[10] podemos intentar una reconstrucción de la arquitectura jerárquica del público. En los sitios ubicados junto a la orquesta, en especial el primer y segundo nivel de palcos, encontramos a quienes habían comprado los abonos por diez años y el bono municipal para subsidiar la construcción. Este conjunto de acaudalados terratenientes, comerciantes, empresarios y miembros exitosos de las industrias financieras ocupaban los treinta y ocho palcos centrales de los setenta y cuatro que integran el sector de palcos bajos y palcos balcón. Estas personas residían en un radio de diez cuadras alrededor del cementerio Norte (hoy Recoleta) y se congregaban en exclusivos clubes sociales como el Jockey Club.

El mapa de los palcos jerárquicos restantes obedeció a la lógica de la alianza entre una organización político-burocrática y el empresario que había organizado las temporadas. Quince de esos palcos (cinco en cada uno de los tres niveles de palcos) fueron asignados a los herederos de Ferrari, y los restantes, al presidente de la república, el intendente de la ciudad y los miembros de la comisión municipal y la comisión que supervisaba las actividades del teatro.

El hecho de que las élites socioeconómicas y políticas se sentaran en los mismos palcos no significaba que compartieran la visión acerca de qué convenía hacer con el Colón y cuál era el sentido del teatro (para ellos y para otros), ni tampoco que se mezclaran socialmente más que de manera intermitente durante las funciones. Por el contrario, un incidente clave, el juicio que en 1917 entablaron contra la municipalidad las familias que compraron el bono original para la construcción del teatro en 1893, nos da una imagen más clara de las disputas y los lenguajes que expresaron y constituyeron esos desniveles.

Como dijimos, en abril de 1893 veinticinco familias patricias firmaron un contrato con el empresario Ferrari para construir el nuevo Colón y se comprometieron a comprar el bono para financiar el proyecto. A cambio, Ferrari sería el propietario del edificio durante cuarenta años, y las familias serían dueñas de veinticinco palcos y veintisiete butacas de tertulia (para sentar a las jóvenes de la familia). En 1897, la Ley Nacional 3474 estableció que, dada la imposibilidad de que el empresario y las familias terminaran el edificio, el municipio completaría la construcción. La asistencia municipal implicó una doble alteración: las familias tuvieron que renunciar a la propiedad del edificio y, a cambio, fueron acreedoras de derechos de usufructo durante quince años. En 1898, las autoridades firmaron un contrato con las familias para garantizar ese derecho usufructuario.

Las familias no protestaron contra el cambio que modificaba su estatus de propietarios del teatro a sujetos del derecho de usufructo. Sin embargo, el 31 de diciembre de 1907, luego de que Ferrari se declarara en bancarrota, el consejero municipal advirtió que las familias estaban recibiendo mayor compensación de la que les correspondía por contrato. La ciudad decidió entonces expropiarles sus derechos de usufructo, dada la excesiva ganancia y el hecho de que la inversión emprendida por la ciudad compensaba con creces el gasto original en el que habían incurrido las familias. El documento enfatizaba el cambio de lenguaje, y no solo despojaba a las familias de la propiedad del teatro y del usufructo de su explotación, sino también de la propiedad de los palcos que les habían sido adjudicados. Por todo esto, las familias enjuiciaron a la ciudad en 1917, reclamando tanto sus derechos de propiedad como de usufructo. Por fin, llegaron a un acuerdo con el municipio: las familias pagarían por única vez una suma determinada por el uso y el derecho de usufructo de los palcos y la ciudad les extendería el derecho de propiedad de estos palcos por cinco años, un período muchísimo más corto que los cuarenta años pactados en el contrato original (de haber continuado ese contrato, los derechos habrían caducado en 1948).

Explorar este juicio abre la puerta para comprender mejor las dinámicas de la división interna de la élite en Buenos Aires. Esta partición es aún más obvia cuando contabilizamos cuántos miembros de la élite socioeconómica eran abonados al Colón en contraste con los miembros de la élite política (véanse tablas 1 y 2). De las cuarenta familias más ricas de la ciudad,[11] treinta eran abonadas (por familia, incluso, algunos integrantes tenían múltiples abonos). En cuanto a las familias que residían en las zonas más exclusivas de la ciudad (Recoleta y Barrio Norte), la información es concluyente: de las treinta (descontando aquellas que ya figuraban en la lista previa), solo nueve no participaban regularmente en las temporadas del Colón.

Una comparación similar con una lista de miembros de la élite política (integrantes del Senado y la Cámara de Diputados) muestra que, de ciento catorce legisladores, solo trece (alrededor del 11%) eran abonados al Colón. Si excluimos a aquellos cuyas familias eran parte de la élite socioeconómica, eran apenas ocho (cerca del 7%). Entre los que sí asistían se contaban numerosos legisladores que comenzaron como representantes de sus provincias de origen, pero luego pasaron a representar a la ciudad de Buenos Aires o a la provincia homónima. Este tipo de información confirma la división presentada por otros estudios de la élite local con respecto a patrones de vivienda, clubes sociales, membresía en sociedades de beneficencia y sociabilidad intelectual.

Tabla 1. Abonados del Colón de la élite socioeconómica

Familias más ricas

Residencia exclusiva

Total

30

21

51 (73%)

No

10

9

19 (27%)

Total

40

30

70

Tabla 2. Abonados del Colón de la élite política (miembros del Congreso, 1906-1912)

Diputados

Senadores

Total

7

6

13 (11%)

No

53

48

101 (89%)

Total

60

54

114

Fuente: Congreso nacional.

La ópera como proyecto civilizador

La exhibición más evidente de la conexión entre la ópera y la élite modernizadora se dio durante las celebraciones del Centenario. Como afirma Esteban Buch, las celebraciones del 25 de mayo de 1910 trataron de hacer de Buenos Aires “la capital del mundo por un día”.[12] El pináculo de los festejos fue la función de gala en el Colón, donde el presidente –José Figueroa Alcorta– estaba flanqueado no solo por la élite y otros invitados especiales, sino por la mayoría de los embajadores extranjeros, todos sus ministros, los jueces de la Suprema Corte y los miembros clave del Congreso. La puesta en escena de Rigoletto,de Giuseppe Verdi, estaba destinada a mostrar el éxito del proyecto civilizador de la Argentina: Buenos Aires y la Argentina finalmente ocupaban el lugar que merecían.

Si se comparan las primeras funciones del teatro de ópera de Buenos Aires con las de otros teatros de renombre como La Scala de Milán, la Metropolitan Opera House de Nueva York o la Ópera de París, se advierte lo bien sincronizado que estaba el Colón con la escena internacional. Por ejemplo, La traviata, de Verdi, se presentó por primera vez en Buenos Aires en 1856, solo tres años después de su estreno mundial. Esa sincronía se fue puliendo con el tiempo, como lo demuestra la presentación de Pagliacci, de Leoncavallo, el 28 de febrero de 1891, solo unos meses después de que la obra ganara un premio otorgado por Ricordi en Italia. La bohème, de Puccini, se presentó por primera vez en Turín apenas cuatro meses antes de su debut en la Argentina y Madama Butterfly se estrenó en Buenos Aires menos de dos meses después de su revisión final en Brescia, el 28 de mayo de 1904. Turandot se estrenó en Buenos Aires el 25 de junio de 1926, exactamente dos meses después de su estreno mundial en La Scala de Milán.

La ópera Aurora, escrita por Luigi Illica, el libretista de Puccini, y compuesta por Ettore Panizza, si bien nunca formó parte del canon internacional, representa la encarnación musical de cómo la ópera se convirtió en una herramienta para la construcción de la nación. Se estrenó durante la temporada inaugural del Colón en 1908 y su argumento se desarrolla en 1810 durante las guerras de la independencia. Narra el romance entre la hija de un oficial español y un joven patriota argentino. Aurora es el nombre del personaje femenino, una alusión al amanecer de la nación argentina y al sol que ocupa el centro de la bandera. La noche del estreno, la “Canción a la bandera” impactó tanto a los presentes que muchos miembros del público le rogaron al tenor, Amadeo Bassi, que repitiera el aria, algo que rara vez volvería a suceder en la historia del Teatro Colón.

Tabla 3. Actividad teatral en Buenos Aires, 1908

Teatro

Obra

Funciones

Colón

Ópera italiana

57

Ópera

Ópera italiana

54

Drama italiano

38

Politeama Argentino

Ópera italiana

47

Opereta

100

Coliseo Argentino

Ópera italiana

122

Opereta y ópera bufa

89

Drama italiano

31

Transformismo

30

Odeón

Opereta alemana

40

Ópera bufa

59

Teatro español

40

Teatro francés

28

Compañía Nacional de Teatro

10

Victoria

Ópera italiana

32

Opereta

9

Teatro español

266

Drama y comedia italianos

7

Teatro Nacional

Ópera italiana

36

Ópera bufa siciliana

7

Teatro y comedia nacional

18

Zarzuela

183

Marconi

Ópera italiana

36

Opereta

22

Zarzuela

30

Comedia italiana

70

Teatro y comedia nacional

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Fuente: Memorias de la Municipalidad.

Después de la inauguración del primer Colón, comenzaron a aparecer teatros de ópera de diversos tamaños, niveles artísticos y público en Buenos Aires. El Teatro de la Ópera abrió sus puertas en 1872 y, durante los veinte años que el Colón estuvo cerrado, dominó la actividad operística porteña. El Politeama, una sala algo más pequeña y modesta en sus pretensiones, abrió en 1879. En 1882 y 1892, respectivamente, se inauguraron dos teatros más pequeños, el Nacional y el Odeón, que combinaban las presentaciones de óperas con otros espectáculos. El pequeño Teatro Argentino también abrió sus puertas en 1892. En 1907, se sumó el Coliseo con una capacidad para dos mil quinientas cincuenta personas sentadas, concebido para equiparar el nivel del Colón. La actividad de estos siete teatros era tan competitiva y agitada que el 28 de mayo de 1910, fecha hoy conocida como “la noche de los tres Rigolettos”, los tres teatros de ópera más importantes pusieron en escena una versión de esa obra de Verdi.

La tabla 3 nos da una idea clara de la intensidad de la actividad operística en la ciudad y de cómo el Colón, aun en su temporada inaugural, no era la única opción de teatro lírico. Todos los teatros se encontraban en un radio de diez cuadras en el centro de la ciudad.

Los migrantes urbanos: de trabajadores, monstruos y masas

La dispersión geográfica del género en la Argentina y sobre todo en Buenos Aires durante la primera parte del siglo XX estuvo acompañada de la creencia extendida de que su público era socialmente homogéneo y que el disfrute de la experiencia reflejaba las costumbres de una élite. Esta representación –todavía vigente– confinó la ópera al espacio de los poderosos y de lo exclusivo y excluyente. Sin embargo, en 1910, mientras el Centenario celebraba los logros de la élite, un acontecimiento intentó empañar su imagen. Con la apertura del país a la inmigración masiva de italianos, europeos del este, judíos y españoles, llegaron también el socialismo y el anarquismo. Los anarquistas atacaron el Colón en 1910, lo cual tuvo consecuencias relevantes para la relación entre la élite y los grupos inmigrantes.

El ataque se produjo el 26 de junio, poco después del asesinato del jefe de la Policía de la Capital Ramón L. Falcón a manos del activista ruso Simón Radowitzky. Los investigadores estaban seguros de que el artefacto había sido arrojado desde el Paraíso, es decir, el sector más barato y donde solo se admitían hombres, “donde se sitúan los enemigos de la sociedad”. No hubo que lamentar fallecidos, pero el ataque dejó diez heridos y los editoriales de distintos periódicos fogonearon la leyenda al informar que la bomba había sido colocada por dos “personas pobremente vestidas que estaban en el Paraíso”.[13] Esa misma mañana, el Congreso se reunió en sesión extraordinaria para aprobar una ley que prohibía el ingreso al país de individuos, grupos e ideas anarquistas. Aunque los anarquistas ya habían conseguido matar al jefe de la Policía y habían tratado de volar la tradicional Iglesia Del Carmen y de matar a los presidentes Quintana y Figueroa Alcorta, solo después del ataque contra el Teatro Colón se alcanzó el consenso necesario para tomar medidas draconianas contra los inmigrantes anarquistas.

Negar la ópera como alta cultura, atacando e intentando hacer desaparecer físicamente la experiencia, fue solo una de las formas en que los sectores plebeyos se relacionaron con la cultura de élite. Los trabajadores socialistas se apropiaron de la ópera no solo asistiendo a funciones en los distintos teatros, sino también al hacer de algunas arias y fragmentos musicales parte central de sus rituales y festejos. Silvia Sigal muestra, por ejemplo, cómo en 1907 el Partido Socialista celebró el 1º de Mayo con un repertorio musical que incluía partes del Mefistófeles de Boito, la sección instrumental del Guillermo Tell de Rossini y fragmentos de Iris de Mascagni –incluido el “Himno al Sol”–, como asimismo fragmentos de obras de Puccini.[14] Blas Matamoro, por su parte, describe cómo esas actividades se volvieron más frecuentes y comenzaron a tener lugar en el Colón mismo, lo cual refleja el respeto que estos migrantes tenían por la cultura europea y por su legado estético.[15] Por ejemplo, dos décadas más tarde, en otra conmemoración del 1º de Mayo, el programa consistió en el ya mencionado “Himno al Sol” de Mascagni, el tercer acto de La bohème y la obertura de Mefistófeles. La celebración –cercana en lo artístico al verismo musical– se repitió en 1928 y 1929 e incluyó discursos de los líderes socialistas.

Los espectadores plebeyos han sido parte del público del Teatro Colón desde sus comienzos. Lo sabemos gracias al testimonio indirecto de algunos miembros de la élite, quienes rechazaban su presencia y la falta de etiqueta que acompañaba la entrada de estos públicos a la sala . Ya en 1866, Estanislao del Campo, un habitué del primer Colón, escribió un poema gauchesco en el que imaginaba las impresiones que tendría un gaucho que, por error, asistía a la ópera por primera vez. El texto comienza con el encuentro de Anastasio el Pollo con otro gaucho amigo, a quien le cuenta su visita al Colón y le describe los momentos previos a la representación. Anastasio relata que “la gente en el corredor, como hacienda amontonada, pujaba desesperada por llegar al mostrador” y se queja del tamaño del vestíbulo diciendo: “Y si es chico ese corral, ¿a qué encierran tanta oveja?”. Después de un rato, “medio cansao y tristón”, trepa una escalera “con ciento y un escalón” hasta llegar al piso superior, “ande va la paisanada, que era la última camada en la estiba de la gente”.

La experiencia, semejante a la del ganado que arrean los gauchos en la pampa, sorprende al álter ego de Del Campo; fue empujado, apretado y acopiado. El gaucho Anastasio también se sorprende al comprobar la baja calidad moral de los asistentes al teatro cuando le roban la posesión más preciosa y honorable del hombre de campo: su cuchillo.

El carácter sospechoso del público que se instalaba en las galerías altas también se percibe en al menos otros tres textos del período modernizador. En 1879, un cronista de la sección social de la revista satírica El Mosquito decía que quienes ocupaban el piso superior del recientemente inaugurado Teatro Politeama constituían “un grupo heterogéneo de hombres vestidos de diversas maneras, pero con un carácter generalmente sombrío”.[16] Un año después, el crítico cultural Carlos Olivera escribía que la galería superior era el lugar “de la gente tosca común, un público compuesto de manera pareja por ladrones conocidos y rateros oportunistas que se arrogaban el derecho de las personas más ilustradas a aplaudir y silbar a los artistas”.[17]

En 1885, Eugenio Cambaceres, propietario de un palco avant-scène en el viejo Colón, publicó su novela Sin rumbo, donde cuenta el romance entre una joven diva italiana de visita en el país y un joven heredero burgués cuya vida se desarrolla entre el mundo aristocrático de los clubes privados y el mundo de la ópera internacional. En el libro, el protagonista comparte exóticas aventuras con personajes turbios, entre ellos la diva, su marido, un empresario de la ópera y otros aventureros. Sin embargo, conserva la mayor repugnancia por el público del piso alto, al que llama “la sucia arruga del paraíso”.[18]

Más allá de estos testimonios indirectos, hay dos documentos particulares sobre la presencia de esta población en el teatro. Primero, pude mirar la lista de abonados y encontré múltiples apellidos italianos, con la limitación metodológica de que la compra de las localidades más baratas no dejaba huella ya que su adquisición no era parte del abono, por lo que hay grandes probabilidades de que la presencia fuera aún mayor. Segundo, pude reconstruir la historia de dos teatros de ópera organizados y financiados por migrantes italianos.

Una lista de abonados desde las temporadas inaugurales muestra que, además de los sesenta y tres apellidos hispano-argentinos, hay cinco italianos.[19] Además, en su estudio del programa del Colón, Sforza muestra que los apellidos italianos fueron multiplicándose en forma gradual:[20] en 1910, ya había ocho familias italianas entre los poseedores de abonos para los palcos y algunos más si se incluyen las butacas de la tertulia. Un programa de 1909 revela algunos otros apellidos italianos en las plateas (Tedeschi, Galloti, Estefanelli y Marzoni). En 1914 ya eran veintitrés en total. La ópera se extendió también hacia los barrios del sur, poblados por italianos. El Teatro Roma, donde se combinaba la ópera con el teatro hablado, abrió sus puertas en Avellaneda en 1904. El Marconi, que también inauguró en 1908, fue de los pocos escenarios por fuera del centro de la ciudad. Los migrantes italianos apoyaron al Marconi, que presentaba no solo óperas sino también operetas y “dramas napolitanos”.

Como podemos ver, los públicos plebeyos encontraron múltiples formas de desafiar el cierre social del Teatro Colón por parte de las élites. Algunos grupos atacaron el teatro físicamente y al hacerlo aceptaron la clasificación que hacía del Colón sinónimo de las prácticas de élite. Otros se apropiaron de la ópera, ya sea participando en la esfera política para legislar o controlar lo que sucedía en el teatro o bien usándolo simbólicamente para conmemorar sus rituales más centrales. Las numerosas fuentes indirectas nos permitieron vislumbrar cómo los italianos entraron al Colón también como individuos. Y vimos cómo estos construyeron numerosas pequeñas óperas que competían con el Colón y soñaban con reproducir, con bajo presupuesto, la trascendencia espiritual del escenario principal.

La ambivalencia entre las fuerzas de élite, democratizadoras y plebeyas ha sobrevivido a lo largo de su historia. El Colón siempre ha estado estratificado internamente. Un proyecto culturalmente democratizador como el peronismo, que durante su primer y segundo gobierno realizó funciones para sindicatos y armó un escenario veraniego gratuito en el Parque Centenario, debería en teoría haber demolido la estratificación. Por el contrario, Perón y Evita mantuvieron el subsidio público y la escala de precios y respetaron al dedillo la etiqueta de las galas. El subsidio estatal fue tema de discusión para los partidos de masas a nivel municipal y nacional (la Unión Cívica primero, después el Partido Socialista en los años veinte y luego el peronismo), y al mismo tiempo ofició como puente y barrera para los reclamos de los migrantes organizados. Un proyecto más excluyente, en cambio, habría cerrado esas quinientas a mil localidades baratas. Sin embargo, luego del proyecto fallido inicial de las veinticinco familias, esto jamás se propuso. Ni siquiera lo propuso la dictadura militar iniciada en 1976. La clasificación original ha podido resistir todo tipo de intervenciones, sean estas plebeyas, democratizadoras o excluyentes.

[10] E. de la Guardia y R. Herrera, El arte lírico en el Teatro Colón (con motivo de sus bodas de plata), Buenos Aires, Zea y Tejero, 1933; B. Matamoro, El Teatro Colón, Buenos Aires, CEAL, 1972; J. Hodge, “The Construction of the Teatro Colón”, The Americas, vol. 36, nº 2, 1979, pp. 235-255; J. Rosselli, “The Opera Business and the Italian Immigrant Community in Latin America, 1820-1930”, Past and Present, nº 127, 1990, pp. 155-182; N. Sforza, “La edad dorada del Colón y la búsqueda de prestigio social”, Todo es Historia, nº 242, 1990, pp. 64-73; R. Pasolini, “La ópera y el circo en el Buenos Aires de fin de siglo. Consumos teatrales y lenguajes sociales”, en F. Devoto y M. Madero (eds.), Historia de la vida privada en la Argentina, vol. 3, Buenos Aires, Taurus, 1999; H. Sanguinetti, Ópera y sociedad en Argentina, Buenos Aires, Gaglianone, 2002; E. Buch, , The Bomarzo Affair: Ópera, perversion y dictadura, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2003.

[11] R. Hora, “Landowning Bourgeoisie or Business Bourgeoisie? On the Peculiarities of the Argentine Economic Elite, 1880-1945”, Journal of Latin American Studies, vol. 34, nº 3, 2002, pp. 587-623.

[12] E. Buch, ob. cit., p. 32.

[13] H. Salas, La Argentina del Centenario, Buenos Aires, Planeta, 1996, p. 241.

[14] S. Sigal, La Plaza de Mayo, Buenos Aires, Siglo XXI, 2006, p. 199.

[15] B. Matamoro, ob. cit., p. 89.

[16] Citado en R. Pasolini, ob. cit., p. 248.

[17] En ibíd., pp. 239-240.

[18] E. Cambaceres, Sin rumbo, Buenos Aires, CEAL, 1980, p. 112.

[19] J. Rosselli, ob. cit., p. 169.

[20] N. Sforza, ob. cit.

2.Nosotros, la calle Corrientes y las transformaciones de Buenos Aires en las primeras décadas del siglo XX

Miranda Lida[21]

1

Dos jóvenes inmigrantes italianos en la Argentina, Roberto Giusti y Alfredo Bianchi, fundaron la revista Nosotros en 1907: nada nuevo bajo el sol. Se conocieron en Buenos Aires, seguramente en la Facultad de Filosofía y Letras o en los teatros y sus tertulias del novecientos. Era más respetable decir que se conocieron en los claustros universitarios, dado su capital simbólico. Pero no fue la vida universitaria la que los impulsó a fundar Nosotros, que de revista estudiantil tenía poco. No fue concebida en los claustros, sino que

se incubó en el saloncito de Emilio Becher en La Nación y allí fue bautizada. […] Las redacciones, entonces menos burocráticamente organizadas y repartidas que las de los diarios actuales, abrían su sala común a algunos tertulianos nocturnos, que por supuesto casi todos eran periodistas y escritores.[22]

La velada se continuaba en La Brasileña, en la calle Maipú 232-234, bar fundado en 1900 donde se daban tenidas de las que eran asiduos Evaristo Carriego, Alberto Ghiraldo, Florencio Sánchez, Roberto Payró, Carlos de Soussens, Ricardo Rojas, Edmundo Guibourg, Atilio Chiappori, Alberto Gerchunoff y los jóvenes que fundarían Nosotros, entre otros autores provenientes en gran medida del ambiente del teatro.[23] Becher, crítico literario en La Nación,[24] donde firmaba como Stylo, aunque también un “atormentado genial” según lo definiera Giusti al compararlo con Florencio Sánchez, vivía en una habitación del hotel Apolo, en la calle San Martín, frente a la redacción de La Nación, donde continuaban las tertulias hasta altas horas de la madrugada.

Becher tenía un tocayo santafesino, Emilio Ortiz Grognet (formaron la “espina dorsal” de la vida literaria del novecientos porteño, según los recuerdos de Manuel Gálvez, también santafesino, y lo mismo Bianchi),[25] cuyo cuarto de hotel fue antológico para la sociabilidad literaria según las memorias de Chiappori:

En aquel acogedor y estratégico Hotel du Helder que abría una burguesa portada en Florida; y, con la misma dignidad, soslayaba una discreta salida por Cuyo (hoy Sarmiento) para la simpática clientela permanente de estudiantes e intelectuales más o menos provincianos y bohemios.[26]

En suma, un completo “salón literario, aunque sin mujeres […] por allí pasaron no solamente los jóvenes, sino también figuras importantes de nuestras letras”.[27] Muchos nombres se repiten en el cuartito de Ortiz Grognet, mientras se agregan otros como Manuel Gálvez, fundador en 1903 de la revista Ideas, antecesora de Nosotros. Nótese una vez más la conexión entre la sociabilidad literaria, las redacciones de periódicos y los cuartos baratos de hotel que alojaban a estudiantes, muchos provenientes del interior, en la Buenos Aires del novecientos. Gálvez agregaría que “también en ciertos cafés, en los estrenos de algunas piezas de teatro argentinas y en la puerta del Helder, en la calle Florida”,[28] hotel que era “cuartel general de algunos escritores de la nueva generación”,[29] según recordara Giusti, en el que, a pesar de ser un “chiquilín esmirriado de diecisiete años”, había podido tener un primer contacto con José Ingenieros antes de que fuera su profesor en la universidad.

Chiappori lo expresó con claridad: “Nos refugiábamos hasta la medianoche en La Nación y, más adelante, en algunos pequeños bares o pequeños restaurantes –nunca en la patraña de Los Inmortales– abiertos toda la noche”.[30] Tanto el Aue’s Keller, un lugar mítico desde los años de la visita finisecular de Rubén Darío (“consagrado por versos admirables, en recuerdo de heroicas libaciones nocturnas al salir de La Nación”,[31] dirá muchos años después la revista Martín Fierro –una vez más, la estrecha relación entre sociabilidad literaria, redacciones de diarios y tertulias en cervecerías–), como el ya mencionado Los Inmortales fueron parte de esta trama cuyo telón de fondo es la vida nocturna (y cultural) del centro porteño, con eje en la calle Corrientes. Otro cronista del novecientos completa el cuadro:

Los Inmortales tenía sus tentáculos en nexos con otros cafés del momento […] al Paulista de la misma cuadra, al Guarany y al Don Quijote; a La Brasileña de Maipú y en la ojeada a brasseries como Aue’s Keller y Royal Keller, y bares como Monti y Luzio.[32]

No está de más subrayar que las opciones no fueron excluyentes. Como diría Giusti en sus memorias,

Bianchi y yo éramos equitativamente parroquianos tanto de La Brasileña como de Los Inmortales. En este último se improvisaba todas las noches una peña, o un archipiélago de pequeñitas peñas, cuyas empresas literarias ha exagerado la leyenda. En el correr de pocos años, cuando se dispersó la tertulia de La Brasileña, nuestro campo de operaciones se concentró en Los Inmortales, ante la mesa arrendada una noche entera mediante el pago de unos cuantos cafés a diez la barba.[33]

En La Brasileña conocieron a otro muchacho de origen provinciano, esta vez de linaje santiagueño, Ricardo Rojas. Frecuentaron también el Royal Keller, en Corrientes y Esmeralda, próximo al Teatro Odeón y al Hotel Royal donde tenía su cuarto nada menos que Florencio Sánchez, otro porteño por adopción, nacido uruguayo.

Martínez Cuitiño captó algo clave de este movimiento al retratar al infatigable Bianchi: “Veíase su figura familiar de las calles Corrientes y Florida, rumbo a una redacción, a un teatro, a un aula, a un cenáculo”.[34] Hacer Nosotros suponía circular por las aulas de Viamonte 430 en la vida diurna, mientras que las horas nocturnas transcurrían en las tenidas de las redacciones de diarios, que se continuaban en bares, cervecerías, cuartos de hotel, etc. En otras palabras, Nosotros no era un producto de escritorio o de oficina (aunque la tuviera, primero en calle Florida y luego en Libertad, frente a la plaza de Tribunales), sino que estaba estrechamente conectada con la cartografía cultural de Buenos Aires y en especial con la vida nocturna de sus cervecerías o cafés. Como consignó Gálvez,

el periodismo de aquel tiempo obligaba a un relativo trasnochar. Ahora los diarios de la mañana se escriben en gran parte a la tarde. Antes se escribían por la noche y los redactores y gacetilleros debían permanecer en el diario hasta la una o más. De la redacción los periodistas pasaban al bar, donde, bebiendo y a veces comiendo alguna cosa, se quedaban una hora o dos.[35]

No muy lejos estaban las salas de teatro que irradiaban movimiento a la vida nocturna porteña, no solo por la circulación de artistas y público (tenían intensa movilidad tanto atlántica como regional en la Argentina a caballo del cambio de siglo),[36] sino de quienes oficiaban como críticos de teatro para diversos diarios. Que Giusti hiciera una trayectoria como crítico teatral reviste aquí peculiar relevancia dada la vitalidad del teatro en estas dos primeras décadas del siglo XX y su conexión con la vida nocturna.[37]

En suma, Nosotros se gestó en una densa trama que vincula la sociabilidad literaria con la ciudad, y también con la nocturnidad y la masculinidad. Al calor de las tertulias celebradas en las redacciones de los periódicos, que, como dijimos, se continuaban en cuartos de hotel y cervecerías, Nosotros palpitaba al ritmo de la noche porteña, aunque también intentaba alentar el encuentro de escritores e intelectuales a la luz del día en sus célebres almuerzos dominicales. Enfocar el lugar que ocupa Nosotros en relación con la ciudad es una mirada poco explorada en los estudios sobre esta revista que, por lo general, centran sus aportes en su relación con la historia de la literatura argentina, sus diálogos hispanoamericanos, su papel como animadora de la sociabilidad intelectual, o bien en una larga historia de revistas culturales que la tiene como hito dada su temprana longevidad.[38]

2

La relación entre los fundadores de Nosotros y la actividad teatral es la llave para entender su anclaje en la (mo)vida cultural de Buenos Aires. Y hablar de teatro es, como bien indica Edmundo Guibourg, referir a la calle Corrientes: “En Buenos Aires no pueden tentarse negocios teatrales saliendo de cierto radio, que no se designa delimitando un perímetro, sino mentando a guisa de eje a la calle Corrientes”.[39] El crecimiento del teatro de género criollo hacia el novecientos no solo vio la proliferación de salas, artistas y compañías, de creciente público, sino además de autores como Florencio Sánchez, Martín Coronado y Roberto Payró, secundados por los críticos, no siempre complacientes, de Nosotros.[40]Giusti, “aprendiz de crítico que había hecho sus primeras armas escribiendo desde 1904 sobre las comedias de Florencio Sánchez”, fue contratado por el periodista Francisco Uriburu, quien años después fundaría La Fronda y por entonces se encontraba a cargo del diario El País, creado por Carlos Pellegrini en 1900. En palabras del propio Giusti:

El ofrecimiento era deslumbrante, pues esa cátedra –sigo ahuecando la voz para referirme a lo que de hecho reducíase a un modesto menester de cronista– la había ocupado hasta esa fecha Juan Pablo Echagüe. Este había hecho notorio en los círculos literarios y teatrales, y entre los lectores de El País, el seudónimo de “Jean Paul”.[41]

El sueldo, “sin ser mucho, era algo”, dirá Giusti. Incluía sin embargo una posibilidad invalorable: el acceso gratuito al Teatro Odeón, “demasiado caro para un estudiante de la Facultad de Letras” y, tal vez, “el de mayor prestigio social y artístico”, dado que por sus salas circulaban las más importantes compañías extranjeras, donde tuvo la suerte de ver a Eleonora Duse, además de “muchas actrices de alto renombre, francesas, italianas, españolas”. Debutó como crítico “escribiendo febrilmente […] entre las doce y la una de la mañana”. Al año de comenzar, Giusti se convirtió en secretario del Odeón y de otras salas como el Avenida y el Variedades, aunque solo por pocos meses:

Mi centro de operaciones era el Odeón, donde me sentía en la gloria asistiendo a las representaciones, obsequiando palcos y plateas a amigos y amigas, con natural refunfuño del administrador y abriéndoles las puertas a los contertulios del vecino Royal Keller.[42]

Fue una experiencia tan relevante en la formación del joven Giusti, que en sus memorias le dedicó un capítulo completo titulado “Mi Teatro Odeón”. Entre el prestigioso Odeón, a metros de la transitada esquina de Corrientes y Esmeralda (a pocos pasos de allí, en dirección a la calle Sarmiento, estaba el almacén de Santiago Piaggio, una destacada peña del novecientos muy concurrida por gente de teatro y que Bianchi supo frecuentar),[43] y el Apolo –donde hiciera baza José Podestá– en la esquina de Corrientes y Uruguay, se conformó un circuito que gozaría de larga vida en la historia de la noche porteña y que Nosotros hizo suyo. La vieja y todavía angosta Corrientes era su arteria. El Apolo “estaba muy desacreditado” a finales del siglo XIX “debido a las malas compañías [de teatro] que lo habían ocupado”, pero “pronto comenzó a conquistarse nombre. Su sala se veía de vez en cuando honrada por familias distinguidas”.[44]

A sabiendas de que cuanto más animadas fueran las charlas de los espectadores en los intermezzos tanto más exitosa resultaría cualquier función de teatro, los jóvenes fundadores de Nosotros apostaron a que la revista se tornara una verdadera animadora cultural. Lejos de agotarse en las páginas impresas, Nosotros se convirtió en un polo de atracción mediante la celebración de banquetes literarios en restaurantes y salones que ocupaban espacios diversos en el centro de Buenos Aires, una ciudad cuya vida social, cultural y política transcurría abigarrada sobre el radio céntrico todavía en damero, dado que sus dos diagonales aún no habían sido trazadas, en especial en el cuadrilátero conformado entre las calles de la Victoria (actual Hipólito Yrigoyen), Uruguay, Corrientes y San Martín –recordemos que el trazado actual de la ciudad data de 1887, cuando se incorporaron los barrios de Belgrano y Flores como áreas todavía poco urbanizadas, por lo cual no modificaron el peso específico del centro–. También los diarios y sus redacciones estaban concentrados en el corazón de la ciudad, sobre todo en torno a la Avenida de Mayo y alrededores, una suerte de Fleet Street porteña.[45] Ahora bien, en contraste con las reuniones nocturnas en cervecerías y tabernas frecuentadas por la generación de la bohemia del novecientos, Nosotros propuso llevar la sociabilidad literaria de la cervecería al restaurante e incluso optó por celebrar las reuniones sociales en horarios diurnos. Dejó de lado los restaurantes y salones más elegantes como el Sportsman, situado en la calle Florida entre Rivadavia y Bartolomé Mitre, que ofrecía en su publicidad “salones reservados y servicio especial para banquetes”. En un salón de esa categoría solo excepcionalmente se celebraban reuniones literarias como la que tuvo lugar cuando el escritor, dramaturgo y periodista Federico Grandmontagne se marchó de la Argentina, explicable por el hecho de que la revista Caras y Caretas oficiaba como anfitriona.[46] Lejos del boato de esos banquetes, Nosotros promovía reuniones “sin aparato” en restaurantes pero no en cervecerías, cabe recalcar, lo cual sonaba más respetable.

El sitio escogido fue un restaurante austero que, a diferencia del Sportman, no acostumbraba publicar avisos en revistas ilustradas: el ignoto Ferrari, sito en Sarmiento y Uruguay. A pocos pasos del Teatro Colón y de la calle Corrientes, el Ferrari hasta entonces no formaba parte de la cartografía literaria cuyos puntos de referencia eran cervecerías o cafés como los ya mencionados Aue’s Keller, Los Inmortales, La Brasileña, Luzio, La Suiza, todos ellos situados en torno a los ejes de Maipú y Esmeralda, entre Avenida de Mayo y la Corrientes angosta de la época. El Ferrari estaba a pocos metros del Apolo, fundado en 1892, que Bianchi solía frecuentar desde temprana edad y se encontraba en pleno apogeo con el teatro y el circo criollos. Por otro lado, en la zona se destacaba la sede de la mutual italiana Unione e Benevolenza, en cuya escuela primaria había estudiado Giusti (criado en el barrio de Monserrat) y en cuya sala teatral habría llegado a cantar a muy temprana edad acompañando a Francesco Tamagno.[47]

Las reuniones se celebraban con periodicidad mensual, de la mano de la aparición de la revista; en ocasiones, tenían invitados especiales a los que celebraban –por ejemplo un autor del grupo editor de la revista que acababa de publicar un libro, un visitante extranjero perteneciente al campo literario o intelectual, o cualquier otra figura de similar relevancia–. Este tipo de reunión no era excepcional, ya que había otras comidas literarias de relieve en la Buenos Aires del Centenario por fuera de Nosotros: por ejemplo, el banquete que “la juventud” le ofreció a Anatole France durante su visita a Buenos Aires en junio de 1909 y cuyo animador fue Carlos Ibarguren. A partir de 1908 se puso en práctica la reunión habitual de la revista, que fundaría la tradición de los almuerzos literarios o “almorzáculos” (almuerzo + cenáculo), como se los llamó en su momento. Uno de los encuentros destacados de estos primeros años, al que asistieron más de sesenta personas, ocurrió en ocasión de la visita de Vicente Blasco Ibáñez. También se celebraron reuniones para agasajar a Evaristo Carriego (por Misas herejes), Juan Mas y Pi (por Ideaciones) y Ricardo Rojas (a su regreso de Europa, donde publicó la primera edición de El país de la selva y también El alma española). Los aniversarios de la revista se festejaban con almuerzos, casi siempre de amplia convocatoria. Al respecto, escribiría Giusti años después:

Los domingos, en el popular restaurante Ferrari […] empezó a tenderse una larga mesa en torno de la cual nos sentábamos a almorzar. […] [Florencio] Sánchez solía venir a menudo mal dormido porque era menos aguerrido que De Soussens para afrontar las largas trasnochadas en cafés y bares. Era el que llamamos “almorzáculo”, fiesta literaria dominical. […] La barata, copiosa y sabrosa ración de ravioles y de pollos allo spiedo que nos servía el gordo Ferrari, rociada, y aun bañada por el legítimo Chianti. […] Inolvidables almuerzos donde los comensales se resignaban a escuchar la lectura de poemas, cuentos o actos de comedia […] donde Sánchez explicaba confusamente al desdichado vecino [de mesa] el asunto de la obra que venía madurando.[48]

Las comidas de Nosotros a plena luz del día comenzaron a aparecer reseñadas en La Nación, que reproducía los discursos y la lista de los participantes más conspicuos. A veces, los cronistas mostraban su desconcierto cuando la velada difería de lo esperado; fue lo que ocurrió con la comida organizada por Nosotros y la Revista de Filosofía (fundada por José Ingenieros) en honor al poeta Amado Nervo, embajador de México en la Argentina, en la que “se quebraron las reglas del rígido protocolo diplomático”.[49] La crónica de Nosotros recalcaba el estilo llano y descontracturado de estos encuentros, “sin pretensiones” ni “aparato”, dado que a los banquetes “se va a comer y socializar, pero no a hacer grandes discursos, más bien a charlar, a decir chistes”. Uno de sus habitués solía ser el propio Ingenieros, de carácter “bullicioso y chacotón”.[50] Un periódico de la comunidad italiana comprometido con la exaltación del patriotismo no vaciló en tildarlos de “corruptores de las costumbres e incitadores al derroche” por alentar “comilonas” y “orgías”.[51] Constancio Vigil, en cambio, opinaba que la labor emprendida por Giusti y Nosotros era harto saludable: “Una vida consagrada en tal forma a purificar nuestro ambiente literario se ganará laureles y agradecimientos a montones”.[52] Cabe destacar que para 1916 los almuerzos contaron con la asistencia de mujeres como Alfonsina Storni y Carolina Muzzilli (autora de un pionero informe sobre el trabajo femenino publicado ese mismo año), quienes participaron de la comida en honor a Manuel Gálvez con motivo de la publicación de El mal metafísico. Alfonsina participaba con frecuencia en las tenidas de la revista y, además, en sus páginas. En los años veinte, la presencia femenina en las comidas organizadas por la revista se hizo más visible. Así, en ocasión del regreso de José Ingenieros de Europa en 1925 tuvo lugar una “demostración” en un restaurante céntrico organizada por las revistas Nosotros, Renovación y Sagitario, en la que participaron la poeta Raquel Adler y la actriz Gloria Bayardo, además de Storni.[53]

La incorporación de las mujeres es inseparable de la coyuntura. La democratización que supuso la Ley Sáenz Peña, la movilización de la opinión pública a raíz de la Primera Guerra Mundial y, sobre todo, de la Revolución Rusa agitó y amplió el círculo literario que giraba en torno a Nosotros. La revista no solo aplaudió la reforma electoral, sino que rechazó el asesinato de Jean Jaurès, firme defensor del pacifismo en medio de la escalada belicista de 1914.[54]