Buena estrategia / Mala estrategia - Richard P. Rumelt - E-Book

Buena estrategia / Mala estrategia E-Book

Richard P. Rumelt

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  • Herausgeber: Arpa
  • Kategorie: Fachliteratur
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2024
Beschreibung

«Un clásico de la estrategia». Management Today «Un gigante en el terrero de la estrategia». McKinsey Quarterly Un clásico de los negocios, inspirador para cualquiera que ocupe una posición de liderazgo y necesite pensar o actuar estratégicamente. En este libro, un auténtico best seller mundial, Richard P. Rumelt muestra cómo acabar con la palabrería fácil y los objetivos a medias de las «malas estrategias». Nos proporciona un método claro y sumamente eficaz para alcanzar el objetivo clave de cualquier liderazgo: concebir y ejecutar una estrategia de éxito en el mundo real. Para Rumelt, el núcleo de una buena estrategia consiste en saber percibir el poder oculto que encierra cada situación, y en diseñar la respuesta adecuada —ya sea lanzar un nuevo producto en una multinacional, dirigir un colegio o enviar un hombre a la Luna—. Basándose en ejemplos de éxito o fallidos de todos los sectores (Nvidia, Apple, Cisco, Wal-Mart, General Motors, Getty Trust, las guerras de Iraq y Afganistán, la gran crisis financiera de 2008, etc.), muestra cómo puede cultivarse esta destreza con una amplia variedad de herramientas que permiten pensar mejor. Desde su primera edición en Estados Unidos, Buena estrategia/Mala estrategia ha ganado millones de adeptos en todo el mundo con sus ideas originales y pragmáticas, y sigue proporcionando una clave intemporal para desarrollar y aplicar una estrategia de éxito. La crítica ha dicho... «Todo lo que se dice y escribe sobre estrategia es una completa basura, excepto el libro de Rumelt». Forbes «Rumelt es una de las veinticinco personas vivas que más han influido en la práctica empresarial». The Economist «El primer libro de estrategia que me ha resultado difícil dejar de leer». John Kay, London Business School «Uno de los libros de negocios más interesantes hasta la fecha». Financial Times «Un hito tanto en la teoría como en la práctica de la estrategia». John Stopford, profesor emérito en London Business School «Imprescindible para todos los que dirigen una organización». Robert A. Eckert, expresidente y CEO de Mattel «Un enfoque fantástico. Los ejemplos, las historias y las anécdotas me han mantenido totalmente enganchado». Brian Farrell, expresidente y CEO de THQ

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BUENA ESTRATEGIA/MALA ESTRATEGIA

 

 

Título original: Good Strategy Bad Strategy: The Difference and Why It Matters

© del texto: Richard Rumelt, 2011

© de la traducción: Rut Abadía, 2024

© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.

Publicada mediante acuerdo con Currency, una editorial de Crown

Publishing Group, división de Penguin Random House LLC

Primera edición: febrero de 2024

ISBN: 978-84-19558-63-3

Diseño de colección: Enric Jardí

Diseño de cubierta: Anna Juvé

Maquetación: El Taller del Llibre, S. L.

Producción del ePub: booqlab

Arpa

Manila, 65

08034 Barcelona

arpaeditores.com

Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

Richard P. Rumelt

BUENA ESTRATEGIA/MALA ESTRATEGIA

Traducción de Rut Abadía

SUMARIO

INTRODUCCIÓN: OBSTÁCULOS ABRUMADORES

PRIMERA PARTE. BUENA Y MALA ESTRATEGIA

    I. Una buena estrategia es inesperada

   II. Descubrir el poder

  III. Mala estrategia

   IV. ¿Por qué hay tanta mala estrategia?

    V. El núcleo de la buena estrategia

SEGUNDA PARTE. FUENTES DE PODER

   VI. Usar la palanca

  VII. Objetivos próximos

 VIII. Sistemas de eslabones

   IX. El uso del diseño

    X. Enfoque

   XI. Crecimiento

  XII. Aprovechar la ventaja

 XIII. Utilización de la dinámica

  XIV. Inercia y entropía

   XV. La visión global

TERCERA PARTE. PENSAR COMO UN ESTRATEGA

  XVI. La ciencia de la estrategia

 XVII. Usar la cabeza

XVIII. No perder la cabeza

 

NOTAS

AGRADECIMIENTOS

 

 

 

 

 

 

 

Para Ruthjane

INTRODUCCIÓN

OBSTÁCULOS ABRUMADORES

En 1805, Inglaterra tenía un problema. Napoleón había conquistado gran parte de Europa y planeaba invadir Inglaterra. Pero para cruzar el canal de la Mancha, necesitaba arrebatar el control del mar a los ingleses. Frente a la costa suroeste de España, la flota combinada francesa y española de treinta y tres naves se encontró con la flota británica, más pequeña, de veintisiete barcos. La táctica bien desarrollada de la época consistía en que las dos flotas enfrentadas se mantuvieran cada una en su línea, lanzándose cañonazos la una a la otra. Pero el almirante británico Lord Nelson tuvo una visión estratégica. Dividió la flota británica en dos columnas y las dirigió contra los barcos franco-españoles, golpeando su línea perpendicularmente. Las naves británicas que iban a la cabeza corrieron un gran riesgo, pero Nelson pensó que los artilleros franco-españoles, menos adiestrados, no podrían compensar el fuerte oleaje de aquel día. Al final de la batalla de Trafalgar, franceses y españoles perdieron veintidós barcos, dos tercios de su flota. Los británicos no perdieron ninguno. Nelson fue herido de muerte, convirtiéndose, al morir, en el mayor héroe naval británico. El dominio naval de Gran Bretaña estaba asegurado y permaneció intacto durante siglo y medio.

El reto de Nelson era enfrentarse a un enemigo que le superaba en número. Su estrategia consistió en arriesgar su flota de vanguardia para romper la formación de su enemigo. Una vez conseguido, pensó que los capitanes ingleses, más experimentados, saldrían victoriosos en el cuerpo a cuerpo. La buena estrategia casi siempre es así de simple y obvia, y no hace falta ninguna presentación de PowerPoint para explicarla. No surge de ninguna herramienta de «gestión estratégica», ni de ninguna matriz, gráfico, triángulo o esquema. Un líder con talento identifica una o dos cuestiones críticas de la situación (los puntos de inflexión, que pueden multiplicar la eficacia del esfuerzo) y a continuación centra y concentra la acción y los recursos en ellas.

A pesar del ruido que hacen quienes quieren equiparar la estrategia con la ambición, el liderazgo, la «visión», la planificación o la lógica económica de la competencia, la estrategia no es nada de eso. El núcleo de la dirección estratégica es siempre el mismo: descubrir los factores críticos de una situación y diseñar una forma de coordinar y enfocar acciones que permitan hacer frente a esos factores.

La responsabilidad más importante de un líder es identificar los retos que tiene una organización para avanzar y diseñar una estrategia coherente para superarlos. En contextos que van desde la dirección empresarial hasta la seguridad nacional, la estrategia es importante. Sin embargo, nos hemos acostumbrado tanto a la estrategia como exhortación que apenas pestañeamos cuando un líder suelta eslóganes y anuncia objetivos altisonantes, llamando «estrategia» a esa mezcla. He aquí cuatro ejemplos de este síndrome.

• El evento era un «retiro de estrategia». El director general lo había creado a partir de un evento similar de British Airways al que había asistido años atrás. Unos doscientos altos directivos de todo el mundo se reunieron en el salón de baile de un hotel donde la dirección presentó su visión de futuro: ser la empresa más respetada y de más éxito en su ámbito. Se proyectó una película producida para la ocasión en la que se mostraban los productos y servicios de la firma en vistosos escenarios de todo el mundo. El director general dio un discurso acompañado de dramatización musical para destacar los objetivos «estratégicos» de la empresa: liderazgo mundial, crecimiento y alto rendimiento para los accionistas. Los asistentes se reunieron en grupos para debatir. Se soltaron muchos globos de colores. Hubo de todo menos estrategia. Como invitado, me sentí decepcionado, pero no sorprendido.

• Especialista en bonos, Lehman Brothers había sido pionera en la nueva ola de valores respaldados por hipotecas que dio vida a Wall Street en el periodo 2002-2006. Ese último año aparecieron signos de tensión: las ventas de casas en Estados Unidos habían tocado techo a mediados de 2005 y la revalorización de los precios de la vivienda se había detenido. Una pequeña subida de los tipos de interés de la Reserva Federal había desencadenado un aumento de las ejecuciones hipotecarias. Ese mismo año, el consejero delegado de Lehman, Richard Fuld, puso en marcha una «estrategia» para seguir ganando cuota de mercado y crecer más rápido que el resto del sector. En el lenguaje de Wall Street, Lehman lo hizo aumentando su «apetito por el riesgo». Es decir, asumiría las operaciones que sus competidores rechazaban por demasiado arriesgadas. Operando con solo un 3% de capital propio y gran parte de su deuda suministrada a muy corto plazo, esta política debería haber ido acompañada de formas inteligentes de mitigar el riesgo. Una buena estrategia reconoce la naturaleza del reto y busca una forma de superarlo. Ser simplemente ambicioso no es una estrategia. En 2008, Lehman Brothers puso fin a sus 158 años como banco de inversión con una quiebra que hizo caer en picado al sistema financiero mundial. En este caso, las consecuencias de una mala estrategia fueron desastrosas para Lehman, para Estados Unidos y para el mundo.

• En 2003, el presidente George W. Bush envió al ejército estadounidense a invadir y conquistar Irak. La invasión fue rápida. Cuando cesaron los combates entre ejércitos, los líderes de la administración esperaban una rápida transición hacia una sociedad civil democrática. En lugar de ello, a medida que la insurgencia se fortalecía, las unidades individuales del ejército estadounidense volvían a realizar misiones de «búsqueda y destrucción» desde bases seguras, la misma estrategia que había fracasado estrepitosamente en Vietnam. Había muchos objetivos altisonantes —libertad, democracia, reconstrucción, seguridad—, pero ninguna estrategia coherente para hacer frente a la insurgencia.

El cambio se produjo en 2007. Cuando estaba acabando de escribir su libro U.S. Army U.S. Marine Corps Counterinsurgency Field Manual (Manual de Campo de Contrainsurgencia del Ejército y el Cuerpo de Marines), el general David Petraeus fue enviado a Irak junto con cinco brigadas de tropas. Pero más que con soldados, Petraeus iba armado con una estrategia real. Su idea era que se podría combatir a la insurgencia mientras la mayoría civil apoyara a un gobierno legítimo. El truco consistía en cambiar el enfoque de los militares y patrullar para proteger a la población. Si el pueblo no temía las represalias de los insurgentes proporcionaría la información necesaria para aislarlos y combatirlos. Este cambio de plan, sustituir unos objetivos amorfos por una verdadera estrategia de resolución de problemas, comportó una enorme diferencia en los resultados.

• En noviembre de 2006 asistí a una breve conferencia sobre empresas Web 2.0. El término «Web 2.0» se refería supuestamente a un nuevo enfoque de los servicios web, pero ninguna de las tecnologías implicadas era nueva. El término era una palabra clave para referirse a Google, MySpace, YouTube, Facebook y otros nuevos negocios basados en la web que de repente se habían vuelto muy valiosos. En el almuerzo me encontré con otros siete asistentes en una mesa redonda. Alguien me preguntó a qué me dedicaba. Expliqué brevemente que era miembro del profesorado de la UCLA, donde enseñaba e investigaba sobre estrategia, y que era consultor para diversas organizaciones.

El director general de una empresa de servicios web estaba sentado justo enfrente de mí. Dejó el tenedor y dijo: «Estrategia es no rendirse nunca hasta ganar». Yo no podía estar más en desacuerdo, pero no estaba allí para discutir ni dar lecciones. «Ganar es mejor que perder», repuse, y la conversación derivó hacia otros asuntos.

La idea clave que impulsa este libro es la lección duramente aprendida tras toda una vida de trabajo en estrategia: como consultor de organizaciones, como asesor personal, como profesor y como investigador. Una buena estrategia hace algo más que impulsarnos hacia un objetivo o una visión. Una buena estrategia reconoce honestamente los retos a los que nos enfrentamos y proporciona un enfoque para superarlos. Y cuanto mayor es el reto, más concentra y coordina los esfuerzos para lograr un golpe de efecto competitivo o para resolver problemas.

Por desgracia, la buena estrategia es la excepción, no la regla. Y el problema va en aumento. Cada vez son más los líderes de organizaciones que afirman tener una estrategia, pero no la tienen. En su lugar, propugnan lo que yo llamo «mala estrategia». La mala estrategia suele pasar por alto los detalles molestos, es decir, los problemas. Ignora el poder de la elección y el enfoque, y en su lugar trata de acomodar una multitud de demandas e intereses en conflicto. Como el capitán de un equipo de fútbol cuyo único consejo a sus compañeros es «vamos a ganar», la mala estrategia encubre la incapacidad de guiar adoptando el lenguaje de los objetivos generales, la ambición, la visión y los valores. Cada uno de estos elementos es, por supuesto, una parte importante de la vida humana. Pero, por sí mismos, no son sustitutos del trabajo de estrategia.

La brecha entre la buena estrategia y el batiburrillo de cosas que la gente etiqueta como «estrategia» ha crecido a lo largo de los años. En 1966, cuando empecé a estudiar estrategia empresarial, solo había tres libros sobre el tema y ningún artículo. Hoy en día los estantes de mi biblioteca están repletos de libros sobre estrategia. Las empresas de consultoría se especializan en estrategia, se conceden doctorados en esta disciplina y son innumerables los artículos sobre el tema. Pero esta abundancia no ha aportado claridad. Más bien, el concepto se ha ido estirando hasta alcanzar una delgadez difusa a medida que los expertos lo vinculan a todo, desde visiones utópicas hasta normas para combinar la corbata con la camisa. Para empeorar las cosas, muchos profesionales de la empresa, la educación y el gobierno, han convertido la palabra «estrategia» en un tic verbal. El discurso empresarial ha transformado el marketing en «estrategia de marketing», el procesamiento de datos en «estrategias TIC» y las adquisiciones en una «estrategia de crecimiento». Baja los precios y un observador dirá que tienes una «estrategia de precios bajos».

Todavía se crea más confusión al equiparar estrategia con éxito o con ambición. Este fue mi problema con el director general de servicios web que afirmó: «Estrategia es no rendirse nunca hasta ganar». Este tipo de mezcla de cultura pop, eslóganes motivacionales y palabrería empresarial de moda es, por desgracia, cada vez más común. Cortocircuita la verdadera inventiva y no distingue entre las distintas tareas y virtudes de la alta dirección. La estrategia no puede ser un concepto útil si es sinónimo de éxito. Tampoco sirve para nada si se confunde con la ambición, la determinación, el liderazgo inspirador o la innovación. La ambición es el impulso y el afán de superación. Determinación es compromiso y agallas. La innovación, descubrir y crear nuevas formas de hacer las cosas. El liderazgo inspirador motiva a las personas a sacrificarse por ellas mismas y por el bien común.1 Y la estrategia, que responde a la innovación y a la ambición, elige el camino, identifica cómo, por qué y dónde deben aplicarse el liderazgo y la determinación.

Una palabra que puede significar cualquier cosa deja de ser importante. Para dar contenido a un concepto hay que trazar líneas, marcar lo que denota y lo que no. Para iniciar el camino hacia la claridad, es útil reconocer que las palabras «estrategia» y «estratégico» se utilizan a menudo de forma descuidada para señalar las decisiones tomadas por los responsables de más alto nivel. Por ejemplo, en los negocios, la mayoría de las fusiones y adquisiciones, las inversiones en nuevas instalaciones costosas, las negociaciones con proveedores y clientes importantes y el diseño organizativo general se consideran normalmente «estratégicos». Más bien, cuando se habla de «estrategia», podemos estar señalando simplemente el nivel salarial del responsable de la toma de decisiones. El término «estrategia» debería significar más bien una respuesta cohesionada a un reto importante. A diferencia de una decisión aislada o de un objetivo, una estrategia es un conjunto coherente de análisis, conceptos, políticas, argumentos y acciones que responden a un reto de gran envergadura.

Mucha gente asume que la estrategia es una dirección general a gran escala, separada de cualquier acción específica. Pero definir la estrategia como un concepto amplio, dejando fuera la acción, crea un abismo entre «estrategia» e «implementación». Si se acepta este abismo, la mayor parte del trabajo de estrategia se convierte en darle vueltas a la rueda. De hecho, esta es la queja más común sobre la «estrategia». Haciéndose eco de muchos otros, un alto ejecutivo me dijo: «Tenemos un sofisticado proceso de estrategia, pero hay un enorme problema de ejecución. Casi siempre nos quedamos cortos con los objetivos que nos fijamos». Si ha seguido mi línea de argumentación, podrá ver la razón de esta queja. Una buena estrategia incluye un conjunto de acciones coherentes. No son detalles de «aplicación»; son el punzón de la estrategia. Una estrategia que no defina una serie de acciones inmediatas, plausibles y factibles, carece de un componente crítico.

Los ejecutivos que se quejan de los problemas de «ejecución» suelen haber confundido la estrategia con la fijación de objetivos. Cuando el proceso de «estrategia» es básicamente un juego de fijación de objetivos de rendimiento —tanta cuota de mercado y tanto beneficio, tantos estudiantes que se gradúan en el instituto, tantos visitantes en el museo—, es que sigue existiendo una enorme brecha entre esas ambiciones y la acción. La estrategia trata de cómo avanzará una organización. Hacer estrategia es averiguar cómo hacer avanzar los intereses de la organización. Por supuesto, un líder puede fijar objetivos y delegar en otros el trabajo de averiguar qué hacer. Pero eso no es estrategia. Si es así como funciona la organización, dejémonos de rodeos y seamos sinceros: llamémoslo fijar objetivos.

El propósito de este libro es desvelar las diferencias fundamentales entre la buena estrategia y la mala estrategia, y ayudarte a crear buenas estrategias.

Una buena estrategia posee una estructura lógica esencial que yo llamo núcleo. El núcleo de una estrategia se compone de tres elementos: un diagnóstico, una política rectora y una acción coherente. La política rectora delimita el enfoque para hacer frente a los obstáculos identificados en el diagnóstico. Es como un poste indicador, marca la dirección a seguir pero no define los detalles del viaje. Las acciones coherentes son políticas coordinadas factibles, compromisos de recursos y acciones diseñados para llevar a cabo la política rectora.

Cuando conozcas a fondo la estructura y los fundamentos de una buena estrategia, desarrollarás la capacidad paralela de detectar la presencia de una mala estrategia. Así como no necesitas ser director de cine para identificar una mala película, tampoco necesitas conocimientos de economía, finanzas o cualquier otro conocimiento especialmente abstruso para distinguir entre una buena y una mala estrategia. Por ejemplo, si observas la «estrategia» del gobierno estadounidense para hacer frente a la crisis financiera de 2008, verás que faltaban elementos esenciales. No hubo un diagnóstico oficial del mal de fondo, subterráneo. Por lo tanto, no pudo haber una concentración de recursos y acciones para corregirlo. Solo hubo un desplazamiento de recursos de la gente a los bancos. No se necesita un doctorado en macroeconomía para emitir este juicio: se desprende de la correcta comprensión de la naturaleza de una buena estrategia.

La mala estrategia es algo más que la ausencia de buena estrategia. La mala estrategia tiene vida y lógica propias, un falso edificio construido sobre cimientos inapropiados. La mala estrategia puede hasta entorpecer de manera proactiva el análisis de los obstáculos solo porque un líder crea que los pensamientos negativos son trabas en el camino. Los líderes pueden implementar una mala estrategia al considerarla, erróneamente, como un ejercicio para fijar objetivos y no para resolver problemas. O pueden evitar tomar decisiones difíciles solo porque no desean ofender a nadie, desarrollando así una mala estrategia, para considerar todas las posibilidades en lugar de concentrar los recursos y las acciones.

La paulatina propagación de las malas estrategias nos afecta a todos. Cargado de objetivos y eslóganes, los gobiernos son cada vez menos capaces de resolver problemas. Los consejos de administración de las empresas firman planes estratégicos que son poco más que ilusorios. Nuestro sistema educativo es rico en objetivos y normas, pero pobre a la hora de comprender y corregir las causas del bajo rendimiento. El único remedio es que exijamos más a quienes dirigen. Más que carisma y visión, debemos exigir buenas estrategias.

PRIMERA PARTE

BUENA Y MALA ESTRATEGIA

La idea básica de la estrategia es la aplicación de la fuerza contra la debilidad. O, si lo prefieres, destinar la fuerza a la oportunidad más prometedora. El tratamiento moderno convencional de la estrategia ha ampliado esta idea con un gran debate sobre las fortalezas potenciales, hoy llamadas «ventajas». Hay ventajas en ser el primero en mover ficha: escala, alcance, efectos de red, reputación, patentes, marcas y muchas más. Ninguna de ellas es lógicamente errónea, y todas pueden ser importantes. Sin embargo, este marco pasa por alto dos fuentes naturales de fortaleza muy importantes:

1.Disponer de una estrategia coherente, que coordine las políticas y las acciones. Una buena estrategia no se limita a aprovechar la fuerza existente; crea fuerza a través de la coherencia de su diseño. La mayoría de las organizaciones, sea cual sea su tamaño, no hacen esto. Más bien, persiguen múltiples objetivos que no están interconectados o, peor aún, que entran en conflicto.

2.Desarrollar nuevas fortalezas mediante cambios sutiles de la perspectiva. Un replanteamiento inteligente de una situación competitiva puede originar patrones completamente nuevos de ventajas y debilidades. Las estrategias más poderosas surgen de esas nuevas percepciones que cambian las reglas del juego.

Estos dos aspectos esenciales de la buena estrategia se analizan en el capítulo 1, «La buena estrategia es inesperada», y en el capítulo 2, «Descubrir el poder».

El directivo de una organización que carece de una buena estrategia puede creer simplemente que la estrategia es innecesaria. Pero lo más frecuente es que esa carencia se deba a la presencia de una mala estrategia. Al igual que las malas hierbas perjudican los cultivos, las malas estrategias perjudican las buenas estrategias. Los líderes que utilizan malas estrategias no se limitan a elegir objetivos equivocados o a cometer errores de aplicación. Más bien tienen opiniones equivocadas sobre qué es la estrategia y cómo funciona. El capítulo 3, «La mala estrategia», prueba la existencia de malas estrategias y explica sus características.

Una vez establecida la naturaleza de la buena y la mala estrategia, el capítulo 4 responde a una pregunta obvia: «¿Por qué hay tantas malas estrategias?» El capítulo 5, «El núcleo de la buena estrategia», ofrece un análisis de la estructura lógica de una buena estrategia, una estructura que actúa como guía en el razonamiento y como medida de control contra la generación de malas estrategias.

____________________________

I

UNA BUENA ESTRATEGIA ES INESPERADA

La primera ventaja natural de una buena estrategia reside en que la mayoría de organizaciones a menudo no tiene ninguna. Y en que tampoco esperan que tú la tengas. Una buena estrategia es coherente, coordina acciones, políticas y recursos para alcanzar un fin importante. Muchas organizaciones, la mayoría de veces, no la tienen. En su lugar, cuentan con múltiples objetivos e iniciativas que interpretan el progreso, pero no tienen ningún enfoque coherente para conseguir ese progreso, aparte de «gastar más e invertir más esfuerzo».

APPLE

Tras el lanzamiento en 1995 del sistema operativo multimedia Windows 95 de Microsoft, Apple Inc. cayó en una espiral destructiva. El 5 de febrero de 1996, BusinessWeek reprodujo la famosa marca de Apple en la portada para ilustrar su artículo principal: «La caída de un icono americano».

El consejero delegado, Gil Amelio, luchó por mantener viva a Apple en un mundo que estaba siendo rápidamente dominado por los PC basados en Windows-Intel. Recortó personal. Reorganizó los numerosos productos de la empresa en cuatro grupos: Macintosh, aparatos informáticos, impresoras y periféricos, y «plataformas alternativas». Se añadió un nuevo Grupo de Servicios de Internet al Grupo de Sistemas Operativos y al Grupo de Tecnología Avanzada.

La revista Wired publicó un artículo titulado «101 maneras de salvar a Apple». Incluía sugerencias del tipo «que lo vendan a IBM o Motorola», «que inviertan fuertemente en la tecnología Newton» o «que aprovechen su ventaja en el mercado de la educación K-12». Los analistas de Wall Street esperaban y urgían un acuerdo con Sony o Hewlett-Packard.

En septiembre de 1997, Apple estaba a dos meses de la quiebra. Steve Jobs, que había cofundado la empresa en 1976, aceptó volver para formar parte de un nuevo consejo de administración y ser consejero delegado interino. Los fans acérrimos del Macintosh original estaban exultantes, pero el mundo empresarial en general no esperaba gran cosa.

En el plazo de un año, las cosas cambiaron radicalmente en Apple. Aunque muchos observadores esperaban que Jobs acelerara el desarrollo de productos avanzados o que llegara a un acuerdo con Sun, no hizo ni lo uno ni lo otro. Lo que hizo fue algo obvio y, al mismo tiempo, inesperado. Redujo Apple a una escala y un tamaño adecuados a la realidad: un productor de nicho en el muy competitivo negocio de los ordenadores personales. Redujo Apple a un núcleo que podía sobrevivir.

Steve Jobs convenció a Microsoft para que invirtiera 150 millones de dólares en Apple, aprovechando que a Bill Gates le preocupaba lo que una Apple hundida significaría para la lucha de Microsoft contra el Departamento de Justicia. Jobs redujo todos los modelos de sobremesa —había quince— a uno. Redujo todos los modelos portátiles a uno solo. Eliminó todas las impresoras y otros periféricos. Recortó el número de ingenieros de desarrollo. Recortó el desarrollo de software. Recortó distribuidores y eliminó cinco de los seis minoristas nacionales de la empresa. Eliminó prácticamente toda la fabricación, y la trasladó a Taiwán. Con una línea de productos más sencilla fabricada en Asia, redujo el inventario más de un 80%. Una nueva tienda web vendía los productos de Apple directamente a los consumidores, eliminando a distribuidores e intermediarios.

Lo notable de la estrategia de cambio de Jobs para Apple fue hasta qué punto era «Business 101» y, sin embargo, también era imprevista. Por supuesto, hay que recortar y simplificar hasta la médula para evitar una caída financiera en picado. Por supuesto, necesitaba versiones actualizadas del software Office de Microsoft para trabajar con los ordenadores de Apple. Por supuesto, el modelo de Dell de fabricación en la cadena de suministro asiática, tiempos de ciclo cortos y capital circulante negativo era lo último en la industria y merecía ser imitado. Por supuesto, detuvo el desarrollo de nuevos sistemas operativos: acababa de traerse de NeXT el mejor sistema operativo de la industria.

El éxito de la estrategia de Jobs consistió en abordar directamente el problema fundamental mediante un conjunto de acciones bien dirigidas y coordinadas. No anunció ambiciosos objetivos de facturación o beneficios; no se entregó a visiones mesiánicas de futuro. Y no se limitó a hacer recortes a ciegas: rediseñó toda la lógica empresarial en torno a una línea de productos simplificada que se comercializaba a través de un conjunto limitado de puntos de venta.

En mayo de 1998, mientras colaboraba en una negociación entre Apple y Telecom Italia, tuve la oportunidad de hablar con Jobs sobre su manera de dar un giro a Apple. Resumió tanto la sustancia como la coherencia de su visión en unas pocas frases:

La gama de productos era demasiado complicada y la empresa sufría grandes pérdidas de dinero. Una amiga de la familia me preguntó qué ordenador Apple debía comprar. Era incapaz de entender las diferencias entre ellos, y yo tampoco podía darle una orientación clara. Me horrorizó que no hubiera ningún ordenador de gran consumo de Apple a un precio inferior a 2.000 dólares. Estamos sustituyendo todos esos ordenadores de sobremesa por uno solo, el Power Mac G3. Estamos prescindiendo de cinco de los seis minoristas nacionales: satisfacer sus demandas nos ha obligado a fabricar demasiados modelos diferentes a demasiados precios distintos y con demasiado margen de beneficio.

Este tipo de acción focalizada dista mucho de ser la norma en la industria. Dieciocho meses antes, participé en un estudio a gran escala patrocinado por Andersen Consulting sobre las estrategias en la industria electrónica mundial. Trabajando en Europa, me entrevisté con veintiséis ejecutivos, todos ellos directores de división o directores generales del sector de la electrónica y las telecomunicaciones. Mi plan era sencillo: pedí a cada ejecutivo que identificara al principal competidor de su negocio. Les pregunté cómo creían que se había convertido en líder esa empresa, y su visión personal sobre lo que funciona y lo que no. Y luego les pregunté cuál era la estrategia actual de su propia empresa.

En general, no les resultó difícil describir la estrategia del líder de sus sectores. La explicación más habitual era que había aparecido algún cambio en la demanda o en la tecnología —se había abierto una «ventana de oportunidad»— y que el líder actual había sido el primero en saltar por ella y aprovecharla. Y aunque no hubiera sido necesariamente el primero en mover ficha, sí había sido el primero en hacerlo bien.

Pero al preguntarles por las estrategias de sus propias empresas, las respuestas fueron muy diferentes. En lugar de referirse a la próxima ventana de oportunidad, o siquiera mencionar esa posibilidad, lo que oí fue un montón de divagaciones: estaban creando alianzas, llevaban a cabo una retroalimentación de 360o, buscaban abrirse a nuevos mercados extranjeros, fijaban objetivos estratégicos desafiantes, sustituían el software por el firmware, habilitando las actualizaciones del firmware por Internet, etc. Todos ellos me habían hablado de la fórmula del éxito de la industria electrónica de los años noventa —tomar rápidamente una buena posición cuando se abría una nueva ventana de oportunidad—, pero ninguno me señaló que ese fuera su enfoque actual, ni siquiera lo mencionaron como parte de su estrategia.

Con tales antecedentes, me interesaba lo que Steve Jobs pudiera decir sobre el futuro de Apple. Su estrategia de supervivencia, a pesar de su habilidad y los aplausos recibidos, no iba a impulsar a Apple hacia el futuro. En ese momento, Apple tenía menos del 4% del mercado de los ordenadores personales. El estándar de facto era Windows-Intel, y no parecía que Apple hiciera otra cosa más que aferrarse a un nicho minúsculo.

En verano de 1998 tuve la oportunidad de volver a hablar con Jobs. Le dije: «Steve, este giro en Apple ha sido impresionante. Pero todo lo que sabemos sobre el negocio de los ordenadores personales nos dice que Apple no puede ir más allá de una pequeña posición de nicho. Los efectos de red son demasiado fuertes para alterar el estándar Wintel. Entonces, ¿qué pretendes hacer a largo plazo? ¿Cuál es la estrategia?».

No contradijo mi argumento. Tampoco estuvo de acuerdo con él. Se limitó a sonreír y dijo: «Voy a esperar a la próxima gran oportunidad».

Jobs no planteó ningún objetivo simplista de crecimiento o de cuota de mercado. No pretendía que, como por arte de magia, accionando algunas palancas, Apple regresara al liderazgo del mercado de los ordenadores personales. En lugar de ello, se centró en las fuentes y las barreras del éxito de su sector: reconocer la próxima ventana de oportunidad, el próximo conjunto de fuerzas que pudiera aprovechar en beneficio propio y, a continuación, tener la agilidad y la astucia para lanzarse sobre él rápidamente, como un perfecto depredador. No pretendía que esas ventanas se abrieran todos los años o que uno pudiera forzar su apertura con incentivos o algún truco de gestión. Él sabía cómo funcionaba la industria. Lo había hecho antes con el Apple II y el Macintosh y después con Pixar. Había intentado forzarlo con NeXT y no le salió bien. Pasarían dos años antes de volver a dar ese salto con el iPod y luego con la música en línea. Y, a continuación, con el iPhone.

La respuesta de Steve Jobs aquel día —«esperar a la próxima gran oportunidad»— no es una fórmula universal para el éxito. Pero fue un enfoque inteligente para afrontar la situación de Apple en ese momento, en esa industria, con tantas nuevas tecnologías aparentemente a la vuelta de la esquina.

OPERACIÓN TORMENTA DEL DESIERTO

Otro ejemplo de estrategia sorpresa se produjo al final de la primera guerra del Golfo, en 1991. La gente se sorprendió al descubrir que los mandos estadounidenses tenían una estrategia bien definida para derrotar a los invasores iraquíes atrincherados.

El 2 de agosto de 1990, Irak invadió Kuwait. Dirigidos por tropas de élite que llevaron a cabo desembarcos aéreos y anfibios, y por cuatro divisiones de la Guardia Republicana, 150.000 soldados iraquíes invadieron y ocuparon Kuwait. Es probable que el principal motivo de Sadam Huseín para la invasión fuera financiero. La guerra que había iniciado invadiendo Irán en 1980, y que duró ocho años, había dejado a su régimen con enormes deudas con Kuwait y otros estados del Golfo. Al ocupar Kuwait y declararlo decimonovena provincia de Irak, Sadam podría cancelar sus deudas con ese país y utilizar sus ingentes ingresos petrolíferos para devolver lo que debía a otros países.

Cinco meses después, una coalición de treinta y tres naciones liderada por el presidente estadounidense George H. W. Bush realizó ataques aéreos contra las fuerzas iraquíes e incrementó con rapidez el número de sus fuerzas terrestres. Irak, a su vez, había aumentado sus fuerzas en Kuwait, en conjunto más de quinientos mil efectivos. Se esperaba que el poder aéreo por sí solo resolviera el conflicto, pero, en caso de no hacerlo, sería necesaria una ofensiva terrestre para revertir la invasión y la ocupación de Kuwait por parte de Irak.

No había ninguna duda de que la coalición era capaz de hacer retroceder a los iraquíes. Pero, ¿a qué precio? En octubre de 1990, el periódico francés L’Express calculó que retomar Kuwait llevaría aproximadamente una semana y costaría veinte mil bajas estadounidenses. A medida que las fuerzas iraquíes aumentaban y levantaban posiciones defensivas, el debate público en la prensa, en televisión y en los pasillos del Congreso empezó a evocar imágenes de la guerra de trincheras de la Primera Guerra Mundial. En el Congreso, el senador Bob Graham (demócrata de Florida) señaló que «Irak ya ha tenido cinco meses para atrincherarse y fortificarse y lo ha hecho de forma importante. Kuwait tiene fortificaciones que recuerdan a la Primera Guerra Mundial». En la misma línea, el New York Times describió al 16.º batallón de Infantería como «hombres que esperan atrincherarse en Kuwait disparando sus fusiles M-16 y sus ametralladoras M-60». La revista Time describió así las defensas iraquíes:

En un área del tamaño de Virginia Occidental, los iraquíes han desplegado 540.000 soldados de los varios millones con que cuentan, y 4.000 de sus 6.000 tanques, además de miles de vehículos blindados y piezas de artillería... Las unidades iraquíes están atrincheradas en sus tradicionales fuertes triangulares, formados de arena compactada, con una compañía de infantería equipada con ametralladoras pesadas en cada esquina. Los soldados se protegen en refugios portátiles de hormigón o en trincheras de chapa y arena. Los tanques se encastran en el suelo y los refuerzan con sacos de arena. Las piezas de artillería se despliegan en el vértice de cada triángulo, apuntando en dirección a las «zonas de muerte» creadas por las trincheras en llamas y los campos de minas.1

En vísperas del asalto terrestre, Los Angeles Times recordaba a sus lectores que «las tropas iraquíes están bien atrincheradas a lo largo de las líneas del frente, y asaltar posiciones tan fortificadas es siempre una empresa arriesgada». Las debacles de Cold Harbor, el Somme y Gallipoli eran sombríos recuerdos del precio del fracaso. Incluso el éxito, como en Tarawa, Okinawa o Hamburger Hill, «puede tener un precio terrible».2

Lo que estos comentaristas no imaginaban fue que el general Norman Schwarzkopf, comandante en jefe del Mando Central estadounidense, tenía una estrategia para la batalla terrestre que había iniciado a principios de octubre.

El plan original ideado por sus mandos, un ataque directo a Kuwait, se estimaba que tendría un coste de 2.000 muertos y 8.000 heridos. Schwarzkopf rechazó esta propuesta en favor de un doble plan. Se utilizarían ataques aéreos para reducir las capacidades iraquíes en un 50%. Luego planeó un «gancho de izquierda» masivo. Mientras la atención del mundo se centraba en la cobertura 24/7 de la CNN de las tropas situadas justo al sur de Kuwait, la coalición desplazaría en secreto una fuerza de 250.000 soldados al oeste de Kuwait y luego haría que se movieran hacia el norte, al desierto del sur de Irak. Cuando comenzara el combate terrestre, esta fuerza continuaría hacia el norte y luego giraría hacia el este, completando el «gancho de izquierda» y golpeando el flanco de la Guardia Republicana iraquí. Los ataques dirigidos hacia el norte, hacia el propio Kuwait, iban a ser menores. Las fuerzas terrestres de los marines estadounidenses recibieron la orden de avanzar lentamente hacia el norte de Kuwait, una estratagema para atraer hacia el sur a los iraquíes atrincherados y sacarlos de sus fortificaciones, donde serían golpeados lateralmente por ese enorme gancho de izquierda. Los marines no desembarcarían, ya que su presencia flotante era una distracción.

La estrategia del gancho de izquierda con armas combinadas de Schwarzkopf tuvo tanto éxito que la guerra terrestre duró solo cien horas. Un mes de bombardeos aéreos había obligado a las tropas iraquíes a dispersarse y a ocultar sus tanques y artillería, permaneciendo fuera de sus vehículos con los motores apagados. La rapidez y la violencia del asalto terrestre de la coalición, con tanques, infantería, helicópteros de combate y bombarderos, fue decisiva. Las unidades de la Guardia Republicana lucharon valientemente, pero fueron incapaces de maniobrar o llamar a las reservas con la rapidez suficiente para responder a la velocidad y ferocidad del ataque. Por último, y quizá lo más importante, Sadam Huseín había ordenado a sus comandantes que no utilizaran armas químicas. Estos proyectiles de artillería, utilizados para detener los ataques iraníes durante la guerra entre Irán e Irak, habrían causado miles de bajas a la coalición. Los comandantes de los marines habían calculado que perderían entre el 20% y el 30% de sus efectivos si se utilizaban armas químicas contra ellos.3 Pero Sadam estaba disuadido: la información obtenida por los rusos reveló que temía una represalia nuclear estadounidense si las usaba.

Irak huyó de Kuwait, con gran parte de su ejército invasor destruido.4 Las bajas de la coalición fueron pocas: el primer día hubo ocho muertos y veintisiete heridos. El éxito de la coalición con la estrategia del gancho de izquierda con armas combinadas fue tan rotundo que los analistas que en febrero estaban preocupados por la guerra de trincheras, en marzo ya opinaban que la coalición había reunido más fuerzas de las que necesitaba y que el resultado se veía venir.

Schwarzkopf reveló al público la estrategia de guerra terrestre en una rueda de prensa que tuvo una gran audiencia. La mayoría de las personas que vieron esta sesión informativa y el mapa del gancho de izquierda quedaron sorprendidas e impresionadas. Los comentaristas en los noticieros describieron el plan como «brillante» y «secreto». Pocos habían visto venir esta maniobra. Pero ¿por qué? El Departamento de Defensa publica manuales de campo que describen con todo detalle sus doctrinas y métodos básicos. El manual FM 100-5, publicado en 1986, se titulaba Operations y fue descrito como «el manual de campo fundamental del Ejército». La segunda parte del FM 100-5 estaba dedicada a las «operaciones ofensivas», y en la página 101 se describía el «envolvimiento» como la maniobra ofensiva más importante: el «Plan A» del ejército estadounidense. El manual decía:

El envolvimiento evita el frente enemigo, donde las fuerzas están más protegidas y la artillería más concentrada. En cambio, hace que el defensor se fije en lo que tiene delante mediante ataques de apoyo o de distracción, mientras el atacante maniobra alrededor o por encima de las defensas del enemigo para golpear sus flancos y su retaguardia.

Para ilustrar esta maniobra, FM 100-5 Operations reproducía un diagrama en la página opuesta.

Ante esta vívida imagen de una finta por el centro combinada con un poderoso «gancho de izquierda», cabe preguntarse: ¿Cómo pudo sorprender a nadie el uso por parte de Schwarzkopf de la principal doctrina ofensiva del ejército estadounidense?

Parte de la respuesta reside en el éxito del engaño. Schwarzkopf pretendía hacer creer que el ataque principal se lanzaría contra Kuwait desde el mar y luego por tierra, directamente contra las defensas iraquíes. Reforzó el engaño con una incursión anfibia visible desde el principio en la costa kuwaití y con acciones para destruir la armada iraquí. La prensa contribuyó involuntariamente al despiste informando sobre el fotogénico entrenamiento anfibio, la concentración de tropas justo al sur de Kuwait y, después, angustiándose ante la perspectiva de una guerra de trincheras como en la Primera Guerra Mundial.

Pero el elemento esencial del «Plan A» del ejército estadounidense —el desarrollo— fue crear la ilusión de un ataque directo conectado con un ataque final masivo. Y, puesto que el «Plan A» estaba a disposición de cualquiera que dispusiera de veinticinco dólares,5 sigue siendo desconcertante por qué el «Plan A» fue una sorpresa, no solo para Irak sino también para los comentaristas militares de televisión y la mayor parte del Congreso de Estados Unidos.

La mejor respuesta a este enigma es que la verdadera sorpresa fue que se aplicara una estrategia tan limpia y concentrada. La mayoría de las organizaciones dispersan los recursos en lugar de concentrarlos, actúan para aplacar y compensar intereses internos y externos. Así, nos sorprendemos cuando una organización compleja, como Apple o el ejército estadounidense, concentra sus actuaciones. No por secretismo, sino porque la buena estrategia es en sí misma inesperada.

En el caso de la operación Tormenta del Desierto, se trataba de mucho más que un paso intelectual. Schwarzkopf tuvo que contener las ambiciones y deseos de la fuerza aérea, los marines, varias unidades del ejército, cada uno de los socios de la coalición y los dirigentes políticos de Washington. Por ejemplo, a la mejor infantería ligera del ejército estadounidense —la Ochenta y dos Aerotransportada— se le encomendó proporcionar apoyo a los blindados y la infantería franceses, una misión por la que sus mandos protestaron. Ocho mil marines estadounidenses esperaban para desembarcar en las playas de la ciudad de Kuwait, pero no lo hicieron. Fue una distracción. Los mandos de las fuerzas aéreas querían demostrar la importancia de los bombardeos estratégicos —creían que la guerra podía ganarse con ataques aéreos sobre Bagdad— y se vieron obligados, a pesar de protestar enérgicamente, a desviar sus recursos para apoyar la ofensiva terrestre. El secretario de Defensa, Dick Cheney, quería que la misión se llevara a cabo con una fuerza menor y diseñó un plan de ataque alternativo. El príncipe Jalid, al mando de las fuerzas saudíes de la coalición, insistió en que el rey Fahd participara en la planificación, pero Schwarzkopf convenció al presidente Bush de que se asegurara de que el Mando Central estadounidense conservase el control estratégico y la planificación.

Tener objetivos contradictorios, dedicar recursos a metas inconexas y acomodar intereses incompatibles son lujos de ricos y poderosos, pero constituyen una mala estrategia. A pesar de ello, la mayoría de las organizaciones no desarrollan estrategias concentradas. En su lugar, generan listas de la compra de resultados deseables y, al mismo tiempo, ignoran la necesidad de una auténtica competencia a la hora de coordinar y concentrar sus recursos. Una buena estrategia requiere líderes que estén dispuestos y sean capaces de decir no a una amplia variedad de acciones e intereses. La estrategia incluye tanto lo que una organización no hace como lo que hace.

II

DESCUBRIR EL PODER

La segunda ventaja natural de muchas buenas estrategias proviene de la detección de nuevas fuentes de fortaleza y debilidad. Mirar las cosas desde una perspectiva diferente o nueva puede revelar ámbitos de ventaja y oportunidad, así como de debilidad y amenaza.

LA HONDA Y LA PIEDRA

Alrededor del año 1030 a. C., David, un pastorcillo, derrotó al guerrero Goliat. Cuando Goliat salió de las filas de los filisteos y lanzó un desafío, el ejército del rey Saúl se contrajo de terror. Goliat medía más de nueve pies de altura y el asta de su lanza era como un rodillo de telar. Su casco y su armadura de bronce brillaban a la luz del sol. David no tenía edad para ser soldado como sus hermanos, pero aun así quiso enfrentarse al gigante. Saúl le dijo a David que era demasiado joven y el gigante un experto veterano, pero al final accedió y le proporcionó una armadura. La armadura era pesada y David la desechó, yendo al combate vestido de pastor. Avanzando hacia Goliat, cogió una piedra y la lanzó con su honda. Golpeado en la frente, Goliat cayó muerto en el acto. David avanzó y le cortó la cabeza al campeón caído. Los filisteos huyeron.

Dicen que la estrategia consiste en oponer la fuerza relativa a la debilidad relativa. Sigamos el consejo de innumerables artículos y libros de texto y hagamos una lista de las aparentes fortalezas y debilidades de David y Goliat:

 

PUNTOS FUERTES

PUNTOS DÉBILES

David

Muy valiente

Pequeño, inexperto

Goliat

Enorme, fuerte, experimentado y valiente

?

Este desajuste debió de preocupar a Saúl, que intentó retener a David, pero luego cedió y le dio una armadura. En el relato, solo después de que David lanza la piedra cambia el punto de vista del lector, que se da cuenta de que la experiencia del muchacho con la honda de pastor es un punto fuerte, al igual que su rapidez juvenil. Luego, el lector se da cuenta de que David desechó la armadura porque iba a ser un estorbo; si se hubiera acercado tanto como para recibir un golpe del gigante, la armadura de bronce no le habría salvado. Finalmente, cuando la piedra golpea la frente de Goliat, el lector descubre de repente una debilidad crítica: la armadura de Goliat no cubría esa zona vital. El arma de David lanzó la piedra a distancia y con precisión, y neutralizó así las supuestas ventajas de tamaño y fuerza de Goliat. La historia nos enseña que nuestras ideas preconcebidas sobre la fortaleza y la debilidad pueden ser poco sólidas.

Es la victoria de la aparente debilidad sobre la aparente fuerza lo que da a este relato su mordiente. Más que el hábil manejo del poder, el lector descubre el poder real en una situación: la creación o revelación de una asimetría decisiva. Cómo alguien puede ver lo que otros no han visto o lo que han ignorado, y descubrir así un objetivo fundamental y crear una ventaja, se encuentra en el límite mismo de nuestra comprensión, algo que solo vislumbramos desde nuestra mente. No todas las buenas estrategias se basan en este tipo de percepción, pero las que lo hacen generan un impulso añadido que separa la «excelencia ordinaria» de la extraordinaria.

WAL-MART

Gran parte de mi trabajo con estudiantes de MBA y con empresas consiste en ayudarles a descubrir el poder oculto en cada situación. Como ejemplo de este proceso, suelo hablar de la fundación y el ascenso de Wal-Mart, que en 1986 acabó convirtiendo a Sam Walton en la persona más rica de Estados Unidos.1 Más adelante hablaré del Wal-Mart moderno, que se expandió por las zonas urbanas, llegó hasta Europa y se convirtió en la mayor corporación del planeta en ingresos. Pero mucho antes existía un Wal-Mart más sencillo y modesto, un pequeño proyecto, no el monstruo en el que se ha convertido. Por difícil que resulte creerlo hoy, Wal-Mart fue una vez David, no Goliat.

Antes de empezar, escribo esta frase en la pizarra y la recuadro:

Sabiduría convencional

Un gran almacén de línea completa necesita una base de población de al menos 100.000 habitantes.

La pregunta que planteo a mis alumnos es sencilla: ¿Por qué Wal-Mart ha tenido tanto éxito? Para empezar, recurro a Bill, que trabajó un tiempo en ventas al principio de su carrera. Comienza con la invocación ritual del liderazgo del fundador, Sam Walton. Sin estar de acuerdo ni en desacuerdo, escribo «Sam Walton» en la pizarra y sigo preguntándole: «¿Qué hizo Walton para marcar la diferencia?».

Bill mira la pizarra y dice: «Walton rompió con el saber convencional. Puso grandes tiendas en pueblos pequeños. Wal-Mart ofrecía ofertas todos los días. Disponía de un sistema informatizado de almacenamiento y transporte en camión para gestionar el transporte de la mercancía a las tiendas. No estaba sindicado. Tenía pocos gastos administrativos».

Otros seis participantes tardan unos treinta minutos en aportar más elementos a la lista. Empiezan a decir todo tipo de cosas, y yo no les detengo. Pido detalles y contexto, preguntando: «¿Cómo de grandes eran las tiendas?». «¿Cómo de pequeñas eran las ciudades?». «¿Cómo funcionaba el sistema logístico informatizado?». «¿Qué hizo Wal-Mart para mantener unos gastos administrativos tan bajos?».

A medida que llegan las respuestas, dibujo tres diagramas en la pizarra. Aparece un círculo, que representa una pequeña ciudad de diez mil habitantes. Un gran recuadro dentro del círculo representa una tienda Wal-Mart de cuarenta y cinco mil metros cuadrados. Al lado trazo un segundo diagrama del sistema logístico. Una caja cuadrada representa un centro de distribución regional. Desde la caja, una línea marca la trayectoria de un camión, que pasa por algunas de las 150 tiendas a las que sirve el centro de distribución. En el camino de vuelta, el itinerario del camión pasa por los proveedores, recogiendo palés de mercancías. El camión llega de nuevo al cuadrado, donde una «X» marca el cruce con otro camión de salida. Dibujo líneas de colores que representan los flujos de datos que van de la tienda a un ordenador central, y luego a los vendedores y al centro de distribución. Por último, mientras hablamos sobre el sistema de gestión, dibujo las rutas semanales de los directores regionales: salen de Bentonville, Arkansas, el lunes, visitan las tiendas, recogen y distribuyen la información, y regresan a Bentonville el jueves para las reuniones de grupo del viernes y el sábado. Los dos últimos diagramas son inquietantemente similares: ambos revelan la estructura general de una distribución eficaz.

El debate se ralentiza. Hemos sacado a la luz la mayoría de las claves. Observo la sala, tratando de captar a todos los alumnos, y digo: «Si las políticas que habéis enumerado son las razones del éxito de Wal-Mart, y si este caso se publicó... vamos a ver... en 1986, ¿por qué la empresa arrolló a Kmart durante la década siguiente? ¿No era una fórmula obvia? ¿Dónde estaba la competencia?».

Silencio. Esta pregunta interrumpe el intercambio de ideas sobre el método utilizado por Wal-Mart. En realidad, este ejemplo no nos dice nada sobre la competencia, pues sobre todo sirve para ilustrar cómo funciona el sector de los grandes almacenes. Los ejecutivos y estudiantes del MBA podrían haber pensado en ello para preparar el debate. Sin embargo, era totalmente previsible que no lo hicieran. Como el ejemplo no se centraba en la competencia, ellos tampoco. Sabía que iba a ser así: siempre es así. La mitad de lo que aprenden los participantes en un ejercicio de estrategia es a tener en cuenta a la competencia, aunque nadie antes te diga que lo hagas.

Si nos fijamos únicamente en las acciones que lleva a cabo una empresa de éxito, solo veremos una parte del cuadro. Siempre que una organización tiene un gran éxito, existe también, al mismo tiempo, un competidor bloqueado o fracasado. A veces la competencia está bloqueada porque un innovador posee una patente o algún derecho legal a un monopolio temporal. Pero también puede haber una razón natural que sea difícil o muy costoso de imitar. La ventaja de Wal-Mart debe provenir de algo que sus competidores no pueden copiar fácilmente, o no lo hacen por inercia o por incompetencia. En el caso de Wal-Mart, el principal fracaso competitivo fue Kmart. Originalmente denominada S. S. Kresge Corporation, Kmart fue en su día el líder del comercio minorista de artículos de bajo coste. Pasó gran parte de los años 70 y 80 expandiéndose internacionalmente e ignorando las innovaciones logísticas de Wal-Mart y su creciente dominio del mercado de los descuentos en las ciudades pequeñas. Se declaró en quiebra en 2002.

A continuación formulo una pregunta más incisiva: «Tanto Wal-Mart como Kmart comenzaron a instalar escáneres de códigos de barras en las cajas registradoras a principios de la década de 1980. ¿Por qué da la impresión de que Wal-Mart se benefició de ello más que Kmart?».

Utilizados por primera vez en los supermercados de comestibles, los escáneres de códigos de barras en las cajas de los comercios minoristas son ahora omnipresentes. Los minoristas empezaron a utilizarlos a principios de la década de 1980. La mayoría de los minoristas vieron en el escáner de códigos de barras una forma de eliminar el coste de cambiar constantemente las pegatinas de precios de los artículos. Pero Wal-Mart fue más allá, desarrolló sus propios sistemas de información vía satélite. Después utilizó esos datos para gestionar su sistema logístico y los ofreció a los proveedores a cambio de descuentos.

Susan, una directiva de recursos humanos, se anima de repente. Aislar una pequeña acción ha desencadenado una idea. El día anterior di una charla sobre políticas «complementarias» y ella ve la conexión. «Por sí solo», dice, «el escáner no sirve de mucho. Kmart tendría que haber trasladado los datos a los centros de distribución y a los proveedores. Tendría que haber creado un sistema logístico integrado de entrada».

«Bien», digo, señalando que en conjunto las políticas de Wal-Mart —códigos de barras, logística integrada, puntualidad en las entregas, almacenes con poco inventario— se complementan entre sí, formando un diseño integrado. Todo este diseño —estructura, políticas y acciones— es coherente. Cada parte del diseño está formada y diseñada específicamente para las demás. Las piezas no son intercambiables. La mayoría de los competidores no invierten en diseño, moldean cada uno de sus elementos en torno a alguna idea convencional de «buenas prácticas». Otros serán más coherentes, pero habrán orientado cada uno de los diseños a fines diferentes. En cualquiera de los dos casos, estos competidores tendrán difícil enfrentarse a Wal-Mart. Copiar elementos de su estrategia por separado les proporcionará escasos beneficios. El competidor tendría que adoptar todo el diseño, no solo una parte.

Hay mucho más que debatir: las ventajas de ser el primero, la cuantificación de la diferencia de costes, la cuestión de la competencia y el aprendizaje acumulado con el tiempo, la función del liderazgo y si ese diseño puede funcionar en las ciudades. Prosigamos.

Faltan quince minutos para terminar y dejo que el debate se calme. Han hecho un buen trabajo analizando el funcionamiento de Wal-Mart, y se lo digo. Pero hay algo más. Algo que apenas entiendo, pero que parece importante. Tiene que ver con el «saber convencional», la frase que puse en la pizarra al principio de la clase: «Un gran almacén de línea completa necesita una base de población de al menos 100.000 habitantes».

Me dirijo a Bill y le digo: «Al principio argumentaste que Walton rompió con el saber convencional. Pero esa sabiduría convencional se basaba en la lógica de los costes fijos y variables. Se necesitan muchos clientes para repartir los gastos generales y mantener bajos los costes y los precios. ¿Exactamente cómo rompió Walton la lógica del coste?».

Continúo pidiéndole a Bill que represente un papel. «Quiero que imagines que eres el director de una tienda Wal-Mart. Estamos en 1985 y estás descontento con la empresa. Tienes la sensación de que no entienden tu ciudad. Se lo explicas a tu padre y él te dice: “¿Por qué no la compramos? Podemos dirigir la tienda nosotros mismos”. Suponiendo que papá tenga los recursos necesarios para comprarla, ¿qué te parece su propuesta?».

Bill parpadea, sorprendido de que le ponga en un aprieto por segunda vez. Piensa un poco y luego dice: «No, no es una buena idea. No podremos hacerlo solos. La tienda Wal-Mart tiene que formar parte de la cadena».

Vuelvo a la pizarra y me sitúo junto a la frase recuadrada: «Un gran almacén de línea completa necesita una base de población de al menos 100.000 habitantes». Repito su frase: «La tienda Wal-Mart necesita formar parte de la cadena», mientras dibujo un círculo alrededor de la palabra «tienda». Luego espero.

Con suerte, alguien lo entenderá. Uno de los alumnos intenta articular el descubrimiento, otros lo captan, y percibo una pequeña avalancha de «ajás», como una olla de palomitas de maíz estallando de repente. No es la tienda; es la cadena de 150 tiendas. Y los flujos de datos, y los de gestión, y el centro de distribución. La cadena ha sustituido a la tienda. ¡Una cadena regional de 150 tiendas sirve a una población de millones de personas! Walton no rompió con la sabiduría convencional; rompió con la antigua definición de tienda. Si nadie lo ve de inmediato, voy soltando indirectas hasta que lo hacen.

Cuando comprenden que Walton redefinió el concepto de «tienda», su visión de las políticas integradas de Wal-Mart experimenta un sutil cambio. Empiezan a comprender la interdependencia entre las ubicaciones elegidas. La ubicación de las tiendas es una expresión de la economía de la cadena, no solo de la demanda. También ven el equilibrio de poder en Wal-Mart. La tienda individual tiene poco poder de negociación: sus opciones son limitadas. Y lo que es más importante, la cadena, no la tienda, es la unidad básica de gestión de Wal-Mart.

Al convertir una cadena integrada en la unidad operativa de la empresa, en lugar de una tienda individual, Walton rompió con una saber convencional aún más común en su época: la doctrina de la descentralización, según la cual cada taza debía reposar sobre su propio plato. Kmart se había aferrado durante mucho tiempo a esta doctrina, dando a cada responsable de tienda autoridad para elegir líneas de productos, escoger proveedores y fijar precios. Al fin y al cabo, se decía que la descentralización era algo bueno. Pero el coste a menudo olvidado de la descentralización es la pérdida de coordinación entre las unidades. Las tiendas que no eligen a los mismos proveedores ni negocian las mismas condiciones no pueden beneficiarse de una red integrada de datos y de transporte. Las tiendas que no comparten información detallada sobre lo que funciona y lo que no, no pueden beneficiarse del aprendizaje de las demás.

Si los competidores operan con este tipo de sistema descentralizado, poco puede perderse. Pero cuando las ideas de Walton pusieron de manifiesto que la estructura descentralizada era una desventaja, Kmart tuvo un grave problema. Una gran organización puede remolonear para adoptar una técnica nueva, pero ese cambio es manejable. Pero romper con la doctrina —con la filosofía básica de uno— no suele ocurrir a menos que tengas una experiencia cercana a la muerte.

El poder oculto de la estrategia de Wal-Mart procedía de un cambio de perspectiva. Al carecer de esa perspectiva, Kmart vio a Wal-Mart como Goliat vio a David: más pequeño y con menos experiencia. Pero las ventajas de Wal-Mart no eran inherentes a su historia o a su tamaño. Surgieron de un sutil cambio en la forma de concebir la venta al por menor con descuento. La tradición consideraba que el descuento solo podía funcionar en las grandes ciudades, mientras que Sam Walton vio una forma de aumentar la eficiencia incrustando cada tienda en una cadena informática y logística. Hoy llamamos a esto gestión de la cadena de suministro, pero en 1984 supuso un cambio de punto de vista. Y tuvo el mismo impacto que la honda de David.

ANDY MARSHALL

Conocí a Andy Marshall a mediados de 1990. Es el director de evaluación de redes del Departamento de Defensa, y su hábitat habitual es un pequeño grupo de oficinas en el Pentágono, justo al final del pasillo del secretario de Defensa. Desde que se creó la Oficina de Evaluación de Redes en 1973, solo ha habido un director: Andrew Marshall. Su difícil trabajo consiste en reflexionar profundamente sobre la seguridad de Estados Unidos.

A Andy Marshall y a mí nos interesaba cómo la planificación da forma a los resultados estratégicos. Me explicó que, durante la Guerra Fría, el ciclo presupuestario tradicional del ejército y del Congreso había originado una mentalidad reactiva.

«Nuestra planificación de defensa había pasado a depender del proceso presupuestario anual». Cada año, me explicó, los jefes del Estado Mayor Conjunto evaluaban la amenaza soviética, básicamente realizando una estimación de su inventario de armas presente y futuro. El Pentágono elaboraba entonces una respuesta a esa amenaza que equivalía a una lista de la compra. El Congreso se ocupaba de alguna fracción de lo solicitado, y el ciclo recomenzaba.

«Este proceso de justificar la inversión como contrapartida a los gastos soviéticos condicionaba la actuación de Estados Unidos a la fuerza de los soviéticos, expresada en forma de amenazas, y no a sus debilidades y limitaciones. Teníamos una estrategia de guerra —de una rigidez catastrófica—, pero ningún plan sobre cómo competir con la Unión Soviética a largo plazo».

Con su tranquilo tono de voz, Marshall me miró a los ojos, comprobando que comprendía lo que implicaban sus afirmaciones. Sacó un documento, una delgada hoja de papel, y empezó a explicarme su significado: «Este documento reúne ideas sobre cómo utilizar realmente las fortalezas estadounidenses para explotar las debilidades soviéticas, un enfoque muy diferente».

Titulado «Strategy for Competing with the Soviets in the Military Sector of the Continuing Political-Military Competition» (Estrategia para competir con los soviéticos en el sector militar en una competición político-militar continuada),2 fue escrito en 1976, casi al final de la administración Ford. Este fascinante análisis de la situación sirvió para redefinir la «defensa» en nuevos términos, con un sutil cambio de punto de vista. Argumentaba que «estudiando a la otra parte con eficacia, la nación busca oportunidades para utilizar una o más competencias distintivas y desarrollar una ventaja competitiva, tanto en áreas específicas como en general». A continuación explicaba que el área fundamental de competencia era la tecnológica, porque Estados Unidos disponía de más recursos y mejores capacitaciones en ese ámbito. Y, lo más importante, argumentaba que tener una verdadera estrategia competitiva significaba emprender acciones que impusieran costes exorbitantes a la otra parte. Recomendaba invertir en tecnologías que fueran caras de contrarrestar y que no beneficiaran las capacidades ofensivas soviéticas. Por ejemplo, aumentando la precisión de los misiles o la silenciosidad de los submarinos obligaban a la Unión Soviética a gastar sus escasos recursos en contrarrestarlos sin que eso aumentara la amenaza para Estados Unidos. La inversión en sistemas que dejaban obsoletos los sistemas soviéticos también obligaba a estos a gastar más, al igual que la publicidad selectiva de nuevas y espectaculares tecnologías.

La idea de Marshall y Roche rompió con la lógica presupuestaria de equilibrio de fuerzas de 1976. Era simple. Estados Unidos debía competir con la Unión Soviética aprovechando sus puntos fuertes y explotando los puntos débiles de los soviéticos. No había cuadros ni gráficos complejos, ni fórmulas impenetrables, ni palabrería atiborrada de siglas. Solo una idea y algunas indicaciones sobre cómo hacerlo: la terrible sencillez de descubrir el poder oculto en una situación.