Cinco grandes herejes - Javier Ruiz Martín - E-Book

Cinco grandes herejes E-Book

Javier Ruiz Martín

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El hereje fascina por su carga implícita de rebeldía. Nada a contracorriente de una religión establecida, reta a una fe, con su doctrina, su casta sacerdotal y su ortodoxia, pero lo hace sin renunciar a las creencias compartidas. Su impulso transformador ofrece resultados inciertos a lo largo de la Historia. Muchos herejes han terminado muertos, presos o desterrados. Otros, en cambio, son los padres fundadores de una nueva religión o los nuevos líderes del viejo credo reformado. Akenatón, marido de Nefertiti, quiso fundar la primera religión monoteísta al margen de los poderosos sacerdotes de Amón, en un intento de reformar el vasto imperio del Nilo. Arrio fue un líder del paleocristianismo cuando la doctrina aún estaba en discusión, en los años previos al concilio de Nicea. Negar la Trinidad le costó muy caro, pero estuvo cerca de triunfar. Dos herejes, casi contemporáneos, encarnan la rebeldía intelectual: el español Miguel Servet y el italiano Giordano Bruno. Servet quería una religión que regresara al cristianismo primitivo y se pusiera al servicio de las personas. Para huir de sus inquisidores se refugió en Ginebra, sin sospechar que Calvino era aún más intolerante. Bruno fue un gran pensador, y su heterodoxia le acabaría llevando a la hoguera. Por último, sin el peculiar método de transmitir los valores de la Iglesia anglicana de John Wesley, que lo llevó a fundar una nueva religión, no podríamos entender la historia de Estados Unidos. «La herejía, el desacuerdo y la crítica son los umbrales de la verdad». George Steiner

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CINCO GRANDES HEREJES

 

 

 

 

 

Colección

La quinta historia

2

 

Título:Cinco grandes herejes

© Javier Ruiz Martín, 2024

© De esta edición, Ladera Norte, 2024

© De las infografías y recuadros, ZAC diseño gráfico, 2024

Primera edición: abril de 2024

Diseño de cubierta y colección: ZAC diseño gráfico

© Imagen de cubierta y guardas, fresco «El Concilio de Nicea»

(Vlasios Tsotsonis, Monasterio del Gran Meteoro, Grecia)

Publicado por Ladera Norte, sello editorial de Estudio Zac, S.L. Calle Zenit, 13 · 28023, Madrid

Forma parte de la comunidad Ladera Norte:

www.laderanorte.es

Correspondencia por correo electrónico a: [email protected]

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones que marca la ley. Para fotocopiar o escanear fragmentos de esta obra, diríjase a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos), en el siguiente enlace: www.conlicencia.com

ISBN: 978-84-128501-2-3

ÍNDICE

Introducción

1. Akenatón, el faraón monoteísta

El antiguo Egipto a vista de pájaro

La fascinante dinastía XVIII

Algunas consideraciones sobre la religión en el antiguo Egipto

Retrato de familia sobre fondo azul

El hijo tardío se sienta en el trono

Reforma y ruptura

2. Arrio contra la Trinidad

Aquila, regina caelorum

«Acerca de esa cuestión sin provecho»

La clave está en Alejandría

La contundente reacción

3. Miguel Servet, atrapado por Calvino

Antes de la indecencia (1511-1530)

Comienza la vida errante

La búsqueda del sacrificio

4. Giordano Bruno, sol y fuego

El origen de un genio y la formación de su pensamiento

Algunas complejidades de un original modo de filosofar

Otra vez en casa

5. El peculiar método de John Wesley

La sombría Inglaterra del siglo XVIII

Empieza todo

La hora de la verdad

Apuntes sobre la teología «herética» de John Wesley

Las vicisitudes del hereje y su peculiar método

ÍNDICE DE INFOGRAFÍAS Y RECUADROS

1. Akenatón en el Egipto faraónico

2. El Concilio de Nicea de 325

3. La circulación menor de la sangre

4. Giordano Bruno en la plaza Campo de’ Fiori

5. La presencia actual del Método en el mundo

INTRODUCCIÓN

Las controversias religiosas siempre suscitan interés y han sido materia de estudio y apasionado debate entre eruditos y especialistas. Acaso el motivo principal estriba en la evidencia de que, a diferencia de la filosofía y las ciencias, los dogmas religiosos tienden a permanecer, debido a su naturaleza, inalterables a lo largo de la historia, y ejercen un influjo irresistible porque apelan a lo menos racional del ser humano.

Mientras que la religión se fundamenta en la creencia y sus raíces se nutren exclusivamente de voluntad y de fe, las ciencias y la filosofía se basan en las ideas, y éstas a su vez se alimentan con la razón y la crítica. Esta incompatibilidad esencial entre los pilares de la fe y los de la ciencia y la filosofía marca la insalvable frontera que los separa. Son como el agua y el aceite, que, si bien pueden aparecer juntos en un mismo recipiente, nunca serán indistinguibles.

Durante el Renacimiento, el hombre europeo dio un salto intelectual cualitativo y cuantitativo. La Ilustración reafirmó este imparable avance. El siglo XIX, con las puertas del positivismo y la ciencia empírica abiertas de par en par, le puso la rúbrica indiscutible al conocimiento. En el siglo actual, que nos atañe como especie más que nunca debido a toda clase de retos, y, por añadidura, también al cuestionamiento de las ideas y las creencias, se vislumbra la culminación tal vez definitiva de este largo viaje de la inteligencia que comenzó hace milenios, cuando hombres y mujeres interpretaban la realidad por medio de los mitos y las leyendas que forjaron sus antepasados y que se transmitían durante generaciones.

El reconocimiento y la aceptación de la religión de nuestros mayores es como el aprendizaje que también éstos nos regalan. Para sobrevivir se necesitan ambas cosas. La religión mantiene vivo el espíritu, y los bienes obtenidos con el sudor de la frente sustentan el cuerpo. En cuanto el individuo comienza a andar solo por los caminos de la vida, lleva en su equipaje estas dos verdades incontrovertibles que muchos Estados, tradicionalmente, han fomentado y protegido.

Sin embargo, ha habido momentos en la historia de las civilizaciones en que se han cuestionado las creencias religiosas, haciendo temblar los cimientos de la sociedad. En unos casos el resultado ha sido positivo porque la humanidad ha experimentado un gran avance; en otros, desastroso al provocar muerte y destrucción. Pero las más de las veces las consecuencias han sido inquietantes, si nos ceñimos a la repercusión espiritual; de ahí la incognoscible atracción que ejerce en el estudioso de las religiones comparadas el análisis de las diferentes herejías que han salpicado a las religiones desde que tenemos memoria.

Este breve ensayo sobre cinco grandes herejes de la historia aspira a ahondar en las vidas de esas personas que quisieron trazar su propia ruta, a contracorriente, para llegar a Dios. Cada uno de ellos pertenece a una época diferente, pero a momentos históricos que comparten la circunstancia de que los dogmas religiosos oficiales no se cuestionaban, solo se acataban.

El caso de Akenatón, faraón de la dinastía XVIII durante el Imperio Nuevo egipcio, es el más peculiar del quinteto porque él mismo era la encarnación real del poder. Pero, sobre todo, poque se le consideraba como el representante de la divinidad, y era adorado como un dios. Más allá de su enigmática personalidad no había otro ser superior más que un dios único, llamado Atón. Akenatón fue declarado hereje por quienes vinieron después que él, y su nombre, anatema. Veremos las razones de todo ello.

En cuanto a los otros cuatro heterodoxos, cada uno contradijo, a su manera, algún aspecto de la doctrina de su religión.

Arrio, personaje de gran carisma, planteó serios problemas a la Iglesia católica de su tiempo al cuestionar la divinidad de Cristo.

Miguel Servet era un hombre sabio, con una mente a la vez caótica y científica. Se peleó contra católicos y protestantes, ridiculizando a veces con ingenioso humor el dogma de la Trinidad, y bien caro que le costó.

Giordano Bruno era otra inteligencia prodigiosa y en especial sensible. Fue condenado por la Inquisición por numerosos motivos. Su desafío a la Iglesia católica y la objeción a las ideas «científicas» de la época que le tocó, en mala suerte, vivir lo llevaron a la hoguera.

John Wesley, sacerdote anglicano, pretendió reavivar la fe de la Iglesia de Inglaterra, a la que pertenecía. Ésta terminaría considerándole un hereje.

De la mano de estos cinco herejes conoceremos en profundidad las razones de la heterodoxia de cada uno de ellos, y sentiremos una insospechada solidaridad. Sus vidas transcurrieron en momentos históricos muy diferentes al nuestro, pero idénticos en lo esencial: la angustiosa búsqueda de la trascendencia, para mitigar la trágica soledad del individuo cuando se enfrenta al momento más decisivo de su vida, que es la muerte.

Borges escribió los versos que resumen esta soledad común a los seres humanos de todos los tiempos y justifican la aparición de la heterodoxia religiosa, que, a juicio de George Steiner, es el umbral de la verdad como también lo son el desacuerdo y la crítica.

Murieron otros, pero ello aconteció en el pasado, que es la estación (nadie lo ignora) más propicia a la muerte.

¿Es posible que yo, súbdito de Yaqub Almansur, muera como tuvieron que morir las rosas y Aristóteles?

Del «Diván de Almotásim el Magrebí» (siglo XII)

Akenatón, el faraón monoteísta

 

Las imágenes que se conservan del faraón egipcio Amenhotep IV, o Amenofis IV, también conocido como Akenatón, son paradigmáticas. Bajo los suaves rasgos de la cara del personaje se esconde el misterio de una personalidad subyugante y excepcional. ¿Quién no experimenta, cuando observa una escultura que representa a este hombre, una inexplicable agitación interior? Lo mismo sucede al contemplar los grabados donde el faraón aparece, junto a su hermosa y célebre esposa Nefertiti, jugando con sus hijas. Una escena de este tipo, aun siendo tan común hoy en día, sorprende al espectador contemporáneo. Pero también existe un bajorrelieve, ya clásico, que muestra a Akenatón bañado por los rayos del sol. La belleza y plasticidad de todas estas obras artísticas provocan admiración. Han llegado hasta nosotros gracias al descubrimiento, hace ya mucho tiempo, de una ciudad sepultada bajo las arenas del desierto, en la región de Tell el-Amarna. Su nombre es Aketatón, que significa «El horizonte de Atón», y la mandó erigir Amenofis IV, tras abandonar Tebas, la capital del Imperio Nuevo egipcio, como homenaje u ofrenda al dios Atón, el disco solar. Sin el hallazgo de esta ciudad enterrada, jamás habríamos conocido lo sucedido durante los convulsos años del reinado de este faraón. Quienes le sucedieron borraron todo vestigio suyo, dejando un vacío en la historia del antiguo Egipto que los egiptólogos intentan rellenar por medio del análisis de las obras de arte que han perdurado, pero sobre todo planteando frágiles hipótesis. Y es que Amenofis IV rompió, en apariencia, con toda la tradición religiosa anterior a él. Solo respetó a Atón como representación de una deidad única e indiscutible. Su afán monoteísta le generó un odio acérrimo entre la casta sacerdotal del dios Amón, dios celeste y de la creación, que durante mucho tiempo había ido acumulando privilegios y riquezas y arrebatando cada vez más poder a los faraones. Es indudable que los motivos de Akenatón eran profundamente espirituales, a la luz de su poco conocida biografía, pero no es menos cierto que además había sobradas razones de índole gubernamental: su herejía fue sobre todo un intento de control político contra la bicefalia del faraón con la casta sacerdotal de Amón. Quizá su modo de obrar se pueda resumir en una sola frase: Akenatón rompió los esquemas mentales de un pueblo milenario. Una religión que apenas había evolucionado se vio de pronto sometida a una revolución que la obligó a dar un giro radical. Esto implicó la pérdida de poder del clero, que se sintió humillado y desposeído, y tuvo sus consecuencias. ¿Fue, pues, Amenofis IV, un faraón revolucionario? Sí, en dos sentidos: inventó el monoteísmo antes de la aparición del Dios de los judíos en la historia, y a su vez les quitó el poder a quienes lo habían detentado a la sombra del trono de los faraones, pero también fuera de esta. Su afán personal en llegar a Dios, el único en el que él creía, supuso la ruptura con el orden social existente hasta el momento. En cuanto Amenofis IV desapareció, las turbulentas aguas que se habían desbordado durante unos pocos años volvieron a su cauce, como las del Nilo tras las crecidas anuales. Fue declarado hereje y borrado de la historia.

El antiguo Egipto a vista de pájaro

Los acontecimientos del antiguo Egipto ofrecen una paradoja: se conocen muchas cosas, pero existen enormes lagunas de desconocimiento donde los especialistas navegan las más de las veces a la deriva intentando rescatar los datos que ofrece el turbio cieno de la historia.

Con el tema que nos ocupa, que es la enigmática figura del faraón Amenofis IV, declarado hereje por quienes vinieron después de él e incluso por el clero de Amón durante su reinado, sucede exactamente lo mismo. Lo que se sabe de este faraón es poco más o menos lo que se ha sabido siempre. Si se quieren aportar nuevos y reveladores conocimientos que ahonden en el personaje, éstos, inevitablemente, serán fruto de la especulación, y no con poca frecuencia de la imaginación. Un ejemplo evidente es la reivindicación de Amenofis IV como un hermafrodita, a la luz de la iconografía, ciertamente turbadora, que le representa con unas características físicas peculiares. Incluso se da el caso de considerarlo un extraterrestre. Estas suposiciones tienen sus seguidores, pero también sus detractores. Al segundo grupo se suma la inmensa mayoría de los especialistas serios, que basan sus teorías y argumentos en las fuentes disponibles, en la arqueología y en estudios sosegados y racionales que tienen como método el análisis histórico de base científica.

Cuando se aspira a comprender a Amenofis IV en su vertiente más humana, aunque parezca tarea imposible, debe partirse de una idea muy simple: para conocer a la persona hay que encuadrarla en un contexto histórico, cultural y civilizatorio relativamente amplio. Es necesario estudiar el antes, el durante e incluso el después del personaje, pero siempre dentro de unos límites muy concretos para evitar correr el riesgo de distorsionar el resultado final o provisional, que no definitivo, pues de lo contrario terminaría diluyéndose en el océano de la ignorancia.

Con esta premisa investigadora, la exigencia inicial es establecer un cuadro general de la historia del antiguo Egipto previo a la dinastía XVIII. Esto nos permitirá dar el primero de los pasos que nos conduzcan al esclarecimiento de la herejía de Amenofis IV.

La historia del Egipto faraónico es tan larga como el río Nilo, a cuyas orillas surgió este milagro civilizatorio, y mucho más compleja incluso de lo que reflejan los estudios y conclusiones de los egiptólogos. Tres mil quinientos años dan para mucho. Nos podemos hacer una idea si los comparamos con el tiempo de vida de la civilización occidental, que aún sigue su atribulado camino un tanto maltrecha y llena de achaques.

Las divisiones admitidas por los especialistas hablan de un Periodo Predinástico en Egipto, y han fijado el año 3200 antes de Cristo para establecer la unificación de varios reinos tanto del Alto Egipto —situado en el sur—, como del Bajo Egipto —situado al norte, en el delta del Nilo—. Es probable que el rey Narmer, el unificador del norte y del sur, procediera de la ciudad llamada Hieracómpolis, que estaba en el Alto Egipto. La importancia de este rey es capital porque inaugura el Egipto faraónico y la primera dinastía. La unificación fue pues su gran obra, y solo por esto merece ser mencionado. Un dato importante de su reinado es la asimilación de su persona con el dios-halcón, llamado Horus, instituyendo así su filiación divina. Por lo demás, Narmer y los faraones de las dinastías I y II crearon una administración real centralizada, racionalizaron la explotación agrícola del valle del Nilo, ubicaron la capital de Egipto en Tinis, y prepararon el terreno para erigir una nueva ciudad en el delta del Nilo, llamada Menfis. El prodigio egipcio iniciaba su larga andadura.

Hacia el año 2800 antes de Cristo comenzó el Imperio Antiguo, que arrancó con la dinastía III y terminó con la VI. La capital se estableció en Menfis, y se levantaron en Gizeh las famosas pirámides de Keops, Kefrén y Mikerinos. En este tiempo, el faraón le dio preeminencia al dios solar llamado Ra, proclamándose hijo suyo, basándose en los preceptos del clero de la ciudad de Heliópolis y contando con la ayuda de los sacerdotes de Menfis. La extinción de este imperio sobrevino debido a una serie de revueltas sociales que sumieron a Egipto en la anarquía. El poder real se vio amenazado a su vez por el ascenso de una oligarquía de funcionarios provinciales y de la nobleza, que usurparon prerrogativas al faraón. La influencia extranjera dejó sentir su peso, especialmente con la llegada de beduinos que se establecieron en el delta del Nilo.

El denominado Primer Periodo Intermedio comenzó hacia el año 2300 antes de Cristo. Se abrió con la dinastía VII y se cerró con la X. Se caracterizó por la desorganización territorial. Egipto se dividió y se produjo una crisis de las creencias religiosas. Había dos capitales: al sur estaba la ciudad de Tebas, y al norte Heracleópolis. Pero unos príncipes tebanos tomaron las riendas y lograron restablecer la unidad, fundando, hacia el año 2160 antes de Cristo, la dinastía XI y el Imperio Medio, que terminaría con la dinastía XII. La capital se fijó entonces en Tebas. En esta época, la monarquía recuperó de nuevo todo su poder y se puso bajo la protección de un dios estatal llamado Amón-Ra, que era el resultado de un pacto entre el clero de Amón, divinidad local tebana, y Ra, el dios solar de Heliópolis. Las intenciones políticas de esta fusión eran evidentes. Fue este un periodo de gran prosperidad en todos los ámbitos, que se fue al traste con la llegada de pueblos nómadas, de origen indoeuropeo, que se derramaron como una catarata por todo Oriente Próximo. Los egipcios llamaron hicsos a los invasores que penetraron en su Imperio y lo dominaron durante doscientos años —del 1800 al 1600 antes de Cristo—, inaugurando así el Segundo Periodo Intermedio. Algunos egiptólogos han relacionado a los hicsos con las inolvidables tribus de Israel, ya que aquellos eran también de origen semita. Dichas especulaciones podrían tener su fundamento si nos atenemos a los acontecimientos —expulsión de los hicsos; acaso sometimiento a la esclavitud de los que se quedaron; esperanza de estos en escapar del yugo egipcio y hallar una tierra donde establecerse y vivir libres—, pero parece que la cronología del Éxodo no concuerda con esta época. El Segundo Periodo Intermedio abarcó las dinastías XIII, XIV, XV y XVI. Fue traumático para los egipcios, pues los hicsos se enseñorearon prácticamente de todo el Imperio, gobernándolo desde su capital, una fortaleza llamada Avaris. Sin embargo, quedó en Tebas una especie de resistencia egipcia contra la invasión semita. Estaba dirigida por los príncipes tebanos, que se afanaron en mantener viva una dinastía independiente y aislada de los hicsos, la dinastía XVII, que se encargaría de expulsarlos.

La fascinante dinastía XVIII

Las fuentes históricas, y, en consecuencia, los egiptólogos aciertan al afirmar que Amosis I fue el faraón que derrotó a los hicsos. Pero, para precisarlo, habría que decir que Amosis I los expulsó del delta del Nilo. Esto sucedió hacia el año 1552 antes de Cristo. Fue su hermano Kamosis —dinastía XVII— quien los había derrotado previamente, arrebatándoles el Egipto medio. Así pues, lo que hizo Amosis no fue sino rematar la faena.

Como ya sabemos, los hicsos eran un pueblo nómada semita que invadió Egipto al final del Imperio Medio. Inauguraron la etapa histórica llamada Segundo Periodo Intermedio, harto dura para los egipcios por verse sometidos al yugo de un pueblo extranjero.

Con el triunfo de Amosis I sobre los invasores comenzó el Imperio Nuevo egipcio, que abarcó tres dinastías, la XVIII, la XIX y la XX. La dinastía número XVIII (hacia 1570-1304 antes de Cristo) duró unos 260 años —si nos fiamos de Manetón, sacerdote e historiador egipcio que vivió en el siglo III antes de Cristo y escribió, en lengua griega, una historia de Egipto ordenada cronológicamente—, menos de lo que debería de haber durado a tenor de su poderío militar y económico, probablemente por causa de la crisis provocada precisamente por la herejía de Amenofis IV.

El Imperio Nuevo se considera el periodo de máximo esplendor de la civilización egipcia. Ofrece, tanto al especialista como al profano, unos atractivos difíciles de superar, si exceptuamos las famosas pirámides, mucho más antiguas. De las tres dinastías, la XVIII estaría destinada a ser la más importante de las treinta que se sucedieron en el antiguo Egipto. Para hacernos una idea, en cifras redondas, fueron 300 los faraones que se sentaron en el trono de Egipto a lo largo de 3500 años de historia, hasta el año 332 antes de Cristo, cuando Alejandro Magno conquistó estas tierras fascinantes. Los catorce o quince —no está claro cuántos fueron— faraones de la dinastía XVIII representan la culminación de la civilización del Nilo, y entre ellos está Amenofis IV, cuyos actos heréticos ensombrecieron, a ojos de su propio pueblo (a excepción de unos pocos seguidores que lo imitaron) la grandeza de su imperio. El faraón Amosis I inauguró esta dinastía, que se cerró con Hohremheb. Entre medias reinaron, según las fuentes más fiables, Amenofis I, Tutmosis I, Tutmosis II, Hatsepsut, Tutmosis III, Amenofis II, Tutmosis IV, Amenofis III, nuestro Amenofis IV o Akenatón, Neferneferuatón, Semenejkara, Tutankamón, y Ay.

Los malhadados hicsos, que no eran tan bárbaros como a veces se los ha pintado, pues fueron ellos los que dieron a conocer a los egipcios, entre otras cosas, el carro y el caballo, habían establecido —como ya sabemos— su capital en Avaris, una ciudad situada en la zona oriental del delta del Nilo. Amosis I pertenecía a la familia real de Tebas, que estaba mucho más al sur de Egipto. Una vez derrotados los hicsos éste instauró en esta ciudad la capital del imperio. A partir de entonces se abrió una época de prosperidad y riqueza como nunca antes se había visto. Se puede hablar de la edad de oro del imperio de los faraones. La vida intelectual y artística se activó, y la llegada de riquezas procedentes de otros lugares permitió la construcción de maravillosas residencias. Un ejemplo claro lo ofrece Karnak, que originariamente era un arrabal de Tebas, y que terminó convirtiéndose en una zona donde se experimentaba con la arquitectura y se erigían impresionantes construcciones.

Una de las principales características de esta dinastía fue la política de expansión territorial. El principal objetivo era la defensa del imperio. Pero los faraones supieron combinar con sabiduría la guerra con la diplomacia internacional. Por ejemplo, en la época de Tutmosis III (1480-1425 a. C.) se conquistó la zona de Oriente, desde el río Éufrates a Nubia, y la del sur hasta la quinta catarata del Nilo, necesitándose para ello nada menos que diecisiete campañas militares. Solo esto da una idea del despliegue de recursos imperiales. Este faraón es probablemente el más importante de todos los habidos durante los 3.500 años de la historia de la civilización egipcia.

Los datos que más nos interesan, y que vinculan estrechamente la futura actitud política y religiosa de Amenofis IV con su herejía, guardan relación con el hecho de que los vencedores de los odiados hicsos pusieron en marcha toda una serie de iniciativas y disposiciones que caracterizarían a la dinastía XVIII. Entre estas estaba la redistribución de la tierra en favor de la monarquía y de los militares. Para estos últimos ello no era sino el reconocimiento a su excelente labor de conquista exterior. Pero no perdamos de vista que quien más se benefició de estas generosas reparticiones y beneficios entre faraones fue, sobre todo, Amón, el dios local de Tebas. Amón dejó de ser un simple dios y se convirtió en una deidad ampliamente reconocida en todo el imperio. Con la dinastía XVIII, muchas ciudades de importancia se convirtieron en lugares dedicados al culto a Amón.

¿A qué se debía el afán de los faraones por reconocer, promover y beneficiar el culto a ese dios, antes uno más en el panteón superpoblado de las deidades? Como ocurriría muchos siglos después, ya en la era cristiana, cuando el emperador Constantino I el Grande ganó una batalla en la que dijo haber visto la cruz cristiana, que le ayudó a vencer, dando pie a la legalización del cristianismo en el Imperio romano, así le sucedió mucho antes al faraón Amosis I cuando derrotó a los hicsos: declaró que Amón, el dios local de Tebas, le había ayudado a alcanzar la victoria. Detrás de esta afirmación había probablemente una intención política. Amón servía así para reunificar y consolidar el imperio, aunar voluntades y fortalecer los vínculos entre el pueblo y su faraón, representante de Amón en la vida terrenal.

Las consecuencias fueron inmediatas y fructíferas. Amón se convirtió en el poseedor de una porción muy considerable de los recursos de Egipto. Con todo, los inmensos regalos de los faraones consistían fundamentalmente en donaciones de amplias extensiones de tierras de cultivo, ganados, pastos y siervos. Con el paso del tiempo, Amón llegó incluso a estar por delante del rey en cuanto a posesiones. Esto da una idea del inmenso poder que este dios llegó a acumular.

Si ya en dinastías anteriores el clero de Amón apuntaba hacia un futuro prometedor por estar muy bien organizado, desde los tiempos de Amosis I, con el comienzo del Imperio Nuevo y el arranque de la dinastía XVIII, se creó una estructura definitiva que competía con el poder del faraón.

La jerarquía amoniense la encabezaba un Sumo Sacerdote, al que asistía un alto clero dedicado a funciones especiales. Por debajo de éste existía un clero inferior subdividido en categorías y clases, además de varios grados de sacerdotisas femeninas.

El aumento del poder temporal del templo de Amón se hacía evidente a medida que atesoraba riquezas procedentes de los tributos que tan generosamente le donaban los faraones de esta dinastía: tierras, alimentos, materiales preciosos. Este descomunal patrimonio servía para mantener a las personas dependientes de la casta sacerdotal: intendentes, escribas, soldados, obreros agrícolas.

En tiempos de la reina Hatsepsut (hacia 1490 antes de Cristo) y de Tutmosis III (hacia 1469 antes de Cristo) el templo de Amón, que antes había dependido de la realeza, empezó a ser autónomo, y se quitó de encima la intromisión de los funcionarios reales. Un hecho singular de este tiempo es que el Sumo Sacerdote de Amón, que tradicionalmente era nombrado por el faraón y ante él tenía que responder, fue ganando una mayor influencia en la realeza, al ser el único que podía interpretar la voluntad del dios. Esto suponía que el faraón se plegaba ante las decisiones de Amón, y por consiguiente del Sumo Sacerdote. Se llegó a tal grado de dependencia que, en algunas ocasiones, el Sumo Sacerdote aglutinaba en su persona el poder religioso y el poder civil.

Amenofis III (hacia 1397 antes de Cristo) era muy consciente de que un antepasado suyo, Amenofis I (hacia 1550 antes de Cristo), había sido en buena medida responsable de esta particular relación entre la realeza y el clero amoniense. Este Amenofis I, y especialmente Amosis-Nefertari, su madre, habían influido mucho en la organización ritual y teológica del templo de Amón, pero sobre todo en la temporal, causando una preeminencia de este dios nunca vista en la historia de Egipto.

Se había tensado tanto la cuerda en tiempos de Amenofis III, que este faraón hizo algunos intentos de reducir el poder del templo de Amón. En el marco de las relaciones entre el poder civil y religioso, el templo del dios Amón se había convertido en un Estado dentro del Estado.

En consecuencia, cuando Amenofis IV, llamado Akenatón por decisión personal —un cambio de nombre sin precedentes en Egipto—, ocupó el trono de los faraones, convirtiéndose hacia 1352 antes de Cristo en el siguiente faraón de la dinastía XVIII, las tensiones acumuladas durante siglos entre el poder amoniense y los faraones de esta prodigiosa dinastía llegaron a su paroxismo. Amenofis IV quiso acabar con Amón, pero la estrategia le salió mal.

El paso de Amenofis IV por el poder faraónico fue borrascoso, hasta el extremo de llegar a la herejía, a ojos del poderoso clero amoniense, pero también del propio pueblo egipcio. Es indudable que el faraón, sin saberlo siquiera, puso a prueba su propia civilización, haciendo peligrar la supervivencia del imperio y abocándolo quizá a su ocaso. Su revolución religiosa, cuyas razones profundas han de ser interpretadas con cautela, duró lo que duró él. Quienes le sucedieron borraron literalmente de la historia toda huella de lo que se consideró su herejía.

Algunas consideraciones sobre la religión en el antiguo Egipto

Mircea Eliade y Ioan P. Couliano, expertos en historia de las religiones, aciertan al hacer hincapié en el extremado conservadurismo de la religión egipcia, y en el profundo rechazo que los egipcios tenían en aceptar cualquier cambio en su sistema, que estaba basado en una serie de modelos arquetípicos de héroes y dioses. Esta realidad nos dará una idea de la dimensión de la ofensa que supondría la imposición, por parte de Amenofis IV, de un dios único, llamado Atón, que, si bien por todos era conocido, no gozaba de la popularidad de otros dioses, en especial el dios Amón o Amón-Ra.

Otra característica cardinal de este sistema religioso era el localismo. Los habitantes de Egipto honraban en primer lugar al dios de su pueblo o de su pequeña aldea, y en segundo lugar a la divinidad de la capital de su provincia o nomo. Esto explica la existencia de tantas divinidades en el panteón egipcio, que llegó a tener cerca de dos mil dioses distintos.

Desde la perspectiva del siglo XXI no es fácil comprender la mentalidad religiosa de un pueblo que se pierde en la noche de los tiempos, y que revestía unas peculiaridades psicológicas muy diferentes a las que tenemos en el racionalista mundo occidental.

A pesar de la popularidad que siempre han tenido la cultura egipcia y sus manifestaciones religiosas, sobre todo a raíz de los espectaculares descubrimientos arqueológicos, como es el caso del sarcófago de Tutankamón, ninguna persona, salvo los eruditos especialistas en egiptología y expertos en religiones comparadas, es capaz de desentrañar el misterio de la religión del antiguo Egipto, ni su verdadero sentido. Los intentos de simplificación son tentadores, en un afán de hacer fácil lo complejo, y no carecen de justificación, pues aun siendo criticables no dejan de ser necesarios.

Para poder atisbar en qué consistía originalmente el sistema religioso egipcio, es preciso partir de la idea central: en Egipto, como en todos los pueblos de la antigüedad, se divinizaban las fuerzas de la naturaleza y los elementos del universo creado, que podían ser animados o no. Las provincias o nomos egipcios tenían sus propios símbolos de las divinidades, representadas por plantas, objetos y animales. A través de estos símbolos se rendía homenaje a las fuerzas naturales, y el fin principal era aplacar su ira para evitar desastres o cualquier tipo de mal que de ellos pudiera surgir. Un par de ejemplos muy populares son Horus, el dios Halcón, que se asimila a menudo al cielo o al sol; o Anubis, el chacal, que solía merodear por las necrópolis, y que con el tiempo se asimiló al embalsamador de los dioses. Había muchas más divinidades, y cada una de ellas era adorada en una ciudad o pueblo. En algunos casos una misma divinidad era venerada en varias ciudades.

Hubo dos fuerzas naturales que tuvieron una gran popularidad y fueron especialmente adoradas: el sol y el río Nilo. Estaban representados por el dios Ra y por el dios Osiris.

La aparición de los dioses de Estado fue inevitable, como lógica evolución a partir de los acontecimientos políticos a lo largo de los tiempos históricos de Egipto. Si Ra era el dios oficial de la ciudad de Heliópolis, Amón, como ya hemos visto, lo era de Tebas. La fusión de ambos dioses dio lugar a Amón-Ra. Este dios se convertiría en la divinidad oficial de Egipto durante todo el Imperio Nuevo.

Ya adelantamos en la introducción que Amón era una divinidad celeste y de la creación. A partir de la dinastía XI adquirió importancia en Tebas, y alcanzó el estatus de patrono oficial de esta ciudad. Mucho tiempo después, gracias al faraón Amosis I, el vencedor de los hicsos y fundador de la dinastía XVIII, Amón se transformó en el dios por excelencia de los egipcios, y su numeroso clero en el mediador entre este dios y los hombres. Este sistema ya suponía un henoteísmo, es decir una fase previa al monoteísmo, consistente en la preeminencia de una divinidad sobre las otras, que permanecían, si no anuladas, sí en un plano muy inferior. Amón se enseñoreó de los otros dioses y de los hombres, e incluso llegó a ser venerado más allá de las fronteras de Egipto. Su influjo fue inmenso.

Sin embargo, la cosmogonía egipcia más antigua establecía que Atón era el espíritu del mundo y la fuerza generadora de todo. En el principio, Atón se hallaba diluido en el caos. Al tomar conciencia de sí, Atón creó al sol, y unido a él formaron un solo ser, una unidad indivisible: Atón-Ra. Más tarde, éste organizó el universo, separando los diferentes elementos: el aire y la humedad, de la que surgieron la Tierra y el cielo, que a su vez generaron a Osiris y a Seth, a Isis y a Neftis. Osiris, considerado el rey justo de la Tierra, fue asesinado por su hermano Seth. Isis logró quedarse embarazada del muerto Osiris, y dio a luz a Horus, quien vengaría a Osiris.

Un hecho clave es la identificación, desde el inicio de la historia egipcia, del faraón con Horus (representado por el Halcón), el vengador de su padre Osiris. El Estado egipcio era una teocracia estructurada en torno a un rey divinizado. El faraón tenía un poco de cada dios, pero era también un dios encarnado al que se rendía culto cuando moría.

Tradicionalmente, cada templo de las grandes ciudades, como centro del poder, establecía su propia cosmogonía, en cuya cúspide de la jerarquía estaba el dios local. Esto quiere decir que había tantas cosmogonías como ciudades importantes. Cuando Amenofis IV se sentó en el trono de Tebas, hacia el año 1352 antes de Cristo, recuperó, reinterpretó e impuso a su manera la cosmogonía egipcia más antigua, otorgándole a Atón, como dios generador de todas las cosas, la preeminencia señera que le correspondía, y anulando a los otros dioses. ¿Fue una clara manifestación de monoteísmo? Lo veremos más adelante. Pero lo cierto es que la multiplicidad de cosmogonías, más la superficialidad espiritual que llevaba aparejada la existencia de un panteón con tantas divinidades, unido sobre todo a los intereses del templo del dios Amón, deidad suprema durante el Imperio Nuevo, impidieron que Amenofis IV pudiera llevar a cabo la reforma que tenía en mente, y evitaron que perdurara en el tiempo.

El poderosísimo templo de Amón en Tebas disponía de toda una legión de servidores, varios miles de personas. Había más de ciento veinticinco funciones relacionadas con la práctica religiosa. Solo esto da una idea de la capacidad económica y de organización de este templo.

Con carácter general, los ídolos, en los cuales se suponía moraba el dios, tenían como misión principal pronunciar directamente los oráculos. Estas estatuas también eran sacadas en procesión por los sacerdotes, que las llevaban en barcas, algunas de ellas enormes y muy pesadas, dependiendo del grado de importancia del dios. Las gentes se solían sumar al transporte de la estatua, porque consideraban un honor haber contribuido a ello.