Creedme - T. Christian Miller - E-Book

Creedme E-Book

T. Christian Miller

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Beschreibung

Una investigación sobre varios casos de violación en Estados Unidos que muestra los mecanismos que pone el descrédito sobre las víctimas.

Marie es una adolescente que se ha criado en casas de acogida. Nada más alcanzar la independencia, denuncia haber sufrido una violación. Pero nadie la cree. Dos años más tarde, unas investigadoras trabajan para resolver unos casos de violación ocurridos a miles de kilómetros, pero que siguen el mismo patrón que la de Marie. Los autores de Creedme reconstruyen la persecución del culpable, al mismo tiempo que desenmascaran los mecanismos detrás de la escasa credibilidad que históricamente se ha concedido a las mujeres que sufren una violación.
Por la sensibilidad con la que cuentan historias reales (cómo afecta el trauma a las víctimas, cómo viven su desamparo…) y por la claridad con la que exponen otros episodios históricos (hasta dónde se remontan los sesgos policiales y judiciales en estas investigaciones), T. Christian Miller y Ken Armstrong ganaron el premio Pulitzer en la categoría de Reportaje Explicativo en 2016.

Descubre el reportaje explicativo y histórico sobre las violaciones de mujeres que ha ganado el premio Pulitzer en 2016 y que ha inspirado la miniserie Netflix Unbelievable !

FRAGMENTO

«Entonces, ¿qué?», preguntó uno.
«¿Te violaron?».
Había pasado una semana desde que Marie, una joven de dieciocho años con ojos castaños, pelo ondulado y aparato, denunciase que un desconocido la había violado después de irrumpir en su apartamento con un cuchillo, vendarle los ojos, atarla y amordazarla. A lo largo de esa semana, Marie le había contado la historia a la policía al menos cinco veces. Les dijo que había sido un hombre blanco y delgado, de metro setenta como poco. Vaqueros azules. Sudadera con capucha gris, quizá blanca. Puede que ojos azules. Sin embargo, su recuento de los hechos no siempre coincidía, y algunas personas del círculo de Marie plantearon sus dudas a la policía. Cuando los agentes expusieron a Marie esas dudas, la joven primero titubeó y luego acabó por ceder, diciendo que se lo había inventado todo porque su madre de acogida no le respondía al teléfono, porque su novio y ella ya solo eran amigos, porque no estaba acostumbrada a la soledad.
Porque quería atención.
Marie había hecho un resumen de su vida a los agentes. Les describió cómo era crecer con una veintena de familias de acogida distintas. Les dijo que la habían violado cuando tenía siete años. Les explicó que había tenido miedo al verse sola por primera vez. La historia del intruso que la violó se había «convertido en algo mucho más gordo de lo que pensaba».

SOBRE EL AUTOR

En 2015, T. Christian Miller, entonces periodista de ProPublica, trabajaba en una serie de artículos sobre los errores policiales en las investigaciones de violación. En esa misma época, investigaba, para The Marshall Project, un caso de violación ocurrido en el estado de Washington. En un momento dado, ambos periodistas supieron que perseguían las mismas pistas y que se encontraban detrás de las mismas fuentes. En vez de competir por la historia, Miller y Armstrong unieron sus fuerzas para brindarnos Creedme, un brillante y sensible trabajo periodístico. En la actualidad, ambos trabajan para ProPublica. T. Christian Miller ha cubierto cuatro conflictos armados y ha documentado violaciones de derechos humanos y leyes medioambientales cometidas por multinacionales que operan en países extranjeros. Por su parte, Ken Armstrong ya había ganado el Pulitzer en la categoría de Periodismo de Investigación en 2012 al destapar un escándalo sanitario en el estado de Washington.

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T. Christian Miller y Ken Armstrong

CREEDME

Traducción de Miguel Ros González

título original: A False Report

primera edición: mayo de 2019

© Del texto: T. Christian Miller y Ken Armstrong, 2018

© De la traducción: Miguel Ros González, 2019

© Del prólogo: Patricia Simón, 2019

© De la presente edición: Libros del K.O., S.L.L., 2019

Calle Infanta Mercedes, 92, despacho 511

28020 - Madrid

Traducción publicada con el permiso de Crown, una marca de Crown Publishing Group, una división de Penguin Random House L.L.C.

isbn: 978-84-17678-17-3

código ibic: DNJ, BTC

ilustración de portada: Adara Sánchez Anguiano

maquetación y artes finales: María OʼShea

corrección: María Campos Galindo

A mi padre, Donald H. Miller,

cuya fuerza, entrega y sentido de la responsabilidad han sido

fuente de inspiración toda mi vida.

Espero seguir disfrutando de tu luz muchos años, papá.

T. Christian Miller

A mi madre, Judy Armstrong,

famosa por compatibilizar tres clubes de lectura y

seguir prefiriendo la tapa dura. «Me encanta pasar las páginas»,

dice; palabras que me llenan el corazón de alegría.

Ken Armstrong

Prólogo, por Patricia Simón

Si no todas, casi todas las mujeres nos hemos planteado cómo reaccionaríamos en caso de violación. Si es mejor defenderse con uñas y dientes, o si deberíamos huir por todos los medios. O, quizá, permanecer en estado inerte para que todo pase cuanto antes. Es un diálogo interno que comienza pronto, normalmente en la adolescencia, cuando empezamos a salir solas al mundo. Y, sobre todo, de noche; ese espacio físico —más que temporal— donde las calles nos gritan que no son nuestras, incluso en tiempos de paz.

El pensamiento desaparecerá al cruzar el portal, pero el monólogo regresa implacable cuando hay noticias de una violación o de un feminicidio, cuando viajamos solas por países inseguros o cuando escuchamos unos pasos a nuestra espalda sin testigos en el horizonte.

Nuestra sociedad apenas ha prestado atención a este soliloquio, pese a que tantas mujeres lo compartamos. Como respuesta, nos llega que las mujeres violadas buscan atención por falta de autoestima o algún trauma arrastrado; que solo pretenden tapar el arrepentimiento tras una noche salvaje; que persiguen destruir la vida a un hombre; que quizá todo sea una mala pasada de la memoria, las drogas o el alcohol… Como si no hubiese motivos para sentirnos así.

Creedme es una buena noticia porque, en su reconstrucción de los hechos, une los puntos entre tantos soliloquios. Nos muestra que, detrás de nuestros pensamientos, hay lógicas culturales, históricas y sociales muy concretas.

Es una buena noticia porque, frente al relato tradicional de las mujeres violadas como guardianas de su vergüenza, encerradas en silencio, velando su desgracia, demuestra que la mayoría de las mujeres no quieren ni pueden dejarse caer en el boquete del miedo, la desconfianza, la culpabilidad y la tristeza.

Es una buena noticia porque nos enseña que si una víctima se tambalea —cosa comprensible si atendemos a las miradas escépticas, a los contrainterrogatorios, a las extenuantes pruebas físicas, a la falta de formación de quienes atienden—, existe una red de personas (casi siempre mujeres) dispuesta a partirse la cara por ella y no rendirse.

Es un libro útil porque nos explica qué les sucede a las víctimas durante y después de una violación. Muchas mujeres sufren disociación y amnesia, una estrategia de autodefensa de la mente para protegerse de lo que está viviendo. Un estudio del Instituto Karolinska de Suecia demostró que el 70% de las víctimas de violación había sufrido algún tipo de parálisis. De ahí, por ejemplo, que los recuerdos a veces no sean nítidos. O que incluso se contradigan.

También es un libro bienvenido porque nos enseña que la amplitud de miras en el trabajo sanitario, policial o judicial no solo ayuda a resolver casos, sino también a reinstaurar en las personas la sensación de justicia. Que pese al lastre histórico que arrastramos, seguimos avanzando en la conquista y el ejercicio de derechos.

Y esta crónica larga es también una buena noticia para un ámbito tan famélico de ellas como es el periodismo. Creedme bien podría presentarse ante un hipotético tribunal sobre el estado del periodismo como evidencia de lo necesario que sigue siendo este arrugado, maltratado, charlatán e insustituible oficio. Ninguno de los gobiernos de las últimas décadas en los Estados Unidos podría defender su gestión protegiendo a las víctimas de violación ante las evidencias recogidas por los dos autores de este libro.

T. Christian Miller y Ken Armstrong, pese a trabajar en distintos proyectos cuando se enteraron de que perseguían la misma historia, indagaron conjuntamente y no compitieron por el acceso a las fuentes. Es un buen ejercicio de generosidad profesional.

Pero, sobre todo, Creedme es importante porque llega poco después de uno de los mayores traumas sufridos por las mujeres españolas en nuestra historia reciente: el caso de La Manada. En 2018, la Audiencia de Navarra resolvió que la condena a cinco hombres que asaltaron a una joven durante los Sanfermines de 2016 sería por abuso sexual y no por violación, ya que no contemplaron violencia o intimidación en el suceso.

En 2018, en España se denunciaron 1702 agresiones sexuales con penetración. Y una de cada cinco mujeres sufrirá al menos una violación a lo largo de su vida, según el Centro Nacional de Documentación sobre la Violencia Sexual. Amnistía Internacional, en su informe «Ya es hora de que me creas. Un sistema que cuestiona y desprotege a las víctimas» —lo más parecido que hay en nuestro país al libro que tienen entre manos—, explica que estas cifras son solo la punta del iceberg. La inmensa mayoría de los casos no se denuncian porque faltan garantías y confianza. Las investigadoras de Amnistía Internacional también averiguaron que, de haber sabido por todo lo que tendrían que pasar tras presentar la denuncia, muchas supervivientes de violaciones no habrían dado el paso. En España. En 2018.

He mencionado varias razones por las que este libro es una buena noticia, pero también tengo una mala noticia con respecto a él. El tipo de violación que investiga —cometida por un violador en serie, con premeditación, alevosía y ajeno a la víctima—, no es en absoluto la más habitual. Como tampoco lo es la cometida por La Manada.

La mayoría de las agresiones sexuales no se denuncian, entre otras razones, porque a menudo las cometen personas del entorno de la víctima. Normalmente, familiares: el marido, el novio, el padre, un tío, un hermano… Por lo menos, suman la mitad y acontecen cuando las víctimas son aún niñas o adolescentes, según las denuncias recogidas por un informe del Ministerio de Interior en 2018.

La situación es aún más desfavorable en otros países del mundo, donde ser agredida sexualmente puede suponer castigos físicos y hasta la expulsión de la comunidad. O en contextos de guerra, donde la violación se emplea para humillar al enemigo, como si el cuerpo de las mujeres solo fuese otro territorio que conquistar. O en las migraciones, donde muchas mujeres asumen que la violación será parte del peaje.

Las denuncias por violación no acontecen porque las mujeres busquen atención por falta de autoestima o algún trauma arrastrado, porque pretendan tapar el arrepentimiento tras una noche salvaje, porque persigan destruir la vida a un hombre o por una mala pasada de la memoria, las drogas o el alcohol. La violación es una de las manifestaciones más sádicas del patriarcado; una invasión de lo único que nos pertenece realmente: nuestro cuerpo. Y violan en nombre del odio y hasta violan en nombre del amor.

Nos preguntábamos en silencio cómo reaccionaríamos en caso de violación. Luego llegó la sentencia de La Manada, salimos a las calles y nos sentimos fuertes, resistentes; acompañadas por mujeres de todas las edades y procedencias. Decenas de miles de mujeres, a sabiendas de que la propia violación ya es un acto de violencia, sumamos nuestros soliloquios hasta convertirlos en un grito: «Yo sí te creo», «Yo sí te creo». A ellas ya no tendríamos que suplicarles «Creedme».

1. EL PUENTE

Lunes, 18 de agosto de 2008

Lynnwood, Washington

Marie abandonó la sala de interrogatorios y bajó las escaleras de la comisaría acompañada de un oficial y un subinspector. Ya no estaba llorando. Los agentes la dejaron en manos de las dos personas que la esperaban, coordinadores de un programa de apoyo para jóvenes que, como Marie, habían alcanzado la mayoría de edad y ya no pertenecían a la red de familias de acogida.

«Entonces, ¿qué?», preguntó uno.

«¿Te violaron?».

Había pasado una semana desde que Marie, una joven de dieciocho años con ojos castaños, pelo ondulado y aparato, denunciase que un desconocido la había violado después de irrumpir en su apartamento con un cuchillo, vendarle los ojos, atarla y amordazarla. A lo largo de esa semana, Marie le había contado la historia a la policía al menos cinco veces. Les dijo que había sido un hombre blanco y delgado, de metro setenta como poco. Vaqueros azules. Sudadera con capucha gris, quizá blanca. Puede que ojos azules. Sin embargo, su recuento de los hechos no siempre coincidía, y algunas personas del círculo de Marie plantearon sus dudas a la policía. Cuando los agentes expusieron a Marie esas dudas, la joven primero titubeó y luego acabó por ceder, diciendo que se lo había inventado todo porque su madre de acogida no le respondía al teléfono, porque su novio y ella ya solo eran amigos, porque no estaba acostumbrada a la soledad.

Porque quería atención.

Marie había hecho un resumen de su vida a los agentes. Les describió cómo era crecer con una veintena de familias de acogida distintas. Les dijo que la habían violado cuando tenía siete años. Les explicó que había tenido miedo al verse sola por primera vez. La historia del intruso que la violó se había «convertido en algo mucho más gordo de lo que pensaba».

Ese día agotó cualquier atisbo de paciencia que pudiese quedar a los agentes: había vuelto a la comisaría para retractarse, para decir que la primera vez no había mentido, que la habían violado de verdad. Sin embargo, cuando la presionaron en la sala de interrogatorios, volvió a admitir que su historia era mentira.

«No —les dijo Marie a los coordinadores, a los pies de las escaleras—. No, no me violaron».

La pareja, Jana y Wayne, trabajaba en Project Ladder, una organización sin ánimo de lucro que ayudaba a los jóvenes que vivían con familias de acogida en su transición hacia la independencia. En Project Ladder enseñaban a los adolescentes —al cumplir los dieciocho años, en la mayoría de los casos— las competencias básicas de la vida adulta, desde hacer la compra a usar una tarjeta de crédito. El principal apoyo que ofrecía la organización era financiero: Project Ladder subvencionaba el alquiler de apartamentos individuales para que los jóvenes se asentasen en el exigente mercado del alquiler de las afueras de Seattle. Wayne era el supervisor del caso de Marie, y Jana la coordinadora de la organización.

«Entonces, si no te violaron, tienes que hacer una cosa», le explicaron.

A Marie le aterraba pensar en lo que tenía por delante. Lo había visto reflejado en sus caras cuando respondió a la pregunta. No pareció extrañarles; no los pilló por sorpresa; no era la primera vez que dudaban de ella, como los demás. Le ocurría de cuando en cuando: la gente pensaba que Marie tenía un trastorno mental. También ella se preguntaba si le pasaría algo en la cabeza, si tendría algo roto que había que arreglar. Marie cayó en la cuenta de lo vulnerable que se había vuelto: le preocupaba perder lo poco que le quedaba. Una semana antes tenía amigos, su primer trabajo, su primera casa propia, la libertad para ir y venir a su aire, la sensación de que la vida se desplegaba ante ella. Pero aquel trabajo y aquel optimismo se habían esfumado. Su casa y su libertad corrían riesgo. Y, en cuanto a los amigos a los que recurrir, solo le quedaba una.

En efecto, su historia se había convertido en algo gordo. Esa semana las televisiones se habían hecho eco de la noticia. «Una mujer del oeste de Washington ha confesado que su denuncia era una patraña», dijeron en el telediario1. En Seattle, los canales locales de la ABC, la NBC y la CBS habían cubierto la noticia. KING 5, filial de la NBC, había mostrado imágenes del edificio de Marie —después de hacer una panorámica de las escaleras, se centraron en una ventana abierta—, y Jean Enersen, la presentadora más popular de Seattle, dijo a los espectadores: «Ahora, la Policía de Lynnwood sostiene que la mujer que decía haber sufrido una agresión sexual se inventó la historia […] Los agentes no saben por qué lo hizo, pero podría enfrentarse a una acusación por denuncia falsa»2.

Los periodistas se apiñaban delante de su edificio, intentando que explicase ante las cámaras por qué había mentido. Tenía que salir a hurtadillas, tapándose la cabeza con una capucha.

Su historia se abrió paso hasta los rincones más recónditos de internet. False Rape Society, un blog que recogía acusaciones falsas, publicó dos entradas sobre el caso Lynnwood: «Nuevo caso en la aparentemente interminable catarata de denuncias falsas de violación. Y, una vez más, la acusadora es joven: una adolescente […] Para subrayar la gravedad de este tipo concreto de mentira, las condenas por denuncia falsa de violación tendrían que ser más duras. Mucho más duras. Es la única forma de disuadir a las mentirosas»3. El londinense creador del blog, que recopila una «cronología internacional de acusaciones falsas de violación» que se remonta a 1674, recoge el caso Lynnwood como entrada número 1188, después del de una adolescente de Georgia que «mantuvo una relación sexual consentida con otro estudiante y luego señaló con dedo acusador a un hombre imaginario que conducía un Chevrolet verde», y el de otra adolescente inglesa que, «al parecer, ¡revocó su consentimiento después de enviar un mensaje al chico diciéndole que le había encantado!»4. «Como puede comprobarse al consultar esta base de datos —escribe el autor del blog—, algunas mujeres denuncian su violación en menos que canta un gallo; o, mejor dicho, después de bajarse las bragas en menos que canta un gallo y luego arrepentirse»5.

La historia de Marie trascendió las fronteras de Washington y se convirtió en otra muesca en el sempiterno debate sobre credibilidad y violación.

En las noticias no habían dado su nombre, pero la gente de su entorno lo sabía. Una amiga del instituto la llamó y le preguntó: «¿Cómo se te ocurre mentir sobre un tema tan serio?». Era la misma pregunta que querían hacerle los periodistas; la que le hacían a Marie allá adonde fuese. No respondió a su compañera; se limitó a escucharla y luego colgó: adiós a otra amistad. Marie le había dejado su portátil, un viejo IBM negro, a otra amiga, que ahora se negaba a devolvérselo. Cuando Marie insistió, ella le dijo: «Si tú puedes mentir, yo puedo robar». Esa misma amiga —o examiga, mejor dicho— llamaba a Marie para amenazarla, para decirle que ojalá se muriese. La gente la culpaba de que nadie creyese a las auténticas víctimas de violaciones. Le decían que era una puta, una zorra6.

Los encargados de Project Ladder le explicaron a Marie lo que tenía que hacer. Le dijeron que, si se negaba, la expulsarían del programa de apoyo. Perdería su piso subvencionado. Se quedaría sin casa.

Acompañaron a Marie hasta su edificio y reunieron a los demás adolescentes de Project Ladder, a los compañeros de Marie, jóvenes de su edad con quienes compartía la historia de una vida bajo la tutela del Estado. Eran una decena; chicas, en su mayoría. Quedaron en la recepción, junto a la piscina, y se sentaron en círculo. Marie se quedó de pie. Y les dijo —a todos, incluida la vecina de arriba que una semana antes había llamado al 911 para denunciar la violación— que era mentira, que no se preocupasen: no había un violador suelto por ahí, no había por qué andarse con ojo; la policía no tenía que buscar a un violador.

Confesó entre lágrimas, y el silencio incómodo que la envolvía magnificaba el sonido. Marie sintió que la única persona en toda la recepción que la compadecía estaba sentada a su derecha. En la mirada de los demás leía una pregunta («¿A santo de qué?»), con su correspondiente juicio: «Vaya una cochinada».

En las semanas y meses siguientes, la retractación de Marie trajo más consecuencias, pero aquel fue el peor momento para ella.

Solo le quedaba una amiga, así que, después de la reunión, Marie se dirigió a casa de Ashley. No tenía carné de conducir —solo una licencia de aprendizaje—, por lo que fue andando. De camino, llegó a uno de los puentes que cruzan la Interestatal 5, la autopista con más tráfico del estado, que lo atraviesa de norte a sur y por la que transita un torrente incesante de Subarus y tráileres.

Marie pensó que tenía muchísimas ganas de saltar.

Cogió el teléfono, llamó a Ashley y le dijo: «Por favor, ven por mí antes de que haga una gilipollez».

Y lanzó el teléfono al vacío.

1Northwest Cable News, 16 de agosto de 2008, telediarios de las 10:30 y las 16:30.

2KING 5 News, 15 de agosto de 2008, telediario de las 18:30.

3«Another Motiveless False Rape Claim Exposed», Community of the Wrongly Accused, 21 de agosto de 2008, falserapesociety.blogspot.com/2008/08/another-motiveless-false-rape-claim.html.

4Baron, Alexander: «An International Timeline of False Rape Allegations 1674-2015: Compiled and Annotated», consultado el 5 de febrero de 2017, infotextmanuscripts.org/falserape/a-false-rape-timeline.html.

5Baron, Alexander: «An International Timeline of False Rape Allegations 1674-2015: Compiled and Annotated», consultado el 5 de febrero de 2017, infotextmanuscripts.org/falserape/a-false-rape-timeline-intro.html.

6«Anatomy of Doubt», This American Life, episodio 581, 26 de febrero de 2016.

2. CAZADORES

5 de enero de 2011

Golden, Colorado

Pasada la una de la tarde del miércoles 5 de enero de 2011, la oficial Stacy Galbraith aparcó junto a una larga hilera de bloques de apartamentos anónimos en la ladera de una suave colina. La nieve sucia y semiderretida cubría algunas zonas, y los árboles grises, desnudos en invierno, se recortaban contra las paredes naranjas y verde oliva del edificio de tres pisos. Hacía viento y un frío que pelaba. Galbraith había ido a investigar una denuncia de violación.

Un enjambre de uniformes se movía junto a un apartamento de la planta baja. Los policías llamaban a la puerta de los vecinos; los técnicos de la Científica sacaban fotos; los sanitarios llegaron en la ambulancia. Galbraith estaba en el centro de aquella escena caótica, mujer en una vorágine eminentemente masculina. Tenía la cara fina y el pelo liso y rubio, por debajo de los hombros. Su complexión, esbelta y fibrosa, recordaba a un corredor de fondo. Los ojos eran azules.

Se acercó a uno de los policías, que con un ademán le señaló a una mujer de abrigo largo y marrón, inmóvil frente al apartamento, bajo la luz tenue del sol de invierno. En la mano llevaba una bolsa con sus efectos personales. Galbraith calculó que tendría veintipico años y rondaría el metro setenta. Era delgada y morena. Parecía tranquila, serena.

La víctima.

Tras acercarse, Galbraith se presentó. «¿Quieres que hablemos en mi coche?», le dijo. Allí estarían más calientes; era más seguro. Ella accedió. Ocuparon los asientos delanteros y Galbraith puso la calefacción al máximo.

La mujer se llamaba Amber y era estudiante de posgrado en una universidad de la zona. Estaban en pleno parón navideño y su compañera había vuelto a casa por las vacaciones. Ella se había quedado en el apartamento, disfrutando de su tiempo libre, acostándose a las tantas y durmiendo todo el santo día. Su novio, que no vivía en la ciudad, había pasado unos días con ella, pero esa noche había dormido sola. Después de preparar la cena, se acurrucó en la cama para pegarse un maratón de Mujeres desesperadas y The Big Bang Theory. Cuando se durmió, ya era tan tarde que oía a gente en el edificio preparándose para trabajar.

Se acababa de dormir cuando algo la despertó de golpe. En la penumbra matutina vio una silueta acercándose. Sus sentidos empezaron a asimilar lo que estaba pasando: había un hombre en su habitación. Tenía la cara tapada con una máscara negra, llevaba una sudadera gris y pantalones de chándal. Sus zapatos eran negros. Empuñaba una pistola, apuntándole.

—No grites. No pidas ayuda o te pego un tiro —le dijo.

La atravesó un torrente de adrenalina. Sus ojos se clavaron en la pistola. Recordaba que era plateada y brillante, con marcas negras.

—No me hagas daño. No me pegues —le suplicó.

Le ofreció el dinero que tenía en el apartamento.

—Vete a la mierda —le respondió.

El hombre la aterrorizaba. Iba a hacerle daño. Estaba dispuesto a matarla. Así que tomó una decisión: no se resistiría. Decidió soportarlo. Haría todo lo que le pidiese.

El tipo dejó en el suelo su mochila verde y negra. Dentro llevaba todo lo que necesitaba, guardado en bolsas herméticas transparentes, etiquetadas con letras mayúsculas: mordaza, condones, vibrador, basura.

Le ordenó que se quitase el pijama polar, y Amber lo observó mientras le ponía unas medias blancas que había sacado de la mochila. Le preguntó si tenía tacones, y cuando le respondió que no, el hombre sacó unos tacones de plástico transparente de la mochila. Los zapatos llevaban unas cintas rosas, que le ciñó a la parte baja de la pierna. Volvió a hurgar en su mochila y, tras sacar unas gomas para el pelo rosas, le hizo dos coletas. ¿Dónde tenía el maquillaje? Amber sacó su estuche del tocador. Sus instrucciones fueron claras: primero, sombra de ojos; luego, pintalabios. Le dijo que los labios los quería más rosas. Por último, le ordenó que se tumbara en el colchón. El hombre sacó una cinta de seda negra de la mochila. «Las manos a la espalda», le dijo, y le ató las muñecas sin apretar demasiado.

Amber reconoció la cinta, desconcertada. La había comprado con su novio y llevaban semanas buscándola, pero no habían podido encontrarla y la habían dado por perdida. Amber estaba confundida: ¿cómo podía tener su cinta el violador?

Durante cuatro horas, el hombre violó a Amber una y otra vez. Cuando se cansaba, reposaba un rato, con la camisa puesta, y bebía agua de una botella. Cuando ella se quejaba por el dolor, le ponía lubricante; cuando le dijo que tenía frío, la tapó con su edredón rosa y verde. Él le dijo lo que tenía que hacer y cómo hacerlo; le dijo que era una «niña buena». No se puso condón.

El hombre tenía una cámara digital rosa y colocó a Amber en la cama. «Haz esto —le ordenaba—. Ponte así». Cuando todo estaba a su gusto, sacaba fotos. Paraba en mitad de la violación y sacaba más fotos. Amber le dijo a Galbraith que no tenía ni idea de cuántas le habría hecho. En algún momento había llegado a pasar veinte minutos seguidos haciéndole fotos. Le explicó que las usaría para convencer a la policía de que la violación era sexo consentido. Y que las subiría a una página porno para que todo el mundo, incluidos sus padres, sus amigos y su novio, pudiera verlas.

Amber decidió sobrevivir mostrando toda la humanidad posible. Cada vez que el hombre paraba para descansar, le preguntaba algo. A veces no respondía, pero otras pasaban veinte minutos charlando. El hombre le contó con todo detalle cómo la había vigilado. Parecía que así se relajaba.

Llevaba observándola a través de las ventanas de su apartamento desde agosto. Sabía su nombre y apellidos. Sabía su fecha de nacimiento, su número de pasaporte y la matrícula de su coche. Sabía qué estudiaba y dónde. Sabía que esa noche, antes de acostarse, Amber hablaría consigo misma, mirándose en el espejo del baño.

Todo era verdad, según le dijo Amber a Galbraith. El hombre no iba de farol.

Amber le preguntó por su pasado. Él le dijo que hablaba tres idiomas: latín, español y ruso. Que había viajado por todo el mundo: Corea, Tailandia, Filipinas… Que había ido a la universidad y no necesitaba dinero. Le contó que estaba en el Ejército, que conocía a un montón de policías.

Le confesó a Amber que su mundo era «complicado». Dividía a la gente entre lobos o bravos: los bravos jamás harían daño a una mujer o un niño, pero los lobos podían hacer lo que quisieran.

Él era un lobo.

Amber le dijo a Galbraith que no vio la cara del violador en ningún momento, pero que había intentado retener todos los detalles posibles. Era blanco; tenía el pelo corto y rubio y los ojos castaños; calculaba que rondaría el metro ochenta y cinco largo, y pesaría unos ochenta y pocos kilos. Llevaba unos pantalones de chándal grises con agujeros en las rodillas; en sus zapatos negros distinguió el logo de Adidas. Llevaba el pubis afeitado y estaba un poco entrado en carnes.

El rasgo más destacado de su cuerpo, según le dijo a Galbraith, era que tenía una mancha de nacimiento marrón en el gemelo.

Cuando el hombre acabó, era casi mediodía. Después de limpiarle la cara con toallitas, le ordenó que entrase en el baño y la obligó a lavarse los dientes. Luego le dijo que se metiese en la ducha y la observó mientras se enjabonaba, diciéndole qué partes de su cuerpo frotar. Cuando Amber acabó, le pidió que se quedase en la ducha otros diez minutos.

Antes de marcharse, le explicó que había entrado en su apartamento por la puerta corredera de cristal, en la parte de atrás. Le dijo que podía colocar una clavija de madera en los rieles para cerciorarse de que se cerraba. Le dijo que era mucho más seguro; que, así, la gente como él no podría entrar.

Cerró la puerta y se marchó.

Cuando Amber salió de la ducha, descubrió que el violador había saqueado su habitación, llevándose las sábanas y su lencería de seda azul. Dejó el edredón rosa y verde amontonado en el suelo, a los pies de la cama.

Buscó el móvil y llamó a su novio. Le contó que la habían violado. Él le dijo que llamase a la policía de inmediato y, aunque al principio se resistió, acabó convenciéndola. Amber colgó y llamó al 911.

Eran las 12:31 del mediodía.

Galbraith escuchó a la mujer con inquietud: el acecho, la máscara, la mochila con los objetos necesarios para la violación. La agresión había sido atroz y el agresor parecía experimentado. No había tiempo que perder: la investigación empezaría ahí mismo, en el asiento delantero del coche patrulla.

Galbraith sabía que en toda violación hay tres escenarios del crimen: el lugar de la agresión, el cuerpo del violador y el cuerpo de la víctima. Los tres pueden ofrecer pistas valiosísimas. El violador había intentado borrar sus huellas del cuerpo de Amber. Galbraith le preguntó si podía tomar muestras de ADN con unos bastoncillos estériles alargados. Mientras pasaba la torunda por la cara de Amber, Galbraith se decía que ojalá sirviese de algo. Quizá el violador había fallado y había dejado una minúscula parte de él.

Galbraith le hizo otra pregunta delicada a Amber: ¿se sentía con fuerzas para volver a su apartamento e indicarle cualquier objeto que el violador pudiese haber tocado? Otra vez, Amber accedió. Juntas, las dos mujeres repasaron la violación. Amber le mostró, junto a la cama, el edredón rosa y verde que el agresor había apartado de un tirón. Le mostró su baño, que el violador había usado varias veces durante aquel calvario. Mientras tanto, Galbraith seguía preguntándole por los detalles. ¿Cómo era la máscara? Amber dijo que no era exactamente un pasamontañas, sino que más bien parecía un pañuelo ceñido alrededor de la cabeza con imperdibles. ¿Recordaba algo de la botella de agua? Sí, era de la marca Arrowhead. ¿Qué forma tenía la mancha de nacimiento? Amber la dibujó: una mancha redondeada, del tamaño de un huevo.

Cuando Amber recordó que el hombre la había tapado con el edredón para que no pasara frío, lo describió como «amable».

Aquello desconcertó a Galbraith. ¿Cómo era posible que alguien, después de pasar por una experiencia así, dijese que su agresor había sido amable? Aquello también la preocupó: quizá el tipo pareciese alguien normal y corriente; quizá fuese policía. «Va a costar encontrarlo», se dijo.

Después de repasar el escenario del crimen, Galbraith acompañó a Amber al St. Anthony North, a una media hora en coche. Era el hospital más cercano con una enfermera especializada en agresiones sexuales, con formación específica para examinar a las víctimas de violación. La enfermera realizaría un examen completo del cuerpo de Amber en busca de pistas. Antes de dirigirse al hospital, Amber se giró hacia Galbraith. El agresor le había confesado que era su primera víctima, aunque le pareció que mentía: «Creo que no es la primera vez que lo hace».

En el camino de vuelta al escenario del crimen, la cabeza de Galbraith trabajaba a toda máquina. La historia de Amber parecía casi increíble. ¿Un violador vestido completamente de negro? ¿Con una mochila con todos los objetos necesarios para la violación? ¿Y la confianza de pasarse cuatro horas violando a una mujer, en plena mañana y en un concurrido bloque de apartamentos?

No se parecía en nada a la mayoría de las violaciones a las que se había enfrentado. Por lo general, a la víctima la agredía un conocido, o al menos alguien con quien había tratado: un novio, un antiguo amor, alguien en una discoteca. Las violaciones no solían ser historias de misterio, sino hechos claros. En casi todos los casos, la pregunta central de la investigación se reducía a si la mujer había consentido la relación. Una encuesta del Gobierno reflejaba que, en 2014, unos 150000 hombres y mujeres denunciaron haber sido víctimas de violación o agresión sexual en Estados Unidos —la cifra equivale a la población de Fort Lauderdale, Florida—7. Un 85% de los casos se catalogaron como violaciones cometidas por un conocido.

Galbraith sabía que se enfrentaba a un caso relativamente insólito: violación por parte de un desconocido. Por lo general, eran casos más fáciles de llevar a juicio, pues encajaban con lo que los fiscales definían como «víctimas íntegras», abordadas por la calle, arma en mano. La mujer forcejeaba y gritaba, pero al final no le quedaba más remedio que someterse. Era la madre o la hija de una familia de bien; tenía una casa bonita y trabajo fijo. Se vestía con mesura, no había bebido y no la habían agredido en una zona de mala muerte. Eran las violaciones más sencillas para los fiscales, pues cubrían todas las expectativas del jurado sobre una mujer violada.

Amber cumplía con algunos de esos criterios, pero no todos. Se había mostrado fría y serena. Había hablado con su violador; lo había descrito con el adjetivo «amable». Había hablado con su novio antes de llamar a la policía.

Aquello no inquietaba a Galbraith: sabía que el universo de mujeres violadas era idéntico al universo de mujeres en general. Podían ser madres, adolescentes o prostitutas; vivir en mansiones o albergues para indigentes; ser vagabundas o tener esquizofrenia; ser negras, blancas o asiáticas; estar borrachas e inconscientes o completamente sobrias. Y podían reaccionar de mil formas distintas ante el mismo delito: ponerse histéricas o abstraerse; contárselo a una amiga o guardar el secreto; llamar a la policía de inmediato o esperar semanas, meses e incluso años.

La policía abordaba las investigaciones por violación de distintas formas. Aunque las violaciones eran uno de los delitos violentos más habituales, no existía un consenso sobre la mejor forma de resolverlas. Para algunos investigadores, el escepticismo era fundamental: las mujeres podían mentir, y a veces mentían, sobre su presunta violación. Se suponía que los agentes debían investigar las denuncias por agresión sexual con sumo cuidado. «No todas las denuncias están fundadas o acaban necesariamente en una acusación penal», advierte uno de los principales manuales policiales sobre el tema8. Para otros investigadores —entre ellos los abogados, preocupados por los modos bruscos con que algunos policías tratan a las víctimas de violación—, la actitud primordial es mostrar confianza. «Empezar creyendo» fue el eslogan de una campaña organizada por un importante grupo de formación policial con el objetivo de mejorar las investigaciones por agresión sexual9.

En el centro del debate hay una cuestión de credibilidad. En la mayoría de los delitos violentos, los policías se enfrentan a víctimas con lesiones evidentes. Sin embargo, las lesiones no suelen apreciarse a simple vista en los delitos sexuales. En un examen forense, una mujer que ha mantenido relaciones sexuales consentidas puede presentar las mismas características que una mujer violada a punta de pistola. En las agresiones sexuales, la credibilidad de la víctima suele ponerse en tela de juicio tanto como la del acusado.

Galbraith tenía su propia regla para enfrentarse a los casos de violación: escuchar y comprobar. «Muchas veces la gente dice: “Cree a la víctima, cree a la víctima” —sostiene Galbraith—, pero a mí no me parece la postura idónea. Creo que se trata de escuchar a la víctima, y luego corroborar o refutar su versión a medida que avanza la investigación».

Cuando Galbraith volvió al bloque de apartamentos, una docena de agentes y técnicos pululaban por el escenario del crimen. Galbraith, el oficial Marcus Williams, el oficial Matt Cole y una técnico de la Científica, Kali Gipson, entraron en la casa. Williams buscó huellas dactilares usando cerusa y muestras de ADN con las torundas, mientras que Gipson y sus colegas sacaban 403 fotos: cada interruptor, cada pared, cada prenda de ropa.

En la calle, la policía también sacaba fotos y hurgaba en los cubos de basura. Habían encontrado varias colillas fuera del apartamento, pero Amber no fumaba, así que dos agentes, Michael Gutke y Frank Barr, rastrearon la zona en busca de más colillas: encontraron una en un cenicero en la puerta de un apartamento cercano, otra entre dos coches y varias en el aparcamiento. Las recogieron todas y las introdujeron en bolsitas de plástico que luego llevarían a comisaría.

Otros agentes indagaron por el barrio. En dos días, la policía de Golden llamó a todas las puertas del bloque de apartamentos, sesenta en total, e interrogó a veintinueve personas. Al igual que los investigadores académicos al realizar una encuesta, los agentes usaron un guion para garantizar la coherencia: «¿Vio a alguien sospechoso por la zona? ¿A alguien que llevase una mochila o algún objeto extraño? ¿Algún vehículo que no le sonase en el barrio?».

La agente Denise Mehnert llamó a treinta puertas de tres edificios distintos; empezaba por la planta superior e iba bajando. En un apartamento, un hombre le contó que una noche, algunos días antes, había visto a un tipo «corpulento» atravesando el jardín del bloque con un frontal en la cabeza. Un vecino de otro edificio recordaba una autocaravana que había pasado las navidades aparcada en una calle junto al edificio. Otro hombre dijo que creía haber visto al dueño del vehículo; llevaba un sombrero de ala ancha y parecía «de mediana edad». Nadie recordaba a alguien que coincidiese con la descripción del violador.

Un agente encontró varias huellas en el patio trasero del apartamento de Amber. Destacaba una huella solitaria, impresa en una zona con nieve crujiente. Gipson intentó hacer una réplica con cera para nieve, una sustancia que se pulveriza para crear un molde sin derretir la nieve. Sin embargo, la cera no cuajó, así que tuvieron que rociar la huella con espray naranja fluorescente, que al instante resplandeció sobre el fondo blanco, como si la hubiese dejado un astronauta en la luna. No era gran cosa, pero era algo.

Galbraith seguía dirigiendo a los investigadores. A última hora, un agente propuso hacer una pausa para ir al baño.

«¡Hay que seguir trabajando!», insistió ella.

Había oscurecido hacía un buen rato cuando se marchó del escenario del crimen.

Galbraith creció en Arlington, un barrio residencial de clase media-alta a las afueras de Dallas, Texas. Su padre había llevado varios restaurantes y luego había trabajado de programador informático. Su madre era analista de ingeniería en una empresa petrolífera. Se divorciaron cuando tenía tres años y su madre se casó con un alicatador. Galbraith mantuvo el contacto con sus dos padres biológicos y sus nuevas familias en expansión.

En el instituto, era la chica lista que se juntaba con los alborotadores, y se tenía por una persona contraria a la autoridad. Jugaba en el equipo de baloncesto, aunque una vez la suspendieron varios partidos tras pillarla fumando con unos amigos. No había hecho gran cosa por disimular la fechoría: el director la vio con los prismáticos, en la puerta del pabellón y con el uniforme del equipo.

Tras graduarse, Galbraith pasó por la Universidad del Norte de Texas dejándose llevar. Quería probar periodismo, aunque no se veía trabajando en ello, y le gustaban las clases de psicología: la fascinaban los homicidas, los violadores y los asesinos en serie. «Me gustaba ver cómo funciona la mente humana, cómo afecta a nuestras acciones», explica. Al final, un orientador de la universidad le sugirió enfocar su carrera hacia la justicia penal. Empezó a ir a clases para formarse como policía y a juntarse con agentes, y le gustó lo que veía. En esencia, la labor policial consistía en ayudar al prójimo. Aquello sonaba bien: «Es la respuesta típica, pero la verdad es que me gusta ayudar. Y también me gusta que quien la haga la pague».

No obstante, no entró en las fuerzas de seguridad en cuanto acabó la universidad. Creía que no encajaba: era demasiado transgresora, demasiado independiente. Quizá ni siquiera estuviese a la altura. «Quería ser policía, pero pensaba: “Joder, a lo mejor no valgo” —afirma—. No me tenía en muy alta estima».

Se casó y se fue a Colorado con su marido, que había encontrado trabajo en un taller mecánico. Ella empezó a trabajar en una cárcel. Los funcionarios de prisiones le decían que les encantaba aquel trabajo. «El mejor que he tenido en mi vida —le aseguró uno—. No tienes que hacer nada». Pero Galbraith lo odiaba precisamente por eso, porque no había nada que hacer. Estaba en el turno de noche y se dedicaba a contar reclusos dormidos; se aburría lo que no está escrito. «Esto no va conmigo —se dijo un día—. Tengo que hacer algo, algo que sea útil».

Entretanto, su matrimonio se fue desmoronando. A su marido no le hacía gracia que pasara los días rodeada de hombres y acabaron divorciándose. Galbraith no se arrepentía: «Yo no soy de preocuparme demasiado por nada. Me limito a seguir con mi vida».

Entonces, un buen día, tuvo uno de esos golpes de suerte inesperados que pueden cambiarte la vida. Al llegar a Colorado, Galbraith había solicitado trabajo como agente de policía en Golden, la típica ciudad pequeña y tranquila donde un montón de polis empiezan su carrera. La posibilidad de trabajar en el Departamento de Prisiones había surgido antes, así que la aceptó, pero siete semanas después la llamaron de Golden con una oferta: un puesto de agente rasa, patrullando en el turno de noche.

Galbraith dejó el trabajo en la cárcel ese mismo día.

Golden era conocida por ser la sede de la Coors Brewing Company, fundada en 187310. La fábrica de cerveza —la más grande del mundo— se extendía por un valle al este de la ciudad: una construcción mastodóntica y gris, repleta de acero y chimeneas, que no habría desentonado en una novela de Dickens. Todos los años, millones de barriles de cerveza salían del edificio rumbo a colegios mayores, partidos de fútbol americano y fiestas de dos por uno para chicas.

Coors podía asociarse con juergas etílicas, pero la ciudad de Golden no. Unas 19000 personas vivían en esa histórica localidad en las faldas de las Rocosas11. Fundada en 1859 en plena fiebre del oro en el pico Pikes, la ciudad fue en su día capital del Territorio de Colorado y aún conservaba cierta atmósfera del Oeste. El centro estaba repleto de grandes edificios bancarios y de tiendas revestidas de madera; el antiguo capitolio albergaba ahora el ayuntamiento; muchos de sus vecinos tenían caballos, y era habitual ver ciervos y uapitíes por las calles de la ciudad.

El día de Navidad de 2003 fue el primero en que Galbraith salió a patrullar sola, sin un agente de formación que la acompañase. Celebró aquel hito con el hombre que se convertiría en su marido: David Galbraith, compañero del Departamento de Policía de Golden. Prepararon un costillar exquisito para cenar y salieron a trabajar en el turno de noche.

El primer servicio de Galbraith consistió en apartar a un perro muerto de la Interestatal 70, una autopista que atravesaba el centro de Denver y por la que pasaban 8541 coches por hora12. Cuando llegó al lugar en cuestión, otro perro invadió la carretera para ver cómo estaba su compañero y también acabó destrozado por el tráfico ante la mirada de Galbraith. Su formación policial no incluía un curso de levantamiento de cadáveres caninos. Atravesó el coche patrulla en la autopista para detener el tráfico, introdujo los restos en una bolsa de plástico y la dejó en el arcén. Acto seguido vomitó el exquisito costillar.

«Esto es lo que me toca hacer, y tengo que apañármelas», se dijo.

Aquello se convirtió en un lema de vida. A Galbraith no le gustaba quejarse; no le gustaban las excusas. Tenía que cumplir con su trabajo y estaba dispuesta a echar noventa horas a la semana si era necesario.

En 2007, embarazada de su primer hijo, Galbraith decidió presentarse a un puesto de oficial. No era una unidad grande: un supervisor y tres investigadores. Pero, como David trabajaba en el turno de noche, era una buena forma de compaginar la vida familiar y la laboral. Además, Galbraith era ambiciosa. En las fuerzas de seguridad, el de oficial es un puesto codiciado: suelen llevarse los casos más importantes y ganan más dinero. Podría decirse que son los estudiantes de sobresaliente entre los agentes que trabajan en la calle. «Tenía que intentarlo», afirma.

Se llevó el puesto y, de paso, alguna que otra crítica: varios agentes de Golden comentaron que la habían ascendido porque estaba embarazada, para que no se marchase. Aquellos rumores le molestaban, pero respondió de la única forma que sabía: dando el callo.

En las localidades pequeñas, los oficiales se enfrentan a cualquier delito que se les presente. Sin embargo, Galbraith fue escorándose hacia las agresiones sexuales. En un caso memorable, acusaron a un adolescente de acosar a un vecino de diez años. Las dos familias —todo el barrio, en realidad— estaban muy unidas: las mujeres quedaban para tomar vino, los pequeños jugaban en grupo y los maridos se juntaban los fines de semana. Los rumores de la acusación corrieron entre varias familias y «aquello revolucionó todo el barrio», explica Galbraith.

Ella y otro agente entrevistaron a la víctima. El niño tenía recuerdos muy concretos. Contó que el adolescente había abusado de él en un sofá. Incluso recordaba los detalles del tejido. Aunque era una pequeñez, bastó para convencer a Galbraith de que el chiquillo no se lo estaba inventando. Y cuando la familia del acusado permitió que Galbraith entrevistase a su hijo, el joven se mostró evasivo. Cuando el padre se sentó a su lado, el adolescente se echó a llorar. Galbraith salió al porche con su compañero.

—Voy a arrestarlo —le dijo.

—¿Estás segura? —preguntó él.

—Tengo sospechas fundadas —respondió—. Que decida un jurado.

En el juicio condenaron al adolescente. Las familias del barrio culparon a Galbraith: la veían como una agente justiciera que se había llevado por delante a un chaval con futuro. A Galbraith le parecía que se había hecho justicia: «¿Qué pasa si no es la primera vez que lo hace? ¿Y si sigue haciéndolo? Si le paramos los pies ahora, quizá evitemos más víctimas en un futuro».

Muchos oficiales evitaban los delitos sexuales siempre que podían. No tenían tanto tirón mediático como los homicidios; nadie se presentaría por allí para rodar una película sobre un caso de violación. Mientras que los homicidios eran o blanco o negro, las violaciones estaban repletas de grises. Y las víctimas estaban vivas, sufrían; te enfrentabas a su dolor, y jamás podías apartar la mirada.

La fe de Galbraith la ayudaba a sobrellevar el torbellino emocional de las violaciones. Galbraith y su marido eran cristianos renacidos, después de haberse criado en el baptismo. En Colorado eran feligreses de una iglesia evangélica multiconfesional, y a veces hasta se encargaban de la seguridad en las misas de los domingos. «Sé que el Señor me ha dado determinadas virtudes, solo tengo que usarlas. Aunque a veces duela», afirma.

Había un pasaje de la Biblia que le llegaba particularmente al corazón. En Isaías 6, 1-8, Dios aparece, envuelto en humo y serafines, buscando a alguien que difunda su Palabra. Dios pregunta: «¿A quién voy a enviar?», e Isaías responde: «Envíame a mí, yo seré tu mensajero». Galbraith imaginaba que estaba respondiendo a una llamada. Había entrado en las fuerzas de seguridad para ayudar, y aquellas víctimas necesitaban ayuda en sus horas más oscuras. No siempre sabía cuál era la mejor forma de hacerlas sentirse mejor, pero sabía que tenía que encontrarla.

«La gente me pregunta: “¿Por qué te centras en los delitos sexuales e infantiles?”. No lo disfruto, pero alguien tendrá que hacerlo. Y hacerlo bien».

Había anochecido hacía un buen rato cuando Galbraith aparcó en la entrada de su casa. Estaba agotada. Su última tarea había sido buscarle a Amber un sitio donde dormir, pues le aterraba la idea de pasar la noche en su apartamento. Galbraith le pidió a un agente que la llevase a casa de una amiga.

David ya había fregado los platos y había acostado a los niños. Su turno empezaba un poco más tarde esa noche.

Se sentaron en los sofás enfrentados del salón: era su ritual nocturno, encastrado en las pocas horas que lograban sacar entre el trabajo y los hijos. Hablaban de su jornada laboral, como toda pareja trabajadora, aunque las historias de los Galbraith solían ser algo más lúgubres que la mayoría.

Y esa noche no fue una excepción: Stacy Galbraith repasó los detalles del caso con su marido; le habló del hombre enmascarado, de las cuatro horas de violación, de las fotos que había hecho.

«Y no te lo pierdas —le dijo—: Al final la hizo ducharse».

David se había contenido hasta ese momento, pero aquello fue la gota que colmó el vaso. En 2008 había cambiado el Departamento de Policía de Golden por el de Westminster, una ciudad periférica cercana. Hacía cinco meses, la policía de Westminster había investigado una violación en un bloque de apartamentos y David recorrió el edificio en busca de sospechosos. Sabía que a la mujer la violó un hombre enmascarado, que sacó fotos y que, antes de marcharse, ordenó a su víctima que se duchase.

«Llama a mi departamento a primera hora de la mañana —le dijo a Stacy—. Tenemos un caso idéntico».

7Truman, Jennifer L. y Langton, Lynn: «Criminal Victimization, 2014», publicado por la Oficina de Estadísticas Judiciales del Departamento de Justicia de Estados Unidos.

8Savino y Turvey, Rape Investigation Handbook (página 25).

9«Start by Believing: Ending the Cycle of Silence in Sexual Assault», End Violence Against Women International, consultado el 22 de febrero de 2017, startbybelieving.org/home.

10«Coors Brewery Tour», MillerCoors, consultado el 22 de abril de 2017, millercoors.com/breweries/coors-brewing-company/tours.

11«Golden History», Ayuntamiento de Golden, consultado el 22 de abril de 2017, cityofgolden.net/live/golden-history/.

12«CDOT Encourages Public to Comment on I-70 East Supplemental Draft Environmental Impact Statement», Departamento de Transporte de Colorado, 27 de agosto de 2014, codot.gov/projects/i70east/assets/sdeis-i-70-release-082614. La CDOT detalla que el tráfico medio diario puede llegar a los 205000 vehículos al día, es decir, 8541 por hora.

3. OLAS Y CUMBRES

10 de agosto de 2008

Lynnwood, Washington

No era gran cosa: el típico estudio en el típico bloque de pisos. Marie no tenía muchos muebles, y casi todo lo que había era de plástico. Apoyó sus dos guitarras acústicas en la pared de la habitación, y dejó el monitor de su ordenador en el suelo, en un rincón.

No era gran cosa, pero era suyo. Tras pasar muchos años viviendo en el hogar de otras personas, aquel era el primer sitio que sentía como propio. Marie estaba orgullosa de su casa. Estaba orgullosa de tener casa. Sabía que muchas de las personas con una infancia como la suya acababan en la cárcel, en una clínica de rehabilitación o en la calle.

Ese domingo pasó la aspiradora y limpió. Le gustaba que su apartamento luciese impoluto. También lo quería ordenado, así que hizo un repaso general para guardar cosas. Llevó todo lo que no necesitaba a un armario del porche trasero. Entraba y salía a través de una puerta corredera de cristal.

Pasó el resto del día con amigos y en la iglesia. Mientras que otros jóvenes de dieciocho años, recién emancipados, pasaban los fines de semana en busca de aventuras, rozando el límite, Marie quería asentarse. Disfrutaba de la normalidad, habida cuenta de la poca que había tenido en su infancia.

Años más tarde, Jon Conte, un profesor de la Universidad de Washington especializado en trastornos mentales relacionados con el abuso y el trauma infantil, entrevistó a Marie durante cinco horas y redactó un informe minucioso que incluía una sección sobre su historia familiar:

Vio a su padre biológico una sola vez. Afirma que no sabe mucho de su madre biológica, que solía dejarla al cuidado del novio de turno […] Recuerda entrar en el programa de acogida a los seis o siete años.

El informe de Conte prosigue con ese lenguaje seco y clínico, aun cuando se adentra en terrenos más lúgubres. Los recuerdos de Marie de su vida antes de entrar en el programa de acogida reflejan, «en su mayoría, acontecimientos tristes».

Cree que vivió con una abuela a la que no se le daba muy bien «cuidarnos». Recuerda pasar hambre y comer pienso para perros. Le resulta imposible evocar un momento en el que su madre biológica se ocupara de ella. Recuerda una disciplina física basada en la violencia (como, por ejemplo, recibir golpes en la mano con un matamoscas).

No sabe si fue a preescolar. Cree que tuvo que repetir segundo de primaria y pasó periodos de tiempo sin ir al colegio. Recuerda que no le gustaban los policías porque se la llevaban de casa, tanto a ella como a sus hermanos. Abusaron sexualmente de ella y sufrió maltrato físico. Sostiene que los abusos sexuales eran recurrentes. Recuerda que los distintos novios de su madre golpeaban a los perros de la familia.

Recuerda que su familia cambió varias veces de estado, antes de que le quitasen definitivamente la custodia…

En cuanto a la vida de Marie en el programa de acogida, el informe de Conte obvia los detalles:

Basta reseñar lo habitual entre los niños que viven con familias de acogida: destinos múltiples, cambios frecuentes de ubicación (hogar) y colegio, profesionales y cuidadores que entran y salen de su vida, algunas experiencias traumáticas o violentas y una falta generalizada de estabilidad.

Marie era la segunda de los cuatro hijos de su madre. Eran hermanastros, aunque no se llamaban así. «Tengo un hermano mayor, y un hermano y una hermana menores». A veces coincidían en un hogar de acogida, pero pasaban la mayor parte del tiempo separados. Desconoce si tiene hermanos o hermanas por parte de padre.

Desde muy joven, a Marie le recetaron antidepresivos. «Tomaba siete medicamentos distintos. El Zoloft es para adultos, y a mí me lo recetaron a los ocho años».

Sostiene que lo más duro era que no le explicasen cómo funcionaba el programa de acogida. Los adultos no le decían por qué la cambiaban de casa. La trasladaban sin más. Pasó por «unas diez u once» familias de acogida y un par de residencias. Prefería jugar en la calle, pero a veces se convertía en una especie de reclusa. «Cuando viví en Bellingham, pasaba muchísimo tiempo jugando en mi habitación sola, con mis peluches».

Cambiar de colegio puede resultar abrumador, pero para Marie era pura rutina. «Volver a empezar, hacer nuevos amigos. Era un poco duro, pero acabé acostumbrándome».

El comienzo del instituto prometía acabar con esa inestabilidad. La mayoría de los estudiantes son un manojo de nervios el primer día, pero Marie estaba deseando que llegara. Iba a empezar el cuarto curso de secundaria en Puyallup, unos cincuenta y cinco kilómetros al sur de Seattle. Se había matriculado en todas las asignaturas que quería, había hecho muchos amigos y, lo más importante, vivía con una nueva familia: una familia a la que adoraba y que la adoraba. De hecho, estaban pensando en adoptarla.

«Era genial», dice Marie.

Hasta que, justo el primer día de instituto, un orientador sacó a Marie de clase y le dijo: «Ya no puedes vivir con tu familia de acogida. Les han retirado el permiso». El orientador, apelando a una cláusula de confidencialidad, apenas le dio explicaciones. Marie tenía que marcharse y dejarlo todo: la familia, los amigos, el instituto. «Lloré muchísimo —recuerda—. Tuve veinte minutos, como quien dice, para hacer las maletas e irme».

A Marie le asignaron una estancia breve, hasta que estuviese lista otra familia, en casa de Shannon y Geno, una pareja que vivía en Bellevue, una ciudad moderna y pujante, con rascacielos y todo, al este de Seattle. Shannon, una agente inmobiliaria que llevaba mucho tiempo como madre de acogida, conoció a Marie en unas reuniones con jóvenes con pasado problemático y percibió su buen corazón. Según Shannon, las dos eran «un tanto bobaliconas. Nos reíamos la una de la otra y nos gastábamos bromas. Éramos muy parecidas».

Las dos hicieron buenas migas. Para Shannon, Marie era «un pedazo de pan», sin más. No estaba resentida por todo lo que había vivido. Y no mostraba aversión ante lo que tenía por delante. Shannon no tuvo que obligarla a ir al instituto, aunque Marie sabía que, probablemente, no fuese más que una estación de paso. Sabía hablar y relacionarse con los adultos, se lavaba los dientes, se peinaba; era, en resumidas cuentas, fácil de llevar o, cuando menos, «mucho más que la mayoría de los chavales que habíamos tenido». Marie quería quedarse en Bellevue, y a Shannon le habría encantado. Sin embargo, en aquella época, Shannon y su marido ya estaban acogiendo a otra chica, una adolescente que exigía muchísima atención. Si no, explica Shannon, «habríamos acogido a Marie en un santiamén».

Al cabo de dos semanas, Marie dejó la familia de Shannon y se trasladó a casa de Peggy, que trabajaba como defensora del menor en un albergue para indigentes y vivía en Lynnwood, una localidad veinticuatro kilómetros al norte de Seattle.

«Fue mi primera acogida. Yo me esperaba un recién nacido, hasta tenía preparada una cuna, y me asignaron a una joven de dieciséis años —explica Peggy, con una sonrisa—. Y me pareció muy bien. Tengo experiencia en el campo de la terapia mental y llevaba muchísimo tiempo trabajando con menores. Me imagino que los de la agencia se dijeron: “Sabrá manejarla”. Y así ocurrió».

El Estado entregó a Peggy cientos de páginas con el historial de Marie, una crónica con los abusos que había sufrido y la retahíla de hogares de acogida. «Era desgarrador —afirma Peggy, que leyó la mayor parte del documento, pero no todo—. Hay una parte de ti que no quiere saberlo todo. Prefieres ser capaz de mirarlos a los ojos sin hacer conjeturas sobre quiénes serán, ¿me explico? No quieres etiquetarlos. Cuando conozco a un niño, quiero conocerlo tal y como es en ese momento».