Doctor Prometido - Louise Bay - E-Book

Doctor Prometido E-Book

Louise Bay

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Beschreibung

¿Qué puede hacer una estadounidense famosa con el corazón roto cuando está en Londres tratando de olvidar a su ex? Obviamente, buscarse un prometido falso. He viajado a Londres para esconderme de la prensa sensacionalista mientras intento superar una ruptura difícil con mi novio de toda la vida. Al salir de una cafetería me tropiezo con un muro. Solo que no es un muro: es un inglés guapísimo…, y acabo de tirarle un café caliente por encima. Mi víctima no solo me perdona por mancharle la camisa, si no que cuando le cuento que necesito quitarme a la prensa de encima, no duda en hacerse pasar por mi prometido. Nuestro acuerdo es claro: nada de esto es real… excepto que cuanto más tiempo pasamos fingiendo ser pareja, más difícil se me hace cumplir mi parte del trato. Y su ardiente mirada me dice que a él le podría estar pasando lo mismo. Por cierto, ¿os he comentado ya el cuerpazo que tiene cuando jugamos al Twister y acabamos desnudos? Tengo que reconocer que hace que me derrita. Estoy empezando a pensar que mi prometido falso podría tener madera para ser un excelente marido…

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Título original: Dr. Fake Fiancé

Primera edición: mayo de 2024

Copyright © 2023 by Louise Bay

© de la traducción: María José Losada Rey, 2024

© de esta edición: 2024, ediciones Pàmies, S. L. C/ Mesena, 18 28033 Madrid [email protected]

ISBN: 978-84-10070-16-5

BIC: FRD

Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®

Fotografías de cubierta: Kiakiaa/Freepik y VictorHuang/sborisov/Depositphotos.com

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Índice

1

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5

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9

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Epílogo

Contenido especial

1

Beau

No hay nada mejor que los Alpes franceses. Cielos azules, blanquísima nieve en polvo, sol… Por no mencionar las vistas. Resulta vigorizante. Te recuerda lo bella que es la vida. Cambia la existencia de cualquiera. Por eso, anoche me decidí a preguntarle a Coral, la mujer con la que he viajado hasta aquí, si quiere mudarse a vivir conmigo, en Londres, a mi apartamento. Tengo casi treinta años, y todos mis hermanos se están estableciendo. Me gusta mucho ir de viaje con ella; es divertida y guapa, le gustan las aventuras… Sin duda, somos muy compatibles.

Nos colocamos para que el telesilla nos recoja y nos lleve a la cima de mi pista favorita de la zona. La Sarenne es una famosa pista negra de unos dieciséis kilómetros, la más larga del mundo, situada a tres mil treinta metros sobre el nivel del mar. En mi opinión, lo que la hace especial son las impresionantes vistas que se disfrutan desde ella, sobre todo desde lo más alto, justo antes del punto en el que empiezas a deslizarte. Es en ese momento cuando pienso pedirle a Coral que se venga a vivir conmigo. Aunque no lo había planeado antes de venir, nos lo estamos pasando tan bien que he pensado «¿Por qué no me animo?». A los dos nos gustan las mismas cosas, y así tendremos más tiempo para conocernos mejor.

—¿Estás preparada? —le pregunto cuando veo el final del recorrido.

—Esta vez te voy a ganar —responde. Es competitiva y sabe divertirse. Cada vez que vamos de viaje juntos me gusta un poco más. En este se ha sincerado un poco sobre su deseo de dejar de trabajar en yates y echar raíces, así que es el momento perfecto.

Me río entre dientes.

—Si tú lo dices…

Salimos de los asientos deslizándonos y nos detenemos junto a la señal que indica la dirección que se debe tomar para bajar la montaña.

—¿Puedes hacerme una foto? —pregunta. El feed del Instagram de Coral es impresionante. Ayuda que trabaje en yates de lujo, donde abundan las oportunidades para captar imágenes interesantes.

Saco el móvil y ella posa junto al cartel. Hago un par de fotos y se las envío.

—De acuerdo, vamos allá —dice, cerrándose el visor del casco.

—Sí…, pero una cosa antes de lanzarnos… —Sonrío. Estoy deseando ver su cara cuando se lo proponga.

Se detiene, un poco por delante de mí, se vuelve y se levanta la visera.

—¿Qué?

—He estado pensando en algo… —Echa un vistazo al inicio de la pista y luego vuelve a mirarme—. Siempre lo pasamos genial cuando nos vamos de viaje juntos —continúo—. Somos compatibles. Disfrutamos de nuestra mutua compañía. He pensado que estaría bien que te mudaras a Londres. —Tanteo el cierre de velcro del bolsillo y saco la llave de la puerta de mi apartamento—. ¿Qué te parece si vivimos juntos?

Se ríe y yo le devuelvo la sonrisa, pero ella se limita a señalar con la cabeza el punto de partida.

—¿Vamos o qué?

Empiezo a preocuparme al ver que ignora mi pregunta.

—Sí, cuando me hayas contestado.

—Pero no lo dirás en serio, ¿verdad? —inquiere—. No puedes plantearte de verdad que voy a dejar mi trabajo para mudarme a Londres contigo.

—Dijiste que querías dejar de navegar, y yo no lo tendría fácil para para ejercer la medicina en el sur de Francia.

—Claro que no —responde ella—. Y no te lo estoy pidiendo. Porque… —me señala a mí y luego a ella con el bastón de esquí. Se ríe de nuevo, y esta vez no puedo evitar oír un pitido— tú no eres el tipo con el que tengo pensado sentar cabeza. Eres el chico de antes del hombre con el que formaré un hogar. Un entrenamiento.

No puedo ver bien a través del casco, pero el tono de su voz me dice que está poniendo los ojos en blanco, como si yo fuera ridículo por pensar que ella podría querer tener algo serio conmigo.

—¿De qué estás hablando?

Suspira.

—Mira, no voy a perder el tiempo con esta conversación. Quiero divertirme. ¿Vienes o no?

—¿Eso es todo?

—¿A qué te refieres?

—Te he pedido que te mudes conmigo y has sido muy borde al responderme.

Suspira.

—No ha sido mi intención, solo estoy siendo realista. Beau, tú y yo no tenemos nada serio, jamás hemos sido más que amigos con derecho a roce que se van de viaje juntos. Pero nunca llegaremos a más. Y, de todos modos, iba a decirte que el mes pasado me comprometí.

¿Está prometida? ¿Y qué coño hace aquí conmigo?

Está a punto de estallarme la cabeza. No solo es dolor, también rabia por haber sido tan tonto.

Intento dar un paso hacia ella y, aunque el paisaje, el casco, los guantes y los bastones me lo recuerdan, por un segundo olvido que llevo esquís y me tropiezo conmigo mismo. Intento compensar el movimiento y, antes de que pueda darme cuenta, caigo hacia atrás. Siento contra la espalda la malla naranja que delimita el borde de la montaña y, por un instante, creo que solo voy a caerme de culo, pero justo entonces el tiempo se ralentiza y la malla cede. No sé si he caído sobre ella o si la he atravesado, pero muevo las piernas intentando mantener el equilibrio. A estas alturas ni siquiera sé qué está arriba y qué abajo. Y luego mis pies y mis manos dejan de tener conexión con el suelo.

Estoy en caída libre.

2

Vivian

Para mí, disfrutar de un café en público es un lujo; solo es un café con leche, pero sabe a libertad. Suena raro, pero lo que más me apetece ahora que estoy en Londres es poder ir a una cafetería cualquiera. En Nueva York solía salir a tomar algo a solas, hasta que tmz descubrió dónde vivía. Me tendieron una emboscada, me grabaron saliendo del edificio y lo publicaron todo en Page Six. Los debió de avisar algún otro residente del edificio, porque a los neoyorquinos no les gusta que los famosos vivan en los mismos lugares que ellos, y sería su forma de intentar echarme. Pero también podría haber sido mi prometido, decidido a retorcer el cuchillo que me había clavado en la espalda.

Llevo un atuendo sencillo, como en Nueva York antes de que me descubrieran. Me he puesto ropa de deporte, nada demasiado llamativo. Me gusta que sean prendas simples y negras: mallas, camiseta y sudadera con cremallera. Nada de estampados o marcas caras que me hagan destacar. Añado una gorra de los Yankees, que me sirve para ocultarme el pelo, me pongo las gafas de sol e inicio la marcha.

Aprendí bien la lección de Nueva York y en Londres he alquilado una casa. Así no hay portero al que sobornar para que dé detalles de mis idas y venidas ni comparto espacio con otros residentes que puedan hablar de mí a quien quiera escucharlos. Puedo entrar y salir cuando quiera sin que me miren. Ni siquiera mi representante sabe dónde estoy.

Cierro la puerta de la casa de Chester Terrace. Es una preciosa construcción de estuco color crema, y ha resultado ser tan bonita como me lo pareció por las fotos que vi en internet y que me llevaron a alquilarla. Además, hay un estudio de grabación en el sótano, aunque no lo he utilizado desde que llegué, hace dos días. Por el jet lag y por la pena que siento.

El exterior de la casa está rodeado de barandillas de hierro negro, Regent’s Park queda a solo a una manzana y, apenas un poco más lejos, se encuentra la cafetería que estoy a punto de probar. He estado practicando el acento británico porque Vivian Cross, definitivamente, no lo tiene, y si alguien sospecha que soy yo, eso lo despistará. Me pongo los auriculares mientras avanzo, pero no los conecto. Quiero aparentar que voy escuchando algo por si me estuvieran siguiendo. Agacho la cabeza y giro a la izquierda para alejarme del parque. No me cruzo con demasiada gente. Después de todo, es temprano.

Un hombre de mediana edad con un perro pequeño —un pomerania o algo así— viene hacia mí. Bajo la cabeza al pasar junto a él, pero no parece sospechar nada. Cuando echo un vistazo por encima del hombro, él no me está mirando; no se da cuenta de que se acaba de cruzar con Vivian Cross. El corazón se me acelera en el pecho. ¡Estoy consiguiéndolo! Voy andando por la calle y nadie se fija en mí. Me cruzo con tres personas más antes de llegar al Coffee Confidential y ninguna de ellas me dedica una segunda mirada. Tengo que morderme el labio para no sonreír como un Teleñeco.

Ahora llega la prueba de fuego. Empujo la puerta y el timbre suena tan fuerte como el Big Ben. Me quedo helada al oírlo, pero nadie se gira. Un tipo a la derecha levanta la vista del periódico, pero enseguida la baja, como si estuviera esperando a alguien y, al darse cuenta de que no soy esa persona, dejara de ser objeto de su interés. Me parece bien.

Tomo aire y me pongo a la cola. Solo hay dos personas por delante de mí. El tipo de enfrente es alto, lleva revuelto el pelo castaño claro y viste una camiseta azul. Su espalda y sus anchos hombros me hacen sentir como si estuviera en un yate y él fuera una vela. El polo azul marino se ciñe a su cintura estrecha; parece sacado de un anuncio de Ralph Lauren.

Busco el móvil, aunque es solo una excusa para agachar la cabeza. No veo nada con las gafas puestas, pero nadie tiene por qué saberlo. Cuando lo saco del bolsillo de la sudadera, es como si hubiera cobrado vida y se lanza de mi mano al suelo, a los pies del modelo de Ralph Lauren. Los dos nos agachamos a la vez y es él quien lo coge primero. Intento no mirarlo cuando me lo da, pero noto sus ojos clavados en mí como si buscara algo en mi cara. Mientras me pasa el teléfono, no puedo evitar bajar la vista a su mano. Es grande y luce un bronceado que sugiere que ha pasado todo el verano al aire libre.

—Gracias. —Enseguida me reprendo mentalmente por no hablar con acento británico. Pero solo ha sido una palabra, ¿no? ¿Tan diferente puede sonar en el mismo idioma?

—Un placer —responde cuando nos erguimos. Yo sigo sin mirarlo—. ¿De qué parte de los Estados Unidos eres?

Al parecer, un simple vocablo puede revelar demasiado sobre alguien.

—De Nueva York —suelto con brusquedad, como haría un neoyorquino al que no le interesara la persona que le habla. Miro el móvil e intento no hacer una mueca de disgusto por lo maleducada que acabo de ser. Pero no me interesa mantener una conversación, en especial con un hombre atractivo. En realidad con cualquier tipo de hombre. Ayer mismo busqué en internet si existe una comuna exclusivamente femenina a la que pueda escaparme, mas, por el momento, Londres y una actitud brusca tendrán que bastar.

—Me encanta Nueva York —continúa la conversación, ignorando mis poco sutiles señales para que deje de hablar. En Nueva York, podría haber cantado toda la banda sonora de Dirty Dancing, que es mi película favorita, y el tipo de delante no se habría inmutado, pero supongo que las cosas no son así en Londres. Pensaba que los británicos eran más estirados. La fila se mueve y todos avanzamos un poco—. Pasa tú primero; parece que tienes prisa.

Aggg. Si le digo que no, insistirá y acabaremos teniendo más interacción de la que quiero.

—Gracias. —Ahora solo debo esperar que atiendan a una persona. Necesito salir de aquí antes de que intente hablarme alguien más.

Otra dependienta se pone a atender en la caja de al lado, hasta ese momento cerrada, lo que significa que el señor Ralph Lauren y yo acabamos pidiendo al mismo tiempo. Veo que la joven le sonríe mientras yo pido un café con leche y suelta una sonora carcajada al oír algo que él dice. Aunque no le he visto la cara, es evidente que Becky —su nombre figura en la chapa— se siente atraída por él. Quizá sea un cliente habitual. Pago y voy al puesto de recogida, contenta de que ningún miembro del personal se haya fijado en mí. Esta excursión habría sido perfecta si no se me hubiera caído el móvil.

Por supuesto, mi nuevo amigo me sigue porque también está esperando su pedido.

—Me llamo Beau —se presenta, poniéndose a mi lado.

Finjo sentirme absorta por la pantalla de mi móvil, pero asiento como si hubiera oído lo que ha dicho. Sin embargo, no le digo mi nombre.

—¿Cómo te llamas? —pregunta sin inmutarse.

Suspiro. ¿Por qué no me deja en paz? En Londres hay muchas mujeres con las que ligar.

—Adele. —Es el nombre falso que suelo usar para registrarme en los hoteles, una pequeña broma conmigo misma, ya que mi último disco se vendió más que el de ella en la primera semana. Por supuesto, me encanta Adele, como a todo el mundo. Eso no significa que no disfrutemos de una amistosa rivalidad. Pero somos adultas. No vamos a dar un espectáculo a lo Katy-Taylor.

—Un placer conocerte, Adele. —Antes de que pueda hacer más preguntas, suena mi nombre ficticio y me adelanto para coger mi café. Ni siquiera me despido del señor Ralph Lauren; salgo corriendo de la cafetería y vuelvo a casa.

He conseguido salir a por café y nadie se ha dado cuenta de quién soy. Toda una victoria.

3

Beau

No mucha gente es consciente de verdad de la suerte que tiene de estar viva, pero yo no soy una de esas personas. Y mientras siga respirando, necesitaré café cada mañana.

Me dirijo al Coffee Confidential y veo allí a la mujer de ayer: Adele. Es neoyorquina y no le gusta mucho la cháchara.

—¡Hola! —le digo cuando llegamos a la puerta al mismo tiempo.

—Hola —responde; mantengo la puerta abierta para que pase, intentando no concentrarme en el dolor del hombro. Ni siquiera me sonríe. Ayer también me pareció un poco fría.

Si me hubiera despeñado por un glaciar a tres mil metros tras el rechazo de Coral, me habría quedado igual de helado que ella, pero no fue así. Por suerte para mí, la caída fue de solo seis metros, y, para más fortuna, solo me disloqué el hombro. La guinda del pastel fue que Coral ni siquiera se quedó a comprobar si estaba vivo o no. Sin duda, ya no hay ninguna ambigüedad en lo que se refiere a nuestra relación. El incidente acortó mis vacaciones en la estación de esquí, pero no puedo quejarme. Tampoco hubiera querido quedarme a intercambiar más palabras con Coral.

—¿Qué tal la mañana? Eras Adele, ¿verdad? —pregunto siguiéndola al interior.

Ella tensa la boca y sonríe, pero no responde. Su actitud me está diciendo en silencio «Tío, vete a la mierda. No me interesas». Nada que alegar al respecto, estoy seguro de que los hombres le entran todo el tiempo; me parece que es guapa, o lo sería si se quitara las gafas de sol y la gorra.

Hoy la cola es más corta, y Adele se acerca al mostrador. No tarda mucho en hacer su pedido y pasar al puesto de recogida. Está claro que no quiere que nadie la moleste. Se queda de pie, esperando, concentrada en su móvil y de cara a la pared, como si la hubieran castigado por portarse mal. Me río entre dientes. No puede ser más clara.

—Buenos días, guapa —saludo a Kimberly, que está tras el mostrador.

—Hola, Beau. —Me sonríe. ¿Soy yo o las pelirrojas son guapísimas?—. ¿Lo de siempre?

—Es un honor para mí que te acuerdes. —Me llevo la palma de la mano al pecho y estiro la mano con el teléfono para pagar.

—¿Cómo podría olvidarlo? —pregunta, ruborizándose ante su propia respuesta—. Siempre pareces tan… feliz…

Es agradable pensar que el hecho de que yo entre en la cafetería aporta algo bueno a su jornada: un chute de serotonina o, simplemente, una sonrisa más.

—Que tengas un buen día —le deseo, y me acerco al puesto de recogida, asegurándome de dejarle a Adele el espacio que necesita.

La llaman por su nombre y, sin mirar, coge su café, aún concentrada en el teléfono. Se da la vuelta y va a toda prisa hacia la puerta. Antes de que pueda moverme, choca contra mí y el café hirviendo se derrama sobre mi pecho. Reacciono con rapidez y antes de ser consciente del calor, que sé que llegará, suelto el teléfono y la mochila y me quito la camiseta.

—¡Joder! —le oigo decir—. Lo siento mucho.

Se vuelve hacia el puesto, coge unas servilletas y me las tiende. Las acepto. Aunque no porque las necesite, ya que llevo una toalla en la mochila: es solo que no quiero que se sienta mal.

—Gracias. —Sonrío—. Estoy bien.

—Pero la camiseta… —Lleva gafas de sol, pero no necesito ver sus ojos para saber que está mirando lo mismo que el resto de los que están el local: las cicatrices en mi torso desnudo.

En el pasado no tuve tanta suerte como hoy cuando un líquido caliente entró en contacto con mi cuerpo. Hace tiempo que mi piel está curada, pero las marcas permanecen. Es como si la piel de un lado de mi pecho y de mi brazo izquierdo se hubiera derretido y reorganizado. Su textura es distinta a la del resto del cuerpo, y varias zonas aún siguen entumecidas hoy en día. Tuve mucha suerte. Hoy el café que ha caído por mi torso no requerirá hospitalización ni me dejará marcas permanentes que me acompañen el resto de mi vida. Todavía me quedan siete vidas más.

—Dios, lo siento mucho —repite, sin levantarse las gafas de sol del puente de la nariz.

—No pasa nada. Solo ha sido un accidente. —Me seco con las servilletas y sacudo la camiseta empapada.

—Toma —me ofrece, bajándose la cremallera de la sudadera con capucha—. Acepta mi chaqueta.

Me río.

—Es muy amable por tu parte, pero no creo que me quede bien.

—Es oversize.

—Aun así, no es lo bastante grande. —Busco en la mochila otra camiseta, la que pensaba ponerme para volver a casa.

—¿Puedo pagarte una nueva? —Saca la cartera y empieza a coger dinero.

Le pongo la mano en la muñeca.

—Para. En serio, estoy bien. La lavaré. No pasa nada.

El camarero me llama por mi nombre. Me pongo la prenda limpia, pero antes de que pueda alcanzar el café, Adele lo coge y me lo da.

—Gracias. Eres muy amable.

—Al menos déjame invitarte al café —dice.

Vuelvo a reírme. ¿Por qué esta mujer sigue intentando darme dinero?

—Ya lo he pagado. No pasa nada, no te preocupes. —Me echo la mochila a la espalda y me acerco a la salida.

—¿Seguro que estás bien? —pregunta—. ¿No deberías ir a un médico?

Mantengo la puerta abierta y ella pasa.

—Me dedico a la medicina. Soy médico. Y, de verdad, estoy bien. No te preocupes.

Estamos en la acera, uno frente al otro. Las gafas de sol son enormes y ocultan la mayor parte de su rostro, pero no sus labios carnosos, con un marcado arco de Cupido, que parecen hechos para besar. Puede que Coral me haya quitado las ganas de sentar la cabeza, pero no me he convertido en un monje. ¿Es rubio el pelo que adivino por debajo de la gorra?

—¿Eres médico? —pregunta. Asiento—. Qué bien. ¿Seguro que no te has quemado?

—Esta vez no —respondo, haciéndole notar que sé que ha visto mis cicatrices. No me avergüenzo de ellas. Fueron muy dolorosas durante meses, pero me cambiaron la vida y me llevaron por el buen camino.

—De acuerdo.

—¿Puedo acompañarte a algún sitio, Adele? —me ofrezco.

Inspira, como si recordara dónde está. Niega con la cabeza.

—Hace un día precioso. ¿Qué tal una caminata por el parque?

—¿Caminata? —repite—. Qué término más gracioso…

—¿En serio?

Se encoge de hombros.

—Sí. Es muy británico.

—Sin duda no es neoyorquino —convengo.

—¿Es bonito? —se interesa.

—¿El parque? —pregunto—. ¿Nunca has estado? Es precioso. Vamos, compláceme con un paseo de diez minutos. Así me compensarás por haberme tirado el café por encima.

Mira a su alrededor, casi como si estuviera esperando a alguien. Luego respira hondo, como alguien a punto lanzarse al vacío para hacer puenting.

—De acuerdo.

Tomamos rumbo al parque.

—Ten. —Le ofrezco mi café—. Tómalo si te gusta el café americano.

Se cruza de brazos.

—No voy a derramarte mi café por encima y luego aceptar el tuyo. Es ir demasiado lejos.

Sonrío. Son más palabras de las que me ha dicho sumando las dos veces que la he visto.

—¿Lo compartirías conmigo?

Niega con la cabeza.

Cruzamos la calle y nos adentramos en el parque.

4

Vivian

Es como si mi corazón supiera que este hombre es sincero, pero mi cuerpo tiene una extraña reacción ante la gente nueva. Es como si alguien pulsara un botón de rechazo en mi interior. Si no le hubiera tirado un café hirviendo por el pecho, no estaría paseando por el parque con él, a pesar de lo bueno que está.

—¿Vives en Londres, Adele? —pregunta.

Repite demasiado «Adele». No sé si es una de esas personas que usan mucho los nombres o si sabe que soy Vivian Cross y me está poniendo a prueba. Aunque sea un desconocido y no le deba nada, no puedo evitar sentirme mal por mentirle. En realidad, no sé si soy yo o es él quien me hace sentir así.

—No, solo me quedaré unas semanas. —El parque es agradable. Las copas de los árboles hacen que se esté mucho más fresco, casi como si no estuviéramos en la ciudad. Antes solía ir a Central Park, pero después de la ruptura no quería abandonar mi apartamento. En todas partes me sentía insegura. Y después de que tmz descubriera dónde vivía, no podía salir aunque quisiera. A veces no me sentía a salvo ni siquiera dentro de casa.

—¿Es la primera vez que visitas el Reino Unido?

No, si cuentas la gira mundial que realicé hace dos años. O cuando toqué en Glastonbury hace tres.

—He estado aquí antes un par de veces —comento.

Asiente como si lo que estuviera diciendo fuera interesantísimo.

—¿Por negocios? O…

—Principalmente. —No quiero mentir, pero él no tiene por qué saber quién soy—. Háblame más sobre tu trabajo. Debe de ser muy interesante ser médico, ¿no?

Se ríe a mi lado. Su risa hace que las comisuras de sus ojos se arruguen de una forma adorable y me den ganas de sonreír también. Su cara es tan de modelo de Ralph Lauren como el resto de su cuerpo. Tiene la mandíbula fuerte y la piel perfecta bajo los rayos del sol; el tipo de belleza que mejora con la edad.

—No es muy emocionante, pero me gusta. Me gusta ayudar a la gente.

Veo algo a un lado del camino. Parece un esqueleto sobre una silla.

—¿Qué demonios es eso?

—¡Yo te protegeré! —Extiende los brazos y crea un muro de cuerpo duro entre el esqueleto y yo. Luego los deja caer—. Es una escultura. —La figura ósea está echada hacia atrás sobre una silla de latón colocada sobre un cuenco que se está llenando de agua—. En teoría es temporal, pero lleva aquí todo el año.

—Vale —acepto. Supongo que la gente hace arte con todo tipo de cosas—. ¿Crees que es de verdad? —pregunto.

—¿La escultura?

—El esqueleto —insisto.

—No lo es.

—¿Cómo puedes estar seguro? Parece bastante realista.

—Bueno. —Levanta la mano y se rasca la nuca. Intento no mirar la piel expuesta de su estómago bronceado y tenso mientras habla. En parte porque es de mala educación y en parte porque no sé si debería fijarme en la piel de un hombre. En las manos de un hombre. En la sonrisa de un hombre. Se supone que estoy curando mi corazón roto. Y hago todo lo que puedo para ignorar la corriente que me recorre la espalda cuando me mira—. Soy médico. Pero, además, mi hermano conoce al artista.

Echo un vistazo y veo la placa que describe la obra.

—Urs Fischer. ¿Y tu hermano lo conoce, dices?

—Sí, creo que le encargó algunas cosas. Recuerdo que me habló de esta pieza y de que no era un esqueleto de verdad.

—Aaah… —murmuro—. ¿A qué se dedica tu hermano? ¿Es coleccionista de arte o algo así?

—No, te aseguro que no es coleccionista de arte. Si te soy sincero, no estoy muy seguro de lo que hace. Sé que tiene algo que ver con las finanzas. —Hace una mueca.

Me río, porque es exactamente cómo describiría lo que hace mi hermano para ganarse la vida.

—Tienes una sonrisa preciosa —comenta, y de repente me siento cohibida bajo su mirada.

—Gracias. —Me quedo un poco turbada por el cumplido, porque me parece auténtico. Hay mucha gente en mi vida que me hace la pelota, pero ¿por qué lo haría este hombre? Me da la impresión de que no me ha reconocido. No le pago un sueldo, y me hace sentir bien que se fije en mí. Me siento especial, no por mi voz ni por mi forma de componer, sino porque soy yo.

—¿Tienes hermanos? —pregunta.

Me aclaro la garganta. No quiero mentirle, pero tampoco deseo revelarle nada de mi vida. No tiene por qué saber quién soy. Solo me apetece disfrutar del paseo por el parque y llegar a casa.

—Sí. Tengo un hermano. —Es agradable ser sincera, a pesar de que no añado que también tengo una hermana.

Un grupo de mujeres jóvenes se acerca a nosotros y me doy la vuelta, fingiendo de nuevo mucho interés por la escultura, con el corazón latiéndome con fuerza en el pecho.

—¡Dios mío! —grita una de ellas.

Joder. Sabía que debería haberme ido directamente a casa. No puedo estar a más de cien metros del límite del parque. Tal vez podría ponerme a correr y llegaría a casa en pocos minutos.

—¿Estás bien? —pregunta Beau.

Me atrevo a mirar a mi alrededor y compruebo que las chicas han pasado de largo. No se han fijado en mí; debían de referirse a otra cosa.

—Pareces nerviosa —comenta.

Esbozo una sonrisa fingida.

—Estoy bien. Sigamos andando, aunque prefiero que nos mantengamos cerca del borde del parque, si te parece bien.

—Sí, vale. —Tiene que correr para alcanzarme; no quiero que las chicas se den cuenta y peguen media vuelta para ver si realmente soy quien creían que era.

—¿Vienes mucho por aquí? —me intereso. Creo que si en verdad viviera en Chester Terrace, y no fuera famosa, visitaría mucho este parque. De hecho, incluso siendo famosa, vendría si viviera en Londres. Sin embargo, este no es el momento adecuado. Me siento como si le hubieran puesto precio a mi cabeza. Ya pasará; tiene que pasar.

—En estos momentos vivo con mi hermano, así que paso por el parque para ir al trabajo todos los días. ¿Y tú? ¿Dónde vives?

—Oh, creo que es justo ahí detrás… —Indico un lugar por encima de mi hombro derecho con el pulgar.

—¿En King’s Cross? —insiste.

—Eso creo.

—No me has dicho por qué estás en Londres. Solo que es por trabajo.

—Es un pequeño descanso entre trabajos, en realidad.

Asiente.

—Qué guay. Es una gran ciudad, ¿verdad?

Por desgracia, no he visto demasiado de Londres. Ser famoso tiene muchas ventajas, pero también sus inconvenientes. Uno de ellos es no poder salir a donde quiera. Si estoy de gira publicitaria y voy a cenar, o algo así, me aseguro de que me acompañen unos guardaespaldas. Sin embargo, en este momento no quiero tener que lidiar con eso. Necesito algo de tiempo para mí. Además, no puedo organizar un efectivo de seguridad sin decirle a la gente dónde estoy. Como mínimo, mi asistente tendría que saberlo. Y, de momento, nadie conoce mi paradero. Ni siquiera este hombre tan atractivo con el que estoy paseando por el parque.

—Es una ciudad fabulosa —convengo—. Me gusta que aquí cualquiera pueda pasar desapercibido.

Sonríe, lo miro y luego me alejo, porque siento un cosquilleo en el estómago que me resulta un poco… peligroso.

—Me encanta que seas consciente de eso. Es exactamente lo que pasa aquí. Hay un lugar para ti, seas quien seas.

El corazón me da un vuelco en el pecho, no por el sentimiento, aunque es estupendo poder ser uno mismo, sino por el cumplido y por la forma en que parece satisfecho con lo que he dicho. Asiento, y atravesamos un lugar especialmente sombrío del camino. Apenas puedo ver por culpa de las gafas de sol. Tampoco ayuda que las nubes hayan cubierto el cielo.

—Sabes que es raro que aquí haya sol, ¿verdad? —expone Beau. Lo miro y me doy cuenta de que me está pidiendo que le muestre mis ojos.

—Lo sé. —Las gafas de sol son una armadura. Con ellas puestas, siento que alejo a todo el mundo unos metros, y es la única forma en que puedo enfrentarme a ello.

—Mientras tú estés bien…

Es probable que esté pensando que alguien me ha dado un puñetazo en la cara y estoy intentando ocultar un ojo morado.

—Estoy bien. Es solo que no me gustan… las luces brillantes. —Mi exprometido siempre me acusaba de que me atraían demasiado los focos. Al final, resulta que él disfrutaba de la fama más que yo.

Una pareja cogida de la mano se acerca a nosotros. Veo que ella me mira y luego susurra algo a su novio, que a su vez me mira también. Mierda. Sabía que ya había tentado bastante a la suerte.

—Oye —llamo la atención de Beau—, ¿por qué no vamos por ese sendero de ahí?

Me cuelo entre unos arbustos, agachándome para no golpearme la cabeza con las ramas bajas de los árboles.

—Sabes que esto no es un camino, ¿verdad? —pregunta desde detrás de mí. Atravesamos los arbustos y nos encontramos con otro sendero, paralelo al que acabamos de dejar.

—Ah… Pensaba que era un atajo.

Curva las comisuras de los labios, pero mantiene el ceño fruncido, como si yo le pareciera divertida y desconcertante a partes iguales. Puedo vivir con ello.

—¿Cuál es tú historia, Adele? ¿Por qué te cuelas entre unos arbustos y te dejas las gafas de sol puestas en la oscuridad? ¿Estás en el programa de protección de testigos o algo así?

Suspiro. Es difícil mantener el anonimato cuando te relacionas con alguien durante un rato largo. Hago un gesto con la cabeza señalando los arbustos. Parece un tipo decente, y tampoco sabe dónde vivo. Además, ya no puedo volver al parque: está a punto de darme un ataque de nervios.

—Ponte aquí. —Lo sitúo de modo que él queda de cara al camino y yo enfrente de él, para que, si alguien se cruza con nosotros, no me vea la cara.

—De acuerdo. —Actúa como si yo fuera una completa lunática, pero se va a dar cuenta de que tengo mucho que ocultar.

Me quito la gorra y dejo caer el pelo rubio platino y luego me subo las gafas de sol a lo alto de la cabeza.

—Eres… —espero a que aparezca una expresión de reconocimiento en su cara— preciosa.

Me vuelvo a poner la gorra, aunque me dejo el pelo suelto y las gafas de sol, atenta a su reacción.

—Gracias.

—Me miras como si esperaras que me explote la cabeza —comenta.

Desvío la mirada.

—No, no es nada. No, está… está bien. No te preocupes. —Me muerdo la lengua. Hacía mucho tiempo que no estaba con alguien que no supiera de sobra a quién tenía delante. Por supuesto, siempre que me presento digo mi nombre, pero me doy cuenta por las sonrisas ansiosas y los efusivos saludos de que conocen mi verdadera identidad. Este tipo no tiene ni idea. Y es como si oyera coros entonando aleluyas.

No solo es guapo. Es encantador. Y británico. Además, no tiene ni idea de quién soy. Creo que nunca he conocido a un hombre más sexy. Frunce más el ceño.

—¿Me he perdido algo?

—Me caes bien, Beau —digo.

Le doy una palmadita en el brazo, intentando no estremecerme al encontrarme con un músculo duro, y echo a andar.

Sonríe.

—Tú también me caes bien, Adele.

Me río. Me siento mal por estar mintiéndole.

—Adele no es mi verdadero nombre.

—Ah, vale… ¿No te gusta que los cretinos que te asaltan en las cafeterías sepan cómo te llamas?

—Algo así.

—¿Me vas a decir tu nombre de verdad? —pregunta—. ¿O quieres que lo adivine?

No puedo dejar de sonreír. Me siento como un bicho raro. No recuerdo la última vez que sonreí tanto.

—Puedes intentar adivinarlo.

—Esmeralda —dice, sin pausa—. O Gertrude. Sí, tienes pinta de Gertrude.

—Para ya —le pido, casi mareada por sus tonterías—. Se te da fatal adivinar nombres.

Se lleva la mano al pecho como si le hubiera hecho daño en lo más profundo.

—Eso ha dolido.

Pongo los ojos en blanco.

—Mi verdadero nombre es Vivian. —Lo observo para ver si empieza a atar cabos, pero no hay ni un mero atisbo de reconocimiento en sus ojos.

—Oh, es precioso. Mucho mejor que Adele.

Sonrío y nos miramos mientras caminamos.

—Gracias —murmullo—. Te lo agradezco mucho.

—Pero hay algo más, ¿no? —insiste—. No sé qué exactamente, pero creo que tal vez tu nombre no es Vivian. O quizá sí, y me falta alguna pieza por encajar.

Me encojo de hombros, sin saber muy bien cómo decírselo ni si debería hacerlo.

—¡Vamos! —me anima—. Es como si no me enterara de nada. Tengo cuatro hermanos. Estás perpetuando un trauma infantil.

Es adorable, sexy y divertido, y es raro que yo piense que vale la pena hablar con un hombre, y mucho menos que lo considere adorable, sexy o divertido.

Pero aquí estoy.

—Soy Vivian Cross —susurro en plan drama queen.

Da un paso atrás.

—¿La cantante?

Se me revuelve el estómago y al instante me arrepiento de que ahora sepa quién soy. Disfrutaba mucho de la conversación cuando pensaba que era una chica cualquiera.

—¿Es que conoces a una contable con este nombre?

Se ríe.

—¿Cómo sabías que ese es el nombre de mi contable? —Nos sonreímos, porque es absurdo y eso me gusta—. Así que las gafas y la gorra son un disfraz. —Y ahí están, todos los puntos unidos en una imagen ordenada.

—Mmm, sí. —Al instante me siento un poco incómoda. Me vuelvo a poner las gafas y me recojo el pelo debajo de la gorra, bajando la visera todo lo que puedo sin que se me caigan las gafas.

—Pero esto no es Estados Unidos. No estoy diciendo que no seas famosa aquí, por supuesto que lo eres. Pero…

—¿En Londres los humanos no reconocen las caras? —Levanto la vista y le sonrío.

Me lanza una sonrisa.

—No estoy diciendo eso. Es solo que… que nadie te va a molestar.

Suelto una carcajada.

—Si tú lo dices… Pero, si no te importa, no voy a arriesgarme. Al menos, por el momento. Últimamente he salido demasiado en las páginas de cotilleos para mi gusto. —Podría haber estado bien antes de la ruptura, pero ahora surgen nuevas historias sobre mí todos los días. Como que tengo el corazón roto, soy una bruja que no puede retener a un hombre, me estoy escondiendo, tengo una aventura con un productor casado y mayor, estoy desesperada por salir con un Kennedy… La lista es interminable.

—Me parece bien. Así que, ahora que te has sincerado, ¿qué estás haciendo de verdad en Londres?

—Me estoy tomando un descanso entre trabajo y trabajo. Dentro de unos meses saldrá un nuevo álbum y tendré que viajar para promocionarlo. Solo quería relajarme un poco.

—Así que has venido a Londres de vacaciones, pero tienes que disfrazarte y no puedes salir a ningún sitio sin preocuparte de que alguien te reconozca. No comprendo cómo eso va a servirte de descanso.

Entiendo que lo vea así.

—Te sorprenderías. Es un descanso estar escondida, que nadie sepa dónde estás.

—Aaah…, así que el descanso no es del trabajo, es de la gente que hay en tu vida.

Lo considero durante unos instantes.

—Tal vez.

—Qué triste. Deberías pasar tu tiempo con gente con la que quieras estar.

—Sí, puede que sí. —Mi tono es un poco a la defensiva—. Casi siempre.

El problema es que Matt siempre ha sido mi refugio, mi roca cuando quería evadirme. Estar con él, los dos solos, eran las vacaciones que tanto ansiaba de vez en cuando. En el momento en el que me relajaba con él, todos los miedos y frustraciones desaparecían y era capaz de sobrellevar que todos los que formaban parte de mi vida era personas a las que pagaba por estar allí. Todos menos Matthew.

Que al final me haya traicionado me hace querer huir del mundo y no volver jamás.

—O puede que no. Creo que si te cae bien todo el mundo y confías en todas las personas con las que pasas parte de tu tiempo, debes de ser muy afortunado.

Su expresión es desconcertante, casi como si sintiera pena por mí. Hacía mucho tiempo que nadie me miraba así.

—Tengo mucha suerte —dice—. Aprendí esa lección pronto y fue muy dura. —Señala con la cabeza las cicatrices que luce en el brazo.

—¿Cuántos años tenías?

—Doce. Mis hermanos y yo nos perseguíamos por toda la casa como gatos salvajes. Sabíamos que la cocina estaba prohibida cuando jugábamos así. ¿Qué puedo decir? Sabía que me iban a pillar y a pegar, y la cocina era mi única escapatoria. Me tropecé con mi madre, que llevaba una olla de agua hirviendo.

Doy un respingo.

—Joder…

—Lo peor es que como era lo bastante mayor como para saber que había metido la pata hasta el fondo, hui de mi madre porque intuía que se enfadaría mucho conmigo. No sentí dolor de inmediato. Cuando lo noté y llegó la ambulancia, las quemaduras eran de segundo y tercer grado. Pasé mucho tiempo en el hospital.

—Dios, lo siento mucho. —Sin pensarlo, le cojo el brazo y le paso un dedo por las marcas que asoman bajo la camiseta. Sé por lo que he visto en la cafetería que las cicatrices cubren al menos la mitad de su pecho.

Nuestros ojos se cruzan y me dedica una sonrisa. No sé si es porque le parece raro que lo toque o porque le gusta. Dejo caer la mano, consciente de repente de que es un desconocido al que probablemente no debería tocar.

—Es algo que me enseñó mucho. Me hizo valorar la vida. Desde entonces, quiero exprimir cada momento de cada día. Me considero increíblemente afortunado.

Asiento, tratando de asimilar lo que dice. Está describiendo justo lo contrario a lo que me ocurre a mí en este momento.

—Y voy yo y te echo café hirviendo por encima. Eso debe de ser un castigo o algo así.

—Aaah, pero no ha llegado a tocarme la piel, solo la camiseta. No pasa nada. —El camino se divide en dos y él señala el ramal de la izquierda. Seguimos caminando en esa dirección. Nos adentramos en el parque y, no sé por qué, con él me siento segura. La gente pasa a nuestro lado, pero no parece mirarnos, así que empiezo a tranquilizarme un poco.

—¿Cómo es ser una estrella internacional del pop? —pregunta Beau.

Solitario, pienso, pero no lo digo. Me encojo de hombros.

—Me apasiona componer música. Y me encanta poder tocarla para la gente que la disfruta. Tengo mucha suerte de hacer lo que me gusta.

Entrecierra los ojos.

—Eso parece una respuesta ensayada.

Me río, porque es la que doy de forma habitual cuando me preguntan por mi trabajo, y él se ha dado cuenta.

—Sí. Tal vez.

—¿Cómo es en realidad? No te imagino sentada detrás del escritorio o al piano o lo que sea a las nueve de la mañana para luego hacer una pausa para comer y terminar fichando a las cinco.

Lo miro y sonrío.

—No. No es así.

—¿Cómo es un día normal?

Ningún día me parece típico en este momento. La verdad es que cuando no estaba componiendo o preparándome para una gira o una actuación, estaba en la casa que Matt y yo compartíamos. Cocinaba para él, hacía ejercicio. ¿Y ahora qué?

—En realidad, aquí, en Londres, no tengo una rutina establecida.

—Aparte de tomar café —me recuerda Beau.

—Sí. Sé que suena raro, pero para mí es un placer poder salir a la calle sola e ir a tomarme un café.

—¿No puedes hacer eso en Estados Unidos? ¿Dónde dices que vives? ¿En Nueva York?

No quiero pensar en Nueva York. Matt se ha mudado, pero creo que nunca podré volver al apartamento. No soporto ver los recuerdos de nuestra vida en común, de la que estábamos destinados a tener; aunque todo era mentira, está claro. Matt no era el hombre que yo creía que era.

—Sí. A veces puedo salir y pasar desapercibida en Nueva York. —Aunque no ha ocurrido desde que Matt y yo nos separamos. El apetito voraz de los paparazzi por captar mi aspecto más lamentable está en su apogeo.

Beau comprueba su reloj.

—Mierda, me tengo que ir. Lo siento. Examinaré a mi primer paciente dentro de quince minutos y estoy a catorce minutos a pie de la consulta.

—No lo sientas. Gracias por ser tan amable a pesar de que te he derramado el café por encima y he contribuido a recordarte tu trauma infantil.

—Cuando quieras derramar un café sobre mí, adelante. —Hace una pausa y frunce los labios como si estuviera considerando algo—. ¿Quieres repetir mañana? ¿Café y un paseo por el parque?

Se me revuelve el estómago. Mi pensamiento inmediato es que mañana vendrá acompañado de los fotógrafos. Sin hacer nada más, podría ganar un par de miles de dólares dándole material a uno de ellos. No creo que este tipo sea un imbécil, no lo parece, pero he estado comprometida con un hombre al que conocía desde hacía doce años y pensaba que era un tipo honrado. Mi radar para detectar a los chicos buenos está averiado.

—Tal vez —respondo.

Se ríe.

—Aceptaré un tal vez. Ha sido un placer, Vivian Cross. Espero verte mañana. —Se despide levantando dos dedos y se marcha en otra dirección.

Me quedo quieta y lo admiro durante unos segundos, mientras se aleja. ¿Debería confiar en él? Probablemente no, porque ni siquiera puedo confiar en mí misma para detectar a las personas tóxicas. O quizá necesite volver a verlo para ponerme a prueba, para demostrarme a mí misma si es cierta o no mi teoría: que los hombres a los que atraigo siempre son malos.

5

Beau