El mejor final - Laura Miranda - E-Book

El mejor final E-Book

Laura Miranda

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Hay un día en que todo sale mal. A Guadalupe le pasó cuando tuvo que enfrentar las consecuencias de una jornada agotadora en su trabajo. Esa noche, cansada, rota, llega a su casa deseando consuelo y contención, pero se encuentra con la actitud indiferente de su marido, exigencias de sus hijos y más tareas por delante, esos deberes de esposa y madre que se dan por sentados y no reciben gratitud ni recompensa. Hay un día en que una mujer dice basta y entonces cambia el mundo. En un momento clave de su vida, cinco mujeres se interrogan sobre la capacidad de asumir verdades y tomar decisiones definitivas. Por sí mismas o agobiadas por los hechos, deben entrar en acción. Miedo a salir de la zona de confort, secretos familiares, rutina, viajes, dudas y el deseo de estar bien se suceden en una historia emocionante, con la que todos podemos identificarnos. Laura G. Miranda conmueve con esta novela que bucea profundo en las aguas nada mansas de las relaciones humanas. El mejor final es una propuesta apasionada y liberadora que nos invita a mirar la vida de frente y celebrarla en todas sus versiones.

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Hay un día en que todo sale mal.

A Guadalupe le pasó cuando tuvo que enfrentar las consecuencias de una jornada agotadora en su trabajo. Esa noche, cansada, rota, llega a su casa deseando consuelo y contención, pero se encuentra con la actitud indiferente de su marido, exigencias de sus hijos y más tareas por delante, esos deberes de esposa y madre que se dan por sentados y no reciben gratitud ni recompensa.

Hay un día en que una mujer dice basta y entonces cambia el mundo.

En un momento clave de su vida, cinco mujeres se interrogan sobre la capacidad de asumir verdades y tomar decisiones definitivas. Por sí mismas o agobiadas por los hechos, deben entrar en acción.

Miedo a salir de la zona de confort, secretos, rutina, viajes, dudas y el deseo de estar bien se suceden en una historia emocionante, con la que todos podemos identificarnos.

Laura G. Miranda conmueve con esta novela que bucea profundo en las aguas nada mansas de las relaciones humanas. El mejor final es una propuesta apasionada y liberadora que nos invita a mirar la vida de frente y celebrarla en todas sus versiones.

Laura G. Miranda ha logrado un estilo propio dentro de la novela romántica contemporánea en América Latina al punto que se la reconoce como la creadora del “romanticismo simbólico” por la manera única de crear un engranaje entre los sentimientos y los símbolos.

En 2017, obtuvo el Premio Lobo de Mar en literatura. Participó de múltiples ferias del libro en el país desde 2014 y en 2022 fue invitada por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara a presentar su novela Tierra en los bolsillos. Es considerada “Patrimonio Cultural Intangible” de la ciudad de Mar del Plata. El 17 de marzo de 2023, el Honorable Concejo Deliberante le otorgó el título de “Vecina Destacada”, reconocimiento máximo en dicha ciudad, “por sus obras y trayectoria, contribuyendo con gran talento, creatividad, entrega e imaginación, al arte y a la cultura”.

Algunas de sus obras, todas publicadas en VeRa: Volver a mí, Las otras verdades, Después del abismo, Ecos del fuego, Tierra en los bolsillos, Más allá del mar.

 

Conocé más sobre la autora en

lauragmiranda.com

A mi hija, Miranda y su amado Salem

A mi hijo, Lorenzo

Siempre

No me arrepiento de nada contigo

Contigo me muero, contigo revivo

Y sos mi victoria, y sos mi fracaso

Sos todo lo bueno, sos todo lo malo

Aquí estoy, otra vez

 

Soy tu soldado de brazos rendidos

Siempre en esta guerra salimos heridos

Cómo explicarte este sentimiento

Si no me acostumbro, si no lo resuelvo…

 

“Nunca lo olvides”, AIRBAG

   

Prólogo

Es imposible que el afuera no se meta en mi vida. Todo lo que sucede como un hecho imprevisto o planeado por el destino, así como lo que otras personas hacen, conspira para afectar mis emociones, mi presente y también la unidad de medida de ese tiempo que transcurre por su cuenta y a pesar de mí.

Siento que el mundo es cada día más inseguro y que el lugar que ocupo en él se vuelve cada noche más vulnerable. Mi vida está en crisis porque no sabe cómo enfrentar lo cotidiano. ¿Sé amar? ¿Es amor la demanda constante de quienes amo? ¿Cómo sigo? ¿Es mi culpa? ¿Qué lugar ocupan los otros en mí? ¿Y yo en ellos? ¿Cuál es mi límite? ¿Por qué convivo con la indiferencia? ¿Cuándo acepté que mis frustraciones se tragaran mis palabras? ¿Cuál es la razón por la que no soy una mujer fuerte, en medio del surgimiento de tantas heroínas anónimas?

¿Soy amada? ¿Eso me importa?

¿Qué me define?

El tiempo transcurrió en un atemporal suspiro, en medio de una carcajada y también atravesando lágrimas. Años se consumieron en un parpadeo y de pronto, soy yo, pero en otra versión. Me gustaría compararme con un buen vino tinto que se hizo mejor derrotando almanaques, pero no. Toda mi evolución se debilitó tanto que la pierdo de vista. Se me escapa, me provoca y me enfrenta. Quedo inmóvil ante el presente y permito que los días transcurran unos iguales a otros. No sé por qué.

A veces, desesperada, quiero sentir adrenalina en algún rincón de mi persona para convencerme de que no voy a morir de rutina y otras, disfruto estar sola, mirando la nada de un cielo estrellado que me cuenta todo el infinito en su silencio. Necesito estar bien y no lo logro. Me enoja la lentitud de mi reacción frente a mis propios sentimientos.

Tengo insomnio y no puedo dejar de pensar. Soy incapaz de dominar mis emociones. Le quité fuerza a mi carácter y ya no me expreso, ante mí, de manera asertiva. Soy una duda que solo está segura de que el amor no mata a nadie, mientras, a la vez, tengo la certeza de que estoy muriendo de a poco. No, el amor no mata, lo sé, ni por presencia ni por ausencia, pero duele. Entonces, ¿qué es lo que me roba la vida? ¿Soy yo misma? ¿Es mi pasividad frente a mi malestar?

Todas las cosas en las que creo y ante las que me rindo con certeza han cambiado de color y me miran desafiando mis convicciones más íntimas. Intento vivir en el ahora, pero se mueve y llego tarde o demasiado temprano a su intención. Me doy cuenta de que no es un tema de horarios, soy yo. Se desordenó mi presente y nada encuentra el sitio correcto. Sé que no tiene sentido ir en contra de lo que sucede, pero no puedo entender del todo los hechos y mucho menos controlarlos. ¿Por qué tomo malas decisiones? ¿Son apenas malas y están justificadas? ¿O son inaceptables y las peores en mi situación? ¿Cuál es la causa por la que insisto en permanecer haciendo lo que no quiero? Oscilo entre la bronca, el enojo y una letal angustia. Estoy incómoda en mí.

Me sobran vínculos y, a la vez, me faltan. A veces, me siento una mujer joven y divertida, encerrada en la vida de otra, de casi cincuenta, que no sabe cómo reinventarse para seguir.

Crisis. Confusión. Cambios. Esas son las palabras que me gritan por un lugar, desde el centro de mi alma, y chocan contra el eco de la habitación impar. Necesito volver a mi verdad, a la de antes. No, a esa no, a la nueva. Me urge latir al ritmo de mi vida.

Sé que el primer paso no me llevará directamente a donde quiero ir, pero definitivamente empezaría a sacarme de este lugar en el que ya no quiero estar. Sin embargo, no avanzo. Me doy la orden y enseguida me enredo entre ideas osadas y movimientos lentos. De repente, me animo a algo de lo que no me creí capaz, pero muy pronto tropiezo y quedo atrapada antes de una caída final que no me alcanza. Busco la línea de llegada, pero regresé al punto de partida.

Confieso que me habitué a administrar carencias, no sé cuándo sucedió, pero aquí estoy, esquivando vacíos y procurando abrazar el silencio.

¿Por qué es tan complejo concluir una relación? ¿Cuántas alternativas existen para decidir la forma de dejar atrás lo que ya ha terminado? ¿Cuál es el mejor final?

Un día cualquiera, nada tiene sentido, mientras para algunos la vida se viste de gala y los besa en la boca, para otros, todo es opaco y sienten correr por sus venas la rutina y el conformismo a un ritmo lento y agónico. Ser quienes son y ocupar los mismos lugares de siempre los aburre, los asusta y también los intimida. La inacción les quita el oxígeno y los condena a una reflexión involuntaria. Cada día comienza con un fastidio interno y en lugar de ganas de hacer algo, lo que sea, los alcanzados por este comienzo devastador solo desean que la jornada concluya para poder dormir y hallar en el descanso algo de paz. Sin embargo, los peores principios se advierten en medio de un insolente insomnio, justo en el momento en que el vértigo de una noche muda ocupa todos los pensamientos. En ese instante de cara a las verdades más íntimas, la necesidad de un cambio se presenta como la única salida. Entonces la mente hace una lista rápida de todos los impedimentos para avanzar, los obstáculos toman un tamaño inmenso y las posibilidades de hacer cualquier movimiento son devoradas por un estado actual de las cosas que es o parece ser más fácil. El cerebro hace trampa y pretende engañar diciendo que no se puede hacer nada, que hay que dejar todo así, con el envión de la costumbre, pero no.

Angustiarse, llorar, enojarse, fumar un cigarrillo, levantarse en mitad de la madrugada, escuchar el ruido de la bronca por lo que no se hizo cuando se derrumba por la garganta seca, replantearse qué hubiera pasado si se hubieran tomado otras decisiones. Imaginar un bienestar que parece lejano, frustrarse, insistir, intentarlo, caer, levantarse, volver a tratar.

Detenerse.

Respirar.

Tragarse la amargura.

Empezar a desatar el nudo que los mantiene unidos a ese comienzo que no puede ser peor que el sentimiento que los atraviesa. Partirse las uñas en el esfuerzo, rasparse las rodillas al desmoronarse rendidos ante un escenario que ya no se elige.

Reconocer el peor principio. Ese que se enquista en la mente y paraliza las opciones porque obliga a su víctima a sentir que está condenada a permanecer en el encierro de su incomodidad.

Enfrentar el destino y suplicarle a Dios que los saque de ese lugar para descubrir que no se trata de las concesiones de ninguna deidad sino de aventurarse a decidir. Aceptar que es cuestión de invertir a largo plazo, esfuerzo emocional y lágrimas, porque cambiar y soltar no son acciones conclusivas e inmediatas, sino la suma de determinaciones cotidianas con el objetivo estar mejor.

No importa lo feo, triste o insoportable que sea el presente cuando se transforma en el peor principio, porque es el primer paso para llegar al mejor final.

CAPÍTULO 1Confusión

Necesitaba encontrar en su olvido las respuestas que, intuía, no estaban en su memoria.

 

 

CIUDAD DE MÉXICO, NOVIEMBRE DE 2022

 

 

El sonido de la lluvia contra la ventana de la habitación 303 del Hospital General Xoco era cada vez más fuerte. Un temporal unía las fuerzas de un viento furioso con el agua enredada en su potencia hostil. Tal vez porque a ella le gustaba que lloviese despertó con una sonrisa en el rostro. Sin embargo, al mirar a su alrededor, su expresión mutó al desconcierto. Atinó a levantarse de la cama, y notó que tenía un suero colocado en la vena. El movimiento le provocó dolor en el brazo. Se tocó la cara y la cabeza sin pensar, y palpó un vendaje entre el cabello, justo en el momento en que ingresó una enfermera a la habitación.

–¡Buenas tardes, señora! No, por favor. No toque su herida –indicó–. Le han dado siete puntos en la nuca. Estamos en el Hospital Xoco de Ciudad de México. ¿Recuerda lo que sucedió?

–No, yo no sé qué pasó –respondió confundida–. ¿Qué hago aquí? ¿México dijo? –preguntó completamente desorientada.

–Sí, Ciudad de México. Llegó aquí inconsciente, en ambulancia, ayer por la noche. Parece que estaba usted en un bar en el que hubo una pelea y luego llegó la policía. En medio de las personas que pretendían huir, dijeron que usted cayó, se lastimó y perdió el conocimiento. No tenía sus pertenencias, por lo que imagino que las extravió o se las robaron en medio de la confusión. ¿Podría decirme su nombre y cuántos años tiene?

Los interrogantes sacudieron su memoria contra las paredes infinitas de los recuerdos. La garganta comenzó a cerrársele, le faltaba el aire y sintió ganas de llorar.

–¿Está usted bien? –preguntó la enfermera preocupada ante su palidez repentina.

–No. No lo estoy. No sé quién soy. Desconozco mi edad y no entiendo por qué estoy en México.

–Por su acento diría que usted no es de por aquí. Quizá esté de vacaciones –sugirió la enfermera sin esperar respuesta–. Mantenga la calma, la pérdida de memoria puede ocurrir al recibir golpes. Llamaré al neurólogo, él se ocupará.

Minutos después, un médico la examinaba y le hacía preguntas que no podía contestar. Su historia había desaparecido. ¿Dónde iba a encontrarla? ¿Vacaciones? ¿De dónde era? Se sintió absurda intentado recordar su origen cuando no podía saber ni siquiera su nombre.

–¿Alguien ha preguntado por mí? –interrogó al médico.

–No por el momento. Usted recibió un golpe contra un escalón que provocó un corte y conmoción cerebral. Tengo entendido que ha presenciado un acontecimiento estresante, según nos informaron quienes la trajeron aquí. Eso en algunos casos produce una incapacidad para recordar información personal importante. Casi siempre es temporal. No se preocupe –la tranquilizó–. De todas maneras, permanecerá aquí en observación y le haremos estudios complementarios para estar seguros de eso. La policía será puesta en conocimiento de su estado. Ellos están afuera, esperando que despierte para tomarle testimonio.

–¿La policía? ¿Testimonio de qué? –Absolutamente nada tenía sentido para ella. Era una mujer sin identidad, en un país extraño, incapaz de imaginar cuáles eran las razones que la habían ubicado en esa situación.

–De lo ocurrido anoche, en el bar.

–Escuche, ¿entiende que no sé quién soy? –dijo en tono soberbio y de mal modo.

–Perfectamente, pero debe hablar con la policía, no conmigo. –Al advertir que había maltratado al profesional que era el único que podía hacer algo por ella se arrepintió.

–Discúlpeme, por favor. ¿Sabe usted que sucedió en el bar? Porque yo no sé de qué bar hablan y menos de qué hecho. Necesito que alguien de mi país me auxilie –reclamó indignada.

–Soy neurólogo, no estuve en el lugar de los hechos. ¿Recuerda cuál es su país? –preguntó retomando el discurso de ella.

–¡Por supuesto que no! –respondió elevando su tono. Estaba furiosa.

–Y ¿cómo sabe que no es de aquí? –Sentía que el médico la acusaba de ocultar algo. De pronto, alguien interrumpió la escena.

–Soy el inspector general de Policía Danilo Gispert –se presentó un hombre de unos cuarenta años con voz grave–. Doctor, ¿podría dejarnos solos? –pidió.

–Solo cinco minutos, la paciente debe descansar.

–Así será.

La mujer esperaba ser interrogada sobre hechos que desconocía al tiempo que se esforzaba por recordar quién era y qué hacía en México.

–Le haré algunas preguntas –anticipó.

–Vea, oficial, no recuerdo mi nombre, no sé qué hago aquí y no recuerdo nada sobre lo sucedido en el bar que según me dicen visité anoche. No puedo ayudarlo. Solo le pido que intente localizar mi bolso en busca de una identificación que me permita empezar a comprender.

–Le diré lo que sé y usted tendrá que contarme el resto. Su nombre es Guadalupe Olivera, es argentina. Tiene cuarenta y nueve años y su pasaporte indica que llegó a México hace una semana.

–¿Cómo sabe eso?

–Su amigo me entregó sus pertenencias.

–¿Qué amigo?

–Roberto De la Cruz.

–No sé quién es esa persona. Debo volver a mi país, a mi casa. Ayúdeme, por favor. –Estaba nerviosa y angustiada. No recordaba ser argentina, pero parecía tener sentido.

–No puede hacerlo de momento. Los disturbios en el bar ocurrieron porque dos sujetos con antecedentes penales fueron a increpar al hombre con el que usted bebía y conversaba anoche, De la Cruz, él dice que no conoce a esos hombres y no sabe qué querían. También dice que usted es su pareja.

–¿Qué? No conozco a ningún De la Cruz. ¿Usted dice que solo en días en este país me he involucrado en un hecho violento y que tengo una pareja aquí en México que no sé quién es? ¡Esto es un disparate! –vociferó.

–Tal vez. Pero no saldrá de México hasta que tenga el alta y declare formalmente. Puede que sí conozca a De la Cruz, si no recuerda nada, todo es posible –arriesgó.

–¡Exacto! También es posible que inventen que soy parte de algo con lo que no tengo nada que ver –se defendió.

–No se confunda, no estoy aquí para complicar la situación de nadie. Me baso en las declaraciones de testigos y los hechos.

–¿Tengo familia? –preguntó asustada.

–Sí. Su marido, está viajando hacia aquí.

En ese momento supo que el miedo y la preocupación no necesitaban nombre y apellido, ni historias familiares o verdades en las que apoyarse. Simplemente, eran. Le dio escalofríos el temor ante lo irrazonable del relato, pero también sintió una agobiante ansiedad frente a la inminente llegada de una pareja que no sabía que tenía. Eso para empezar. Luego, ¿era capaz de ser parte de hechos delictivos? ¿Era ese hombre, Roberto De la Cruz, su amante? Sentía que tendría que dar muchas explicaciones y no tenía idea de nada. Solo intuía que sería difícil. Miró su mano izquierda, no lucía alianza alguna, pero la marca de haber usado una por mucho tiempo estaba allí en su dedo anular, evidenciando un recorrido apretado y circular en la piel que diferenciaba su grosor del resto de la falange.

En cualquier situación, buena o mala, en la que las emociones como la ansiedad y miedo o la confusión parecen dominarlo todo, es importante recordar que todo es fugaz, que todo pasará, que es imposible la eternidad de un conflicto en la tierra. El control está en la mente, en el poder sobre el aquí y el ahora. Luego solo quedan los recuerdos.

La calma es el mejor remedio para lo que no depende de cada uno. Si algo está fuera de control, es mejor dejarlo fuera de la mente. Sin embargo, toda esa teoría se convertía en pura fantasía ante la sensación de pánico que le provocaba su realidad sin memoria, pero llena de potenciales problemas.

CAPÍTULO 2¿Aburrida?

Tenerlo todo, pero necesitar otra cosa.

 

 

CIUDAD DE MÉXICO, NOVIEMBRE DE 2022

 

 

Después de trabajar en el restaurante en el que era camarero desde hacía dos décadas, un clásico sitio en su ciudad visitado tanto por locales como por turistas, Luciano Guerra entró a su casa. El silencio del hogar a esas horas de la tarde era habitual durante el último tiempo. Su esposa Paulina había cambiado. Antes, dejaba siempre huella con su presencia, o porque cantaba sin importarle lo mal que lo hacía o porque jugaba con sus perros, o simplemente porque hacía ruidos torpes cuando limpiaba la casa y se movía de un ambiente a otro. Sin embargo, esos códigos hogareños que habían sabido construir durante más de veinte años ya no estaban. Pensó que se había acostumbrado al paso del tiempo, porque no extrañaba a la mujer de antes. Tampoco él era el mismo.

Paulina, estaba en una reunión con su club de lectura, denominado “Señoras Lindas”: varias mujeres de diferentes edades leían el libro elegido y luego se reunían una vez al mes a debatir sobre él. Era un grupo intelectual y divertido en la misma proporción que sumaba alegría a su hobby y también a sus días. Sin embargo, Paulina no asistía cada mes, porque también le gustaba elegir títulos y leer sin intercambiar opiniones.

Luciano no leía, pero le gustaba que su esposa hallara gusto en ello. Él mismo le regalaba libros a menudo, siguiendo recomendaciones de la vendedora de la librería a la que ella asistía siempre. Él era generoso, una buena persona. Nunca había sido muy demostrativo desde la palabra, pero intentaba que los hechos hablaran por él. No era romántico y su vínculo con las manifestaciones de amor era casi nulo. Quizá por lo precario de su crianza. Nadie da lo que no conoce.

Se disponía a dormir una siesta cuando el timbre sonó. Fue a atender y recibió correspondencia para su esposa. Apenas miró el sobre que dejó sobre la mesa. Había confianza entre ellos, era verdad, pero además había rutina. Los años se habían tragado la curiosidad y la posibilidad de imaginar que ella podía no sentirse bien con la relación.

Guiado por su cansancio, se recostó y no la escuchó regresar, a pesar de que los perros ladraron al oír la llave en la cerradura. La mujer ingresó a la vivienda, saludó y acarició a sus amadas mascotas, Ringo y Bengalí, con susurros de cariño y continuó sumergida en sus pensamientos. La última lectura Una vida más verdadera, de Inés Garland y el debate en el club la habían dejado pensando.

¿Qué hace a una vida más verdadera? O más bien, ¿qué sería una vida más verdadera? ¿Entregarse a los momentos intensos sin futuro? O, por el contrario, ¿una vida de proyectos en común y estructuras? ¿Se puede entablar una relación amorosa que no implique los lazos tradicionales?

En otro momento, habría respondido un rotundo y cerrado: “No, no se puede”. Alcanzada por los diseños sociales preestablecidos, a los cincuenta, ni siquiera se había planteado como posible una realidad distinta a la que vivía. Matrimonio, una hija, casa y mascotas venían en el mismo mandato que cada mujer acataba, sin siquiera, en muchos casos, saber que lo hacía. Sin embargo, los años habían traído novedosas formas de vivir para mujeres independientes que elegían, o podían elegir, no casarse, no tener hijos, viajar y tal vez, en algún momento, adoptar un perro o un gatito si un amor incondicional se imponía en ese sentido.

La Paulina de cincuenta se sorprendía pensando más de tres veces a la semana qué hubiera sido de su vida si no se hubiera casado y, en consecuencia, hubiera vivido la aventura de mudarse sola. Por ejemplo, ¿cómo hubiera sido acostarse con alguien solo por placer, sin compromiso alguno? O, concretamente, ¿cómo hubiera sido acostarse con su primer novio, a quien había querido tanto y espiaba seguido, en silencio, en redes sociales?

Todos los interrogantes la llevaron a la novela que había leído y su título la desafiaba cada vez, otra vez. Una vida más verdadera.

¿Qué era eso? El libro abordaba la relación entre una mujer –de la que no se sabe su nombre– y un hombre –de quien apenas se sabe que es casado y se llama P.– y de las tensiones de esta pareja de amantes que no quiere caer en las etiquetas habituales. La autora había dicho en una entrevista que quería que estuviera ese espacio de silencio alrededor de los personajes para que fuera completado por el lector de la forma que quisiera; por eso se sabía tan poco.

Paulina quería a su familia, pero le faltaba algo o todo, o quizá lo tenía todo, pero necesitaba otra cosa. Estaba feliz con su hija, pero la joven ya no era su pequeña y el gran hueco que había dejado su paso a la vida adulta, cuando se fue a vivir sola, la había sumergido a ella, su madre, en planteos existenciales sobre su presente.

Por momentos sentía que era una buena amiga de su marido, que formaban un gran equipo, pero que bien podría ser un hermano. El sexo era una paradoja, no necesitaba vivirlo, pero le molestaba sentirse invisible. Todo lo que ya no era, sumado a la ausencia de misterio, a la falta de aventura y de romance, la ahogaba, cada día, en la inexorable previsibilidad que une a dos personas que se saben de memoria y se acostumbraron a seguir juntas en un mapa sin planes que se devora el tiempo.

Ya no eran jóvenes y nada era divertido, o sí, pero poco, muy poco para los estándares de alegría que Paulina imaginaba. Los días eran todos demasiado parecidos y eso, a veces, le quitaba el sueño y otras, le daba ganas de dormir las veinticuatro horas. Los libros profundizaban sus interrogantes.

En ese momento, sonó su celular.

–Hola, Pauli, sé que recién nos vimos, pero no puedo dejar de pensar en esta historia. ¿Será que hay otras alternativas? –planteó su amiga de toda la vida, que también pertenecía al grupo y asistía de manera intermitente.

–¡Hola, Rosalía! No vas a creerme, pero acabo de entrar a casa y estoy pensando lo mismo. Me gustaría vivir lo que los personajes atraviesan. Esos encuentros viven el paso del enamoramiento, del encuentro profundo con el otro y hacen que lentamente se empiece a meter todo lo de alrededor y genere las situaciones en donde uno se pregunta si no se puede inventar otra cosa, otra forma de estar con una persona. No lo sé, pero me gustaría. ¿Y a ti?

–A mí también. Ese es el planteo. ¿Qué pasa entre dos personas para que se junten? ¿Qué pasa para que se separen? Son preguntas que ni siquiera nos las cuestionamos porque vamos con los formatos que nos trajeron. La idea que tenemos del amor romántico y para toda la vida no debería ser la única posible. Además, ni siquiera es cierta.

–Coincido contigo. Como yo lo siento, en el libro, la adolescencia marca el clima. El amor de él recupera aquel momento, pone a andar lo que quedó trunco y, de esa manera, irrumpe en la vida adulta y la carga de deseo. Las canciones, la revelación de un mundo toman protagonismo. Ese amor que comparten repara lo que no se pudo hacer, sana, pero también plantea cuestiones ligadas a lo más profundo de la personalidad. Ahí es donde pienso en mí y en mi exnovio, Julián, en qué hubiera sido o qué sería si lo volviera a encontrar. Entonces, me siento culpable por Luciano, es como si tuviera fantasías con fantasmas. ¿Se entiende?

–¡Perfectamente! ¿Por qué piensas tú que te he llamado? Yo soy la razonable y mírame, me interesa tu opinión que eres la romántica.

–Yo pienso ¿será que el destino de cada uno estaba ya grabado en esos años?, ¿qué pasó después?

–Aparecieron la vida diaria y el desencanto –respondió Rosalía lapidaria.

–Amiga mía, estamos jodidamente aburridas. Eso creo.

–Puede que sí, pero al menos ¡estamos en sintonía! –ambas rieron–. ¿Eres capaz de un engaño o de una separación?

–No lo sé. Creo que no me animo a conocer a alguien, pero si me reencontrara con Julián, a quien ya conozco, tal vez sería capaz de algo –arriesgó Paulina pensativa.

–Yo no soy capaz, pero me incomoda pensarlo. O sea, para no animarme a nada, mejor no imaginar –dijo molesta con ella misma–. De todas maneras, yo quiero a mi marido, a pesar de que hayan pasado tantos años y nada sea igual. Quiero mi vida a su lado.

–Imaginar nos salva, amiga mía.

–¿Crees eso?

–Sí. ¿Sabes?, todo este último tiempo imagino que vivo una vida de pareja que no es la mía –comenzó.

–Explícate un poco más. ¿Te imaginas con alguien concretamente?

–Sí, bueno, no, en realidad. Es decir, imagino a mi lado a un hombre que tiene gestos románticos, que tiene deseos de estar conmigo y de llevarme tanto a conocer lugares como a la cama, en fin, todo lo que no tengo con Luciano, pero ese hombre no es nadie. No tiene cara ni nombre, aun así, existiendo solo en mi mente, me salva. ¿Entiendes?

–Bueno, no es muy difícil de comprender y no es un tema menor.

–No lo es, porque es recurrente.

–Permíteme decirte que soñar no te salvará para siempre. En algún momento será más fuerte la realidad y te exigirá una reacción no tan pacífica y silenciosa.

–También imagino eso y a veces no puedo dormir –confesó.

–¿Luciano ha cambiado? Digo, ¿es muy distinto al hombre del que te enamoraste? –preguntó intentando hallar causas que justificaran los sentimientos de su amiga.

–Sí y no. Sí, porque ya no somos jóvenes y supongo que eso conlleva que la pasión y la necesidad de hacer sentir al otro el centro de tu vida cambian por la seguridad de la confianza que no repara en gestos de seducción, y no, porque él nunca fue romántico. Aunque, pensándolo bien, aun sin serlo, tenía detalles conmigo que hoy no existen.

–Entonces, tu problema está muy claro.

–¿Cuál sería? –preguntó ansiosa por saber la opinión de su amiga.

–Lo que antes era suficiente y estaba bien ya no alcanza para ti. Has cambiado y tus necesidades de hoy son diferentes. Luciano ya no le da plenitud a tu vida, puede darle otras cosas, pero no plenitud –insistió.

Paulina respiró hondo.

–Tienes razón –contestó con cierta resignación–. Estoy encerrada en la vida que elegí.

–Como yo lo veo, encerrada es no poder salir y tú podrías –aseguró–. ¿Podrías? –preguntó Rosalía ya con dudas.

–Creo que con tu amistad puedo no ir a una sesión de terapia –bromeó–. No lo sé, supongo que no. No es fácil desarmar una vida de tantos años. ¿Crees que soy vieja para pensar en el amor desde otro lugar? –Paulina se mostraba vulnerable.

–Seré muy honesta contigo. Una cosa es tu edad y otra, muy diferente, la edad de tu matrimonio.

–Explícate –pidió.

–Lo viejo es tu contrato matrimonial, no tú. Lo que estás viendo morir es tu relación, no tu sexualidad o tus fantasías románticas. ¿Entiendes?

–Eres brutalmente clara –dijo sin pensar. Sus palabras habían tenido el efecto de un golpe seco y mortal en su mentón.

–Tomaré como un halago lo de “brutalmente clara” –bromeó–En fin, la vida irá diciendo.

–Hablar contigo es bueno para mí. Me comprendes y me animo a contarte lo que nadie más sabe –suspiró–. Espero una próxima lectura más liviana –agregó, como si el contenido del libro tuviera la culpa de todo lo que sentía.

–No creo que sea una cuestión de libros, pero también espero que el próximo título sea un policial –ambas rieron–. Si no nos gusta el género elegido, podemos no ir –sugirió Rosalía.

–Sí, tal vez debamos hacer una pausa.

Mientras se despedían, Paulina advirtió el sobre en la mesa del living. Estaba dirigido a ella, lo dio vuelta y no tenía remitente. Se preocupó. ¿Otra vez su hermano?

Lo abrió. Había dólares estadounidenses y un pasaporte con la foto de su hermano, pero con otro nombre. Un nombre falso. Se puso nerviosa, cerró el sobre y lo escondió en la biblioteca, atrás del ejemplar de El pájaro canta hasta morir, de Colleen McCullough. El sonido de una notificación en su celular la distrajo. La miró. Entonces, algo en su interior despertó y comenzó a andar para no detenerse. La adrenalina de la aventura y la risa se instalaron en su expresión, al tiempo que su mirada se convertía en un faro de luz.

Julián le había contestado el mensaje que le había enviado por Instagram. Seguía viviendo en ciudad de México y le decía que le gustaría verla.

CAPÍTULO 3Fe

Elegir la oportunidad de creer como única salida del dolor y llave de la esperanza.

 

 

BUENOS AIRES, NOVIEMBRE DE 2022

 

 

Habían pasado cincuenta años desde que Fernanda Olivera tomara la decisión más difícil de su vida. A los sesenta y siete, se arrepentía de no haber tenido el valor de enfrentar a su familia. Al fin de cuentas, un embarazo de soltera no era algo para nada cuestionable en los tiempos actuales. Antes, sí.

Lamentaba no haberle dado espacio a su fe. Cerró los ojos y volvió a vivir aquella experiencia que solo había contado una vez. Transcurría, entonces, el mes de diciembre. Hacía muchísimo calor, tenía, calculaba, tres meses de gestación porque tres habían sido los meses en que le había faltado su período. Quería a su bebé, pero no sabía qué hacer con el embarazo, porque sus padres no lo aceptarían sin un padre y un matrimonio. Estaba sola, no tenía a dónde ir, ni cómo mantenerse. Una mujer con conocimientos de enfermería, que practicaba abortos en una vieja casona, de la que todos sabían, pero nadie hablaba, se había presentado como la única opción. En una camilla improvisada, con las piernas abiertas, triste, desolada y a la espera de un procedimiento que no deseaba, se sentía completamente vacía a pesar de estar dando vida a otro ser que amaba.

Recordó cómo, de repente, había tenido que cerrar los ojos frente a una luz poderosa que con su brillo le impuso una presencia que no era humana, era más que eso: un perfecto milagro. Su cuerpo sintió una energía distinta y, cuando pudo volver a mirar, descubrió un manto delante sí, una mujer morena, con una expresión humilde y profunda, levantaba una de las manos para tocar su vientre. Sus ojos estaban casi cerrados o eran muy pequeños. Con ternura había apoyado la mano sobre su abdomen apenas abultado y Fernanda había sentido la tibia luz de una bendición. Todo era confuso, pero rezumaba paz cuando una voz suave le suplicó que no lo hiciera. Debe nacer y vendrá a mí, dijo. La enfermera había desaparecido de su campo visual.

La imagen le era familiar, era como observar la estampa viviente de una virgen. ¿Era una aparición? ¿De quién? Una ráfaga de perfume a rosas la había envuelto devorándose sus intenciones de decir algo. La virgen misteriosa se había perdido en el infinito de ese instante. Quedó el olor a rosas abrazando el aire.

Fernanda se emocionaba con el recuerdo. Se secó una lágrima. Después, revivió con lujo de detalles cómo se había levantado de la camilla guiada por una fuerza que nunca supo de dónde le llegó y se había ido de allí. Habían transcurrido muchos años, sin embargo, al evocar en su memoria los hechos, imaginó de mil maneras el final feliz que esa historia merecía y no había tenido. ¿Había algo peor que no saber qué había sucedido? La vida de su bebé se había convertido en un desenlace abierto lejos de su alcance.

Continuó con su embarazo, casi escondida en casa de sus avergonzados padres, a quienes les prometió que daría el bebé en adopción al nacer. Sin embargo, una mejor alternativa se le ocurrió a su madre durante los meses de gestación.

Una vez que dio a luz a una niña y le puso nombre, la entregaron a María Echagüe, quien fuera fiel empleada de la casa. La mujer no sabía leer ni escribir, había enviudado antes de poder concebir, a pesar de haberlo deseado más que a nada. Especulando con eso, le habían ofrecido la posibilidad de convertirse en madre y le dieron algo de dinero, con la condición de que nunca contara la verdad a nadie, que no volviera, ni hiciera saber dónde se encontraba. Fernanda sufría, pero sabía que su hija estaría bien con ella, porque era un ser amoroso que le dedicaría a la bebé su vida entera y le explicaría que la había amado a pesar de no poder conservarla. Así lo habían conversado muchas veces durante su embarazo, mientras María la contenía en su dolor y la consolaba ante los vacíos de sus padres para con ella y con el futuro bebé. Eso era mejor que desconocidos adoptantes que la borrarían de la historia de su vida.

Fernanda había sido criada en la religión católica, concurría asiduamente a la iglesia, y rezaba mucho desde que tenía recuerdos. La fe era su refugio. Así, completamente enamorada a los diecisiete años, suplicaba a Dios que accediera al amor que había puesto en su camino. Dios y sus raras formas de manifestarse en su vida siempre habían sido motivo de cuestionamientos personales. Todavía lo eran.

Durante el embarazo, con ayuda también de María, única persona que conocía su secreto, Fernanda supo que la aparición que había evitado el aborto había sido la mismísima Virgen de Guadalupe, de quien era devota desde entonces y a quien pedía no solo por la vida de su hija ya convertida en mujer, sino también por volver a encontrarla junto a su madre de crianza. Rogaba que María estuviera con vida. Tendría cerca de ochenta años o un poco más.

Sola, ya sin sus padres y sin haberse casado nunca, Fernanda intentaba encontrar a su hija en un mundo cerrado a su verdad. Se aferraba a sus creencias, y estaba segura de que Dios estaba en deuda con ella y que, a fuerza de insistir, le concedería lo que pedía. Aunque buscaba en redes sociales, había aprendido a usar internet con ese fin, nadie aparecía con el nombre de Guadalupe Olivera, mucho menos con el de María Echagüe.

Ese día era diferente a todos los anteriores en su vida. Sola con su fe, había decidido ir a México a la Basílica de Santa María de Guadalupe esperando un milagro. En horas, saldría para el Aeropuerto Internacional de Ezeiza para iniciar su viaje. La Virgen había dicho Debe nacer y vendrá a mí, quizá esa fuera la única certeza que tenía, que su hija iría hacia la Virgen. Elegía pensar que allí la hallaría, bajo su manto. Tenía el dinero que había sido el ahorro de sus padres, había vendido las joyas de su madre y dejaba a su vecina al cuidado de su casa. Tenía la jubilación de maestra, que no era mucha, pero era su ingreso y le alcanzaba no solo para vivir, sino para hacer ese viaje de manera austera sin saber con certeza cuándo regresaría.

Mientras preparaba su valija, imágenes de una vida plana y sin color venían a su memoria. En realidad, sentía que había estado viva, pero no viviendo. Llevaba acumulados cincuenta años de tristeza y de frustración.

Antes de irse, fue a la capilla ubicada a tres cuadras de su vivienda e ingresó al confesionario.

–Ave María Purísima –dijo el párroco.

–Sin pecado concebida –respondió. Luego, durante un largo rato que para ella duró lo que un suspiro, relató sus sentimientos con relación a una parte de su historia, omitiendo confesar la existencia de su hija, porque no era capaz de ponerle palabras a lo ocurrido ante el párroco y pidió protección para su viaje. Cuando concluyó, sus ojos estaban llenos de lágrimas. El sacerdote la observaba desde su sitio y al verla partir, elevó la mirada, pidiendo a Dios que la acompañara.

Ya en el aeropuerto, hizo varias preguntas para despachar su equipaje. Nunca había viajado antes en avión.

Se sintió muy insegura sin sus pertenencias. ¿Cómo era posible que tantas valijas no se perdieran? ¿Y si llegaba a México y no estaba allí? Inmediatamente, sintió que frente al hecho de haber perdido su vida esperando un milagro, extraviar una valija no era nada. Entonces, decidió enfocarse en lo que estaba por hacer. Era el único proyecto que le había dado un sentido al último tiempo. Ya no quería ser una mujer gris. Quería hallar a su hija, mirar su rostro y pedirle perdón, solo eso, con el deseo de que de esa manera pudiera perdonarse a sí misma por haber permitido que otros decidieran su futuro.

Se sentó frente a una pantalla que anunciaba los vuelos y las puertas de embarque. Era temprano, permaneció allí dos horas sin novedad. Luego cuando vio que le correspondía la Puerta 12, caminó hasta allí y esperó.

¿Tendría su hija los ojos de su padre? A pesar de todo, pensar en esa mirada seguía provocándole la misma sensación de su juventud.

CAPÍTULO 4Hermanas

A veces, las diferencias hacen dudar del origen.

 

 

CIUDAD DE MÉXICO, NOVIEMBRE DE 2022

 

 

Era difícil determinar si resultaba mejor hablarlo todo o si, por el contrario, sería más beneficioso, a la hora de calcular los daños, callar ese exhaustivo análisis de situación que las ubicaba en una conversación incómoda que no encontraba una salida diferente.

–La verdad, a veces, creo que nunca debimos casarnos –dijo Bianca Basterrica.

–Estoy de acuerdo –respondió su hermana Irene–, pero así fue.

–Tú ya no estás casada. ¿Estás mejor ahora? –preguntó.

–Honestamente, me siento mejor, en muchos sentidos. En otros, no –omitió referir sus sentimientos–. Me resulta muy difícil sacar de mí las consecuencias de haber estado a su lado tanto tiempo. Aún me estoy recuperando de su forma de ser. ¿Por qué hablas de eso otra vez?

–Porque hay días en los que siento que ya no quiero esto para mí. Objetivamente, soy la esposa de un juez y tengo la vida con la que sueña la mayoría de las mujeres. Puedo gastar dinero, viajo con mi esposo, mi hijo estudia, vivo en una casa lujosa sin necesidad de trabajar y, a cambio, solo debo ser como he sido siempre y mirar para otro lado. O sea, tengo todo para ser feliz. Cualquiera diría que he triunfado.

–Cualquiera menos yo. ¿Sabes? La felicidad no tiene nada que ver con el triunfo, no es el dinero en tus cuentas bancarias, ni tu posición social, ni el prestigio, ni tu ambición. Ni siquiera es el poder. En mi opinión, la felicidad está relacionada con la paz de tu conciencia, no con tu carácter o tus decisiones o tus trofeos cotidianos. Por lo tanto, tú no puedes ser feliz y mucho menos considerar que has triunfado.

–Eres muy dura conmigo, Irene. De las dos, tú eres la fuerte y quien se ha esforzado por ser alguien, sin embargo, cuando se trata de mí, olvidas tu profesión de abogada y me juzgas sin derecho alguno.

–Bianca, hemos tenido este tipo de conversaciones muchas veces antes –insistió–. Me haces perder tiempo y te quedas en tu cómodo lugar. ¿Por qué debo pensar que ahora es distinto? Cuando alguien no quiere algo, no lo quiere y fin, no es “hay días” –señaló destacando las palabras de su hermana.

–Algo es diferente porque estoy considerando seriamente hacer lo correcto y sí, hay días –remarcó con énfasis–, porque hay otros en los que, no –respondió defendiendo su postura.

–¿Por qué tengo que creerte?

–Porque tienes razón.

–¿A cuál de todas mis razones te refieres? –preguntó con ironía.

–A todas.

–Sabes bien que no acepto lo que hace tu marido por varias razones. Por si hiciera falta algo más, fue quien me presentó a mi exesposo, pero está mi palabra, tú y mi sobrino. Ojalá no le hubiera prometido a mamá en su lecho de muerte que jamás me distanciaría de ti –era brutalmente honesta–. Creo que abusas de eso y lo sabes.

Eran mellizas, pero a su madre siempre la había preocupado Bianca, porque era débil, no se arriesgaba a los cambios y no enfrentaba los conflictos. Quizá por eso le había hecho prometer a Irene que no se alejaría de ella. Lo cierto era que el vínculo de ambas no fluía.

–No me hables así. Somos tú y yo, nuestra familia. Yo te quiero. ¿De verdad estás aquí solo para cumplir la promesa que le hiciste a mamá?

–Te quiero también, pero a veces sí, estoy contigo por mi promesa.

–Te pido que ya no lo hagas –reaccionó molesta–. Te libero.

–No es que no te quiera –insistió–. Es que me enojan tus decisiones. Hay cosas que no resisto. Lo siento, esto no es una novedad.

–De verdad creo que tienes mucho que hacer por ti –dijo en tono amable–. No te sientas mal por tomar distancia de mí si lo necesitas. Mamá ya no está –era honesta, quería a su hermana mucho y sabía que tenía razón en muchas cosas. No deseaba seguir siendo egoísta con ella–. Hablo en serio –agregó.

–Lo tendré en cuenta y no quiero reproches si me refugio en mi propio espacio sin ti.

–No los habrá. Te lo estoy ofreciendo.

–Bien. ¿Qué debo entender cuando te refieres a “hacer lo correcto”? –preguntó casi ilusionada.

–¿Qué sería lo correcto para ti? –dijo con cierta angustia que no conmovió a su hermana. Ya había tenido muchas veces charlas así.

–Juntar evidencias, denunciarlo y por supuesto, dejarlo.

–Irene, no puedo hacer eso y lo sabes.

–Volvemos al punto de partida, puedes, pero no quieres. Ya hemos tenido esta conversación –Repitió. Estaba arrepentida de haber ido a visitarla–. ¿Qué es lo correcto para ti, Bianca? ¡Ilumíname! –dijo.

–Hablar con él, decirle que lo sé todo, que debe detenerse y elegir entre ella y yo.

–¿Es en serio? –preguntó indignada.

–Sí.

–Definitivamente, esto no me hace bien. Lo que planteas es una estupidez. ¡Es nada! No hay que ser un genio para darse cuenta –dijo enojada, pero sin elevar el tono–. Hay una sola manera de hacer las cosas y es bien. Pero tiene un precio y tú no lo pagarás. Nada va a moverte de tu cómoda vida, por eso elegiste y sigues eligiendo quedarte en ese lugar de mierda que ocupas. Hasta que eso cambie, te pido que no volvamos a tocar el tema. Cada vez me cuesta mayor esfuerzo no irme dando un portazo –dijo con firmeza al tiempo que recordaba a su madre, se reprochaba la lealtad a su promesa y evaluaba no ver a su hermana por un tiempo, al menos hasta sentirse mejor con su propia vida.

–¿Por qué eres así conmigo? Intento cambiar las cosas.

–No, tú intentas lavar tu culpa y quedarte donde estás.

–Yo no soy culpable de nada.

–¿Estás segura?

Ya en la calle, respirando un poco de aire sin olor a oscuridad, Irene Basterrica, encendió un cigarrillo, observó la lujosa casa en la que vivía su hermana y sintió muchísima bronca. Pensó en el monoambiente que rentaba desde su divorcio y caminó en esa dirección. No estaba en condiciones económicas de llamar un Uber y no deseaba subir al metro para mezclarse entre tantas personas con las que no se identificaba.

Tenía cuarenta años y había estado casada los últimos quince con un hombre del que se había enamorado perdidamente. Abogado como ella, Aldo Reich, provenía de una familia pequeña y muy humilde. Único hijo de un albañil que lo había criado como había podido, desde que su madre muriera cuando él tenía apenas once años. Un padre duro que le había transmitido valores, pero también carencias afectivas. Había habido cosas buenas en su pasado, pero él solo parecía recordar el hambre, el frío, los callos en sus manos, cal, arena, cemento y ese trabajo de peón de su padre que había odiado desde el minuto uno. Su memoria era un pozo lleno de resentimiento. Había aguantado ese empleo para pagarse sus estudios y ya recibido, al comenzar a ganar dinero, se había limitado a darle ayuda económica y visitarlo una vez cada tanto hasta que un día le avisaron de su fallecimiento. Se ocupó del servicio fúnebre y no volvió a hablar de él. Así lo conoció Irene, quien de inmediato sintió que podía ayudarlo a encontrar la sensibilidad que ella veía cuando lo observaba.

Hasta comenzar a salir con ella, Aldo no sabía lo que era disfrutar un regalo o una fiesta de cumpleaños. Se dedicaba al derecho penal y no tenía recelo alguno para defender criminales. Al principio, eso no había sido un problema; amparado en la presunción de inocencia y el derecho de defensa de todos los individuos, Aldo la convencía de que era un trabajo como cualquier otro y de que alguien debía hacerlo bien.

Sin embargo, con el tiempo, frente a un progreso económico importante de él, ya casados y con una hija, Irene comenzó a cuestionarle su ambición desmedida y también su forma de tratarla. Nunca había sido violento físicamente, pero de algún modo había roto su autoestima, lo cual era peor.

Un hematoma se borra en días, una lesión en el cuerpo sana, pero la idea internalizada en su mente de que no era capaz de nada útil, que solo servía para gastar dinero en carteras y zapatos, no. La lista de descalificaciones era demasiado extensa para olvidarla. Desde cuestiones domésticas como criticarle las compras de la casa porque alegaba que le vendían cualquier cosa, decirle que tomara un taxi porque seguro iba a chocar cuando quería usar el automóvil, hasta cuestionarle su capacidad de decidir temas cotidianos y, por supuesto, repetirle muchas veces que no entendía cómo se había recibido de abogada, entre otras tantas cosas. El resultado de los años de matrimonio era su amor propio agonizando mientras sangraba esas heridas. La había convertido en una mujer con una distorsionada percepción de sí misma, que luchaba a diario por recuperar sus espacios y certezas, mientras tenía que seguir tratándolo por la hija, aún menor, que habían tenido juntos. Lo triste era que seguía queriéndolo. No lo había dejado por falta de amor, sino porque él era todo lo que a ella le hacía mal. Lo había abandonado porque sabía que, con el tiempo, sería lo mejor. Había puesto fin a su matrimonio como una suerte de inversión emocional a largo plazo. Lo correcto en términos generales.

Luego del divorcio y con su hija Celina en plena adolescencia, las cosas empeoraron. Compartían la tenencia, lo que implicaba claramente que la joven tenía todo a su alcance durante la semana que estaba con su padre, para pasar a un apartamento pequeño y a reglas y límites cuando estaba con su madre. Con ese arreglo, Aldo no tenía que darle manutención y la obligaba a poner en evidencia no solo que ganaba menos dinero que él, sino poco. La guerra estaba declarada. Irene sabía que Aldo era capaz de cualquier cosa por orgullo y, en definitiva, ella, la que era una inútil según su mirada, lo había dejado a él y a todos los beneficios derivados de la vida a su lado. Su accionar se traducía en un ataque mortal a su ego.

Para agravar la situación, Irene se había dedicado al derecho de familia, y la mayor parte de las veces, terminaba trabajando por honorarios más bajos que los que le correspondían, porque sus clientas no podían pagarle. Al sentirse, de algún modo, como ellas, las ayudaba en su propio perjuicio. A cambio, obtenía gratitud y reconocimiento afectivo que de nada le servían al momento de pagar cuentas o de decirle a su hija que no podía darle lo que fuera que le pidiera.

Irene sí había hecho lo correcto, aunque fueran situaciones distintas. Por eso, ver que su hermana permanecía en ese sinuoso terreno de comodidad indigna la fastidiaba cada vez más.

Dejar a Aldo Reich, a pesar de amarlo, había sido lo más difícil que había hecho en toda su vida. Una decisión que se cuestionaba en los momentos en que, a pesar de todo lo vivido, lo extrañaba hasta el dolor físico.

Una hora y media más tarde llegó a su departamento al tiempo que Celina la llamaba a su celular.

–Hola, hija. ¿Cómo estás?

–Bien. Me quiero quedar con papá este fin de semana.

–¿Por qué?

–Porque tengo una fiesta, necesito un vestido y él me lo comprará. Pero como es tu semana, dijo que necesitaba tu permiso.

Otra vez la manipulación. Irene evaluó la situación rápidamente. Si se negaba, sería la mala y Celina volvería con un humor de los mil demonios solo a discutir. Con lágrimas en los ojos, solo respondió con un apretado: “Esta bien”.

CAPÍTULO 5Juzgar

Juzgar es caer en la trampa de completar información que se desconoce con ideas propias.

 

 

CIUDAD DE MÉXICO, NOVIEMBRE DE 2022

 

 

Débora fue al guardarropa. Eligió un delicado traje color blanco que combinaría con una blusa verde, del mismo color que los zapatos y el bolso. Todo lucía en su cuerpo. Tenía estilo y elegancia natural. Era delgada, de baja estatura, que disimulaba con los tacos altos, y siempre llamaba la atención. Muy inteligente, destacaba también en su profesión de abogada. Era independiente al máximo. Más enamorada de su éxito que del amor, había encontrado en un hombre casado todo el placer que deseaba, amarrado a la certeza de que él no tenía derecho a cuestionarle ni un centímetro de su libertad.

Se maquilló, roció su cuello con perfume y se dirigió a su vehículo último modelo. Camino a los tribunales, sonó su celular a través del bluetooth, interrumpiendo con el ringtone la música que escuchaba. Era una llamada por cobrar desde la cárcel. Aceptó.

–Doctora, tiene que sacarme de aquí –exigió una voz pendenciera sin saludar.

–Díaz –dijo reconociéndolo–. Puedo hacerlo y usted lo sabe, pero no trabajo gratis y nadie ha venido a mi oficina a pagar el adelanto de honorarios, por lo que lamento su situación, pero no me ocuparé del caso.

–Por favor, acepte mi defensa, le pagaré ni bien salga. Tengo un asunto que me dará mucho dinero –dijo escondiendo su ira por tener que suplicar.

–Lo siento, sin dinero no hay defensa. Solo será mi cliente si me paga –respondió y cortó la comunicación.

La música regresó a invadir su vehículo de bienestar. Condujo disfrutando el éxito que le daba su profesión. No sentía ninguna empatía por los detenidos, en verdad, le provocaban bastante rechazo, pero implicaban dinero y la seducía el poder que le daba tenerlo, además, le gustaba mucho su nivel de vida, por eso los trataba. Era distante y fría tanto con ellos como con los delitos que cometían. Era trabajo y punto final.

Un rato después, sentada frente al escritorio del juez Tobías Saskia, bebía un café y lo seducía desde sus gestos.

–No es este el lugar, Débora, por favor –dijo él sonriendo en respuesta a las señales de deseo que ella le enviaba.

–Este lugar es mi fantasía contigo y aún no me lo concedes.

–Amor, una puerta y un pasillo me separan de los empleados. No mezclaré el placer con mi trabajo aquí, pero esta noche iré a tu casa.

–Muy bien, pasemos a los temas importantes –respondió, al tiempo que cambiaba completamente de actitud y una abogada ambiciosa se devoraba su deseo–. Gómez y Padilla: está hecho. Queda Díaz.

–Creí que Díaz no te había contratado.

–No lo hizo, pero lo hará. Hoy me ha llamado.

–¿Cayó en tus redes?

–Igual que tú, solo que, si no paga, deberá ver cómo saco a los otros y a él no. Lo sabe. En cualquier momento, alguien me traerá dinero en su nombre. Ya verás.

–No lo dudo –dijo y la miró.

Ella dejó una carpeta sobre el escritorio y se acercó a él. Besó su cuello provocando su reacción. Él la atrajo y la sentó sobre sus piernas. Ella le aflojó la corbata con destreza.

–¿Ahora es el lugar? –susurró.

Tobías, sonrió y se detuvo.

–No, no lo es –dijo al tiempo que atendió una llamada.

“Su esposa, está esperándolo”, anunció su secretaria. Débora escuchó.

–Me voy de aquí. Que tu aburrido mundo familiar no demore tus obligaciones conmigo –agregó con ironía–. Ninguna de ellas –dijo y se fue sin mirar atrás. Tampoco se detuvo frente a la mujer que cada noche dormía con su amante.

–Hola, cariño. ¿Ha sucedido algo? –preguntó a Bianca mientras besaba con suavidad sus labios y la saludaba.

–¿Quién era? –preguntó directamente.

–¿Quién?

–La mujer que acaba de salir de tu despacho.

–La abogada Hellinger. Vino a hablar conmigo por uno de sus defendidos –contestó sin inmutarse–. ¿Por qué preguntas? –interrogó con dulzura.

Bianca pensó que era increíble cómo podía mentir con esa armoniosa naturalidad. Quizá ya estaba acostumbrado o tal vez pensaba que ella era incapaz de descubrir lo que sucedía. Tuvo ganas de gritarle que sabía, que le molestaba y que estaba al tanto no solo de eso, pero de inmediato se arrepintió.

–Solo me llamó la atención porque es muy elegante y usa el mismo perfume que yo, tu favorito. ¿Lo notaste?

–No. Hablo con ella del otro lado de mi escritorio.

–¿No lo hueles en el ambiente?

–Ahora que lo dices, sí, pero seguro es porque tú llegaste. Dime a qué has venido –cambió de tema siempre de buena manera. Era difícil para Bianca enojarse con él, a pesar de todo.

–A verte y pedirte dinero –respondió rendida ante su incapacidad de confrontarlo.

–¿Cuánto necesitas?

–¿No me preguntarás para qué lo pido?

–No. Eres mi esposa, confío en tus decisiones y tengo el dinero. –Ella indicó una cifra, él tomó su celular y le hizo una transferencia bancaria–. Listo, ya lo tienes en tu cuenta, cariño.

–Gracias. Hay algo más que quiero pedirte.

–Dime.

–Quiero viajar a España, a una isla a la que solo se llega en barco desde Ibiza, se llama Formentera. Solos tú y yo.

Él sonrió, le tomó la mano desde el escritorio y respondió.

–Por supuesto que sí. Solo déjame ver mi agenda. –Bianca sintió que jamás podría hacer lo correcto. Él era irresistible–. Cariño, tengo una cena de trabajo esta noche, no estaré en la casa. Cenen tú y Benicio –dijo refiriéndose al hijo de ambos.

La secretaria lo llamo por el conmutador para indicarle que tenía una audiencia en diez minutos. Bianca observó el escenario, se acercó a él, le dio un beso y se fue de allí.

La calle estaba llena de gente que cargaba sus pensamientos mezclados con ruidos y la interferencia física de distintas vidas. Todos libraban batallas silenciosas que nadie conocía, en las cuales había razones para exigir, para tolerar, para gritar y también para callar. ¿Quién tiene derecho a juzgar lo que otros hacen? ¿Cuál es la vara que mide objetivamente la importancia de los motivos de cada uno?

Bianca miraba a su alrededor y pensaba que nada era lo que parecía. Quizá, la persona que juzga dice más de sí misma que lo que pretende hablar de los demás. Tal vez, era el caso de su hermana Irene. ¿Podía medirse su ego por la forma en que criticaba los errores de los demás?

La variedad de personas que se pueden encontrar es tan grande como el daño que se les puede causar opinando de ellas sin conocerlas. Bianca tenía sus razones, quizá no fueran un ejemplo a seguir, pero eran importantes para ella. Después de ver a su marido e incluso luego de haber visto a su amante salir del despacho, no sintió deseos de cambiar nada en ese momento. Era su legítimo derecho a equivocarse. Lo seguía esgrimiendo frente a sí misma. A veces, no le gustaba su realidad y se avergonzaba de lo que permitía al mirar en otra dirección, era cierto, pero en algún rincón de su ser, cada vez que lo pensaba, le gustaba mucho menos lo que tenía que enfrentar si se decidía a cambiarla.

Pensó en su esposo. Si lo analizaba, concluía que nadie escapaba a la verdad de que todos han hecho daño a alguien, queriendo o sin querer. Entonces, ¿quién estaba legitimado para juzgar? ¿Por qué le importaba tanto la mirada de su hermana melliza sobre su vida?

CAPÍTULO 6Absurdo

Toda persona es habitada por el absurdo de no poder explicarse a sí misma algunas de sus ilógicas acciones.

 

 

BUENOS AIRES, UN AÑO ANTES

 

 

Guadalupe Olivera atendió siete partos ese día.

Para ella, cada paciente significaba una historia, alguien que luchaba batallas privadas, por eso, antes de atenderlas, si el tiempo se lo permitía, se involucraba con esas vidas anónimas. Así le había sucedido con el primero de los casos de esa jornada, una mujer que había logrado su embarazo luego de cuatro infructuosos intentos de fecundación asistida. La muestra viviente de un deseo de ser madre más poderoso que todo lo que hubiera que soportar para conseguirlo. Sin embargo, a pesar de promesas, súplicas y sueños, la realidad había sido feroz. Había comenzado a sangrar con una gestación reciente. Llegó a la consulta llorando y le contó su verdad. Contra toda ilusión del matrimonio, se había tornado imposible detener la hemorragia y había tomado la decisión médica en quirófano de sacarle el útero para salvar su vida, condenándola a ser estéril por el resto de sus días. Y luego había tenido que darle la noticia al esposo y a ella misma, no solo de la interrupción del embarazo, sino de que había sido el último. Eso la había convertido en verdugo de proyectos, le había amputado la chance de ser padres a una pareja que soñaba con eso.