El retorno de las niñas perdidas - Mariela Giménez - E-Book

El retorno de las niñas perdidas E-Book

Mariela Giménez

0,0
8,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

¿Es posible huir del pasado? ¿Qué sucede si te pierdes en el camino? ¿Puede el amor ayudarte a regresar a quien eres? Fátima es una mujer de los suburbios de Marsella que enfrenta los desafíos de la vida con tenacidad. Madre trabajadora, amiga entrañable, y también una sobreviviente que se convertirá en la clave para hallar la respuesta: ¿dónde están las niñas perdidas? A veces, retornar es atreverse a ir donde nunca antes.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

vera.romantica

 

vera.romantica

Para María de los Ángeles.

Sé el aire entre tus alas.

Sé voz que nunca calla.

Nadie abandona su hogar,

a menos que su hogar sea la boca de un tiburón.

Solo corres hacia la frontera

cuando ves que toda la ciudad también lo hace.

Tus vecinos corriendo más deprisa que tú.

Con aliento de sangre en sus gargantas.

El niño con el que fuiste a la escuela,

que te besó hasta el vértigo detrás de la fábrica,

sostiene un arma más grande que su cuerpo.

Solo abandonas tu hogar

cuando tu hogar no te permite quedarte.

Fragmento del poema “Conversations about home”,

incluido en la antología Teaching My Mother How to Give Birth,

de Warsan Shire (Flipped Eye, 2011).

Prólogo

Había solicitado la habitación más apartada de toda la planta, ubicada sobre el ala oeste del edificio y hacia el final de un pasillo oscuro y estrecho. Como todo lo demás allí, la humildad era premisa. El dormitorio contaba con tan solo tres metros cuadrados de extrema austeridad y una pequeña ventana a través de la cual apenas podía verse el resplandor de la luna creciente.

Era una noche por demás oscura. Dentro y fuera de la habitación.

Una cruz de madera custodiaba la cabecera del camastro. Un viejo ejemplar de la Biblia asomaba bajo la almohada. Para el hombre recostado en el lecho, ese libro era una posesión valiosa. Ese libro y el rosario de cuentas nacaradas que aprisionaba entre los dedos… Ya había rezado todas las plegarias que demandaba el rito, en más de una ocasión, pero la monótona repetición de versos no había sido suficiente para aquietar la mente. La sensación de seguridad que había esperado restaurar en ese sitio apartado del mundo, en ese lugar que alguna vez le había servido de refugio, seguía escapándosele.

El sueño se había convertido en un niño caprichoso.

El miedo, con su cara más despiadada, era el monstruo que lo mantenía en vela.

En vano se empeñaba en cerrar los ojos para no ver, o en murmurar invocaciones para no oír, pues las imágenes del pasado acosaban tras los párpados, y los fantasmas del recuerdo musitaban amenazas desde los rincones más vastos de la memoria. No había escapatoria, bien lo sabía él… Más temprano que tarde, los pecadores debían saldar sus deudas.

De un momento a otro, como si el presente se hubiera encadenado al vaticinio, el hombre oyó el eco de los pasos acercándose desde el pasillo y la puerta cerrada capturó toda su atención.

Un sudor frío le perló la frente.

Un padrenuestro se desgranó tembloroso entre sus labios.

Un último paso y el rumor oxidado de la manija fueron preludio de lo inevitable.

Era cierto aquello de que la conciencia era un juez implacable, pero esta vez contaba, además, con un verdugo que ejecutaría la condena. Un verdugo que se encontraba justo al otro lado de la puerta.

Capítulo I

La cita que no fue

Marsella, 2018

Luego de vestirse, anudó algunas de las finas trenzas de su cabello e improvisó un peinado que le mantuviera despejado el rostro. Del otro lado del espejo, la mujer que como una aparición flotaba en el aire denso y húmedo del baño, la miró fijamente. Tenía la piel oscura e impenetrable. Los pómulos altivos, los labios gruesos, la frente amplia y la nariz ancha características de su etnia. Lo que más destacaba en ese rostro que había aprendido a reconocer como propio eran los ojos profundos de quien ha visto mucho. Demasiado, tal vez.

Alzó el mentón con orgullo. Ese breve pero necesario instante de introspección matutina solía tener ese efecto en ella.

Fátima Radah era una sobreviviente. Una guerrera.

Verse así, frente a frente, había requerido tiempo. Tiempo y bravura. Bravura y también compasión. A sus treinta y siete años, había logrado hacer las paces consigo misma. Era capaz de reconocerse más allá de los efímeros reflejos. Había aprendido a encontrarse en su esencia y en su herencia. En la sangre que pulsaba en la geografía de su cuerpo, en la fuerza y perseverancia de un linaje que había sobrevivido a las desafiantes condiciones de las llanuras africanas, a la aridez infinita, a las sequías prolongadas y al hambre extrema, al brazo largo y cruel de la guerra entre hermanos.

Podía oír con claridad el crepitar del fuego en sus recuerdos, percibía esa extraña vibración en el centro de su pecho… El atroz resabio de una guerra que ya no era. La marca indeleble del estallido de proyectiles cercanos a la memoria, aunque distantes en el tiempo.

Y el pasado era presente una vez más.

Entonces, respiraba profundo, contaba los latidos de su corazón y movía los dedos en busca de esa sensación de estabilidad que le ofrecía el suelo frío bajo sus pies, pues no debía caer en la trampa. No podía permitir que ese pasado que se empeñaba en ser presente osara arrebatarle el futuro que por derecho era suyo.

Estaba en casa ahora. En su casa. En la seguridad de un hogar que había construido con amor.

Fátima Radah era una sobreviviente. Una guerrera. Una mujer cuyo desafío más grande era descubrir cuánto más podía ser.

Se trasladó hacia la habitación que compartía con su hija, abrió las cortinas para permitir la entrada del sol y luego, sentada sobre el borde de la cama, acarició suavemente la mejilla sonrosada de la niña.

–Despierta, Cloé.

La chiquilla, aún en sueños, delineó una sonrisa al oír su voz.

A primera vista, nadie diría que estaban emparentadas. Sin embargo, aunque no compartieran código genético, eran madre e hija en todos los aspectos que de verdad contaban.

Cuando Ebba, la mujer que engendró a Cloé, perdió la batalla contra la infección pulmonar que la había mantenido por meses postrada en la cama de un hospital, fue Fátima quien sostuvo su mano, quien la acompañó hasta el último aliento y quien juró cuidar de su hija tal y como si fuera propia. Y así lo había hecho desde aquel momento, honrando su promesa por poco más de siete años ya, y con una devoción que sobrepasaba con creces el mandato de la sangre.

–Buenos días, mamá –susurró la niña y, tras los párpados somnolientos, unos ojos verdes se abrieron camino para iluminar tanto como el sol.

–Buenos días –sonrió en respuesta–. Está agradable afuera, pero se pondrá caluroso más tarde. Elige ropa liviana.

Cloé asintió y enseguida se deshizo del nido que las sábanas habían formado a su alrededor. Aunque tuviera ocho años nada más, era decidida y muy autónoma. Fátima la alentaba a que tomara pequeñas pero trascendentes decisiones diarias, como qué vestir para ir a la escuela o en qué momento sentarse a hacer sus tareas. Como madre guiaba y acompañaba, pero priorizaba la libertad de sus hijos por encima de todo. Priorizaba la libertad. Porque prepararlos para el mundo se trataba de eso, de enseñarles que la voz más importante era la que les brotaba del interior.

Abandonó el dormitorio, recorrió el breve pasillo y pronto se reunió con Franco en la cocina.

–Buenos días, mamá.

–Buenos días. –Fue directo hacia el refrigerador y extrajo un cartón de leche–. ¿Quieres? –le ofreció.

–No, gracias. Beberé café hoy.

–¿Una mala noche? –preguntó, a sabiendas de que su hijo pocas veces recurría a la cafeína.

–Mala, no. Larga… –aclaró–. Adelanté algunas horas de estudio que no tendré hoy. Cubriré el turno de un compañero en la tienda.

–¿Hoy? ¿Con los exámenes finales tan cerca?

–El dinero extra no me viene nada mal.

Con veintiún años, Franco estudiaba enfermería y, además, tenía un trabajo de medio tiempo en una tienda local. A Fátima le hubiera gustado que solo se dedicara a sus estudios, pero el hecho de que pudiera sostenerse a sí mismo era una ayuda invaluable en el hogar. Los gastos médicos de su madre eran bastante elevados, aun con un buen seguro, y la medicación antirretroviral de la que dependía para tener una mejor calidad de vida se llevaba buena parte del presupuesto familiar.

–Podría pedirle a Audrey que me diera unas horas extras –sugirió Fátima–. Te daría ese dinero, si lo necesitas, y así podrías quedarte a estudiar. Solo por esta semana, hasta que acabes con los exámenes.

–Escucha –sonrió con esa paz que lo caracterizaba, asegurando una mano cálida sobre el hombro de su madre–, puedo con esto.

Y claro que podía, Fátima lo sabía. Franco podía con eso y con mucho más. Se quedó mirando por unos segundos largos a ese hombre fuerte y de mirada profunda, cuya cabeza se elevaba muchos centímetros por encima de la suya, que había sido alguna vez un bebé pequeño y frágil acunado contra su pecho. Un pequeño bebé que, desde el primer latido, se había convertido en el motor de su vida entera, en su motivo y su fortaleza, en la tabla de salvación a la que se había aferrado para mantenerse a flote. Fue con el paso de los años que Fátima logró comprender que remar juntos no era igual que arrastrarse el uno al otro. Y que priorizar la libertad también se trataba de eso.

–Claro que puedes –asintió, convencida. Tomó sus dos píldoras y las deslizó por su garganta con un sorbo de leche.

El desayuno se prolongó más de lo debido y, aunque preferiría hacer uso de la red de estaciones de bicicletas, se vio obligada a optar por una alternativa más rápida. El autobús. No le agradaban los espacios cerrados, mucho menos los excesivamente concurridos, pero la paciencia no era una de las virtudes de su jefa y ya se lo había advertido en más de una oportunidad: “No más retrasos o estás fuera”. Quedar desempleada no era una opción que quisiera explorar en ese momento de su vida.

Decidida, se apretujó entre el resto de los pasajeros y se sostuvo de la barandilla superior.

El autobús iba repleto. A esa hora de la mañana, todos necesitaban llegar a algún sitio con la misma prisa.

Sentadas justo frente a su posición, dos jovencitas con uniforme escolar miraban absortas las pantallas de sus teléfonos celulares, repasando las publicaciones en las distintas redes sociales con una rapidez tal que Fátima se preguntó si en verdad veían algo.

La gente pocas veces veía lo que tenía enfrente, reflexionó.

Ella, en cambio, había aprendido a no perder detalle de lo que sucedía a su alrededor. Era en extremo consciente del entorno; sobre todo, de lo que ocurría fuera de su campo visual. Se valía de todos sus sentidos para proyectar en su mente una imagen completa de lo que ocurría a sus espaldas y por eso, aun cuando no hubiera expresión alguna en su rostro, la respiración insistente de un sujeto detrás de ella comenzaba a incomodarla.

Lo sentía demasiado cerca, aun para las estrechas dimensiones del espacio.

Con delicadeza, intentó poner distancia, mirar a través de la ventana y distraerse calculando los minutos que restaban para llegar a destino, pero una inesperada y brusca maniobra del conductor la precipitó sobre el asiento de las colegialas. El sujeto, predador en busca de alguna presa desprevenida, aprovechó su desequilibrio para restregarse con descaro sobre su cuerpo.

Por respeto a sí misma, y solo por eso, Fátima mordió el insulto que pendía de sus labios.

Se tomó un segundo para respirar, les dispensó unas disculpas a las colegialas y luego, recompuesta ya, se giró en dirección al pervertido.

Se encontró frente a frente con un hombre entrado en años, que portaba una mirada lasciva y una sonrisa de lado que dejaba entrever que sabía lo que hacía, y que no se arrepentía en lo más mínimo. Fátima detuvo la mirada en el rostro del hombre y allí se quedó, sin siquiera pestañear. No le temía. Por el contrario, conocía muy bien a los de su clase. Conocía muy bien a los que esperaban sorprender a sus víctimas para que soportaran perplejas el capricho de sus bajos instintos. A los mismos que al ser enfrentados con su monstruosidad eran incapaces de sostener la mirada de una presa que se negaba a ser tal. Eran incapaces, en más de un sentido.

No pasó mucho antes de que la sonrisa del sujeto se desvaneciera y su expresión socarrona fuera reemplazada por una de desconcierto.

Los perversos eran todos iguales. Unos cobardes.

Fátima no apartó la mirada, tampoco se movió de su sitio. Afirmó los pies y se sostuvo de la barandilla para afianzar su equilibrio. Nada ni nadie la movería de su posición. Eso era cosa de un pasado que ya nunca sería presente.

Incómodo por el filo de su mirada, el sujeto desvió el rostro hacia los lados en busca de alguna excusa para no hacer frente a las consecuencias de sus actos. No la encontró, porque no había una.

–Con permiso. –Con los ojos pegados al suelo, usó los hombros encogidos para hacerse espacio entre los pasajeros y en breve alcanzó la puerta de descenso.

Cuando el autobús se detuvo, el sujeto se tambaleó por los escalones hasta la seguridad de la acera y, mientras el vehículo retomaba la marcha, la buscó entre los pasajeros. El indeseable bulto en el frente de sus pantalones era un ofrecimiento que le confirmó a Fátima lo que ya sabía, y de sobra: que odiaba viajar en autobús y que los perversos eran todos iguales. Unos cobardes.

Llegó al trabajo con unos minutos de gracia para marcar su ingreso y respiró más aliviada.

–¿Dónde estabas? –susurró Zoe, su vecina de casillero–. Audrey pasó por aquí hace un momento. Preguntó por ti, por supuesto.

–Si tiene alguna duda respecto a mi horario, puede revisar el registro –señaló mientras se quitaba la blusa y los jeans para reemplazarlos por el overol amarillo que uniformaba al personal de limpieza–. Llegué a tiempo, como todos los días. No entiendo cuál es su problema.

Audrey, su jefa, no era muy diferente de aquel perverso en el autobús. Una cobarde, una incapaz que se escondía tras su jerarquía para aplastar a quienes estaban bajo su mando. Pero al igual que con el hombre aquel, Fátima jamás admitía una opresión que consideraba injusta.

–Sabes que te tiene entre ceja y ceja, Fátima. Tú no le des motivos y ya está.

–Como si necesitara uno –murmuró entre dientes.

–¡Oye, es viernes! ¿Qué tal si dejamos a Audrey de lado y adelantamos el fin de semana? –propuso con una sonrisa–. ¿Quieres ir por unos tragos esta noche?

–Me encantaría, pero Franco trabajará doble turno y no tengo con quién dejar a Cloé.

–¿De veras? ¿No hay nadie a quien puedas pedirle que sea tu niñera de emergencia? Solo por un par de horas. Prometo que pagaré la primera ronda, ¿qué dices?

–Suena cada vez más tentador –admitió, pensando en alguna alternativa–. Veré qué puedo hacer, ¿está bien?

–Okey, luego me dirás. –Le guiñó un ojo–. Estaré esperando.

Fátima asintió y luego comprobó que todos los productos necesarios para iniciar la jornada estuvieran en su carro.

L’Hôtel de Ville, o el Ayuntamiento, situado en el corazón mismo de la ciudad de Marsella, en las inmediaciones del Puerto Viejo, era un edificio nacido en el siglo xiii y reconstruido en el xvi, que destacaba por su estilo barroco y por la clásica elegancia de otros tiempos. Una verdadera maravilla arquitectónica.

Nadie parecía verla caminar por allí. Aunque su overol amarillo no le permitiera pasar desapercibida, se movía por la amplitud de los pasillos como un fantasma. Era invisible a los ojos de muchos. De casi todos, en realidad. Pero lo prefería de ese modo. El trabajo era tranquilo y, más allá de Audrey y su injustificada fijación, no había demasiadas complicaciones.

No siempre había sido así de tranquilo…

En sus comienzos en Cleaners&Co, empresa de limpieza para la que había trabajado por más de dos décadas ya, le había tocado restregar de rodillas la inmundicia de los baños más asquerosos de la ciudad, en locaciones para nada glamorosas. Sin embargo, nunca emitió una queja. No en voz alta, al menos. Era consciente de que el trabajo también era cimiento fundamental de la vida que había consolidado con los años, y aunque no podía decirse que su día a día fuera fácil, para quien como ella conocía la verdadera cara de la miseria, aquello se parecía bastante a la estabilidad.

La jornada avanzó deprisa y llegado el mediodía, con treinta minutos exactos para tomar un snack y regresar a su puesto antes de que Audrey tuviera una excusa válida para molestarla, Fátima fue hasta su casillero por una barra de cereal y una botella de agua. Poco después, salía del edificio en busca de aire fresco y un sitio tranquilo en el cual descansar.

La banca en el patio interno, desierto a esa hora en que los funcionarios salían a almorzar a los restaurantes de las inmediaciones, parecía el lugar perfecto. Quizás hasta podría aprovechar la privacidad para hacer una llamada y conseguir esa “niñera de emergencia” para Cloé.

–Hola. –Tal y como esperaba, Ángela respondió enseguida, aunque se oía un poco somnolienta.

–¿Te desperté?

–¿Fátima? ¿Qué hora es? ¿Qué es lo que pasa? ¿Estás en el trabajo?

–Son demasiadas preguntas, déjame responderlas –la detuvo–. Todo está bien. Es mediodía. Y sí, estoy en mi descanso.

–¡¿Mediodía?! –exclamó Ángela–. Cielos, debo haber olvidado programar mi alarma.

–¿Estás bien? –Fátima percibió cierto nerviosismo vibrando en el tono de su voz.

–Una mala noche, nada más. Mi cabeza que no se detiene.

–¿Pesadillas? –quiso saber, preocupada por su bienestar.

–Ya no. –Ángela hizo un esfuerzo por sonar convencida, pero Fátima era capaz de oír más allá de sus palabras. Algo no estaba del todo bien–. Me cuesta conciliar el sueño; algunas noches más que otras, supongo.

–Podrías intentar llamarme, si acaso quisieras –le ofreció, enseguida. Ella sabía, y de sobra, que los recuerdos solían aprovechar el reparo de la noche para deambular por los recovecos de la memoria–. Sabes que tampoco duermo demasiado.

–Es bueno saber que cuento con la solidaridad de otra noctámbula –comentó con un tanto de picardía y otro mucho de evasión. Era claro que, por el momento, Ángela pretendía mantener en reserva los motivos de su insomnio. Fátima, por su parte, no tenía intenciones de insistir en que hiciera lo contrario–. Volviendo a lo tuyo… Supongo que no llamas para conversar acerca de nuestros malos hábitos de sueño, ¿no es cierto?

–Diste en el clavo –le concedió–. En realidad, llamo para hacerte una propuesta de trabajo.

–¡Excelente! ¿De qué se trata?

–Necesito a alguien que se quede con Cloé esta noche, un par de horas nada más. Sé que es algo precipitado, pero…

–Salgo de mi turno en la cafetería a las ocho –dijo enseguida–. ¿A esa hora me quieres allí?

–¿Eso es un sí?

–¡Es un “claro que sí”!

–Sabía que podía contar contigo, Ángela. ¡Muchísimas gracias! –Respiró alivio y se permitió inspirar un entusiasmo inusual en ella–. Estaré de regreso antes de medianoche, lo prometo.

–¿A medianoche? A esa hora apenas comienza la diversión, Cenicienta. ¿Qué es lo que pasa? ¿Temes que el autobús se convierta en calabaza? –bromeó, algo más distendida–. Olvídate de las agujas del reloj y diviértete. Te mereces un respiro.

–Pues, esa es la idea –confesó Fátima–. Un respiro y una cita.

–¡¿Una cita?! Qué guardado te lo tenías. ¡Cuéntamelo todo!

–No hay nada que contar aún. Pero si prospera, te aseguro que lo sabrás… Debo regresar al trabajo ahora –advirtió al ver la hora–. Ordenaré pizza para la cena, ¿está bien?

–¡Genial! ¡Nos vemos en unas horas, Fátima!

–Nos vemos en unas horas, Ángela.

Esa noche, el cartel de “Cerrado” se colocó en la puerta de la cafetería mucho más temprano de lo habitual. En términos de clientes y propinas había sido un mal día. Otro más en una seguidilla de muchos días así.

–Greg, ¿quieres ayuda con la cocina? –ofreció Ángela.

–¡¿Sigues aquí?! –El responsable del negocio había estado tan concentrado en tratar de estirar el poco dinero de la caja registradora que no había notado la presencia de alguien más.

–Acabo de terminar con los pisos del baño.

–¡Deja todo como está y vete ya, niña! ¿No debes cuidar a Cloé hoy?

–Así es… Pero ¿estás seguro de que no necesitas nada más?

–¡Vete, vete! –la despachó con una mano que aleteó rigurosa en dirección a la puerta–. Y dale a Fátima y a la niña un beso por mí, ¿está bien? –Ángela sonrió, porque recio como era, Greg no podía ocultar su enorme corazón.

–Lo haré.

Salió de la cafetería con una sonrisa apacible asomando entre los labios.

La oportunidad de pasar algo de tiempo con Cloé, de alternar porciones de pizza con dibujos animados, prometía ser un paréntesis dentro del cual encerrar las preocupaciones que le impedían conciliar el sueño. Una pausa necesaria ante tanta inquietud.

Sin percatarse de ello, apresuró el paso. Por nada del mundo se perdería esa cita.

Era una noche extraña. Sombría. La luna ocultaba su rostro tras el velo de una llovizna tenue, y los vapores de la ciudad se alzaban por los rincones más oscuros cual espectros. Ángela miró hacia el cielo y una sensación tan extraña y sombría como la noche misma le atravesó el cuerpo entero.

De repente, se sintió incómoda. Ajustó los tirantes de su mochila y encogió los hombros, consciente de que los arrebatos eran moneda corriente por esa zona de la ciudad.

Miró hacia atrás, hacia el frente, también hacia el otro lado de la calle. Lo único que alcanzó a distinguir fueron las sombras que se agrandaban bajo las luminarias del tendido eléctrico, pero los vellos de su nuca se erizaron en respuesta a una sensación harto conocida: alguien la seguía.

Todos sus sentidos se pusieron en alerta. Los ojos atentos a lo que se ocultaba en las sombras, los oídos tratando de decodificar los sonidos circundantes, el olfato agudo, y la piel un braille donde todo lo que se leía era el miedo. En el fondo de la lengua ya percibía el sabor amargo de una amenaza inminente.

–Oye, ¿te conozco? –escuchó murmurar a apenas unos pasos detrás de ella–. ¡Oye!

Un par de pasos más y el extraño estuvo lo suficientemente cerca para colocarse a la par.

Ángela alzó la mirada, oculta de forma parcial tras el cabello renegrido, solo lo necesario para echar un vistazo y confirmar que no había visto a ese sujeto en su vida. Parecía joven, era delgado, de apariencia frágil y aspecto descuidado.

–¡Claro que te conozco! –esbozó una sonrisa de lado que puso al descubierto una dentadura en estado lastimoso–. Eres Ágatha, ¿cierto?

Por poco trastabilla al escucharlo.

Hacía más de un año que, ansiosa por recuperar lo poco de identidad que le quedaba, había dejado de usar aquel nombre de fantasía. Aunque ella no conocía a ese hombre, sin duda alguna él la conocía a ella. Sintió los latidos de su corazón acelerándose, la adrenalina transformando su sangre en fuego líquido que encendía sus venas.

–¿Cuál es el problema, Ágatha? ¿Acaso no recuerdas a un amigo?

–Lo siento –balbuceó, atemorizada–. Me confunde con alguien más. No conozco a ninguna Ágatha.

Intentó evadirlo, pero era inútil. Él insistía en bloquear su avance.

–Aquí no hay ninguna confusión. –Ya sin atisbos de falsa cortesía, el sujeto endureció el gesto–. Eres justo la persona que estamos buscando.

En apenas un breve instante, un par de segundos de absoluta claridad, Ángela asimiló dos certezas irrevocables: en primer lugar, Shaka la había encontrado al fin… y, como consecuencia, jamás llegaría a esa cita con Cloé.

Mientras se aplicaba una capa de máscara de pestañas, vio con el rabillo del ojo cómo una larga trenza rubia asomaba tras el marco de la puerta. Con la mirada en el espejo, fingiendo distracción, continuó con otra capa de maquillaje.

–¡Te atrapé! –Cloé saltó de su escondite y se aferró a su cintura con fuerza.

–¡Me sorprendiste otra vez!

–He estado practicando… Soy como un ninja, ¿verdad? –sonrió–. Te ves muy linda, mami.

–Gracias. Tú también te ves muy linda –dijo en referencia a su pijama verde con estampado de corazones. Su favorito, el que reservaba para ocasiones especiales.

–¿A qué hora vendrá Ángela? –preguntó, víctima de la ansiedad. Sin dudas, había elegido su vestuario adrede. Para Cloé, ver a Ángela era siempre una ocasión especial.

–Bueno –Fátima consultó su reloj–, ya debería estar aquí. Algo debe haberla retrasado. ¿Por qué no vas a elegir un libro? Ángela estará encantada de que se lo leas.

–¡Buena idea!

Con el mismo nivel de entusiasmo, Cloé desapareció por el pasillo y Fátima terminó su maquillaje con un poco de brillo labial. Había elegido unos jeans oscuros y una camiseta ceñida que no se había atrevido a usar antes, pues esa noche, como pocas otras, se sentía bastante confiada.

Al igual que para Cloé, aquella prometía ser una ocasión especial.

Zoe había estado enviándole señales durante meses, insistiéndole en que aceptara ir a tomar una copa con ella, pero nunca se había permitido decir que sí. Lo cierto era que su vecina de casillero le parecía una mujer íntegra, interesante, alguien con quien podría atreverse a algo más que una amistad. En quien podría encontrar, quizás, a una verdadera compañera.

Pero tenía dudas. Siempre las tenía.

Sumar el corazón a cualquier ecuación era una posibilidad que la asustaba y la atraía en igual medida, y aún no estaba claro qué lado de la balanza pesaría más. ¿Ganarían sus reservas o se atrevería a ir más allá de las dudas?

–Es solo una copa –se dijo, fijando la mirada en su reflejo.

Al oír el timbre, inspiró profundo y se encaminó a la puerta de entrada. Esperaba encontrarse con Ángela del otro lado, pero la pizza había sido más puntual que su “niñera de emergencia”.

–Muchas gracias –dijo al repartidor–. Puedes quedarte con el cambio.

–¡Pizza! –festejó Cloé.

Volvió a chequear su reloj.

Ángela llevaba más de una hora de retraso y Fátima comenzaba a inquietarse.

Había olvidado cargar crédito en su teléfono móvil y, como consecuencia, estaba incomunicada. No podía llamar a Ángela para preguntar qué había sucedido, y tampoco a Zoe para disculparse por el retraso.

¿Vendrás? Estoy por pedir una segunda ronda y es triste embriagarse en soledad.

Eso decía el mensaje que había recibido minutos atrás. Releerlo la hizo suspirar de pura frustración, pues el reclamo era bastante claro. A esas alturas, Zoe probablemente pensaría no solo que había cambiado de opinión, sino que había decidido no acudir a la cita. Y, como siempre, la balanza parecía inclinarse hacia el costado menos favorable.

–Mamá, ¡tengo hambre! ¿Falta mucho para que llegue Ángela?

–No lo sé, cariño…

Volvió a chequear el reloj y un mal presentimiento cayó como roca en el fondo de su estómago. ¿Dónde estaba Ángela?

Capítulo II

La muchacha de labios azules

En la televisión, un especialista hablaba sobre la necesidad de incluir las nuevas tecnologías en la educación básica de los niños en edad preescolar.

A André Dubré la temática no le interesaba en lo más mínimo.

El sueño lo había pillado con la corbata puesta y la presión provocaba que un ronquido áspero brotara de su garganta. Dormía tendido en el sofá y con la cabeza recostada en el apoyabrazos. Sobre la mesita de café reinaban una cerveza a medio terminar y los restos de una cena improvisada.

El día había sido largo, agotador… pero el repentino sonido de su teléfono celular anunció que no había terminado aún. Enseguida en alerta, se apresuró a responder la llamada.

–Capitán –murmuró tras aclararse la garganta.

–Lo siento, André. Sé que es tarde, pero esta ciudad no da tregua.

–Lo sé. –Se tomó la cabeza, presto a escuchar detalles–. ¿Qué tenemos?

–Un cuerpo abandonado en el Hospital de la Timone. Una joven sin identificar. La dejaron en el estacionamiento y se marcharon.

Suponía que lo correcto era sentirse indignado, horrorizado tal vez, pero después de años de ver una tragedia tras otra había perdido la capacidad de asombro. El ser humano era capaz de las cosas más atroces.

–Un médico está examinándola en este preciso momento –prosiguió el capitán–. Quiero que llegues antes de que acabe, para que te dé el informe preliminar en persona.

–¿Examinándola? ¿Eso significa que la movieron?

–Fueron los médicos de Urgencias. La ingresaron para intentar algunas maniobras de resucitación, pero no sirvieron de nada. No te preocupes, tengo a dos patrulleros custodiando la zona. Los técnicos van en camino.

–Las pruebas se habrán perdido ya –masticó entre dientes.

–Un poco de fe, hombre… Te digo que han trazado un perímetro. Además, estás de suerte. Tenemos un testigo y muchas cámaras de seguridad. Resolveremos esto rápido.

–Cuente con ello. Por cierto, ¿A qué fiscal asignaron al caso?

–Helena Charron. Ya la conoces, no la esperes en la escena. Es de las que prefiere conservar su lugar detrás del escritorio.

–Avanzaremos entonces y la pondremos al corriente después.

–Perfecto. Y, André, una última cosa…

–¿Qué?

–Cuando llegues allí, busca al agente Cid Travert. Acaba de llegar a la ciudad. Un regalito que nos envían desde París.

–¿Para qué? –preguntó, confundido.

–¿No te lo he dicho ya? Esta ciudad no da tregua y la ayuda nos viene como anillo al dedo. Y creo ya es hora de que tengas un compañero. Estoy seguro de que se llevarán de mil maravillas.

Aparcó a una distancia considerable y se tomó un momento para valorar la escena.

Tal y como el capitán Moulian le había anticipado, dos patrulleros estaban apostados a metros del cerco y cuatro agentes mantenían a los curiosos alejados de donde suponía habían hallado el cuerpo. Aunque no había cuerpo; solo una cinta roja y blanca que delimitaba el área.

Los técnicos ya estaban en sus puestos, ataviados con sus elementos de protección y listos para proceder a la recolección de pruebas. Uno de ellos, de rodillas sobre el asfalto, direccionaba el lente de su cámara hacia las marcas de neumáticos que habían quedado plasmadas allí. Eran visibles incluso a la distancia. Quien hubiera estado al volante llevaba prisa y poco le importó dejar huellas a su paso.

Al escanear los alrededores un poco más allá descubrió un rostro desconocido. El tal Cid Travert, supuso. Ubicado detrás del cerco, observaba la escena con atención. Vestía unos jeans y una camiseta oscura, lo identificó por la placa colgando de su cuello. Era más joven de lo que esperaba. Un novato, a sus ojos. ¿Un “compañero” había dicho Moulian? “Se llevarán de mil maravillas”, había aseverado después. Eso lo dudaba mucho.

La idea de tener un compañero no era fácil de digerir.

Tenía colaboradores, sí. Muchos, a decir verdad. Y se llevaba de mil maravillas con todos. O eso creía. Pero ¿un compañero? Eso era algo completamente diferente. Se decía que dos cabezas pensaban mejor que una, pero dos cabezas en un mismo caso también podían ser un camino directo al desastre.

André era tan consciente de sus fortalezas como de sus debilidades, y dudaba que el tamaño de su propio ego diera espacio a otra persona. Era demasiado grande. Era lo que le permitía dar pasos firmes donde los demás trastabillaban, sentirse confiado y transmitir esa confianza a quienes trabajaban con él. Jamás dudaba. Acostumbraba a dirigir, a coordinar las acciones, juntar pruebas y darles sentido. Hacía un trabajo impecable, lo sabía y estaba orgulloso de eso. Entonces, ¿qué quería decir Moulian con eso de “ya es hora de que tengas un compañero”? ¿Acaso no confiaba en sus capacidades?

Pero, aunque tuviera dudas, no se atrevería a cuestionar a su capitán. Jamás. Le debía mucho.

Con esa idea en la cabeza, se bajó del auto y se colgó la placa al cuello. Aunque todos allí supieran quién era, ese maldito ego suyo quería restregársela en la cara al novato.

Caminó hacia la escena y, al ver que Travert lo miraba, se concentró en sus colaboradores. Lo dejaría fuera del cerco mientras se hacía cargo de la situación.

–Michel… –Estrechó con amigable firmeza la mano enguantada del nuevo fotógrafo forense. Era un buen muchacho, pero extrañaba el ojo experto de Anna. De hecho, extrañaba a Anna–. ¿Qué tienes?

–No te agradará esto, los médicos movieron el cuerpo.

–Me lo dijo el capitán. No te preocupes, hablaré con quien esté a cargo para que te permita entrar a donde sea que estén examinándola. Podrás tomar tus fotografías allí.

–Creo que el examen inicial ya acabó. Vi al médico hace un momento… hablando con el nuevo –murmuró y lo señaló con una mirada especulativa. Evidentemente, André no era el único que se sentía desconcertado con la llegada del novato. Evitó seguir el rumbo de su mirada y continuó como si no lo hubiera notado.

–He dicho que no te preocupes, yo me encargaré. ¿Qué más tienes?

–Las huellas de los neumáticos y no mucho más.

–Está bien. Cuando tengas todas las fotografías, procésalas deprisa. Quiero acabar con esto pronto.

De inmediato, se acercó al resto de los técnicos y les dio la misma instrucción. Habían recogido algunas colillas de cigarrillo, un par de huellas de pisadas, pero nada más. Era una escena limpia, dentro de lo que cabía.

–¿Eres André? –escuchó a sus espaldas con una familiaridad que le pareció excesiva. Se giró apenas y miró sobre su hombro. Travert había decidido traspasar el cerco. En más de un sentido.

–¿Quién pregunta? –lo enfrentó.

–Soy Cid Travert. Llegué desde París esta tarde.

–Pues, felicidades –señaló sin expresión alguna.

Por algunos segundos, demasiados quizás, se midieron en silencio.

–Supongo que somos compañeros –advirtió el novato, ofreciéndole su mano. André la observó con detenimiento. Tenía las uñas cortas, era obvio que se las mordía compulsivamente, y sus dedos estaban manchados con algo oscuro que no supo identificar. El detalle le provocó curiosidad.

–Teniente Dubré. –Estrechó su mano con firmeza–. Así espero que se dirija a mí. Y está en lo correcto, agente Travert. Estamos asignados al mismo caso. Lo de compañeros… eso está por verse.

A Cid le llevó un segundo comprender que el traslado de unidad le supondría más de un desafío. Y no esperaba menos. Dubré tenía una reputación que se extendía hasta París y no pretendía que le diera la bienvenida con los brazos abiertos. Sabía que era un veterano implacable, impecable y, como acababa de comprobar, no muy adepto a los cambios.

–El capitán me informó que un médico está examinando el cuerpo. Iré a hablar con él. Si le apetece, puede acompañarme.

–Ya hablé con él… –Cid se rascó la cabeza, incómodo.

André alzó una ceja, en claro gesto de reprobación, y quedó a la espera de una explicación al respecto. Aunque estaba al tanto de que se había adelantado sin su visto bueno, quería escucharlo de su propia boca.

–Es casi medianoche y el sujeto tiene familia. Llevaba prisa… No creí que fuera un problema, teniente –remarcó.

–Pues, sí lo es. Es un problema.

–Lo grabé –dijo, alzando su teléfono a modo de prueba.

–Muy considerado de su parte. El único inconveniente es que no puedo hacerle preguntas a esa grabación suya. Por tanto, me ha privado de…

–¡Oiga! –para su sorpresa, Cid lo interrumpió a mitad de frase para alzar una mano en dirección al estacionamiento–. ¡Doctor Burnett! Aguarde un momento, por favor –le pidió y luego, al ver que André endurecía el gesto, decidió que ya había sido suficiente de tanta falsa cortesía–. Es el médico a cargo. ¿Acaso no quería hablar con él? –aventuró, irreverente. Puede que Dubré fuera un veterano duro, pero él no era de los que se dejaban pisotear gratuitamente. Ni por él ni por nadie–. Venga conmigo.

Sin agregar nada más, comenzó a caminar en dirección al médico, que aguardaba junto a su vehículo con expresión de cansancio.

–¿Qué sucede? –preguntó, mirando a uno y a otro de forma intermitente.

–Él es el teniente André Dubré. Está a cargo del caso.

–Creí que tú estabas a cargo del caso… –señaló, confundido.

–Ambos lo estamos –aclaró. El teniente fijó una mirada irritada que Cid fingió no ver–. Necesita hacerle unas preguntas.

–¿Más preguntas?

–Escuche… Doctor Burnett, ¿verdad? –André tomó las riendas–. Entiendo que haya sido una jornada difícil y que quiera regresar a casa. Tiene familia, según me informa el agente Travert. Pues estoy seguro de que la joven que usted acaba de examinar también la tiene, solo que ella no regresará a casa esta noche y esa familia necesitará respuestas. Así es que sí, tengo preguntas. Muchas. Todas las que sean necesarias para aclarar en detalle lo que sucedió.

Implacable, sin lugar a dudas, pensó Cid.

El médico, por otro parte, tragó saliva con dificultad.

–Si es tan amable, lo seguimos hasta el cuerpo –dijo a continuación, señalando el camino de vuelta a la entrada.

Caminaron por las instalaciones en absoluto silencio.

Dentro del hospital la actividad proseguía con total normalidad. Una vida se había extinguido, pero el mundo no se enteraba. Jamás lo hacía. La morgue se encontraba hacia el fondo de un pasillo extenso, detrás de una puerta tras la cual pretendían mantener encerrada a la muerte. A nadie le interesaba descubrir sus secretos, tampoco desentrañar sus caprichosos motivos. Lo único que importaba era mantenerla tan alejada como fuera posible.

–¿Fue usted quien la asistió? –preguntó André mientras entraban a la sala.

–Así es. Ingresó durante mi guardia… Me desempeño en el área de Urgencias.

–¿Ingresó? –Enarcó una ceja.

–La ingresamos –aclaró el médico–. El familiar de una paciente internada dio el grito de auxilio; vio cómo dejaban a la muchacha en la explanada para el ingreso de las ambulancias. Acudimos con dos de nuestros camilleros y comprobamos que no respondía a estímulos, pero tenía pulso.

–Estaba viva.

–Tenía pulso, sí. Pero muy débil. La llevamos a la guardia y realizamos maniobras de resucitación. Todo está detallado en la hoja de ingreso y en la historia clínica. Su colega tiene una copia.

–No soy médico, no entiendo nada de eso –replicó el teniente–. Hábleme claro. ¿Cuáles fueron sus impresiones? ¿Qué cree que le pasó?

–Déjeme mostrarle.

Mientras el médico se dirigía hacia uno de los nichos refrigerados y lo abría, André y Cid intercambiaron miradas significativas. Sin saberlo, ambos pensaban lo mismo. Un médico de Urgencias no era lo mismo que un forense especializado. Tendrían que solicitar una autopsia.

La camilla se deslizó sobre los rieles y un lamento metálico resonó entre las paredes del recinto.

–Acérquense, por favor –les pidió, abriendo la cremallera de una bolsa mortuoria color azul. André se aproximó con paso seguro; Cid, en cambio, prefirió quedarse un poco más atrás. Ya había visto suficiente–. Lo primero que noté fue el color de sus labios. ¿Lo ve? Están azules.

Lo veía, sí.

El médico proseguía con la explicación, pero André no lo escuchaba. Solo la veía a ella. A toda ella. Por un momento, sintió que el aire le cerraba el pecho. Había mirado a la muerte a la cara muchas veces, pero por alguna razón que desconocía ver la fragilidad de esa muchacha de labios azules, tendida en esa camilla helada, lo alteró sobremanera.

–Es una niña –atinó a decir, interrumpiendo la explicación.

Lo sorprendió la blancura extrema de su piel en contraste con un cabello negrísimo; un color que no era el suyo, puesto que unas raíces claras comenzaban a asomar. Era delgada, demasiado, y sus extremidades se veían frágiles.

–Sí… Diría que tiene entre quince y veinte años, no más. Pero es difícil saberlo con exactitud –aseveró Burnett–. Tomamos sus huellas para el registro, sin resultados. Quizás ustedes puedan dar con la identidad. No tenía documentación encima.

André asintió sin despegar la mirada de la camilla y, sin conocerlo, Cid supo que estaba impactado. Decidió intervenir.

–Lo cotejaremos –aseguró acercándose a la camilla–. Entonces, ¿estaba diciendo que cree que fue una sobredosis?

–No lo creo, sé que fue una sobredosis –respondió con total seguridad–. Observe las uñas. –Tomó la mano de la muchacha para mostrar a qué se refería–. Azules, como los labios. Y también está esto, por supuesto. Estas marcas en el interior de sus brazos son de larga data. Pero estas otras son las más recientes. Las que le causaron la muerte, me atrevería a decir. Creo que estamos ante una sobredosis de heroína. La heroína deprime el sistema nervioso de tal manera que al cuerpo se le olvidan hasta las funciones más básicas. Como respirar, por ejemplo. Los labios azules indican falta de oxígeno. El laboratorio está analizando las muestras de sangre y así confirmaremos la causa de muerte. Los resultados estarán enseguida.

–¿Qué es eso? –André entornó la mirada, observando la mano que el médico sostenía.

–Oh, sí. –Giró la mano inerte y expuso el dorso de la muñeca izquierda–. Es un tatuaje. La cicatrización no fue buena y por eso está algo borroso, pero yo diría que son iniciales. “R.S.”.

–Una seña distintiva –dijo Cid–. Puede ayudarnos con la identificación.

–¿Algo más que haya llamado su atención? –retomó André–. ¿Marcas de nacimiento? Cualquier cosa será de ayuda.

–Nada más. Aunque hay evidentes signos de deterioro para una muchacha tan joven. Vea lo quebradizo que está el cabello, el mal estado de la dentadura –dijo, plegando apenas los labios de la víctima–. Esta muchacha no ha tenido una buena vida.

–Disculpen. –El fotógrafo se asomó a la puerta, con la cámara colgando de su cuello–. ¿Ya puedo pasar, André?

–Entra. Doctor Burnett, él es Michel… –dijo, señalándolo–. Es nuestro fotógrafo forense. ¿Le permitiría tomar unas fotografías para el registro?

–Por supuesto. Lo que necesiten.

Los tres se hicieron a un lado y Michel tomó su posición a un lado de la camilla. Antes de que comenzara con su tarea, André se acercó y le habló al oído.

–Toma varias del tatuaje en su muñeca, para la identificación, y luego busca a alguien del equipo para que venga a recoger sus efectos personales. Tal vez hallemos algo en su ropa.

–De acuerdo.

–¿Algo más en lo que pueda ayudarlos, caballeros? –preguntó el médico mirando su reloj con insistencia.

–Necesito que me facilite los datos del testigo, de quien la encontró en el estacionamiento.

–Su colega ya los tiene –señaló Burnett–. Igual que las copias de la ficha de ingreso y la historia clínica, como ya se lo dije.

–Entonces puede retirarse. Esté atento a su teléfono, podríamos necesitar una nueva declaración más adelante.

Estrecharon manos para despedirse y acordaron que cuando Michel finalizara con las fotografías, el cuerpo sería trasladado a la morgue estatal, donde el médico forense designado practicaría la autopsia correspondiente.

Para el doctor Burnett no cabían dudas. Se había tratado de una sobredosis. Para André, por otro lado, todavía quedaban importantes cuestiones por esclarecer. Si se había tratado de una sobredosis, ¿qué participación habían tenido quienes dejaron a la muchacha abandonada en el estacionamiento? Y, sobre todo, ¿quién era esa joven?

El teniente avanzó silencioso pero con paso seguro, en dirección al estacionamiento, donde el equipo acababa con sus tareas. Cid lo seguía de cerca, con las manos en los bolsillos y sin atreverse a emitir palabra.

La tensión era palpable. No había sido un buen comienzo.

Al llegar a la escena, mientras los policías se encargaban de quitar las cintas rojas y blancas, André reunió a su gente.

–Bien, sé que ha sido un día largo para todos. Les pido un último esfuerzo. Empaquen todo como es debido y llévenlo al laboratorio. Quiero que comiencen a procesar la evidencia a primera hora de la mañana. La prioridad es establecer la identidad de la víctima. Cotejen las huellas con el sistema y averigüen si se ha presentado alguna denuncia de desaparición que se corresponda con nuestra muchacha. Aparentemente, estamos ante una sobredosis. Quiero dar con las personas que la abandonaron aquí. Revisen de manera exhaustiva las cintas de vigilancia y consíganme los datos del vehículo. ¿Estamos de acuerdo?

Todos asintieron y, con las instrucciones para continuar al día siguiente, comenzaron a dispersarse. Pronto el estacionamiento estuvo vacío y bajo la misma luna esplendorosa que los había visto llegar.

–Si hemos acabado aquí… –intervino Cid– debería regresar al hotel.

–Escúcheme, agente. –En dos pasos, André lo tuvo frente a frente. Sus gélidos ojos celestes escrutaron la mirada café del novato–. Aprecio que tome iniciativas, que sea proactivo. Pero la próxima vez que se adelante a interrogar a un testigo sin mi presencia, lo regresaré a París de una patada en el trasero. ¿Estoy siendo claro?

–Muy claro –afirmó Cid sin retroceder un centímetro.

André se quedó mirándolo hasta que estuvo seguro de que había captado el mensaje. Luego, asintió.

–Entonces, sí. Hemos acabado aquí.

Cuando la alarma se disparó, André se encontró en la misma incómoda posición que la noche anterior. Recostado en su sofá y aún con la corbata puesta. Abrió apenas los ojos y la luz del sol que ingresaba en la sala le arrancó un destello a la botella de cerveza abandonada sobre la mesita de café, obligándolo a cerrarlos de nuevo. Padecía de jaqueca crónica. Se cubrió los ojos con el antebrazo e ignoró obstinadamente el dolor punzante en su cuello; ese dolor que le recordaba que dormir en el sofá de la sala ya no era una buena idea.

Sin embargo, prefería un insignificante dolor en el cuello a la tragedia de una cama vacía. No le era para nada grato dormir en la habitación que habían compartido.

Se incorporó con un gruñido y se sentó al borde del sofá; luego recogió los restos de la cena y los llevó hasta la cocina.

Vivía en un pequeño apartamento, apretado. Demasiado, en su opinión. Pero Anna se había enamorado de la vista y él se había enamorado de Anna, y por eso no dudó en invertir los ahorros de toda su vida en una propiedad que le parecía poco funcional. Porque lo que en verdad quería que funcionara era su relación. Pero no funcionó. Al igual que el apartamento, les quedó demasiado apretada.

Arrojó los restos de la cena en el cesto de la basura y, mientras ponía en funcionamiento la cafetera, se quedó mirando la fotografía que aún tenía sujeta por un imán a la puerta del refrigerador. En ella, Anna sonreía. Él también. La habían tomado en el puerto, una selfie desenfocada y mal encuadrada, como todo en su relación. Fue unos meses antes de que le confesara que, a pesar de haberlo intentado, se sentía asfixiada. No estaba lista para una relación así de estable, eso fue lo que dijo.

La confesión lo tomó por sorpresa.

Creía que todo estaba bien, que se amaban, que eran buenos compañeros. ¿Qué era lo que había hecho mal? ¿En qué sentido la había asfixiado? Pero no la cuestionó. No en voz alta, al menos. Su ego era demasiado grande para admitir que le había roto el corazón.

Encerró entre gruesas paredes el amor que sentía y aceptó el cariño retaceado que Anna le ofrecía. Se convirtieron en amigos, en confidentes, hasta que esa mentira también se vino abajo.

Anna se había ido de su vida mucho tiempo atrás. Lo único que le quedaba de esa relación era el corazón roto y una fotografía en la puerta del refrigerador. Ella estaba en una “relación estable” con un bartender con cara de niño y él no podía ni siquiera dormir en su cama sin sentirse incómodo. Tenía que admitir, muy a pesar de su ego, que se había convertido en un ser patético.

Cuando lo vio acercarse, Emily amplió su sonrisa. No había aceptado de buen grado que la designaran a ese puesto en la recepción, aunque había aprendido a disfrutar de las vistas. Un pequeño aliciente. Estaba espléndido, como siempre. El cabello oscuro, con unas incipientes canas, húmedo y peinado hacia atrás, en un intento por aplacar lo que al final del día sería un lío imposible de dominar. Usaba una corbata gris sobre una impoluta camisa blanca y lo acompañaba la frescura alimonada de su crema de afeitar. Emily se mordió el labio inferior y guardó para el final el espectáculo de sus ojos. Esos ojos celestes, claros como el cielo de primavera y que quemaban como el hielo más helado.

–Buenos días, agente –la saludó al pasar. Emily dudaba que siquiera recordara su nombre.

–Buenos días, teniente Dubré… –Descaradamente pegó la mirada a su trasero y sonrió de lado. Sí. Verlo irse era casi mejor que verlo llegar.

Suspirando, trató de recobrar la poca cordura que le quedaba y regresó a la aburrida tarea de mantener en orden el caos de papeles que la estación generaba a diario. Aunque aún era temprano, todos se encontraban ya abocados a sus tareas.

Apenas unos minutos después, al oír una nueva serie de pasos acercándose, alzó la cabeza y su sonrisa se amplió una vez más. Atrevida como era, lo recorrió de pies a cabeza sin una pizca de vergüenza. Era alto y atlético, con un andar casual y despreocupado que acompañaba a la perfección con unos jeans oscuros y una camiseta blanca. Cabello oscuro, ojos café y boca de infarto. Un combo explosivo.

Emily se alisó el cabello y aguardó ansiosa a que se aproximara.

–Buenos días. –Batió exageradamente las pestañas.

–Buenos días.

–Eres el novato, ¿cierto? –señaló, alzando una ceja.

–¿Novato? Bueno, yo no lo diría así… Soy nuevo aquí, si a eso te refieres. Cid Travert. –Extendió una mano a modo de saludo, pero Emily trepó con sus codos sobre el escritorio y alcanzó su mejilla izquierda con un beso estrepitoso. Embelesada, aspiró su aroma a pastillas de menta, tabaco y juventud. Otro combo explosivo.

–Bienvenido, Cid. Mi nombre es Emily.

–Un gusto, Emily –murmuró, incómodo con el arrebato de la mujer–. Supongo que ya te enviaron los papeles de mi traslado, ¿verdad?

–Así es. Quédate tranquilo. Me ocuparé de tenerlos listos para que los firmes hacia el final del día. ¿Te parece bien?

–Excelente. El capitán Moulian me espera en su oficina. ¿Podrías indicarme dónde es?

–Claro. Solo sigues derecho por aquí y encontrarás su oficina al final. ¿Quieres que te acompañe?

–Creo que podré solo desde aquí.

–Como quieras. Estoy a tu disposición, si me necesitas –sonrió–. Para lo que sea.

–Eres muy amable… muchas gracias. –Se aclaró la garganta–. Nos vemos luego.

Sin agregar nada más, Cid comenzó a alejarse y Emily estiró el cuello para tener una mejor visión de su trasero. No estaba mal. ¡Nada mal!

–Este puesto se pone cada vez más interesante –se dijo antes de regresar a sus aburridos papeles.

De camino a la oficina, Cid se cruzó con varias miradas curiosas, pero aplazaría las presentaciones para luego de su encuentro con Jean Paul Moulian. Ya había aprendido su lección la noche anterior; prefería no volver a mostrarse tan “proactivo”.

Anunció su llegada tocando a la puerta e inmediatamente después una voz ronca y grave lo alcanzó hasta el pasillo:

–¡Entre!

Empujó la puerta con suavidad y lo halló sentado del otro lado de su escritorio. Cid era de los que pensaban que los entornos decían mucho de las personas que los habitaban, y la oficina de Moulian se veía atiborrada.

–Adelante, muchacho. Estábamos esperándote. –Señaló el sofá a su derecha, donde André Dubré bebía un café–. Ya se conocen.

–Así es. Buenos días, teniente.

–Agente –fue el escueto saludo que recibió.

–Pero ¿desde cuándo tanta formalidad? ¡Ven aquí, muchacho! Deja que te dé una bienvenida apropiada.

Moulian alzó su imponente figura del asiento y cruzó la oficina para darle un abrazo. Cid estaba sorprendido e incluso un poco incómodo. Después del accidentado primer encuentro con Dubré no esperaba tamaña muestra de efusividad.

–No dejes que ese cascarrabias te amedrente. –Moulian se alejó lo suficiente para mirarlo a los ojos–. Es un perro fiero, igual que yo, pero ya no mordemos. Ahora siéntate, que quiero conocerte un poco.

Eligió la silla frente al escritorio de Moulian y recibió una taza de café que no bebería. No toleraba la cafeína tan temprano por las mañanas.

–Ya vamos a adentrarnos en los avances del caso de la muchacha del estacionamiento, pero antes, ¿quieres decirme qué haces aquí? –indagó con curiosidad–. Leí tu expediente y debo decir que estoy impresionado, y no soy de impresionarme con facilidad. Mi colega en París dice que aún está sorprendido por tu pedido de traslado. ¿Por qué dejar una carrera ascendente allí para empezar de nuevo aquí?

Cid estaba a la espera de esa pregunta, por supuesto.

–Necesitaba un cambio de aire, no es más que eso. Me aburro con facilidad.

–¿Y eliges venir a la ciudad más peligrosa de Francia solo por aburrimiento? ¿No es eso un poco drástico?

–Soy más útil aquí que en cualquier otro sitio.

–Eso está claro.

Moulian apoyó la espalda en su asiento y lo estudió con detenimiento. La respuesta era sencilla pero vaga, demasiado, y su olfato de sabueso le decía que había algo más detrás de esa decisión. Por el momento, optó por darle el beneficio de la duda y dejarlo pasar.

–Pues no te aburrirás aquí. Eso te lo garantizo. –Se adelantó y entrelazó sus dedos sobre el escritorio–. Esta no es una unidad sencilla, Cid. Las estadísticas nos colocan primeros en los rankings de homicidios y la mayoría de ellos se relaciona con otros delitos graves. Lo tenemos todo y muy variado. Pero damos batalla, muchacho. A diario. Ahora eres un recurso de mi unidad y sacaré lo mejor de ti. Te pediré tu mayor esfuerzo. Siempre y sin excepción… Vas a escuchar historias por ahí acerca de lo duro que puedo llegar a ser, y todas son ciertas. Felicito poco y exijo mucho.

–No estoy aquí para que me feliciten, sino para hacer mi trabajo –aseguró.

–Me gusta eso… –dijo Moulian, involucrando a André con la mirada.

Sin hacer comentario alguno, el teniente le dio un último sorbo a su café. Según su experiencia, a las palabras se las llevaba el viento. Esperaría a ver al novato en acción para decidir si le gustaba o no.

–Quiero que André y tú trabajen juntos porque él es el mejor en mi unidad, el que tiene mayor experiencia.

–Está arrojando demasiadas flores hoy, capitán –comentó Dubré intuyendo la estrategia de Moulian. ¿ Compañero? ¡Cómo no! Lo que quería era que oficiara de niñero para el nuevo.

–Es la verdad. Si quiero sacar lo mejor de este joven, lo pondré con el mejor.

Para Cid ya había quedado claro que a Dubré no le agradaba. La pregunta era a qué se debía tanta hostilidad. ¿Inseguridad, acaso?

–Bueno, háblenme acerca de la muchacha del estacionamiento. ¿Qué tenemos?

Cid aguardó a que André tomara las riendas. No necesitaba levantar una pata ansiosamente para marcar el territorio; eso se lo dejaba al “perro fiero”.

–El médico que la examinó anoche afirma que la causa de muerte es una sobredosis. Heroína. Estamos a la espera de los resultados de la autopsia. Recogimos la cinta de vigilancia y hoy mismo hablaremos con el testigo del estacionamiento. La muchacha estaba viva… Quiero encontrar cuanto antes a los que la abandonaron.

–¿La identificaron?

–Aún no. No tenía más que la ropa encima; están procesando las prendas en el laboratorio en este mismo momento.

–¿Qué sigue, entonces?

–Cotejaremos sus huellas con el sistema, a ver si nos arroja algo. También buscaremos en la base de datos de denuncias por desaparición. Es joven. Una niña, prácticamente. Alguien debe estar buscándola.

–O no –terció Cid, capturando la atención de ambos–. Tenía marcas en los brazos, de larga data. Puede que haya huido de casa hace tiempo. Es muy común en chicos de su edad; sobre todo, con un cuadro de adicción de por medio.

–También es una posibilidad –secundó Moulian–. Entonces, a trabajar. Identifíquenla cuanto antes y tráiganme a los sujetos que iban en ese auto.

–Un momento de su atención, por favor –pidió André, de pie en medio del caos de una mañana cualquiera en la estación de policía. Se detuvieron las conversaciones ocasionales y los golpeteos de los dedos sobre los teclados. A excepción de los teléfonos, que nunca cesaban de sonar, el silencio era absoluto–. Quiero que todos conozcan al agente Cid Travert. Acaba de llegar de París y, a partir de hoy, es uno más de nosotros. Tómense un momento para las presentaciones y, luego, a trabajar. No hay tiempo que perder. Esta ciudad…

–… no da tregua –corearon varios al unísono. Era una frase que se repetía muy a menudo por allí.

El teniente se sirvió otra taza de café, la tercera del día, y se quedó a un lado, observando cómo el novato recibía saludos de bienvenida con una sonrisa distendida. Se adaptaba con facilidad y era intuitivo. Identificaba a la perfección a aquellos con quienes podía mostrarse más amable y a los que preferían mantener las formalidades. Le agradaba eso. La intuición, bien direccionada, era un don muy apreciado.

–¿Entonces? –preguntó Alex Bisset, otro de los veteranos de la unidad, de pie a su lado y con ganas de curiosear–. ¿Qué te parece el muchacho?

–No apresuraré conclusiones.

–¿Quién habló de conclusiones? Solo pregunté qué te parece… Es que oí por ahí que son compañeros. ¿Cómo te sientes al respecto?

–No siento nada. Cumplo órdenes, como todos aquí.

–Ya veo. –Bisset enmascaró una sonrisa tras su taza de café–. Te entiendo, André. Siempre has sido un lobo solitario, pero hasta los lobos necesitan una manada a la que pertenecer.

“Ya es hora de que tengas un compañero”, resonaron en su memoria las palabras de Moulian, aunque no hizo comentario alguno. Era cierto que de un tiempo a esa parte había estado replegándose sobre sí mismo. Cumplía con su trabajo, se esforzaba por dar lo mejor, pero no se vinculaba. Había olvidado cómo hacerlo.

El novato se acercó y Bisset estrechó su mano con firmeza.

–Bienvenido, Cid. Soy Alex Bisset –se presentó–. Para lo que necesites, aquí estoy.

–Gracias. Lo mismo digo.

–Bueno, ¿hemos terminado ya? Le recuerdo que todavía tenemos a una víctima sin identificar, agente –interrumpió André.

–Suerte, novato. La necesitarás. –Bisset le dio una palmada en el hombro y se encaminó a su escritorio.

–¿Qué es ese asunto del novato? –se quejó Cid–. No soy un novato.

–Pues eso tendrá que demostrarlo, agente.

Capítulo III

El fulgor de una mirada

Philippe Foss, el testigo que había dado el grito de auxilio aquella noche en el hospital, vivía en una pequeña granja familiar en las afueras del casco céntrico de Marsella, junto con su esposa y sus dos hijos. Después de un comienzo duro para su familia, se había consolidado en el floreciente negocio de los productos orgánicos.

No tenía antecedentes criminales, aunque sí varias multas por exceso de velocidad.

André llamó a la puerta de la humilde vivienda y, enseguida, un alboroto de niños los alcanzó desde el otro lado.

–¿Le gustan los niños, teniente? –preguntó Cid con una mueca insolente. André, evadiendo la respuesta, mantuvo la mirada al frente–. Sí, eso pensé…

Luego de unos segundos, tras la puerta apareció un sujeto de mirada escurridiza, que trataba de sacudirse a un par de niños que colgaban de su pierna.

–Buenos días, ¿usted es Philippe Foss?

–Soy yo. ¿Ustedes quiénes son? –preguntó intuyendo la respuesta.

–Soy el teniente André Dubré y él es mi colega, el agente Travert. Necesitamos hacerle algunas preguntas acerca de lo que sucedió en La Timone.

–Por supuesto, pasen y acomódense donde puedan. –Se hizo a un lado para permitirles la entrada–. Iré a dejar a estos críos con su madre y enseguida estaré con ustedes.

La casa era un completo desorden. Esquivando los juguetes desperdigados por la sala, alcanzaron un sofá que se veía demasiado estrecho para contenerlos a ambos y se miraron de reojo. Todavía no estaban listos para compartir un espacio así de apretado. Cid optó por quedarse de pie.

–No sé de dónde sacan estos niños tanta energía –comentó Philippe, emergiendo del pasillo–. ¿Puedo ofrecerles algo?

–Estamos bien. No queremos robarle mucho tiempo.

–De acuerdo.