El tiempo perdido - Clara Ramas - E-Book

El tiempo perdido E-Book

Clara Ramas

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Beschreibung

Otra manera de pensar «El tiempo perdido», contra los nuevos melancólicos que piensan que pueden recuperar el objeto perdido y volver a una Edad Dorada que no ha existido y no existirá nunca. Habitamos un tiempo crepuscular: crisis económicas, guerras, pandemias, malestar cultural... Asistimos al auge de discursos políticos asentados sobre la melancolía y la nostalgia de un pasado que fue mejor, incapaces de efectuar una interpretación con sentido del propio presente. Un futuro cancelado y un pasado que echamos de menos. En todos ellos se observa un repliegue de impotencia reaccionaria, agravio y resentimiento. Y, por encima de todo, una necesidad punzante: volver a casa. Hoy, se da una respuesta melancólica a ese malestar que recorre la derecha y la izquierda. En El tiempo perdido, con la ayuda de Proust y algunos filósofos y filósofas, Clara Ramas nos propone una salida diferente. El melancólico se aferra al objeto amado y quiere volver a una Edad Dorada —la patria, el orden, los roles de género y de clase, la vida mejor de nuestros padres, la Transición, la Tradición—. Pero el retorno es imposible para nosotros, seres finitos, hablantes y modernos. Estamos siempre de camino, pero nunca del todo en casa. Pese a todo, quizás existe una milagrosa posibilidad de «recobrar el tiempo», pero ciertamente no será la que prometen los nuevos melancólicos y las fuerzas reaccionarias.

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EL TIEMPO PERDIDO

 

 

© del texto: Clara Ramas San Miguel, 2024

© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.

Primera edición: mayo de 2024

ISBN: 978-84-19558-54-1

Diseño de colección: Enric Jardí

Diseño de cubierta: Anna Juvé

Maquetación: Compaginem Llibres, S. L.

Producción del ePub: booqlab

Arpa

Manila, 65

08034 Barcelona

arpaeditores.com

Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

SUMARIO

INTRODUCCIÓN. Tiempos crepusculares: «take my father»

1. Aceleración y la cancelación de nuestra experiencia

2. El siglo de la melancolía. Los nuevos melancólicos a la busca del objeto perdido

3. Contra los cantos del arraigo

4. Hablamos porque buscamos; hablamos porque ya hemos perdido

5. Melancolía, o los que no saben hablar

6. Reaccionarios. En torno a los aceleradores modernos de la pulsión melancólica

7. Agraviados, resentidos, narcisistas

8. La Naturaleza como parque de atracciones. El fetiche de la melancolía y su secreto

9. El duelo del género. La guardia negra de la melancolía

11. El tiempo perdido: memoria y deseo

12. El tiempo recobrado. Nuestra tarea

CONCLUSIONES. Aniquilación. Amor. Escritura

NOTAS

 

 

A Antonio Sánchez,que me animó a leer a Proust.

 

 

«G es por la brecha generacional y los espectros del árbol genealógico. Espectros con gracia de gacela saltando hacia delante y hacia atrás por el futuro presente pasado»

ANNECARSON, «L. A.», Flota

INTRODUCCIÓN

TIEMPOS CREPUSCULARES:«TAKE MY FATHER»

Habitamos tiempos crepusculares.

Una vez escuché a alguien utilizar esta expresión: «el sol que se pone sobre el Imperio». ¿La mañana que me puse enfermo? Había estado pensando que es bueno estar en algo desde el comienzo. He llegado demasiado tarde para eso, ya lo sé. Pero últimamente tengo la sensación de que puedo estar en el final. Que lo mejor ha acabado1.

Es Tony Soprano en el episodio piloto de Los Soprano tratando de explicar a su psicoanalista las causas de un ataque de pánico. El episodio se estrenó el domingo 10 de enero de 1999, justo 25 años antes de la redacción de estas líneas. Este icónico comienzo de un mafioso yendo a terapia cambiaba la televisión para siempre. La doctora le responde: «Muchos americanos se sienten así, me parece». Él ojeaba un periódico con el titular de que el Medicare podía entrar en bancarrota en el año 2000.

Soprano responde: «Pensemos en mi padre». No tenía quizá tantas comodidades, pero en cierto modo, argumenta, era mejor. Él tenía su gente, sus valores, su orgullo. En una palabra: su padre tenía identidad. ¿Qué tenemos ahora? La psicoanalista le pregunta si experimentó ese «sentimiento de pérdida» en las horas previas a su ataque. Tony Soprano rememora cómo la familia de patos que había criado en su piscina finalmente le abandona.

En estos soberbios cinco minutos, emitidos en el último borde del siglo XX, está todo lo que necesitamos saber sobre lo que nos pasa hoy. Esos cinco minutos contienen la semilla que se ha desplegado en estas décadas hasta depositarnos, ahora, en estos nuevos convulsos años veinte, en este nuevo Weimar, en este nuevo interregno. Nuestro estado natural es el pánico, la angustia y la ansiedad. Como Tony Soprano, seamos empresarios, profesores, médicos, abogados, periodistas o mafiosos, estamos todos situados de antemano en una premisa: no nos vendría mal ir a terapia. Vivimos en los tiempos, parece ser, en que el sol se pone sobre el Imperio. Habría que ver si alguna vez no lo estuvimos, toda vez que Occidente significa precisamente eso: la tierra donde se pone el sol. Quizá «decadencia de Occidente» sea un pleonasmo, porque Occidente, ocaso y decadencia sean lo mismo. Eso parecería ser, si acaso la etimología de las palabras nos dice algo que merezca la pena escuchar. Pero, sin ir de momento tan lejos, cualquiera puede identificarse con esa escena.

La psicoanalista da en el clavo: lo que experimenta Soprano es un sentimiento de pérdida. Él mismo lo había nombrado: «Take my father». Mirad a mi padre. Tenía a su gente, sus valores, su orgullo. Pertenecía a algo. Nosotros, en cambio, hemos llegado tarde. Puede incluso que hayamos llegado al final. El Estado en crisis, los servicios públicos al borde de la quiebra, y, en general, una imposibilidad de pertenecer. Ese «Take my father» es el grito que hoy enarbolan muchas personas. Mirad a mi padre. Él a mi edad tenía un trabajo, una casa, una familia. En una palabra: tenía la posibilidad de una biografía. Antes, teníamos algo, y, por lo tanto, podíamos ser alguien. Ese es el principal problema de Tony Soprano: cómo y si es acaso todavía posible ser alguien; ser un hombre, un jefe y un padre, en ese orden, en tiempos de disolución, en los tiempos en que incluso la Mafia es una institución en decadencia, no digamos la política, la economía o la familia. Parece, por lo tanto, que la situación de partida de Tony Soprano es la de una cierta nada. Una nada de identidad, una nada de perspectiva, una nada de arraigo. Un corte que ha guillotinado la posibilidad de conectar con el pasado y con la posibilidad de un futuro. Psiquismos quebrados. Los tiempos de Tony Soprano son tiempos crepusculares, y también tiempos nihilistas. El vacío parece más evidente que la plenitud; la nada, más aparente que el ser. El tiempo está salido de sus goznes.

Esta incertidumbre se manifiesta también en el registro político: polarización, guerra cultural, fake news, una derecha dispuesta a llevar lo más lejos posible los imperativos de revolución neoliberal, una izquierda con tentaciones melancólicas; nuevos fenómenos híbridos para los que nos faltan categorías y que hacen resquebrajarse la propia división izquierda-derecha. El capitalismo neoliberal ha mezclado en su coctelera de «destrucción creativa» inercias viejas e ingredientes nuevos. Pero predomina una tendencia: la de la reacción. En el ciclo post-crisis que es la última década, el auge de nuevos partidos que algunos han llamado populistas se ha decantado claramente, si tuviéramos que caracterizarlo con términos quizá ya viejos, más hacia la derecha que hacia la izquierda. ¿Estamos pues ante una nueva ola «conservadora»? Sostendremos que no: sí, en cambio, ante una ola reaccionaria.

En suma, igual que Tony Soprano, lo que sospechamos hoy todos nosotros es que lo que nos falta es la posibilidad de proyectar una biografía, pues ello exige, como en esa canción que citan insoportablemente ahora los modernos, un «centro de gravedad permanente» que atraiga y mantenga en órbita los de otro modo desquiciados y desorbitados abismos del tiempo. Un centro de gravedad que unifique el sentido de lo que hicieron los que vinieron antes que yo y lo que podré hacer yo en el futuro. Un centro de gravedad que dé un lugar, como retratos familiares en una pared, al orden, a la certeza, a la estabilidad, a las garantías. Hoy, en cambio, las fuerzas que nos gobiernan son más bien centrífugas. «Sin casa, sin pensión, sin futuro, sin miedo», gritamos en 2011, reeditando esa vieja idea de Marx de una clase social diferente al resto de clases porque lo que la constituye es solo ser una cierta nada, no tener nada, y por eso no tener, tampoco, nada que perder: una precaria «Juventud sin Futuro». Pero nadie quiere habitar demasiado tiempo en esa nada. Nadie quiere habitar la nada del «sin». Queremos poder ganarnos el derecho a acceder a un régimen del «con»: con casa, con pensión, con futuro. La socialdemocracia fue una salida. Pero para otros sigue sin ser suficiente. De entrada y por todas partes, se alza lo que se echa de menos: un pasado. Pero también algo cuya falta angustia: la posibilidad de un futuro. Por encima de todas las cosas, una necesidad punzante: volver a casa.

En nuestro mundo, cada vez hay más gente peleada con el presente, con el mundo tal y como es, y que opta por refugiarse en una Edad Dorada, en un Tiempo Perdido, que tiene muchos nombres: Tradición, Familia, Transición, URSS, Cibernética, la nueva humanidad —según Elon Musk— como Multiplanetary Species. El objeto de este libro es pensar la necesidad de retorno que nos asola a todos nosotros en este tiempo crepuscular, híbrido y nihilista.

Pero, confesamos con ello, el punto de partida es ya la desorientación. El punto de partida es reconocer que no sabemos dónde estamos ni a dónde vamos. Este punto de partida ya es algo, ya emite un timidísimo, sumamente débil, apenas perceptible, haz de luz; timidísima, sumamente débil, apenas perceptible, pero luz al fin y al cabo. Lo fiaremos todo a esa tenue luz, a ver si acaso, tras recorrer el camino, podemos reencontrar algo así como una gracia perdida. ¿Cómo nos orientaremos en este laberinto? Necesitamos nuestro propio hilo de Ariadna. Los que escribimos no tenemos otra herramienta que las palabras, otro medio que la materia invisible del pensamiento. Nuestro arsenal para la orientación no podrá ser un poderoso arsenal de maquinaria de laboratorio, sino un humilde arsenal de palabras y conceptos. Dicho arsenal lo componen algunos conceptos fundamentales.

Un libro titulado El tiempo perdido y que quiere tratar, según se acaba de decir, de una cierta necesidad de retorno, parece que tendría como tema principal «el pasado». Parece que es al pasado a donde se quiere volver. Parece que explicamos suficientemente las tendencias actuales diciendo que se quiere «volver al pasado». Sin embargo, como comprenderemos mejor en el desarrollo del argumento, asumir este punto de partida es asumir ya demasiado. Asumiríamos demasiado si asumimos el marco recibido del problema: esto es, que existe algo así como un pasado que es lo que fue «realmente», que ahora estamos en un presente diferente, y que mañana, si Dios quiere, estaremos en un futuro. En este marco, que por otra parte es con el que tácitamente operamos de manera cotidiana, espontánea e irreflexiva, el tiempo sería una sucesión lineal de instantes homogéneos que se suceden unos a otros: pasado es lo que ya no está, presente es lo que ahora está, futuro es lo que estará. Presencia que ya no es, presencia, presencia que todavía no es. Esta concepción corriente del tiempo, que casa bien con la temporalidad abstracta, cuantificable y uniforme del moderno capitalismo, será la primera representación de la que tenemos que desprendernos.

Para hablar de «tiempo perdido» tendremos que estar dispuestos a modificar esa concepción nuestra habitual de lo que es el tiempo. No hablaremos, pues, de «pasado», como si ello fuera una noción evidente; no hablaremos de «tiempo» en general, como si ello fuera una noción evidente. Por ello, en este libro, como sí es el caso de otros de temática similar, no se encontrarán capítulos dedicados solo al «pasado», solo al «presente» y solo al «futuro», sino que esas dimensiones se entrelazarán siempre en los fenómenos analizados, se afectarán mutuamente y contribuirán a desquiciar la idea misma que teníamos del tiempo. No podemos comenzar siquiera a pensar si asumimos los estratos solidificados que han recubierto la vida propia de las palabras. En su lugar, el libro se articula en torno a otro concepto que, finalmente, nos permitirá redefinir el entero problema del tiempo: el «tiempo perdido». Más que de pensar el pasado directamente, se trata de pensar el concepto de «lo perdido». Pensaremos el pasado desde lo perdido, y no viceversa. No es que hayamos perdido un pasado que una vez tuvimos y que por ello nos sintamos vacíos, sino que, como se argumentará, es más bien al contrario: nuestra existencia como seres humanos consiste constitutivamente en estar siempre perdidos, estar siempre en camino, siempre en una cierta falta, un cierto vacío; y por ello tenemos la tendencia permanente a mirar atrás y adelante en busca de certezas, que sin embargo nunca podrán devolvernos del todo a un ansiado estado de plenitud originaria, porque nunca lo tuvimos.

A esa supuesta plenitud originaria, que contrastaría con nuestro estado actual en la pérdida, queremos denominarla «Edad Dorada». Épocas más optimistas que la nuestra han tendido a proyectarla en el futuro: un estado de progreso de la razón humana, una utopía de progreso técnico, una sociedad sin clases. Ahora, en nuestra época crepuscular, más bien la ubicamos en el pasado: cómo vivían nuestros padres, el antiguo orden, el bienestar perdido. Se ubique en el pasado o en el futuro, la Edad Dorada se proyecta como algo que podemos recuperar y poseer. La Edad Dorada es un tiempo de supuesta plenitud originaria que una vez se perdió y que ahora podría recuperarse para así redimir nuestro estado actual. La Edad Dorada es pues un tiempo, hoy generalmente pensado como anterior al actual —la tradición, la época de nuestros padres, la Transición— que se considera constitutivamente mejor que el presente ya que, se dice, entonces teníamos algo que ahora ya hemos perdido —una patria, una familia, una religión, una clase social, unos valores, una identidad de género—. Volver a él nos permitiría construir una identidad sólida, llena, sustancial, sin fisuras, repleta de sentido, de contenido. Si estuvimos allí una vez, se razona, podemos volver a estarlo: es posible recuperar la Edad Dorada y su plenitud originaria —es posible recobrar la patria, recobrar la familia, recobrar la comunidad, recobrar los valores—. La misión para el futuro es solo replicar la Edad de Oro uterina y originaria.

El esquema, como se ve, es de entrada ciertamente teológico: una vez estuvimos en el seno del Creador, una vez estuvimos en el Jardín del Edén; ahora, en cambio, estamos en la Caída, en el Pecado, en la degeneración, en la degradación; pero hay una forma de salvar nuestras almas, de recuperar nuestro estado original de plenitud y beatitud. El origen como salvación y meta.

La Edad Dorada es pues una forma de pensar el tiempo perdido: en concreto, aquella que considera que es posible recuperar de una vez por todas el tiempo perdido y así restituir toda pérdida y reencontrar el estado de plenitud sin grietas ni faltas. Ahora bien, el problema con este concepto es doble. Por un lado, la Edad Dorada como tal no existió nunca, y defenderla, amén de hacer poca justicia a aquellos que nos precedieron, solo puede conducir a la reacción, la desafección y el resentimiento. Que el mundo estuvo en una Edad Dorada y ahora estamos en la Caída es una creencia tan antigua como el mundo mismo. Descubriremos que la Edad Dorada es, más bien, una proyección desde nuestra situación constitutiva de falta, agudizada por los convulsos tiempos de la modernidad capitalista. Por otro lado, descubriremos que, si hay una manera de recobrar el tiempo perdido, porque sí la hay, si hay una manera hoy de lidiar productivamente con el presente y con el mundo, no es ciertamente la que los apologetas de la Edad Dorada imaginan. Somos Odiseos a la busca de un hogar, y buscamos siempre algo más que lo que tenemos2, pero para ello solo tenemos el tiempo y la palabra.

Por último, este libro retrata a los actuales defensores de la causa de la refundación de la Edad Dorada. Están en guerra con el presente. Viven mirando por el retrovisor: odian su propio tiempo. Su pasión es negra. Detectamos en ellos un rasgo esencial: la melancolía. La melancolía no es entrañable. La melancolía es negrura.

Melancolía viene del griego melancholía y significa literalmente «bilis negra». Según la teoría de los cuatro humores del antiguo médico Hipócrates, la salud o la enfermedad se explican por las interacciones entre los cuatro líquidos corporales humanos: sangre, flema, bilis negra y bilis amarilla. Pero también los estados de ánimo o comportamientos dependen del equilibrio entre estos fluidos. Un exceso de bilis negra, según esta teoría, produce sentimientos de tristeza, abatimiento y apatía. Melancolía es, escribió Hipócrates, miedo y tristeza prolongados.

Es esta negrura la que encontramos en los defensores de la causa de la Edad Dorada. Los llamaremos «los nuevos melancólicos a la busca del objeto perdido». Ellos consideran, efectivamente, que la vuelta a la Edad Dorada pasa por recuperar el objeto que en esa Edad Dorada se poseía —la patria, la familia, la religión, la clase social, los valores, la identidad de género—. Como se ha dicho, algunos creen que ese objeto se poseyó de manera plena en el pasado, otros ponen el acento en cómo ha de poseerse en el futuro. Aunque siempre hay un cierto movimiento de repliegue. Incluso cuando hablan del futuro, lo por venir se concibe solamente desde lo que sentimos que hemos perdido y se nos debe, desde el ideal que los Elegidos marcaron para nosotros, o desde constituirnos nosotros mismos en los Elegidos. Es esto una forma constitutiva de impotencia, sea hacia el pasado o hacia el futuro. En todo caso: ellos se creen los únicos y verdaderos custodios del objeto perdido. Su único régimen de relación con el objeto es el de la propiedad.

Con estos conceptos queremos diagnosticar una serie de novedosos fenómenos políticos y culturales del presente. Como veremos, cuando hablamos de melancolía, futuro cancelado, juventud sin futuro o crisis ecológica, las dimensiones de pasado, presente y futuro se entrelazan en torno a un núcleo magnético: lo que hemos perdido. Las hibridaciones aparentemente paradójicas entre izquierda y derecha son otro fenómeno al que trataremos de dar explicación a lo largo de este texto. La posición melancólica, de hecho, es un hilo rojo que permite comprender por qué se alinean antiguos referentes del pensamiento feminista con Vox o católicos conservadores con criptobros.

Aquí ensayamos una propuesta muchísimo más humilde pero que, creemos, nos proporciona una cierta brújula para relacionarnos de un modo más sano con nuestro presente y lo que sentimos que nos falta. Trataremos de pensar, nada más, pero tampoco nada menos, qué significa «recobrar el tiempo perdido». Lo haremos con la inspiración de Marcel Proust y su inmortal obra A la busca del tiempo perdido. Este libro, entonces, trata sobre el tiempo perdido. ¿Podemos recobrarlo plenamente alguna vez? La respuesta corta es que no, porque nunca lo tuvimos; pero podemos, en cambio, amarlo y narrarlo. La respuesta larga es este libro.

* * *

En el primer y segundo capítulo tratamos de cartografiar la situación presente y fijar el objeto de nuestro análisis. Mostraremos cómo estos tiempos crepusculares son los tiempos de una desorientación sin precedentes que ha conducido a una cancelación de nuestra experiencia. Definiremos y delimitaremos el sujeto que queremos estudiar: «los nuevos melancólicos a la busca del objeto perdido», con su proyecto de refundación de una nueva Edad Dorada.

Los capítulos tres, cuatro y cinco tratan de proporcionar el marco filosófico y conceptual que necesitamos para comprender adecuadamente el fenómeno de la melancolía. Ello requerirá un cierto rodeo para reflexionar sobre nuestro carácter como seres humanos abierto, en falta, incompleto, y su relación con el lenguaje.

Desde los conceptos ganados en el bloque anterior, los capítulos seis a nueve trazan un retrato de los fundamentales rasgos culturales y políticos de los nuevos melancólicos a la busca del objeto perdido. Comenzamos con algunas consideraciones acerca de por qué la tendencia melancólica se ve especialmente acentuada en tiempos modernos, capitalistas y neoliberales, y por qué la reacción es la otra cara inevitable de la Modernidad. A continuación, analizamos el papel que desempeñan agravio, resentimiento y narcisismo en la subjetividad melancólica. Después, abordaremos el mito fundacional del retorno a «la Naturaleza» como reducto definitivo de la Edad Dorada perdida, así como la importancia central de la cuestión del género como última trinchera de una identidad que se ve amenazada. Se completa con un retrato del sujeto incel como guardia negra melancólica, verdadero epítome de la subjetividad rota tardocapitalista.

En el último bloque, tratamos de pensar, con Proust, el tiempo perdido de otra manera. En primer lugar, se hará justicia a las razones del melancólico en el plano en que pueden tenerla, que no es el plano político. Recogeremos lo que Proust tiene que enseñarnos y la tarea que nos marca en su proyecto de recobrar el tiempo perdido. Por último, cerramos con algunas notas sobre una nueva gramática del amor al tiempo y a las cosas en esta era de crepúsculo y aniquilación.

* * *

Una palabra en cuanto a los compañeros de viaje de esta escritura. La apuesta es que la respuesta más iluminadora al problema del «tiempo perdido» no se encuentra en politólogos o historiadores. Tenemos la hipótesis de que más bien hay que leer a algunos filósofos, pero sobre todo a algunos poetas. Este libro es una lectura de algunos filósofos contemporáneos como Slavoj Žižek o Julia Kristeva, pero, ante todo, es una lectura de Marcel Proust. A él pertenece, obviamente, el concepto de «tiempo perdido», y él dedicó más de dos mil páginas en los siete volúmenes de A la busca del tiempo perdido a comprender qué significa eso de «recobrar el tiempo perdido». No hizo falta esperar a que Mark Fisher hablara de futuros cancelados y hauntologías, ni a que Derrida recuperara en Espectros de Marx la fórmula de Hamlet

«Time is out of joint» [El tiempo está fuera de quicio]. Proust se pasó el juego de los abismos espectrales del tiempo hace mucho. Proust nos es más contemporáneo que nuestros contemporáneos. Por eso necesitamos leerle hoy. Primero y ante todo, por sí mismo, pero también colateralmente, si queremos comprender y estar en condiciones de dar una respuesta inteligente a la tendencia melancólica propia de nuestro tiempo.

Es este así un libro escrito, ante todo, por una lectora. Es un libro sobre lecturas. Concretamente, un libro escrito por una lectora, como dijo Anne Carson, «en el desierto de la Vida después de Proust». Es esa una vida, según ella, con pocas diversiones3. Y tiene razón. La Vida después de Proust ni siquiera es acaso propiamente una vida: es un desierto. Leer a Proust es mucho más que leer. Uno acaba pensando que vivir sin leer a Proust no es vivir. Y es que la vida palidece frente A la busca del tiempo perdido. Uno no querría salir de ahí nunca. No porque la literatura valga más que la vida, sino porque solo con la literatura es vida la vida. El demorado tiempo de lectura de esta imponente catedral proustiana comienza por acompañar la vida propia, filtrando su luz, hasta que al final la ilumina para hacerla visible y posible y ya no la reconocemos sin su irradiación. Como si los ritmos de la vida propia se acompasaran con el movimiento infinito de sus párrafos. Enamorarse, el duelo, la muerte, el amor, el compromiso, la felicidad: uno siente que todo ello ocurre en su propia vida porque lo está leyendo en Proust. No es que no pudiera explicárselo sin leer a Proust, es que siente que sin él ni siquiera lo habría vivido de verdad. Confieso, varios años después, no haberme liberado del todo de esa impresión; habría que reconocer, para ser justos a la biografía, que esa lectura fue y es ella misma una forma de idilio.

En todo caso, cuando se acaba de leer A la busca del tiempo perdido, lo único que uno puede hacer en ese desierto es seguir leyéndolo. Volví obsesivamente a los subrayados, a las notas infinitas. Devoré todos los complementos que pude: los inéditos y las cartas de Proust; lo que los mejores —Barthes, Valéry, Benjamin, Deleuze, Wittig, Bataille, Beckett, Ernaux, Nussbaum o Carson— habían escrito sobre Proust. De esa obsesión nace este libro, con la certeza, además, de que ese cuerpo enfermizo que se retiró del mundo para escribir hasta la muerte encerrado en una habitación con paredes de corcho nos da claves para saber lo que nos pasa que no vamos a encontrar en las tribunas de los periódicos ni en los sospechosos habituales que lee la izquierda.

1

ACELERACIÓN Y LA CANCELACIÓN DE NUESTRA EXPERIENCIA

Bajo cierto punto de vista, en 2024 el reino de Dios está ya realizado en la Tierra. A saber, bajo el punto de vista de la disponibilidad del mundo. Aparentemente, no queda ni un milímetro de materia que se nos resista. Las algas microscópicas del océano más profundo, la aldea más recóndita en las cumbres del Himalaya, los millones de transacciones bancarias que ocurren cada segundo: todo ello puede ser conocido, calculado, medido, observado, y en tiempo real. Lo lento y lo rápido, lo nuevo y lo viejo, lo alto y lo bajo, lo grande y lo pequeño. Todo ha sido medido y registrado, todo está comprimido en paquetes de datos, todo es accesible y disponible. Ello, parece, nos garantizaría una suerte de reino de la abundancia. Después de todo, podemos estudiar la geología de cuerpos celestes o conocer la reproducción de elefantes en el sudeste asiático. Podemos, incluso, viajar a Tailandia para conocer a estos o participar en un proyecto científico que estudie aquellos. Lo primero proporcionará, además, publicaciones de Instagram, un capital socialmente más relevante que publicar papers sobre lo segundo. Parece que tenemos al alcance de nuestras manos un repertorio de experiencias como nunca antes en la historia de la humanidad. El mundo es nuestro.

Y, sin embargo, puede que, bien al contrario, afrontamos una pobreza sin precedentes que lleva forjándose desde hace un siglo, una pobreza muy peculiar que no es una pobreza de objetos. En 1933, el filósofo Walter Benjamin escribió sobre una nueva y sobrecogedora «pobreza de la experiencia», fruto de la guerra mundial:

[…] la gente regresaba enmudecida […] no más rica, sino más pobre en experiencias compartibles […] porque jamás ha habido experiencias desmentidas como las estratégicas por la guerra de trincheras, las económicas por la inflación, las corporales por el hambre, las morales por el tirano. Una generación que había ido a la escuela en tranvías tirados por caballos, estaba parada bajo el cielo en un paisaje en el cual solamente las nubes seguían siendo iguales y en cuyo centro, en un campo de fuerzas de corrientes destructivas y explosiones, estaba el frágil y minúsculo cuerpo humano […] Sí, confesémoslo: la pobreza de nuestra experiencia no es solo pobre en experiencias privadas, sino en las de la humanidad en general. Se trata de una especie de nueva barbarie4.

La causa de esta implosión del modo de estar en el mundo vigente hasta aquel momento fue la guerra mundial. Generaciones enteras de jóvenes se habían lanzado a las trincheras buscando la pureza de una experiencia por fin auténtica: la intensidad de una experiencia que sacudiera la inercia de la aburrida vida burguesa. Lo que obtuvieron no fue una experiencia más auténtica, sino un mutismo cercano a la muerte, cuando no la muerte misma.

El ensayo de Benjamin se titula Experiencia y pobreza, y fue escrito hace casi un siglo. Podemos aventurar una hipótesis. ¿Es acaso posible que hoy, un siglo después, en el siglo de la aparente abundancia, de la aparente disponibilidad del mundo, del aparente triunfo de la ciencia y la tecnología, de la aparente conectividad total mediante internet y las redes sociales, precisamente en este siglo debamos registrar una similar pobreza? ¿Acaso sería esa pobreza más invisible, menos estrepitosa que la que resultó de una guerra mundial, pero por eso mismo más presente? En este caso, la conmoción de nuestra experiencia respondería a la crisis ecológica, el capitalismo financiero, la inestabilidad geopolítica y la crisis económica sistémica. La gravedad es tal que quizá ya no sea simplemente que nuestra experiencia sea pobre, más pobre, de modo que la diferencia sea de grado; sino que la experiencia se ha vuelto imposible. Quizá nuestra experiencia ha sido directamente cancelada. Quizás enfrentamos una cancelación de la experiencia.

El filósofo italiano Giorgio Agamben ha comentado a propósito del citado pasaje de Benjamin que hoy ya no hace falta una guerra mundial: la pacífica existencia cotidiana de una persona en una gran ciudad basta para efectuar una tal destrucción de la experiencia5. Uno de los fundamentos de la revolución moderna es que la existencia de la gran ciudad acabará transformándonos a todos en sujetos urbanos. Las ciudades medievales, incluso las industriales, poseían límites, materializados en barreras físicas como murallas, ríos o fosos. Dichos límites custodiaban la diferencia entre lo urbano y lo no urbano. Pero las ciudades contemporáneas carecen de límites. Por ello, todo lo no urbano es hoy «todavía no» urbano: si no lo es ya, está siempre en trance de serlo. Este es el poder de la ciudad, como tejido abierto a la vez que complejo: convertirnos a todos en sujetos urbanos. Por eso, una ciudad no es solo una unidad espacial, económica o social: es también una instancia política. Como ha afirmado el sociólogo Emmanuel Wallerstein, una ciudad es una acción política en el sistema mundial. El desarrollo de la ciudad, como es sabido, acompaña al desarrollo del capitalismo. Así pues, incluso nuestra existencia cotidiana tiene como condición de posibilidad un régimen de capitalismo global. En el ordenador con el que escribo estas páginas se decanta toda la historia del capitalismo, el colonialismo y la explotación de recursos naturales de los últimos cuatro siglos. Pero el objeto es mudo y nosotros ciegos. Nos faltan ojos para leer el código en que están escritos la explotación de la fuerza de trabajo, el expolio de materias primas y la guerra comercial que han producido esta mercancía llamada «ordenador de mesa».

Nuestra experiencia está cancelada. Lo está, por supuesto, el propio futuro, la esperanza del futuro, pero para empezar porque ni siquiera podemos acceder a nuestro presente. Hay entonces una cancelación que afecta a nuestra capacidad de comprensión. Hoy en día, nos es tan imposible señalar a los responsables de la crisis climática como conocer los beneficios de los gestores del capitalismo financiero mundial o delinear las estrategias políticas que podrían subvertir el modo de producción capitalista. Es por ello que nos hallamos instalados en una suerte de erosión permanente del significado. El mundo es demasiado grande, demasiado complejo. Nos sentimos desorientados y los viejos códigos ya no sirven para contarnos a nosotros mismos dónde estamos. Ni dónde estamos ni dónde podríamos estar. De ahí el afortunado concepto de Fredric Jameson retomado por Mark Fisher, «realismo capitalista»: es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. La omnipresencia del capitalismo es tal que no es solo que lo consideremos la única opción económicamente viable, sino que ni siquiera podemos imaginar una alternativa. Ello remite así a una fatiga de la capacidad de proyectar. La imagen ha perdido su poder. Solo con la distorsión, escribió Francis Bacon, puede restituirse la realidad de la imagen6. De aquí la implosión de los cánones formales en nuestros modos de representar.

Es por ello, en una palabra, que para nosotros, tardíos habitantes de los siglos XX y XXI, la sensibilidad vanguardista constituye una suerte de clasicismo7. Comprendemos mejor la fragmentación y la deformación que la serena belleza clásica. Nos identificamos mejor con el frenesí del primer capítulo de Breaking Bad que con la Venus de Milo. Se ha invertido la carga de la prueba. Son la paz, la justicia, la verdad y la belleza lo que deben probar sus pretensiones de legitimidad: el caos y la distopía van cada vez más de suyo. Los primeros, cuando se enuncian en voz alta, carecen desde luego de fuerza de

ley. Existen más bien como frágil versión oficial de unos hechos que todo el mundo reconoce, al menos para su fuero interno, como terribles. Esos hechos terribles son nuestra simple y desnuda cotidianidad: pandemias, crisis económicas, guerras mundiales, emergencia climática.