Enemigo caído - L. J. Shen - E-Book

Enemigo caído E-Book

L.J. Shen

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Beschreibung

¿Podrán construir juntos un futuro a partir de las ruinas de su pasado? El multimillonario Arsène Corbin es un hombre de negocios frío como el hielo y calculador. Por eso, su carácter choca una y otra vez con el de la apasionada actriz Winnifred Ashcroft, protagonista de una obra en el teatro propiedad de Arsène. Winnie es afectuosa y cariñosa, todo lo contrario que él. Sin embargo, ninguno de los dos puede negar que entre ellos existe una conexión muy especial. Cuando unos dolorosos secretos del pasado salen a la luz y revelan hasta qué punto están realmente unidos por el destino, deberán tomar una decisión: a pesar de todas sus diferencias, ¿es posible un futuro juntos?   Un enemies to lovers adictivo de la autora best seller del USA Today

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Enemigo caído

L. J. Shen

Cruel Castaways 2
Traducción de Gemma Benavent

Contenido

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Primera parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Segunda parte

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Epílogo

Agradecimientos

Sobre la autora

Página de créditos

Enemigo caído

V.1: marzo de 2024

Título original: Fallen Foe

© L. J. Shen, 2023

© de la traducción, Gemma Benavent, 2024

© de esta edición, Futurbox Project S. L., 2024

Todos los derechos reservados.

Los derechos morales de la autora han sido declarados.

Diseño de cubierta: Giessel Design

Corrección: Isabel Mestre, Raquel Luque

Publicado por Chic Editorial

C/ Roger de Flor, n.º 49, escalera B, entresuelo, despacho 10

08013 Barcelona

[email protected]

www.principaldeloslibros.com

ISBN: 978-84-19702-24-1

THEMA: FRD

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

Enemigo caído

¿Podrán construir juntos un futuro a partir de las ruinas de su pasado?

El multimillonario Arsène Corbin es un hombre de negocios frío como el hielo y calculador. Por eso, su carácter choca una y otra vez con el de la apasionada actriz Winnifred Ashcroft, protagonista de una obra en el teatro propiedad de Arsène.

Winnie es afectuosa y cariñosa, todo lo contrario que él. Sin embargo, ninguno de los dos puede negar que entre ellos existe una conexión muy especial.

Cuando unos dolorosos secretos del pasado salen a la luz y revelan hasta qué punto están realmente unidos por el destino, deberán tomar una decisión: a pesar de todas sus diferencias, ¿es posible un futuro juntos?

Un enemies to lovers adictivo de la autora best seller del USA Today

«Una historia de secretos y mentiras, perdón y amor. Con una premisa emotiva e intrigante, esta historia de amor es cruda y desgarradora.»

The Reading Cafe

Para P y A.

Os dije que nos quedaríamos sin personas 

a quienes dedicar nuestros libros.

Necesitamos empezar a ver a otra gente.

Comprendo que en nuestras profesiones,
tanto escribiendo como representando,
lo principal no es la gloria, ni el brillo
ni la realización de los sueños.
Lo principal es saber sufrir.
Antón Chéjov, La gaviota

Primera parte

Capítulo uno

Arsène

Los tejados son distintos en Portofino.

Más planos, anchos y viejos.

Los edificios color pastel que brotan de la tierra están tan apretujados que uno no podría ni deslizar un palillo entre ellos si lo intentara. Los yates en el puerto están atracados de forma ordenada y separados unos de otros por la misma distancia. El mar Mediterráneo brilla bajo los últimos y persistentes rayos de sol a medida que se acerca el crepúsculo.

Holgazaneo en el balcón de mi suite con vistas a la Riviera italiana mientras observo cómo una mariquita rueda hacia atrás sobre su propio eje, como Venus, encima de la barandilla de mármol.

Le doy la vuelta para ayudarla a encontrar un punto de apoyo y después le doy un trago a mi vino blanco. El menú de esta noche yace sobre mi regazo. El ragú de jabalí salvaje es la opción más cara, lo que significa que estoy obligado a pedirlo solo para ver cómo los idiotas de contabilidad sudan sobre los platos de risotto al comprender que esta conferencia les saldrá mucho más cara de lo que habían planeado.

Las buenas ideas mueren en los eventos empresariales. Es un hecho bien sabido que cualquier secreto del oficio que valga la pena mencionar en un susurro no se aireará formalmente en un evento de la empresa. La información valiosa del mercado se intercambia en los callejones traseros de la industria, como si fuera un arma.

No es mi lugar de trabajo el que nos ha traído aquí. De hecho, no tengo un lugar de trabajo del que hablar. Soy un lobo solitario. Un asesor comercial cuantitativo al que las empresas de fondos de cobertura pagan por hora para que las ayude a clasificar el conglomerado de inversiones potenciales. En qué invertir, cuánto y cómo mantener los beneficios anuales que sus clientes esperan de ellos. Mis amigos me dicen a menudo que soy como el personaje de Chandler en Friends. Que nadie tiene ni idea de lo que hago en realidad. Pero mi trabajo es bastante directo: ayudo a que los ricos se hagan más ricos.

—Me estoy probando este vestido nuevo —murmura una voz femenina detrás de la puerta del balcón—. No debería llevarme más de diez minutos. No bebas demasiado. Esos clones vestidos de traje apenas te consideran civilizado cuando estás sobrio. 

Tras lanzar el menú como si fuera un frisbee a una mesa cercana, tomo el libro que hay a mi lado y paso a la siguiente página. Breves respuestas a las grandes preguntas, de Hawking. 

Como estamos alojados en el piso superior del resort, prácticamente tengo una vista directa de los balcones de la cara sur, con vistas al puerto.

Así es como los veo la primera vez.

Una pareja a dos terrazas bajo nosotros.

Son los únicos que están fuera, donde absorben los últimos rayos del sol poniente. Sus cabezas rubias se inclinan juntas. El pelo de él es amarillo como el maíz. El de ella es tiziano, una combinación de dorado y rojo, como arena del desierto quemada.

Él lleva un traje elegante y ella, un vestido burdeos. Algo simple, con aspecto de barato, casi de golfa. ¿Una chica de compañía? Nah. Los magnates de los fondos de inversión de Wall Street invierten en citas con apariencia de caras. De esas que tienen un armario empotrado de diseño, zapatos de suela roja y modales de colegio privado. Las niñas bonitas solo existen en los cuentos de hadas y en las películas de Julia Roberts. Ni una sola alma en Manhattan valora el encanto, la honestidad y la extravagancia en una mujer.

No. Este es un país pueblerino. Tal vez una chica de la zona ambiciosa que ha logrado abrirse paso hasta su cama con la esperanza de llevarse una buena propina.

La pareja comparte un melocotón y besos pegajosos y jugosos. El néctar resbala por sus labios mientras él le da la fruta a ella. La chica sonríe mientras mordisquea la carne de la fruta sin dejar de mirarlo a los ojos. Él le da besos hambrientos y ella le muerde el labio inferior con fuerza antes de que él aparte la boca de la de ella para susurrarle algo a la oreja. 

Ella echa la cabeza hacia atrás y se ríe, con lo que expone la pálida y larga columna de cuello. Me remuevo en el asiento y me cubro la creciente erección con el libro. No sé qué me pone más. El melocotón, la mujer o el hecho de que soy oficialmente un voyeur. Seguramente, las tres a la vez. 

El hombre baja la cabeza y le lame un largo hilillo de jugo, sin dejar pasar una buena oportunidad. Están inclinados contra la barandilla y él presiona su cuerpo contra el de ella. 

Algo ocurre entre ellos. Algo que hace que se me erice el vello de la nuca. Lo que sea de lo que están disfrutando estos dos es algo de lo que yo carezco ahora mismo. 

No soy un hombre acostumbrado a las cosas inalcanzables.

—¿Ya has probado el blanco? —La puerta de cristal se abre de par en par. Miro de golpe a la persona a quien le pertenece la voz.

—Demasiado anís y trufa, ¿verdad? —Mi cita me mira con desdén y hace un puchero. Todavía lleva el albornoz. ¿Cuántas horas necesita una persona para ponerse un maldito vestido? 

Tomo un trago de vino. 

—A mí me parece que está bueno. Vamos a llegar tarde.

—¿Y desde cuándo te preocupa la puntualidad? —Arquea una ceja.

—Desde nunca. Pero tengo hambre —respondo simplemente.

—Juega bien tus cartas y puede que sea tu postre. —Me lanza una sonrisa pícara y acompaña el gesto con un guiño.

Muevo el vino en la copa prístina.

—Si no hay postre, no hay cita. Esto es un quid pro quo, y no se me conoce por mis tendencias filantrópicas. 

Pone los ojos en blanco.

—¿Puedes al menos fingir que eres tolerable? 

—¿Puedes fingir que te gusto? —replico.

Ella suelta un grito ahogado. 

—Claro que me gustas. ¿Por qué estaría contigo si no?

—Podría darte treinta y tres millones de motivos. —Ese es mi valor neto antes de mi inminente herencia. 

—Madre mía, qué bruto eres. Mi madre tenía razón contigo. —Me cierra la puerta del balcón en la cara. 

Pongo el libro en la mesa y redirijo mi atención a la pareja en el balcón. Siguen en ello, enrollándose como si no hubiera un mañana. Le toma un puñado de pelo en un puño, tira de él, le alza el rostro y la besa con ganas. Sus lenguas bailan juntas de forma erótica. Ella le toma las mejillas entre las manos y sonríe, a la vez que le pasa los dientes superiores por el labio inferior. Se me estremece el pene de nuevo. Ella es completamente suya, lo veo, y esa convicción ciega de que ella le pertenece a él, lo cómoda que se siente al pertenecerle a otro ser humano, me hace querer destrozarle la cabeza para probar mi idea. 

Nadie es tuyo y no le perteneces a nadie. Solo somos enemigos caídos que tratan de sobrevivir en este universo.

Saca la cabeza del cuello de ella, le toma los pechos y presiona la pequeña protuberancia hacia sus labios. La punta de un pezón rosado asoma por el vestido. Cuando su boca alcanza el valle entre sus pechos, ella se recompone.

Lo aparta entre jadeos. Tal vez es consciente de que tienen público. Si espera que me avergüence, ya puede acomodarse, porque eso no ocurrirá. Ellos son los que se están restregando a plena vista. Yo solo soy un hombre que disfruta de su pretenciosa copa de vino en un apacible día de verano.

La puerta de cristal se abre de nuevo y Gracelynn Langston emerge nuevamente, pero esta vez con un vestido negro de gasa y lentejuelas. Una prenda de Akris que le compré el día después de que se metiera en mi cama por millonésima vez en esta década.

Ese era el patrón de Gracelynn, o Grace, como yo la llamo. Me folla. Me ignora. Vuelve arrastrándose hacia mí. Siempre le sorprende acabar en mi umbral, con mirada pensativa, a veces borracha y siempre humillada.

Sin embargo, a mí nunca me toma por sorpresa. 

He aceptado lo que somos. Una pareja disfuncional y jodida, como nuestros padres. Sin el abuso físico, tal vez.

Con el paso de los años he perfeccionado el arte de manejar a mi hermanastra. A utilizar su naturaleza explosiva a mi favor.

Ahora soy capaz de detectar el momento preciso en el que Grace va a dejarme. Siempre ocurre cuando nuestra relación empieza a parecer seria y formal. Cuando el lascivo brillo de tirarse a su hermanastro desaparece y se queda con las consecuencias. Con un hombre al que odia. Un paria social, expulsado de la educada sociedad de Wall Street con una prohibición de dos años bajo supervisión por haber comerciado con información privilegiada. 

Y así, como un reloj suizo, en cuanto se aparta, me vuelvo distante e inaccesible. De forma estratégica, me fijo en las mujeres con las que me cruzo por la calle. El tipo de mujeres que ella no aprueba. De esas que llevan demasiado maquillaje y bolsos de diseño de segunda mano con el orgullo de una heredera de una cadena hotelera. 

Funciona como un talismán. Grace siempre vuelve. No me soporta, pero odia todavía más que tenga a otra mujer colgada del brazo.

—Abróchame la cremallera —me pide, y contonea las caderas mientras se acerca. Se vuelve hacia mí y me da la espalda. Puede vérsele marcada cada vértebra. Se las ha apañado para mantener ese cuerpo de bailarina después de haber renunciado a su sueño. 

Le subo la cremallera por la espalda.

—¿Cuánta gente nos deleitará con su mediocridad esta noche?

—Demasiada, como de costumbre —habla con horquillas en la boca mientras se coloca los mechones sueltos en un recogido—. Al menos solo han invitado a los veinte mejores empleados y a sus acompañantes. Nada de los mentecatos de los asistentes personales, gracias al cielo.

Grace no me presenta como su novio, sino como su hermanastro, aunque nuestros padres llevan divorciados desde que ambos íbamos a la universidad. 

Pero me presenta de igual modo, pues soy bastante conocido en el mundo de las acciones. Me temen, me respetan, pero a pocos les gusto. Ella conoce mi influencia, mi tirón. Puede que sea la oveja negra del mundo de los fondos de cobertura, pero sé cómo ganarme la vida, y a la gente de Wall Street le gustan las personas que saben cómo hacerlo. Es su parte favorita de la fiesta. 

Mis dedos se detienen en cuanto veo la cicatriz que tiene en la parte alta de la espalda. Esa que me recuerda lo que le ocurrió. Lo que me pasó hace veinticuatro años. Paso la yema del dedo por ella. Se le eriza la piel con un escalofrío y se aparta como si la hubiera golpeado.

—¿Se ve mucho? —Juguetea con una pulsera bien abrochada y se aclara la garganta.

—No —miento, y subo la cremallera hasta arriba. Me paro en seco. Algo me invade. La necesidad de pasarle los labios por la cicatriz. Me resisto a la tentación. En su lugar, digo:

—Listo, Venus.

—¿Venus?

—El planeta más caliente del sistema solar. —Le guiño un ojo y canalizo a mi Christian Miller interior, ese amigo mío que, de algún modo, se las ingenió para disfrutar de su relación en lugar de convertirla en un terrible juego de adultos como yo había hecho.

Casi puedo oír cómo Grace frunce la nariz en un gesto desdeñoso.

—Gracias al cielo que eres un bicho raro en el armario. ¿Te imaginas si otras personas descubrieran tu amor por la astronomía? —Resopla y se aleja más de mí—. Ahora solo necesito un par de pendientes. ¿Qué opinas, los aretes de diamantes y oro rosa, o los aguamarina?

El primer par se lo compré para su vigésimo octavo cumpleaños con la intención de superar con creces el regalo de su novio. Le dejó esa misma noche, horrorizada por la idea de acabar con un agente inmobiliario de clase media que solo podría permitirse comprarle los Louboutin de la temporada anterior. Más tarde me esperó en mi cama vestida solo con esos pendientes. El otro par fue un regalo que le hice tras haber terminado mi romance de tres meses con Lucinda —sí, su enemiga de la infancia—, cuando Grace tardó demasiado en volver conmigo después de una de nuestras muchas rupturas. 

Pobre, pobre Lucinda. Fue una desagradable sorpresa para ella, cuando regresó de su gira como bailarina principal, encontrarse a Grace calentándome la cama.

Mis regalos siempre están impregnados de intención, propósito y veneno. Son como un beso sucio y violento. Una mezcla de pasión y dolor.

—Aguamarinas —respondo lentamente.

Se inclina hacia delante y me posa un beso en los labios. Quiero que avance para ver si la pareja que está dos terrazas más abajo está follando a plena vista. Su nivel de perversión es mejor que el nuestro. Echo un vistazo al balcón y Grace sigue mi mirada. 

Estira los labios en una sonrisa maliciosa.

—Veo que has conocido a mi supervisor. En cierto modo.

—¿Conoces a ese tío? —Tomo un trago de vino.

—¿Paul Ashcroft? Es el nuevo jefe de operaciones de Silver Arrow Capital. Estoy segura de que lo he mencionado.

La empresa donde Grace trabaja como analista.

Paul y su compañera nos dan la espalda. Ahora parece que hablan y se guardan las manos para sí mismos.

—Estoy seguro de que no lo has hecho. No parece un personaje digno de recordar. —Señalo con la barbilla a la mujer de rojo—. Se está poniendo juguetón con la criada.

Grace suelta una risa de deleite. Nada la hace más feliz que ver cómo despellejan a otra mujer.

—Es una simple criatura, ¿verdad? Lo creas o no, le ha puesto un anillo. Uno muy caro.

Resoplo.

—Es un directivo de un fondo de cobertura. Vive de las apuestas arriesgadas. 

—Es una graduada de Juilliard del sur profundo. Les doy seis meses —continúa Grace, que entrecierra los ojos para verlos mejor.

—Qué generoso por tu parte. —Me río.

Conozco a los hombres como Paul. Tiburones de Manhattan que se glorifican con bellezas sureñas de voz suave solo para descubrir que es posible que los polos opuestos se atraigan, pero que no encajan bien. Siempre acaba en divorcio, una campaña de desprestigio mutuo y, si la mujer es bastante rápida, un cheque de manutención infantil cada mes. 

—Me conoces. Amabilidad es mi segundo nombre. Voy a ponerme los pendientes. Espera, ¿no llevas corbata? —Grace hace un puchero a la vez que baja la mirada hacia mí. Llevo un jersey negro de cachemira y unos pantalones de vestir de tartán.

—Lo último que deseo es causar una buena impresión. —Vuelvo a sumergirme en mi libro.

—Eres un rebelde sin causa.

—Al contrario. —Paso la página—. Tengo una causa. Quiero que todo el mundo me deje tranquilo. De momento, ha ido genial.

Niega con la cabeza.

—Tienes suerte de tenerme.

Desaparece en la habitación y se lleva consigo su inmensa actitud y su ego.

Le lanzo un último vistazo a la pareja. Paul ya no está en el balcón.

Pero su mujer sí, y me está mirando.

De un modo intencionado. Con una ferocidad acusatoria. Como si esperara que hiciera algo.

¿Se ha percatado de que los miraba?

Confuso, miro detrás de mí para asegurarme de que es a mí a quien observa. No hay nadie más a la vista. Sus ojos, grandes, azules e implacables, penetran con intensidad los míos.

¿Se trata de un secuestro? Es poco probable. Parecía bastante feliz de enrollarse con su marido hace unos minutos. ¿Trata de hacer que me avergüence por haberlos mirado? Buena suerte con ello. Mi conciencia fue vista por última vez cuando tenía diez años; salía de la habitación de un hospital con un gruñido fiero mientras agujereaba las paredes a puñetazos de camino a la salida.

Me topo con su mirada de frente, no muy seguro de qué está ocurriendo, pero siempre feliz de tomar parte en un enfrentamiento hostil. Arqueo una ceja.

Ella parpadea primero. Me río ligeramente, niego con la cabeza y me dispongo a volver a mi libro. Ella se limpia la mejilla con rapidez. Espera un momento…, está llorando.

Llorando. En unas vacaciones de lujo en la Riviera italiana. Qué criaturas tan volubles son las mujeres. Siempre resulta imposible complacerlas. Pobre Paul.

Nos quedamos atrapados en esa extraña mirada de nuevo. Parece poseída. Debería levantarme e irme. Pero parece deliciosamente vulnerable, tan fuera de lugar que una parte de mí desea ver qué hará después.

¿Y desde cuándo me importa lo que hace la gente? 

Me levanto con frialdad, tomo mi ejemplar de tapa dura, me termino el poco vino que me queda, giro sobre los talones y me alejo.

La señora Ashcroft podría tener un problema entre manos.

Pero no soy quién para solucionarlo.

Capítulo dos

Arsène

Una hora más tarde, Grace se mueve de aquí para allá con sus colegas sobre el suelo de mármol blanco y gris mientras sujeta una copa de champagne. Se ríe cuando es apropiado, frunce el ceño con empatía cuando es necesario y me presenta con diligencia como su hermanastro y extraordinario mago de las finanzas.

Yo le sigo el juego. Mi objetivo final siempre ha sido hacer a Grace mía para que todos la vean: mi padre, su madre y mis amigos. Esa mujer se ha metido bajo mi piel. Está grabada en cada uno de mis huesos, y no pararé hasta que la exhiba como mi posesión más preciada.

Por alguna razón, disfruto de la forma en que minimiza nuestra relación. Cuanto más recalca que somos hermanastros, más amarga será la victoria para ella cuando hagamos público lo nuestro.

En mis fantasías más oscuras y crudas, Gracelynn Langston tartamudea mientras trata de buscar una explicación a por qué acabó casándose con el hombre al que presentó como su hermano durante años.

Llevará mi anillo. Contra viento y marea.

El restaurante rebosa de gente. Grace y yo pasamos el tiempo hablando con Chip Breslin, el CEO de la empresa. Se queja de haberse pasado el último mes cancelando operaciones de último minuto a causa de las políticas de la Reserva federal, y no deja de mirar en mi dirección para ver si tengo algo que decir al respecto. No doy consejos gratuitos. Sobre todo ahora, cuando mi propia cartera de inversiones está parada debido a mi prohibición de dos años.

—Oh, venga ya, Corbin, lánzanos un hueso o dos. —Chip se ríe y va al grano—. ¿Cómo crees que irá el próximo trimestre? Mi amigo Jim, de Woodstock Trading, dice que has mencionado algo de «a corto plazo».

—Soy un pesimista profesional. —Miro alrededor en busca de una distracción—. A pesar de todo, me encuentro en un parón impuesto, y no tengo intención de romper mi restricción por una mera conversación.

—¡Oh, ni lo soñaría! —Se pone rojo y se ríe de forma extraña.

—Me has pedido que fuera directo —respondo sin gracia.

Breslin sonríe y dice que tiene que ir a buscar a su mujer a la barra.

—Ya sabes cómo es. —Me guiña un ojo y me da un golpe con el codo antes de irse.

De hecho, no lo sé. Grace posee un autocontrol impecable en todos los aspectos de su vida, a excepción de su relación conmigo. Es impasible, calculadora y despiadadamente egoísta, como yo.

—¿Ves?, este es el motivo por el que no le gustas a la gente. —Grace repiquetea sus uñas, cuadradas, pulidas y pintadas de color carne, en la copa—. Ha intentado hablar de negocios contigo y lo has desairado.

—Hay un puñado de personas a las que no les cobro por mi presencia, y ahora mismo estoy mirando al 33,3 por ciento de ellas. —Mi mirada baila hasta su canalillo. Creo que le follaré las tetas esta noche. A Grace no le gusta que me corra dentro de ella, ni aunque sea con condón, pero parece dispuesta a complacer prácticamente todo lo que mi corazón (y mi polla) desean.

—¿Intentas encandilarme para que me quite las bragas? —Se ríe.

—De hecho, esperaba que no llevaras nada.

La habitación se ha llenado hasta el punto de que está demasiado abarrotada y sudorosa, pero nuestra esquina junto a la barra sigue vacía.

—Los invitados están bloqueando la entrada. ¿A qué viene todo este alboroto? —Grace desvía su atención hacia la puerta.

Me vuelvo para ver qué está mirando. Paul y su paleta acaban de entrar en la sala. Todos corren hacia ellos. Incluidos Chip y su mujer, que avanza en zigzag inestable mientras se agarra al brazo del hombre. La mayor parte de la atención es para la atractiva y rubia mujer de Paul, la principal fuente de entretenimiento de la fiesta. Es vibrante y colorida, como un cuadro de Andy Warhol, y destaca en una sala llena de gente vestida de negro, gris y color carne. Una pequeña cosa curiosa. Su vestuario es demasiado llamativo, la sonrisa, demasiado amplia, y sus ojos exploran de un modo salvaje cada centímetro de la sala a la que acaba de entrar. La encuentro adorablemente infantil.

—¿Está repartiendo mamadas gratis? —pregunto de forma casual, consciente de que mi novia secreta no es una gran admiradora de que la ignore, sobre todo por otra mujer.

—Lo dudo mucho. —Grace se muerde el interior de la mejilla y se le hinchan las fosas nasales—. Winnie es el perrito faldero de todos. Manda a Paul al trabajo con galletas caseras, hechas con la receta de Laura Bush, y se presenta como voluntaria para organizaciones benéficas de niños y…

—¿Se llama Winnie? —Frunzo el ceño.

—Winnifred. —Pone los ojos en blanco—. Quaint, ¿no?

—Se ha casado con una caricatura —me burlo.

La chica camina y habla como un osito de peluche. Y asistió a Juilliard, la escuela que Grace escogió cuando aún pensaba que tenía opciones de ser bailarina. Me sorprende que se muestre más hostil hacia ella. Tal vez mi hermanastra, por fin, ha aprendido a manejar la competencia.

—Creo que deberíamos ir a saludar. —Grace parece querer vomitar en su propia boca antes que hacerlo.

No estoy deseoso por besarle el anillo a la Mary Sue que ha llorado en el balcón y me ha mirado mal, pero tampoco quiero que Grace se queje de que no soy un jugador de equipo.

Nos acercamos a los Ashcroft tanto como podemos. Las mujeres se juntan en masa alrededor de Winnifred y le piden la receta de las galletas mientras Paul la rodea con un brazo de forma posesiva. Grace se abre paso con los hombros hacia ellos y le da dos besos en el aire a Paul.

—Hola. Me alegro de veros. —Se acerca para besar a Winnie en las mejillas mientras le da un apretón en los brazos—. ¡Estás magnífica, Winnifred!

No piensa que la mujer esté magnífica, con ese vestido hortera de una tienda del centro y los tacones de tiras que seguramente habrá comprado en las rebajas de Walmart.

—Tú también, Grace. —La sonrisa de Winnie es genuina y sincera—. Pareces sacada de una película.

«Maléfica», tal vez.

—Este es mi hermanastro, Arsène Corbin. Trabajamos mucho juntos, así que nos hemos hecho bastante cercanos estos últimos años. —Grace hace un gesto hacia mí, como si fuera una pieza de una subasta benéfica. Sonrío. Hablar de más siempre la deja en evidencia. Es posible que, si se limitara a presentarme como su hermanastro, tal vez la mitad de Manhattan no cuchichearía a sus espaldas sobre que me acuesto con ella.

Extiendo una mano para estrechar la de Paul. Se le ilumina el rostro.

—Su reputación le precede, señor Corbin. ¿Cómo es la vida fuera de la oficina?

—Tan insatisfactoria como dentro de ella. —Aparto mi mano, seca y áspera, de la suya, sudorosa—. Aunque me mantengo ocupado invirtiendo en objetivos más tangibles.

—Sí, eso he oído. Has adquirido una empresa de transporte, ¿no? —Paul se acaricia la barbilla—. Muy inteligente en una era donde las compras por internet están en auge.

Es la representación humana de la avena. Privilegiado, insípido y aburrido. Me he comido a varios hombres como él a lo largo de la vida, de modo que conozco el regusto que dejan. Es el tipo de hombre que engaña a su mujer con la secretaria en cuanto pasa de los treinta. El tipo de hombre que está pendiente de tipos como yo para ver qué hacen y dónde invierten, para sacar ideas para sí mismo.

—Esta es mi mujer, Winnie. —Paul besa el hombro de la pequeña mujer. Ella se vuelve hacia mí de golpe y, por fin, lo veo. La razón por la que Paul ha decidido que vale más que una noche entre las sábanas. Objetivamente hablando, es radiante. Tiene la piel hidratada y brillante; los ojos, relucientes y curiosos; la sonrisa, contagiosa y reconfortante. Es la clase de mujer de la que la gente dice que ilumina la habitación. En cambio, Grace es de esas que hacen que la temperatura caiga a niveles árticos dondequiera que entra. Mi corazón incluido.

Por suerte, la actitud de la chica de al lado de Winnifred no me atrae.

—¡Hola! —Winnie me rodea con el brazo de una forma inadecuada. O bien no sabe cómo guardar rencor o no me reconoce del balcón.

Me alejo de su agarre de inmediato. Con suerte, no transmite ninguna enfermedad bovina.

Paul se ríe, pues encuentra la falta de protocolo de su mujer adorable.

—¿Dónde os sentáis los Langston-Corbin?

—Aquí dice quince y dieciséis. —Grace alza nuestras invitaciones.

—Nosotros estamos en la diecinueve y la veinte, así que supongo que tendréis que soportarnos un poco más —comenta Paul con alegría.

«Jodidamente maravilloso».

A medida que avanza la velada, también lo hacen mis sospechas de que Winnifred está embarazada. No toma una sola gota de alcohol y se decanta por agua con gas en su lugar. No se come los embutidos del plato y prefiere mantenerse alejada de los humos de los vapeadores y de los cigarros. Sus viajes constantes al lavabo hacen que me pregunte si hay alguien durmiendo cómodamente sobre su vejiga.

Grace está ocupada metiendo la lengua en los culos adecuados. Por suerte, en sentido figurado. Habla de trabajo con Chip, Paul y un tipo llamado Pablo, que es el jefe de compraventa. Los tres hombres tratan de involucrarme en la conversación, pero los evito con educación. Como todas las criaturas exóticas, no quiero que me atosiguen a través de los barrotes de mi jaula con preguntas sobre las acusaciones de tráfico de información privilegiada. Y no tengo dudas de que todos aquí querrían escuchar lo que hice solo para llamarme la atención.

—No eres de los que presumen, ¿eh, Corbin? —Paul asiente de forma comprensiva tras otra respuesta lacónica por mi parte sobre mis acciones minoristas preferidas—. Winnie es igual. No le gusta hablar de trabajo en absoluto.

—Eso es porque, ahora mismo, no tengo ninguno. —Winnie toma un sorbo del agua con gas y sus mejillas se sonrojan.

Me vuelvo hacia ella. Un destello de interés surge en mi interior. ¿Es más que una mujer florero? Eso es nuevo.

—¿A qué te dedicas, Winnifred?

—Este año me he graduado en Juilliard. Ahora solo… estoy entre audiciones, supongo. —Deja escapar una risa nerviosa; su acento sureño es casi cómico—. No puedo decir que esté más ocupada que una polilla en un guante. Es difícil salir adelante en la Gran Manzana. Lo que no te mata te hace más fuerte, ¿no?

—O te debilita. —Me encojo de hombros—. Depende del factor, en realidad.

Esta poca cosa me mira con los ojos muy abiertos.

—La verdad es que ahí tienes razón.

—¿Crees que tienes lo que debes tener para triunfar en Nueva York? —le pregunto.

—¿Estaría aquí si no fuera así? —Y esa sonrisa de nuevo, repleta de toda la esperanza y la bondad del mundo.

—La gente viene a Nueva York por muchas razones. La mayoría no son kosher. ¿Cómo conociste a Paul?

Siento que la desvisto con cada pregunta. En público. A propósito. Y, como toda persona desnuda en un lugar público, empieza a revolverse en la silla.

—Bueno… —Se aclara la garganta—. Yo…

—¿Esperaste en su mesa en Delmonico’s? —trato de adivinar. También podría haber sido Le Bernardin. Es un ocho. Puede que un nueve con el vestido adecuado.

—En realidad, hice de hada en el cuarto cumpleaños de su sobrina. —Forma una pequeña línea con los labios y frunce el ceño.

—¿De qué? —Escupiría el vino si valiera la pena—. Disculpa, no lo he entendido.

Sí que lo había hecho, pero era demasiado bueno para no repetirlo. El eterno entretenimiento estadounidense. La versión de libro de texto de «chica pobre conoce a capullo rico».

Paul está inmerso en una conversación con Pablo y Grace, ajeno al hecho de que me estoy metiendo con su mujer sin parar.

Winnifred se estira y me mira a los ojos en un intento por demostrar que no me teme.

—Fui un personaje de cuento de hadas en el cumpleaños de su sobrina. Le pinté a Paul la cara con purpurina. No dejaba de reírse y estaba totalmente de acuerdo, incluso cuando le dibujé a Campanilla en la mejilla. Comprendí que sería un buen padre. Así que le di mi número.

Me apuesto lo que sea a que el hecho de que se presentó en la fiesta con su coche clásico que vale más que la casa de su familia tampoco disminuyó sus probabilidades.

—Nadie más tuvo una oportunidad después de aquello. —Paul desconecta de su conversación con Pablo y Grace, y hunde la nariz en la curva del cuello de ella para darle un beso con la boca abierta—. Ahora es mía para toda la vida, ¿verdad, muñeca?

Estoy seguro de que cree que ha sonado romántico y no como un vendedor de novias por encargo.

—¿Detecto un tañido, Winnifred? —pregunta con inocencia.

Grace me lanza una mirada con la que me pide que me detenga. Tengo la costumbre de jugar con la comida; lo que ocurre ahora es que estoy jugando con la esposa sin cerebro de su jefe.

—Soy de Tennessee. —Winnie traga de forma visible—. Justo de las afueras de Nashville. De un pueblo llamado Mulberry Creek.

—¿El hogar del mejor pastel de manzana de los cincuenta estados? —Sonrío en la copa de vino.

—En realidad, se nos conoce más por nuestras galletas. ¡Oh! Y por las tendencias endogámicas, por supuesto. —Me dedica una sonrisa empalagosa.

Así que sí que se defiende. Esta no la he visto venir.

—Vamos, muñeca. No hace falta que seas sarcástica. —Paul le acaricia la barbilla.

Si la llama muñeca una vez más, romperé la copa y le apuñalaré en el cuello con una esquirla.

—¿Qué te trajo a Nueva York? —No me preguntéis por qué sigo chinchando a esta mujer porque no tengo ni idea. ¿Aburrimiento? ¿Tendencias sociópatas? Podéis intentar adivinarlo.

Me mira a los ojos y añade:

—Por las luces brillantes, por supuesto. Por Sexo en Nueva York también. Pensé: «Madre mía, vivir allí debe de ser como en esas pelis ostentosas». Oh, y no olvidemos la canción de Alicia Keys. Un gran factor. Inmenso.

Grace me pisa un pie por debajo de la mesa con la fuerza suficiente para romperme un hueso. Su rodilla choca contra la mesa y hace que los cubiertos se sacudan en el sitio. Paul se sobresalta, ligeramente sorprendido. Demasiado tarde. Estoy demasiado involucrado para que me importe. Winnifred Ashcroft es lo único remotamente entretenido de este evento, y su autoestima es más sabrosa que cualquier cosa que coma hoy aquí.

—Winnie es un poco susceptible acerca del hecho de ser de fuera de la ciudad. —Paul le da unas palmaditas en la cabeza a su mujer, como si fuera un chihuahua adorable.

—Aunque es como Sexo en Nueva York, ¿verdad? —le pregunto con amabilidad mientras los tacones de Grace se hunden más en mis mocasines a modo de advertencia, hasta convertir mis dedos en polvo—. Has encontrado a tu Mr. Big.

—Por lo que he visto en el urinario, Paul es más un Mr. Medio —bromea Chip. Todos nos reímos. Todos menos Winnie, que me mira mientras se pregunta qué ha hecho para merecer esto.

«Me pediste que me preocupara. En el balcón. Ahora verás lo descuidado que soy con los sentimientos de los demás».

—Vale, Arsène, es hora de cambiar de tema. —Grace sonríe a modo de disculpa y me tira de la manga—. La gente ha venido a divertirse, no para que los interroguen.

Sé que Grace no está haciendo esto por bondad. Es una mujer inteligente que quiere seguir adelante. Ahora mismo estoy haciendo enfadar a su jefe y a su muñeca.

—En realidad, creo que es mi turno de hacer preguntas. —Winnie alza la barbilla.

Me recuesto en la silla y la observo complacido. Es como una mariquita que gira sobre su propio eje. Adorablemente desesperada. Es una pena que esté centrado en Grace, porque, si no, la cataría durante unos meses. Paul ni siquiera sería un obstáculo en el camino. Este tipo de mujeres van a por la mayor apuesta, y yo tengo el bolsillo más hondo.

—Dispara —digo.

—¿Qué haces tú? —pregunta

—Soy un todólogo.

—¿En qué?

Me encojo de hombros y respondo arrastrando las palabras:

—Cualquier cosa que me dé dinero.

—Estoy segura de que puedes ser más concreto que eso. Esto podría significar que traficas con armas. —Cruza los brazos por delante del pecho.

«Bien. Juguemos».

—Acciones, corporaciones, divisas, mercancías. Aunque ahora mismo me enfrento a una prohibición por tráfico de información privilegiada. Dos años.

Todos los ojos se vuelven hacia nosotros. Aún tengo que abordar el tema en la sala. He heredado de mi padre la desagradable característica de nunca darle a la gente lo que quiere.

—¿Por qué? —exige saber.

—Cargos de manipulación del mercado. —Antes de que pregunte qué significa eso, me explico—: Dicen que tergiversé información relevante para los inversores, entre otras malas praxis.

—¿Lo hiciste? —Winnifred me sostiene la mirada con un gesto inocente que roza lo infantil.

Con la sala entera pendiente de nosotros, me paso la lengua por el labio inferior y sonrío.

—Tengo un problema, Winnifred.

—¿Solo uno? —Parpadea con inocencia antes de transigir—. ¿Y cuál es ese problema?

—Nunca juego para perder.

Sus ojos, tan bonitos como dos acianos, siguen fijos en los míos. Un pensamiento cruel me atraviesa la mente. Posiblemente estaría diez veces más guapa con los pendientes aguamarina de Grace. Verla con nada más que eso me haría muy feliz. Oh, bueno. Quizá Grace se porte mal y me deje pronto para que pueda tener una breve aventura con esta muñeca para recordarle a mi hermanastra que aún soy un hombre con necesidades.

—¿Y la gente te acepta? —Winnifred mira a nuestro alrededor, sorprendida—. ¿A pesar de saber que hiciste algo malo y de socavar sus negocios?

—Los perros ladran, pero la caravana avanza. —Me recuesto en la silla—. Incluso a las personas a las que les importa deja de interesarles una vez que los sentimientos se convierten en acciones. Los humanos son criaturas tristemente egoístas, Winnifred. Ese es el motivo por el que los rusos invadieron Ucrania. El motivo por el cual se abandonó a los afganos para que se las arreglaran solos. La razón de que haya una crisis humanitaria en Yemen, Siria, Sudán, y de que ni siquiera les prestes atención. Porque la gente se olvida. Se enfadan y siguen adelante.

—A mí me importa. —Me enseña los dientes como un animal herido—. Me importan todas esas cosas, y que a ti no no significa que los demás sean tan malos. Eres un hombre peligroso.

—¡Peligroso! —chilla Grace, que fuerza una sonrisa—. Oh, no. Solo es un gatito. Todos lo somos en la familia. Una panda inofensiva de devoradores. —Se abanica con una mano sin dejar de parlotear—. Entiendo que no sea tan emocionante como el mundo del espectáculo. Ya sabes que mi padre es el dueño de un teatro. Pasaba allí todo el tiempo cuando era una cría. Lo encontraba muy encantador.

Aunque es cierto que Douglas tiene un teatro, Grace solo fingió que le gustaba para ganarse su aprobación. El teatro es un campo con poco margen de beneficio. A Gracelynn solo le gustan las cosas que dan dinero.

La misión de distracción surte su efecto. Winnifred se centra en Grace y le pregunta sobre el Calypso Hall. Grace responde con entusiasmo.

Mi móvil empieza a sonar. Me lo saco del bolsillo. El prefijo indica que proviene de Scarsdale, pero no reconozco el número, así que rechazo la llamada. Chip trata de preguntarme algo sobre Nordic Equities.

Vuelve a sonarme el teléfono. El mismo número. La rechazo de nuevo.

«Pilla la indirecta».

Malditos timadores y su capacidad para utilizar los números con el prefijo de tu zona.

La siguiente llamada llega desde un número diferente, pero también es de Nueva York. Me dispongo a rechazar de nuevo la llamada cuando Grace me posa una mano en el muslo y me habla entre dientes mientras escucha cómo Winnifred charla con efusividad sobre Hamilton.

—Podría ser el joyero. Para hablar del collar que me compraste en Botsuana. Responde.

El móvil suena una cuarta vez. Me levanto mientras me disculpo y me dirijo a la salida del restaurante, hacia el balcón con vistas al puerto. Deslizo el botón verde.

—¿Qué? —espeto.

—¿Arsène? —pregunta una voz. Es anciana, masculina y vagamente familiar.

—Por desgracia. ¿Quién es?

—Soy Bernard, el asistente de tu padre.

Compruebo la hora en mi reloj. Son las cuatro de la tarde en Nueva York. ¿Qué querrá mi padre de mí? Apenas hablamos. Viajo a Scarsdale unas cuantas veces al año para que me vea la cara y hablemos sobre el negocio familiar —supongo que es su idea de establecer un vínculo afectivo—, pero, aparte de eso, somos prácticamente desconocidos. No es que lo odie, pero tampoco me cae bien. Estoy seguro de que el sentimiento, o la falta de él, es mutuo.

—¿Sí, Bernard? —pregunto con impaciencia mientras apoyo los codos en la barandilla.

—No sé cómo decir esto… —Enmudece.

—Lo mejor sería rápido y sin rodeos —sugiero—. ¿Qué ocurre? ¿El viejo va a casarse de nuevo?

Desde que se divorció de Miranda, mi padre se ha asegurado de tener a una nueva mujer agarrada a su brazo cada dos años. Ya no hace promesas. No sienta la cabeza. Una aventura con una mujer de Langston es la cura más rápida para creer en la idea del amor.

—Arsène… —Bernard traga—. Tu padre… ha muerto.

El mundo empieza a darme vueltas. La gente a mi alrededor se ríe, fuma, bebe y disfruta de una templada noche de verano italiana. Un avión cruza el cielo y atraviesa una gruesa nube blanca. La humanidad no se inmuta ante la noticia de que Douglas Corbin, el quinto hombre más rico de los Estados Unidos, ha fallecido. ¿Y por qué debería ser así? La mortalidad es un insulto para la gente rica. La mayoría la acepta con triste resignación.

—¿De verdad? ¿Ahora? —Me oigo decir.

—Ha sufrido una apoplejía esta mañana. El ama de llaves lo ha encontrado inconsciente hacia las diez y media, después de haber llamado a su puerta varias veces. Sé que es mucho que procesar, y probablemente debería haber esperado a que regresaras para contártelo…

—Está bien —lo interrumpo, y me paso una mano por la cara. Intento descifrar qué siento ahora mismo. Pero la verdad es que no siento nada. Extrañeza, sí. La misma sensación que tienes cuando algo a lo que estás acostumbrado, como un mueble, desaparece y deja un espacio vacío. Sin embargo, no hay agonía ni una pena devastadora. Nada que indique que acabo de perder al único pariente vivo que me quedaba en el mundo—. Debería volver. —Me oigo decir—. Acortaré el viaje.

—Eso sería lo mejor. —Bernard exhala—. Sé que es muy repentino. De nuevo, lo siento.

Lo pongo en altavoz y alejo el teléfono de mi oreja para buscar el siguiente vuelo disponible. Hay uno que sale en dos horas. Me da tiempo a llegar.

—Te enviaré los detalles del vuelo. Manda a alguien para que venga a recogernos.

—Por supuesto —asegura—. ¿La señorita Langston te acompañará?

—Sí —respondo—. Querrá estar allí.

Se lleva mejor con papá que yo, la muy lameculos. Lo visita cada dos fines de semana. El hecho de que Bernard supiera que está aquí conmigo lo dice todo: papá era muy consciente de que me acuesto con mi hermanastra, y cotilleaba sobre ello con sus empleados. Es gracioso que jamás me lo mencionara. De nuevo, las mujeres Langston han sido un tema doloroso para nosotros desde que me echó de casa para llevarme a un internado.

Hago una parada rápida en el lavabo unisex antes de entrar de nuevo en el restaurante. Desabrochar y mear. Cuando salgo del cubículo, oigo una voz distante detrás de una de las puertas. Un llanto helador y salvaje. Como si hubiera alguien herido dentro.

«No es tu problema», me recuerdo a mí mismo.

Me arremango la camisa y me lavo las manos, mientras los sollozos se vuelven más fuertes y arrítmicos.

No puedo irme sin más. ¿Y si alguien ha dado a luz a un bebé y lo ha dejado en el retrete para que se ahogue? Aunque a nadie se le ocurriría acusarme de tener conciencia, dejar que un bebé se ahogue no es algo que quiera que quede en mi historial.

Cierro el grifo y me vuelvo hacia el cubículo.

—¿Hola? —Me inclino hasta apoyar un hombro en la puerta—. ¿Hay alguien ahí?

El llanto, que ahora se ha convertido en una serie de hipadas, no se detiene, pero tampoco recibo una respuesta.

—Eh —vuelvo a intentarlo con un tono más suave—. ¿Estás bien? ¿Llamo a alguien?

¿Tal vez a la policía? ¿O a alguien a quien le importe de verdad?

No hay respuesta.

Se me está acabando la paciencia y tengo los nervios a flor de piel. Mi cuerpo entero se tambalea con la noticia sobre mi padre.

—Mira, o me respondes o echo la puerta abajo.

Los sollozos suenan con más fuerza. Sin control. Doy un paso hacia atrás para tomar impulso y golpeo la puerta, que sale volando de las bisagras y golpea la gran pared del cubículo como la víctima de una película de acción sangrienta.

Pero no encuentro a ningún bebé ni a un animal herido.

Solo a Winnifred Ashcroft inclinada sobre el retrete, ataviada con el vestido rojo y con el rostro embadurnado de maquillaje bebiendo vino directamente de la botella. Tiene el pelo hecho un desastre y tiembla como una hoja.

¿No está embarazada?

Pobre del bueno de Paul. Ni siquiera puede hacerse con una esposa florero sensata.

Las lágrimas le recorren las mejillas. Le ha dado bien a la botella. Está medio vacía. Nos miramos en silencio, atrapados en una extraña competición. Pero ahora veo que no esperaba que le preguntara qué le ocurre.

—¿Tienes problemas? —escupo, pues le he preguntado por mera educación—. ¿Te está haciendo daño? ¿Abusa de ti?

Niega con la cabeza.

—¡Nunca serás ni la mitad de hombre que es él!

«Ahí va la misión de mi vida».

Miro a nuestro alrededor, a la espera de que se levante y salga del baño. Es la criatura más extraña que he conocido en mi vida.

—Mi marido es increíble —insiste, y se pone como loca, como si fuera yo el que está llorando con una botella de alcohol sobre una colonia de gérmenes.

—Tu marido es tan ordinario como el par de calcetines que menos me gustan, pero esa no es la conversación que quiero tener ahora —replico—. Así que, si hay algo que pueda hacer…

—Sí, no hay nada. Y, aunque necesitara ayuda, no te la pediría a ti. Eres un presuntuoso. —Se limpia la nariz con el dorso del brazo y resopla—. Pírate.

—Vale, vale, Winnifred. Creía que todas las bellezas sureñas eran dulces y buenas.

—¡Márchate! —Se pone de pie de un salto y me cierra la puerta en las narices, o lo que sea que quede de la puerta arrancada.

Por un breve momento, valoro la idea de darle mi número, por si Paul abusara de ella de verdad. Sin embargo, recuerdo que ya tengo el plato lleno de mi propia mierda, incluida la muerte de Doug, la actitud de niñata de Grace, mi carrera profesional y más.

Me vuelvo y me alejo.

Debo decirle a Gracelynn Langston que su queridísimo padrastro ha cruzado al otro barrio.

Capítulo tres

Arsène

Entonces

Como todas las historias con moraleja, mi historia comenzó en una mansión grande y extensa, con vitrales, arcos puntiagudos, bóvedas acanaladas y arbotantes.

Murales pintados, piezas de ajedrez de mármol talladas a mano y grandes escalinatas curvadas.

Con una madrastra malvada y una hermanastra arrogante.

La noche que lo cambió todo empezó con normalidad; todos los desastres lo hacen.

Papá y Miranda condujeron a la ciudad para ver el estreno de La gaviota, de Chéjov, en el teatro Calypso Hall, y nos dejaron en casa. Lo hacían a menudo. Miranda disfrutaba con el arte y papá disfrutaba de Miranda. Sin embargo, nosotros no le gustábamos a nadie, así que nuestro trabajo era entretenernos el uno al otro.

Mi hermanastra Gracelynn y yo aplastamos una caja de cartón que habíamos robado de la cocina y nos sentamos en ella por turnos para deslizarnos por las escaleras. Chocamos con los criados mientras corrían entre habitaciones, cargados con toallas mullidas y cálidas, ingredientes para la cena y trajes limpiados en seco. De haber podido, nos habrían aplastado como a los bichos. Pero no podían. Éramos Corbin. Titulados, privilegiados y poderosos. Los elegidos de Scarsdale. Destinados a aplastar, no a ser aplastados.

Nos deslizamos una y otra vez por las escaleras, hasta que nuestros traseros estuvieron rojos bajo las prendas de diseño. Sentía como si la espalda fuera de gelatina de tanto rebotar contra los escalones. Ninguno pensamos en parar. No había muchas cosas que hacer en ese castillo. Los videojuegos estaban prohibidos («vuelven la mente perezosa», decía papá), los juguetes estaban desordenados («y sois muy mayores, de todos modos», resopló Miranda) y nos habíamos quedado sin deberes que hacer.

Gracelynn estaba en el aire, descendiendo por las escaleras, cuando la puerta principal se abrió de golpe. Chocó con mi padre. Su rostro se estrelló contra los zapatos de él y dejó escapar un cómico «umf».

—¡Qué narices… Arsène! —Mi padre corrió hacia el final de las escaleras y pasó por su lado. Las marcas de unas uñas le adornaban las mejillas—. ¿Qué es este desastre?

—Solo estamos…

—¿Habéis decidido lesionaros? ¿Crees que tengo tiempo de ir a Urgencias con vosotros? —soltó—. A tu habitación. Ahora.

—Gracelynn. —Mi madrastra la siguió de forma brusca y cerró la puerta tras ella. No tuve que mirarle las uñas para saber que estaban llenas de la sangre de mi padre. Cuando se peleaban, ella siempre le hacía eso. Daño—. Ve a practicar ballet, cariño. Papi y yo tenemos que hablar de cosas de adultos.

«Papi».

Él no era su papi.

Joder, ni siquiera era mi verdadero papi.

Douglas Corbin no era una criatura paternal.

Y, aunque fuera extraño, no odiaba a Gracelynn, la hija de otro hombre, con el mismo fervor que reservaba para mí.

—Lo siento, mamá.

—Está bien, cariño.

Gracelynn se levantó y se sacudió el polvo de las rodillas. Corrió escaleras arriba con el cartón arrugado bajo la axila. Nos apresuramos por el pasillo oscuro. Nos conocíamos la historia. Ninguno de los dos queríamos estar en primera fila durante las discusiones de papá y Miranda.

Lo único que hacían era discutir y hacer las paces. No querían que estuviéramos presentes en ninguna de las dos situaciones. Así es como empezaron los juegos de lanzarnos por las escaleras y la cuerda floja. Por aburrimiento, porque siempre estábamos solos.

—¿Crees que nos castigarán? —me preguntó ella entonces.

Me encogí de hombros.

—No me importa.

—Sí… A mí tampoco. —Gracelynn me golpeó en las costillas con el codo puntiagudo—. Eh, ¿una carrera hasta mi habitación?

Negué con la cabeza.

—Nos vemos en el tejado.

Caminó rápido por el mármol dorado y desapareció en la habitación.

Siempre que nos mandaban a nuestros cuartos, subíamos por la escalera de incendios y nos quedábamos en el tejado. Era la forma de pasar el tiempo, y podíamos hablar de cualquier cosa sin que los sirvientes escucharan ni cotillearan.

Entré en la guarida de Gracelynn, que parecía diseñada por la mismísima Barbie. Tenía una cama queen size con un dosel rosa de tul, una chimenea blanca tallada y unas butacas reclinables tapizadas. Su uniforme de ballet estaba esparcido por la habitación.

A Gracelynn le encantaba el ballet. No sabía por qué. Pero era evidente que al ballet no le encantaba ella. Era una bailarina horrible. No porque no fuera bonita, sino porque solo era bonita. Apenas sabía mover los pies y, de forma irónica, carecía de gracia.

La ventana estaba abierta. El viento hacía bailar las cortinas. Hasta estas se movían mejor que Gracelynn.

Me até las zapatillas antes de sacar el cuerpo por la ventana. Subí con fuerza por la escalera de hierro empapada de lluvia. Encontré a Gracelynn apoyada en una de las chimeneas con los tobillos cruzados mientras exhalaba aliento como un dragón.

—¿Lista para la cuerda floja? —Ella sonrió.

La cumbrera del tejado era tan estrecha que teníamos que caminar con un pie delante del otro. Para nuestro juego, caminábamos por ella, de chimenea en chimenea, lo más rápido que podíamos. Cada uno tenía su turno. Nos cronometrábamos el uno a la otra y, muchas veces, sospeché que ella hacía trampas, que era por lo que nunca la dejaba ganar.

—¿Me cronometras o qué? —Gracelynn movió la barbilla hacia mí.

Asentí y saqué el cronómetro del bolsillo.

—¿Lista para morder el polvo, hermanita?

Gracelynn tenía un problema. Su problema era yo. Era más listo que ella y sacaba notas más altas sin siquiera estudiar. Era más atlético que ella: Grace era una bailarina mediocre, mientras que yo era, en mi categoría, el segundo mejor jugador de tenis de todo el estado.

Naturalmente, era mucho más rápido que ella. Siempre ganaba. Jamás se me ocurrió dejar que disfrutara de una pequeña victoria. Era una niña mimada irritante y con título nobiliario.

Yo también, pero admitámoslo: llevaba mejor mis defectos.

—No voy a perder, eh… eh… ¡Aliento de perro! —espetó, y su rostro se volvió rosáceo.

Me reí.

—Tu tiempo empieza ya, caraculo. —Alcé el temporizador en el aire.

—Estoy cansada de hacer esto. —Se agarró el pelo de color ónice, como sus ojos, en un intento por recogérselo en un estirado y doloroso moño—. Fingir que soy invisible para ellos. Todos los padres de mis amigos…

—Miranda y Doug no son padres —la interrumpí, y entrecerré los ojos mientras alzaba la mirada para ver cómo unas nubes grises se acumulaban sobre nuestras cabezas como unos abusones de patio de colegio. Iba a llover pronto—. Solo son gente con hijos. Es diferente.

—Pero ¡no es justo! —Grace dio un pisotón en el suelo—. Mamá me castiga siempre que tu padre la hace enfadar.

Ese era el momento perfecto para señalar que yo era el saco de boxeo de su madre. El pasatiempo favorito de Miranda era quejarse a mi padre por lo tarado que yo estaba.

«No se ríe. No llora. No le interesa nada que no sean la astronomía o las matemáticas, lo cual, perdóname, Doug, no es normal para un niño de diez años. A lo mejor le pasa algo. No le estaremos haciendo ningún bien si no lo llevamos a que le hagan pruebas. Oh, ¡y no bosteza cuando otros lo hacen! ¿Te has dado cuenta de ello? Eso demuestra que carece de empatía. Podría ser un sociópata. ¡Un sociópata! Viviendo bajo nuestro techo».

No podía darle la oportunidad a Gracelynn de correr hacia su madre con la sensación de que todo me importaba una mierda, así que me mordí la lengua.

—¿Qué quieres decir? —pregunté.

—Por ejemplo, hace siglos que quiero el tutú que los padres de Lucinda le compraron en Moscú. Está hecho a medida. La semana pasada, mamá me dijo que lo pediría, pero hoy, antes de que se fuera con tu padre al teatro, me ha hablado mal de repente y me ha dicho que es muy caro y que creceré y me quedará muy pequeño enseguida. ¡Todo porque él la había hecho enfadar!

—¿Y te importa ese estúpido vestido porque…?

—No es un vestido, Ars. ¡Es un tutú!

—Si tú lo dices…

—¡Pues sí! ¡Te lo repetiré todo el día si hace falta!

—No quieres el tutú de Lucinda. Quieres su talento. Y eso no se puede comprar en Rusia, ni en ningún otro lugar —digo de forma realista.

Lucinda y Gracelynn iban un curso por debajo de mí. La primera era la chica que todas querían ser: guapa, simpática y, por tanto, odiada por Grace y sus pequeños clones.

—No me creo que hayas dicho eso. —Cerró una mano en un puño e hizo un gesto hacia mí—. Mamá tiene razón sobre ti, ¿sabes?

—Tu madre no tiene razón sobre nada. Ahora empieza a andar. No tengo todo el día —espeté, e inicié el cronómetro—. Está en marcha.

—¡Ugh! —gruñó—. ¡Te odio!

Empecé a contar los segundos en voz alta, consciente de que la pondría nerviosa.

—¡Aaah! ¡Te lo demostraré! ¡Voy a ganar!

Alzó los brazos en el aire y comenzó a correr rápido por el tejado. Demasiado rápido. Gracelynn se cernía sobre el borde y atravesaba el aire como un ave de presa. Entraba y salía de la niebla como un avión. Se tambaleó a la izquierda y a la derecha. Estaba casi en la chimenea, pero ¿qué narices? Podía caerse en cualquier momento.

—Señor —siseé—. Frena. ¿Qué estás hac…?

Antes de que terminara la frase, su pierna se deslizó por la superficie, afilada como una aguja. Se resbaló y se balanceó para recuperar el equilibro. Giró la pierna derecha de forma brusca. Dejó escapar un suspiro de sorpresa y echó los brazos hacia delante para agarrarse a la chimenea. Falló por pocos centímetros.

Gracelynn se cayó por el lateral del tejado con un grito feroz y desapareció de mi vista. «Mierda». Se me cerraron los pulmones, que rechazaron el oxígeno. Mi primer pensamiento fue: «¿En qué estaba pensando?», seguido de cerca por: «Papá me matará».

Esperé a que llegara el golpe. Tal vez sí que era el sociópata que Miranda decía. ¿Quién espera a que el cuerpo de su hermanastra impacte contra el suelo desde una altura de unos diez metros?

—¿Grace? —Mi voz se vio ahogada por la lluvia que empezó a caer sobre el tejado—. ¡Maldita sea, Gracelynn!

—¡Aquí! —respondió con un grito ahogado.

Una oleada de alivio me invadió. No había muerto. Me agaché para sentarme en la cumbrera y me deslicé despacio por el tejado hasta que llegué al canalón.

Sus dedos se enroscaban alrededor de la tubería. Su cuerpo colgaba en el aire.

«¿Debería ir a buscar a papá y a Miranda? ¿Debería intentar subirla?».

Mierda, no tenía ni idea. Jamás pensé que ninguno de los dos sería tan estúpido para correr por el tejado como un loco.

—Ayúdame —me pidió Gracelynn, mientras lágrimas y gotas de lluvia le corrían por las mejillas—. ¡Por favor!

Le agarré las muñecas y me incliné hacia atrás para tirar. Las afiladas gotas de lluvia me nublaban la vista. Tenía la piel fría, húmeda y resbaladiza. Sus muñecas eran tan delicadas que temía rompérselas. Me clavó los dedos en la piel y se agarró, al mismo tiempo que se contoneaba en un intento por utilizarme como una escalera humana. Me hizo sangrar del mismo modo que su madre había hecho con mi padre esa noche.

Decidí que no compartiría el destino de Douglas Corbin. Jamás volvería a sangrar por una Langston.

—¡Tira de mí más fuerte! —gimió—. ¡Me resbalo! ¿No lo ves?

Las suelas de los zapatos me ardían mientras trataba de subirla al tejado. Todo iba en mi contra. La física también. Tenía que subir hacia arriba por las tejas mojadas mientras tiraba de alguien de mi mismo peso.

—Agárrate al canalón. Necesito ir a por papá.

—¡No puedo!

—Nos caeremos los dos.

—¡No me dejes!

¿Creía que quería matarla? Yo también estaba a punto de caer.

—Mira, puedo sujetarte unos segundos más y darles un descanso a tus brazos, pero después tendrás que sujetar el canalón un minuto o dos hasta que lleguen.

Se resbaló unos centímetros de mi agarre. Se removió en el aire como una oruga.

—No. ¡No me dejes! No quiero morir.

—No mires abajo —rugí, y caí de rodillas mientras tiraba más fuerte, con toda la fuerza que tenía. Sentía como si me estuvieran arrancando las extremidades del cuerpo, pero ella pesaba demasiado, estaba muy mojada—. Solo… solo mírame.

La constante presión de su peso desapareció de golpe. La parte posterior de mi cabeza golpeó contra las tejas. Mi cuerpo cayó hacia atrás. Una salpicadura distante me invadió los oídos.

Ella cayó.

Cayó.

Agitado, me arrastré por el canalón y miré abajo con los ojos entrecerrados para intentar vislumbrar algo a través de la lluvia, el fango y los densos arbustos. Grace había aterrizado en la lona que cubría la piscina vacía. La parte de abajo se hundía y estaba rodeada de agua.