Entre Rusia y Cuba - Jorge Ferrer - E-Book

Entre Rusia y Cuba E-Book

Jorge Ferrer

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Beschreibung

Un inclasificable libro de alguien que quiere olvidar recordando. Un texto emocionante y perturbador que nos acerca en carne propia  a los grandes debates de nuestro tiempo: la revolución, la libertad, el exilio y la guerra. Jorge Ferrer pasó casi una década en Moscú, como tantos otros hijos de la élite cubana. Pero lo que iban a ser los años de formación y adoctrinamiento en la patria original del comunismo acabaron siendo los de la experiencia de la libertad, la perestroika y la glásnot de Gorbachov y la caída del Muro de Berlín. Con ese anhelo regresó a Cuba, donde participó en el colectivo Paideia para tratar de sacar la cultura fuera de los rígidos moldes oficiales. El resultado de esa empresa se saldó con su exilio en Barcelona. De esa triple experiencia nace este libro excepcional que, como las matrioskas, contiene varios libros sucesivos.  Entre Rusia y Cuba es la historia de una saga familiar de tres generaciones y de sus contrastantes relaciones con el poder y el desarraigo; es una reflexión sobre el mito de la revolución y su inestable carga de esperanza y destrucción; es un acercamiento profundo al alma rusa y una meditación irónica sobre la idiosincrasia cubana, sobre los fantasmas del pasado y las limitaciones de la historia; es una mirada fresca al debate irresuelto entre memoria y olvido; es un recuento de agravios y también un retablo rebosante de vida. «De entre las muchas herramientas que necesita quien visite una dictadura con ánimo de escribir sobre ella o, simplemente, de pasar unos días observándola, hay sólo una que resulta imprescindible: el billete de vuelta». Jorge Ferrer

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Entre Rusia y Cuba

Contra la memoria y el olvido

 

 

 

 

 

Colección

La espuma de los días

3

 

Título:Entre Rusia y Cuba. Contra la memoria y el olvido

© Jorge Ferrer Díaz, 2024

© De esta edición, Ladera Norte, 2024

Primera edición: abril de 2024

Diseño de cubierta y colección: ZAC diseño gráfico

© Detalle fotográfico de cubierta: Tatiana Kasantseva | Dreamstime.com

© Silueta de flamenco en cubierta: Serhii Smirnov | Vector de Alamy

Publicado por Ladera Norte, sello editorial de Estudio Zac, S.L. Calle Zenit, 13 · 28023, Madrid

Forma parte de la comunidad Ladera Norte:

www.laderanorte.es

Correspondencia por correo electrónico a: [email protected]

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones que marca la ley. Para fotocopiar o escanear fragmentos de esta obra, diríjase a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos), en el siguiente enlace: www.conlicencia.com

ISBN: 978-84-128501-3-0

Índice

Preámbulo

Primera parte: El byvshi

Segunda parte: El apparatchik

Tercera parte: El pioner

 

 

 

Quítate de mi presencia, que me estás martirizando;

Ya la memoria me trae cosas que yo estoy olvidando.

De Manuel Vallejo a Rosalía, letrilla popular

Entre Rusia y Cuba

Contra la memoria

y el olvido

Para Cristina, porque me dio una vida más

Preámbulo

Cuando los tanques rusos tomaron el camino de Kiev el 24 de febrero de 2022 estábamos asistiendo al cierre de un ciclo histórico que puede estar definiendo el curso de la historia europea, y la del mundo occidental en general, de una manera que aún no alcanzamos a calcular.

Con la misma ligereza en la hipérbole, pero a la vez el firme y regular paso de compás con los que la mano y la lengua dan inicio y cierre a los siglos a despecho del calendario, porque algún acontecimiento histórico deslindó el tiempo en forma incontrovertible, lo que sí ya podemos sostener sin lugar a dudas es que el inicio de la guerra del Kremlin contra Ucrania cerró el ciclo de paz y esperanza de libertad inaugurado por la caída del Muro de Berlín la noche del 9 de noviembre de 1989. Un ciclo perturbado pocas veces más allá de la trágica explosión de Yugoslavia a principios de los años noventa.

Luego, hubo un período de treinta y dos años, un tercio de siglo, en el que, adjetivo arriba, adjetivo abajo, el paisaje del postcomunismo se parecía más a un calmo cuadro de Ilyá Repin que a una batalla naval de Iván (Hovhannes) Aivazovsky. La Guerra Fría había terminado, la habían, la habíamos ganado los buenos y las elites postcomunistas se habían integrado, con mayor o menor disimulo o aquiescencia, con mejor o peor tino, con alguna que otra lustratio y mucha vista gorda hecha desde la conveniencia o la necesidad, a los sistemas democráticos que, a su vez, se fueron sumando a las instituciones europeas y atlánticas, fueran la Unión Europea, el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, el Fondo Monetario Internacional o la OTAN.

El final de la Guerra Fría nos dejó a sus veteranos un estrés postraumático que comenzamos a tratar con el turismo organizado y los lácteos de Danone, armando muebles de IKEA o haciendo colas, ufanos y profundos como quinceañeras, frente a los colegios electorales. Pero cuando volvimos de la resaca de la fiesta inicial comenzamos a cobrar consciencia de que el mundo del que habíamos salido, el de la grisura, la represión comunista y la escasez compartida, que, por una matemática muy soviética, siendo escasez y a la vez compartida tocaba a más, es decir, que tocaba a menos, distaba de ser el Shangri-La que nos auguraban todas esas promesas nuevas que barrieron a las antiguas.

Quienes asistimos desde Cuba a la caída del Muro y vimos que el régimen de los hermanos Fidel y Raúl Castro se mantenía firme en su vocación de repartir miseria y represión con la misma insolencia victimista que, amparada en el embargo norteamericano y un puñado de ilusiones conexas, le había funcionado durante décadas, comenzamos a mascar la decepción a falta de mejores cosas que llevarnos a la boca.

En el otoño de 2022, con la guerra en Ucrania dejando su rastro de sangre y barro desde hacía unos meses, le pregunté a Svetlana Aleksiévich, la periodista bielorrusa que mejor leyó el mundo soviético y lo puso por escrito para el lector postcomunista y universal, cómo habíamos llegado a ese punto. Una mañana de las semanas previas a nuestro encuentro ante el público de la Bienal del Pensamiento que se celebraba en el anfiteatro al aire libre del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, nos habíamos despertado con ocho países exsoviéticos en guerra simultáneamente: Rusia, apoyada por Bielorrusia, contra Ucrania; Georgia intentando recuperar los territorios que le ocupó Moscú en 2008; Armenia y Azerbaiyán pegándose tiros a vueltas con el Nagorni Karabaj; y hasta Tayikistán y Kirguistán entretenidos en poco menos que inéditas escaramuzas en la frontera. «¿Cómo hemos llegado aquí?», le pregunté. Svetlana no dudó un instante: «Tienes a una persona encerrada toda la vida en el gulag. Un día le abres las puertas y la dejas salir afuera. ¿Acaso será capaz de comportarse como un ser libre? Bien, esas personas éramos nosotros y hemos necesitado treinta años para darnos la vuelta y volver a meternos en la cárcel. De hecho, nos hemos acabado metiendo en un lugar todavía peor. Nos hemos internado en un nuevo Medioevo, que nadie pudo imaginar».

Hay muchas maneras de haberse encontrado con las revoluciones rusa y cubana, y acabar lastimados por ellas. Muchísimas.

Federico Ferrer, un hombre nacido en Valencia y emigrado a la Cuba republicana, sirvió a la dictadura de Fulgencio Batista y, derrotado después por la Revolución cubana, acabó empujado al exilio. Fue un byvshi, que es como se llamó en la URSS a los que no cupieron en la utopía parida en octubre de 1917.

Su hijo, Jorge Ferrer, hizo carrera en la Revolución cubana y, tan dueño como reo de sus vaivenes, tomó algunas decisiones a lo largo de su vida. Fue un apparatchik, un burócrata, una pieza del aparato de poder en la Cuba revolucionaria.

Otro Jorge Ferrer, hijo del último y nieto de Federico, vivió en Moscú el colapso de los restos de la Revolución rusa, chocó con la Revolución cubana y acabó en el exilio, como su abuelo, haciendo memoria de ambas revoluciones. Fue un pioner, un «pionero», que es como llaman en los regímenes comunistas a los niños que transitarán por el camino trazado por los administradores del porvenir.

Todos ellos fueron clientes de al menos un par de dictaduras y uno de ellos llegó a conocer tres. De una manera u otra, los tres hombres vieron pasar por delante las historias rusa y cubana, y sufrieron por ellas. El paisaje que habitaron estuvo jalonado de pasiones y penas diversas, a veces indistinguibles unas de las otras: el entusiasmo y el exilio, la simulación y el compromiso, el deber y la convicción… Los caminos que siguieron los tres, como por cierto los que siguen todos los hombres, conducen a la muerte. Para ellos, también fue un viaje que llevaba a muchas decepciones. Pero nunca, en La Habana o Moscú, en Nueva York o Barcelona dejaron de amasar y contarse a sí mismos algún sueño.

Primera ParteEl byvshi

Cuando Federico murió en la ciudad de Miami estaba muriendo un hombre al que se lo podía llamar con toda una serie de voces en la que alguna era epíteto y alguna otra, acusación. De entre todas ellas, la única que él no habría aprobado era la de byvshi, porque es palabra que va dicha en la lengua de un país del que la política lo hizo abominar: Rusia. Federico era byvshi de muchas cosas, pero sobre todo lo era de una identidad, de un régimen político y de unas cuantas mujeres a las que amó e hizo felices a ratos.

De Federico Ferrer López, mi abuelo paterno, hay un certificado de nacimiento que lo da por nacido en Güines, La Habana, el 22 de abril de 1911. También hay una lápida sobre la tierra de un cementerio de Miami donde se lo acredita muerto en «Dec. 17, 1990», apenas cuatro meses antes de cumplir los ochenta años de edad.

Hay algo notable en la partida de nacimiento, que es la fecha del registro de ese acto. A saber, el 11 de agosto de 1928. Es decir, cuando el inscrito, que se ha criado en una familia instruida y que ha vivido siempre en zonas urbanas, tiene diecisiete años de nacido lo llevan a inscribir el nacimiento a cincuenta kilómetros de donde vive. Porque su madre vive, al momento del registro, en la calle San Lázaro, n.º 466, entre Perseverancia y Manrique, en el centro de La Habana. También hay un documento sellado que acredita que el 6 de septiembre de 1932 presentó su renuncia a la nacionalidad española para acogerse a la ciudadanía cubana que le correspondería por nacimiento. Son movimientos levemente extraños, aunque también se pudiera tratar de un mero acomodo administrativo, ante la reticencia de cubanos y españoles a amoldarse a la condición jurídicamente híbrida de la doble ciudadanía. Con todo, la extrañeza no se detiene ahí, ni mucho menos. Existía la sospecha de que Federico había llegado a la isla de Cuba ya nacido en España: un bebé. Otras voces dijeron que nació en Cuba, en efecto, pero que habría sido concebido antes de que zarpara el barco y venido en el vientre de su madre, la valenciana Consuelo López. Esas variantes de su origen avalarían las discrepancias, no rotundas, pero sí menesterosas de luz, entre un certificado de nacimiento en Cuba y la adquisición de esa nacionalidad veintiún años después. Un gesto, ese último, probablemente destinado a asegurar su opción a algún empleo público, e incluso un buen empleo en general, en un momento en que se proponían y adoptaban políticas proteccionistas y xenófobas que privilegiaban la concesión de los empleos públicos a los nacionales en detrimento de los inmigrantes llegados de la Europa de entreguerras. Federico conseguiría uno de esos empleos, efectivamente. Será policía.

Se desconoce cuántas cosas hizo Federico antes para ganarse la vida, pero fueron múltiples y algunas en el borde de la ley. Parece que muchas cabalgaron a lomos de la picardía y la travesura. Su primogénito recordará más tarde la vergüenza tremenda que lo embargaba cuando su padre lo mandaba a embutir piedrecitas en el buche de las gallinas que llevaban a vender a los mercados de los pueblos de la región donde vivían. Los bichos eran vendidos al peso, de manera que, si cargaban unas onzas más encima, aunque fuera de piedras, salían más caros. Unos centavos más caros, siquiera. Y, aun así, Federico no perdonaba la ocasión.

Pero vivir a salto de mata no convenía a un hombre que había contraído matrimonio con la joven maestra Celia, mi abuela, y al que le habían nacido dos hijos con ella. Menos aún cuando a los pocos años habría de romper ese enlace por el amor de otra mujer con la que tendrá otros dos hijos. El segundo de esos amores, con Ramona, no pareció eterno entonces, aunque acabara siéndolo años después. Federico se había divorciado de Celia para casarse con Ramona y ahora le tocó divorciarse de Ramona para casarse nuevamente con Celia. Volvió con ella, con sus dos primeros hijos. Y con ella vivió hasta que otra mujer se cruzara en su camino, se divorciara de Celia por segunda vez y tuviera con la tercera, Norma, otros dos hijos más. No acabarán ahí sus peripecias conyugales: muchos años después, exiliado, siendo otro él también, Federico morirá en brazos de Ramona. Las mujeres con las que tuvo amores aparte de esas tres, la dulce y mariposona trama de los amores fugaces, marginales o de una noche, nadie se atreve a contarlas. ¡A ver si era capaz de contarlas él!

Más allá o, tal vez precisamente por el enredo mayúsculo y con permanente efecto de ritornello que fue su vida sentimental e, incluso, el asiento que de ella fue dejando en el registro civil, Federico se tenía que ganar la vida. Y la policía no era un mal lugar para hacerlo. Daba salario y daba el dinero extra que siempre pueden llevarse al bolsillo quienes ostentan poder en un régimen inicuo.

Se desconoce la fecha en la que ingresó al cuerpo de policía, pero se sabe, sin ninguna duda, que sirvió a partir del golpe de Estado de Fulgencio Batista de 1952 y hasta su desmovilización en 1959, después de derrocada aquella dictadura y con la dictadura nueva, una niña bonita todavía, balbuceando sus primeros vivas a Fidel, mientras el pueblo pedía paredón a gritos y de tanto en tanto se aclaraba la garganta con ron para gritarle a Jruschov, en uno de los primeros diálogos sobre sexo entre cubanos y soviéticos, aquello de «Nikita, mariquita, lo que se da no se quita».

Federico estuvo en tiempos de Fulgencio Batista destinado a un cuartel en La Habana, en las calles Zanja y Dragones, cuando mi abuela Celia, su mujer en aquel entonces, recibió una casa escuela como parte del proyecto de escolarización de los niños de áreas rurales impulsado por el Gobierno del sargento golpista. Allí vivieron juntos hasta que la Revolución que le dio la vuelta a Cuba el primero de enero de 1959 y las múltiples revoluciones de la vida íntima les enseñaron la puerta.

En todo caso, hay que decir que el policía y la maestra tuvieron la vivienda y los sueldos pagados por la República.

***

En la tradición represiva soviética, y también en la letra de esa represión plasmada en la literatura y la jerga burocrática, se denominaba byvshie liudi a la gente que provenía del Ancien Régime prerrevolucionario: nobles, funcionarios de la administración zarista y, en definitiva, todas esas clases muertas, que lo estarían pronto de manera más rotunda: aniquiladas, más que muertas. Rematadas, después de vagar ya sólo medio vivas por el paisaje de la Revolución. Todas las revoluciones generan esa gente cargada de pasado a la que morderá el presente y abolirá el futuro. La desollará. La dejará en carne viva. Muchas veces será eso lo único que esa gente tendrá vivo. La carne, que al igual que la memoria, se convertirá, ajándose, arrugándose, exhibiendo su tono macilento, en el último reducto del pasado. Mi abuelo Federico, como cientos de miles de cubanos, fue reducido por la revolución a la condición de byvshi: por pretérito y por preterido.

La palabra byvshie con la que en el mundo soviético se llamó a la gente superada por el vértigo del presente permeó la lengua popular y también la burocrática hasta bien entrado el período revolucionario. Maksím Gorki fue el primero en utilizarla en la literatura. Lo hizo en la novela de 1897 que tituló precisamente Бывшие люди o Byvshie liudi, una expresión ambivalente que se trajo de una denominación que perteneció a otra revolución de aún mayor abolengo, la francesa, donde los «ci-devant» eran los miembros del Ancien Régime que habían sido desposeídos de sus bienes. Gorki retoma la noción en ruso para etiquetar a la gente de los bajos fondos. Los fondos bajísimos. Juega ahí con el sentido de la desposesión de todo, pero sus desposeídos son gente a la que se ha privado de su humanidad.

Aunque en la novela de Gorki los byvshie eran criaturas simpáticas que despertaban piedad, la denominación prendió y se colaría en la Revolución rusa, bordeándola por la izquierda de revolución en revolución, y mutando el sentido. Ahora, encaramados a la canción bolchevique, a los byvshie les cambiaron la melodía. Ahora eran sujetos a los que odiar, inadaptados, rémora, lastre. No se trata de una pirueta infrecuente: se la ha visto con etiquetas como fascistas o liberales, alejadas con el tiempo de su sentido original en un desplazamiento que ya vio George Orwell, mientras amasaba la noción de neolengua que de tanto éxito en la conversación y la política ha gozado después.

En definitiva, los byvshie liudi de Gorki renacieron en la Revolución rusa con un pathos cismático y excluyente. El nombre llamó la atención de Walter Benjamin enseguida. El filósofo alemán viaja a la URSS en el invierno de 1926-1927. Va por amor. Por amores. Aunque no por amor al arte, porque el arte que Benjamin amaba estaba más bien en otra parte. Uno de esos amores era Asja Lācis, la revolucionaria lituana a la que dedicará Calle de dirección única, uno de sus libros más distintos. Mientras redactaba artículos para la Gran Enciclopedia Soviética en Moscú, su oído finísimo para la música de la lengua y la revolución se topa con la denominación que lapida a los byvshie. Lo consigna con cierta estupefacción en la entrada de sus diarios fechada el 14 de enero de 1927: «…He conocido otro término extraño. Concretamente, la expresión “los de antes” (“byvshie liudi”), que se aplica a los ciudadanos que han sido expropiados de sus bienes por la Revolución e incapaces de adaptarse a la nueva situación». Un término extraño, dice, y uno puede sentir la repugnancia, el estremecimiento.

Si Benjamin hubiera alcanzado el puerto de La Habana de camino a Nueva York y antes de la noche fatal en Portbou, que era una de las alternativas que Theodor Adorno y Max Horkheimer estudiaban para sacarlo de la Europa en llamas y llevarlo a Nueva York («Una de [las vías] es la posibilidad de prestarle como profesor invitado a la Universidad de La Habana», le escribió el primero el 15 de julio de 1940), tal vez habría escuchado, andando por el Paseo del Prado entre bocinazos y mulatas, la voz que la Revolución cubana usaría cuarenta años después para nombrar a los byvshie, a los inadaptados al régimen socialista tropical: «siquitrillados». Otra voz que es puro chirrido revolucionario. Un crujido, más bien.

Autor de páginas rotundas sobre la traducción («La traducción del lenguaje de las cosas en el lenguaje del hombre no es solamente traducción de lo mudo en lo sonoro; es también traducción de lo innominado en el nombre»), a Benjamin lo habría divertido, pero también espantado acaso, el recorrido de la expresión «byvshie liudi» entre los traductores de la novela de Gorki. Porque además de pasar por las manos de los burócratas y los policías, por las del pueblo y por los micrófonos a los que escupían los revolucionarios, los byvshie liudi tenían que enfrentarse a los traductores. Y a todos les costó qué hacer con ellos. Si ya hay una violencia constitutiva en el gesto de anteponer ese verbo «byt’» («ser», «estar») en forma pretérita a la palabra «liudi» («gente», «hombres»), más violenta aún es la maroma por la que los traductores tirarán de los hombres de Gorki y, junto con ellos, de los hombres desordenados por la revolución, hasta dejar a estos últimos colgados del tiempo y mirando la soga.

Veamos lo que hicieron los que se ocuparon de verter la novela al francés y el español, y al inglés. En todos los casos tiraron por la calle del medio, también ella de dirección única. La traducción al inglés, prologada por G. K. Chesterton, se leyó como Creatures that once were men. En español titulan Los ex hombres. Así también en francés: Les ex-hommes. Son traducciones del título, y de lo que este nombra, que es la esencia misma de la novela, que muerden con una feroz literalidad que esquina toda polisemia: los byvshie fueron hombres, pero ya no lo son más. La traducción española se le debe a Cristóbal Litrán, pedagogo, quien, con toda probabilidad y no conociendo la lengua rusa, habrá traducido a Gorki del francés, el mismo idioma desde el que trasladó a autores como Ernest Renan o Prosper Merimée para el catálogo de la editorial de la Escuela Moderna, un proyecto libertario y anarquista de Francesc Ferrer i Guàrdia. Hay aún otra traducción del epíteto al inglés, la que utiliza el historiador Douglas Smith en su repaso del destino de la aristocracia rusa después de la revolución: Former people. The final days of the Russian aristocracy.

Former people. Exhombres. La vida en la cresta del siglo XX, el siglo de los totalitarismos en el poder y en guerra contra los hombres obliga a preguntarse por la naturaleza de los hombres, qué son, cuánto lo son, cuándo dejan de serlo. En cierto modo, los hombres comienzan a ser más hombres, aunque no más «humanos», en esos finales del siglo XIX, atropellados por el tizne y la idea del capital y privados de su unidad por el psicoanálisis, ordenados por la filosofía positivista que pronto los abandonará a su suerte y dotados de dulzonas pero beligerantes identidades por los nacionalismos que ya no los dejarán ir jamás. Nietzsche dará a luz esa revolución introduciendo el concepto de superhombre con la debida antelación que se le presupone a los visionarios. Pasarán unas décadas, dos guerras mundiales, la fábrica de la muerte nazi y la moledora de carne estalinista, antes de que Michel Foucault certifique la muerte del hombre en Las palabras y las cosas, en su bíblico párrafo final, donde el rostro del hombre, profetiza, se borrará como una huella en la arena de una playa. Primo Levi titulará años antes, pero no tantos, Si esto es un hombre, el primero de los libros que dedicó a su experiencia en los campos de la muerte.

En medio, un protegée de Gorki parirá un libro que impresionará tanto a Fidel Castro que lo moverá a encontrarse en Moscú con su autor. También Ernesto Guevara, muy serigrafiado como «Che», verá al escritor en La Habana y Moscú, entusiasmado por su libro. Se trata de Boris Polevói, un seudónimo. Y el libro se tituló Poviets o nastoiaschem cheloveke, uno de los más célebres de la epopeya soviética contra el nazismo. En este punto, Benjamin se frotaría las manos aún más, porque el libro fue traducido al español como Un hombre de verdad omitiendo así, y es justo decir que por fuerza, una de las dos acepciones del adjetivo «nastoiaschi», que es, en efecto, «verdadero» o «de verdad», pero también significa «del presente», «de ahora». Es decir, lo que se opone a un «byvshi».

A Boris Polevói lo veremos después al menos en dos ocasiones en situaciones relacionadas con la deshumanización. Y resulta tremendamente curioso que cometa un error él mismo con la traducción, que me gustaría pensar que es uno de esos «actos fallidos» con los que los psicoanalistas fabrican edificios de sentido. En este punto conviene atender a la condición de byvshi de Polevói, quien tendría que lavar de su cara el hollín de la byvshi-dad para comparecer limpio en el panteón de la literatura soviética. Polevói provenía de una familia anclada al estamento religioso del Antiguo Régimen zarista. Su verdadero apellido era, de hecho, Kampov. Descontento con esa marca, lo tradujo («campus», en latín, se corresponde con «polie» en ruso) por Polevói, que vendría a ser «de campaña», como cuando se habla de un regimiento o un hospital en términos castrenses. Y aunque en la leyenda del periodista Polevói figura que el cambio de apellido se hizo para borrar las huellas de una infiltración del intrépido reportero en el hampa de la ciudad de Tver, él mismo dirá que su apellido original olía «a iglesia».

No era asunto raro este del aggiornamento onomástico y es precisamente Maksím Gorki, su mentor y alguien, no lo pasemos por alto, que se había cambiado su propio apellido, Peshkov, de «peón», por el Gorki, de «amargo», quien lo ensalza en el discurso con el que inaugura el Primer Congreso de escritores soviéticos que se celebra en la Sala de las Columnas de la Casa de los Sindicatos, en Moscú, entre el 17 de agosto y el 1 de septiembre de 1934. Es el mismo edificio donde velarán a Iosif Stalin diecinueve años después y el pueblo derramará ríos de lágrimas y sangre en la despedida. De sangre, sí, porque en las aglomeraciones y estampidas provocadas por el funeral murieron largos centenares de dolientes convirtiendo así a Stalin en un asesino de masas también póstumo.

De los delegados al Congreso no llorarán todos entonces, porque descontando otras visitas de la muerte o desafecciones marcadas por el Gulag o la demencia, de los 597 delegados al Congreso, 180 fueron víctima del terror soviético. De ellos, treinta y tres de los 101 miembros del secretariado de la Unión de escritores elegido al término del cónclave. Es decir, uno de cada tres. Peshkov-Gorki parece hablarle desde la tribuna a Kampov-Polevói, cuando dice: «Hay a quien le da risa que algunas personas se estén cambiando los apellidos, los Sviniujin [cerdo], Sobakin [perro], Kuteinikov [perrete], Popov [pope], Sviashev [sacerdote], etcétera, por otros como Lenski [tejedor], Novi [nuevo], Partizanski [partisano], Stoliarov [pintor de brocha gorda]. Pero eso no debe dar risa, porque lo que nos indica es que asistimos a un crecimiento de la dignidad humana y a que la gente rechaza llevar apellidos o motes que los humillan porque les recuerdan el trabajo esclavo que hacían sus padres y abuelos en el pasado». El hombre nuevo ha de llevar nuevo también el nombre. Libre de mácula.

Boris Polevói fue uno de los primeros escritores soviéticos publicados masivamente en Cuba. En Siluetas, un libro de memorias que dio a la imprenta en 1974, él mismo se mostrará sorprendido del alcance de las tiradas, que eran grandes «incluso para nuestras costumbres». El episodio de la publicación de Un día en la vida de Iván Denísovich, de Aleksandr Solzhenitsin, uno de los testimonios más sobrecogedores del paso de los soviéticos por los campos del Gulag, no se iba a repetir en Cuba. Se publicaron algunos otros libros de escritores represaliados, como fue el caso de Caballería roja, de Isaak Bábel, pero la caballería bermeja que venía a galopar por los campos de la lectura cubana era la de los Polevói, los Shólojov o el Aleksandr Bek de La carretera de Volokolamsk.

Del encuentro de Fidel con Polevói en Moscú existe una fotografía. De los encuentros con Ernesto Guevara hay testimonio en Siluetas. Y hay ahí también un curioso momento de traducción, otro encuentro en el trasvase de palabras que acompañaron, en la relación entre Moscú y la Habana, a los cohetes nucleares, el azúcar, los tractores y la ideología. Conviene recordar que Polevói fue el primer periodista soviético que se asomó a Auschwitz. Hay al menos dos documentos en los que recogió sus impresiones de aquel infierno. Uno se hizo público enseguida: el artículo «Los humos de Auschwitz» que publicó en Pravda, el diario del que era corresponsal en aquellos años. Es un artículo tremendo, como no podía ser menos. No alcanza la terrible belleza del que Vasili Grossman escribió sobre el campo de Treblinka, pero no le pidamos a un Polevói «en campaña» que alcance a un Grossman, encaramado a toda su estatura, subido a todo su dolor. En su primer viaje a Cuba, país al que voló en marzo de 1962 con motivo de la concesión del Premio Lenin de la Paz a Fidel, Polevói refiere estar aburriéndose en una recepción, cuando se le acercó el poeta Nicolás Guillén, quien, por cierto, era el único cubano que había recibido el mismo galardón antes, en 1954, y le ofreció presentarle a Ernesto Guevara. Entonces cruzan unas palabras en las que no falta la ordinaria protesta del argentino por las tareas burocráticas al frente de la economía cubana, e invita al soviético a visitarlo en su despacho del Ministerio de Industrias a la tarde siguiente. Tampoco el relato de ese segundo encuentro se separa del suelo de la opinión general sobre la Revolución cubana y el presunto carisma de Guevara, pero hay un momento que interesa a propósito de los byvshie, los excluidos, los hombres y las mujeres que la revolución despersonalizará para aplastarlos mejor. Uno querría pensar que el periodista que se plantó a las puertas de la fábrica de la muerte en Auschwitz y asistió al proceso contra la jerarquía nazi en Núremberg sería sensible a la deshumanización incruenta, pero deshumanización al fin, de la Revolución cubana que llamó «gusanos» a sus oponentes. Y aunque nada en el relato de Polevói parece indicarlo, la traducción viene en socorro de la esperanza. «[Guevara] dijo que, al verse despojados de su riqueza y sus privilegios, los industriales y los latifundistas cubanos la estaban liando. Se refirió al sabotaje directo que perpetraban “los gusanos” [sic en español], u “orugas”, como se llama a los protegidos y los agentes del imperialismo norteamericano». Me explico: es Polevói quien traduce «gusanos» por «orugas»: «gúsenitsi», en ruso. Tal vez el traductor que lo asistió o él mismo se dejaran llevar por la homofonía entre las voces «gusanos» y «gúsenitsi», se enredaran con esos faux amis, como llaman los traductores a las palabras de lenguas y significados distintos, que, por su homofonía, confunden tanto al hablante como al traductor. Pero puede ser también, aunque eso no lo podemos saber, que el hombre que era Polevói comprendiera que deshumanizar al discrepante llamándolo «gusano» no estaba bien. Las orugas, aunque también se arrastren, no comen carroña, son vegetarianas. ¡Son veganas! Y, sobre todo, un buen día se convierten en mariposas.

A Fidel, eso sí, al hombre que recibía el premio Lenin de la Paz de manos del poder soviético que comenzaba a extender su grasa sobre la isla de Cuba, no le daba igual. Gusanos y siquitrillados poblarían ciudades, campos y discursos en los próximos meses y años. Y lo irían despoblando de camino a Miami o Madrid tanto como los dejara el embudo revolucionario. Marcharse de Cuba, ayer como hoy, sesenta y tantos años después, continúa siendo el anhelo de muchos.

En 1984, la cantante Alaska incluye en su segundo disco de estudio, Deseo carnal, una canción titulada «Un hombre de verdad». Todavía faltaban unos meses para que Mijaíl Gorbachov pusiera en marcha la perestroika. Boris Polevói, quien había dirigido la Unión de escritores de la URSS durante casi dos décadas, había muerto poco antes. La canción de Alaska sería hoy vetada con furor desde las trincheras de las guerras culturales. «Quiero encontrar, sí / un hombre de verdad. / Me arrastraré / suplicaré, sí / un hombre de verdad. / No sé qué hacer para encontrarlo / […] / Algo realmente masculino / yo quiero algo especial / y no lo hay».

***

La expresión «byvshie liudi» que dejó estupefacto a Walter Benjamin en el Moscú de una Revolución rusa que acababa de cumplir su primera década de hambre, plomo y entusiasmo tiene su correlato en el testimonio de un oureolense llamado Jesús, quien como tantos otros propietarios de origen gallego fue apartado de la Revolución cubana en la nacionalización de 1968, cuando le expropiaron el negocio. Por su boca habla otro idiolecto, el de la violencia nuevecita de otra revolución: «Quedé sujeto a las disposiciones del Ministerio de Trabajo, del gobierno revolucionario […]. Yo tenía que trabajar. Me incorporo a trabajar […] pero, claro, llevaba un arrastre atrás, “siquitrillado”, la palabra “siquitrillado”, que significaba la persona que había sido afectada por la Revolución. Aquella palabra nunca me gustó a mí. “Siquitrillado”, es [por] la siquitría que tienen las aves en la tráquea, es decir que era una persona afectada, un gusano».

El cambio de régimen político que se produjo en Cuba en 1959 dejó a mucha gente fuera del tiempo. Todas las revoluciones inauguran un tiempo nuevo y la cubana, que se derramó por las calles de la Isla con el entusiasmo proverbial, no iba a ser menos. Lo que no venía era con un pan debajo del brazo, pero eso lo iban a ir viendo después.

Byvshi fue la voz elegida en Rusia para llamar a los miembros de las clases o grupos sociales que tuvieron una preeminencia en el régimen anterior y no supieron o no pudieron o no les dejaron subirse al carro de la revolución. Algunas traducciones cargadas de sentido serían «los de antes», «la gente del pasado». La traducción al inglés de los diarios de Walter Benjamin citados dice «have beens». Otra, más moderna y coqueta, consistiría en construir un sustantivo cargado de pasado con la sola, pero demoledora fuerza de un prefijo. Llamarlos «los “ex”». En la Rusia soviética, como en la Cuba que pronto sería también bastante soviética, todos esos «ex» fueron igualmente arrojados al exilio, purgados, estigmatizados, expropiados, avasallados.

O «siquitrillados», que era una voz cubana de la época y no podía ser más gráfica: aquellos a quienes se les había roto el espinazo, la tráquea, la siquitrilla o siquitría. Siquitrillados eran los expropiados: la Revolución les había roto el lomo. Les había quebrado la vida.

En noviembre de 1961 Fidel usa la voz «siquitrillado» en un discurso por primera vez. Habla a uno de esos públicos que ya le llegaban cautivos y él tan bien sabía cautivar. Era un acto de entrega de diplomas a unas jóvenes graduadas en un curso de confección. Dijo al micrófono: «Cuando la otra graduación de mil alumnas de las cooperativas cañeras, también hubo una exhibición de vestidos hechos por las muchachas. Parece ser que el ICAIC había tomado una película de la graduación y entonces se exhibía en un cine. Era uno de esos cines donde todavía va alguno que otro siquitrillado contrarrevolucionario. Y había un señor siquitrillado con la señora al lado, y cuando en la pantalla aparecía el noticiario con la película de las muchachas exhibiendo sus modas, cuenta el compañero que la señora, no pudiendo resistir aquello, enfadada, decía: “¡Mira qué ridículo, mira qué ridículo!”».

Se suele decir que no hace falta que un dirigente político sea simpático, que basta con que sea eficaz. El caso de Fidel Castro es muy particular, porque gracia nunca tuvo ninguna, pero consiguió enamorar a un pueblo, los cubanos, que, por regla general, no soportan a los pesados, los plúmbeos, los envarados. Pero a Fidel le funcionó. Lo ayudó su eficacia. Nunca un político de esa isla fue más eficaz a la hora de frotar la piedra de toque de la angustia nacional, que es el ansia de excepcionalidad que alimentan los cubanos. La idea de que son distintos, muy distintos de quienes los rodean. Distintos de sus iguales, siempre primus inter pares. Felizmente, en ellos aquel narcisismo de las pequeñas diferencias del que hablaba Freud, y que suele generar más odio hacia aquellos que más nos parecemos, no se ha resuelto en guerras con los vecinos, sino en el humor, en esas formas blandas del desdén que son los chistes y el cultivado aire de perdonavidas que no los abandona jamás.

En los primeros meses, años, de la Revolución, los byvshie se agitan y escapan tanto como pueden. Tantos como pueden. No se ven como byvshie, exactamente, sino como gente a la que ha alcanzado una calamidad transitoria: se apartan un rato marchándose a Miami o Madrid para volver en cuanto se arregle el presente. En cuanto el presente vuelva a ser pasado. Pero eso ya es imposible: la máquina de la revolución es una máquina del tiempo y ha puesto en marcha su turbina. También lo ha hecho con las suyas el avión que se lleva de la isla de Cuba al Byvshi N.º 1, el sargento y después presidente y después dictador Fulgencio Batista, quien se deja llevar en la noche del 31 de diciembre de 1958.

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El guion quiere que los byvshie se agiten como «gusanos», porque así los comenzarán a llamar enseguida. Pero también están los byvshie célebres, hombres y mujeres de las letras, la cultura. Esos se estarán más quietos. Son pocos, porque nada es más saludable que saludar el tiempo nuevo. El más notable de ellos será José Lezama Lima y se estará tan quietecito que se hará llamar «el peregrino inmóvil». Y, de hecho, le irá bastante bien. Por el peso que irá ganando. Escribirá páginas saludando la política cultural del régimen que lo apartará: «La antología de la poesía fue publicada por el organismo donde yo laboro… eso forma parte de mi trabajo, que me gusta mucho… hago mis investigaciones literarias con todo detenimiento y rodeado de los adecuados instrumentos de trabajo. La Órbita de Lezama Lima y Paradiso los publicó la UNEAC. Me pagan, como a todos los que allí publican, mis derechos de autor… Ya no es como antes que se publicaban los libros pagados por sus autores, cuyos pagos se hacían, como lo hacía yo y otros, con la lengua afuera, con mil sacrificios y pasando innumerables necesidades. ¿Cuándo yo hubiera podido publicar una novela de más de 600 páginas? Esas son, en mi opinión, las cosas grandes que ha hecho la revolución». Pero eso, desde Ósip Mandelstam, un poeta hermético con el que se lo puede comparar, es un gesto habitual en los preteridos. El autor de «Mi siglo», un poema que vale dos, acabará muriendo en un traslado hacia los campos, después de dos detenciones, de interrogatorios terribles, de una vida miserable. Pero habrá escrito poemas a Stalin, habrá pensado, por un instante, o dos, que la Revolución valía la pena, antes de que la pena se abatiera ya toda contra él. Si el Estado y la Revolución ejercen sobre el escritor la dinámica del palo y la zanahoria, estos se defienden con la no menos dispareja, pero igualmente dialéctica dupla del entusiasmo y la irreverencia. En el milieu de la cultura cubana abundan los byvshie, exiliados y represaliados de mañana que cantaron antes de la tragedia personal al rutilante hoy de la Revolución.

La Revolución convierte en contrarrevolucionarios también a los suyos, incluso a aquellos que se ensañaron con los byvshie, los que los señalaron y denunciaron, los que participaron en su relegamiento y ostracismo. Porque el tiempo revolucionario, en su vértigo y con su voracidad de historia, va dejando caduca a su propia gente muy pronto. Con su resplandor de libertades prometidas, la Revolución obnubila y ciega. Veloz como un meteoro, saca pronto a los durmientes de su sueño. Pero antes los pone a bailar a su son. Al «son de la loma» (la Sierra Maestra) que acabaría tragándose «el llano» (la resistencia estudiantil y urbana a la dictadura de Batista). Es por eso que también quienes acabarían convertidos en estandartes de la resistencia intelectual a la Revolución le compusieron himnos: Guillermo Cabrera Infante o Heberto Padilla, sin ir más lejos. Cabrera Infante, por ejemplo, escribía en abril de 1959 contra las críticas a los fusilamientos de antiguos jefes de la policía batistiana, defendiéndolos: «Somos actores de una historia increíble y espectadores de otra historia aún menos verosímil. La gesta imposible de los barbudos, el triunfo total de la revolución, el cambio violento que se opera en nuestras vidas, nos impide ver cómo los factores de contención preparan sus frenos… Esta historia es la historia de unos pueblos coloniales que hace un siglo que luchan por realizar su destino». Es el mismo escritor que, desde la dirección de Lunes de Revolución, el suplemento cultural del diario Revolución, escribirá unos meses después un editorial señalándole a los byvshie de la cultura la puerta de salida del salón del presente: «Nosotros, los de Lunes de Revolución, pensamos que ya es hora de que nuestra generación […] tenga un medio donde expresarse, sin comprometerse con pasadas expresiones, ni con figuras pasadas, posiciones y figuras que creemos en trance de pasar a la historia […] si realmente lo merecen». La misma puntilla superadora que blandía Heberto Padilla en su artículo contra los poetas origenistas capitaneados por Lezama Lima: «¿Qué queda, pues, de Orígenes? ¿Dónde está el gran libro de esa generación? […] ¿Dónde está el resumen después de veintidós años de tarea […]? No hay nada. Entre el fracaso de los conatos revolucionarios de 1933 y la crisis que culminó en la única revolución que hemos conocido hay un vacío pesando sobre la obra de creación, anulándola». Mes y medio después de publicada la diatriba de Padilla que, por cierto, comenzaba nombrándolo, Virgilio Piñera, otro de los célebres excluidos y condenados al ostracismo, un byvshi que no se vio byvshi antes de que le dijeran que lo era y lo persiguieran por serlo, escribió enardecido: «La vieja guardia se pregunta espantada: “¿Pero a dónde iremos a parar con estos jóvenes airados?”. Y yo les contesto: precisamente, una Revolución no es otra cosa que una falange perpetua de jóvenes airados. Los hombres que hicieron posible la nuestra son jóvenes, y nunca pensaron en los paños tibios para barrer con un estado de cosas altamente insufribles. Que los jóvenes escritores y artistas de esta Revolución manifiesten su ira es sólo la consecuencia natural de un hecho histórico aplastante: la Revolución cubana. No hay otra verdad».

De entre los byvshie que permanecerán en La Habana sacando como podían la cabeza por sobre la superficie de la marea revolucionaria, José Lezama Lima y Dulce María Loynaz serán los más conocidos. Al poeta de la calle Trocadero (ay, ese verso suyo: «Con qué seguro paso el mulo en el abismo») lo veremos languidecer en la ciudad ganada por el feroz entusiasmo de las revoluciones, faltándole el aire y las buenas viandas. ¡Y los calzoncillos con elásticos musculados! Las cartas a su hermana Eloísa, ella sí huida a Miami junto a su marido Orlando Álvarez, byvshie de manual los dos, tienen el patetismo y la belleza que florecen en el reverso de las revoluciones, en el mundo de sombras de los contrarrevolucionarios, siempre recordando cosas que ya no tienen, golosinas que ya no se llevan a la boca, el frufrú de las cortinas que ahora se irán descabalgando de sus guías para convertirse en cubrecamas o en ropa de vestir, cuya bastedad realzará las ínfulas y la vergüenza. A Lezama lo hostigaban los jóvenes escritores encaramados al carro de la historia nueva desde Lunes de Revolución, el suplemento cultural del momento, y los funcionarios que no querían a la gente del otro tiempo. Había una típica reacción generacional, sí, pero no hay que confundir la querella entre maneras de estilo o la actitud hacia las costumbres con el hecho revolucionario. Allí se estaba inaugurando un mundo nuevo (curiosamente, así se llamará la revista que desatará más adelante una de las polémicas más agrias entre la cultura revolucionaria y la cultura burguesa) y en ese planeta revolucionado los byvshie no tenían más lugar que el que les regalarán la humillación o la suerte. Hay una anécdota en la que se escucha a Lezama rebelarse con humor contra esa manera revolucionaria de transferirlo a la categoría de byvshi. Lo hace moviendo el pasado a un espacio aún más remoto. Es, como tantas de las anécdotas del gordo más célebre de la literatura cubana, una que parece tener carnita apócrifa. Helio Orovio, desde el llamado Grupo Hermanos Saíz, una suerte de brazo juvenil de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), que una década más tarde resucitaría encaramado al estatuto de Asociación, llama a Lezama para invitarlo a un coloquio. «Quiero confrontar a los poetas viejos y los poetas nuevos», le explica el jovencísimo dirigente nombrando ahí un par que era el de la diatriba de Padilla dividiendo generaciones con el hacha de la ideología revolucionaria. Lezama, cabe pensar, hizo una asmática pausa, antes de hacer la primera de sus dos peguntas: «¿Y para qué me llama a mí?». «Bueno», le responde Helio: «es para confrontar a los poetas jóvenes». Lezama hará otra pausa antes de la segunda pregunta: «¿Y ya ha llamado usted a don Silvestre de Balboa?». La referencia es al poeta canario nacido en 1563, autor del que es tenido como el primer poema cubano, Espejo de paciencia, y la anécdota es todavía más jugosa si se piensa que el poema fue sospechoso de ser una superchería inventada en el siglo XIX.

Los byvshie están ahí desde el principio de la Revolución, pues. Algunos llegarán muy lejos en el calendario. Así, la poetisa Dulce María Loynaz, reliquia del tiempo abolido por la Revolución, que acabó viviendo recluida en su casona de las calles E y 19, en el Vedado habanero, hasta su muerte en 1997, a los noventa y cuatro años de edad. Allá le llegó en 1992 la noticia de la concesión del Premio Cervantes de las Letras. Unos días más tarde, el nieto de Federico Ferrer se presentó en su casa acompañando a una periodista de una revista argentina. La mucama abrió la puerta e hizo pasar a los visitantes al interior de aquel típico palacete de byvshie: candelabros, cortinas ajadas, mucho espacio, unas escaleras que conducían a los aposentos de la planta superior y ese general aire de pobreza, de vida venida a menos, que es propio de los byvshie dondequiera que una revolución los ha empujado a eso que graciosamente llaman «el desván de la historia». La conversación con la premiada Loynaz transcurrió sin brillo: era una anciana nonagenaria, sacada de repente del olvido por un premio colosal y nada habituada al trato, ya no con la prensa, sino que tampoco con el exterior. La mucama trajo algo que llamó «té», una infusión desabrida. La premiada hablaba despacio. Desde el lugar común que es la vida de los byvshie, sólo repetía lugares comunes. Quería acabar. Quería acabar la conversación aún antes de haberla empezado. La periodista intentaba conducirla a la realidad cubana, moverla a hablar de su ostracismo, del hostigamiento que había padecido durante años, de su reclusión en lo que, en aquellos años, y en tantos otros, se llamaba «exilio interior», una de esas expresiones que generan las dictaduras. De repente, acosada por las preguntas, por la urgencia a criticar abiertamente al gobierno, al castrismo, a la vida, la poetisa se zafó con una gracia que la rejuveneció: «¿No ven lo frágiles que tengo estas piernas?», preguntó, y ante el aquiescente silencio, que era la única respuesta que admitía esa pregunta, formuló otra: «¿Por qué me empujan entonces a que camine con ellas sobre el hielo?».

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Los byvshie asustan. Los «ex» molestan. Esa estancia en el prefijo. Como la vida en el hyphen, el guion, de los Cuban-Americans que ha estudiado con ingenio y con la piel Gustavo Pérez-Firmat. Ese guion ortográfico. Mientras se vive en otro guion, el del relato, un guion ortopédico.

Mi abuelo Federico era un byvshi y no sé qué peso tuvo eso en nosotros. Bien es verdad que todos los abuelos son gente del pasado, pero el pasado proscrito, repudiado, genuina y activamente preterido al que pertenecen los byvshie es un pasado distinto. Un pasado construido con esmero desde el presente y aun desde la promesa de futuro. Un pasado peor. Cierto chiste que era moneda común entre los anticomunistas se mofaba del anhelo de porvenir que agitaba siempre a los comunistas, cuando, sostenía socarronamente, que si bien en el capitalismo no se sabía lo que te deparaba el porvenir, en los países del Este lo que se desconocía era el pasado que le esperaba a cada cual.

Hay un par de herramientas muy socorridas en la gestión de la memoria que hacen los regímenes que se quieren fundantes, como las revoluciones rusa y cubana. Una consiste en la demonización del pasado y, subsidiariamente, en su ridiculización. Así, la Revolución cubana convirtió el pasado republicano en una realidad demediada, pobre, ridícula. Desde la historiografía, se la convirtió, en un proceso que ya venía en marcha, en seudorrepública o república mediatizada; a la Cuba independiente se la llamó neocolonia: del yugo de España la isla habría pasado al abrazo de oso de los yanquis.

El calzador teleológico fue la segunda herramienta de la que se echó mano. Con su empujoncito hegeliano, el pasado fue inserto en una serie que conducía ineluctablemente al presente revolucionario. En ocasión del centenario de la primera guerra de independencia librada contra España, celebrado en 1968, fue establecido, por boca del líder de la Revolución, que la lucha cubana por la independencia era una misma desde aquel día de rebelión contra el dominio colonial español y que, por lo tanto, la Revolución, ya para entonces comunista, soviética y grácilmente orbital —hula hoop—, era la conclusión única de una misma gesta. Como si ya intuyeran que nunca darían un futuro goloso a los sujetos de la Revolución, sus líderes uniformados y sus historiadores uniformes, contentos y contentadizos, al menos proveerían de un buen pasado que, acompasado con el presente, los hiciera sentir ufanos.

¡Y funcionó! La perfecta simbiosis entre un pasado glorioso y propio —las guerras de independencia contra España— y un presente felizmente compartido —la indestructible y por lo mismo eterna amistad entre Cuba y la URSS—, generó una trama de afectos y una economía de bienes que, aún en sus momentos de crisis, produjo un equilibrio notable. De la URSS se decía con ánimo jocoso, pero reciedumbre estadística, que era la única metrópoli que, en lugar de esquilmar a sus colonias, era permanentemente saqueada por ellas. Y Cuba, ¡ay, cuánto chupa Cuba!

La Revolución cubana se mete en la historia de la Unión Soviética cuando la Revolución rusa tenía cuarenta y dos años de vivida. Eran muchos años, en todo caso. ¡Y qué años! El 1918, el 1938, el 1941, el 1953… ¡Y qué gente! Malevich y Trotski, Landau y Mayakovski, Tsvetáieva y Bulgakov, Shostakóvich y Lysenko, Grossman y Lavrentii Beria… La densidad del mundo soviético pasma siempre. Como mueve a sonrisa, conque se la conozca, la comparación del mundo cubano y el soviético: en horror y en grandeza, en Gulag y en UMAP, en su Silvio Rodríguez y su Vladimir Vysotski. El mundo cubano sólo le ganaría al ruso con su Celia Cruz y su Benny Moré. La hoz y el martillo; bastón y maraca. El resto, cuerpo a cuerpo, es trópico, ese trópico del que, al decir de Claude Lévi-Strauss, lo peor es que siempre parece pasado de moda.

Con el encuentro de la Cuba revolucionaria y la Unión Soviética del llamado Deshielo, el período de serenidad que siguió al terror estalinista, se produce uno de esos proverbiales momentos en los que se juntan el hambre y las ganas de comer. A Cuba le haría falta asiento geoestratégico donde reposar sus nalgas de miel: le sobraba azúcar que ya no compraría Estados Unidos de acuerdo a las cuotas fijadas y había que buscarle comprador al dulce. Y en medio de la Guerra Fría inaugurada por el discurso de Winston Churchill en Fulton («Desde Stettin, en el Báltico, a Trieste, en el Adriático, ha caído sobre el continente un telón de acero. Tras él se encuentran todas las capitales de los antiguos Estados de Europa central y oriental […], todas estas famosas ciudades y sus poblaciones y los países en torno a ellas se encuentran en lo que debo llamar la esfera soviética, y todos están sometidos, de una manera u otra, no sólo a la influencia soviética, sino a una altísima y, en muchos casos, creciente medida de control por parte de Moscú»), a la URSS le venía muy bien ese espolón en el hemisferio occidental que apuntara a Estados Unidos. Hambre y ganas de comer, las metafóricas y las literales, tenían las dos, Cuba y la URSS. ¡Y las que les faltaban!

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Federico desarrolló una gran afición por la filatelia y la lectura. Transmitió a sus hijos la primera de ellas y medio siglo después de su muerte todavía ellos acarreaban la riquísima colección de sellos buscando venderla en alguna tienda filatélica de Barcelona o Estados Unidos. No les transmitió la segunda de sus aficiones, la pasión por la lectura, aunque es probable que la adquiriera ya de mayor. Tan sólo yo, su nieto, heredé las dos. De hecho, la filatelia era el único nexo, y casi cotidiano, que mantenía con Federico siendo yo un niño y él una figura ausente.

De Federico en casa no se hablaba, pero como era imposible esconder el origen de una colección de sellos tan extraordinaria, se sabía que provenía de él y que había sido cuidada e incrementada después por mi padre. De modo que los sellos postales eran el nexo entre los tres. Y que esa conexión entre el byvshi, el apparatchik y el pioner, la anudara una pasión basada en sellos y matasellos, en países distantes y aduanas, en distancias insalvables y afectos que lo eran también, resultaba extraordinario, aunque yo no pensara en eso entonces.

El silenciamiento fue uno de los mecanismos para olvidar al byvshi. El otro fue la tergiversación. Así, algunas fuentes presentan a Federico incluso como antibatistiano. Aseguran con cariñosa, aunque pueril vehemencia, que él nada tenía que ver con la represión de aquellos años y que, de hecho, se le oponía, bien es verdad que en silencio. Grito sólo se le conocería uno. En unos carnavales fue a separar a unos borrachos que se peleaban y alguien le dio un navajazo por la espalda. Y hay una historia aún más alucinante, que trataría de explicar por qué no volvía a casa por las noches. Porque no volvía.

El relato que una parte de la familia hace del ejercicio de Federico como policía es alucinante. ¡Un cuento de chinos! Por piadoso, por ingenuo, por inverosímil. Porque es falso, en definitiva. Probablemente se trate del relato, de los cuentos que él mismo hizo mientras vivió en Cuba. También de los que su primera mujer, Celia, contaba a sus hijos y a los sobrinos. Porque es el tipo de historias que se cuenta a los niños. Y el tipo de historias que se cuenta uno, crío o adulto, para evitar el enfrentamiento con una verdad incómoda o peligrosa.

De acuerdo con esas versiones, el paso de Federico por la policía de los últimos años del régimen de Fulgencio Batista habría sido un mero trámite. Según algunos, se limitaba a entregar multas y ahí estaría el origen de sus colecciones de sellos: era amigo de las secretarias de los despachos profesionales a los que llevaba toda esa correspondencia y las muchachas le guardarían los sellos y los sobres matasellados.

En los años más duros de la inquietud juvenil contra la dictadura de Batista, el policía Federico Ferrer pasaba las noches en el cuartel y aunque siempre cabe pensar que si dormía fuera de casa era porque lo hacía con mujeres y que el empleo policial le servía de coartada, en este juego de alibis cuesta decidir entre la excusa por pegar los cuernos y la excusa por, simplemente, pegar. A sus hijos, al menos al hijo menor, entonces un adolescente ya crecidito, le contaban que papá se pasaba las noches sentado en los tranvías que circulaban por La Habana leyendo novelas —parece ser que sentía especial predilección por las tramas western de Zane Grey— y escuchando las voces discrepantes para dar cuenta de ellas. Habría sido una suerte de Svetlana Aleksiévich metida en el tranvía de El tercer hombre, la película de Carol Reed, el mismo que rodaría Nuestro hombre en La Habana