Fluir en los negocios - Mihaly Csikszentmihalyi - E-Book

Fluir en los negocios E-Book

Mihaly Csikszentmihalyi

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Beschreibung

Desde que Mihaly Csikszentmihalyi publicó su revolucionario libro Fluir, que inspiró a dirigentes políticos mundiales, tales como Tony Blair y Bill Clinton, un nuevo paradigma se ha ido generando en el mundo de la empresa. Mientras que todavía algunos directivos siguen siendo víctimas de su codicia unilateral, los líderes realmente inteligentes y con visión de futuro construyen objetivos que no sólo les beneficien a ellos, sino también a los demás. En una era en que los negocios y el trabajo ocupan el lugar de la religión y la política, Fluir en los negocios revela cómo los directivos empresariales, los gerentes, e incluso los empleados, pueden hallar su manera de "fluir" y de este modo contribuir, no sólo a su propia felicidad, sino también a una sociedad más justa y creativa. Csikszentmihalyi identifica los factores esenciales para el funcionamiento de un negocio fluido: la confianza, el compromiso, el crecimiento personal de los empleados y la dedicación a la creación de un producto que ayude a la humanidad. Fluir en los negocios es pues un texto indispensable para todo aquel que valore las contribuciones de los individuos en el cambiante mundo de la empresa.

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Mihaly Csikszentmihalyi

FLUIR EN LOS NEGOCIOS

Liderazgo y creación en el mundo de la empresa

Traducción del inglés de Alicia Sánchez

Título original: GOOD BUSINESS

© 2003 by Mihaly CsikszentmihalyiAll rights reserved

© de la edición en castellano:2003 by Editorial Kairós, S.A.

Primera edición: Diciembre 2003Primera edición digital: Julio 2011

ISBN-10: 84-7245-560-2ISBN-13: 978-84-7245-3ISBN epub: 978-84-9988-014-3

Composición: Grafime. Mallorca 1. 08014 Barcelona

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

SUMARIO

Agradecimientos

Parte I: Fluir y la felicidad

1. Guiar el futuro

2. El negocio de la felicidad

3. La felicidad en acción

4. Fluir y el crecimiento

Parte II: Fluir y las organizaciones

5. ¿Por qué no fluimos en el trabajo?

6. Crear un ambiente para fluir en las organizaciones

Parte III: Fluir y el yo

7. El alma del negoci

8. Fluir en la vida

9. El futuro de los negocios

Bibliografía

Notas

AGRADECIMIENTOS

Si tuviera que mencionar a todas aquellas personas cuyas ideas e inspiración han hecho posible este libro, tendría que añadir todo un capítulo. Por lo tanto he de ser selectivo y mencionar sólo los nombres de las personas cuyas contribuciones han sido totalmente indispensables. En primer lugar todos aquellos dirigentes con visión de futuro cuyas entrevistas proporcionan las múltiples citas de las páginas que vienen a continuación; sus nombres se citan al final de la primera nota del capítulo 1. Su sabiduría y experiencia han aportado mucha claridad a este libro.

He compartido el diseño y la forma en que se ha dirigido el estudio en el que se basa este libro con mis amigos y colegas Howard Gardner de la Universidad de Harvard y William Damon de Stanford. Su duradera amistad ha sido un maravilloso complemento para el trabajo intelectual que hemos realizado juntos durante años. Mis jóvenes colegas del Quality of Life Research Center, Jeanne Nakamura y Jeremy Hunter, han supuesto una enorme ayuda tanto por recopilar las entrevistas como por su estímulo y apoyo. El estudio Good Work in Business ha sido posible gracias a una beca de la Templeton Foundation. Además de dar las gracias al propio sir John Templeton, quiero agradecer a Arthur Schwartz su colaboración como director del programa. Como es habitual, su generosidad estuvo a la altura de su discreción, no hubo condiciones para la beca y sólo espero que nuestros resultados no les hayan decepcionado.

El presidente de la Universidad de Claremont, Steadman Upham, y el decano de la facultad de ciencias empresariales, Cornelius de Kluyver han seguido este trabajo desde el principio y han sido sus enérgicos defensores. Entre los muchos colegas de Claremont de cuyo conocimiento y experiencia me he beneficiado quiero mencionar en primer lugar a Peter Drucker y a Jeanne Lippman-Blumen, a Richard Ellsworth y a Joseph Maciariello. Doy también las gracias a los alumnos del programa para directores generales que han tomado mis cursos, han leído los primeros borradores de este libro y me han hecho sus comentarios. Su experiencia de campo me ha dado la seguridad de que los temas que estaba abordando eran importantes y que podrían interesar a una gran variedad de personas de negocios. Loren Bryant hizo un trabajo soberbio al asegurarse de que el manuscrito era correcto y que contaba con todos los permisos.

Barbara Schneider de la Universidad de Chicago ha seguido aportando su colaboración académica. Al igual que lo ha hecho Martin Seligman de la Universidad de Pensilvania. Doy las gracias a los muchos colegas europeos: Fausto Massimini y Antonella delle Fave de Milán, Paolo Inghilleri de Verona, Elizabeth Noelle-Neumann de Allensbach y George Klein de Estocolmo, entre otros.

Rick Kot, mi anterior y futuro redactor, me ha vuelto a ayudar a que el escrito fuera más ordenado y tuviera un estilo más literario. John Brockman y Katinka Matson, mis agentes para los libros que he publicado durante quince años, se han vuelto a asegurar de que el manuscrito gozara de un buen puesto en las editoriales. Es un gran alivio contar con la ayuda de profesionales como éstos.

Por último, estoy profundamente agradecido a mi familia, en primer lugar a mi esposa Isabella, a Mark y a su maravillosa familia y a Christopher. Sin su cariñoso apoyo, este libro no se hubiera podido realizar.

Claremont, 2003

Parte I: FLUIR Y LA FELICIDAD

1.GUIAR EL FUTURO

Nuestros trabajos determinan en gran medida cómo son nuestras vidas. ¿Es su trabajo lo que le pone enfermo? ¿Le impide ser una persona totalmente realizada? ¿Le avergüenza lo que ha de hacer en el trabajo? Con demasiada frecuencia la respuesta a estas preguntas es sí. Sin embargo no tiene por qué ser así. El trabajo puede ser uno de los aspectos que nos produzcan más placer y realización. Que lo sea o no dependerá de las acciones que emprendamos colectivamente. Si las empresas que contratan a la mayoría de la población sólo se centran en satisfacer la codicia de los propietarios a costa de las condiciones laborales, de la estabilidad de la comunidad y de la salud medioambiental, es bastante probable que la calidad de nuestras vidas –y la de nuestros hijos– sea peor que ahora.

Afortunadamente, a pesar de los escándalos que han convulsionado el mundo empresarial al principio de este siglo, todavía hay dirigentes corporativos que comprenden que se les permite conservar sus privilegios sólo porque el resto de las personas esperamos que nos ayuden a mejorar nuestras condiciones de existencia, en lugar de ayudar a destruirlas. Este libro es una revisión de algunos de sus valores, metas y modus operandi: una guía para dirigir los negocios con humanidad y con éxito.

Aunque este libro trata primordialmente de la experiencia de los directivos de las grandes corporaciones, en realidad es sobre cómo mejorar cualquier aspecto de nuestra vida laboral, desde el conserje hasta el director general. Intenta proporcionar un contexto para una vida significativa en la que el trabajo y la búsqueda de recompensas económicas puedan hallar su justo lugar. Los hombres y mujeres que hemos entrevistado[1] han sido nominados por sus compañeros por su éxito e interés por algo más que no fuera él mismo. De un modo u otro, todos han demostrado que su propio beneficio no era su única motivación. Su sabiduría colectiva proporciona una guía para hacer negocios de una manera buena en ambos sentidos: el material y el espiritual.

Ahora que toda la nación por fin está sacando a la luz el fraude de los directores generales corruptos, los dirigentes empresariales están dispuestos a decir todo tipo de falsedades con tal de disfrazar sus verdaderas prioridades. Después de que el gigante corporativo Enron se hundiera y se convirtiera en un sinónimo mundial de dirección irresponsable, uno de sus ejecutivos, Jeff Skilling, describió su trabajo como el “trabajo de Dios”. Su presidente, Kenneth Lay, había declarado anteriormente: «He creído y sigo creyendo en que una de las cosas más satisfactorias de la vida es crear un entorno de alta calidad moral y ética, donde a todo individuo se le permita y anime a realizar el potencial que Dios le ha dado».

Éstos son sentimientos muy dignos, pero no sirven de nada si no están respaldados por las acciones. A diferencia de esos dirigentes que utilizan el lenguaje como máscara, las personas en cuya experiencia se basa este libro, han demostrado realmente que han intentado con todas sus fuerzas crear entornos éticos donde las personas puedan desarrollar sus potenciales. No siempre han estado a la altura de sus intenciones; pero sus ideas, palabras y ejemplo demuestran que el mundo de los negocios puede satisfacernos moralmente mucho más de lo que pensamos la mayoría. De modo que este libro, basándose principalmente en la experiencia de estos directores generales ejemplares, expondrá lo que significa ser un buen líder, un buen directivo y un buen trabajador.

Las librerías están llenas de libros que contienen muy buenos consejos sobre cómo ser un directivo eficiente o un dirigente con éxito. A menudo, los libros instruirán al lector para modelar su conducta según la cínica sabiduría de Maquiavelo, el imparable impulso de Genghis Khan o la barbarie de Atila, el rey de los hunos, como medio para conseguir poder y riqueza. Fluir en los negocios tiene una ambición más modesta. Este libro investigará de qué forma actúan en sus trabajos los dirigentes que han impresionado a sus compañeros tanto por su éxito en los negocios como por su compromiso con metas sociales más amplias: qué ambiciones les motivan y qué tipo de organizaciones intentan desarrollar para conseguir esos ideales.

La necesidad de considerar estos temas es obvia: en la actualidad los dirigentes empresariales son unos de los miembros más influyentes de la sociedad. Aunque están preparados para generar beneficios, muchos parecen estar totalmente ajenos a las otras responsabilidades que su nuevo liderazgo social conlleva. En esta obra, algunos dirigentes con visión de futuro explicarán lo que ellos consideran que son sus deberes y lo que hacen para cumplirlos. En el proceso de examinar sus filosofías y sus aplicaciones prácticas, nos fijaremos especialmente en cómo los dirigentes y ejecutivos, y hasta los empleados responsables de cualquier organización, pueden aprender a contribuir a la suma de la felicidad humana, al desarrollo de una vida agradable que aporte un sentido y a una sociedad justa y evolutiva.

Esto puede parecer metas fuera del alcance humano, y sin duda, fuera del alcance de un libro que trata de los negocios. Pero la forma en que nos ganamos la vida, los trabajos que tenemos y la recompensa que recibimos tiene una tremenda influencia en nuestras vidas, haciendo que sean apasionantes y gratificantes, o aburridas y angustiosas. Aunque sólo sea por esa razón, cualquier persona que esté al cargo de un negocio tiene que plantearse la pregunta: ¿Cómo contribuyo al bienestar humano? No cabe duda de que esto no fue motivo de preocupación para Genghis Khan ni siquiera para Maquiavelo. Pero seguir los ejemplos de semejantes depredadores sociales impide a los dirigentes empresariales desarrollar todo su potencial. Por supuesto, siempre habrá ejecutivos ambiciosos con la única determinación de abrirse paso hasta la cima. Pero, ¿es realmente esta conducta la que queremos para el liderazgo en nuestra sociedad? De hecho, hay bastantes personas que están en el mundo empresarial que valoran genuinamente las organizaciones que promueven la felicidad y espero que este libro las ayude.

En primer lugar, deberíamos reflexionar sobre qué es lo que se ha considerado ser un dirigente con éxito en el pasado, a fin de que podamos entender mejor las opciones que puede encerrar el futuro.

Como seres humanos no podemos sobrevivir sin esperanza. Cuando nos faltan razones para alejarnos de los impulsos que la biología ha construido en nuestro sistema nervioso, pronto caemos en un plano de existencia animal, donde sólo importan la comida, la comodidad y el sexo. En cambio, las destacadas culturas que algunas de las grandes civilizaciones del mundo han logrado esporádicamente fueron posibles gracias a dos requisitos diferentes: un nivel de recursos razonable y la tecnología para utilizarlos, lo cual condujo a un superávit material y a un conjunto de metas definido que ayudó a sus ciudadanos a superar los obstáculos y tragedias inherentes a la existencia. Si falta cualquiera de estas condiciones la vida se convierte en una lucha egoísta; si faltan los dos, se vuelve totalmente desesperanzadora.

Según el nivel de desarrollo social una clase particular de individuos puede destacar con la promesa de mejorar las condiciones materiales de la población y ofrecer una serie de metas para canalizar su energía vital. Si estas personas pueden reivindicar su programa con credibilidad, es probable que se instauren como dirigentes de la sociedad porque el resto de la población estará de acuerdo en seguirlas. Durante un sinfín de miles de años estos dirigentes habían sido los mejores cazadores de la tribu, que ofrecían buenas influencias a sus seguidores e historias inspiradoras respecto a lugares de caza felices en el más allá. Sin embargo, a medida que las tecnologías de la producción alimentaria y de la guerra fueron avanzando, los grupos de señores de la guerra y de reyes rodeados por sus cortesanos y sacerdotes asumieron el liderazgo. En algunos períodos el clero y la nobleza –generalmente formada por grandes terratenientes– compartieron el poder. Más recientemente los comerciantes y fabricantes se han situado en la cumbre de la pirámide social.

En la actualidad, dos categorías de individuos son los que ostentan el título de proveedores de las necesidades materiales y espirituales de la comunidad. La primera es la de los científicos, que prometen esperanza a través de una vida más larga y sana, una expansión de nuestras ambiciones en el sistema solar y un control final sobre la materia animada e inanimada. La segunda categoría y que supone un grupo mayor está formada por hombres y mujeres que están en el mundo de los negocios, que prometen hacer que nuestras vidas sean más prósperas, confortables e interesantes al facilitar que las fuerzas del mercado dirijan la producción y el consumo de la forma más eficaz. Los científicos y los dirigentes empresariales –la elite laboral del conocimiento punta– han alcanzado unaimportancia que anteriormente había estado reservada a la nobleza y al clero. Aquellos que no pertenecen a sus filas también están dispuestos a concederles poder y riqueza porque creen que la sociedad en general se beneficiará de sus esfuerzos. ¿Se ha puesto la fe en un lugar erróneo?

No es fácil responder objetivamente a esa pregunta, y mucho menos hacerlo con exactitud. Pero creo que la mayor parte de la gente estaría de acuerdo en que la ciencia (junto con su sierva, la tecnología) y los negocios indudablemente han creado unas condiciones de vida más deseables que nunca. Vamos a dejar a un lado por un momento el verdadero asunto de si esas bendiciones materiales se pueden mantener indefinidamente[2] o incluso aunque sólo sea durante las próximas décadas. Nos enfrentamos a serios problemas, desde el inevitable agotamiento de las escasas fuentes naturales y las muchas tensiones de nuestro extenuante estilo de vida, hasta los conflictos por la distribución desigual de los recursos entre los ricos y los pobres dentro de las sociedades y entre las mismas. Pasaremos también por alto los verdaderos costes del progreso en lo que a enfermedades como la drogadicción, la violencia y la depresión se refiere, que se han vuelto tan endémicas en las sociedades tecnológicamente avanzadas, y admitiremos el hecho de que el liderazgo científico y empresarial ha hecho la promesa de una existencia material más deseable.

No obstante, esto deja sin explicar la segunda condición para una buena vida. ¿Qué hay del sentido de esperanza que los dirigentes con éxito se supone que también han de transmitir a quienes les siguen? En este área los resultados son más equívocos. Básicamente, tanto la ciencia como los negocios utilizan métodos empíricos, pragmáticos y sin valores. Aunque hay científicos individuales y dirigentes empresariales que adoptan una postura casi religiosa en su trabajo, generalmente lo hacen recurriendo a alguna tradición moral o espiritual establecida, en lugar de recurrir a principios concretos de su profesión. La ciencia puede prometer la verdad, pero su versión de la misma suele ser tan dura como tranquilizadora. Los negocios prometen eficiencia y provecho, pero ¿cómo contribuyen estos logros a hacer que la vida sea más satisfactoria y tenga sentido?

La mayoría de los dirigentes empresariales y científicos estarían de acuerdo en que no son responsables de cuidar de las necesidades espirituales de la sociedad, tarea que es mejor dejar al clero o incluso a los dirigentes políticos. Pero muchas personas consideran que las religiones tradicionales y los partidos políticos se han quedado sin visiones que sean lo bastante atractivas como para proporcionar un liderazgo global. Si nadie da un paso adelante para asumir ese papel, corremos el riesgo de sucumbir ante los charlatanes y demagogos; éste ha sido el sino de muchas sociedades ricas y poderosas.

Es útil reflexionar sobre los patrones de la historia a fin de que podamos aprender de los mismos y evitar repetir los errores de nuestros antepasados. En el pasado, en general, cuando un grupo de personas prometía mejorar la calidad de vida de la mayoría, se erigía como la elite dirigente. Llegado ese punto, al menos algo de la energía de sus dirigentes se dirigía hacia fuera, en beneficio de los demás. Por ejemplo, la antigua iglesia cristiana ayudó a las oprimidas masas del imperio romano a hallar sentido y dignidad a su existencia. No obstante, este mismo éxito condujo a que la Iglesia se llenara de clérigos atraídos básicamente por un deseo egoísta de lujo y poder, de modo que sus energías se fueron retirando de la comunidad y empezaron a utilizarlas para su propio provecho. Mientras las casuchas de los campesinos medievales seguían siendo lúgubres y sucias siglo tras siglo, los palacios de los príncipes de la iglesia eran cada vez más resplandecientes. Al final, los dirigentes con mensajes creíbles de esperanza tuvieron que separarse de la jerarquía de la Iglesia; al principio desde su interior, como hicieron innovadores espirituales como san Bernardo o san Francisco, y más tarde oponiéndose a ella, como hicieron Lutero y Calvino.

Ciclos similares de esperanza y desilusión se han repetido en la mayoría de sociedades de todo el mundo. Lord Asquith, primer ministro de Gran Bretaña, dijo una vez que «todas las civilizaciones son obra de las aristocracias», a lo que Winston Churchill respondió: «Es más exacto decir que las aristocracias son la razón por la que las civilizaciones han tenido que trabajar». Ambos aforismos son válidos, aunque hacen referencia a diferentes fases del ciclo, Asquith describía el breve amanecer y Churchill el período mucho más largo que viene a continuación.

Los paralelismos con nuestros propios tiempos son bastante evidentes. Durante el siglo pasado, los dirigentes empresariales han hecho afirmaciones creíbles en las que manifestaban que un mercado libre, sin las restricciones de las regulaciones políticas y sociales, mejoraría la calidad de vida de todos. A raíz de ello, nuestro modelo mental de cómo funciona el mundo se ha convertido en un modelo de producción y consumo, y los polos gemelos de la economía son los parámetros de la prosperidad y el bienestar. Cualquier fracción de un porcentaje de descenso en el consumo se convierte en una señal de peligro que impulsa a los inversores a salir disparados en busca de refugio. Tras el ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001, una de las respuestas de los dirigentes políticos y empresariales que más se oyeron fue: «Salid y comprad. No dejéis que el enemigo amenace vuestro estilo de vida». Mientras esta visión del mundo ofrece una solución sencilla y conveniente para aquellos que se benefician de ella en los niveles superiores de la jerarquía de suministros, ¿es realmente gratificante una forma de vida que tiene el consumo como su meta última?

Durante gran parte del siglo pasado, el mensaje del capitalismo fue contrarrestado por la visión socialista que para muchos parecía ser igualmente poderosa, donde las necesidades a las que un poder central les había dado prioridad dictaminaban la producción y el consumo. La solución socialista, sin embargo, resultó tener unos pilares muy quebradizos. En parte se derrumbó porque no podía producir los beneficios materiales prometidos, y en parte porque su organización política resultó ser todavía más vulnerable a la codicia de sus líderes que lo fueron las jerarquías eclesiásticas, las aristocracias o las elites mercantiles.

La visión capitalista se encuentra ahora sola en el escenario mundial. ¿Comprenderán y aceptarán quienes la promueven las responsabilidades que van unidas a los privilegios que se les han concedido? O, al igual que tantas otras clases dirigentes antes que ellos, ¿creerán que han ganado su poder justamente, que no deben nada a los menos afortunados cuyo esfuerzo consolida sus dividendos y ventajas en la bolsa?

Sería fácil adoptar una perspectiva cínica y concluir diciendo que la naturaleza humana es lo que es, que siempre prevalecerá la codicia y que los dirigentes económicos de la actualidad seguirán acumulando riqueza hasta que sus discrepancias internas en cuanto a los ingresos se vuelvan demasiado evidentes para que el entramado social las pueda soportar, o hasta que una desesperación global demuestre que Karl Marx tenía razón[3] (aunque no pudo prever un proletariado verdaderamente internacional arremetiendo contra las naciones capitalistas, que ahora han asumido el rol que las clases capitalistas ocuparon una vez dentro de las naciones en el siglo xix).Sin embargo, por desalentadores que parezcan ser los antecedentes históricos, la naturaleza humana, de hecho, no se basa sólo en la codicia. En todo período histórico han habido personas que se han preocupado de algo más que de su propio beneficio, que se han sentido realizadas dedicándose a la mejora del bien común. La lucha entre el egoísmo y el altruismo en la historia se ha manifestado como los períodos de luz y de sombra en una tarde de verano.

Muchos dirigentes empresariales ven que sus trabajos encierran una responsabilidad para el bienestar de la comunidad. Estas personas no se definen a sí mismas como máquinas de crear beneficios cuya única razón de existencia es satisfacer la creciente expectación de ganancias inmediatas. Es a estos dirigentes con visión de futuro a los que mis compañeros y yo hemos recurrido, para aprender las lecciones que puedan tener para enseñar a otras personas de negocios, así como a todos los que vivimos en estos tiempos. ¿Qué es lo que consideran su misión? ¿Qué hacen para que la vida sea mejor para ellas mismas y para los demás? ¿Hay esperanza para la sociedad en general en el ejemplo que nos ofrecen?

Los directivos de los cien años

Recientemente tuve una entrevista con Yvon Chouinard, el fundador de Patagonia, fabricante de prendas de montaña. Su oficina estaba situada en un edificio estucado pintado en colores pastel, escondido entre árboles de eucaliptos y jacarandás en un tranquilo callejón sin salida. En el interior los espacios eran sencillos y serenos con viejas maderas nobles, cristaleras y helechos colgando de las vigas visibles. Los empleados, vestidos con pantalones cortos y sandalias, se movían por el local con la misma naturalidad que si estuvieran yendo de la cocina al dormitorio de sus propias casas. Los rayos del sol brillaban a través de los filamentos de las glicinias y el océano se extendía pacíficamente en bloque hacia el oeste, con las islas Anglonormandas en el horizonte. De vez en cuando se oían las risas de los niños pequeños que surgían de la guardería situada en la planta inferior. Felicité a Chouinard por haber creado un entorno tan bello en un edificio industrial abandonado que tenía casi un siglo de antigüedad.

«Sí, –respondió– no creas algo como esto si vas a hacer unas declaraciones a la prensa, venderlo todo y marcharte. Nosotros actuamos pensando que esta compañía va a durar cien años a partir de ahora.»

El programa de Chouinard está pensado para un aspecto fundamental de nuestra existencia: necesitamos cierta dosis de estabilidad en nuestras vidas. Pero no basta con saber simplemente que el sol va a salir a la mañana siguiente y que los petirrojos regresarán en primavera. También hemos de sentir que a pesar del caos y de la entropía, hay cierto orden y permanencia en nuestras relaciones, que nuestras vidas no se malgastan y que dejaremos alguna huella en la arena del tiempo. Resumiendo, hemos de sentir la convicción de que nuestra existencia sirve a un propósito útil y que tiene algún valor. En el pasado, la familia daba sentido al día a día. Luego, durante varios siglos, la Iglesia asumió ese papel, como lo hicieron las comunidades locales autosuficientes. En tiempos todavía más recientes un negocio individual destacado –una fábrica, un banco, unos orgullosos almacenes con solera– eran el foco del progreso y de la responsabilidad social. En la actualidad los dirigentes empresariales no pueden pretender crear un clima de orden positivo si su única preocupación es obtener beneficios. También han de tener una visión que dé sentido a la vida, que ofrezca esperanza a la gente para su futuro y el de sus hijos. Hemos aprendido a crear directivos en cinco minutos o incluso en uno. Pero mejor sería que nos preguntáramos qué conlleva ser un ejecutivo que ayuda a construir un futuro mejor. Necesitamos directivos de los cien años al mando de las corporaciones, más que ninguna otra cosa.

En la otra mitad del mundo, en un elegante apartamento en Milán, a unos pocos pasos de la Scala, Enrico Randone[4] habla de su carrera. Trabaja en la compañía aseguradora italiana Assicurazioni Generali desde que en la adolescencia, al ser huérfano de padre, tuvo que mantener a su madre y a varios hermanos y hermanas. Ahora tiene ochenta años, es presidente de la compañía y presidente de la junta directiva desde los sesenta y nueve años –el hombre más joven en ocupar estos cargos en los 250 años de historia de la compañía. Si vamos a la piazza Venezia de Roma, una de las plazas principales de la ciudad, miramos al balcón desde el que Mussolini amenazaba al mundo, el palazzo de la Assicurazioni Generali se encontraría a nuestras espaldas. En Venecia está frente a la catedral de San Marcos y en casi todas las ciudades italianas las oficinas de la compañía de seguros están situadas en un palacio antiguo, en el centro de la ciudad. «Cada póliza que hacemos está respaldada por oro o propiedades inmobiliarias –dice Randone de la compañía a la que respeta más que a la Iglesia, más que al gobierno o que a cualquier otra institución terrenal–. Es una sorprendente fundación a la que cada uno de nuestros veinte mil empleados está orgulloso de pertenecer.»

En nuestro mundo de hoy son los negocios los que básicamente tienen el poder y la responsabilidad de hacer que nuestras vidas sean cómodas y seguras. Pero, ¿cuántas compañías aceptan realmente este reto? ¿A cuántos alumnos que tienen un master en Administración de Negocios se les ha enseñado que un “balance final” basado sólo en el beneficio líquido es una trágica simplificación? Mientras las compañías se disuelven y adoptan nuevas formas, deshaciéndose de empleados y compromisos en el proceso, parece que cada vez hay menos personas que se toman en serio esas responsabilidades. Pero hay algunos ejecutivos que no ven su nombramiento para ejercerlo únicamente durante los próximos cinco minutos, ni siquiera durante el año o década siguiente. Al igual que Enrico Randone, se han comprometido de por vida e incluso más allá de ésta. De muchas maneras, nuestro propio futuro depende de estas personas con visión de futuro.

Yvon Chouinard inició su carrera profesional como herrero itinerante obsesionado por su pasión por las montañas. Dedicaba todo el tiempo que podía a estar en los vertiginosos picos de la Sierra Nevada de California, escalaba sistemáticamente las rutas más arriesgadas. Se convirtió en una leyenda entre los escaladores. En los eufóricos años sesenta, dormir en la orilla de los lagos de montaña y probar nuevas rutas por las pulidas paredes rocosas de Yosemite parecía una buena forma de vivir, aunque no ganara ni un céntimo con ello. Chouinard describe este período:

No tenía ni idea de lo que quería hacer en la vida. Empecé como artesano. Y mi artesanía era escalar montañas. Y luego empecé a tener mucho interés en los artículos de escalada. En aquellos tiempos era muy difícil comprar equipo de escalada europeo… De modo que decidí fabricarme el mío.

Con sus habilidades para trabajar el metal pudo fabricar equipos para escalada de más calidad que los que había en el mercado. En los campings empezó a vender pitones y mosquetonesque llevaba en la parte de atrás de su destartalada ranchera. A los pocos años tenía un negocio próspero de material de escalada.

No obstante, el éxito resultó ser agridulce: a medida que la escalada se fue haciendo más popular, las majestuosas paredes rocosas se empezaron a horadar y a agrietar debido a las piquetas de hierro que se habían clavado en ellas. Algunas personas lo habrían contemplado como el inevitable precio del progreso y hubieran seguido adelante. Pero Chouinard se dio cuenta de que estaba ayudando a destrozar las montañas que tanto amaba, sabía que no podría vivir conforme a sí mismo si no cambiaba de rumbo. De modo que inventó una nueva forma de escalar con objetos que se podían colocar en las grietas existentes y que se podían sacar con facilidad: así las montañas quedarían limpias. Al final dejó lo de las piezas de hierro y empezó a confeccionar ropa, pero prendas que fueran tan duraderas como para que un herrero estuviera satisfecho con ellas.

El primer par de pantalones cortos tuvimos que coserlo en una máquina para coser piel. Utilicé una tela muy dura. De hecho, la mujer que los cosió los puso de pie y se aguantaban solos encima de la mesa. Ese fue el nacimiento del Standup Short (el short que se sostiene solo). Éramos herreros haciendo ropa.

Pero pasar de trabajar el metal a trabajar la tela no cambió el lema de la compañía: «Nuestra filosofía es intentar que cada uno de nuestros productos sea el mejor del mundo – dice Chouinard–. No que estén entre los mejores, sino que sean los mejores. Cada cosa, ya sean unos pantalones o una camisa, lo que sea.» Para construir una empresa que dure, uno ha de creer en el valor de su trabajo. Si una empresa no aspira a ser la mejor de su clase, atraerá a empleados de segunda y pronto caerá en el olvido.

Durante un paseo con Elisabeth Noelle-Neumann por las montañas que rodean el lago Constanza en el sur de Alemania, llegamos a un punto donde podíamos ver desde arriba los edificios del Instituto de Investigación sobre la Opinión Pública (el Allensbach Institute) que ella había construido alrededor del núcleo de una granja de cuatrocientos años de antigüedad. Señaló los tejados a la sombra de los árboles y dijo: «Lo más importante en mi vida es asegurarme de que el trabajo que hacemos aquí continuará cuando yo ya me haya ido». Elisabeth cree apasionadamente en que para que un gobierno democrático funcione, se han de escuchar los pensamientos y deseos de las personas. De modo que las encuestas de opinión pública –especialmente cuando son llevadas a cabo con la concienzuda profesionalidad de su propio instituto– son un baluarte de la libertad. Fundó el instituto con su primer esposo hace medio siglo, justo después de la segunda guerra mundial y cuando éste murió, dirigió ella sola la organización. Sus encuestas eran tan exactas que pronto se convirtieron en una poderosa arma política; en los mudables años de la postguerra fue amenazada muchas veces y vilipendiada públicamente por masas radicales por estar a favor de causas conservadoras. Aunque herida y enojada, Elisabeth sabía que su trabajo era esencial y nunca dudó en perfeccionar sus métodos de trabajo.

Las empresas públicas están pensadas para difundir ampliamente la munificencia del capitalismo. Pero la relación de los dueños de las acciones con las compañías en las que invierten suele ser impersonal. Rara vez nos preocupamos de lo que hace una empresa, tanto si fabrica armas baratas, pesticidas venenosos como entretenimiento banal. No prestamos atención a cómo comercializa sus productos, trata a los clientes o afecta a la comunidad donde opera. Mientras dé beneficios, apoyamos su gestión. Pero si el presidente de la compañía disminuye el rendimiento lo más mínimo, nos apresuramos a recuperar nuestros ahorros y los invertimos en otra parte. No es de extrañar que los jóvenes ejecutivos aprendan rápidamente que el informe trimestral es todopoderoso y vivan siempre aterrorizados por su sombra recurrente.

A principios del siglo pasado, en una pequeña ciudad de la región del Medio Oeste, a unos 64 kilómetros al sureste de Indianápolis, un banquero se compró un carruaje sin caballo. Con él venía un conductor que, por si fuera poco resultó ser un inteligente ingeniero. Éste convenció al banquero de que los motores diesel tenían un gran futuro y los dos hombres empezaron a experimentar con ellos. Construyeron una pequeña fábrica y el banquero siguió invirtiendo cada vez más con los fondos familiares. Durante veinte años no hubo ningún beneficio. Entonces las cosas empezaron a cambiar y en la actualidad podemos ver motores diesel fabricados por Cummins[5] en Columbus, Indiana, alimentando muchas de las plataformas petrolíferas que salpican el continente. El negocio nunca ha sido sencillo. Casi cada año una nueva crisis –un producto mejorado por la competencia, una falta de liquidez, un embargo de petróleo, nuevas reglas de emisión– han amenazado la viabilidad de la compañía. Siempre que el mercado la infravaloraba y la dejaba en una situación vulnerable para ser absorbida, la familia compraba suficientes acciones como para proteger su autonomía.

«La razón por la que todavía hacemos esto –explica J. Irwin Miller, un miembro de la tercera generación que dirige la compañía– es porque tenemos una obligación con la comunidad. Podíamos habernos trasladado a otro lugar donde la mano de obra fuera más barata, pero ¿qué sentido tiene ganar más dinero si tienes que dejar sin trabajo a miles de personas que conoces y que confían en ti?». Cada día, cuando va caminando al trabajo, Miller pasa por algunos de los edificios modernos más bonitos del mundo. Su compañía ha hecho mucho por la ciudad, ha pagado los honorarios de los arquitectos cuando se ha tenido que construir una iglesia, una escuela, una central de bomberos o una cárcel. Colombo es ahora la sede de una iglesia construida por Eero Saarinen y de una biblioteca de I.M. Pei, y sus torres arquitectónicas atraen a miles de visitantes de la ciudad de Nueva York y del extranjero para disfrutar de los iconos modernistas que se elevan desde los campos de maíz. Aunque la compañía ha sobrevivido casi cien años, ¿cuánto más puede durar sacudida por el ansia de beneficios y de expansión?

Como toda persona de negocios sabe, la supervivencia de una empresa nunca está garantizada; año tras año, mes tras mes, se ha de enfrentar a una serie de riesgos, aunque la meta sólo sean los beneficios. La situación se vuelve todavía más delicada cuando la compañía se dedica a conseguir algo más que beneficios económicos. Cuando, para no dañar las montañas, Yvon Chouinard cambió la orientación de Patagonia y, en vez de fabricar herramiestas de escalada, fabricó prendas de montaña, confió principalmente en el algodón. Sin embargo, poco a poco empezó a darse cuenta de que el algodón cultivado con medios industrializados era el responsable del 25% del uso de pesticidas en todo el mundo: se necesitan más de 7 litros y medio de petróleo para hacer una camiseta de algodón. Durante una visita a sus proveedores descubrió que se enfrentaba a otra crisis de conciencia:

Cuando visité el Valle Central, vi esos grandes estanques allí fuera donde se filtra el agua de los campos de algodón. Tienen guardas con cañones y pistolas para espantar a los pájaros, para que no se posen en ese caldo. Ves todo eso, hablas con los granjeros y te das cuenta de que el índice de cáncer es diez veces superior al normal. Entonces dije: «¡Eso es! Nunca volveré a usar algodón de cultivo industrial». Es como despertarse una mañana y darte cuenta de que estás en un negocio de minas antipersona, vas al lugar donde las pones y ves los efectos que producen. Entonces tienes dos opciones: sigues haciendo lo que hacías o dejas de hacerlo. Y yo dije: «¡Basta! Dejamos el negocio. Cerraré este lugar antes de continuar».

Pero con la gran perseverancia que comparten todos los dirigentes con visión de futuro, Chouinard no cerró su fábrica. En su lugar empezó a utilizar algodón de cultivo orgánico para sus tejidos, aunque fuera más caro. La demanda de su firma hizo que los fabricantes cultivaran más algodón orgánico y con el paso de los años un número cada vez mayor de fabricantes como Nike, Gap y Levi Strauss siguieron el ejemplo de Patagonia, al menos en parte. La fibra orgánica sigue siendo un pequeño porcentaje de la producción total de algodón, pero su uso aumenta y su viabilidad demuestra que los negocios no tienen por qué seguir como esclavos la regla de la codicia y la conveniencia cuando entra en conflicto con metas más importantes.

Pero no es necesario ser un dirigente empresarial para creer en lo que se hace y pensar a largo plazo. No es un lujo, ni una prerrogativa de la elite. El administrativo de una empresa de transportes o el cocinero de una cafetería que está comprometido con su trabajo tiene más posibilidades de salir adelante y tener éxito. Lo que es más importante, disfrutará con su trabajo y se sentirá bien consigo mismo mientras lo hace. Eso, y no sólo los beneficios, es la verdadera forma de medir cualquier actividad humana, negocios incluidos.

Tener una visión a largo plazo puede resultar un anacronismo cuando incluso las empresas con éxito cierran aproximadamente a los treinta años, un ciclo de vida más corto que el de la carrera típica de un trabajador. ¿En esta era postindustrial y postmoderna no es el cambio más valioso que la estabilidad? ¿No es la estabilidad un signo de rigidez mediocre? De hecho, rara vez nos hemos de preocupar de que los negocios se vuelvan rígidos con los años. Aun con las mejores intenciones, la mayoría de las empresas se transformarán, se venderán o fracasarán. Consideremos el hecho de que de los varios centenares de fabricantes de coches a principios del siglo pasado, sólo tres han sobrevivido; puede que les espere el mismo destino a los cientos de iniciativas que están en las fronteras de la nueva economía.

Tal como escribió Schumpeter[6] hace mucho tiempo, la “destrucción creativa” es la vía hacia la productividad. Puede que tuviéramos razón al crear el valor para el accionista, pero si adoptamos una visión más amplia de lo que constituye el bienestar, la destrucción creativa se ha de compensar con una preocupación por los valores duraderos. Además, cuando la “destrucción” consiste en saquear las empresas y dejar a los empleados en la calle como basura que no sirve para nada, esto no tiene nada de “creativo”, no es más que una táctica oportuna al servicio de la codicia. Para resistirse a estas fuerzas entrópicas necesitamos dirigentes que desplieguen una visión a largo plazo.

El argumento que presentamos en el capítulo siguiente trata de la felicidad, y más específicamente de lo que pueden hacer las empresas para aumentar el bienestar humano. Ésta es una cuestión que los dirigentes empresariales han podido pasar por alto justificadamente, siempre que se encontraran entre la mayoría que luchaba contra la opresiva aristocracia. Pero ahora que el mundo de los negocios se ha establecido como el segmento líder de la sociedad, con su poder ha heredado la tarea de responder a la pregunta más básica: ¿podemos hacer más felices a las personas?

Tal como todos sospechamos y como nos han confirmado las investigaciones recientes, la respuesta a esta pregunta no puede hallarse sólo en los alicientes materiales. El dinero, la seguridad y el confort pueden ser necesarios para hacernos felices, pero no son suficientes. Una persona también ha de sentir que utiliza todo su talento, que puede desarrollar su potencial y que la vida cotidiana no es agotadora y aburrida, sino que encierra experiencias profundamente agradables. En el capítulo 3 describimos cómo podemos fluir, que es como yo llamo a esta experiencia subjetiva de involucración plena con la vida.

Sin embargo, una buena vida consiste en algo más que simplemente una totalidad de experiencias agradables. Ha de tener también un patrón con sentido, una trayectoria de crecimiento que termine en el desarrollo de una complejidad emocional, cognitiva y social cada vez mayor. En el capítulo 4 se describen qué pasos se han de dar en este desarrollo y empezamos a sugerir qué papel pueden desempeñar los dirigentes empresariales para proporcionar un entorno donde coexistan el flujo y la prosperidad.

Desgraciadamente la mayoría de las firmas no están diseñadas para hacer felices a sus empleados. En el capítulo 5 se describen algunos de los obstáculos más importantes que las organizaciones empresariales interponen en el camino de ese flujo. Todos los dirigentes con visión de futuro que hemos entrevistado para este libro han observado uno o más de estos defectos. Al examinarlos juntos en este capítulo, pueden servirnos de advertencia para lo que un directivo de los cien años ha de intentar evitar.

En el capítulo 6 volvemos a recurrir a la experiencia de los dirigentes con visión de futuro para que nos revelen cómo han podido introducir condiciones en sus organizaciones que potencien ese fluir. Hacer que el trabajo sea agradable, como veremos, contribuye a una mayor productividad y a un mejor estado de ánimo, y respalda el bienestar de los trabajadores.

Mientras los seis primeros capítulos establecen las bases para comprender la felicidad y cómo se puede suprimir o fomentar en el puesto de trabajo, los tres capítulos siguientes, de la tercera parte, ahondan más en la cuestión de qué es lo que hace que la vida tenga sentido, y cuál puede ser el rol de los dirigentes al abordar este tema. El capítulo 7 alega que una visión duradera, tanto en el trabajo como en la vida, extrae su poder del alma: la energía de una persona u organización se entrega a fines que les trascienden. En un grado totalmente inesperado al inicio de este estudio, todos los dirigentes con visión de futuro sacaban su fortaleza y guía de metas que iban mucho más allá de lo que exigían los requerimientos legales de su cargo como presidentes de empresas.

En el capítulo 8 exploramos el tema de cómo podemos hacer que toda nuestra vida sea una sucesión de experiencias de fluir agradables, unificadas por una visión coherente. Los dirigentes actuales con visión de futuro hacen eco de la sabiduría más antigua: para ser feliz de por vida, primero has de conocerte a ti mismo. Cuando aprendemos cuáles son nuestras debilidades y nuestros puntos fuertes, podemos hallar el punto medio entre nuestras habilidades y retos, lo cual es esencial para fluir. Dominar la conciencia –saber cómo controlar nuestra atención y cómo utilizar nuestro tiempo– es el paso siguiente que conduce a un estilo de liderazgo que mejora la felicidad del dirigente y de los otros miembros de la organización.

El argumento del libro se resume y reunifica en el capítulo 9, donde se nos muestra que estamos en la posición para saber lo que supone dirigir una organización que mejore la calidad de vida de todos los implicados en ella. Tal como muestra nuestro estudio, bastantes presidentes de empresas y ejecutivos han descubierto cómo poner en práctica este conocimiento y lo hacen a diario. Pero hay muchas presiones fuertes que evitan que más dirigentes sigan este ejemplo. La más importante entre ellas es la incansable expectativa de aumentar los beneficios financieros, que prácticamente amenaza a los ejecutivos de las empresas públicas con el temor de que les pongan una demanda si desvían los recursos de la meta única de aumentar los ingresos. ¿Y quién les demandará? Básicamente, ustedes y yo. Al final, no habrá buen negocio a menos que la mayoría lleguemos a un acuerdo que debería exigir a los negocios algo más que los grandes beneficios trimestrales. Quizás este libro sirva para explicar el porqué.

2. EL NEGOCIO DE LA FELICIDAD

Los filósofos han defendido durante mucho tiempo que la felicidad es la meta última de la existencia. Aristóteles[7] lo denominó el summum bonum –el “bien supremo”–, pues aunque deseamos otros bienes, como el dinero y el poder, porque creemos que nos harán felices, lo que en realidad queremos es la felicidad. Pero, a pesar de siglos de debates, la cuestión de qué es realmente la felicidad y si de verdad existe, todavía no se ha resuelto. Quizás sólo sea el nombre que damos a un estado donde ya no queda nada que desear. Aunque el estado de la felicidad perfecta pueda ser una ilusión, reconocemos que relativamente todos estamos más satisfechos, contentos y dichosos en unos momentos que en otros. Es la búsqueda de estos momentos lo que constituye el summum bonum de cada individuo.

Puede parecer contraproducente argüir que la felicidad y los negocios tienen algo que ver entre sí, pues para la mayoría de las personas, el trabajo en el mejor de los casos, es un mal necesario, y en el peor, una carga. Sin embargo, ambas cosas están inextricablemente unidas. En esencia, los negocios existen para aumentar el bienestar de la humanidad, desde los primeros comerciantes que transportaban ámbar desde el mar Báltico hasta el Mediterráneo, sal desde la costa de África hasta el interior del país o especias desde las islas del Lejano Oriente hasta el resto del mundo, hasta la actualidad, donde cada año sacamos nuevos modelos de automóviles y la producción y el intercambio de productos sólo tiene sentido si suponemos que mejoran la calidad de nuestra experiencia. Los clientes están dispuestos a pagar por productos y servicios que creen que les harán felices. La pregunta es: ¿qué es lo que en realidad conduce a la felicidad? Hace ya mucho tiempo los filósofos observaron que no hay una única senda hacia la misma: lo que a una persona le produce felicidad a otra puede resultarle indiferente.

En los últimos años, casi tras un siglo[8] de descuido, los psicólogos por fin han reunido valor para enfrentarse a este antiguo y desconcertante enigma. A raíz de ello han surgido algunos resultados inesperados. Por ejemplo, a diferencia de lo que se suele pensar, el dinero y las posesiones materiales no parecen aumentar la felicidad por encima de un umbral mínimo. En otras palabras, si somos muy pobres, tener más dinero nos hará más felices; si, por otra parte, ya tenemos bastante dinero, tener más dinero no parece aportar ningún beneficio significativo. Otros estudios revelan que las personas que sufren tragedias, como quedarse ciegas o paralíticas, se encuentran muy mal durante unos meses, pero al poco tiempo recuperan su habitual estado de felicidad. Lo contrario también es cierto para aquellas personas que se encuentran con fortunas inesperadas: a las que les toca la lotería son felices durante unos meses, luego vuelven a su estado de ánimo habitual o incluso no llegan a igualarlo. Según algunos psicólogos que se inclinan por la genética,[9] dichas investigaciones sugieren que todos tenemos un “punto establecido” para la felicidad que se ve afectado en mayor o menor medida por los acontecimientos externos.

Las relaciones sólidas –un matrimonio estable, muchos amigos– se relacionan con la felicidad, como pertenecer a una comunidad religiosa. Un temperamento optimista y extravertido hace las cosas más fáciles.[10] Lo mismo que tener un trabajo y a ser posible uno que nos guste. Los ciudadanos de países con gobiernos estables y democráticos –como Holanda, Suiza y Nueva Zelanda– en general también son los más felices. Cuando en 1994, en Sudáfrica, se introdujeron las elecciones libres, la felicidad de sus habitantes –y especialmente la de los de color– aumentó considerablemente; desde entonces ha vuelto a descender hasta los niveles anteriores.[11]

Entonces, ¿qué relación tienen estos descubrimientos con los negocios? La respuesta es simple: un producto o servicio valioso es el que los clientes –correcta o incorrectamente– perciben como que les hace más felices. Las oportunidades empresariales consisten en descubrir nuevas formas de abordar este anhelo. Por ejemplo, los primeros transistores electrónicos creados en los laboratorios Bell se consideraba que tenían un valor de mercado insignificante y vendieron las patentes a Sony por unos pocos miles de dólares, que tuvo la idea de colocarlos en radios portátiles. Sony dedujo correctamente que la gente en general era más feliz cuando escuchaba música que cuando no la escuchaba; de ahí que es probable que creyeran que si podían llevar la música encima serían más felices que de costumbre. De este modo se creó un mercado totalmente nuevo para la tecnología electrónica avanzada, basado en el deseo de conseguir la felicidad. Casos similares se han repetido un sinfín de veces: los automóviles que en un principio se vieron como juguetes, los aviones que satisficieron el deseo de sobrevolar la Tierra antes de que se pudiera imaginar ninguna función útil para ellos, los ordenadores personales se hicieron muy populares al principio no sólo porque ahorraban tiempo, sino por todos los juegos que se podían jugar con ellos. Más veces de lo que solemos reconocer, la marcha de la tecnología está motivada por la esperanza de que al final conducirá a la felicidad.

Dada la extensa gama de cosas que la gente cree que les harán felices, ¿existe alguna forma de dar sentido a esta diversidad? Tal como arguyó el psicólogo Abraham Maslow,[12] las necesidades más básicas son las que nos aseguran la supervivencia: comida, ropa, techo. Muchas personas en el mundo no saben de dónde procederá su próxima comida; para ellas, satisfacer el hambre es una forma de felicidad. Pero para los afortunados que no han de preocuparse de la supervivencia, tener más comida o más prendas de abrigo añade sólo un valor limitado. Incluso una mansión de 1.400 metros cuadrados con siete baños de mármol acaba siendo un montón de espacio vacío.

Llegado ese punto, empezamos a preocuparnos por tener más seguridad: conservar lo que tenemos, evitar peligros futuros. Queremos tener un ejército fuerte, buenos cuerpos de policía y de bomberos, leyes justas y una moneda estable. Pero aún cuando estas necesidades están cubiertas, ¿somos felices? No es probable que así sea. Por el contrario, nuestra atención empezará a cambiar la necesidad de amar y la de ser amado por la de pertenecer a una comunidad o entidad mayor que nosotros mismos. Entonces empezamos a buscar esos bienes o servicios que nos prometen hacernos encantadores –ropas, cosméticos, el refresco que anuncian como la clave para atraer a hordas de fabulosas modelos que se lo están pasando en grande en la playa. También nos hacemos de alguna iglesia, club u otras organizaciones que nos conectan con algún propósito superior.