Inteligencia emocional - Daniel Goleman - E-Book

Inteligencia emocional E-Book

Daniel Goleman

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Beschreibung

El Coeficiente de Inteligencia (CI) ¿determina nuestro destino? Mucho menos de lo que pensamos. En este fascinante y persuasivo libro, Daniel Goleman sostiene que nuestra visión de la inteligencia humana es estrecha, pues soslaya un amplio abanico de capacidades esenciales para la vida. Soslaya lo que él llama inteligencia emocional. Apoyándose en la más moderna investigación sobre el cerebro y la conducta, el autor explica por qué personas con un elevado coeficiente intelectual fracasan en sus empresas vitales, mientras que otras con un CI más modesto triunfan clamorosamente. La inteligencia emocional es una forma de interacción con el mundo que tiene muy en cuenta los sentimientos, y engloba habilidades tales como el control de los impulsos, la autoconciencia, la motivación, el entusiasmo, la perseverancia, la empatía, la agilidad mental, etc. Ellas configuran rasgos de carácter como la autodisciplina, la compasión o el altruismo, que resultan indispensables para una buena y creativa adaptación social. El déficit de inteligencia emocional repercute en mil aspectos de la vida cotidiana, desde problemas matrimoniales hasta trastornos de salud. El descuido de la inteligencia emocional puede arruinar muchas carreras y, en el caso de niños y adolescentes, conducir a la depresión, trastronos alimentarios, agresividad, delincuencia. Ahora bien, todos podemos fomentar y robustecer nuestra inteligencia emocional, y el autor nos proporciona una amplia y detallada guía para conseguirlo. Basándose en la forma en que los niños aprenden a modelar sus circuitos cerebrales, Goleman nos enseña también un programa pedagógico para el desarrollo integral del ser humano. El futuro no está escrito en ninguna parte; la inteligencia emocional no es un parámetro fijado desde el momento del nacimiento: cabe desarrollarla, cuidarla, fomentarla. Inteligencia emocional se ha convertido, desde su aparición en los Estados Unidos, en un best-seller mundial.

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Título original: EMOTIONAL INTELLIGENCEDiseño cubierta: Ana y Agustín Pániker

© 1995 by Daniel Goleman© de la edición en castellano:1996 by Editorial Kairós, S.A.

Primera edición: Octubre 1996Primera edición digital: Julio 2010

ISBN-13: 978-84-7245-371-5ISBN digital: 978-84-7245-787-4

Composición: Replika Press Pvt. Ltd. India

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

Para Tara, manantial de la sabiduría emocional

INTRODUCCIÓN

Edición en el décimo aniversario deInteligencia emocional

En 1990, mientras desempeñaba mi trabajo como periodista científico en el New York Times, descubrí por casualidad en una publicación académica un artículo escrito por los psicólogos John Mayer (que hoy trabaja en la University of New Hampshire) y Peter Salovey (de la Yale University), en el que ambos autores esbozaban su primera formulación de un concepto al que habían denominado “inteligencia emocional”.

Nadie ponía en duda, en aquellos días, la importancia del cociente intelectual como criterio de excelencia en la vida y todo el debate se reducía a si éste tenía un origen genético o si, por el contrario, se debía a la experiencia. De pronto, sin embargo, irrumpió en escena una nueva noción sobre los ingredientes fundamentales del éxito en la vida que me impactó hasta el punto de convertirla en el título del libro publicado en el año 1995. Al igual que había ocurrido con Mayer y Salovey, esa expresión sintetizaba, en mi opinión, un amplio rango de descubrimientos científicos que unificaba distintas líneas de investigación y que no revisaba tan sólo la teoría, sino que también incluía un amplio rango de interesantes avances científicos como, por ejemplo, los primeros resultados del incipiente campo de la neurociencia afectiva (que se ocupa de investigar el modo en que el cerebro regula las emociones).

Recuerdo haber pensado, poco antes de que este libro viese la luz hace ahora diez años que, si algún día llegaba a escuchar casualmente una conversación entre dos desconocidos que empleasen la expresión inteligencia emocional entendiendo su significado, habría conseguido finalmente mi intención de difundir el concepto en nuestra sociedad. Poco imaginaba entonces lo que el futuro iba a depararme.

La expresión inteligencia emocional (o su abreviatura equivalente CE [cociente emocional]) es hoy en día tan ubicua que aparece en contextos tan diferentes e insólitos como las tiras cómicas de Dilbert y Zippy the Pinhead y el arte secuencial de Roz Chast en The New Yorker. He visto cajas de juguetes que pretenden contribuir al desarrollo de la IE del niño, anuncios personales que afirman buscar eso mismo en su pareja y hasta, en cierta ocasión, encontré, en la etiqueta de la botella de champú de una habitación de hotel, un chiste sobre la IE.

El concepto ha llegado prácticamente a todos los rincones de nuestro planeta hasta el punto de que el cociente emocional [CE] ha acabado convirtiéndose, según me dicen, en una expresión conocida en lenguajes tan diversos como el chino, el alemán, el portugués, el coreano y el malayo (aunque yo sigo prefiriendo la abreviatura IE para referirme a la inteligencia emocional). No es infrecuente descubrir, en el buzón de mi correo electrónico, consultas procedentes de estudiantes de doctorado de Bulgaria, maestros de escuela de Polonia, estudiantes universitarias de Indonesia, asesores comerciales de Sudáfrica, expertas en gestión empresarial del sultanato de Omán o ejecutivos de Shanghai. Los alumnos de ciencias empresariales de la India estudian la IE y el liderazgo, los CEO [Chief Operative Executive]* de Argentina recomiendan a sus alumnos el libro que posteriormente escribí sobre ese tema y también he escuchado decir a personas que se dedican al estudio del cristianismo, el judaísmo, el islam, el hinduismo y el budismo, que han descubierto la existencia de grandes paralelismos entre la noción de IE y sus propias creencias.

Para mí, ha sido muy gratificante la acogida que han tenido adaptaciones de este concepto al ámbito educativo en forma de programas sobre “aprendizaje social y emocional” [Social and Emotional Learning o SEL]. En el año 1995, sólo había unos pocos programas que se ocupaban de enseñar a los niños las habilidades de la inteligencia emocional pero, diez años más tarde, son decenas de miles las escuelas diseminadas por todo el mundo que brindan a sus alumnos la posibilidad de seguir este tipo de programas. En los Estados Unidos, sin ir más lejos, son muchos los distritos escolares, e incluso los estados, que han incluido los programas SEL como parte indispensable del currículum en la convicción de que, del mismo modo que los alumnos deben alcanzar un cierto nivel de competencia en matemáticas y lenguaje, también deben lograr un cierto dominio de estas habilidades tan esenciales para la vida.

El estado de Illinois, por ejemplo, ha establecido normas concretas para la enseñanza de las habilidades SEL desde el jardín de infancia hasta el último curso de enseñanza secundaria. Para ilustrar este detallado y comprehensivo programa diremos que los alumnos de los primeros años de enseñanza elemental aprenden a reconocer y a nombrar concretamente sus emociones y el modo en que les impulsan a actuar. Al finalizar la escuela primaria, los niños deben haber desarrollado la suficiente empatía como para poder identificar pistas no verbales que les indiquen lo que esté sintiendo otra persona. Durante el período de la enseñanza media deben ser capaces no sólo de analizar lo que les genera tensión, sino también aquello que les motiva a lograr un mejor desempeño. En el caso de la enseñanza secundaria, las habilidades SEL que deben aprender incluyen saber escuchar y hablar de un modo que contribuya a resolver conflictos en lugar de generarlos y saber negociar para alcanzar soluciones satisfactorias para todos los implicados.

Singapur ha emprendido una iniciativa puntera en la aplicación de programas SEL, como también ha ocurrido en algunas escuelas de Malasia, Hong Kong, Japón y Corea y que, en el caso de Europa, ha sido encabezada por el Reino Unido. Ya son más de una docena de países cuyo sistema educativo tiene en cuenta la IE, como sucede con Australia, Nueva Zelanda y algunos países latinoamericanos y africanos. En 2002, la UNESCO puso en marcha una iniciativa de alcance mundial remitiendo a los ministros de educación de ciento cuarenta países una declaración de los diez principios básicos imprescindibles para poner en marcha programas SEL.

En algunas naciones y en algunos estados de nuestro país, SEL se ha convertido en un paraguas institucional que apunta a factores tan diversos como la educación del carácter, la prevención de la violencia, del acoso escolar, la prevención de la drogadicción y el mantenimiento de la disciplina escolar y cuyo objetivo no es tanto el de reducir la incidencia de estos problemas en la población escolar, como el de mejorar el clima general de la escuela y, en última instancia, el desempeño académico de los alumnos.

En 1995 esbocé los indicios preliminares de los que entonces disponíamos, según los cuales, el SEL es el ingrediente fundamental de los programas que no sólo aumentan la tasa de aprendizaje infantil, sino que también impiden la aparición de problemas tales como la violencia. Hoy en día podemos afirmar sin duda alguna que la investigación científica ha demostrado que la autoconciencia, la confianza en uno mismo, la empatía y la gestión más adecuada de las emociones e impulsos perturbadores, no sólo mejoran la conducta del niño, sino que también inciden muy positivamente en su rendimiento académico.

Éstas son las buenas noticias que nos proporcionan los resultados de un metaanálisis recientemente dirigido por Roger Weissberg (director del Collaborative for Academic, Social, and Emotional Learning de la University of Illinois de Chicago, una organización puntera en la puesta en marcha de programas SEL en todo el mundo) con base en seiscientos sesenta y ocho estudios de evaluación de programas SEL que van desde el nivel preescolar hasta la conclusión de la enseñanza secundaria.1

Según este estudio, las notas de los exámenes puntuales así como el promedio general de las calificaciones de los alumnos que han seguido este tipo de programas ponen claramente de relieve su positiva contribución al aumento del rendimiento académico. Así, por ejemplo, el 50% de los alumnos de escuelas que participaron en este estudio mostraron una mejora significativa en las pruebas puntuales y el 38% aumentó también su promedio de calificación. Los programas SEL también demostraron contribuir a generar un ambiente escolar más seguro ya que, en las escuelas que aplican dichos programas, los incidentes de mala conducta descendieron un 28%, las expulsiones un 44% y otras medidas disciplinarias lo hicieron un 27%. Al mismo tiempo, también aumentó la tasa de asistencia a clase, mientras que el 63% de los estudiantes exhibió un comportamiento significativamente más positivo, unos datos muy esperanzadores en el entorno de la investigación sociológica sobre cualquier programa orientado a provocar cambios de conducta. Los programas SEL, pues, parecen haber cumplido con creces sus promesas.

En el año 1995 también avancé que gran parte de la eficacia de SEL podía derivarse de su impacto en el modelado de los circuitos neuronales del niño y, muy especialmente, de las funciones ejecutivas de la corteza prefrontal que controlan la memoria de trabajo –indispensable para el aprendizaje– e inhiben los impulsos emocionales perturbadores. Hoy en día disponemos de la primera evidencia científica de esa hipótesis, aportada por Mark Greenberg (de la Pennsylvania State University, co-autor del programa Paths), que no sólo concluye que este programa para alumnos de escuela primaria alienta el rendimiento académico, sino también –y más importante– que tal incidencia en el aprendizaje se debe a una mejora en el funcionamiento de la atención y de la memoria de trabajo, funciones clave de la corteza prefrontal.2 Ésta parece una prueba irrefutable de que la neuroplasticidad, el modelado del cerebro a través de la experiencia repetida, desempeña un papel fundamental en los beneficios que acompañan a los programas SEL.

Pero la mayor de las sorpresas tal vez haya sido, para mí, el impacto que ha provocado la IE en el mundo empresarial, especialmente en las áreas del liderazgo y de la promoción de los trabajadores (una forma de educación para adultos). En ese sentido, la Harvard Business Review ha llegado a calificar a la inteligencia emocional como «un concepto revolucionario, una noción arrolladora, una de las ideas más influyentes de la década» en el mundo empresarial.

En este ámbito, este tipo de afirmaciones suele ser, con demasiada frecuencia, una mera moda pasajera pero, en el caso que ahora nos ocupa, muchos de los investigadores de todo el mundo que han trabajado con la IE aseguran que su aplicación se asienta en datos bien fundamentados. El Consortium for Research on Emocional Intelligence in Organizations (CREIO) con sede en la Rutgers University ha promovido este tipo de investigaciones colaborando con organismos que van desde el Office of Personnel Management del gobierno federal hasta American Express.

Son muchas las empresas que hoy en día utilizan la lente proporcionada por la IE para contratar, promocionar y formar a sus empleados. Johnson & Johnson (otro de los miembros de CREIO), por ejemplo, ha descubierto, en un estudio llevado a cabo en sus delegaciones de todo el mundo, que las personas que, a mediados de su vida laboral, fueron identificadas con una mayor capacidad de liderazgo, mostraban una puntuación mucho mayor en las competencias IE que sus colegas menos prometedores. CREIO sigue alentando este tipo de investigación, que puede ofrecer líneas directrices científicamente fundamentadas a organizaciones que aspiran a aumentar su capacidad de logro, sus objetivos comerciales o a cumplir cabalmente su misión.

Cuando Salovey y Mayer publicaron, en 1990, su influyente artículo, nadie podía haber imaginado el desarrollo que, sólo quince años después, lograría alcanzar el campo académico que contribuyeron a fundar. Éste es un dominio en el que la investigación ha florecido muchísimo ya que mientras que, en 1995, casi no había literatura científica en torno a la IE, hoy en día el campo cuenta con legiones de investigadores. Una búsqueda en la base de datos sobre tesis doctorales que investigan aspectos del rendimiento de la inteligencia emocional pone de relieve la existencia de más de setecientas concluidas hasta la fecha y muchas otras que se hallan en proceso de elaboración, por no mencionar las realizadas por profesores y otras no incluidas en esa base de datos.3 El desarrollo de este dominio académico debe mucho a Mayer y Salovey que, junto a su colega David Caruso, un asesor comercial, se han esforzado infatigablemente en promover la aceptación científica de la inteligencia emocional. Al formular una teoría científicamente aceptable de la inteligencia emocional y al proporcionar una medida rigurosa de esta habilidad vital, han establecido un criterio de investigación impecable para el desarrollo de este campo.

Otra gran fuente de prometedores descubrimientos académicos sobre la IE nos la proporciona Reuven Bar-On, que actualmente trabaja en la Facultad de Medicina de la University of Texas de Houston, cuya propia teoría sobre la inteligencia emocional –y el entusiasmo y la alta energía– ha inspirado muchos estudios que emplean una prueba diseñada por él. La influencia de Bar-On ha sido también decisiva en la escritura y edición de selecciones de textos académicos que han contribuido a que el concepto llegase a una masa crítica de lectores, entre los que cabe destacar su Handbook of Emotional Intelligence.

El desarrollo del campo de estudio de la IE ha tropezado con una cierta oposición dentro del mundo especializado de los estudiosos de la inteligencia, especialmente de quienes sólo admiten el CI** como medida aceptable de las capacidades humanas. Pero, a pesar de ello, sin embargo, este dominio ha acabado convirtiéndose en un paradigma vivo. Como dijo el filósofo de la ciencia Thomas Kuhn, cualquier modelo teórico importante debe verse sometido a un proceso de continua revisión y perfeccionamiento en la medida en que van acumulándose los datos, un proceso que parece ilustrar perfectamente el caso de la IE.

Hasta el momento, disponemos de tres grandes modelos de la IE, que incluyen decenas de variantes, cada una de las cuales representa una perspectiva diferente. El modelo de Salovey y Mayer se asienta firmemente en el concepto tradicional de inteligencia conformado por el trabajo original sobre el CI llevado a cabo hace ya un siglo. El modelo puesto en marcha por Reuven, por su parte, se basa en su propia investigación sobre el bienestar. Mi modelo, por último, se centra en el desempeño en el mundo de la empresa y del liderazgo organizativo, combinando la teoría de la IE con décadas de investigación sobre el modelado de las competencias que diferencian a los trabajadores “estrella” de aquellos otros cuyo desempeño no supera el promedio.

Resulta desafortunado que ciertas interpretaciones erróneas de este libro hayan generado algunos mitos que ahora quisiera despejar. Uno de ellos es la estrambótica –aunque muy difundida– conclusión de que “el CE explica en torno al 80% del éxito”, una afirmación realmente falaz.

Esta falacia parece derivarse de los datos que sugieren que el CI da cuenta de casi el 20% del éxito profesional. Pero lo cierto es que esa estimación –porque no deja de ser más que una estimación– no explica los demás factores que determinan el 80% restante y en modo alguno significa que esos factores dependan de variables estrictamente ligadas a la inteligencia emocional. No olvidemos que son muchos, en este sentido, los factores que intervienen, junto a la inteligencia emocional, desde la salud y la educación de la familia en que nacimos hasta el temperamento, el azar y similares.

Como señalan John Mayer y sus colegas: «Para el lector poco avezado en estos temas, hablar del “80% inexplicado de la varianza” sugiere la posible existencia de una variable soslayada hasta ahora que realmente pueda predecir grandes segmentos del éxito en la vida. Pero esto, por más deseable que sea, no lo ha logrado ninguna de las variables estudiadas a lo largo de un siglo de psicología».4

Otro de los errores de interpretación más frecuentes consiste en aplicar la idea de que “la IE es más importante que el CI” a ámbitos tales como el logro académico, donde no se aplica sin una adecuada adaptación. La forma más extrema de este error es el mito de que la importancia de la IE siempre es mayor que la del CI.

Lo cierto es que la inteligencia emocional destaca especialmente sobre el CI en aquellos dominios “blandos” en los que la relevancia del intelecto para el éxito es relativamente menor, es decir, en aquellos dominios en los que habilidades tales como la autorregulación emocional y la empatía, por ejemplo, son más decisivas que las competencias estrictamente cognitivas.

En tal caso, la incidencia de los factores emocionales en nuestra vida es decisiva como sucede, por ejemplo (como señalamos en el Capítulo 11), con el caso de la salud, hasta el punto de que las emociones perturbadoras y las relaciones tóxicas han sido identificadas como factores de riesgo que favorecen la aparición de algunas enfermedades. Son muchas las investigaciones que han puesto de manifiesto que las personas que gestionan de manera más consciente y sosegada su vida afectiva gozan de una salud comparativamente mejor.

Otro ámbito muy importante en este mismo sentido es el del amor y el de las relaciones personales (ver Capítulo 9) donde, como todos sabemos, las personas muy inteligentes pueden hacer cosas muy estúpidas. Un tercer dominio –sobre el que, no obstante, no he escrito nada aquí– es el del rendimiento en el deporte de élite, un ámbito en el que –como me dijo un psicólogo deportivo que entrena al equipo olímpico de los Estados Unidos–, todos los integrantes cuentan con las diez mil horas requeridas de práctica para alcanzar la excelencia en este dominio, de modo que el éxito depende del equipamiento mental del atleta.

Los descubrimientos realizados sobre el liderazgo en el mundo empresarial y profesional nos proporcionan una imagen bastante más compleja (ver Capítulo 10). En este ámbito, el CI constituye un excelente predictor de la capacidad de afrontar los retos cognitivos que exige una determinada posición y son centenares –si no miles– los estudios que demuestran que el CI predice, sin la menor duda, el escalafón profesional al que puede acceder una determinada persona.

Pero el valor predictivo del CI parece desvanecerse cuando de lo que se trata es de determinar quiénes, de entre un amplio abanico de candidatos intelectualmente preparados, acabarán alcanzando una posición de liderazgo. Esto se debe, en parte, al llamado “efecto piso”, es decir, que quienes ocupan los escalones superiores de una determinada profesión o los niveles más elevados de una gran organización, ya ha sido seleccionados en función de sus capacidades intelectuales y de su experiencia. A esa altura del escalafón, el CI elevado se convierte en la capacidad “umbral” necesaria no sólo para llegar a ese nivel, sino también para mantenerse en él.

Como ya dije en mi libro de 1998 La práctica de la inteligencia emocional, los factores que mejor “discriminan”, de entre un grupo de personas igualmente inteligentes, a quienes mostrarán una mayor capacidad de liderazgo, no son el CI ni las habilidades técnicas, sino las relacionadas con la IE. Basta con revisar la lista de competencias descubiertas de manera independiente por organizaciones de todo el mundo para identificar a sus líderes “estrella” y comprobar que el CI y las habilidades técnicas son menos importantes cuanto más elevada es la posición ocupada. (En este sentido, también debemos decir que el CI y la pericia técnica son predictores mucho más claros de la excelencia cuanto más bajo es el escalafón considerado.)

Ésta es una idea que desarrollé más detenidamente en mi libro de 2002 El líder resonante crea más (escrito en colaboración con Richard Boyatzis y Annie McKee). En los niveles más elevados, la tasa de habilidades relacionadas con la IE que presentan los modelos del liderazgo competente oscila entre el 80 y el 100%. Como dijo la directora de investigación de una empresa que se dedica a la caza de talentos por todo el mundo: «Los CEO son contratados por su capacidad intelectual y su experiencia comercial y despedidos por su falta de inteligencia emocional».

Cuando escribí Inteligencia emocional, mi papel era el de un periodista científico escribiendo una crónica sobre una nueva tendencia en el campo de la psicología, especialmente en la intersección entre la neurociencia y el estudio de las emociones pero, en la medida en que fue aumentando mi implicación en el campo de la IE, volví a asumir mi vieja función como psicólogo para ofrecer mi propia visión al respecto y, como consecuencia de todo ello, mi formulación de la inteligencia emocional ha avanzado mucho desde entonces.

En La práctica de la inteligencia emocional esbocé un amplio marco de referencia que refleja el modo en que los principios fundamentales de la IE –la conciencia de uno mismo, la autogestión, la conciencia social y la capacidad para manejar las relaciones– se traducen en el éxito en el mundo laboral, para lo cual, tomé prestado de David McClelland –el psicólogo de Harvard que había sido mi mentor en la universidad– el concepto de competencia.

Así, mientras que la inteligencia emocional determina nuestra capacidad para aprender los rudimentos del autocontrol y similares, la competencia emocional se refiere a nuestro grado de dominio de esas habilidades de un modo que se refleje en el ámbito laboral. El dominio de una determinada competencia emocional, como el servicio a los clientes o el trabajo en equipo, por ejemplo, requiere el desarrollo de algunas de las habilidades subyacentes a los principios fundamentales de la IE, concretamente, la conciencia social y la gestión de las relaciones. Sin embargo, las competencias emocionales son habilidades aprendidas y el hecho de poseer una buena conciencia social o de ser hábil en la gestión de las relaciones no garantiza el dominio del aprendizaje adicional requerido para relacionarse diestramente con un cliente o resolver un conflicto. Lo único que, en tal caso, sucede es que uno simplemente tiene la capacidad potencial de convertirse en un experto en ese tipo de aptitudes.

Dicho de otro modo, las capacidades subyacentes a la IE son una condición necesaria, aunque no suficiente, para evidenciar una determinada competencia o habilidad laboral. El ejemplo, procedente del ámbito cognitivo, del estudiante que posee una excelente capacidad de representación espacial, pero que jamás aprende geometría y, mucho menos, se convierte en arquitecto, ilustra perfectamente lo que queremos decir. Lo mismo podríamos afirmar con respecto a la persona empática que, no obstante, demuestra una ostensible incapacidad para relacionarse con los clientes, porque no ha desarrollado las competencias necesarias para desempeñar el trabajo de servicio al cliente. (Los lectores interesados en conocer mi modelo de veinte competencias emocionales agrupadas en cuatro clusters de la IE harían bien en leer el Apéndice de El líder resonante crea más).

En 1995 presenté datos de un estudio sobre una muestra a escala nacional demográficamente representativa de más de tres mil niños entre siete y dieciséis años que habían sido valorados por sus padres y maestros y que mostraban que, en la década que iba desde mediados de los setenta hasta mediados de los ochenta, los indicadores de bienestar emocional entre los niños de Estados Unidos experimentaron una notable disminución. Esos niños estaban más preocupados y tenían más problemas (desde la soledad y la ansiedad hasta la desobediencia y el llanto) que los de otras épocas. (Aunque obviamente siempre hay –sean cuales fueren los resultados estadísticos– excepciones individuales, es decir, niños que crecen hasta convertirse en seres humanos sobresalientes.)

Pero un estudio posterior, realizado en 1999, parece evidenciar una notable mejora en este sentido, ya que los niños puntuaron mucho mejor que los de finales de los ochenta aunque sin recuperar todavía, por cierto, los niveles alcanzados a mediados de los setenta.5 Es cierto que, en general, los padres todavía siguen quejándose de sus hijos, se preocupan de las “malas influencias” que puedan recibir y dicen que las cosas están hoy peor que nunca, pero la tendencia es claramente ascendente.

Francamente, estoy desconcertado. Yo hubiera supuesto que los niños de hoy son víctimas inocentes del progreso económico y tecnológico y menos diestros en las habilidades de la IE porque sus padres pasan más tiempo en el trabajo que los de generaciones anteriores, por el aumento de la movilidad laboral ha cortado los vínculos con la familia extendida y porque el tiempo “libre” se ha estructurado y organizado excesivamente. Después de todo, la transmisión de la inteligencia emocional tenía tradicionalmente lugar en medio de los avatares de la vida cotidiana –en la relación con los padres y los parientes y en el tráfago del juego–, oportunidades de las que ahora ya no disponen los niños en la misma medida.

Además, también debemos tener en cuenta el factor tecnológico porque, en la actualidad, los niños pasan más tiempo a solas que nunca antes en la historia de la humanidad sin apartar la vista de un monitor, lo que equivale a un experimento social a una escala que carece de precedentes. ¿Se convertirán esos niños tecnológicamente sabios en adultos que estén tan cómodos con los demás como lo están con los ordenadores? Yo creía que pasar la infancia en un mundo virtual afectaría negativamente a la destreza de nuestros niños en las habilidades de relación interpersonal.

Ésas eran mis cavilaciones y aunque, en la última década, no parece haber ocurrido nada que invierta esas tendencias, los niños parecen, no obstante, desempeñarse mejor en estos dominios.

Thomas Achenbach, psicólogo de la University of Vermont que ha dirigido estos estudios, esboza las hipótesis de que la bonanza económica de los noventa mejoró la situación de los niños y de los adultos (porque más trabajo y menos delito supone una mejor educación) y de, en el caso de que cayéramos en una recesión económica, asistiríamos a otro declive en esta medida de las habilidades vitales de los niños. Sólo el tiempo lo dirá.

La extraordinaria velocidad con la que la IE se ha convertido en un asunto importante en un amplio abanico de campos dificulta la predicción, pero permítanme ofrecerles algunas ideas sobre lo que espero que ocurra al respecto en un breve futuro.

Muchas de las ventajas asociadas al desarrollo de las capacidades ligadas a la inteligencia emocional han ido a parar a los más privilegiados, como ejecutivos empresariales de alto rango y niños de colegios privados aunque también, obviamente, se han beneficiado muchos niños de barrios empobrecidos en cuyas escuelas se han puesto en marcha programas SEL. Pero yo espero una pronta democratización de las ventajas que supone el desarrollo de esta habilidad humana que llegue también a los más desfavorecidos, como las familias pobres (en las que los niños sufren a menudo heridas emocionales que determinan negativamente su existencia) y los establecimientos penitenciarios (especialmente en el caso de los jóvenes delincuentes que podrían beneficiarse enormemente del desarrollo de habilidades como el manejo de la ira, la conciencia de uno mismo y la empatía). Estoy convencido de que, con el adecuado desarrollo de estas habilidades, sus vidas mejorarían y sus comunidades serían también más seguras.

Asimismo, me gustaría contemplar una expansión del alcance de la inteligencia emocional que ampliase el foco desde el ámbito individual e interno a lo que ocurre en la interacción personal, tanto interindividual como en el seno de grupos mayores. Ya hay algunas investigaciones que han dado este salto, como ilustra, por ejemplo, el trabajo realizado por la psicóloga Vanessa Druskat de la University of New Hampshire sobre el desarrollo de equipos emocionalmente inteligentes, pero todavía queda mucho camino por recorrer en este sentido.

Por último, imagino que llegará un día en el que la inteligencia emocional se haya extendido e integrado de tal modo en nuestras vidas que ya no sea necesario mencionarla. En ese hipotético futuro, SEL se habrá convertido en una práctica habitual en las escuelas de todo el mundo. En ese hipotético futuro, las cualidades distintivas de la IE (como la conciencia de uno mismo, el manejo de las emociones destructivas y la empatía) se habrán convertido en elementos fundamentales del entorno laboral, “artículos indispensables”, por así decirlo, para ser contratados y aspirar a un ascenso y, más especialmente, para poder alcanzar posiciones de liderazgo. Si el alcance de la IE llegase, en suma, a equipararse al del CI y acabase integrándose en la sociedad como una medida de las cualidades humanas, nuestras familias, nuestras escuelas y nuestras comunidades serían más humanas y sanas.

* Máximo responsable ejecutivo de una empresa, que equivale, aproximadamente, a nuestro cargo de director general. (N. de los T).

** CI: coeficiente o cociente intelectual (N. de los T).

EL DESAFÍO DE ARISTÓTELES

Cualquiera puede enfadarse, eso es algo muy sencillo. Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente, no resulta tan sencillo.

Aristóteles, Ética a Nicómaco.

Era una bochornosa tarde de agosto en la ciudad de Nueva York, uno de esos días asfixiantes que hacen que la gente se sienta nerviosa y malhumorada. En el camino de regreso a mi hotel, tomé un autobús en la avenida Madison y, apenas subí al vehículo, me impresionó la cálida bienvenida del conductor, un hombre de raza negra de mediana edad en cuyo rostro se esbozaba una sonrisa entusiasta, que me obsequió con un amistoso «¡Hola! ¿Cómo está?», un saludo con el que recibía a todos los viajeros que subían al autobús mientras éste iba serpenteando por entre el denso tráfico del centro de la ciudad. Pero, aunque todos los pasajeros eran recibidos con idéntica amabilidad, el sofocante clima del día parecía afectarles hasta el punto de que muy pocos le devolvían el saludo.

No obstante, a medida que el autobús reptaba pesadamente a través del laberinto urbano, iba teniendo lugar una lenta y mágica transformación. El conductor inició, en voz alta, un diálogo consigo mismo, dirigido a todos los viajeros, en el que iba comentando generosamente las escenas que desfilaban ante nuestros ojos: rebajas en esos grandes almacenes, una hermosa exposición en aquel museo y qué decir de la película recién estrenada en el cine de la manzana siguiente. La evidente satisfacción que le producía hablarnos de las múltiples alternativas que ofrecía la ciudad era contagiosa, y cada vez que un pasajero llegaba al final de su trayecto y descendía del vehículo, parecía haberse sacudido de encima el halo de irritación con el que subiera y, cuando el conductor le despedía con un «¡Hasta la vista! ¡Que tenga un buen día!», todos respondían con una abierta sonrisa.

El recuerdo de aquel encuentro ha permanecido conmigo durante casi veinte años. Aquel día acababa de doctorarme en psicología, pero la psicología de entonces prestaba poca o ninguna atención a la forma en que tienen lugar estas transformaciones. La ciencia psicológica sabía muy poco –si es que sabía algo– sobre los mecanismos de la emoción. Y, a pesar de todo, no cabe la menor duda de que el conductor de aquel autobús era el epicentro de una contagiosa oleada de buenos sentimientos que, a través de sus pasajeros, se extendía por toda la ciudad. Aquel conductor era un conciliador nato, una especie de mago que tenía el poder de conjurar el nerviosismo y el mal humor que atenazaban a sus pasajeros, ablandando y abriendo un poco sus corazones.

Veamos ahora el marcado contraste que nos ofrecen algunas noticias recogidas en los periódicos de la última semana:

En una escuela local, un niño de nueve años, aquejado de un acceso de violencia porque unos compañeros de tercer curso le habían llamado «mocoso», vertió pintura sobre pupitres, ordenadores e impresoras y destruyó un automóvil que se hallaba estacionado en el aparcamiento.

Ocho jóvenes resultan heridos a causa de un incidente ocurrido cuando una multitud de adolescentes se apiñaban en la puerta de entrada de un club de rap de Manhattan. El incidente, que se inició con una serie de empujones, llevó a uno de los implicados a disparar sobre la multitud con un revólver de calibre 38. El periodista subraya el aumento alarmante de estas reacciones desproporcionadas ante situaciones nimias que se interpretan como faltas de respeto.

Según un informe, el cincuenta y siete por ciento de los asesinatos de menores de doce años fueron cometidos por sus padres o padrastros. En casi la mitad de los casos, los padres trataron de justificar su conducta aduciendo que «lo único que deseaban era castigar al pequeño», cuya falta, la mayoría de las veces, había consistido en una «infracción» tan grave como ponerse delante del televisor, gritar o ensuciar los pañales.

Un joven alemán es juzgado por provocar un incendio que terminó con la vida de cinco mujeres y niñas de origen turco mientras éstas dormían. El joven, integrante de un grupo neonazi, trató de disculpar su conducta aludiendo a su inestabilidad laboral, a sus problemas con el alcohol y a su creencia de que los culpables de su mala fortuna eran los extranjeros. Y, con un hilo de voz apenas audible, concluyó su declaración diciendo «Me arrepentiré toda la vida. Estoy profundamente avergonzado de lo que hicimos».

A diario, los periódicos nos acosan con noticias que hablan del aumento de la inseguridad y de la degradación de la vida ciudadana, fruto de una irrupción descontrolada de los impulsos. Pero este tipo de noticias simplemente nos devuelve la imagen ampliada de la creciente pérdida de control sobre las emociones que tiene lugar en nuestras vidas y en las vidas de quienes nos rodean. Nadie permanece a salvo de esta marea errática de arrebatos y arrepentimientos que, de una manera u otra, acaba salpicando toda nuestra vida.

En la última década hemos asistido a un bombardeo constante de este tipo de noticias que constituye el fiel reflejo de nuestro grado de torpeza emocional, de nuestra desesperación y de la insensatez de nuestra familia, de nuestra comunidad y, en suma, de toda nuestra sociedad. Estos años constituyen la apretada crónica de la rabia y la desesperación galopantes que bullen en la callada soledad de unos niños cuya madre trabajadora los deja con la televisión como única niñera, en el sufrimiento de los niños abandonados, descuidados o que han sido víctimas de abusos sexuales y en la mezquina intimidad de la violencia conyugal. Este malestar emocional también es el causante del alarmante incremento de la depresión en todo el mundo y de las secuelas que deja tras de sí la inquietante oleada de la violencia: escolares armados, accidentes automovilísticos que terminan a tiros, parados resentidos que masacran a sus antiguos compañeros de trabajo, etcétera. Abuso emocional, heridas de bala y estrés postraumático son expresiones que han llegado a formar parte del léxico familiar de la última década, al igual que el moderno cambio de eslógan desde el jovial «¡Que tenga un buen día!» a la suspicacia del «¡Hazme tener un buen día!».

Este libro constituye una guía para dar sentido a lo aparentemente absurdo. En mi trabajo como psicólogo y –en la última década– como periodista del New York Times, he tenido la oportunidad de asistir a la evolución de nuestra comprensión científica del dominio de lo irracional. Desde esta privilegiada posición he podido constatar la existencia de dos tendencias contrapuestas, una que refleja la creciente calamidad de nuestra vida emocional y la otra que nos parece brindarnos algunas soluciones sumamente esperanzadoras.

¿POR QUÉ ESTA INVESTIGACIÓN AHORA?

A pesar de la abundancia de malas noticias, durante la última década hemos asistido a una eclosión sin precedentes de investigaciones científicas sobre la emoción, uno de cuyos ejemplos más elocuentes ha sido el poder llegar a vislumbrar el funcionamiento del cerebro gracias a la innovadora tecnología del escáner cerebral. Estos nuevos medios tecnológicos han desvelado por vez primera en la historia humana uno de los misterios más profundos: el funcionamiento exacto de esa intrincada masa de células mientras estamos pensando, sintiendo, imaginando o soñando. Este aporte de datos neurobiológicos nos permite comprender con mayor claridad que nunca la manera en que los centros emocionales del cerebro nos incitan a la rabia o al llanto, el modo en que sus regiones más arcaicas nos arrastran a la guerra o al amor y la forma en que podemos canalizarlas hacia el bien o hacia el mal. Esta comprensión –desconocida hasta hace muy poco– de la actividad emocional y de sus deficiencias pone a nuestro alcance nuevas soluciones para remediar la crisis emocional colectiva.

Para escribir este libro he tenido que aguardar a que la cosecha de la ciencia fuera lo suficientemente fructífera. Este conocimiento ha tardado tanto en llegar porque, durante muchos años, la investigación ha soslayado el papel desempeñado por los sentimientos en la vida mental, dejando que las emociones fueran convirtiéndose en el gran continente inexplorado de la psicología científica. Y todo este vacío ha propiciado la aparición de un torrente de libros de autoayuda llenos de consejos bien intencionados, aunque basados, en el mejor de los casos, en opiniones clínicas con muy poco fundamento científico, si es que poseen alguno. Pero hoy en día la ciencia se halla, por fin, en condiciones de hablar con autoridad de las cuestiones más apremiantes y contradictorias relativas a los aspectos más irracionales del psiquismo y de cartografiar, con cierta precisión, el corazón del ser humano.

Esta tarea constituye un auténtico desafío para quienes suscriben una visión estrecha de la inteligencia y aseguran que el CI* es un dato genético que no puede ser modificado por la experiencia vital y que el destino de nuestras vidas se halla, en buena medida, determinado por esta aptitud. Pero este argumento pasa por alto una cuestión decisiva: ¿qué cambios podemos llevar a cabo para que a nuestros hijos les vaya bien en la vida? ¿Qué factores entran en juego, por ejemplo, cuando personas con un elevado CI no saben qué hacer mientras que otras, con un modesto, o incluso con un bajo CI, lo hacen sorprendentemente bien? Mi tesis es que esta diferencia radica con mucha frecuencia en el conjunto de habilidades que hemos dado en llamar inteligencia emocional, habilidades entre las que destacan el autocontrol, el entusiasmo, la perseverancia y la capacidad para motivarse a uno mismo. Y todas estas capacidades, como podremos comprobar, pueden enseñarse a los niños, brindándoles así la oportunidad de sacar el mejor rendimiento posible al potencial intelectual que les haya correspondido en la lotería genética.

Más allá de esta posibilidad puede entreverse un ineludible imperativo moral. Vivimos en una época en la que el entramado de nuestra sociedad parece descomponerse aceleradamente, una época en la que el egoísmo, la violencia y la mezquindad espiritual parecen socavar la bondad de nuestra vida colectiva. De ahí la importancia de la inteligencia emocional, porque constituye el vínculo entre los sentimientos, el carácter y los impulsos morales. Además, existe la creciente evidencia de que las actitudes éticas fundamentales que adoptamos en la vida se asientan en las capacidades emocionales subyacentes. Hay que tener en cuenta que el impulso es el vehículo de la emoción y que la semilla de todo impulso es un sentimiento expansivo que busca expresarse en la acción. Podríamos decir que quienes se hallan a merced de sus impulsos –quienes carecen de autocontrol– adolecen de una deficiencia moral porque la capacidad de controlar los impulsos constituye el fundamento mismo de la voluntad y del carácter. Por el mismo motivo, la raíz del altruismo radica en la empatía, en la habilidad para comprender las emociones de los demás y es por ello por lo que la falta de sensibilidad hacia las necesidades o la desesperación ajenas es una muestra patente de falta de consideración. Y si existen dos actitudes morales que nuestro tiempo necesita con urgencia son el autocontrol y el altruismo.

NUESTRO VIAJE

El presente libro constituye una guía para conocer todas esas visiones científicas sobre la emoción, un viaje cuyo objetivo es proporcionarnos una mejor comprensión de una de las facetas más desconcertantes de nuestra vida y del mundo que nos rodea. La meta de nuestro viaje consiste en llegar a comprender el significado –y el modo– de dotar de inteligencia a la emoción, una comprensión que, en sí misma, puede servirnos de gran ayuda, porque el hecho de tomar conciencia del dominio de los sentimientos puede tener un efecto similar al que provoca un observador en el mundo de la física cuántica, es decir, transformar el objeto de observación.

Nuestro viaje se inicia en la primera parte con una revisión de los descubrimientos más recientes sobre la arquitectura emocional del cerebro que nos explica una de las coyunturas más desconcertantes de nuestra vida, aquélla en que nuestra razón se ve desbordada por el sentimiento. Llegar a comprender la interacción de las diferentes estructuras cerebrales que gobiernan nuestras iras y nuestros temores –o nuestras pasiones y nuestras alegrías– puede enseñarnos mucho sobre la forma en que aprendemos los hábitos emocionales que socavan nuestras mejores intenciones, así como también puede mostrarnos el mejor camino para llegar a dominar los impulsos emocionales más destructivos y frustrantes. Y, lo que es aún más importante, todos estos datos neurológicos dejan una puerta abierta a la posibilidad de modelar los hábitos emocionales de nuestros hijos.

En la segunda parte, la siguiente parada importante de nuestro recorrido, examinaremos el papel que desempeñan los datos neurológicos en esa aptitud vital básica que denominamos inteligencia emocional, esa disposición que nos permite, por ejemplo, tomar las riendas de nuestros impulsos emocionales, comprender los sentimientos más profundos de nuestros semejantes, manejar amablemente nuestras relaciones o desarrollar lo que Aristóteles denominara la infrecuente capacidad de «enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto». (Aquellos lectores que no se sientan atraídos por los detalles neurológicos tal vez quieran comenzar el libro directamente por este capítulo.)

Este modelo ampliado de lo que significa «ser inteligente» otorga a las emociones un papel central en el conjunto de aptitudes necesarias para vivir. En la tercera parte examinamos algunas de las diferencias fundamentales originadas por este tipo de aptitudes: cómo pueden ayudarnos, por ejemplo, a cuidar nuestras relaciones más preciadas o cómo, por el contrario, su ausencia puede llegar a destruirlas; cómo las fuerzas económicas que modelan nuestra vida laboral están poniendo un énfasis sin precedentes en estimular la inteligencia emocional para alcanzar el éxito laboral; cómo las emociones tóxicas pueden llegar a ser tan peligrosas para nuestra salud física como fumar varios paquetes de tabaco al día y cómo, por último, el equilibrio emocional contribuye, por el contrario, a proteger nuestra salud y nuestro bienestar.

La herencia genética nos ha dotado de un bagaje emocional que determina nuestro temperamento, pero los circuitos cerebrales implicados en la actividad emocional son tan extraordinariamente maleables que no podemos afirmar que el carácter determine nuestro destino. Como muestra la cuarta parte de nuestro libro, las lecciones emocionales que aprendimos en casa y en la escuela durante la niñez modelan estos circuitos emocionales tornándonos más aptos –o más ineptos– en el manejo de los principios que rigen la inteligencia emocional. En este sentido, la infancia y la adolescencia constituyen una auténtica oportunidad para asimilar los hábitos emocionales fundamentales que gobernarán el resto de nuestras vidas.

La quinta parte explora cuál es la suerte que aguarda a aquellas personas que, en su camino hacia la madurez, no logran controlar su mundo emocional y de qué modo las deficiencias de la inteligencia emocional aumentan el abanico de posibles riesgos, riesgos que van desde la depresión hasta una vida llena de violencia, pasando por los trastornos alimentarios y el abuso de las drogas. Esta parte también documenta extensamente los esfuerzos realizados en este sentido por ciertas escuelas pioneras que se dedican a enseñar a los niños las habilidades emocionales y sociales necesarias para mantener encarriladas sus vidas.

El conjunto de datos más inquietantes de todo el libro tal vez sea el que nos habla de la investigación llevada a cabo entre padres y profesores y que demuestra el aumento de la tendencia en la presente generación infantil al aislamiento, la depresión, la ira, la falta de disciplina, el nerviosismo, la ansiedad, la impulsividad y la agresividad, un aumento, en suma, de los problemas emocionales.

Si existe una solución, ésta debe pasar necesariamente, en mi opinión, por la forma en que preparamos a nuestros jóvenes para la vida. En la actualidad dejamos al azar la educación emocional de nuestros hijos con consecuencias más que desastrosas. Como ya he dicho, una posible solución consistiría en forjar una nueva visión acerca del papel que deben desempeñar las escuelas en la educación integral del estudiante, reconciliando en las aulas a la mente y al corazón. Nuestro viaje concluye con una visita a algunas escuelas innovadoras que tratan de enseñar a los niños los principios fundamentales de la inteligencia emocional. Quisiera imaginar que, algún día, la educación incluirá en su programa de estudios la enseñanza de habilidades tan esencialmente humanas como el autoconocimiento, el autocontrol, la empatía y el arte de escuchar, resolver conflictos y colaborar con los demás.

En su Ética a Nicómaco, Aristóteles realiza una indagación filosófica sobre la virtud, el carácter y la felicidad, desafiándonos a gobernar inteligentemente nuestra vida emocional. Nuestras pasiones pueden abocar al fracaso con suma facilidad y, de hecho, así ocurre en multitud de ocasiones; pero cuando se hallan bien adiestradas, nos proporcionan sabiduría y sirven de guía a nuestros pensamientos, valores y supervivencia. Pero, como dijo Aristóteles, el problema no radica en las emociones en sí sino en su conveniencia y en la oportunidad de su expresión. La cuestión esencial es ¿de qué modo podremos aportar más inteligencia a nuestras emociones, más civismo a nuestras calles y más afecto a nuestra vida social?

* Para el CI, véase nota de la pág. 15 (N. del E).

PARTE I:EL CEREBRO EMOCIONAL

1. ¿PARA QUÉ SIRVEN LAS EMOCIONES?

Sólo se puede ver correctamente con el corazón; lo esencial permanece invisible para el ojo.

Antoine de Saint-Exupéry, El principito

Consideremos ahora los últimos momentos de las vidas de Gary y Mary Jane Chauncey, un matrimonio completamente entregado a Andrea, su hija de once años, a quien una parálisis cerebral terminó confinando a una silla de ruedas. Los Chauncey viajaban en el tren anfibio que se precipitó a un río de la región pantanosa de Louisiana después de que una barcaza chocara contra el puente del ferrocarril y lo semidestruyera. Pensando exclusivamente en su hija Andrea, el matrimonio hizo todo lo posible por salvarla mientras el tren iba sumergiéndose en el agua y se las arreglaron, de algún modo, para sacarla a través de una ventanilla y ponerla a salvo en manos del equipo de rescate. Instantes después, el vagón terminó sumergiéndose en las profundidades y ambos perecieron.1

La historia de Andrea, la historia de unos padres cuyo postrer acto de heroísmo fue el de garantizar la supervivencia de su hija, refleja unos instantes de un valor casi épico. No cabe la menor duda de que este tipo de episodios se habrá repetido en innumerables ocasiones a lo largo de la prehistoria y la historia de la humanidad, por no mencionar las veces que habrá ocurrido algo similar en el dilatado curso de la evolución.2 Desde el punto de vista de la biología evolucionista, la autoinmolación parental está al servicio del «éxito reproductivo» que supone transmitir los genes a las generaciones futuras, pero considerado desde la perspectiva de unos padres que deben tomar una decisión desesperada en una situación límite, no existe más motivación que el amor.

Este ejemplar acto de heroísmo parental, que nos permite comprender el poder y el objetivo de las emociones, constituye un testimonio claro del papel desempeñado por el amor altruista –y por cualquier otra emoción que sintamos– en la vida de los seres humanos.3 De hecho, nuestros sentimientos, nuestras aspiraciones y nuestros anhelos más profundos constituyen puntos de referencia ineludibles y nuestra especie debe gran parte de su existencia a la decisiva influencia de las emociones en los asuntos humanos. El poder de las emociones es extraordinario, sólo un amor poderoso –la urgencia por salvar al hijo amado, por ejemplo– puede llevar a unos padres a ir más allá de su propio instinto de supervivencia individual. Desde el punto de vista del intelecto, se trata de un sacrificio indiscutiblemente irracional pero, visto desde el corazón, constituye la única elección posible.

Cuando los sociobiólogos buscan una explicación al relevante papel que la evolución ha asignado a las emociones en el psiquismo humano, no dudan en destacar la preponderancia del corazón sobre la cabeza en los momentos realmente cruciales. Son las emociones –afirman– las que nos permiten afrontar situaciones demasiado difíciles –el riesgo, las pérdidas irreparables, la persistencia en el logro de un objetivo a pesar de las frustraciones, la relación de pareja, la creación de una familia, etcétera–como para ser resueltas exclusivamente con el intelecto. Cada emoción nos predispone de un modo diferente a la acción; cada una de ellas nos señala una dirección que, en el pasado, permitió resolver adecuadamente los innumerables desafíos a que se ha visto sometida la existencia humana.4 En este sentido, nuestro bagaje emocional tiene un extraordinario valor de supervivencia y esta importancia se ve confirmada por el hecho de que las emociones han terminado integrándose en el sistema nervioso en forma de tendencias innatas y automáticas de nuestro corazón.

Cualquier concepción de la naturaleza humana que soslaye el poder de las emociones pecará de una lamentable miopía. De hecho, a la luz de las recientes pruebas que nos ofrece la ciencia sobre el papel desempeñado por las emociones en nuestra vida, hasta el mismo término homo sapiens –la especie pensante– resulta un tanto equívoco. Todos sabemos por experiencia propia que nuestras decisiones y nuestras acciones dependen tanto –y a veces más– de nuestros sentimientos como de nuestros pensamientos. Hemos sobrevalorado la importancia de los aspectos puramente racionales (de todo lo que mide el CI) para la existencia humana pero, para bien o para mal, en aquellos momentos en que nos vemos arrastrados por las emociones, nuestra inteligencia se ve francamente desbordada.

CUANDO LA PASIÓN DESBORDA A LA RAZÓN

Fue una terrible tragedia. Matilda Crabtree, una niña de catorce años, quería gastar una broma a sus padres y se ocultó dentro de un armario para asustarles cuando éstos, después de visitar a unos amigos, volvieran a casa pasada la medianoche.

Pero Bobby Crabtree y su esposa creían que Matilda iba a pasar la noche en casa de una amiga. Por ello cuando, al regresar a su hogar, oyeron ruidos, Crabtree no dudó en coger su pistola, dirigirse al dormitorio de Matilda para averiguar lo que ocurría y dispararle a bocajarro en el cuello apenas ésta salió gritando por sorpresa del interior del armario. Doce horas más tarde, Matilda Crabtree fallecía.5

El miedo que nos lleva a proteger del peligro a nuestra familia constituye uno de los legados emocionales con que nos ha dotado la evolución. El miedo fue precisamente el que empujó a Bobby Crabtree a coger su pistola y buscar al intruso que creía que merodeaba por su casa. Pero aquel mismo miedo fue también el que le llevó a disparar antes de que pudiera percatarse de cuál era el blanco, antes incluso de que pudiera reconocer la voz de su propia hija. Según afirman los biólogos evolucionistas, este tipo de reacciones automáticas ha terminado inscribiéndose en nuestro sistema nervioso porque sirvió para garantizar la vida durante un período largo y decisivo de la prehistoria humana y, más importante todavía, porque cumplió con la principal tarea de la evolución, perpetuar las mismas predisposiciones genéticas en la progenie. Sin embargo, a la vista de la tragedia ocurrida en el hogar de los Crabtree, todo esto no deja de ser una triste ironía.

Pero, si bien las emociones han sido sabias referencias a lo largo del proceso evolutivo, las nuevas realidades que nos presenta la civilización moderna surgen a una velocidad tal que deja atrás al lento paso de la evolución. Las primeras leyes y códigos éticos –el código de Hammurabi, los diez mandamientos del Antiguo Testamento o los edictos del emperador Ashoka– deben considerarse como intentos de refrenar, someter y domesticar la vida emocional puesto que, como ya explicaba Freud en El malestar de la cultura, la sociedad se ha visto obligada a imponer normas externas destinadas a contener la desbordante marea de los excesos emocionales que brotan del interior del individuo.

No obstante, a pesar de todas las limitaciones impuestas por la sociedad, la razón se ve desbordada de tanto en tanto por la pasión, un imponderable de la naturaleza humana cuyo origen se asienta en la arquitectura misma de nuestra vida mental. El diseño biológico de los circuitos nerviosos emocionales básicos con el que nacemos no lleva cinco ni cincuenta, sino cincuenta mil generaciones demostrando su eficacia. Las lentas y deliberadas fuerzas evolutivas que han ido modelando nuestra vida emocional han tardado cerca de un millón de años en llevar a cabo su cometido, y de éstos, los últimos diez mil –a pesar de haber asistido a una vertiginosa explosión demográfica que ha elevado la población humana desde cinco hasta cinco mil millones de personas– han tenido una escasa repercusión en las pautas biológicas que determinan nuestra vida emocional.

Para bien o para mal, nuestras valoraciones y nuestras reacciones ante cualquier encuentro interpersonal no son el fruto exclusivo de un juicio exclusivamente racional o de nuestra historia personal, sino que también parecen arraigarse en nuestro remoto pasado ancestral. Y ello implica necesariamente la presencia de ciertas tendencias que, en algunas ocasiones –como ocurrió, por ejemplo, en el lamentable incidente acaecido en el hogar de los Crabtree–, pueden resultar ciertamente trágicas. Con demasiada frecuencia, en suma, nos vemos obligados a afrontar los retos que nos presenta el mundo postmoderno con recursos emocionales adaptados a las necesidades del pleistoceno. Éste, precisamente, es el tema fundamental sobre el que versa nuestro libro.

Impulsos para la acción

Un día de comienzos de primavera, yo me hallaba atravesando un puerto de montaña de una carretera de Colorado cuando, de pronto, mi vehículo se vio atrapado en una ventisca. La cegadora blancura del remolino de nieve era tal que, por más que entornara la mirada, no podía ver absolutamente nada. Disminuí entonces la velocidad mientras la ansiedad se apoderaba de mi cuerpo y podía escuchar con claridad los latidos de mi corazón.

Pero la ansiedad terminó convirtiéndose en miedo y entonces detuve mi coche a un lado de la calzada dispuesto a esperar a que amainase la tormenta. Media hora más tarde dejó de nevar, la visibilidad volvió y pude proseguir mi viaje. Unos pocos centenares de metros más abajo, sin embargo, me vi obligado a detenerme de nuevo porque dos vehículos que habían colisionado bloqueaban la carretera mientras el equipo de una ambulancia auxiliaba a uno de los pasajeros. De haber seguido adelante en medio de la tormenta, es muy probable que yo también hubiera chocado con ellos.

Tal vez aquel día el miedo me salvara la vida. Como un conejo paralizado de terror ante las huellas de un zorro –o como un protomamífero ocultándose de la mirada de un dinosaurio– me vi arrastrado por un estado interior que me obligó a detenerme, prestar atención y tomar conciencia de la proximidad del peligro.

Todas las emociones son, en esencia, impulsos que nos llevan a actuar, programas de reacción automática con los que nos ha dotado la evolución. La misma raíz etimológica de la palabra emoción proviene del verbo latino movere (que significa «moverse») más el prefijo «e-», significando algo así como «movimiento hacia» y sugiriendo, de ese modo, que en toda emoción hay implícita una tendencia a la acción. Basta con observar a los niños o a los animales para darnos cuenta de que las emociones conducen a la acción; es sólo en el mundo «civilizado» de los adultos en donde nos encontramos con esa extraña anomalía del reino animal en la que las emociones –los impulsos básicos que nos incitan a actuar– parecen hallarse divorciadas de las reacciones.6

La distinta impronta biológica propia de cada emoción evidencia que cada una de ellas desempeña un papel único en nuestro repertorio emocional (véase el apéndice A para mayores detalles sobre las emociones «básicas»). La aparición de nuevos métodos para profundizar en el estudio del cuerpo y del cerebro confirma cada vez con mayor detalle la forma en que cada emoción predispone al cuerpo a un tipo diferente de respuesta.7

El enojo aumenta el flujo sanguíneo a las manos, haciendo más fácil empuñar un arma o golpear a un enemigo; también aumenta el ritmo cardíaco y la tasa de hormonas que, como la adrenalina, generan la cantidad de energía necesaria para acometer acciones vigorosas.

En el caso del miedo, la sangre se retira del rostro (lo que explica la palidez y la sensación de «quedarse frío») y fluye a la musculatura esquelética larga –como las piernas, por ejemplo– favoreciendo así la huida. Al mismo tiempo, el cuerpo parece paralizarse, aunque sólo sea un instante, para calibrar, tal vez, si el hecho de ocultarse pudiera ser una respuesta más adecuada. Las conexiones nerviosas de los centros emocionales del cerebro desencadenan también una respuesta hormonal que pone al cuerpo en estado de alerta general, sumiéndolo en la inquietud y predisponiéndolo para la acción, mientras la atención se fija en la amenaza inmediata con el fin de evaluar la respuesta más apropiada.

Uno de los principales cambios biológicos producidos por la felicidad consiste en el aumento en la actividad de un centro cerebral que se encarga de inhibir los sentimientos negativos y de aquietar los estados que generan preocupación, al mismo tiempo que aumenta el caudal de energía disponible. En este caso no hay un cambio fisiológico especial salvo, quizás, una sensación de tranquilidad que hace que el cuerpo se recupere más rápidamente de la excitación biológica provocada por las emociones perturbadoras. Esta condición proporciona al cuerpo un reposo, un estusiasmo y una disponibilidad para afrontar cualquier tarea que se esté llevando a cabo y fomentar también, de este modo, la consecución de una amplia variedad de objetivos.

El amor, los sentimientos de ternura y la satisfacción sexual activan el sistema nervioso parasimpático (el opuesto fisiológico de la respuesta de «lucha-o-huida» propia del miedo y de la ira). La pauta de reacción parasimpática –ligada a la «respuesta de relajación»– engloba un amplio conjunto de reacciones que implican a todo el cuerpo y que dan lugar a un estado de calma y satisfacción que favorece la convivencia.

El arqueo de las cejas que aparece en los momentos de sorpresa aumenta el campo visual y permite que penetre más luz en la retina, lo cual nos proporciona más información sobre el acontecimiento inesperado, facilitando así el descubrimiento de lo que realmente ocurre y permitiendo elaborar, en consecuencia, el plan de acción más adecuado.

El gesto que expresa desagrado parece ser universal y transmite el mensaje de que algo resulta literal o metafóricamente repulsivo para el gusto o para el olfato. La expresión facial de disgusto –ladeando el labio superior y frunciendo ligeramente la nariz– sugiere, como observaba Darwin, un intento primordial de cerrar las fosas nasales para evitar un olor nauseabundo o para expulsar un alimento tóxico.

La principal función de la tristeza consiste en ayudarnos a asimilar una pérdida irreparable (como la muerte de un ser querido o un gran desengaño). La tristeza provoca la disminución de la energía y del entusiasmo por las actividades vitales –especialmente las diversiones y los placeres– y, cuanto más se profundiza y se acerca a la depresión, más se enlentece el metabolismo corporal. Este encierro introspectivo nos brinda así la oportunidad de llorar una pérdida o una esperanza frustrada, sopesar sus consecuencias y planificar, cuando la energía retorna, un nuevo comienzo. Esta disminución de la energía debe haber mantenido tristes y apesadumbrados a los primitivos seres humanos en las proximidades de su hábitat, donde más seguros se encontraban.

Estas predisposiciones biológicas a la acción son modeladas posteriormente por nuestras experiencias vitales y por el medio cultural en que nos ha tocado vivir. La pérdida de un ser querido, por ejemplo, provoca universalmente tristeza y aflicción, pero la forma en que expresamos esa aflicción –el tipo de emociones que expresamos o que guardamos en la intimidad– es moldeada por nuestra cultura, como también lo es, por ejemplo, el tipo concreto de personas que entran en la categoría de «seres queridos» y que, por tanto, deben ser llorados.