La escritura de los dioses - Edward Dolnick - E-Book

La escritura de los dioses E-Book

Edward Dolnick

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Un apasionante thriller cultural.Un fascinante retrato de imperios antiguos y modernos, una mirada sin parangón a la historia, la cultura y la humanidad. Delta del Nilo, 1799. En un asfixiante día de julio es hallada entre un montón de escombros la piedra de Rosetta, uno de los objetos arqueológicos más famosos del mundo y la clave para desentrañar una lengua perdida. La losa de granito contenía el mismo texto grabado en tres idiomas distintos: en egipcio, en demótico y en griego. Hasta su descubrimiento, nadie era capaz de leer los innumerables jeroglíficos que cubrían los templos y estatuas del antiguo Egipto, un poderoso imperio que había dominado el mundo durante treinta siglos, pero sobre el que, sin embargo, se ignoraba prácticamente todo. Quien fuera capaz de descifrar la piedra de Rosetta abriría definitivamente la puerta de un misterio sellado desde hacía dos mil años. A partir de 1802, en una época en que Inglaterra y Francia se disputaban encarnizadamente en todos los frentes la supremacía mundial, dos brillantes rivales se propusieron alcanzar ese honor: Thomas Young, un polímata británico que destacaba tanto en física como en lingüística, y Jean-François Champollion, educado en un pequeño enclave provinciano durante la Revolución francesa y con una verdadera fijación por todo lo egipcio. La escritura de los dioses narra esta trepidante carrera intelectual, en la que el ganador obtendría sin duda la gloria eterna, tanto para su nación como para sí mismo. Un fascinante retrato de imperios antiguos y modernos, una mirada sin parangón a la historia, la cultura y la humanidad. «Un viaje al corazón del enigma, la historia del libro de piedra que nos enseñó a descifrar códigos secretos, la hebra que une el antiguo Egipto con el nacimiento de la informática, el nexo entre Champollion y Sherlock Holmes».Irene Vallejo «Edward Dolnick narra el apasionante relato sobre cómo se descifró el enigma de la piedra de Rosetta.»Mónica Arrizabalaga, ABC «El placer que ofrece la lectura del libro de Edward Dolnick es comparable al de El infinito en un junco, de Irene Vallejo». Luis Alemany, El Mundo

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Edición en formato digital: marzo de 2024

Título original: The Writing of the Gods. The Race to Decode the Rosetta Stone

En cubierta: © markku murto / Alamy Photo Stock

Las ilustraciones del interior proceden de Wikimedia Commons y de la edición original de Scribner, Nueva York, 2021

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Edward Dolnick, 2021

Publicado por acuerdo con Sterling Lord Literistic y MB Agencia Literaria© De la traducción, Victoria León

© Ediciones Siruela, S. A., 2024

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 978-84-10183-10-0

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Cronología

Prólogo

1. La carrera

2. El hallazgo

3. El reto

4. Voces del polvo

5. Tan cerca y tan lejos

6. El héroe conquistador

7. La cubierta en llamas

8. Monsieur Smith se retira

9. Una celebridad en piedra

10. Primeras conjeturas

11. Los rivales

12. Thomas Young casi sorprendido

13. Arquímedes en su bañera, Thomas Young en su casa de campo

14. Por delante

15. Perdidos en el laberinto

16. Sabiduría antigua

17. «Una cifra y una escritura secreta»

18. El exilio

19. Llega Champollion

20. «Un auténtico caos»

21. El nacimiento de la escritura

22. El gigante paduano

23. Abu Simbel

24. ¡Eureka!

25. La revelación

26. Un pato puede ser la madre de alguien

27. Aguzando el oído

28. La fuerza del número

29. Unas piernas que andan

30. Túnicas limpias y manos suaves

31. Sin trabajo

32. El faraón perdido

Epílogo

Agradecimientos

Notas

Bibliografía

 

Para Lynn, y para Sam y Benn

 

«Aquí estamos, en Egipto, el país de los faraones, el país de los Ptolomeos, el reino de Cleopatra […] con la cabeza tan afeitada como tu rodilla, fumando en largas pipas y bebiendo café recostados sobre divanes. ¿Qué puedo decir? ¿Cómo escribir sobre esto? Apenas me he recuperado del primer asombro».1

GUSTAVE FLAUBERT, 1850

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1«Aquí estamos, en Egipto»: De una carta que escribió Flaubert a un amigo a los veintiocho años. En línea en https://tinyurl.com/yykrlfks.

Cronología

3100 a. C. – Primeros jeroglíficos

2686 a. C. – 2181 a. C. – Imperio Antiguo

2600 a. C. – Gran Esfinge; Gran Pirámide

2040 a. C. – 1782 a. C. – Imperio Medio (edad de oro de la literatura egipcia)

1570 a. C. – 1070 a. C. – Imperio Nuevo (la era más próspera de la

historia de Egipto)

1334 a. C. – 1325 a. C. – Reinado de Tut

1279 a. C. – 1213 a. C. – Reinado de Ramsés II (el faraón más poderoso de Egipto)

332 a. C. – Alejandro Magno conquista Egipto

196 a. C. – Inscripción de la piedra Rosetta

30 a. C. – Roma conquista Egipto; Cleopatra se suicida

394 d. C. – Inscripción de los últimos jeroglíficos

642 – Los árabes conquistan Egipto

1773 – Nace Thomas Young

1790 – Nace Jean-François Champollion

1798 – Napoleón invade Egipto

1799 – Se descubre la piedra de Rosetta

(Todas las fechas antiguas son estimaciones de historiadores y arqueólogos).

Prólogo

Imaginemos a un arqueólogo, dentro de mil años, cuya pala tropezara con algo sólido y duro escondido en la tierra. En esa época remota, nadie sabe con certeza si alguna vez existió una tierra llamada Estados Unidos o si ese nombre se refería solo a un lugar legendario como la Atlántida. Nadie habla inglés. Solo unos pocos fragmentos escritos en lengua inglesa han sobrevivido. No hay nadie que pueda descifrarlos.

La piedra bajo la pala parece tersa en parte de su extensión, pero una mirada atenta revela que no es más que un fragmento de lo que seguramente fue un bloque de mayor tamaño. Aun así, la tersura es suficiente como para acelerar el pulso; una obra de la naturaleza no suele ser tan pulcra. Y una segunda mirada resulta aún más prometedora. Esas líneas y curvas en la piedra ¿podrían ser algún tipo de inscripción?

A lo largo de semanas y meses, los equipos de investigación trazan laboriosamente los signos grabados y erosionados. Los examinan sin descanso, intentando discernir un significado en esos misteriosos símbolos. Algunos están demasiado dañados o gastados para distinguirlos, y otros faltan por completo.

OUR SC E AN SEV

Y algunos eruditos creen que el mensaje ha de leerse al revés:

VES NA E CS RUO

¿Cómo habrían de proceder los investigadores? Sin saber inglés, sin conocer la historia de América, ¿llegarían a descubrir que una vez la piedra de un templo proclamó cierto mensaje que empezaba diciendo «hace ochenta y siete años…»?2

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

2En el original, «Four score and seven years ago…», el comienzo del célebre discurso de Abraham Lincoln en Gettysburg (1863). (N. de la T.).

LA ESCRITURA DE LOS DIOSES

CAPÍTULO DOSEl hallazgo

Nadie se puso nunca a buscar la piedra de Rosetta. Nadie sabía siquiera que existía tal cosa, por mucho que viajeros y eruditos hubieran soñado durante tanto tiempo con que fuera posible. La piedra había pasado inadvertida durante casi dos mil años. Y podría haber seguido perdida para siempre.

Apareció en una pila de escombros de una próspera, aunque apartada, población egipcia llamada Rashid durante un sofocante día de julio de 1799. Francia había invadido Egipto el año anterior. A la cabeza del ejército francés se hallaba un joven general, Napoleón Bonaparte, que empezaba a hacerse célebre. Pronto él sería conocido en el mundo entero y su nombre invocado con sobrecogimiento o susurrado con horror. (En Inglaterra, a los niños pequeños se los asustaba diciéndoles que, si no se dormían sin rechistar, Boney los sacaría a rastras de la cama para devorarlos).17

Un grupo de soldados franceses había sido destinado a la reconstrucción de un fuerte en ruinas en Rashid, en el delta del Nilo. (Los franceses llamaron a la ciudad Rosetta). Una fortaleza se había alzado allí en otro tiempo, no muy alta, pero, aun así, imponente: unos ochenta metros cuadrados con un flanco de torretas y una torre en el centro. Llevaba siglos descuidada, y por la época en que llegaron los franceses, necesitaba urgente reparación. «Espero que nos ataquen en cualquier momento»,18 escribió a Napoleón el comandante local, que puso a sus hombres a trabajar de inmediato para convertir aquellas ruinas en un fuerte idóneo provisto de barracones y recios muros.

Exactamente quién descubrió la piedra de Rosetta nunca se sabrá. El verdadero descubridor debió de ser muy probablemente algún obrero egipcio, pero, de ser esto así, nadie ha dejado testimonio de su nombre. El hombre que hizo suyo el descubrimiento fue el teniente Pierre-François Bouchard, el oficial a cargo de las obras de reconstrucción. Alguien llamó la atención de Bouchard hacia una gran losa de piedra rota que había sobre un montón de piedras similares. Bajo el polvo y la suciedad de la oscura superficie de la piedra, solo podemos imaginar unos signos extraños. ¿Podría ser algo aquello?

Bouchard, que era un científico, además de un soldado, de inmediato observó que un lado de la pesada piedra estaba cubierto de inscripciones. Una línea tras otra de símbolos grabados recorría todo el ancho de la piedra. Y eso fue sorprendente, pero lo que hizo que el corazón le diera un vuelco fue otra cosa: había tres tipos de inscripciones.

En la parte superior de la piedra había catorce líneas de jeroglifos: dibujos de círculos, estrellas, leones y hombres arrodillados. Esa sección estaba incompleta. En algún momento del pasado se habían perdido trozos tanto de la esquina superior derecha como de la esquina superior izquierda, y con ellas muchas líneas de jeroglifos habían desaparecido.

En la sección media de la piedra se veía una parte más larga de curvas simples y florituras, treinta y dos líneas en total. Estas parecían letras de algún sistema de escritura desconocido, o tal vez símbolos de algún código, y claramente se diferenciaban de los dibujos de la sección jeroglífica. Pero si aquellas barras oblicuas y guiones eran un sistema de escritura, resultaba irreconocible, y si eran meramente ornamentales, parecían extrañamente sistemáticas e intencionadas.

El tercer grupo de signos, por debajo de los otros dos, no planteaba ningún enigma semejante. Eran cincuenta y tres líneas en griego (con una pequeña rotura en la esquina inferior derecha) instantáneamente reconocibles. No resultaban demasiado fáciles de leer, pues estaban escritas más como un documento legal que como una nota cotidiana, pero, con todo, eran legibles.

La piedra misma medía alrededor de un metro veinte por un metro y pesaba tres cuartos de una tonelada. La parte superior, irregular, mostraba que era un fragmento de una piedra original de mayor tamaño. En Egipto, donde los árboles escasean, los edificios importantes siempre se han construido en piedra. Desde tiempos antiguos eso ha llevado a una especie de reciclado a cámara lenta de bloques de piedra de edificios anteriores que han sido reutilizados en otros. A veces, muchos otros en el transcurso de docenas de siglos. (Incluso las pirámides fueron saqueadas y reutilizadas sus piedras, razón por la cual sus caras dejaron de ser uniformes).19

Y eso es lo que parece que sucedió en este caso. La piedra de Rosetta habría estado en su origen en algún lugar prominente de un templo en una fecha que correspondería al 196 a. C. Eso es lo que el texto griego declaraba. Varios siglos más tarde, demolido el templo que la había albergado, la piedra de Rosetta presumiblemente habría pasado desapercibida en un montón de escombros.

Quizá se quedó allí, intacta a través de las generaciones. Quizá fue reciclada en la construcción de algún otro edificio o sucesión de edificios. Nadie lo sabe. En 1470 —para entonces hacía mil años que ya no quedaba nadie en el mundo capaz de leer jeroglifos—, un gobernante árabe empezó a construir una fortaleza no lejos del lugar donde una vez se había alzado el templo.

Los materiales de construcción para la nueva fortaleza del sultán incluyeron un montón de piedras traídas de quién sabe dónde. Los obreros que batallaron para colocar las piedras en su lugar habrían ignorado las inscripciones de la piedra de Rosetta. Posiblemente ni repararon en ellas. En cualquier caso, colocaron la piedra en su sitio junto a incontables otras, un bloque anónimo en un muro anónimo de una fortaleza anónima. Igual que usar una Biblia de Gutenberg como tope.

Al principio, se pensó que descifrar la piedra de Rosetta llevaría un par de semanas.20 Al final serían veinte años. Los primeros lingüistas y eruditos que vieron las inscripciones se pusieron a trabajar con entusiasmo, animados por la convicción de que una explosión de esfuerzo tendría recompensa. Pero pronto se vieron confundidos y frustrados y, muy poco después, desesperados, dejando como único legado la advertencia de que aquel era un enigma imposible de resolver.

Dos genios rivales, un francés y un inglés, harían todo lo posible para desentrañar el código. Los dos habían sido niños prodigio, los dos tenían una asombrosa habilidad para los idiomas, pero eran opuestos en todo lo demás. El inglés, Thomas Young, fue uno de los genios más versátiles que hayan existido. El francés, Jean-François Champollion, fue una criatura volcada en un solo objeto de atención que se ocupó de Egipto y nada más que de Egipto. Young era calmado y elegantemente cortés. Champollion derrochaba exasperación e impaciencia. Young desdeñaba las «supersticiones» y la «depravación»21 del antiguo Egipto. Champollion se extasiaba ante las glorias del imperio más poderoso que el mundo antiguo hubiera conocido.

Las batallas intelectuales rara vez captan tanto interés. Con las dos naciones en guerra perpetua, tanto el francés como el inglés estaban decididos no solo a imponerse el uno al otro, sino a obtener la gloria para sus respectivas patrias. Para Egipto era el misterio de los misterios, y la primera persona que descubriera cómo leer sus secretos resolvería un enigma que se había burlado del mundo durante más de mil años.

Nadie que hubiera visto el griego en la piedra de Rosetta podía pasarlo por alto: si las tres inscripciones representaban un mensaje escrito de tres maneras diferentes —y para qué, si no, iban a estar grabados en la misma piedra—, los jeroglifos podían revelar de una vez sus secretos. La cámara de un palacio con una llave que sobresale de la cerradura no habría sido más tentadora invitación.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

17«Boney los sacaría a rastras»: Véase el excelente trabajo «Boney the Bogeyman: How Napoleon Scared Children» de la novelista e historiadora Shannon Selin. En línea en https://tinyurl.com/y5wl7ayo. Selin cita varias memorias, incluidas las de Lucia Elizabeth Abell, Recollections of the Emperor Napoleon, during the First Three Years of His Captivity on the Island of St. Helena (Londres, 1844), 12.

18«Espero que nos ataquen»: Solé y Valbelle, Rosetta Stone, p. 1.

19«Incluso las pirámides fueron saqueadas»: Entrevista al autor Bob Brier, 8 de abril, 2019.

20«Llevaría un par de semanas»: Pope, Decipherment, p. 62.

21«Supersticiones» y «depravación»: Young, Recent Discoveries, p. 277.

CAPÍTULO TRESEl reto

En tiempos de Napoleón, las pirámides, monumentos y templos que salpican Egipto llevaban miles de años siendo célebres, pero casi nadie sabía quiénes las habían construido, cuándo ni por qué. Solo se sabía que, mientras gran parte del mundo había estado temblando de frío en cuevas y manoseando la tierra en busca de babosas y caracoles, los faraones egipcios habían reinado con esplendor.

En la época en que se descubrió la piedra de Rosetta, el mundo tenía dos grandes superpotencias globales: Francia e Inglaterra. Pero en la época en que se realizaron las inscripciones de la piedra de Rosetta, en el año 196 a. C., Francia e Inglaterra no eran más que un hogar de tribus depredadoras cuyas actividades abarcaban principalmente el saqueo y el pillaje. Y el panorama apenas había cambiado en el año 54 a. C., cuando César se apoderó de la Galia e invadió Britania. Allí encontró a un enemigo valeroso, aunque brutal, unos salvajes que se pintaban de azul y se vestían con pieles de animales. Y en aquella tierra remota César se burlaba de que los hombres compartían a sus esposas: «hermanos con hermanos y padres con hijos».22

En época de César —su affaire con Cleopatra comenzó en el año 48 a. C.—, los días de gloria de Egipto se hallaban muy lejos en el pasado. Pero, aun así, ni siquiera la Roma de César alcanzaba el nivel de Egipto, como tampoco Atenas ni ninguna otra ciudad de aquel tiempo.

En la era de César y Cleopatra, la capital de Egipto, Alejandría, era la ciudad más grandiosa del mundo.23 Cubierta de estatuas, adornada de parques, atestada de comerciantes y viajeros, era una París para aquella Roma aldeana. La avenida más amplia de la ciudad tenía veintisiete metros de anchura, un espacio suficiente para ocho cuadrigas. La biblioteca de Alejandría presumía de diez mil rollos de papiro, de lejos el tesoro más amplio acumulado nunca, siendo aquella una época en la que cada manuscrito debía ser copiado a mano. Y en su momento de máximo esplendor la biblioteca había reunido a los más grandes eruditos de la antigüedad, incluidos gigantes como Euclides y Arquímedes, que fueron atraídos con puestos vitalicios y magníficos salarios.

Pero eran la pompa y el boato, mucho más que la erudición, lo que el nombre de Egipto transmitía. Cuando Cleopatra ascendía por el Nilo, lo hacía en una barcaza dorada con velas púrpura y remos de plata. El incienso perfumaba el aire mientras las flautas sonaban dulcemente y unos niños junto a la reina agitaban abanicos para producir una suave brisa.

Y Cleopatra llegaba al final del camino imperial de Egipto, trece siglos después del rey Tut, veinte siglos después de la edad de oro de la literatura egipcia, veintiséis siglos después de la Gran Pirámide.

Ahora conocemos esa cronología e infinitos detalles acerca de las creencias de los antiguos egipcios, sobre cómo vivían, a qué temían y qué esperanzas albergaban. Pero, una nota de advertencia. Toda generalización acerca de «Egipto» en realidad atañe tan solo a una parte siempre mínima de su población. La gran mayoría de los egipcios fueron campesinos analfabetos que vivieron vidas duras, brutales y anónimas. «Vivieron entre penurias, privaciones y esfuerzo físico y murieron sin dejar huella de su paso por este mundo»,24 en palabras del historiador Ricardo Caminos. «Sus cadáveres eran abandonados al borde del desierto o, en el mejor de los casos, arrojados a agujeros poco profundos en la arena, sin la más humilde lápida que mostrara sus nombres».

Pero, incluso teniendo en cuenta esa importante advertencia acerca de la invisibilidad de los humildes, sabemos mucho más acerca de Egipto que sobre ninguna otra cultura antigua. Lo sabemos porque los propios egipcios nos lo contaron —lo dejaron por escrito— y porque podemos leer sus inscripciones, cartas y relatos. Y sabemos todo eso porque la piedra de Rosetta nos mostró el camino.

La mayoría de la gente pasa por alto la importancia de la piedra de Rosetta. Sabe que su historia tiene que ver con textos en diferentes idiomas, y se imagina algo parecido a la carta de un restaurante que recibe turistas internacionales: pollo asado con patatas fritas; roast chicken with French fries; poulet rôti avec frites; Brathähnchenmit Pommes frites. Provisto de ese menú, el hablante de inglés podría empezar a descifrar el francés, o el alemán.

Esa fue, de hecho, la expectativa con que las primeras personas examinaron la piedra de Rosetta. Resultó completamente equivocada. En lugar de eso, los descifradores se hallaron perdidos en medio de un laberinto, seducidos por tentadoras pistas para acabar en callejones sin salida, perdida la esperanza, para justo entonces descubrir nuevas pistas y salir corriendo exultantes tras ellas una vez más.

Una de las causas de sus problemas —de haberlo sabido, tal vez hubieran abandonado antes de empezar— era que las tres inscripciones no constituían traducciones palabra por palabra unas de otras. Se correspondían de una manera imprecisa y laxa, igual que los resúmenes de la misma película que harían tres personas. Pero ese no era más que un obstáculo entre muchos. Para hacernos una idea de aquello a lo que se enfrentaban los aspirantes a descifradores, debemos pensar de nuevo en el pollo asado y el poulet rôti. Incluso aunque no habláramos una sola palabra de francés —aunque no supiéramos ni siquiera que existe una lengua llamada francés— seguiríamos teniendo una ventaja sobre aquellos primeros eruditos.

Nosotros reconocemos el alfabeto en que está escrito nuestro menú, para empezar, lo que significa que podemos empezar a pronunciar las palabras. Frente a las inscripciones de la piedra de Rosetta, los primeros lingüistas no pudieron más que mirarlas aturdidos. ¿Cómo iban a saber los primeros egiptólogos si los buitres y chochines, o las barras verticales y oblicuas representaban letras, sílabas, palabras o ideas? Aunque no estuviéramos seguros de cómo leer nuestro menú, si de izquierda a derecha o de derecha a izquierda, nosotros incluso podríamos adivinar que poulet rôti suena ligeramente más probable que itôr teluop.

Para los descifradores, en cambio, nada se podía dar por sentado. El texto podía ir de izquierda a derecha, como el inglés, o de derecha a izquierda, como el hebreo y el árabe, o de arriba a abajo, como el chino y el japonés. Variantes más elaboradas también existieron. Algunos textos griegos antiguos siguen un camino zigzagueante, como un campesino que estuviese arando. Una línea hacia la izquierda, y la siguiente hacia la derecha, y así sucesivamente (y en cada nueva línea, las letras individuales también cambian de dirección). La escritura azteca, como señala un historiador, «formaba meandros en la página como si fuera un juego de la oca, y la dirección se indicaba con líneas y puntos».25

Y todavía nuestro menú nos ofrecería algo más con lo que trabajar. Al pronunciar poulet, podríamos despertar vagos recuerdos de la palabra pollo. Continuaríamos. El sombrerito sobre rôti llamaría nuestra atención, sobre todo porque nos recordaría un poco a un horno. Finalmente, podríamos encontrar un montón de textos e inscripciones procedentes del país del poulet (ya que, después de todo, nuestro objetivo sería descifrar una lengua completa, no solo leer un menú). Allí veríamos más oes con sombrerito y también es e íes con sombrerito. Encontraríamos forêt y bête y côte e île, y quizás, por el contexto, o por las imágenes que acompañaran al texto, finalmente podríamos pensar en bosque, en bestia, en costa o en isla. En algún momento podríamos adivinar que el símbolo del sombrero tiene algo que ver con una letra s ausente.

Y así podríamos seguir, paso a paso. Pero pensemos en el aprieto en que los aspirantes a descifradores se hallarían al contemplar la piedra de Rosetta. Sus símbolos no se correspondían con ningún sistema de escritura, y no había manera de pronunciarlos ni de poder buscar pistas en su sonido. Las respuestas a las preguntas más básicas parecían sarcásticamente fuera de su alcance. Los símbolos discurrían sin interrupción, por ejemplo, y un grupo se amontonaba junto al siguiente. ¿Cómo podía nadie saber dónde terminaba una palabra y empezaba otra (y eso suponiendo que fueran palabras)?

Pero, peor aún —mucho peor— era esto: los últimos hablantes del antiguo egipcio habían muerto milenios atrás. (Los egipcios han hablado árabe desde el siglo séptimo). A modo de ejemplo contemporáneo, imaginemos intentar leer el chino sin hablar el idioma. Y a continuación imaginemos intentar leer el chino cuando nadie hablara ya el idioma.

Supongamos que halláramos alguna manera de leer los jeroglifos. Estaríamos pronunciando palabras que nadie habría pronunciado desde los tiempos de los faraones. Y ahora ¿qué? ¿Qué nos dirían esos sonidos? Supongamos que el último hablante de lengua inglesa hubiera muerto hace veinte siglos. ¿Cómo podría nadie saber que los sonidos c-a-t [gato], pronunciados en rápida sucesión, significan «animal peludo con bigotes»?

Lo que hacía el misterio tan difícil es una gran parte de nuestra historia. Pero la cara B de todo no es menos importante —un enigma que resultaba tentador, como si cualquier amateur con cerebro y tenacidad pudiera resolverlo—. Y eso que supone un claro contraste con lo que ocurre con los códigos más famosos, como el código Enigma. Un lego podría pasarse la vida estudiando los mensajes que los nazis encriptaron con la máquina Enigma y jamás vería otra cosa que letras al azar, cada línea indiscernible de la siguiente. Para alguien que no sea un matemático, el código Enigma es tan imposible como un acantilado.

Una página de jeroglifos, sin embargo, está hecha de pájaros y de serpientes, de óvalos y cuadrados, y casi nos invita a hacer nuestras propias conjeturas. ¿Significaba un búho sabiduría para los egipcios, igual que para nosotros? El texto griego de la piedra de Rosetta habla sobre reyes. ¿Dónde está el rey en los jeroglifos?

Los jeroglifos son imágenes, y esa observación fundamental señala en dos direcciones diferentes al mismo tiempo. La primera es desalentadora: nos enfrentamos a una forma de escritura que no se parece a ninguna. Pero la segunda es más amable e importante: precisamente porque los jeroglifos son imágenes, esta es una forma de escritura que parece menos abstracta y más accesible que casi cualquier otra.

Así que, después de todo, nuestra labor no es tan desalentadora como la comprensión del código Enigma. Esta vez los amateurspueden lanzarse en busca de pistas entre esas mismas piezas de puzle que sedujeron y se burlaron de Young, de Champollion y de todos sus predecesores.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

22«Hermanos con hermanos»: Caesar, The Gallic War, p. 78.

23«La ciudad más grandiosa del mundo»: Schiff, Cleopatra, p. 67.

24«Vivieron entre penurias»: De un artículo titulado «Peasants» de Ricardo Caminos, en The Egyptians, ed. de Sergio Danadoni.

25«Formaba meandros en la página»: Manguel, History of Reading, p. 48.