La Justicia en el banquillo - Joaquín Urías - E-Book

La Justicia en el banquillo E-Book

Joaquín Urías

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  • Herausgeber: Arpa
  • Kategorie: Fachliteratur
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2024
Beschreibung

¿Están nuestros jueces preparados para dejar sus creencias y su ideología fuera de las salas de juicio? ¿Hasta qué punto nuestra judicatura es capaz de ser imparcial, de resolver las cuestiones sin tomar partido ni dejarse influir por sus propios intereses? En los últimos tiempos, la sociedad española ha empezado a ver a no pocos jueces como actores políticos. Ya no son considerados árbitros neutrales y discretos que, al margen de su propia ideología, se encargan de que las ideas mayoritarias expresadas en leyes democráticas se conviertan en realidad. Si los jueces no son ideológicamente neutrales, todo el edificio del imperio de la ley se convierte en puro decorado. Sin embargo, el concepto de lawfare ha pasado al lenguaje cotidiano, las redes sociales y los medios de comunicación dan voz a decenas de jueces que protestan contra las leyes y los partidos políticos que no les gustan. Los altos tribunales, cada vez con más frecuencia, dictan resoluciones discutibles que interfieren en la vida política del país. Jueces de todas las categorías dejan entrever sus convicciones personales y son incapaces de limitar su sesgo ideológico. Muchos magistrados son tolerantes con los abusos policiales, permiten el lawfare cuando no participan activamente en él, sustituyen a los políticos a la hora de decidir sobre pandemias o cuestiones de oportunidad, etc. Joaquín Urías analiza en este libro muchas de esas situaciones —presentando casos reales significativos— y reflexiona sobre las consecuencias de la pérdida de imparcialidad, al tiempo que apunta algunas líneas de solución.

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Seitenzahl: 485

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LA JUSTICIA EN EL BANQUILLO

 

 

 

© del texto: Joaquín Urías, 2024

© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.

Primera edición: mayo de 2024

ISBN: 978-84-19558-88-6

Diseño de colección: Enric Jardí

Diseño de cubierta: Anna Juvé

Maquetación: Àngel Daniel

Producción del ePub: booqlab

Arpa

Manila, 65

08034 Barcelona

arpaeditores.com

Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

Joaquín Urías

LA JUSTICIA EN EL BANQUILLO

ÍNDICE

PRÓLOGO

1. UNA MIRADA ATRÁS PARA ENTENDER DÓNDE ESTAMOS

El origen de la justicia y su configuración democrática

La justicia franquista

2. LOS PROTAGONISTAS: LA JUDICATURA ESPAÑOLA

¿Quiénes son los jueces españoles?Una visión de la carrera

El CGPJ politizado y el juez inocente de Schrödinger

Los jueces en el debate público y la imparcialidad judicial

3. LAS DECISIONES: PROBLEMAS DE IMPARCIALIDAD

Los jueces y la libertad de expresión

Los jueces y la policía

Lawfare: decisiones judiciales con intenciones políticas

Jueces a la defensa de la unidad del Estado: el procés

4. EL SISTEMA: PROBLEMAS DE LEGITIMIDAD DEMOCRÁTICA

Ponderación… y pandemia

Jueces que se apropian de las leyes

5. ASEGURAR LA IMPARCIALIDAD: MECANISMOS Y PROPUESTAS

Los mecanismos de control de los jueces

Muchas causas y algunas soluciones

BIBLIOGRAFÍA

PRÓLOGO

En abril de 2016 un joven jornalero jiennense que se ganaba la vida recogiendo aceitunas tuvo la ocurrencia de subir a su cuenta de Instagram un fotomontaje para divertir a sus amigos. Básicamente, colocó su rostro sobre el de un conocido cristo de la ciudad, de modo que aparecía coronado de espinas. Le adjuntó un texto que decía «Sobran palabras, la cara lo dice todo, Makaveli soy tu dios». Poco después, la Hermandad del Santo Rosario y Cofradía de Nazarenos de Nuestro Señor de la Pasión Despojado de sus Vestiduras, María Santísima de la Amargura, Madre de la Iglesia y San Juan Evangelista presentó una denuncia contra él, atribuyéndole un delito contra los sentimientos religiosos.

El asunto recayó ante el magistrado Miguel Sánchez-Gasca, en funciones de juez instructor. Se trata de un juez profundamente conservador que en sus redes sociales carga con dureza contra los antitaurinos y hace ostentación de sus sentimientos religiosos. De hecho, el juez es vice hermano mayor de la Cofradía de la Virgen de la Capilla, patrona de la ciudad. Consideró que la publicación podría ser constitutiva de un delito contra los sentimientos religiosos y abrió juicio oral contra el muchacho. La Fiscalía pidió que se le impusiera una multa de 2.160 euros, y, en caso de impago, ciento ochenta días de privación de libertad.

El jornalero, angustiado, compareció en el juicio asistido por una abogada de oficio. Casualmente, esa abogada, de ideología conservadora, era amiga del juez instructor, ya que coincidía con él en la Cofradía de la Virgen de la Capilla. Le aconsejó a su defendido que para evitar males mayores llegara a un acuerdo con el Ministerio Fiscal y, a cambio de una rebaja en la multa, aceptara su culpa. Él, asustado por el giro de los acontecimientos, le hizo caso. En consecuencia, la jueza encargada del caso —también católica practicante, pero con un perfil mucho más discreto— dictó sentencia condenatoria. En los hechos probados señalaba que el acusado había publicado una fotografía de la imagen de Jesús Despojado, titular de la Cofradía Hermandad de la Amargura, «con manifiesto desprecio y mofa de la misma y con el propósito de ofender los sentimientos religiosos de sus miembros». Indicaba que era «una vergonzosa manipulación del rostro de dicha imagen» y concluía que había causado «con dicho escarnio una profunda indignación en las personas integrantes de la mencionada cofradía».

¿Se habría dictado esta misma condena si jueces, abogada y fiscales hubieran sido ateos?

En esa misma época, el actor Guillermo Toledo —criticando la decisión de una jueza sevillana de llevar a juicio a tres mujeres por participar en la «Procesión del coño insumiso» durante las protestas del 1 de mayo— escribió en su cuenta de Facebook: «Yo me cago en dios y me sobra mierda pa cagarme en el dogma de la santísima trinidad y la virginidad de la virgen. Este país es una vergüenza insoportable. Me puede el asco. Iros a la mierda». Un grupo integrista se querelló contra él, iniciando así un calvario judicial que iba a durar cuatro años. El juez instructor decidió que los mensajes contenían frases potencialmente ofensivas para la religión católica y sus practicantes y que había motivos suficientes para procesarlo. El fiscal apoyó el procesamiento y pidió que se ampliase la acusación a otros comentarios en los que criticaba la Semana Santa y el dogma de la inmaculada concepción. Unos meses después, agentes de la Policía detuvieron al actor en las inmediaciones de su domicilio y lo retuvieron una noche en el calabozo para llevarlo a declarar. Finalmente fue absuelto. La jueza encargada, sin embargo, se permitió un desahogo en su sentencia absolutoria señalando que «del tenor literal de las publicaciones y su contexto se evidencia la falta de educación, el mal gusto y el lenguaje soez utilizado por el acusado y que caracteriza sus publicaciones».

¿Pueden los jueces defender los símbolos de su propia religión, persiguiendo a quien no los comparta y los tome a broma? ¿Son acaso guardianes de la moral pública, encargados de decidir qué es la buena educación y qué el buen gusto?

En Sevilla existe desde hace un siglo la Antigua y Fervorosa Hermandad de la Santa Cruz y Cofradía de Nazarenos del Santísimo Cristo de la Misericordia y Nuestra Señora de la Piedad, conocida popularmente como El Baratillo. Durante años su hermano mayor fue el famoso abogado Joaquín Moeckel, de públicas simpatías ultraderechistas. En esa época representó en diversos asuntos judiciales a la familia Franco y se ocupó especialmente de la defensa en todo tipo de asuntos de la nieta del dictador Carmen Martínez-Bordiú. En 2000 logró que le regalara a la hermandad el fajín de general de su abuelo. Treinta años después de la muerte del dictador fascista, este jurista instauró la costumbre de ceñir su fajín a la cintura de la virgen de la Caridad para el desfile procesional por las calles de la ciudad. En 2019 un grupo de abogados andaluces progresistas presentó una denuncia contra la decisión de la hermandad de exhibir ese símbolo de la dictadura en su paso procesional. Invocaba el artículo del Código Penal que castiga a quien enaltezca al autor de un delito de genocidio o de lesa humanidad. El fiscal jefe de Sevilla la archivó, señalando que creer que exhibir algo en un paso procesional puede incitar al odio significa desconocer el sentido natural religioso y también cultural de las estaciones de penitencia en la Semana Santa de Sevilla. Utilizando un lenguaje deliberadamente cofrade, determinó que el objeto de suprema devoción para la hermandad no era la prenda militar que ornamentaba a María Santísima, sino la imagen misma de la Virgen. La jueza de instrucción archivó definitivamente la denuncia destacando que regalar objetos ornamentales es una manifestación religiosa que realiza de forma inveterada la sociedad sevillana dentro del ámbito de su libertad religiosa, para venerar y engalanar a figuras marianas. Según razonaba en su decisión, si se trata de un acto religioso nadie puede apreciar contenido político en él.

Este tipo de decisiones plantea la cuestión de si los jueces españoles están preparados para dejar sus creencias y su ideología fuera de las salas de juicio. Los ejemplos citados tienen que ver con la religión, pero es fácil hacerse las mismas preguntas respecto al resto de creencias de quienes dictan justicia. Cada cierto tiempo los medios de comunicación lanzan la pregunta de si los jueces tienen ideología. Así planteada, es algo confusa. Las personas que ejercen la función judicial, como cualesquiera otras, tienen su ideología. Cualquier ciudadano posee su propia visión sobre la religión, su equipo de fútbol favorito y unas convicciones sobre el maltrato animal, las necesidades de la economía o la brecha entre hombres y mujeres, por poner solo unos pocos ejemplos. No existen ciudadanos sin ideología. La verdadera cuestión no es si la persona que trabaja como juez tiene ideología, sino si la tienen sus decisiones como poder del Estado.

Pero es imposible hablar de la justicia sin hablar de los jueces y las juezas. Se trata de personas que voluntariamente eligen un trabajo a veces difícil, exigente e ingrato. Asumen una enorme responsabilidad sin recibir un salario cercano al de los grandes despachos de abogados que actúan ante ellos y sin disfrutar de los medios necesarios para realizar su trabajo. A cambio, gozan de gran prestigio social y, sobre todo, de un poder prácticamente ilimitado. Acceden a esa posición sin más control que el de, básicamente, ser capaces de recitar memorísticamente unos temas de la manera y en el tiempo establecidos. El hecho de superar esa oposición no les otorga de forma automática una capacidad de actuar imparcial superior a la del resto de la ciudadanía. Es lícito que la sociedad se pregunte hasta qué punto nuestra judicatura es capaz de resolver las cuestiones que se le someten sin tomar partido ni dejarse influir por sus intereses o su ideología.

En España es una cuestión que se ha vuelto de actualidad en los últimos años. A raíz, sobre todo, del desafío independentista de 2017 en Cataluña, la opinión pública comienza a ver a parte de la judicatura antes como un actor político que como el árbitro neutral y discreto que, obviando su propia ideología, se encarga de que las ideas mayoritarias expresadas en la ley democrática se conviertan en realidad. Si los jueces no son ideológicamente neutrales, todo el edificio del imperio de la ley se convierte en puro decorado. Sin embargo, el concepto de lawfare ha pasado al lenguaje cotidiano, las redes sociales y los medios de comunicación dan voz a decenas de jueces protestando contra las leyes y los partidos políticos que no les gustan y, en definitiva, la ciudadanía se pregunta si aún tenemos a los árbitros neutrales sometidos a la ley y solo a la ley.

Los afectados niegan la mayor. Nuestros jueces hablan mucho de su independencia y parecen preocupados por ella. Se indignan acaloradamente cada vez que un político progresista critica en público alguna de sus decisiones. Critican con furia el sistema de elección parlamentaria del Consejo General del Poder Judicial, que la politización de este órgano haya llevado a que la carrera judicial se rija por criterios partidistas y a que los magistrados del Tribunal Supremo sean nombrados en razón de su fidelidad a un partido político. Sin embargo, si el sistema funciona así, lo hace con la cooperación necesaria de los magistrados, que lo aprovechan para promocionarse. A la ciudadanía no le importa tanto la independencia que siente cada juez como la imparcialidad con la que emite sus decisiones. Si a través de una sentencia judicial podemos descubrir que el juez que la redactó es un amante de los toros, apoya al Real Madrid o es independentista, el sistema falla.

Pero conviene dejar de hablar con meras intuiciones y analizar con algún detalle la realidad. Las páginas que siguen pretenden ser una aportación a este debate. Intentan ofrecer, en primer lugar, una imagen razonablemente real de cómo es nuestra magistratura. A partir de ella se reflexiona sobre el papel democrático de los jueces y se analiza —presentando casos reales significativos— si en la actualidad la ideología y las creencias de los jueces constituyen a veces el fundamento de sus decisiones, y, eventualmente, con qué extensión. Se trata, en definitiva, de reflexionar sobre la realidad y dificultad de la imparcialidad judicial. Sin jueces, desde luego que no hay democracia ni imperio de la ley. Con jueces parciales, tampoco. En verdad, todo es una cuestión de grado. Vamos a ello.

1

UNA MIRADA ATRÁS PARA ENTENDER DÓNDE ESTAMOS

Este libro trata de entender y explicar algunas de las virtudes y defectos de la justicia española actual, sobre todo en lo que se refiere a su independencia e imparcialidad. Sin embargo, eso solo se puede hacer a partir de una mirada, siquiera rápida y sucinta, al pasado. La idea de justicia que cualquiera puede tener en la cabeza al leer estas páginas es mucho más reciente de lo que parece y producto de una evolución muy determinada. Asumimos sin más que los jueces deben ser imparciales y estar sometidos a la ley, pero a veces no somos capaces de imaginar qué pasaría si no fuera así. ¿Cómo es un sistema jurídico en el que los jueces no se someten a la ley, sino que dictan sus propias normas y resuelven cada caso apelando a «lo que es justo», en lugar de a la ley?

La respuesta está en la historia, pues a lo largo de ella los jueces no han sido nunca un poder imparcial. Su papel no fue durante mucho tiempo aplicar las leyes, sino dictarlas. Ni siquiera hoy día es universal la idea de que el Poder Judicial deba someterse a las leyes que apruebe el Parlamento y aplicarlas, les gusten o no. Hasta hace pocos años tales leyes tampoco eran necesariamente expresión de decisiones legitimadas por la mayoría democrática de la sociedad. Si alguno de estos elementos flaquea no iremos a un modelo nuevo, sino que volveremos a uno anterior. Merece la pena entender realmente de dónde venimos.

EL ORIGEN DE LA JUSTICIAY SU CONFIGURACIÓN DEMOCRÁTICA

Los primeros jueces no se llaman a sí mismos jueces. Son, simplemente, los encargados de resolver conflictos dentro de la sociedad y, más importante aún, de asegurar la obediencia de todos a un orden social impuesto desde arriba. Históricamente, y hasta hace apenas dos siglos, quien manda en la sociedad impone su voluntad por cualquier método. Sin límites. El derecho no nace para sujetar a los reyes o emperadores, sino para consolidar su poder. La idea de justicia, en esas etapas iniciales, va por otro lado. Existe una noción vaga de armonía y proporcionalidad que se aplica, sobre todo, a las relaciones interpersonales. Los jueces nacen para resolver conflictos entre personas y lo hacen atendiendo a lo que podemos llamar el sentido común. Convertir esa función en un elemento esencial de la democracia es un proceso complejo y muy reciente que solo se entiende si se contempla desde el principio.

De los reyes justicieros y las anécdotas legendarias a la separación de poderes

Las primeras ciudades y la sociedad política nacen hace cinco mil años, cuando el ser humano se asienta para dedicarse a la agricultura y la ganadería en los fértiles valles de Mesopotamia. Al surgir la idea misma de civilización aparece también lo jurídico e, inevitablemente, algo parecido a los jueces. Estas sociedades iniciales están muy jerarquizadas bajo un poder que empieza siendo religioso, pero que se vuelve progresivamente político. En Sumeria, cuando el Estado da esos primeros pasos, aún no se conocen la cerradura ni la llave. Los primeros silos comunales en los que se guarda el trigo recolectado están cerrados por una simple cuerda. Sobre ella se coloca un trozo de arcilla en el que los gobernantes imprimen el dibujo del sello cilíndrico que llevan colgado al cuello. Basta ese frágil trozo de barro marcado para frenar a quien quiera apropiarse de lo público. El respeto por algo así demuestra que ya existe el poder simbólico y que hay también una poderosa autoridad capaz de castigar. Es decir, hay derecho y hay jueces, aunque no aún en su acepción actual.

El código de leyes más antiguo que se conserva es el de la reforma de Ur-Namma, en vigor en la mítica ciudad de Ur, trescientos años antes del de Hammurabi. Está contenido en dos tablillas de arcilla cocidas al sol y milagrosamente conservadas en un museo de Estambul. Se trata de una compilación de normas dictadas por el rey con objeto de asegurar la paz social y garantizar un mínimo de equidad y justicia en el territorio. Estas primeras normas no se formulan como mandatos abstractos, sino como una recopilación de lo que el rey ha decidido en casos anteriores. Sirven como baremo indicativo: se dice, por ejemplo, que quien se divorcie ha de pagar a su mujer cuatrocientos gramos de plata, aunque las fuentes muestran que luego esa cantidad era variable según cada caso. Pero es una forma de fijar, a modo de advertencia, la manera en que en ocasiones similares se han resuelto otros casos.

Eso explica la aparente desproporción y el grado detalle de las indemnizaciones que se recogen por cortarle la nariz a otro (350 gramos de plata), cortarle un pie (90 gramos), romperle un hueso (600 gramos) o partirle un diente (19 gramos). No se trata de decisiones tomadas en frío por el rey, sino de una indicación de cómo ha actuado hasta el momento cuando impartía justicia. Una forma de recordar su poder de decisión sobre las vidas ajenas y de dar cierta seguridad orientando a los habitantes sobre cómo puede resolver las cuestiones privadas que se le sometan. El rey o autarca que manda sobre la ciudad y tiene el poder supremo también arbitra las relaciones privadas. En cada ocasión resuelve los conflictos como le parece, pero mediante la publicación de estas tablas da una imagen de equidad y justicia muy conveniente para la paz social.

Tres siglos después, todavía en la llanura entre el Tigris y el Éufrates, el rey Hammurabi manda grabar un nuevo código sobre estelas de basalto. El descubrimiento de una de ellas, expuesta ahora en el museo del Louvre en París, la ha convertido en la más famosa de las colecciones legislativas mesopotámicas. Para entonces algo había cambiado en esas ciudades Estado primigenias unificadas en un imperio que alcanzaba hasta el Levante. La nueva recopilación contempla la posibilidad de castigos mucho más duros. Los gobernantes no resuelven ya las discusiones entre sus súbditos compensando a quien sufre una pérdida, sino, esencialmente, con durísimos castigos físicos. A medida que el territorio se amplía y la presencia física del rey es menos frecuente, la intimidación se vuelve más importante que la equidad. Aun así, en contra de lo que se suele creer, la función del código de Hammurabi no era establecer una correlación perfecta entre acciones y castigos, sino, sobre todo, avisar a los ciudadanos —y a los jueces que empezaban a actuar en nombre del rey en las distintas ciudades en su ausencia— sobre la consecuencia máxima que podrían llegar a tener diferentes actos. La muerte, la desfiguración o incluso la mismísima ley del talión no eran la forma habitual de castigar cualquier transgresión, sino la excepción. Las decisiones de Hammurabi estuvieron expuestas en lugares públicos durante siglos y se les leían a los posibles infractores para que tuvieran una idea de a qué podían atenerse. De este modo, decisiones puntuales se publican con la garantía del poder político y, por su reiteración retórica, se convierten en costumbre y su fuerza vinculante aumenta. Los distintos jueces nombrados por el rey para resolver conflictos se verían, sin duda, limitados por estos preceptos, hasta el punto de que difícilmente podrían decidir castigos o compensaciones superiores a los de este baremo. Así, la falsa acusación dice el código que se castiga con la muerte, pero lo cierto es que se trata de un aviso con valor disuasorio; normalmente, los jueces imponían penas mucho menores para una ofensa de ese tipo. Porque al principio fueron los jueces, y las leyes llegaron después.

Y el juez, por definición, es quien tiene el poder. Históricamente, juzgar es una manera de tomar decisiones políticas. La idea del rey que hace de juez y que no se somete a ley alguna más allá de su propio criterio aparece también en el Antiguo Testamento. De hecho, el conocido como «libro de los jueces» se refiere a los líderes políticos con legitimidad religiosa que lideraban al pueblo judío, con independencia de que eventualmente pudieran resolver algún litigio privado. La equidad era una cualidad añadida. El «libro de los reyes» cuenta el caso de dos prostitutas que comparecen ante el rey Salomón. Ambas viven en la misma casa, han parido con pocos días de diferencia y comparten cada una cama con su hijo. Una narra que la otra, involuntariamente, aplastó a su propio bebé mientras dormía y, al ver lo sucedido, le colocó a ella el pequeño muerto al lado, robándole a su hijo auténtico. La acusada lo niega, dice ser la madre auténtica del bebé que trae con ella y alega que es la otra la que aplastó al bebé que había parido. Ante el dilema de decidir, sin pruebas, cuál es la madre verdadera, el rey propone partir al bebé por la mitad para repartirlo entre ambas mujeres. La propuesta es rechazada por la madre de verdad, que prefiere que su hijo viva a tenerlo ella. Con esa astucia, el rey-juez resuelve el caso. Es una forma de legitimar su poder no solo por la tradición y el origen real, sino también por las bondades que aporta a la comunidad.

La historia de Salomón es universal. Bertold Brecht en su obra El círculo de tiza caucasiano recrea una anécdota similar recogida en el teatro chino del siglo XIV. En la obra original, atribuida a Li Xingdao, una prostituta se convierte en la segunda esposa de un anciano noble. Cuando, además, lo hace padre de un niño, la primera esposa, celosa, envenena al anciano y culpa de ello a la antigua meretriz. Además, intenta quitarle el hijo, alegando que es suyo, con objeto de apropiarse de la herencia del muerto. Y ahí es donde entra la justicia. Un primer juez, corrupto, falla a favor de la asesina y condena a muerte a la muchacha inocente. Afortunadamente, el joven príncipe Bao, recién ascendido al trono imperial, exige revisar personalmente todos los casos pendientes de pena de muerte. Ante el dilema que se le plantea, inventa una prueba para decidir cuál es la auténtica madre: dibuja con tiza un círculo en el suelo, coloca al bebé en medio y ordena a las mujeres que lo saquen tirando cada una de un bracito. Por supuesto, la madre de verdad es la que se niega. Ahí está el conflicto entre los jueces injustos que sufre a menudo la población, y la virtud excelsa del rey como juez legítimo y equitativo.

Esa idea de que el juez solo puede ser el rey porque aplica la equidad sin ataduras es transversal a la idea de justicia, aunque eso a menudo signifique arbitrariedad, dominación o abuso. Mary Beard, en su libro sobre los emperadores romanos, cuenta que el emperador tenía que dedicar varias horas al día a hacer de juez y pone varios ejemplos de que no lo hacía aplicando el derecho romano, sino la lógica, el sentido común y su autoridad. Estos mismos valores históricos del juez se aprecian de manera muy clara en las leyendas medievales españolas en torno al rey Pedro I de Castilla, que ha pasado a la historia con dos sobrenombres alternativos: el cruel y el justiciero. Una de ellas cuenta que una noche el rey, que iba sin escolta, fue sorprendido en la soledad de las callejuelas de Sevilla por un noble de la familia de los Guzmanes, sus enemigos acérrimos, que lo acometió. Siguió un duelo de espadas del que el rey salió triunfante, dejando en el suelo el cuerpo sin vida del noble y perdiéndose en la oscuridad camino de su palacio. La aparición del cadáver, de cuyo asesino nada se sabía, suscitó gran inquietud en la Corte. Tanta, que el propio rey —seguro de que nadie lo había visto— se vio obligado a ordenar que se buscara al criminal autor, prometiendo que su cabeza luciría colgada en el lugar de los hechos como escarmiento. Puestos a buscar testigos, surge una señora que lo había visto todo desde su ventana y que solo acepta testificar ante el propio rey. Cuando lo hace, este, comprometido por su palabra, ordena colocar en el lugar de los hechos un busto propio. La historia pretende presentar al monarca como un juez justo, que —aunque usa un subterfugio— se siente vinculado por la palabra dada, además de no tomar represalias contra la testigo que se atreve a declarar. Sin embargo, evidencia también una idea de justicia muy alejada a la de aplicar la ley a todos por igual.

Progresivamente, a lo largo de la historia, los reyes delegaron el poder de juzgar en jueces. La palabra juez es de origen latino. Se generaliza para denominar a quien resuelve conflictos solo en el siglo VII, con el Liber Iudiciorum, conectando así la idea de leyes y justicia. Antes, en derecho romano, los iudice eran los árbitros particulares nombrados por las partes para resolver entre ellos una disputa. Después el nombre se aplica a los delegados del rey que administran justicia en su nombre, pero sin la misma capacidad de improvisar, porque no son un poder autónomo, sino derivado. Estos jueces eran, pues, tan solo la voz del rey. Sus fallos se consideraban pronunciados por el mismo rey, cuya voluntad debían respetar. Ahí desempeña un papel esencial la identificación entre ley y costumbres. El principal poder del rey no era dictar normas, sino resolver las cuestiones litigiosas. La potestad jurisdiccional es el principal mecanismo real para regular la sociedad y la usa junto con toda una serie de jueces y tribunales (los alcaldes son, inicialmente, eso) que actúan en su nombre y que progresivamente constituirán una auténtica casta dentro del Estado. Llega un momento en el que el título de juez se convierte en una profesión, al modo de las actuales notarías. Entre cierta pequeña aristocracia se hace frecuente tener la concesión de un juzgado, que se gestiona y administra familiarmente pudiendo heredarse y, ocasionalmente, venderse. Las personas que promueven un pleito y quienes se ven involucradas en él son las que tienen que pagar al juez. Se sigue diciendo, pese a todo, que los jueces —como el rey— han de ser personas de moral intachable que personifiquen la virtud social; en la práctica se parecen más a una corporación elitista que funciona por un privilegio concedido por el monarca; como él, al resolver los asuntos conforme a la equidad, contribuyen a crear derecho. El derecho se crea caso a caso. Al aplicar una combinación de las normas tradicionales, el sentido común y la noción abstracta de equidad, los jueces son los que crean muchas de las leyes.

A la hora de solucionar los pleitos, el juez, ya en la modernidad, debe tener en cuenta la tradición, es decir, las normas que se suelen aplicar, que por ello se consideran beneficiosas para la sociedad y a las que se atribuye un origen divino. Sin embargo, no está estrictamente vinculado por ellas y puede adaptarlas y cambiarlas a su antojo en busca de lo que él considere un bien ético y social mayor. Esa es la diferencia esencial entre el juez del Antiguo Régimen y el juez constitucional sometido a la ley.

Los sistemas judiciales contemporáneos son fruto, en primer lugar, de una evolución, esencialmente formal, de las ideas políticas que cristaliza en el siglo XVII. Un grupo de intelectuales, primero en Inglaterra y después también en Francia, empieza a reflexionar y escribir sobre el gobierno de la sociedad. Y en sus escritos describen por primera vez el Poder Judicial en términos políticos. Entre estos escritores, van a destacar sobre todo los señores Locke y Montesquieu. Ellos y otros muchos dan lugar a teorías, cada vez más aceptadas socialmente, que buscan evitar la concentración del poder en unas únicas manos y aumentar la seguridad jurídica dando a las sociedades modernas un marco estable en el que desarrollarse, más allá de la arbitrariedad imprevisible. Y, para ello, una estrategia esencial es separar a quien dicta las normas de quien las aplica. Eso proporciona estabilidad y permite a la ciudadanía anticipar qué está permitido, qué no, y a qué coste.

El segundo elemento decisivo en la evolución de nuestros modelos de organización política es la Revolución francesa. Mientras que los escritos de los filósofos hablan esencialmente de lo que hay e intentan construir un mundo ideal, la revolución fue un movimiento social para acabar definitivamente con el Antiguo Régimen e instaurar una sociedad basada en la igualdad y la libertad. Los sistemas que surgen a partir de la Revolución francesa traen la democracia y el poder popular marcados a fuego en sus raíces. En cambio, los sistemas que no rompen con las bases del absolutismo y se limitan a reformarlas conforme a las nuevas filosofías arrastrarán, en especial en lo que respecta a sus jueces, muchos de los vicios antiguos.

No es este el lugar para explicar en detalle las teorías sobre la separación de poderes que están en el nacimiento del Estado moderno. Basta constatar que en algún momento, entre los siglos XVII y XVIII, se asienta la idea de que el Estado como modo de organización social basado en normas formalmente dictadas y aprobadas necesita de alguien que se encargue específicamente de aplicarlas desde la imparcialidad. La relevancia de los escritos de John Locke es, precisamente, que es de los primeros en referirse a «la función judicial», aunque no corresponda exactamente a un poder separado de los demás. En sus escritos atribuye la función judicial a magistrados que dependen del Legislativo, que es el poder supremo. Al Parlamento le corresponde «dispensar la justicia» y decidir sobre los derechos de los gobernados mediante jueces conocidos y autorizados. Defiende que una de las tareas del Poder Legislativo es «establecer jueces desinteresados y equitativos que decidan sobre los conflictos en virtud de las leyes».

Poco después, a partir de sus trabajos, Montesquieu escribe su obra fundamental sobre el espíritu de las leyes, considerada aún hoy el origen de nuestro sistema de poderes. En ella, el marqués de Secondat teoriza sobre la necesidad de un Poder Judicial separado de los demás, pero, a ese respecto, su primera intención ya es la de advertirnos sobre los peligros de una judicatura independiente de la ley. De hecho, Montesquieu solo utiliza una vez el verbo separar al hablar de los poderes. Prefiere referirse a la necesidad de dividir o distribuir el poder, pues su objetivo es evitar que exista un poder ilimitado, de modo que aspira a que unos se contrapongan a otros. La idea de un Poder Judicial distinto de los otros deriva de que si la función de juzgar la tuviera el Parlamento la utilizaría de forma arbitraria, mientras que si estuviera en manos gubernamentales se usaría para oprimir. Sin embargo, los jueces ejercen, en su opinión, «un poder terrible entre los hombres», que sería demasiado arriesgado atribuir permanentemente a algún grupo determinado de personas, dada la tendencia natural de quien decide sobre la vida de los demás a «abusar de su poder».

Por eso, en contra de lo que se lee y se oye a menudo en el debate público español, El espíritu de las leyes no es un tratado sobre independencia judicial, sino una reflexión sobre la sociedad política marcado por la profunda desconfianza frente a los jueces. No teme a las presiones sobre los magistrados, sino a los excesos de estos, y por eso huye de que la administración de justicia sea una profesión y propone que haya tribunales no permanentes, jurados populares y amplias facultades para la recusación de los jueces por parte de los acusados. El gran riesgo de la función judicial, según prevé, es que las sentencias judiciales no sean la pura y simple aplicación de la ley. Eso puede llegar a destruir a cualquier ciudadano y la idea misma de Estado. Es en este contexto en el que escribe su famosa frase «los jueces de la nación solo son, como hemos dicho, la boca que pronuncia la palabra de la ley; seres inanimados que no pueden moderar ni la fuerza ni el rigor de esta». Adicionalmente, dedica todo un capítulo de su obra a los riesgos de la falta de imparcialidad judicial. Desde su situación de burgués en la época, su principal temor en este sentido es el riesgo de verse juzgado por jueces de otra condición social que, por envidia de clase, incomprensión sobre su modo de vida o por tener valores diferentes, pudieran dictar una sentencia injusta. Por eso insiste en la apariencia de imparcialidad y la necesidad de ser juzgado por personas similares a uno mismo.

Estos son los principios teóricos sobre los que se construye el sistema europeo de administración de justicia, pasado por el matiz de las revoluciones democráticas de todo nuestro siglo XIX. Así, el modelo de Montesquieu permanece en esencia inalterado salvo en lo que tiene de reflejo de la sociedad preconstitucional: clasista, intrínsecamente desigualitaria e injusta. La separación de poderes pasa de ser un mero mecanismo para evitar la arbitrariedad a convertirse también en la garantía de la democracia: a la idea de que es el Legislativo el poder que debe prevalecer se añade la noción de que lo es porque representa la voluntad popular. Mediante las elecciones, la sociedad designa a unos representantes que, con esa legitimidad, son los encargados durante su mandato de establecer la dirección política de la sociedad. Lo hacen aprobando leyes que son la norma superior del ordenamiento. En ese contexto, la limitación del Poder Judicial se vuelve aún más relevante: se trata de que los magistrados nombrados objetivamente no tengan voluntad política propia y se encarguen de imponer la voluntad general expresada en la ley.

Jueces ingleses y americanos: de Madison a Trump

Históricamente, los anglosajones llegaron antes que la vieja Europa al parlamentarismo, a la constitución y a la idea misma de democracia contemporánea. Pero esa antelación que con frecuencia nos provoca envidia tiene también sus desventajas: en Inglaterra y sus colonias, notablemente los Estados Unidos de América, el sistema judicial imperante aún se parece en cierto modo al medieval. La continuidad en el modo de administrar justicia es el resultado de una organización política en continua evolución, pero sin revoluciones desde el Medievo.

Un elemento esencial de este continuismo es que todavía hoy sus jueces, más que aplicar las leyes creadas por los poderes del Estado, crean ellos mismos las normas políticas esenciales. En el derecho del Antiguo Régimen prácticamente no existe la ley como norma general emanada de un acto del poder. Se trata de un derecho consuetudinario, es decir, tradicional. La principal fuente de derecho son las sucesivas decisiones judiciales. Los jueces deben, en principio, seguir el precedente dictado por otros jueces, salvo que sea posible argumentar razonablemente la necesidad de cambiarlo y empezar una nueva línea jurisprudencial. La idea de que los pronunciamientos judiciales actuales deben basarse en los dictados anteriores se conoce como stare decisis y es, hasta la actualidad, la base del sistema político inglés y, en gran medida, del estadounidense.

Aunque habitualmente los jueces ingleses aplican el precedente, excepcionalmente hay —a lo largo de la historia— ejemplos de decisiones políticas que se convierten en ley y son aplicadas por ellos, que, en realidad, están —siquiera nominalmente— sometidos al poder del rey. El poder, pues, de vez en cuando dicta órdenes con mandatos destinados a regular la vida del país. Cuando hay un acto de voluntad abstracto de este tipo, los jueces se remiten a él, aunque lo reinterpreten o lo apliquen del modo que consideren necesario. Pero es algo infrecuente. Son conocidas la Carta Magna de 1215, el Acta de habeas corpus de 1679, el Acta parlamentaria de 1919 y algunas más. Pero este modo de proceder es la excepción y la mayor parte del derecho es simplemente práctica judicial. En esta estructura, el poder político es básicamente ejecutivo. El Gobierno adopta a diario decisiones relativas a la dirección política de la sociedad. Esas decisiones a menudo tienen que ser compartidas con el Parlamento, que, más que como un Poder Ejecutivo, funciona como contrapeso político al Gobierno e instancia de control. Las decisiones del Gobierno están sometidas a la crítica y el control de los miembros de la Cámara de los Comunes, pero la construcción de un marco legal que delimite la vida de los ciudadanos es algo que se realiza esencialmente en los tribunales de justicia.

El margen de acción judicial es mayor en lo técnico y menor en lo político. Así, el derecho penal es en gran parte de creación o control político. En el sistema de sanciones penales, por ejemplo, el Parlamento tiene una cierta capacidad de intervención y es el responsable de —entre otras cosas— cambiar la pena de muerte por la cadena perpetua. Sin embargo, la definición detallada de los delitos es esencialmente competencia de los tribunales y los intentos de poner por escrito un código penal se han basado siempre en la definición de las conductas consideradas delito que han ido haciendo los tribunales británicos desde tiempo inmemorial. Los jueces han decidido qué acciones concretas llevan a las personas a la cárcel, aunque las decisiones generales y las que suscitan mayor debate social están en manos políticas. De hecho, en materia penal, actualmente es el Parlamento el que lleva la iniciativa si de lo que se trata es de decidir colectivamente si un acto va a estar o no permitido. Las decisiones que se perciben públicamente como políticas corresponden al poder elegido democráticamente, mientras que los jueces se quedan con la decisión de cómo se concretan y aplican esas decisiones generales, que se considera esencialmente técnica.

Un buen ejemplo de cómo funciona esto puede ser el de la evolución del delito de sodomía. La homosexualidad ha estado perseguida en Inglaterra desde 1553. Enrique VIII decidió castigar con la muerte cualquier acto sexual contra natura. Esa amplia definición fue matizada por los tribunales de la época, que la limitaron al sexo anal o sodomía. Se aplicó durante trescientos años, hasta que en 1861 el Parlamento aprobó una ley sobre los delitos contra las personas muy parecida a lo que sería un esbozo de código penal. Ahí se mantiene la sodomía como delito, pero se atenúa la pena, que es solo de prisión. En plena época victoriana, el nuevo puritanismo lleva poco después al mismo Parlamento a extender el delito a cualquier práctica sexual entre varones. Estos cambios legislativos fueron respetados por los jueces británicos, que, tomando nota de la voluntad parlamentaria, aplicaron las nuevas penas y los nuevos conceptos de delito en casos como el de Oscar Wilde. Un siglo después, a partir de los años sesenta del siglo XX, se desata en Inglaterra un debate social sobre la despenalización de la homosexualidad. El tema es claramente de orientación política de la sociedad, de modo que no son los jueces, sino los diputados, los que argumentan y debaten a favor y en contra, hasta que en 1967 se aprobó una reforma que establecía que no eran delito las relaciones sexuales homosexuales consentidas si se realizaban entre mayores de 21 años y en privado. Ahí, los tribunales intervinieron para decidir qué significaba «en privado». Decidieron, pues, que esa excepción solo cubría los actos en el propio domicilio y sin que hubiera terceras personas presentes. Así que siguieron castigando a las parejas que se veían en un hotel o a las que practicaban sexo en una casa en la que hubiera en ese momento otras personas. Solo en 2004 el Parlamento introdujo la liberalización completa.

Este ejemplo da cuenta de cómo en las cuestiones que se consideran políticamente relevantes los jueces siguen las indicaciones del Parlamento. Sin embargo, en los asuntos menos controvertidos son ellos los que deciden la legislación del país. El juez británico, de esta manera, tiene un poder configurador de la sociedad que resultaría escandaloso desde el punto de vista de las democracias europeas. El sistema funciona porque generalmente se asume ese papel como una competencia técnica, antes que política. En Inglaterra, tradicionalmente, los jueces han sido elegidos entre los abogados más prestigiosos, como culminación de su carrera profesional.

El sistema americano no pretendía ser estrictamente así. La Constitución de 1776 establece un sistema de separación de poderes que coloca las tres ramas a un nivel muy similar. En él, tantos el Judicial como el Legislativo y el Ejecutivo ocupan un mismo lugar jerárquico. Cada uno tiene sus funciones, pero en ellas los otros dos actúan como contrapeso para evitar cualquier atisbo de poder absoluto. Es lo que se llama un sistema de pesos y contrapesos (checks and balances). Aun así, Thomas Jefferson, en una de sus cartas fechada en 1820, alertaba sobre la idea de otorgar a los jueces la última palabra en la definición de la Constitución, señalando que ello «nos colocaría bajo el despotismo de una oligarquía». Y añadía: «[...] nuestros jueces son tan honestos como los demás hombres, pero no más. Tienen, como el resto, las mismas pasiones por un partido, por el poder y por los privilegios de su grupo. [...] Su poder es tanto más peligroso cuanto que están en el cargo de por vida y no son responsables, como lo son los demás funcionarios, del control electivo», e insistía en que la separación de poderes funciona como garantía para que los jueces no interfieran en los poderes Ejecutivo y Legislativo.

Efectivamente, lo que se conoce como el «ejemplo inglés» contaminó a los jueces estadounidenses desde muy pronto. Antes que un movimiento consciente para asumir más poder, se trata de un modo de funcionamiento. En esencia, los jueces norteamericanos asumen la idea del derecho basado primordialmente en casos anteriores y no en normas abstractas. En esta concepción suya, si no hay precedente, no hay caso. Esta concepción británica de la ley como una permanente creación de los jueces casa mal con la existencia de leyes escritas, aunque Estados Unidos se base nada menos que en la aprobación de una Constitución escrita, aprobada en 1776, escasamente enmendada y elevada a una categoría casi divina. La fiesta nacional estadounidense es el día en que se adoptó este texto escrito; sus primeros párrafos son una representación iconográfica poderosa reproducida en numerosos monumentos, cuadros y grafitis por todo el país y que incluso ocupa el top en el ranking de tatuajes que se hacen los norteamericanos; el país mismo se identifica con su Constitución, que en la conciencia general es poco menos que el equivalente a las tablas de la ley, inalterable e intocable.

En la práctica, la existencia de una Constitución escrita ha contribuido a que los jueces norteamericanos adquieran un poder superior al de sus colegas británicos. Porque, mientras que los jueces ingleses tienen que aceptar y aplicar las leyes y los estatutos aprobados por su Parlamento, los estadounidenses no pagan ese peaje y lo hacen gracias a la Constitución: desde el siglo XIX se arrogaron la facultad de no aplicar las leyes democráticas que consideraran contrarias a la Carta Magna. Y como su Constitución es breve y genérica, con muy pocos artículos y extraordinariamente abiertos a la interpretación, esa facultad en la práctica ha supuesto que los jueces sustituyan a los representantes populares incluso en cuestiones políticas controvertidas.

La forma en la que adquirieron este poder es muy ilustrativa. Prácticamente todos los estudiantes de Derecho del mundo han oído hablar de la sentencia Madison versus Marbury, seguramente la decisión judicial más famosa de la historia. Sin embargo, la mayoría de los libros de texto, claramente hagiográficos en este punto, omiten las circunstancias concretas del caso.

En 1800, el presidente de Estados Unidos era John Adams, que había sido vicepresidente del mismísimo George Washington. Como secretario de Estado (cargo entonces equivalente a ministro de Exteriores y de Justicia) había nombrado al insigne jurista John Marshall. Pero en octubre de ese año tienen lugar unas elecciones en las que sale derrotado y el pueblo elige como nuevo presidente a Thomas Jefferson. Como se sabe, en Estados Unidos transcurren varios meses entre la elección de un nuevo presidente y su nombramiento. En ese lapso, Adams se empeñó en nombrar juez a numerosos miembros de su partido con el objetivo de, ya que habían perdido las elecciones, ocupar la judicatura. Entre ellos, ya en febrero de 1801, en sus últimos días como presidente, nombra a Marshall magistrado y presidente del Tribunal Supremo. El jurista pasa directamente de ser ministro a presidir el más alto tribunal del país.

Siendo ya juez y presidente del Tribunal Supremo, Marshall es ponente de una sentencia en la que está en juego su propia actuación en sus últimos días como ministro. Con las prisas por dejarlo todo bien atado, el presidente Adams había nombrado a una serie de jueces justo en las últimas horas de su mandato. Son los conocidos como jueces de la medianoche. La noche del 3 de marzo de 1801 el propio Marshall, que tendría ya la cabeza ocupada en sus nuevas funciones como magistrado, fue incapaz de enviar y comunicar los últimos nombramientos a los elegidos. Los nombramientos se quedaron, pues, en su mesa para ser enviados por su sucesor.

Cuando el nuevo secretario de Estado, James Madison, toma posesión, se niega a tramitar el más de medio centenar de nombramientos. Ante ello, un juez de paz designado, pero que nunca recibió el nombramiento, Willian Marbury, interpone una demanda que acaba ante el Tribunal Supremo y que es la que va a resolver Marshall.

A priori, uno diría que lo razonable habría sido que el flamante juez se abstuviera en este caso, sin embargo, no lo hizo y ha pasado a la historia como un brillante ejemplo jurisprudencial. En esencia, lo que hizo fue quitarse el muerto de encima. Dijo que, aunque Marbury tenía razonablemente derecho a que se tramitara su nombramiento, el Tribunal Supremo no tenía competencia para obligar al ministro a hacerlo. Ciertamente, había una ley que específicamente le atribuía esa competencia; para evitarla, Marshall argumenta que dicha ley se debe a que el artículo 3 de la Constitución estadounidense dice que el Tribunal Supremo solo resuelve en apelación, nunca como primera instancia. Entonces es cuando se inventa que, si la ley es inconstitucional, el tribunal puede no aplicarla. Es decir, consiguió no meterse en la cuestión con el contradictorio argumento de que la Constitución no permite que el Supremo dé órdenes a un ministro, pero sí le permite saltarse las leyes del Congreso que considere inconstitucionales.

Así visto, la sentencia y sus circunstancias no parecen el mejor ejemplo de independencia judicial. Aun así, inexplicablemente, se la considera el culmen de la creación jurisprudencial norteamericana y casi mundial. También es cierto que en su momento la sentencia pasó totalmente desapercibida. Fue una solución extraordinaria para un caso concreto en el que estaba implicado personalmente el juez que la dictó, y, en consecuencia, no se volvió a aplicar ni a mencionar durante décadas. El éxito y la fama le llegan a la Marbury vs. Madison mucho después.

De hecho, tras esta sentencia, el Tribunal Supremo tardó cincuenta y cuatro años en volver a considerar inconstitucional una ley estatal. Lo hizo en 1857, precisamente con la sentencia que dio origen a la guerra civil norteamericana: la del caso Dred Scott versus Standford, donde entendía que la Constitución no permitía otorgar la nacionalidad estadounidense a la población negra afrodescendiente. A partir de ahí, incluso el propio Abraham Lincoln expresa dudas sobre esa facultad de los jueces estadounidenses que los coloca por encima del poder político y les otorga la última palabra en decisiones que deberían corresponder a la sociedad misma.

No obstante, el sistema estaba ya definido y posteriormente solo se ha asentado. Los jueces estadounidenses, en concreto los nueve que forman el tribunal que está en la cúpula del sistema, son quienes definen el marco jurídico de su país. Su voluntad sustituye a menudo a la del cuerpo electoral. Es un sistema que fuerza especialmente las costuras de la democracia en los asuntos controvertidos en los que las posiciones sociales están más divididas y polarizadas. El ejemplo más evidente es el relativo a la regulación del aborto.

Desde el siglo XIX, muchos de los diferentes estados que componen Estados Unidos habían ido dictando diferentes normas y estatutos penalizando el aborto. En algunos casos se perseguía solo a los médicos que lo realizaban, en otros se consideraba un homicidio, y en otros había excepciones. En ese panorama, el potente resurgir del movimiento feminista en los años sesenta del siglo XX hizo aumentar el apoyo social a la idea de que todas las mujeres debían poder abortar. En 1970, dos abogadas llevaron a los tribunales estadounidenses la demanda de una mujer embarazada de Texas, a la que para proteger su privacidad se llamó Jane Roe, que reclamaba su derecho a abortar. El fiscal del caso, Henry Wade, se opuso. El caso llegó hasta el Tribunal Supremo, que en 1973 dictó la histórica sentencia Roe versus Wade, que consideró que la libertad de elección de la madre sobre llevar o no a término su embarazo constituye un derecho fundamental amparado constitucionalmente como parte de la privacidad, que solo puede ser sometido a ciertos límites. La sentencia establece una auténtica regulación detallada de lo que los estados podían hacer respecto al aborto: en el primer trimestre de embarazo el aborto debe ser libre, en el segundo se pueden imponer restricciones sanitarias y en el tercero se puede prohibir el aborto siempre y cuando se permita en los casos en que peligre la vida de la madre.

De este modo, la decisión acerca del aborto dejaba de estar en manos del poder político…

Prueba de este activismo judicial es que en 1992, en un nuevo caso, el Tribunal Supremo abandona el sistema de trimestres y establece como nuevo criterio para la legitimidad del aborto el de la viabilidad del feto, de modo que es posible prohibir el aborto cuando el embrión sea ya viable. Independientemente de lo que se opine acerca del acierto de este o el anterior criterio, lo cierto es que son los jueces del Tribunal Supremo los que deciden cómo y cuándo podrán abortar las mujeres, de modo que la regulación vigente varía a medida que cambia el criterio personal de los magistrados que en ese momento integran el órgano. Con este punto de partida, no puede extrañar que en junio de 2022 el Tribunal Supremo, en un nuevo caso, dictara la sentencia Dobbs versus Jackson Women’s Health Organization, en la que cambió nuevamente el sistema. En esta ocasión, la corte da un giro copernicano y dice simple y llanamente que «la Constitución no reconoce un derecho al aborto; [...] la autoridad para regular el aborto se devuelve al pueblo y a sus representantes elegidos».

El juez democrático europeo:sometido a la ley desde la Revolución francesa

Aunque los modelos teóricos de separación de poderes no fueran muy diferentes en los escritores ingleses y franceses del siglo XVII, lo cierto es que en la práctica se aplicaron de modo muy diferente a un lado y otro del canal. El hecho diferencial decisivo fue el acontecimiento originario de todo nuestro sistema democrático: la Revolución francesa. En Inglaterra no hay revolución y el Estado se construye como suave transición desde el Antiguo Régimen. En Francia y el resto de Europa (y casi del mundo) la ruptura con el sistema de privilegios es radical. La democracia se construye a partir de la idea de libertad, de derechos humanos y de igualdad de todos.

Este sistema democrático, que es el nuestro, se sustenta en la voluntad popular residenciada en el Parlamento elegido por toda la sociedad. El Parlamento es un reflejo de la sociedad, reproduce las mayorías políticas que se dan en cada momento en su seno y es legítimamente depositario de la soberanía nacional. La revolución, en esencia, lo que hace es cambiar al rey —poder absoluto, arbitrario y legitimado en Dios y la historia— por una asamblea ciudadana elegida por todo el cuerpo electoral y fiel reflejo suyo. Democracia, inicialmente, significa Parlamento. Y las decisiones del Parlamento, que adoptan la forma de ley, ocupan el lugar más alto en la estructura del Estado. En el modelo democrático resultante de la Revolución francesa el Gobierno solo puede ejercer la dirección política cotidiana de la sociedad en el marco de lo que disponen las leyes que va aprobando el Parlamento y sometido a su control. Los jueces, por su parte, dejan de ser árbitros que resuelven las disputas sociales según su propio criterio. Su tarea única y exclusiva es la de asegurar que las normas dictadas por la Asamblea nacional se apliquen efectivamente en la realidad.

Los revolucionarios franceses de 1789 tenían muy claro que hasta entonces los jueces, bajo la excusa de resolver conflictos sociales, habían actuado como un poder relativamente autónomo destinado a asegurar los privilegios de las clases altas. Eran plenamente conscientes del peligro de ese tipo de jueces y por eso, nada más constituida la Asamblea Nacional mediante la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, mientras el rey aún lo era y conservaba la cabeza unida al tronco, acometen la tarea de definir un Poder Judicial democrático. Los trabajos se inician un mes después de la toma de la Bastilla y culminan tras un año. El 16 de agosto de 1790 el Parlamento revolucionario aprueba la ley de organización judicial. Más de doscientos años después, gran parte de su texto sigue en vigor. En concreto, en Francia siguen aplicándose sus tres artículos principales: los que definen la separación de poderes.

La sorpresa, al leer este texto fundacional que desde entonces define el papel de la judicatura en Europa, es que en gran medida el sentido de la separación de poderes es evitar que los jueces usurpen funciones democráticas que les son ajenas. Aunque hoy día la mayoría de jueces españoles crea firmemente que la esencia de la separación de poderes es la independencia judicial, la realidad es que desde el principio la democracia se ha sustentado sobre todo en que los magistrados no invadan las funciones políticas de los otros poderes del Estado.

El primero de los tres artículos esenciales de la ley de 1790 dice que los tribunales no podrán, directa o indirectamente, tomar parte en el Poder Legislativo ni impedir o suspender la aplicación de las leyes. Es decir, en Europa resulta desde el principio contraria a la idea misma de democracia la posibilidad de que el Poder Judicial deje de aplicar una ley. Su papel es exclusivamente cumplir las leyes, y su posición jerárquica, siempre subordinada al Parlamento elegido por el pueblo. En el mismo sentido, el segundo artículo les prohíbe también hacer reglamentos, en el sentido de normas que aclaren el sentido de las leyes, ordenando que si un juez cree necesario interpretar una ley (o cambiarla) se dirija al Parlamento para que lo haga. Ni son legisladores ni pueden definir ellos el contenido último de las normas.

Finalmente, para completar la estructura, la ley añade también que las funciones judiciales son distintas y permanecerán siempre separadas de las administrativas, sin que los jueces puedan perturbar las actuaciones de los órganos administrativos. Esta disposición radical vendrá matizada con el tiempo y el nacimiento del derecho administrativo, en el sentido de que corresponde a los tribunales vigilar que la Administración también se someta a la ley. Sin embargo, lo que resulta evidente desde el mismo día de la caída del Antiguo Régimen es que un juez democrático no puede actuar políticamente ni suplir con sus opciones y visión personales sobre el mundo las decisiones de la Administración designada para ello. La preocupación de las sociedades que se libraron del yugo de la monarquía absoluta ha sido siempre frenar el exceso de activismo judicial.

La exclusión de toda actividad política por parte de magistrados y tribunales tiene dos destinatarios: en primer lugar, los propios jueces, que deben abstenerse de aplicar la ley para defender sus propios intereses o ideas; en segundo lugar, los políticos y otros poderes constituidos, que pueden pretender influir sobre los jueces para que se aparten de la neutralidad y orienten sus decisiones del modo más favorable a sus intereses. La independencia judicial no busca que el juez sea libre de dictar sentencia como le parezca, sino que sus decisiones estén exentas de ideología o intereses ajenos a los de las normas legales. De este modo, mientras que en Estados Unidos la separación de poderes se entiende como un mecanismo de contrapesos que evita la concentración de todo el poder en unas manos, en Europa es el mecanismo que asegura la centralidad democrática del Parlamento en la creación del derecho. Allí se pone el acento en que el poder esté repartido. Aquí, en que sea democrático. Cuando el artículo 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano dice que «toda sociedad en la que la garantía de los derechos no está asegurada ni la separación de poderes determinada no tiene Constitución», está vinculando la separación de poderes con el respeto a los derechos recién proclamados. Los poderes del Estado no pueden interferir unos en los otros porque solo así se garantiza que la voluntad popular expresada en la ley se convierta en realidad con toda su capacidad transformadora. La ley democrática se objetiviza y la voluntad del Parlamento, convertida en voluntad nacional, se impone a cualquier interés individual.

Sería preocupante que hoy, más de dos siglos después, siguiera estando de actualidad el discurso pronunciado el 24 de marzo de1790 por el diputado Jacques Guillaume Thouret en la Asamblea Nacional revolucionaria. En esa ocasión decía que uno de los abusos que distorsionaba el Poder Judicial en Francia era el siguiente: «[...] la confusión, establecida en las manos de sus depositarios, de las funciones que le son propias con las funciones, incompatibles e intransferibles, de los otros poderes públicos. Imitador del poder legislativo, revisa, modifica o rechaza las leyes; rival del poder administrativo, molesta sus operaciones, frena sus iniciativas e inquieta a sus agentes. Dejemos de lado cuáles fueron las circunstancias en el origen de ese desorden político ni si fue inteligente no dar a los derechos de la nación más protección contra la autoridad arbitraria del gobierno que la autoridad aristocrática de las corporaciones judiciales cuyo interés sería en ocasiones elevarse en nombre del pueblo sobre el gobierno, en ocasiones unirse al gobierno contra la libertad del pueblo [...]. Digamos solamente que un desorden de este tipo es intolerable en una buena constitución y que la nuestra hará desaparecer en el futuro los motivos que lo causaron; digamos que una nación que ejerce el poder legislativo a través de un cuerpo permanente de representantes no puede permitir a los tribunales que ejecutan sus leyes y sometidas a ellas, la facultad de revisar tales leyes». De este modo, el insigne jurista girondino (que más adelante sucumbiría también él víctima de la guillotina) venía a denunciar el corporativismo de los jueces y su tendencia a alterar el sentido de las leyes, aplicándolas según sus propias convicciones e intereses.

Esa parece ser una deriva natural de quien tiene el poder de decidir y aplicar las normas que otros hacen. Era la situación en la judicatura del final del Antiguo Régimen. En los países de cultura anglosajona que no vivieron una revolución la tendencia se ha asentado, convirtiéndose en lo que los expertos llaman un «gobierno de los jueces». En las democracias sustantivas el sistema quiere evitar precisamente eso, pero se trata de una lucha constante, nunca acabada.

La cuestión más compleja de resolver en nuestros sistemas ha sido, quizá, la del control de constitucionalidad de las leyes. En Estados Unidos, los jueces asumieron el control sobre la ley y el derecho con la excusa de que alguien debía controlar que el Parlamento democrático respete la Constitución. Entre tanto, en Europa, en el siglo XIX se identificaba democracia con votar y la lucha democrática era en esencia lucha por sustituir al rey por un Parlamento. Solo a principios del siglo XX, una vez que prácticamente han desaparecido las monarquías absolutas occidentales, se hace evidente que la regla de la mayoría no vale para todo y que un Parlamento con respaldo popular puede al mismo tiempo actuar como un tirano con la minoría, a la que oprime y vulnera sus derechos. El ejemplo más evidente es, sin duda, el de la Alemania nazi a mediados del siglo pasado. El acceso de Adolf Hitler y el partido nacionalsocialista al poder se produce por las vías democráticas, mediante elecciones. Sin embargo, resulta grotesco calificar de democráticas las leyes raciales aprobadas por el Parlamento alemán y encabezadas con la frase «en nombre del pueblo alemán», que prohibían a las personas de determinada raza ejercer libremente una profesión, residir donde quisieran o decidir su forma de vestir.