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Gloria dejó de ejercer como profesora para cuidar de su familia. Ahora querría tener su hijo más cerca y a su marido más lejos, pero eso a nadie le importa. Cuando toca fondo, se pone en manos de Almudena Catalá, psicóloga, que reúne todo lo que ella ansía: belleza, clase y libertad. Almudena disfruta de una vida sin preocupaciones. Está casada con Eduardo, un hombre atractivo, elocuente y seductor; en apariencia, el perfecto caballero. Lo que todo su entorno ignora es que ni ella es capaz de escapar del lado oscuro al que te arrastran los celos y las inseguridades. Una novela de intriga inquietante y perturbadora sobre la hipocresía de los matrimonios aparentemente felices.
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Este libro ha sido patrocinado por el Ayuntamiento de Tomelloso.
El jurado, presidido por Eloísa Perales López, y compuesto por Eva Olaya Martín, Sergio Vera Valencia, Sonia García Soubriet, Berna González Harbour y Carlos Augusto Casas, con M. ª Carmen Carrasco Jiménez como secretaria, concedió por unanimidad a La mala esposa, de Estela Chocarro Bujanda, el XXV Premio Francisco García Pavón de novela policíaca, convocado por el Ayuntamiento de Tomelloso.
La mala esposa
©️ 2023 Estela Chocarro. Autora representada por Marcapáginas Agencia Literaria
Diseño de cubierta: Eva Olaya
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1.ª edición: septiembre 2023
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Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:
© 2023: Ediciones Versátil S.L.
Av. Diagonal, 601 planta 8
08028 Barcelona
www.ed-versatil.com
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Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita de la editorial.
Para ti.
«Una vida fácil, un fácil amor, una muerte fácil no eran cosas para mí».
El lobo estepario, Hermann Hesse
Un escalofrío le recorre el espinazo; acto seguido, sin embargo, sonríe para convencerse de que todo es un juego, de modo que acepta el desafío y se descalza para que el sonido de sus pasos no desvele su ubicación.
El contorno de sus huellas se insinúa apenas un suspiro a medida que avanza hacia el comedor. La mesa se extiende diáfana excepto por un ramo de lirios. Imagina a Max saliendo de la floristería con el ramo y, más tarde, buscando un jarrón para adornar la mesa donde tomarán el desayuno antes de… O tal vez después, para reponer fuerzas. Sonríe de nuevo y continúa hasta la cocina. Una gran isla ocupa el centro de la estancia; el resto del mobiliario, armarios de la mejor calidad y electrodomésticos de alta gama, orbita a su alrededor: campana de acero, encimera que combina fogones de gas e inducción integrada, nevera americana de dos puertas, horno doble, vinoteca climatizada. Adora la casa en ese mismo instante. A pesar de ello, algo la perturba.
Ese juego no le gusta tanto como había imaginado.
—¿Max?
De regreso al comedor, se asoma con aprensión, como si, durante su breve ausencia, el espacio se hubiera vuelto hostil. La mesa de madera oscura le parece ahora un ataúd, el haz de lirios, una corona.
—¡Qué tontería! —musita antes de decidirse a entrar.
Contiene la respiración, cruza a toda prisa la estancia y descubre que la casa se extiende a la derecha. Allí, un inusitado salón de paredes acristaladas da a un vasto jardín.
Se acerca sigilosamente, aunque no deja de repetirse que es innecesario tanto tiento.
—¿Max? —Su voz suena insegura—. ¿Max?
Sigue recorriendo la casa con los zapatos en la mano, de puntillas. Corona la escalera hasta un amplio distribuidor con cinco puertas, una de ellas abierta.
Desconfía de su propia vista cuando ve un bulto en el suelo, oculto, en parte, por una columna. Sus piernas tiemblan. El cuerpo de una mujer yace de costado. Su melena rubia, que le envuelve el rostro como un sudario, le oculta las facciones.
No descubre el cuchillo clavado en su abdomen hasta que se arrodilla para comprobar si sigue viva. Su pulso es débil, su respiración, exánime. Siente que debe sacárselo, que solo así podrá regresarla a la vida.
Los ojos de la mujer se abren de par en par en cuanto lo extrae. Comprende que lo único que evitaba que la sangre escapase a borbotones era el propio cuchillo. Solo entonces, a pesar de que el dolor intenso, de que la muerte inmediata le han deformado las facciones, la identifica. También reconoce el cuchillo que ahora sujeta entre los dedos.
Y todo se detiene.
PARTE I:
ME ENTREGO A TI Y PROMETO SERTE FIEL
Hace ya algún tiempo que Gloria flirtea con la idea de ser libre. No se trata de una intención firme; más bien es un deseo, un anhelo, incluso, en ocasiones, un afán. Pero no es ese el motivo de que, como cada miércoles, acuda a su cita con la doctora Catalá. La razón es que, hace tres meses, fue hospitalizada por una sobredosis de pastillas.
—¿Qué tal has pasado la semana?
Gloria adora esa voz cálida que encaja a la perfección en el ambiente sofisticado de la consulta: las paredes forradas con un papel de rayas, muebles sólidos y sillones tapizados. Arrellanada como está en esa butaca que parece haber memorizado poco a poco su contorno, piensa que la verdadera causa de sus visitas es el simple placer de acomodarse en esa estancia que rezuma clase.
Almudena Catalá no es doctora en Medicina, sino en Psicología, pero tanto la recepcionista como todos sus pacientes la llaman doctora. Es la única persona que se preocupa de verdad por ella, la única en quien confía. Y aunque sabe que no se trata de una amiga en sentido estricto, eso es algo superfluo para ella.
—No he hecho nada especial —responde sin pensar—. Marco me pidió que le mandara ropa de abrigo porque se marchó con treinta y cinco grados y ahora no tiene qué ponerse, así que pasé un día entero preparando una caja con jerséis y camisetas de invierno y se la mandé por mensajería.
La doctora asiente levemente con la cabeza, pero no hace ningún comentario, así que Gloria busca en su memoria algún tema de conversación para no alargar demasiado el silencio. Al fin y al cabo, la idea es que hable a su antojo.
—También fui de compras para Rai. —Su mirada se ensombrece—. Le compré una manta nueva para el camión, ropa térmica y calcetines de lana. Ayer mismo vino a casa y esta mañana se lo ha llevado todo. Le toca la ruta de los Países Bajos, y ahí el frío y la humedad son muy intensos.
La doctora aguarda en silencio, pero Gloria se queda callada, retorciéndose los dedos, que crujen sobre su regazo.
—¿Compraste algo para ti?
No es un reproche. O puede que sí lo sea. La doctora nunca imprime ningún tono a sus preguntas y comentarios, cosa que siempre la desconcierta.
—No necesito nada —admite con un aire de resignación—. En realidad, me probé un vestido de invierno de hace varias temporadas y vi que me quedaba flojo. También pensé que debía acortarlo al menos tres dedos, porque ahora se llevan un poco por encima de la rodilla. Hacía tiempo que no me pasaba por la tienda de arreglos que tengo cerca de mi casa, pero siempre que lo he necesitado me han hecho un buen trabajo. Puede que esta semana revise otras prendas olvidadas y me decida a darles una segunda vida.
Almudena Catalá deja que el silencio se extienda unos segundos por si añade algo más. Por si su mente relaciona la segunda vida de sus prendas con algo más personal. Ante el silencio de Gloria, pregunta:
—¿Cómo pasas las noches?, ¿duermes mejor?
Gloria se revuelve en la butaca.
—No mucho.
—¿Sigues sin tomar el Orfidal?
—No quiero saber nada de pastillas.
—Sabes que no dormir lo suficiente es perjudicial.
Gloria baja la mirada.
—¿Qué te impide conciliar el sueño?
Almudena sabe qué se lo impide, pero comprende que Gloria está allí para enfrentarse a sus fantasmas, no para pasar el rato.
—Lo que me desvela suele ser alguna palabra fuera de tono, algún gesto…
Como Gloria no añade nada más, la doctora continúa:
—¿Se ha producido algún otro momento de tensión estos días?
Gloria se envara en la butaca, la mandíbula le tiembla recordando la última escena.
Después de comprar las cosas para Rai, pasó por la sección de lencería del centro comercial. Había prendas preciosas, y eligió varios conjuntos: un camisón de seda con detalles dorados y finos tirantes cruzados en la espalda, que lucía desnuda hasta la altura de la cintura, y un sujetador color champán con tul del mismo color y efecto V-Bra. Sintió un hormigueo en todo el cuerpo, la emoción indescriptible de sentirse atractiva. El sujetador costaba un dineral, pero era tan bonito y le sentaba tan bien que le dolía dejarlo en la tienda. Así que volvió a ponerse su gastada ropa interior, que ahora le parecía incluso más vulgar que al entrar. Ya frente a la caja, decidió seguir el impulso de comprarlo diciéndose que, después de todo, tampoco era tanto dinero.
Entró en casa ya de noche, cansada y satisfecha.
—¡Gloria!
Oír su nombre le heló la sangre. Rai no debía regresar hasta la mañana siguiente. Sin embargo, apareció junto a ella con una expresión difícil de descifrar. Quizá estuviera furioso. Puede que no, pero Gloria había aprendido a esperar lo peor después de tantos años. Por si acaso.
—He visto un cargo de sesenta euros en la tarjeta.
Su tono aún no mostraba enfado, pero podía estar conteniéndose.
—Sí. Me he comprado una cosita. ¿Quieres que te la enseñe después de la cena?
Notaba su corazón resonando en su interior.
—¿Qué cosita vale sesenta euros?
—Lencería. Te va a encantar.
Rezó para que la promesa de sexo aplacase su necesidad de explotar.
—¿Para quién te compras algo tan caro? ¿Es que te estás viendo con otro hombre?
—Por supuesto que no.
—Una puta me cuesta menos que tu lencería. Ya estás devolviendo lo que sea que te hayas comprado.
Se quedó paralizada.
—También hay una carta de una empresa de telefonía. ¿Qué has hecho?
—¡Oh! Ah, bueno… Es que llamó una chica muy maja que me explicó…
No podía soportar estar plantada frente a Rai viendo cómo se le dilataba la vena que le atravesaba la frente. Dio un paso adelante para alejarse de él, pero salió despedida y se estampó de bruces contra el suelo, golpeándose la frente contra la pared.
—Ni se te ocurra irte cuando estoy hablando —ordenó desde su metro noventa de altura—. No me dejes con la palabra en la boca. Mañana llamas a la compañía para cancelar el contrato, y después vas y devuelves la lencería esa. Eso sí, antes de irte a dormir te la pones y me la enseñas. Ahora, ve a preparar la cena.
Pasó a su lado ignorando la brecha de su frente, que no paraba de manar sangre, y se encerró en la sala de estar, donde la tele daba la información deportiva.
Gloria respiró aliviada y se apresuró a fregar el reguero del suelo antes de ponerse con la cena.
—No sé qué locura me nubló la mente al imaginar que podía gastar tanto en algo tan insignificante —reflexiona frente a la psicóloga.
—A todas nos gusta sentirnos atractivas.
Gloria no parecía muy convencida.
—Cuando respondí a la llamada de la empresa de telefonía agradecí tener a alguien con quien hablar. Es triste, lo sé. Es Rai quien se encarga de esas cosas, pero no me atreví a interrumpir a esa mujer que parecía tener tanto que ofrecerme. Sé que es un trabajo ingrato, que la mayoría de la gente les cuelga sin contemplaciones, pero yo no puedo. La chica era muy amable y la verdad es que me supo mal, y me olvidé de que no debía dar datos bancarios ni de ninguna otra naturaleza a nadie. Nadie es nadie, me dijo Rai la última vez.
Almudena se queda en silencio para que Gloria interiorice lo que le acaba de contar y añada algo más si así lo desea. El trabajo, al final, es de uno mismo.
—¿Hicisteis algo especial en su día libre? —pregunta después de unos segundos.
—¡Claro! Preparé el pastel de manzana que tanto le gusta y, después de comer, vimos una película. Nos acostamos pronto, como él apenas está en casa entre semana, disfruta mucho del sofá y de la cama.
—¿Hubo intimidad?
Gloria la mira perpleja.
—Me refiero a si mantuvisteis relaciones esa noche.
—¡Oh! ¡No! Nada de eso. Rai vino muy cansado y, de todas formas, a mí me había sentado mal la cena. Demasiada pizza. A Rai le encanta mi pizza casera, es su cena preferida.
De camino a casa se dice que seguramente todos los matrimonios tienen que afrontar esos mismos problemas después de casi veinte años. Se dice que tienen un hijo estupendo que acaba de entrar en la universidad, que no tienen problemas de salud… No debería quejarse. Y, sin embargo, va a la consulta de una psicóloga desde hace casi tres meses, lo que demuestra que algo va mal. Ya en la primera sesión tuvo que admitir que la partida de Marco había sido un varapalo importante para ella, pero no puede hacerse un drama de una situación que les ocurre cada año a millones de personas sin que por eso se llenen los psiquiátricos de madres con el síndrome del nido vacío. Su problema es Rai, pero prefiere no pensarlo porque no ve escapatoria.
Tal como tiene previsto, se detiene en la tienda de arreglos y composturas para recoger el vestido. Una señora se observa con atención en el espejo mientras la modista le coloca unos alfileres en las costuras de los hombros. Detrás del mostrador, el empleado entrega una bolsa a la clienta que la precede y le cobra. Le toca el turno y le da al hombre el resguardo con sus datos. Mientras él va a la trastienda, la modista y la clienta hablan de cómo han subido las tasas universitarias, que si las becas ya no son como antes, que si el nivel con el que llegan los alumnos tampoco lo es…
—Aquí tiene. —El hombre pone el vestido sobre el mostrador y comienza a doblarlo—. ¿Quiere probárselo para ver cómo ha quedado?
—¡Oh! No. Seguro que está perfecto.
Prefiere probarse la ropa en la intimidad de su casa sin miradas ni juicios ajenos. A solas.
—Si tiene alguna objeción cuando se lo pruebe, no dude en volver —le ofrece—. Es una buena prenda, ha hecho bien en traerla. Va a llevar este vestido muy a gusto, estoy seguro.
El hombre tiene una voz grave, algo que Gloria encuentra contradictorio saliendo de un cuerpo tan enjuto.
—Gracias. —Es su única respuesta.
La mirada de ese hombre siempre la ha intimidado, como si pudiese ver a través de ella. Es algo que la intriga desde la primera vez que entró en la tienda.
Finalmente paga, mete el cambio en su cartera y recoge la bolsa con el vestido.
—Que pase un buen día, Gloria.
Oír su nombre en la voz grave del empleado le produce un sobresalto. ¿La conoce?, se pregunta extrañada. Inmediatamente, recuerda que sus datos constan en el resguardo que el hombre ha rellenado sin hacer preguntas. Le resulta extraño; no es habitual que se dirijan a ella por su nombre en ninguno de los establecimientos a los que suele acudir. Ya en la calle, siente la ilusión de pensar que ese hombre la ve, que ha reparado en ella. Es una satisfacción nueva, aunque también se siente expuesta y eso le crea cierta zozobra. ¿Qué clase de hombre será? ¿Debería preocuparse?
La doctora lleva doce años al frente de un gabinete psicológico cuya consulta se encuentra en un edificio de veinte plantas en la zona más próspera de la ciudad. Gloria Garrido ha sido su última paciente de la jornada. Podrá ayudarla a detectar carencias, a darle confianza, pero en última instancia, las decisiones deberá tomarlas ella misma.
Almudena también tiene sus propios fantasmas, igual que Gloria y que el común de los mortales, pero consigue dominarlos con la ayuda de su terapeuta. Ahora atraviesa un buen momento con su marido, y se consuela pensando que Eduardo, pese a sus flaquezas, es un hombre encantador.
Recorre los cincuenta metros que separan la consulta del garaje, abre la puerta metálica y baja las escaleras hasta el sótano uno, donde su coche la espera frente a la rampa de salida. Cuando las luces del vehículo se encienden, una compuerta se cierra en su cabeza. Se deja envolver por una sonata de Bach mientras circula por las principales avenidas de la ciudad. La actividad es vibrante a esa hora de la tarde: comercios con centelleantes luces, parques conquistados por niños bulliciosos y padres que conversan de naderías, grupos de jóvenes diseminados por esquinas, bancos y escalinatas, como gotas de tinta salpicadas en un lienzo.
Su amiga Olivia tenía entradas para el estreno de la última película de Almodóvar, pero tuvo que declinar la propuesta porque Eduardo consiguió mesa para dos en La Rue, y nadie en su sano juicio desperdicia una reserva en el restaurante más exclusivo de la ciudad. Pospondrán el cine si su amiga finalmente no encuentra acompañante para la sesión de esta noche.
Detiene el vehículo en la zona reservada y se apea con gracilidad. El portero de la boutique le franquea la entrada saludándola por su nombre y las dos empleadas muestran su alegría al verla. Sus nuevos zapatos forrados en satén rojo van a combinar de maravilla con el vestido que piensa lucir y, sin duda, con cualquiera de sus otros conjuntos, porque Almudena tiene un vestuario sobrio que suele animar, cuando la ocasión lo requiere, con complementos más llamativos. Se los prueba solo para confirmar que le sientan perfectamente y, tras recibir los halagos de las dos empleadas y comprobar que no tienen ni un solo fallo en la hechura, se calza los que ha llevado al trabajo y se despide hasta otra ocasión. Tiene cierta prisa porque quiere pasar por casa para arreglarse antes de reunirse con Eduardo en el restaurante.
Tarda diez minutos en llegar al barrio residencial donde viven. Graciella va a su encuentro para cogerle la gabardina y el bolso.
—El señor me ha encargado decirle que llegará unos minutos tarde —le comenta—. Le he preparado el vestido y la bañera, tal como me pidió.
A Almudena le molesta que Eduardo utilice a Graciella para transmitirle mensajes en lugar de hacer una llamada o escribirle un mensaje, como hace todo el mundo con sus parejas, pero a Eduardo le encanta ejercer su autoridad y no pierde ocasión para marcar las distancias con la asistenta.
—De acuerdo. ¿Podrás sacar a pasear a Maxim antes de marcharte? Hoy no voy a poder hacerlo y sería una pena castigarle solo porque nosotros vamos a divertirnos.
Percibe el disgusto en el rostro de Graciella pero, tal como espera, responde con su habitual «Sí, señora».
Una hora después, a las nueve en punto, Almudena aparca en la puerta de La Rue. Cuando Eduardo hace su entrada en el comedor, ella ya va por el segundo Martini.
—Siento llegar tarde, la reunión se ha alargado más de lo previsto. —Se inclina a su lado para besarla suavemente en la mejilla y después toma asiento—. Veo que no has perdido el tiempo, querida. Me alegro. Creo que pediré lo mismo mientras miramos la carta.
Las siguientes dos horas discurren como el agua de un arroyo, paladeando un sauvignon blanc y dejándose embriagar por la siempre encantadora Para Elisa, de Beethoven.
—¿Te he dicho que estás preciosa?
—Todavía no.
Eduardo está exultante, como siempre. Después de varios años de matrimonio, su vivacidad ha llegado a parecerle cargante, pero esa es, precisamente, la razón por la que se casó con él. Es un hombre optimista, educado y muy atento. Rara vez pierde la compostura en su presencia y duda que lo haga en los demás ambientes en los que se mueve.
—¿Te has cambiado el peinado?
Eduardo es el único hombre que conoce capaz de detectar algo tan sutil como un cambio en la raya del pelo.
—Te has dado cuenta… —Sonríe—. ¿Cómo te ha ido el día en la oficina?
—Siempre hay demasiado trabajo para tan pocas manos, ya sabes.
Eduardo trabaja en una ONG que desarrolla proyectos de ingeniería en países en vías de desarrollo. Es una especie de asesor comercial, eso dice él, aunque Almudena lo ve más como un relaciones públicas. Su marido es capaz de vender carne de potro a un vegano, y ese puesto le permite exhibir todo su potencial. Al principio pensó que no duraría mucho en el cargo, que haría que su padre quedase mal con el director de la delegación, por abandonarlo al cabo de un par de meses, pero se equivocaba. Por fin Eduardo parece haber encontrado una ocupación a su medida y ella se ha quitado un peso de encima al comprobar que es capaz de conservar su puesto, por poco relevante que sea.
—¿Has pasado la tarde en el club? —pregunta de forma casual—. Parecías recién duchado cuando has llegado.
Pone la misma cara que un niño de diez años pillado en falta.
—En efecto.
A Almudena le extraña una respuesta tan escueta.
—¿Has jugado al tenis con Javier Polque? —pregunta sin poder contener la irritación.
Eduardo tarda un segundo de más en levantar la mirada del plato y asentir.
Ella le dirige una mirada de reproche.
—Solo ha sido un partido. Sabes que soy un hombre de palabra, y te prometí que no volvería a las andadas.
—¿No tienes ningún otro amigo con el que jugar?
Su tono sigue siendo de enfado, pero su expresión ha perdido parte de la rigidez. Su marido sabe que lo peor ya ha pasado; la conoce demasiado.
—Nuestras amistades tienen muchas obligaciones familiares y laborales y no están tan comprometidos con el deporte como Polque y como yo.
—Eso es precisamente lo que me inquieta, que te sobra tiempo para pensar mil modos de enredarte en asuntos que no te convienen, y tu amigo tiene el mismo problema, solo que él no debe preocuparse por el dinero como tú.
Eduardo finge sentirse ofendido.
—¿Su dinero no vale lo mismo que el mío?
Es un dardo envenenado, pero no puede contenerse:
—Su dinero es suyo, y el tuyo es mío.
Ya lo ha dicho. Odia tener que recordarle que, en lo económico, no aporta apenas nada al matrimonio, pero a veces no le queda más remedio. Podría tener un buen puesto en la empresa que fundó su abuelo y que lleva años cotizando en bolsa gracias a la labor de su padre y su hermano, pero Eduardo nunca ha tenido interés en trabajar ocho horas al día en una oficina bajo la mirada atenta de su familia política; prefiere jugar a ser rico gastando y moviendo de aquí para allá el dinero de la familia Catalá. Almudena ve que el gesto de su marido se relaja e incluso cree vislumbrar una leve sonrisa en sus labios. Entonces se da cuenta de que ha caído en la trampa que él ha tejido para ella.
Durante el postre, intercambian unas palabras educadas para concluir que están demasiado cansados para tomar una copa antes de volver a casa, y coinciden en que la cena ha sido espléndida. Regresan a las once de la noche cada uno en su propio vehículo. Cuando ella aparca, Maxim ladra alrededor de Eduardo, que siempre la espera para entrar en casa como el perfecto caballero que es.
—¡Perro malo! Nos vas a llenar de pelos —lo riñe Almudena arrastrándolo a su caseta, no sin antes colmarlo de caricias y besos en el hocico.
Suben directos al dormitorio. Él tiene el detalle de aguardar despierto hasta que ella termina de prepararse para ir a la cama.
—Me gustan tus zapatos nuevos… —susurra en cuanto quedan a oscuras.
Almudena no sabe si tomárselo como un reproche o como una oferta de paz. Si bien su marido sabe perfectamente lo que gasta en zapatos, nunca ha sido un hombre rencoroso.
Siente el movimiento de su cuerpo y la sorprende el contacto de sus labios. Su cuerpo se tensa como si la hubiese tocado un extraño. Se pregunta si está dispuesta, si va a dejarse llevar o quiere poner alguna excusa. Aún no está segura de desearlo. Llevan meses sin tocarse, y se siente incómoda con esa intimidad forzada. Finalmente decide seguirle el juego pensando que, si decidió apostar por su matrimonio, no puede poner distancia cada vez que él intenta acortarla.
Media hora después percibe la respiración profunda y acompasada de su marido. Ella, en cambio, da vueltas y vueltas a su lado hasta que, por fin, pierde la consciencia.
A la mañana siguiente, Eduardo tararea Para Elisa en la ducha mientras Almudena se resiste a abandonar el calor de la cama. Está cansada, insatisfecha y presiente un día largo hasta que vuelva a sentir el roce de las sábanas.
Se despierta a media mañana porque no logró conciliar el sueño hasta pasadas las cuatro. Rai volverá para comer, pero se obliga a ser optimista y aprovechar esas horas de libertad. La comida está lista desde la noche anterior, todo está bajo control.
Enseguida piensa en llamar a Elsa y proponerle dar un paseo o tomar un café. Selecciona su contacto en el móvil, pero su amiga no responde a la llamada. La conoció en la consulta de la doctora Catalá, pero ya no trabaja allí y le ha pedido que no la mencione porque, por lo visto, no terminaron bien. Gloria está muy agradecida de tener la amistad de una mujer como Elsa. Se fija en sus modales, en su modo de arreglarse y cree que es del tipo de mujer que jamás fracasa. A decir verdad, no sabe mucho de su vida privada. Gloria procura no incomodar y pregunta lo menos posible, tal vez porque aprecia la discreción de la doctora Catalá cuando habla con ella y le parece una actitud a emular.
Descuelga el vestido que mandó arreglar y se lo prueba frente al espejo. Ahí sigue su cintura, y su pecho no ha sufrido grandes cambios. Siente que su corazón vibra ante la imagen que le muestra el espejo. El vestido le sienta bien, realza sus curvas, no demasiado rotundas, y con el sujetador V-Bra estaría aún mejor, pero no le queda más remedio que conformarse con el de diario. Se calza unos zapatos de tacón bajo, cepilla su melena castaña hasta los hombros y se aplica un discreto pintalabios rosa. Entonces se da cuenta de que no tiene ningún recado que hacer.
Sentada en el borde del sofá, se pasa las manos por el regazo estirando la tela del vestido y una idea cruza ante sus ojos. Da un salto y va en busca de la caja de ropa que alberga el canapé. Saca prendas de temporadas pasadas que ahora son demasiado grandes porque en los últimos años ha perdido peso. Cuando Marco dejó de sentarse a la mesa a comer, dejó de hacerlo ella también. Ahora que su hijo está en la universidad, solo come de verdad cuando Rai está en casa.
Mete dos blusas y una falda en una bolsa y se lanza a la calle. Le agrada no encontrar a ninguna otra clienta en la tienda de arreglos. La campana sobre la puerta tañe alegremente y, al instante, la modista sale de detrás del biombo que ofrece intimidad al taller de costura.
—¡Le ha quedado muy bien el vestido!
El rostro de la mujer se ilumina reconociendo su obra.
—Sí. Estoy contenta. De hecho, he traído alguna otra cosita que tenía por casa.
La modista la invita a pasar al probador. Las dos blusas tienen bastante trabajo, pero son de una seda muy rica y ambas consideran que vale la pena estrecharlas. Después se prueba la falda; una pieza de corte evasé en lana fina cuyo ajuste es mucho más sencillo y le irá de maravilla con las blusas. Gloria está encantada con la perspectiva de recuperar las prendas buenas que adquirió en una época en que solo tenía que mirar por ella misma y gastaba sin preocuparse.
—La moda siempre vuelve —señala la modista—. Creo que le van a quedar dos conjuntos ideales con un toque vintage que está muy a la última en este momento.
Gloria sigue embelesada con sus nuevos-viejos estilismos. Tras el pequeño estrépito de la campanilla, irrumpe el empleado cargando con un montón de piezas colgadas en perchas de alambre y protegidas con plástico transparente. Gloria se complace con su llegada. Lo observa con disimulo y se fija en que el bajo del pantalón le arrastra. ¿Por qué no se los hará acortar si trabaja en una tienda de arreglos?
Vuelve al probador y al poco reaparece con la ropa que llevaba al salir de casa. El hombre la recibe bolígrafo en mano para rellenar el resguardo.
—Si le viene mal pasarse a recoger las prendas, podría llevárselas a su casa —le informa el hombre con naturalidad.
—¡Oh! No será necesario —responde demasiado rápido—. Vivo muy cerca, en la plaza de la Cadena, junto al supermercado.
Se arrepiente de haber dado tanta información.
—Como prefiera. ¿Me dice su número de teléfono?
Gloria se lo da.
—Gloria… Garrido. —Escribe.
—¿Cómo lo sabe?
—Anoté su nombre el otro día, aunque, en realidad, lo recuerdo de otras ocasiones.
El hombre le sonríe con la mirada.
—Serán veinte euros de señal.
Gloria pone un billete sobre el mostrador, recoge el resguardo y sale de la tienda inexplicablemente inquieta.
Camina unos metros sin saber hacia dónde dirigirse. Esa maldita ansiedad aparece cuando menos la espera y le hace pasar malos ratos, tal vez debiera tomar las pastillas, después de todo.
Se sienta en un banco para recuperar la calma. Nota el tímido calor del otoño en su rostro; la luz la obliga a bajar los párpados. Le hubiese gustado hablar con Almudena, pedirle una pauta, algún truco para sacudirse ese malestar. Pero no tiene cita hasta dentro de unos días y le supone demasiado esfuerzo tomar la iniciativa de cambiar la fecha de la sesión. Solo necesita un momento y estará bien. Sin darse cuenta, relaja los hombros y se sujeta la cabeza con las dos manos.
De súbito, nota un roce en su espalda y da un respingo.
—Discúlpeme, no quería asustarla.
Un hombre se ha detenido a su lado, mira hacia arriba, pero la luz blanca, cegadora, desbordante, le impide distinguir sus rasgos. Sus sentidos registran un traje oscuro y un aroma a madera que despierta algo en su interior.
—¿Está bien?, ¿necesita que la acompañe a casa? Me pareció que quizá se encontraba indispuesta.
Se pone en pie, avergonzada por haber llamado la atención.
—¡Oh! No. Estoy bien. Tan solo estaba tomándome un respiro.
El hombre luce un buen corte de pelo y una corbata de seda color mostaza sobre una reluciente camisa blanca. Supone que trabaja en un banco o una oficina.
Ambos se quedan en un impasse incómodo, sin saber cómo resolver la situación.
—Justamente iba a tomar un café —se decide él, señalando una cafetería a pocos metros.
Pone todo su empeño en no dejar traslucir su desconcierto, pero parece que no lo consigue, porque él insiste:
—¿Le gustaría acompañarme mientras se toma ese respiro?
El primer impulso de Gloria es rechazar la invitación, pero se contiene. Hablar con un desconocido no es ningún pecado, ¿no? Y ella es una mujer adulta dueña de su propio tiempo. Y tiempo es precisamente lo único que le sobra.
—Creo que a mí también me sentará bien ese café.
Cuando se acomoda frente a ella, después de abonar las consumiciones, Gloria puede observar su rostro con más detalle. Es más joven de lo que había supuesto, treinta y tantos. Se ve a sí misma como una auténtica maruja incapaz de despertar ningún interés en un hombre como él.
¿De qué habla una mujer cuando conoce a un hombre?
—Lleva un vestido muy bonito —dice el que aún es un extraño. Y sus ojos brillantes y oscuros parecen confirmar sus palabras.
Gloria siente el rubor en sus mejillas. Ser consciente de que se ha sonrojado le produce un bochorno aún mayor.
—No quería incomodarla, debe disculparme. ¿Vive cerca?
—A unas manzanas. ¿Y usted?
—¡Oh! Es la primera vez que vengo por aquí. En realidad, acabo de llegar a la ciudad. Me alojo en un hotel en el centro porque soy demasiado perezoso para alquilar una casa para mí solo, como hacen otros compañeros. Si tuviese familia sería diferente, pero, por suerte o por desgracia, estoy solo.
—¿A qué se dedica?
—Soy director comercial. Paso semanas o incluso meses en una ciudad y luego me traslado a otra. Así es mi vida.
Gloria está fascinada. Su mundo resulta muy pequeño en comparación con la azarosa vida del hombre con el que comparte mesa. De pronto se pregunta qué hace ahí él con alguien como ella.
—Debe de tener una vida fabulosa.
Él suelta una carcajada entre divertida y amable y ella se arrepiente al momento de su comentario.
—Tengo oportunidad de vivir en países y ciudades que no conocería si trabajase en una oficina fija. Por contrapartida, es una vida bastante solitaria. Dese cuenta… ¿puedo tutearla?
—¡Por favor!
—Date cuenta de que no paso mucho tiempo en ningún destino y no hay tiempo para consolidar amistades.
Calla un instante y, sin dejar de mirarla a los ojos, añade:
—Me llamo Max.
Le tiende una mano suave y cuidada por encima de la mesa.
—Soy Gloria.
El aroma sofisticado de su perfume queda prendido en la porción de aire que los separa.
¿Se ha demorado al devolverle la mano o ha sido un fallo en su percepción?
Durante unos minutos intercambian lugares comunes sobre el clima y el carácter local. Después, él se levanta de la mesa con gesto apesadumbrado.
—Me temo que debo volver a mis obligaciones. Ha sido un placer inesperado conocerte, Gloria.
Ella se levanta a su vez, sorprendida por la repentina despedida. Abrigaba la idea de que pasarían un rato más charlando y tomando un café tras otro. Desilusionada, es incapaz de pronunciar una palabra.
—No quisiera pecar de atrevido, pero… si estás de acuerdo, me gustaría volver a verte. Tomar café, pasear por el parque o ir al cine. Lo que prefieras.
Se pone tan nerviosa que Max, con total desenfado, directamente graba su número en el móvil de Gloria. Se obliga a no volver la mirada para verlo alejarse en dirección al centro y camina con paso firme en sentido contrario mientras una sonrisa brota incontenible en su rostro.
—¿Dónde te has metido? No he visto que haya nada para comer. Estoy hambriento. ¿Has ido a la carnicería? ¿Me has traído las chuletas que me gustan?
En cuanto cierra la puerta, oye a su marido vociferar desde la otra punta de la casa. Aún no se ha quitado los zapatos, cuando aparece frente a ella. Gloria observa que se ha duchado.
—Estás guapa, ¿celebramos algo?
Se acerca a ella y la atrae hacia sí con un gesto brusco. Le pasa la mano por la espalda, desciende hasta su cintura, acaricia su cadera y se acomoda en su nalga. El aliento le huele a tabaco y a cerveza y la barba le araña el cutis cuando la besa. Rai desliza la mano por su muslo y le levanta el vestido para poder así acariciar su piel. Gloria tiene la impresión de estar traicionando a su nuevo amigo, con el que ya fantasea. Un fuerte impulso la hace apartarse y recolocarse el vestido.
—¡Vamos, cariño! ¿Cuánto hace? —ronronea él mientras busca el calor de su cuello.
—Estoy cansada y tú hambriento. Deja que caliente la comida, habrá tiempo después.
No es cierto. Se siente fantástica, pero desea que él caiga en la cama, rendido después de la comida, para una siesta larga, sin acordarse del sexo. Ella, mientras tanto, pensará en Max. ¡Tiene tantos detalles que repasar! ¡Tanto que imaginar sobre su próxima cita!
La psicóloga la escucha sin pestañear, su cabello rubio oscuro recogido en un moño desenfadado, el maquillaje suave, su conjunto impecable en tonos pastel y sus piernas embutidas en unas medias nude.
—Me he apuntado a clases de pilates —dice Gloria—. No sé qué le parecerá a Rai. Él siempre quiere que esté en casa cuando vuelve de viaje. Le gusta que la cena esté lista, la casa limpia y ordenada, el frigorífico lleno y la cerveza bien fría.
—¿No se lo has contado?
—No surgió el tema, y no estaba segura de apuntarme.
—¿Y qué te ha hecho decidirte?
Gloria necesita unos segundos para pensar la respuesta.
—Creo que puedo sacarme más partido… Aún soy bastante joven, ¿no te parece?
Almudena no puede reprimir una sonrisa.
—Desde luego que lo eres.
Hace una pausa antes de preguntar:
—¿Crees que tu marido no te encuentra atractiva?
—¡Oh, no! Es decir… no sé. —Gloria empieza a jugar con su alianza—. La verdad es que nunca se ha quejado de mi aspecto, ni siquiera al final de mi embarazo, con casi veinte kilos de más. En realidad, creo que no se fija demasiado en mí.
—¿Qué sientes por tu marido?
Gloria vuelve a quedarse callada.
—Estuve profundamente enamorada de él durante los primeros años de nuestra relación, hasta que empezaron las discusiones. Pero todos los matrimonios sufren momentos así. Rai tiene un trabajo duro en el que pasa muchas horas de soledad, y es natural que se le olviden las buenas maneras de vez en cuando.
—¿Qué te gustaría que fuese diferente en vuestra relación?
—Me gustaría que él fuese otra persona.
Gloria se lleva la mano a la boca para contener la blasfemia.
La doctora deja pasar unos segundos en los que no puede evitar pensar que también a ella le gustaría que su marido fuese otra persona. Una persona sensata. Fiel. Alguien con quien ella pudiera contar, en quien confiar.
Vuelve a centrarse en Gloria y pregunta:
—¿Quién te gustaría que fuese?
—Lo he dicho sin pensar…
Almudena sabe que eso que se dice sin pensar refleja la verdad que llevamos dentro. A Gloria le conviene meditar acerca de la pregunta y, sobre todo, acerca de su respuesta, a solas, de modo que la doctora cambia de tema:
—Cuéntame cómo te ha ido la semana. ¿Has hecho algo especial?
Y Gloria comienza a hablar sobre su rutina diaria, algo que le resulta cómodo por ser terreno conocido. Se levanta sobre las ocho de la mañana, desayuna, hace la casa… bla, bla, bla.
El paciente que tiene consulta después de Gloria Garrido ha llamado para cancelar su cita, por lo que Almudena tiene una hora libre antes de continuar con su agenda. Como no le atrae la idea de pasar tanto tiempo sola, llama a Eduardo. Son las once de la mañana, la hora en la que su marido sale a tomar un café y un cruasán en una de las cafeterías de la avenida donde trabaja. Le extraña que no responda, porque siempre está pendiente del teléfono. Insiste una vez más hasta que agota todos los tonos de la segunda llamada. Cabe la posibilidad de que esté silenciado, piensa, así que opta por el teléfono de la oficina. Pablo Muneta, al que conoce muy bien, responde al segundo tono. Después de intercambiar saludos le informa de que Eduardo ha salido hace al menos quince minutos.
Almudena confía en que al ver las dos llamadas perdidas se ponga en contacto con ella. No hay mucha distancia entre su consulta y la oficina de la ONG, por lo que puede ir hacia allá y probar suerte; eso si no la llama antes y le dice dónde está exactamente, que es lo más probable.
Enseguida está frente al enorme ventanal del Café Humberto. Su marido no está allí. Camina con el ceño fruncido hacia La Iglesia, donde no tiene otra opción que entrar, ya que el café luce hermosas vidrieras de colores que impiden ver nada desde el exterior. A Eduardo le gusta la privacidad que ofrece este local y suele elegirlo frente al primero. En ese momento se pregunta para qué o con quién se reúne su marido en un entorno tan discreto. El local hace gala de un ambiente íntimo gracias a una penumbra inusitada. Hay pocas mesas ocupadas, varias personas en la barra sobre los altos taburetes y un camarero de mediana edad con pantalón y chaleco a juego, camisa blanca y pajarita. Su marido aprecia esos detalles a pesar de haberse criado en un entorno rural y en el seno de una familia humilde. Tal vez precisamente por eso.
Recorre el local con la mirada, pero no ve a Eduardo.
—Buenos días. ¿Qué desea la señora?
Decide quedarse y tomar un café y una miniatura de cruasán. Se sienta en una mesa al fondo y saca del bolso su teléfono móvil. En cuanto el camarero deposita la bandejita de porcelana frente a Almudena, el móvil comienza a sonar.
—Hola, cariño. Veo que me has llamado.
—Así es. ¿Dónde estás?
—Es mi hora del almuerzo.
—Lo sé.
—Estoy en La Iglesia, como casi siempre. De hecho, ya me voy. ¿Necesitas algo? ¿Por qué me has llamado?
Vuelve a recorrer con la mirada el interior del local donde su marido dice estar, sin dar crédito a tan descarada mentira. Pese a todo, logra reponerse lo suficiente para responder:
—Me ha fallado la cita de las once y me apetecía pasar este rato contigo.
—Cuánto lo siento. No habré oído el teléfono con tanto ruido.
La desfachatez de su marido no tiene límites, y Almudena no encuentra las palabras adecuadas para hacérselo notar. Aunque puede que la tensión no sea algo que él pueda captar por teléfono, a tenor de las siguientes palabras:
—¿Querrás que comamos juntos a mediodía? —propone como si fuese una idea brillante—. Iba a comer con el gerente de una empresa con la que trabajamos, pero le ha surgido un imprevisto y estoy libre. Si no has hecho ningún plan, estaré encantado de invitarte.
—No puedo. He quedado con Olivia, como me dijiste que tú tenías un compromiso…
Nunca ha tenido que mentir a su marido de esa manera y la llena de asombro comprobar que puede hacerlo con naturalidad. La sangre bulle en sus venas, pero se propone terminar la conversación sin que él sospeche que lo ha pillado en semejante mentira. Debe pensar, y mucho, antes de adoptar una postura.
Sale a la calle con la mente nublada y se deja engullir por una repentina ráfaga de viento. Gruesas gotas de lluvia comienzan a acribillarle el rostro, el faldón de su abrigo aletea al viento, su melena vuela agitada por encima de su cabeza. Lejos de pensar en cobijarse, se entrega a los elementos como una ofrenda. Necesita sentir su fuerza, dejarse azotar. Pasa el resto de la hora caminando sin rumbo por la ciudad hasta que no le quedan fuerzas para darle más vueltas a la mentira de Eduardo.
Flor, la recepcionista que contrató después de descubrir que su marido tenía una aventura con la anterior, se asusta al verla llegar y corre a por una toalla y un café caliente. Tiene cincuenta y siete años, es servicial y muy amable y, sobre todo, no es el tipo de Eduardo.
Se arregla la melena y el maquillaje, y cuando llega su siguiente cita, nada hace sospechar que ha sido humillada.