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Asha es una viuda de casta baja que vive en una aldea remota. Una noche sueña que su muerte está cerca y decide ir a Varanasi para liberar su alma. Sin embargo, al llegar a la orilla del Ganges, nada es como esperaba. Ni la ciudad es tan divina ni su muerte será inmediata. La Varanasi sagrada se mezcla con la Varanasi del hampa, igual que la vida se funde con la muerte y la desesperación con la esperanza. Los templos están llenos de devotos, falsos santones y proxenetas. Las niñas se convierten en ofrendas para servir a los dioses o a cuantos hombres paguen por ellas. La violencia entre hindúes y musulmanes se desboca por las calles que inspiran a los poetas. Mientras su final se alarga, Asha se enfrenta al peso de sus creencias y a los recuerdos que se filtran a través de las grietas de su memoria: una dramática infancia de niña no deseada, su funesto matrimonio, algunas pequeñas rebeldías y arrebatos de amor propio. El viaje a la ciudad se convierte en un viaje al centro de sí misma. Cuando Asha comprende que el perdón deshace los nudos que la impiden liberarse, todo cobra un sentido nuevo. La mejor manera de morir, sospecha, es aprender a vivir.
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Seitenzahl: 394
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Título: La orilla de los vivos
©️ 2023 Rodrigo de Pablo
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Diseño de cubierta: Eva Olaya
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1.ª edición: mayo 2023
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Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:
© 2023: Ediciones Versátil S.L.
Av. Diagonal, 601 planta 8
08028 Barcelona
www.ed-versatil.com
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Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita de la editorial.
A quienes despiertan.
«Pese al contacto con el cuerpo material, el alma ni hace nada ni se enreda». Bhagavad-gita (13.31-32)
* Para su comodidad, hemos incluido un glosario al final de la novela.
Fue plantar mis pies en Varanasi y perderme por sus callejones entre cambistas, pícaros de bazar y otros moribundos. Los rostros de la gente me parecían difusos, sin rasgos. Todo era una confusión de rickshaws, vendedores ambulantes y cabras extraviadas. Y, cada poco tiempo, los cortejos fúnebres: cuatro porteadores, una camilla de bambú y, sobre ella, un cuerpo cubierto por sudarios blancos y guirnaldas de caléndula. La muerte se inmiscuía en los asuntos de la vida. Los cadáveres molestaban. Las familias de los difuntos se abrían paso a empujones entre la marabunta. Era su muerto, pero solo era otro muerto.
Los recién llegados hacíamos reverencias a las comitivas y nos mirábamos como se miran los niños y los perros: de verdad, ingenuos y, tal vez por eso, esperanzados. Nunca me había imaginado así, agonizante. Pero, bien pensado, ¿quién no lo está? Moribundo es cualquiera porque todos empezamos a morir cuando nacemos. La angustia siempre está, aunque la conciencia de que todo se acaba sobreviene al final.
Llegar a morir a una ciudad no es como ir de visita, peregrinación o viaje de recreo. Nadie te espera. Nada es urgente. Tú tampoco eres casi nada. Temblaba, pero no hacía frío. Estaba allí, aunque me advertía ausente. Me sentía en trance, flotando entre dos orillas, como si nada de lo que sucediera alrededor fuera realmente conmigo.
Lo único que me obsesionaba era dejarlo todo bien atado. Veía descender por el Ganga barcazas colmadas de madera fresca. ¿Cuánta leña precisaría yo para arder? Imaginé mi cuerpo frío sobre el platillo de una balanza romana. Medía menos de cinco pies y mis huesos eran ligeros. Como mucho, necesitaría setenta libras. Eso, siempre que los troncos fueran de sándalo. Los leños de mango son más baratos, pero se agrietan al secarse y no sirven. Yo estaba allí para alcanzar la liberación, no para hacer las cosas de cualquier manera. Madera de sándalo, entonces. Un haz de setenta libras, debí de murmurar con la lengua seca, pegada al paladar.
—Para eso le harán falta miles de rupias —me sobresaltó una voz.
Levanté la cabeza o, tal vez, no. Estaba la multitud, pero no vi a nadie, apenas rastros difuminados, contornos a medio hacer o casi desdibujados. Me palpé los pliegues del sari. Prendidos de un alfiler, conservaba remetidos algunos billetes, los justos para acabar mis últimos días en la ciudad. «Miles de rupias», seguí pensando, y las grietas de la frente quizá revelaron mi estupor porque la voz inesperada quiso sonar más congruente.
—Es la oferta y la demanda. El negocio de la muerte.
Sentí una bofetada de calor. El pecho sin fuelle, vacío y contraído como un armonio olvidado. «Miles de rupias», me repetí. A veces las palabras resuenan tan hondas como un castigo o una invocación. Y tuve prisa por primera vez. Antes la vida no me había dado motivos. ¿Para qué tener hambre cuando no había nada que comer? ¿Por qué esperar en vela a mi Ranjit, si llegaría a casa borracho? ¿Qué ansia iba a tener por que amaneciera, si todo volvería a empezar de nuevo?
La misma voz insistió:
—También necesitará a alguien de confianza.
Hay una risa, torpe y nerviosa, que nace de la angustia. Para qué quiero a alguien para morir, estuve a punto de contestar, pero la voz se me adelantó:
—Para morir se bastará sola. Digo para después.
No entendí la advertencia, pero tampoco me importó. Lo que yo necesitaba era un trabajo y estaba dispuesta a implorarlo, pero aquella voz y aquel rostro volvieron a fundirse con la muchedumbre hasta componer una aleación espantosamente humana.
El aire era un fuego denso y húmedo. «¿Qué sabes hacer?», parecían interpelarme otras bocas y otros ojos que se desgajaban de la amalgama humana al calor de mi desesperación. Eran gritos proferidos en lenguas que no conocía. Preguntas amenazantes que surgían detrás de una pirámide de especias o a bordo de un carricoche. ¿Qué sabes hacer? El aullido de un perro enfermo, el estribillo de una canción. ¿Qué sabes hacer? Miradas inquisitivas, el azote acuoso del monzón.
La sangre me percutía las sienes. La frente, perlada de sudor. Caminaba errática, angustiada por el clamor de la calle y mis propias lucubraciones. Hasta la muerte todo iba a ser vida. Siempre habría una batalla que librar, algún tributo que pagar, un esfuerzo más antes del último descanso. «¿Qué sabes hacer?», me pregunté yo también, y noté caer sobre los hombros el peso de la evidencia. Ya nada importaba nada. En aquellas circunstancias, todo lo que había aprendido no tenía valor.
Nací de los pies de Brahma porque mi padre nació de los pies de Brahma. Siempre atendí mis deberes y nunca me dejé arrastrar por la pasión. De niña, era obediente y hacendosa. Solo rondaba la escuela cuando mi madre me dejaba, algunas mañanas, antes de trabajar en los campos de arroz: «Ándate con cuidado, hija», me advertía. «Como te descubran, tendremos problemas las dos». Recuerdo que esperaba a que las alumnas entraran en clase para ponerme de cuclillas, con la espalda apoyada sobre el muro exterior. La ventana que daba al canal arrojaba canciones sobre animales, la cosecha y el monzón. La otra, la que se abría al camino, era como una enorme boca de juglar que declamaba versos de Sri Krishnadevaraya y de la Bhagavad-gita. Luego aprendí a recitar algún veda, cosa de brahmanes, pero ¿de qué me servía eso ahora? En Varanasi valía menos que el sari blanco que envolvía mis huesos. En la ciudad no había bancales de arroz. Nadie me permitiría ordeñar ni a su búfala más infértil. Tenía prohibido acudir al depósito de agua con una tinaja en la cabeza y cantar bhajans antes de la salida del sol. Solo era una viuda y estaba abocada a hacer cosas de viuda: hurgar entre las barreduras en busca de alguna vaina vacía; limosnear a la salida del templo de Vishawanath; como mucho, trenzar collares de jazmín para vendérselos a los turistas a escondidas.
«Si hubieras llegado a la ciudad más joven, te habrías podido ir por ahí con algún extranjero con dinero», me han dicho alguna vez en el ashram de Bhagini. Otras viudas lo repiten así, con condescendencia, compadeciéndose de que todas hayamos dejado escapar lo único que podía esperarse de nosotras. Pero yo no soy así. Nunca anduve con más hombre que mi marido, ni cuando lucía filigranas de plata y pulseras de colores. Y menos me imaginé con nadie después. Antes que shudrá soy una mujer decente. Una viuda sufre hasta que muere, comedida y casta como el primer día. Una esposa que permanece así tras la muerte de su esposo va al cielo. Una mujer infiel vuelve a nacer en el vientre de un chacal.
Todo fue por Satí. Una noche se me apareció envuelta en llamas, igual que cuando mi Ranjit enfermó. La pose seductora, el fuego avivado sobre pétalos de loto, su piel en combustión. Aquella primera vez no supe descifrar su mirada divina, pero al poco mi Ranjit murió. Así que, cuando la diosa volvió a manifestarse en mis sueños y me señaló a mí, creí averiguar su intención.
Lo último que hice antes de irme fue plantar papayos. Era época de lluvias y el campo estaba blando. Cubrí cuidadosamente cada semilla con una fina capa de tierra. Dejé espacio suficiente entre los montículos para que los plantones pudieran respirar. Quizá nadie estaría allí para la floración. Puede que al día siguiente una excavadora removiera el terreno o que el gobierno construyera encima una carretera. ¿Entonces, por qué me puse a sembrar árboles? Tal vez, precisamente, por eso.
Después fue fácil disponerlo todo. No me quedaban baratijas que vender y nunca tuve otras tierras que repartir. Mi cabaña estaba hecha de barro y hojas de palma. Vivía a merced del viento y como el viento me fui. Mi hermano Kiran, alabado sea, me prestó dos mil rupias y se ofreció a llevarme a lomos de su vieja bajaj a la estación de Vijayawada. Yo nunca había estado allí. Tanta gente. Tanta prisa. Tantas plataformas llenas de pies descalzos y de ratas. Y yo del brazo de Kiran, que me notaba tan aturdida que leía los carteles por mí: «Este es el tren que va a Madrás, aquel otro a Visakhapatnam». Le costó un rato dar con el de Nagpur, que era el que luego se dirigía a Varanasi.
—Ahí está —bisbiseó tan tenue como se dicen las cosas que prefieren no ser escuchadas.
Había familias enteras durmiendo con la cabeza apoyada sobre sus maletas de cartón; adolescentes que jugaban a decirse adiós como si no fuera para siempre; hombres de negocios con la muñeca encadenada a un maletín. Yo era de las pocas viajeras que no llevaba equipaje.
—No creo que valga la pena cargar con una maleta —le había dicho a Kiran el día anterior.
Cuando no me quería oír, mi hermano ni me miraba, como si la vista y el oído fueran uno y juntos pudieran obviar la realidad cuando les incomodaba.
—Creo que todo irá muy rápido —argumenté.
Kiran me acarició el brazo y forzó media sonrisa, aunque sus ojos desmentían a sus labios. La risa mata el dolor, pero había más duelo que alegría en su mirada. Duelo por mí y creo que un poco por él. Tal vez, mi hermano estaba comprendiendo que conmigo se iba también el residuo más duradero de su infancia.
Antes de llegar a la estación de Vijayawada le pedí que diera un rodeo y se detuviera en el templo de Durga, a orillas del río Krishna. Se lo tuve que rogar varias veces porque él no quería. Decía que era una pérdida de tiempo y que no era momento para beaterías. Estaba amaneciendo y un serpenteo de luces marcaba el camino hacia la pequeña colina que albergaba la imagen sagrada. Las escrituras decían que la diosa del poder, la riqueza y la benevolencia había atravesado allí a sus demonios con un tridente. El lugar aún estaba vacío. El silencio me sobrecogía. Le supliqué a Durga que su fortaleza inundara mi corazón y que no me abandonara hasta el final.
Mi hermano se quedó fuera tomando el fresco y fumando un cigarro.
—Ya sabes lo que pienso de estas cosas —se disculpó.
Creo que se refería a mi necesidad de encomendarme a alguna fuerza divina. Él nunca fue muy religioso. Tal vez no quería parecer débil o puede que lo necesitara menos que yo. El caso es que le irritaba verme postrada ante una imagen. Siempre me advertía de que la superstición y el miedo mataban más que las enfermedades. Yo le contestaba que morir no me asustaba. Que la muerte es inocente, ciega y sorda. Que la muerte es la paz que le sigue a la tormenta. Que la muerte libera del dolor.
La muchedumbre se agolpaba bajo los cobertizos de la estación. Algunos porteadores entraban y salían de los vagones de carga. Inmensos rebaños humanos se movían como un solo cuerpo dirigidos por un altavoz.
—¿Tan segura estás de lo que haces, hermana? —me preguntó cuando yo ya tenía un pie en el estribo.
No lo estaba, pero asentí. Y nos abrazamos como solo se abraza por última vez, o así quise que fuera, pero me faltaba costumbre y no tenía con qué comparar.
Hubo cosas que no nos dijimos. En realidad, no nos dijimos casi nada. Fue más fácil sustituir las palabras por el afecto. Sus manos apretadas en mi espalda. Mi mejilla aún seca sobre su pecho. Los ojos cerrados, que es como miran adentro.
Los viajeros rezagados se abalanzaron sobre la puerta del vagón como si fuera su vida la que no fuera a esperarlos. Oí palabras feas y sentí algún empujón. Quedaba poco espacio libre en los maleteros y el derecho a ocuparlo se defendía con los codos y los dientes. Un joven con trazas de funcionario gritaba que había llegado el primero, pero un anciano le sujetaba del brazo y le hacía saber que él tomaba cada mañana el mismo vagón desde hacía mucho tiempo. Los demás pasajeros, satisfechos por su previsión, opinaban cómodamente sentados desde las bancadas con argumentos de juez:
—Tomar el tren cada mañana no implica ninguna exención.
—Lo más oportuno sería dejar la valija de más peso en el portaequipajes.
—Es una cuestión de civismo ceder el lugar a quien tiene más edad.
Hubo un silbato en el andén y un relámpago en mi pecho. El tren se movió y yo me vine abajo. Mi hermano fue menguando tras el cristal entre nubes de vapor, y cuando desapareció, rompí a llorar. Así pasé buena parte del trayecto. Eran lágrimas tardías, como si, justo cuando me iba, hubiera aprendido a querer lo que dejaba atrás: el cariño sobreentendido de Kiran, la presencia silenciosa de la niebla, el fresco aroma de los plantones de arroz.
El tren daba tumbos sobre los raíles. Olía a biryani y a letrina sin desinfectar. Alguien dormía de pie y me roncaba en el cuello. Mis piernas encogidas. Las vértebras remachadas sobre el respaldo de láminas del asiento. Carne sobre carne. El tacto húmedo de otros brazos que buscaban un apoyo en cualquier parte de mi cuerpo.
La noche a bordo de un tren es un cuadrado negro enmarcado en la ventana, un túnel en duermevela, un simple y largo mal sueño. Luego el sol irrumpe con furia y perfora los ojos para que se abran y vean paisajes nuevos: otras granjas, más charcas vacías, basurales inmensos. Oí susurros graves en algún lugar del vagón, al principio dispersos. Afuera, más búfalos de agua, poblados de chapa, cercados de alambre que amenazaban con solo verlos. Adentro, las islas de palabras emergieron y se fueron juntando hasta hacerse un solo estrépito.
Una adolescente envolvía a su hija entre los mugrientos pliegues del sari. El traqueteo las acunaba a las dos. La niña, casi dormida. La madre, no. Un muchacho voceaba en el pasillo: «Cinco rupias, tres tortas de trigo, patata y coliflor». La madre miraba al vendedor y a la niña, sin un paisa para el muchacho ni medio bocado para su hija.
Desensarté un billete y se lo ofrecí. Ella apenas alzó la palma de la mano y lo rechazó con una sonrisa triste.
—¿A dónde te diriges, hija? —me atreví a preguntar.
—Muy lejos, señora —contestó.
—¿A casa? —insistí.
—Muy lejos, señora —repitió, como si deseara llegar a la última frontera, a un lugar aún por habitar, o, tal vez, al futuro mismo.
El tren tironeaba igual que una bestia herida que solo avanza porque ya conoce el camino. A veces el animal amagaba con detenerse y otras cumplía brevemente su amenaza. Cuando frenaba, bandadas de manos y de pies se alzaban desde las vías y se posaban como estorninos sobre los barrotes de las ventanas. Los polizones se agarraban como parásitos a la piel de acero del bicho. Los dedos fuertes, las uñas rasgando el lomo. Quise ir al lavabo, pero algunos estudiantes con uniformes de High School fumaban en cuclillas y me obstruían el paso. Mis pies se enredaron por los retumbos y por otros pies. Acabé con medio cuerpo fuera del vagón, sacudida por la fricción del convoy sobre los rieles, que parecían dos surcos de hierro en mitad de un inmenso campo de labranza.
¿Y si me apeaba en la siguiente estación? ¿Por qué no salir de allí si quizá era lo que deseaba? De pronto, había alumbrado un propósito impensado y mi corazón lo celebraba. El tiempo, como el tren, pasa rápido y no espera. Si me bajaba allí mismo podría pisar otras tierras, pero pensé que serían las mismas tierras de otros. Contemplaría horizontes nuevos, aunque entendí que lo haría con idénticos ojos gastados. Tal vez, si fuera más joven. Tal vez, si alguien me aguardara. Tal vez, si el destino no fuera el que es. Tal vez, si no tuviera miedo. Tal vez, si algún día fuera capaz de plantarle cara.
Vivir media vida sola comporta vicios difíciles de corregir. Por ejemplo, hasta que no me asenté en la calle, no me di cuenta de que era incapaz de pensar sin decir en voz alta aquello que pensaba. Por eso, cuando vi a una mujer atrapar lagartijas como quien silba una canción, no me pude callar.
—¿Cómo lo hace?
La mujer manejaba el arte de la caza menor, pero oía menos que un zorro recién nacido.
—¿Cómo lo hace, hermana? —insistí, aunque no pretendiera hacerlo, sin poder apartar la mirada de la presa que se agitaba desesperada bajo sus dedos.
—¿Se está dirigiendo a mí? —se sorprendió—. Es que nunca me habla nadie.
—Lo siento, he debido de murmurar sin querer, pero es que su maña para capturar lagartijas es asombrosa.
—¡Ah, es eso! —Ladeó la cabeza como para restarle valor a la hazaña—. Lo que ocurre es que soy una mujer de campo. Aunque, en realidad, todos venimos del campo. Incluso una gran ciudad como esta fue campo alguna vez. Fíjese en los detalles. Siempre hay una brizna de hierba en mitad de una grieta abierta en el asfalto o una lagartija trepando por la pared de una oficina.
Mientras hablaba, la mujer presionaba la cabeza del reptil y lo metía en una lata.
—Esta es una lagartija de árbol. Tiene mucha más carne que las salamanquesas. Con una al día, me sobran proteínas para aguantar un tiempo.
—Ya veo, pero no debe de ser fácil atraparlas.
—No se crea. La basura llama a las moscas y las moscas atraen a las lagartijas. Yo solo tengo que estar alerta y ser silenciosa. ¿Le apetece probar una?
Me alargó la mano por encima de su caja de cartón. La lata contenía varios ejemplares enredados.
—Muchas gracias —rehusé forzando una mueca de gratitud.
—Estos bichos serían más apetecibles condimentados, pero crudos también están buenos. Saben a pescado.
—¿A pescado?
—¡Ya lo creo! Y le diré otra cosa, aunque para usted y para mí ya sea un poco tarde… —Bajó el tono de su voz hasta convertirlo en un susurro—. Comer lagartijas es incitante, usted ya me entiende.
La mujer me arrancó una sonrisa y se lo agradecí porque era la primera en mucho tiempo.
—Usted es nueva en Varanasi, ¿verdad? —me desenmascaró.
—Lo soy, pero espero no quedarme mucho tiempo.
—Eso decimos todas, pero míreme a mí. Esta ya es mi segunda vez.
—¿La segunda vez?
—No se asuste. No es que este cuerpo se vaya a morir dos veces, es que la primera fue una falsa alarma.
—Entiendo.
—Me agarró una bacteria y los médicos me lo pusieron tan mal que convencí a mi hijo para que me trajera al Mukti Bhawan.
—¿El Mukti Bhawan?
—La casa de la liberación. Está aquí al lado, a la vuelta de Church Godowlia. Lo obligué a hacer catorce horas por carretera para nada. Cuando me recibió el gerente ya me dijo que no me veía tan grave. Le pidió a mi hijo que me llevara de vuelta a casa porque solo tiene doce habitaciones y pone mucho celo en que los huéspedes que las ocupen sean los correctos. Como máximo, pueden quedarse dos semanas.
—¿Hay que morirse antes de dos semanas?
—Más que morirse, liberarse. Pero sí. Dos semanas. A veces, el gerente hace la vista gorda, pero lo tiene que ver muy claro. Si no, para casa otra vez. Cuando yo estuve no había mucha demanda, por eso me dejó quedarme un poco más. Yo seguía pensando que era el final. De hecho, le pedí a mi hijo que contratara el lote especial, que incluía un coro de pandits que me ofreció oraciones con tambores, armonios y campanas. Pero ni así hubo manera. El gerente empezó a verme tan triste que me decía: «No se preocupe, señora. Ya verá usted como se muere mañana». Y me salpicaba con unas gotitas del agua sagrada del Ganga que guardaba en una jarra.
—Es que es muy difícil calcular con tanta precisión.
—Ya lo creo. Se nos acabó la estufa de queroseno que habíamos traído y nos quedamos sin mudas. Mi hijo empezó a ponerse nervioso porque tenía negocios que atender en el pueblo. Una mañana se fue a la orilla del río a consultar a un astrólogo y le confirmó lo que se temía, que aún me quedaba cuerda para rato.
—Entonces, ¿se fueron?
—Yo me resistí. Sabía de un pariente que canceló la estancia y se murió en el tren de vuelta, en medio de un secarral. Eso sí que es tener mala suerte.
—¿Y cuánto tiempo se quedó?
—El que me dejaron. Al gerente se le empezaron a llenar las habitaciones debido a una ola de frío. No es que los mendigos se refugiaran en el Mukti Bhawan, es que los hospitales ya no atendían a quien no iban a poder salvar. Además, muchas clínicas están fuera del recinto sagrado y, si te mueres allí, vuelves a renacer. Por eso el Mukti Bhawan está tan solicitado. Las normas de admisión son muy estrictas y están escritas en la entrada. Solo se admite a los fieles que crean en la salvación. Está prohibida la entrada a todo aquel que haya contraído una enfermedad contagiosa. Y se expulsará a quien mantenga relaciones sexuales o lleve a cabo otras actividades pecaminosas.
—¿Quién va a mantener relaciones sexuales en un trance así?
—Nunca se sabe. Hay quien sigue viendo en el éxtasis erótico una intención mística.
—En todo caso, usted estaba cumpliendo las normas.
—Rigurosamente, pero mi hijo empezó a reprocharme que no me hubiera muerto ya. «¡Con todas las cosas que tengo que hacer!», me decía. Y sus gritos se oían más que los quejidos de los enfermos y las bocinas de la calle.
—A veces los hijos son muy desagradecidos.
—Hasta el gerente, que era el más interesado en dejar libre mi catre, tuvo que intervenir en alguna ocasión. Le recordó a mi hijo que yo lo había traído al mundo y le exigió que fuera paciente, que ya tendría tiempo de dedicarse a sus asuntos cuando yo no estuviera.
—Pero aquí está…
—Volvimos a la aldea. Tenía que ver la cara de susto de quienes pensaban que no tendrían que aguantarme más. Solo por eso, ya valió la pena regresar. Después traté de olvidarme de todo, pero la muerte no se me iba de la cabeza. Cada vez había más probabilidades y no quería que me pasara como al pariente del tren. Así que, transcurridos unos meses, le anuncié a mi hijo que quería volver aquí.
—¿Y qué le dijo?
—No le pareció ni bien ni mal. Solo me advirtió que esta vez haría mi último viaje sola.
—Lo siento.
—No, por favor. No lo sienta en absoluto. Al final de la vida, lo que me importa es mi relación con Dios, no con las personas.
—¿Y no volvió al Mukti Bhawan?
—Claro que sí, pero estaba completo. El gerente había tenido que disponer más camas en el patio y en los pasillos. Ni los pandits tenían sitio para el ritual de bañar a las deidades en sus vasijas de bronce. De todas formas, a la vista de mi estado, no sé si el gerente me habría permitido quedarme. Nadie entra en la casa de la salvación si está curada. Allí se va para morir.
La mujer bostezó varias veces.
—El día ha sido largo, empiezo a estar un poco cansada —se disculpó, y volvió a ofrecerme una de sus capturas.
Rechacé la nueva invitación y junté las palmas de las manos con la maravillosa sensación de tener poco que pedir y mucho que agradecer.
—Es usted muy generosa —le dije.
—Así es como me enseñaron. El árbol no niega su sombra ni al leñador. Visíteme cuando quiera. Duermo siempre alrededor de Church Godowlia. Si no me encuentra aquí, tal vez esté a tiempo de buscarme en el Mukti Bhawan. Recuerde, es el edificio de ladrillo y yeso que está a la vuelta, el de la verja de hierro forjado.
Le prometí que lo haría, si el tiempo nos alcanzaba a las dos.
—Y, si va a vivir en la calle, permítame dos consejos. —Oí de nuevo su voz, amortiguada ya por el peso de una manta y de su caja de cartón—. No desprecie hoy la comida que ansiará mañana y, sobre todo, tenga mucho cuidado.
Mi Ranjit no era malo. A veces se dejaba confundir, pero malo no era. Nunca me puso la mano encima, por ejemplo. A otras mujeres del pueblo sí les pegaban, pero a mí nunca. Eso se lo tengo que reconocer a mi Ranjit.
A mi Ranjit siempre lo he llamado mi Ranjit, y a él nunca le importó. Nombrar al marido acorta su vida. Para una mujer su esposo es su dios y ha de adorarlo con el máximo respeto. Mi madre, las vecinas, las otras esposas de la aldea les decían «padre», «usted», «dueño», «oye, tú», o cualquier cosa con tal de no llamarlos por su nombre. A nuestra vecina, la madre de Meena, una vez se le escapó llamar Ashok a su marido Ashok, y Ashok la condenó a dormir varias lunas al otro lado del canal, entre un par de saris ajados envueltos alrededor de tres cocoteros. Cuando volvió, a la madre de Meena se le quitaron las ganas de nombrar a su marido. En realidad, se le fueron quitando las ganas de todo. Sin embargo, mi Ranjit no era así. Como nunca se tuvo por gran cosa, jamás se preocupó por cómo lo llamara.
Nuestro matrimonio fue de pocas palabras. De hecho, nunca nos dedicamos una declaración de amor. La zalamería es cosa de recién casados y de recién casada mi Ranjit era mi amo y le tenía más miedo que afecto. Hace tanto de aquello que a veces no me acuerdo, o no quiero acordarme. Los pensamientos son cardúmenes plateados en un océano inmenso. Los peces centellean y te hipnotizan. En ocasiones, se apartan de la luz y se precipitan por una fosa oscura, y cuesta tanto seguirlos como dejar de fijarse en ellos.
Hay días que me olvido de que estuve casada. Es como si esa vida tan lejana ya no fuera mía. Reflexiono sobre lo inmediato y me olvido de lo importante. Así es el paso del tiempo, que nubla la memoria y oxida el juicio. Sin embargo, cuando llegué a Varanasi no era así. Entonces con quien más hablaba sola era con mi Ranjit. Me sentaba en la esquina de cualquier ghat y le pedía en voz alta que intercediera por mí y me ayudara a no desfallecer. También le contaba las pequeñas cosas del día: una conversación cazada al vuelo, alguna palabra aprendida en hindi, que me dolía esto o aquello. La gente me miraba raro, como si fuera un animalejo enfermo que hubiera que sacrificar. Pero mi Ranjit no se manifestaba. Casi nunca lo hacía vivo, así que mucho menos muerto. ¿Enfadarme? Para qué, si nunca dio resultado. De recién casada llegué a pensar que merecía su indiferencia, que tal vez solo recogía el silencio que yo misma cultivaba, pero ahora sé que no era así. Mi Ranjit vivía en el centro de su propio universo y solo me permitía dar vueltas a su alrededor si mantenía una distancia prudente.
Él era así: rudo, torpe y medroso. Malo, no. Y guapo, tampoco es que fuera. De hecho, la primera vez que vino a casa me recordó a mi padre: la frente amplia, el bigote desarreglado, el dhoti mugriento y remangado hasta las rodillas. Mi madre estaba tan nerviosa como yo, pero era la única que hablaba:
—Tú no digas nada. No lo mires y limítate a sonreír. El señor es buena persona —y dijo lo último como si fuera lo menos importante.
La boda ya estaba arreglada, así que no tuve que abrir la boca. Tampoco es que él hablara mucho. De hecho, ni se tomó la molestia de traer media frase preparada. Luego supe que mi Ranjit tenía una hija de otra mujer, la Difunta, como él la llamaba, y que para casarla había tenido que entregar a la familia del novio los pocos ahorros que aún no se había bebido. Lo de la bebida también lo descubrí después, como lo de la letra pequeña de la dote, que incluía la promesa de tres ventiladores y una motocicleta que no tenía cómo comprar.
—El mes que viene recibiré un buen dinero de unos parientes de Hyderabad —mentía cada vez que su consuegro le recordaba los términos del acuerdo.
Que yo sepa mi Ranjit no tenía parientes en Hyderabad, pero repitió tanto el mismo embuste que se lo acabó creyendo. El pobre era tan ingenuo que pensaba que un día la familia del novio se cansaría de atormentarlo y que su yerno se olvidaría de los tres ventiladores y de la motocicleta. Pero no fue así. Las previsiones de mi Ranjit raramente coincidían con la realidad, así que, con el paso del tiempo, los recordatorios se volvieron amenazas.
«Nuestra paciencia se ha terminado», el yerno.
«No volverás a ver a tu hija», el hermano del yerno.
«Si no cumples con tu parte, le prenderemos fuego con queroseno», el consuegro.
Mi Ranjit se quedaba paralizado como un animal nocturno a punto de ser aplastado por la rueda de un camión. Yo trataba de consolarlo. Le decía que no se preocupara; que quien mucho ladra, poco muerde; que esa gente no sería capaz de hacer algo así. Pero él ni me miraba. Me apartaba con el dorso de la mano y desaparecía de mi vista con una botella de cholai bajo el brazo.
—Si volviera a tener una hija, yo mismo la estrangularía antes de que pudiera respirar. —Lo oía desde la ventana.
El dolor es ilusión, engaño y, en el caso de mi Ranjit, también esperanza. Se iba desolado. La tortura como camino. La rabia como alimento. Esperaba que el mundo se detuviera o que lo hiciera antes su corazón. A veces tardaba días en regresar y, cuando lo hacía, parecía un gallo derrotado. Tan abatido y desplumado, lleno de heridas que no se dejaba curar.
«Ya está». «Ya pasó». «Ya pasará». Yo era su centinela, la que ejercía el inútil encargo de preservar un templo en ruinas de su último salteador. «Buscaremos una solución», le prometía. Y lo intenté hasta el final, cada día y, sobre todo, cada una de sus noches de asolamiento y licor, pero nunca hubo manera. Sencillamente, mi Ranjit no se dejó ayudar.
El cuerpo se acostumbra al dolor como los ojos a la oscuridad. Pasa como con los ermitaños, que ya no recuerdan cómo quema el sol ni anegan las tempestades. Su mundo es la cueva, y el mío lo fue un poco también. Mi angustia se disolvió en algún lugar íntimo que me guarecía de la tormenta. El cielo crujía y descargaba su ira, pero yo no lo quería oír. Eso lo conseguí con el tiempo y con muchas lágrimas, pero mi Ranjit no era así. Él se pasó la vida mirando al firmamento y huyendo de las contrariedades que veía escritas en él, pero cuando lo alcanzaban, se sumergía en ellas para convertirse en ellas. Era puro dolor.
—Cualquier día me quito la vida —amenazaba con frecuencia.
Al principio me atormentaba la idea, pero luego dejé de hacerle caso. Creía que atender a sus lamentos era como prestar los oídos a un niño que solo reclama atención. Quizá me equivoqué. Ahora sé que hablaba en serio. Tal vez, a su manera, me estaba alertando de lo que luego sucedió.
Durante muchos años me convertí en el pozo sobre el que él arrojaba sus miserias. Esa era mi función. Mi Ranjit solo nos tenía a mí y a una hermana menor que fregaba hospitales en algún lugar de Arabia. Mi cuñada se llamaba Meenakshi y, antes de emigrar, se casó con un hombre que aquí poseía tierras y allí solo era bracero. Aun así, habían prosperado y tenían hijos. No sé cuántos, porque a mi Ranjt tampoco le gustaba hablar de ello. Le molestaba que su hermana viviera entre musulmanes. Decía que el dinero que ganaba era sucio y que sus sobrinos acabarían comiéndose una vaca a bocados. En el fondo, yo creo que se sentía mal porque la diosa de la fertilidad había sido más generosa con ella que con nosotros.
Una pareja sin hijos son dos islas. Con ellos, forman un continente. Mi Ranjit sabía que yo hubiera querido tener al menos uno. Mi cuñada, las mujeres del pueblo, todas tenían. Y sus hijos se casaban con mujeres que tenían otros hijos. Y las casas se les llenaban de esposas, tías, nueras y abuelas.
A veces, todas las mujeres me parecían la misma mujer, como si compartieran una única misión y se hubieran convertido en los engranes de un solo aparejo. Yo era la pieza que no encajaba. Los primeros recelos hacia mí llegaron poco después de la boda. Las tías, las nueras y la cuñada, todas querían saber: «¿Estás preparada para engendrar?». Sus miradas escrutadoras, como queriendo ver a través de mí. «Quien no es madre tampoco es mujer». El desprecio disfrazado de condescendencia. «Tu marido merece un útero fértil y, si no lo tiene, lo buscará en otra parte». Los ojos distraídos, las palabras resbalando por las esquinas resecas de sus labios.
Yo siempre callaba, como cuando antes del casamiento. ¿Qué podía decir? A veces las palabras son vanas, poco precisas, solo ruido disperso. El sufrimiento es sordo y mudo, igual que una serpiente. Y, como una serpiente, muda de piel y muerde. Si no se contiene, el sufrimiento se convierte en veneno, y yo no quería emponzoñarme por dentro. Recé a la luna y a Parvati. Me dejé azotar por las ramas de tamarindo del curandero. Hubiera dado cualquier cosa por recibir la bendición del engendramiento, pero no pudo ser y he tenido que llevar esa mancha en mi pecho.
Un día le pregunté a mi Ranjit si se avergonzaba de mí.
No me contestó.
Yo sí.
Al llegar a Varanasi, por muchas vueltas que diera, siempre terminaba cerca del río. Pasaba días enteros sentada en la orilla, pero las tardes eran mi momento preferido. El campanilleo de los templos. El trasiego de los devotos bañados por el agua del crepúsculo. Todo era más nítido a esa hora en que ya no hay sol, pero los últimos rayos aún despliegan su gama de colores sobre el cielo.
Siempre había algo que me atravesaba la mente. El único modo de no pensar era no seguir viva. Durante la estación seca el agua estaba en calma y reflejaba nubes, tajamares y bandadas de pájaros. Y todo: las nubes, los barcos y las aves desfilaban también por mi cabeza. Aquellas tardes comprendí que cuando un pensamiento se impone, los demás se someten a él hasta que se desvanecen. Por ejemplo, si me dejaba hechizar por el aleteo de las garzas, dejaba de atender a las conversaciones que oía a mi alrededor. Poco a poco, el parloteo se iba convirtiendo en mero ruido de fondo hasta que desaparecía. Así descubrí que tenía el inmenso poder de decidir sobre qué objeto quería fijar mi atención para hacerlo prevalecer sobre los demás, aunque luego también aprendí que cada elección entrañaba sus riesgos.
Una vez, estaba oscureciendo y tenía los ojos cansados. Aún había gente que emergía del agua casi desnuda, pero yo no era capaz de distinguir sus contornos hasta que los tenía encima. Observé a un muchachito recién destetado que se dejaba secar el cabello por su madre. La mujer le envolvía la cabeza en un paño y la frotaba con más ímpetu que delicadeza. Cuando al fin se liberó, el niño se calzó las sandalias y se dedicó a corretear por las escalinatas. Tenía los ojos pintados con kohl y se movía con la audacia de quien aún confunde lo real con lo imaginado. Yo estaba sentada a unos metros, con las luces de los templos recién encendidas a mi espalda. En una de sus carreritas, el crío pasó por delante de mí. El foco que alumbraba el ghat estaba situado sobre el tejado más alto, pero mi sombra lo oscureció. El niño se detuvo y me miró aterrado. De inmediato, su madre se dio cuenta y lo estiró del brazo para apartarlo de mí.
—¡Cómo tengo que decirte que no te separes de mí! —Lo regañó—. ¿No ves que esa señora da mala suerte?
El niño se alejó enredado entre las piernas de su madre, pero no me volvió la cara. Identifiqué el espanto en sus ojos. Noté que se sentía amenazado. Tan pequeño, ya sabía que yo era viuda y que debía prevenirse de mí. Tal vez se lo acababan de enseñar o puede que naciera con ello aprendido. La cría del jabalí tiene claro desde la placenta que debe huir del tigre, y el tigre, del ser humano. Todas las especies comparten un sentido de la prudencia ancestral, obtenido de la experiencia y heredado de generación en generación. Igual que el niño, que volvía a bañarse en la orilla de la mano de su madre. Ambos sabían desde hacía siglos que debían disolver mi sombra maligna en el agua sagrada del río.
En cambio, la primera vez que me fijé en la mujer del sari verde fue como un juego. No sé si lo hice por aburrimiento o por engañar al hambre. Llevaba varias horas sentada con los calcañares entumecidos y la mano derecha extendida. Recuerdo que era un día de viento, y los días de viento soy invisible. Nadie se detiene un minuto a buscar media rupia en la cartera y ni los más piadosos tienen compasión. Es como si la gente con dinero temiera que el aire les fuera a volar los billetes. El caso es que levanté la mirada y elegí a alguien al azar. Una mujer, porque aún no me atrevía a detener la mirada sobre personas muy diferentes a mí. Nada de hombres. Nada de musulmanes. Nada de brahmanes, chatrías ni vaisias. Una mujer, entonces. A primera vista, una mujer cualquiera que, de cerca, me recordó a mí muchos años atrás.
Me gustó cómo caminaba. La vanidad, el retraimiento, la inconstancia, todo se manifiesta en la forma de andar. El vaivén de las caderas y el movimiento de los brazos dicen más que las palabras. La lengua puede mentir. Los labios se enmascaran detrás de sonrisas poco francas. Los pasos cuentan la verdad.
La mujer avanzaba ágil, sin titubeos y con zancadas largas. Denotaba seguridad y cierta intrepidez. El sari verde, prendido en el hombro izquierdo, le dejaba el vientre aún terso al descubierto. Supuse que venía del mercado de verduras porque llevaba colgado del antebrazo un gran cesto de mimbre y porque, cuando pasó por delante de mí, dejó una estela vagamente herbácea. De repente, sentí un impulso extraño, como si una fuerza oculta me empujara a seguirla.
Me erguí como pude. Cada torpe movimiento constituyó un desafío para mis huesos, que me punzaban como si el cuerpo fuera de vidrio, y al ponerme en pie, yo misma me asestara un mazazo que lo hiciera estallar en mil pedazos afilados. Aun así, quise caminar firme como ella, emular su mirada serena, contemplar el mundo como ella lo estaba haciendo.
La soledad excita la imaginación, así que no me costó esbozar los trazos que podían componer su vida. El rastro carmesí en la raya del pelo: estaba casada. El nath en el lado izquierdo de la nariz: buscaba descendencia. Las sandalias de cuero con las correas ajadas: no le sobraba el dinero. El paso vigoroso: la esperaban.
Anduve un rato detrás de ella. Transcurrieron cuatro o cinco manzanas de edificios desconchados que mostraban en sus bajos llamativos reclamos publicitarios. Las tiendas, unas pegadas a otras, parecían el único resquicio a salvo de un derrumbe universal. Los buenos deseos alumbraban las fachadas. Menudeaban los carteles con sonrisas blancas. El porvenir lucía sostenido sobre láminas de chapa, pero debajo agonizaba su reverso amargo y real. La suerte se convertía en sombra o en reflejo deformado en la hojalata.
Conforme avanzábamos, las calles desembocaron en avenidas, y las avenidas en bulevares con las medianas salpicadas de basura, vacas y vendedores de pan sin levadura. Algunos perros callejeros se sacudían los últimos golpes y se lamían las heridas. Me pareció que al agitar la cola limpiaban el aire, y que a su lado respiraban mejor hasta quienes los apaleaban.
De tanto caminar, yo también resollaba como alguna de aquellas perras viejas. Ellas, exhaustas, implorando la caricia de la mano que las vareaba. Yo también sumisa, detrás de una mujer de quien no sabía nada. A veces el sari verde se me escurría entre los coches, disimulado entre riñas de bocina y estelas de humo. Sobre la acera había gente mejor vestida y menos pobres agitando latas. La ciudad me pareció otra ciudad, más estirada que retorcida. Las calles eran rectas y, al cruzarse, admitían una claridad sucia de nubes envenenadas, rasguñadas por un arbolado metálico de antenas. La brisa era furiosa. Procedía de un bosque que no era bosque y de un cielo que no parecía el cielo. Y debajo, aquella mujer y yo moviéndonos como dos bailarinas de yakshagana sin maquillaje ni música ni guion. El teatro dentro del teatro bajo mi foco, pero ella sin saberlo.
Los pocos pasos que nos separaban me parecieron cientos de kilómetros, miles de vidas, varias civilizaciones de distancia. ¿Y si de repente la mujer advertía mi presencia? Me detendría en seco y trataría de disimular. ¿Qué pasaría si notaba que la seguía? A nadie le gusta sentir el aliento de una viuda, así que la mujer me maldeciría y hasta las vacas volverían la cabeza para reprobar mi atrevimiento. Entonces, ¿qué me impulsaba a hacer aquello? Puede que fuera el tedio, el ayuno o el delirio de querer apearme de un tren en movimiento. La primera sorprendida por mi osadía fui yo. No quería causarle ninguna molestia a aquella mujer ni ser yo el objeto de un escarnio, pero lo bueno de haberlo perdido todo es haberlo perdido todo, también la vergüenza.
No me acuerdo de la cara de mi padre. Cómo iba a hacerlo si nunca me permitió que lo mirara a los ojos. «Es una cuestión de respeto», me decía encumbrado detrás de su espeso bigote gris. Por respeto, por miedo, por mi bien o porque lo obligaba la tradición, él siempre encontraba algún argumento que yo no podía rebatir.
Mi padre no me dejaba salir sola de casa sin su consentimiento, me adiestró para que caminara lenta como un elefante, me obligaba a no reír y a no comer hasta después de que lo hiciera él. Era estricto con eso y con todo, hasta que vino Kiran.
El nacimiento de mi hermano fue una fiesta. Su mera presencia destensó el aire. Fue como si los dioses compartieran con nosotros su néctar. Durante muchos años, mi padre me había culpado de usurpar el lugar destinado a un hijo varón. No es que me lo dijera, pero no hacía falta. Se había pasado la vida acusándome de todo lo que le perturbaba: que yo siempre anduviera en medio de cualquier parte con la mirada extraviada; que las ratas chillaran por la noche y no lo dejaran dormir; que la sequía agostara los campos de arroz. Durante muchos años me convertí en su maldición favorita, la que siempre utilizaba para justificar su amargura.
Cuando mi nanna se enfadaba le decía a todo el mundo que yo no era su hija y que no reconocía en mi rostro sus rasgos ni los de nadie de su familia: «¿Por qué la niña es tan pálida?», «De dónde le vienen esos pómulos alzados», «Ningún pariente tiene los labios así de redonditos».
A veces yo lo oía, como para no hacerlo con aquellos gritos. ¿Si me hacía daño? Al principio, sí. Ese fue el primer dolor que me aceró. Luego me dio por pensar que mi padre tenía razón, que yo no era su hija. Y, por algún perverso motivo, no serlo me confortaba.
Cuando estaba triste, buscaba refugio en mi madre, aunque no siempre pude guarecerme en ella. La memoria es caprichosa y almacena recuerdos que yo no habría elegido tener, pero ahí están, punzándome cuando menos me lo espero. Aún hay noches que cierro los ojos y la veo en la penumbra de la cabaña, abstraída y lánguida, apretando con el puño un exiguo mechón recién arrancado de su cabello. Y mi padre, irritado, por detrás:
—Deja a tu amma en paz, ¿no ves que está enferma de los nervios?
Aquello fue justo después de que mi padre me sorprendiera jugando en el vertedero con una muñeca azul que me acababa de encontrar. Él mismo me había mandado con las mujeres del pueblo a los arrozales, pero al ver que no volvía, salió a buscarme.
—¡Mira, nanna! —lo saludé, mientras trataba de enseñarle mi hallazgo.
La muñeca se me resbalaba entre los brazos porque pesaba mucho y estaba húmeda. Además, me llamó la atención que la piel fuera pegajosa y tuviera pelo de verdad. No sabía que jugar pudiera ser tan grave, pero lo fue. Mi padre me ordenó que la soltara inmediatamente. Me gritó que yo era la ruina de la familia y que le daba vergüenza que fuera su hija. Se compadeció por ser un desgraciado y no sé cuántas cosas más.
Estuvo mucho tiempo enfadado conmigo. Mi madre no, pero seguía triste. «Será por lo de los nervios», pensaba yo. Incluso empecé a sospechar que lo de la muñeca azul tenía algo que ver con su aflicción, pero, por suerte, nació Kiran y todo se calmó.
Yo vine al mundo entre las huelgas y los disturbios que siguieron a la primera gran guerra. El nacimiento de mi hermano coincidió con el festival de la cosecha. Mi amma había roto aguas mientras el Haridas