La Peste Escarlata - Jack London - E-Book

La Peste Escarlata E-Book

Jack London

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Beschreibung

Los humanos están en peligro de extinción. En el lapso de unas pocas semanas, una pandemia ha matado a hombres y mujeres sin reparar en clase social, edad ni etnia, y ha condenado al olvido todo progreso y conquista civilizatorios. El mundo vuelve a comenzar y los escasos supervivientes de la plaga mundial están reviviendo la Prehistoria. El abuelo de unos salvajes muchachos, que no conocieron ni son capaces de imaginar el mundo que fue, les narra cómo La Peste Escarlata lo cambió todo.El presente compendio de relatos de Jack London, además de «La Peste Escarlata», recoge «Una destilería hiperbórea», «La fe de los hombres», «Demasiado oro» y «La historia de Jees Uck», obras en las que el gran narrador de aventuras hace de las pasiones más humanas pura literatura.

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Akal / Básica de Bolsillo / 373

Serie Clásicos de la literatura inglesa

Jack London

La Peste Escarlata

y otros relatos

Traducción: Adela Grego

Los humanos están en peligro de extinción. En el lapso de unas pocas semanas, una pandemia ha matado a hombres y mujeres sin reparar en clase social, edad ni etnia, y ha condenado al olvido todo progreso y conquista civilizatorios. El mundo vuelve a comenzar y los escasos supervivientes de la plaga mundial están reviviendo la Prehistoria. El abuelo de unos salvajes muchachos, que no conocieron ni son capaces de imaginar el mundo que fue, les narra cómo la Peste Escarlata lo cambió todo.

El presente compendio de relatos de Jack London, además de «La Peste Escarlata», recoge «Una destilería hiperbórea», «La fe de los hombres», «Demasiado oro» y «La historia de Jees Uck», obras en las que el gran narrador de aventuras hace de las pasiones más humanas pura literatura.

Diseño de cubierta

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original: The Scarlet Plague and other stories

© Ediciones Akal, S. A., 1985, 2024

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-5488-7

Cronología

1876: J. Griffith Chaney nace en San Francisco, California, el 12 de enero. Su padre (William Henry Chaney) abandona a su madre (Flora Wellman) antes de que nazca y ella se casa pocos meses después con John London. Nuestro autor toma el nombre de J. Griffith London.

1881: Se mudan a Alameda, California, donde Jack London ingresa en la West End School. Allí tiene su primera experiencia con el alcohol.

1885: Descubre el placer de la lectura tras leer Signa, de Ouida, y Los cuentos de la Alhambra, de Washington Irving.

1891: Se gradúa en la Cole Grammar School y entra a trabajar en una fábrica de conservas. Compra el balandro Razzle Dazzle para dedicarse a la pesca pirata de ostras en la bahía de San Francisco.

1892: Se enrola para formar parte de la tripulación de la Patrulla Pesquera de California.

1893: Se enrola como marinero en la goleta Sophia Sutherland. Escribe «Typhoon off the Coast of Japan», la primera historia destinada a ser publicada.

1894: Se une al ejército del general Kelly pero lo abandona para viajar por Estados Unidos y Canadá. Es condenado por vagancia a 30 días de trabajos forzados.

1895: Ingresa en la Oakland High School. Comienza a escribir ensayos y relatos cortos para The Aegis.

1896: Se afilia al Partido Socialista Laborista. En septiembre ingresa en la Universidad de Berkeley durante un semestre.

1897: Abandona la universidad por carecer de fuentes económicas. Se sumerge en la actividad socialista y en la escritura de ensayos, poemas y relatos cortos. Se embarca en el Umatilla para unirse a la fiebre del oro de Klondike. Publican un relato corto, «Two Gold Bricks»en la revista The Owl. En octubre muere su padrastro.

1898: Enferma de escorbuto. Se encarga de ayudar económicamente a su madre escribiendo. Publica «A Thousand Deaths»en la revista The Black Cat.

1899: Rechaza un trabajo en la oficina de correos. Es su año de mayor actividad literaria, pues escribe 61 nuevos cuentos, chistes, poemas, ensayos, etc. para ganarse la vida.

1900: Publica «Odisea en el Norte»en The Atlantic Monthly. Se casa con Bessie May Maddern. Publica su primer libro: El hijo del lobo.

1901: Nace su hija Joan. Trabaja en los relatos de The Children of the Frost.

1902: Marcha a Inglaterra para investigar y escribir un libro titulado El pueblo del abismo sobre los barrios bajos de East End de Londres. Nace su hija Bess. Empieza a escribir La llamada de la naturaleza en principio como un relato corto.

1903: Presenta La llamada de la naturaleza al Saturday Evening Post. Muere su padre biológico. Se separa de su esposa Bessie Maddern. Publica The Kempton-Wace Letters con Anna Strunsky, así como El pueblo del abismo.

1904: Publica El lobo de mar por entregas en The Century Magazine. Marcha a Extremo Oriente como corresponsal de guerra para el San Francisco Examiner con el fin de cubrir la Guerra ruso-japonesa.

1905: London se casa con Charmian Kittridge. Publica Guerra de clases, El juego y Cuentos de la Patrulla Pesquera.

1906: Comienza la construcción de su velero, el Snark. Publica Colmillo blanco. Cubre como corresponsal para la revista Collier’s el gran terremoto de San Francisco.

1907: Zarpa de Oakland a Honolulu para un viaje alrededor del mundo a bordo del Snark. Publica Antes de Adán, El amor de la vida y otras historias y escribe El camino.

1908: Crucero por el Pacífico Sur. London marcha a Sídney para tratarse médicamente. Como sufre problemas de salud graves decide volver a su casa para recuperarse. Publica El Talón de Hierro.

1909: Publica parcialmente Martin Eden.

1910: Charmian da a luz una niña, Joy, que muere 38 horas después. London publica Burning Daylight,Revolución y otros ensayos, Lost Face y Theft: A Play in Four Acts.

1911: Publica Cuando los dioses ríen y otros cuentos,Aventura, El crucero del Snark y Cuentos de los mares del Sur.

1912: Realiza un viaje de 148 días alrededor del Cuerno desde Baltimore a Seattle a bordo del Dirigo. Publica La casa de orgulloy otros cuentos de Hawái, Un hijo del Sol y Smoke Bellew. De nuevo pierde un segundo hijo.

1913: Publica The Night Born, The Abismal Brute, John Barleycorn y El Valle de la Luna.

1914: Marcha a informar sobre la Revolución mexicana. Escribe para la revista Collier’s «El ejército de México y el nuestro». Publica La fuerza de los fuertes y El motín del Elsinore. Navega por el río Sacramento a bordo del Roamer.

1915: Llega a Honolulu, Hawái. Marcha a bordo del S.S.Sonoma a San Francisco y después de nuevo a Hawái. Publica La Peste Escarlata y El vagabundo de las estrellas.

1916: Abandona el Partido Socialista. Jack y Charmian navegan de vuelta a San Francisco en el Matsonia. Publica The Acorn-Planter: A California Forest Play,La pequeña dama de la Casa Grande y Las tortugas de Tasmania. Jack London muere de una uremia en su rancho de Glen Ellen, el 22 de noviembre a la edad de cuarenta años. Se alimentan los rumores de un suicidio.

LA PESTE ESCARLATAY OTROS RELATOS

La Peste Escarlata

I

El camino conducía a lo largo de lo que en otro tiempo había sido terraplén de la vía férrea, pero hacía muchos años que no pasaba ningún tren por allí. La selva, como una ola verde, había invadido los declives laterales, acabando por coronarlo de árboles y matorrales. Aquella senda, por donde sólo se deslizaban las fieras, tenía el ancho de un cuerpo humano. Algún trozo de herrumbre asomando de vez en vez entre la tierra recordaba la existencia de rieles y traviesas. Un árbol de diez pulgadas de diámetro había crecido entre una junta, levantando el extremo del hierro. La viga, evidentemente sujeta a este por un tornillo, había seguido al raíl, dejando un hueco que pronto se había rellenado de arena y hojarasca; y ahora el madero desgajado y carcomido ofrecía un aspecto curioso. A pesar del tiempo transcurrido se advenía que la vía había sido de un solo raíl.

Por este camino marchaban un anciano y un muchacho. Andaban despacio, pues el primero, que era muy viejo y de temblorosos y débiles movimientos, se apoyaba pesadamente en un báculo. Defendía la cabeza contra los rayos del sol con un gorro burdo de piel de cabra, bajo el cual asomaba una franja de pelo blanco, escaso y sucio. Una visera confeccionada ingeniosamente con una gran hoja le resguardaba los ojos, y por debajo miraba el viejo con sumo cuidado dónde ponía los pies. La barba, que debiera haber sido de blancura nívea, pero que denotaba la misma falta de agua y abandono que el cabello, le caía hasta casi la cintura como una gran masa enmarañada. Cubría los hombros y el pecho sólo con una zamarra estropeadísima de piel de cabra. Los brazos y las piernas, flacos y marchitos, indicaban una edad muy avanzada, así como por lo atezados y por las muchas cicatrices y rasguños de que estaban cubiertos se adivinaba que llevaban largos años expuestos a los elementos.

El muchacho, que andaba delante moderando el ímpetu de sus músculos para ajustar su paso al del anciano, vestía también una prenda consistente en un trozo desmochado de piel de oso con un agujero en el centro, por el que había pasado la cabeza. No aparentaba más de doce años. Sobre la oreja llevaba con mucha coquetería un rabo de cerdo recién cortado. En una mano sostenía un arco no muy grande y una flecha, de las que traía lleno un carcaj a la espalda. Llevaba una correa alrededor del cuello, y colgando de ella una vaina por la que asomaba el mango abollado de un cuchillo de caza. Su piel era del color de la baya y caminaba lentamente con movimientos felinos. Contrastaban notablemente con el cutis atezado los ojos azules, de un azul profundo, pero agudos y penetrantes como puñales. Con ellos, según costumbre, parecía sondear cuanto le rodeaba. Conforme iba andando olfateaba las cosas, llevando así al cerebro, a través de la nariz dilatada y palpitante, una serie infinita de avisos del mundo exterior. El oído estaba también tan adiestrado que obraba automáticamente. Sin esfuerzo consciente, en medio de la aparente quietud, percibía los sonidos más sutiles, y no sólo los percibía, sino que los distinguía y clasificaba: lo mismo el rozar del viento al deslizarse entre las hojas, que los zumbidos de abejas y mosquitos; el rumor lejano del mar, que llegaba hasta él como un murmullo, y el gruñido del gopher[1]oculto bajo sus pies ycuya madriguera se adivinaba únicamente por un montículo de tierra junto a la entrada.

De pronto se puso alerta con los sentidos en tensión. El oído, la vista yel olfato le habían advertido simultáneamente. Su mano retrocedió hacia el anciano yambos se detuvieron. Frente a ellos, a un lado de la cima del terraplén, se oyó un crujido, yla mirada del muchacho quedó fija en los matorrales. Entonces apareció a sus ojos un gran oso pardo, que también se paró súbitamente a la vista de los hombres. No debió agradarle este encuentro, porque los acogió con un largo gruñido. Lentamente puso el muchacho la flecha en el arco ycon igual lentitud tendió la cuerda, sin apartar los ojos del oso. El viejo miraba el peligro por debajo de la hoja verde ypermanecía tan quieto como el niño. Se observaron mutuamente durante unos segundos, ydespués, viendo la creciente irritación del oso, el muchacho, con un movimiento de cabeza, indicó al viejo que debía apartarse del camino ybajar al otro lado del terraplén. Él le siguió andando hacia atrás ycon el arco siempre tendido ydispuesto. Asíesperaron, hasta que un crujido en el lado opuesto les advirtió que el oso había pasado de largo. Cuando volvieron a caminar el chico refunfuñó:

—Un oso muy grande, abuelo.

El viejo asintió con la cabeza.

—Cada día hay más –se lamentó con voz débil yapenas perceptible–. ¡Quién hubiese pensado que había de llegar el tiempo en que un hombre correría peligro en el camino de Cliff House! Cuando yo era pequeño, Edwin, hombres ymujeres yhasta niños solían venir aquí a millares, desde San Francisco, si hacía buen tiempo. Y entonces no había osos. No, señor. Se pagaba dinero por verlos encerrados en jaulas; mira si eran raros.

—¿Qué es dinero, abuelo?

Antes de que el viejo pudiese contestar, el muchacho, recordando de pronto, metió triunfante la mano en la bolsa que llevaba debajo de la piel de oso y sacó un dólar de plata, deslucido y abollado. Los ojos del anciano brillaron al acercar a ellos la moneda.

—No puedo verlo –murmuró–. Mira si puedes distinguir la fecha, Edwin.

El chico se reía.

—Qué cosas tienes, abuelo, queriendo hacer creer que estas pequeñas marcas indican algo.

Mostró el anciano su acostumbrada tristeza al acercar de nuevo la moneda a los ojos.

—2012 –chilló al fin de un modo grotesco–. Este es el año en que Morgan V fue nombrado presidente de Estados Unidos por el Consejo de Magnates. Debió de ser una de las últimas monedas que se acuñaron, porque la Peste Escarlata ocurrió en 2013. ¡Señor! ¡Señor! ¡Quién lo pensara! ¡Sólo hace sesenta años, y ser yo el único superviviente de aquellos tiempos! ¿Dónde la encontraste, Edwin?

El muchacho, que lo estaba escuchando con esa tolerante curiosidad que se concede a la charla de los pobres de espíritu, respondió prontamente:

—Hoo-Hoo me la dio. La encontró cerca de San José, apacentando las cabras, esta primavera última. Hoo-Hoo dijo que era «dinero». ¿Tienes hambre, abuelo?

El anciano empuñó el bastón con más fuerza y apresuró el paso, con los ojos brillantes de avidez.

—Espero que Hare-Lip haya encontrado un cangrejo… o dos –murmuró–. Son una buena comida los cangrejos, sobre todo cuando ya no hay dientes y se tienen nietos que quieren a su abuelo y se esfuerzan por cogerle cangrejos. Cuando yo era pequeño…

Pero Edwin se paró súbitamente ante algo que le llamó la atención, tendiendo la cuerda del arco, dispuesto ya con la flecha. Se había detenido junto a una hendidura del terraplén. Había allí una antigua zanja, y el río, sin nada que lo interceptara, se había abierto paso por la cavidad. En la orilla opuesta colgaba el extremo de un raíl. Se le veía enmohecido a través de las plantas trepadoras que lo cubrían. Más allá, agazapado junto a una mata, le miraba un conejo con temblorosa incertidumbre. La distancia era de cincuenta pies, pero la flecha voló certera, y el conejo, herido, chillando de miedo y de dolor, se internó penosamente en el bosque. Al bajar de un salto el áspero muro de la hendidura y subir por el lado opuesto, el muchacho no parecía sino una mancha de tostada epidermis envuelta en una piel flotante. Sus finos músculos eran cuerdas de acero que se distendían en movimientos gráciles y eficientes. Cien pasos más lejos, en una maraña de arbustos, descubrió al animal herido, le golpeó la cabeza contra un tronco y regresó para llevárselo al abuelo.

—El conejo es bueno, muy bueno –exclamaba el anciano–, pero el cangrejo es un manjar mucho más delicado y sabroso. Cuando yo era pequeño…

—¿Por qué dices tantas tonterías? –interrumpió Edwin, impaciente por cortar la locuacidad que le amenazaba–.

El muchacho no pronunció exactamente estas palabras, sino algo que se le parecía, más gutural y explosivo, más parco en frases idóneas. Su habla tenía alguna semejanza con la del viejo, y la de este era un inglés bastante corrompido.

—Lo que yo quiero saber –continuó Edwin– es por qué llamas al cangrejo «un manjar sabroso y delicado». Cangrejo es cangrejo, ¿verdad? No he oído a nadie que lo llamara cosas tan graciosas.

El anciano suspiró, pero sin contestar, y siguieron caminando en silencio. El ruido de las olas se hizo más perceptible cuando, saliendo del bosque, se encontraron en una llanura separada del mar por una serie de dunas. Entre los montículos de arena pacían algunas cabras que guardaba un muchacho vestido de pieles, ayudado de un perro con aspecto de lobo, que recordaba vagamente al perro pastor escocés. Junto con el rumor de la resaca se oía sin cesar un profundo rugido que procedía de un grupo de rocas recortadas, situadas a unas cien yardas de la costa. Hasta allí se arrastraban enormes leones marinos para tumbarse al sol o luchar unos contra otros. En primer término se elevaba el humo de una hoguera que atizaba un muchacho de apariencia salvaje. Acurrucados junto a él había varios perros lobos parecidos al que guardaba las cabras.

El viejo aceleró el paso, haciendo profundas aspiraciones según se acercaba al fuego.

—¡Almejas! –murmuró extasiado–. ¿Y no hay cangrejos, Hoo-Hoo? Hijos míos, sois muy buenos con vuestro abuelo.

Hoo-Hoo, que aparentaba la misma edad que Edwin, re­zongó:

—Todos los que quieras, abuelo; cogí cuatro.

La impaciencia del anciano inspiraba compasión. Sentándose en la arena con toda la celeridad que le permitían sus piernas envaradas, apartó a tientas una gran almeja del fuego. El calor había separado las valvas, y la carne de color salmón estaba bien cocida. Cogió el bocado entre el pulgar y el índice, y, temblando de avidez, se lo llevó a la boca. Pero estaba demasiado caliente, y un instante después lo expelía con violencia. El dolor le hizo mascullar algunas palabras y de sus ojos brotaron lágrimas que se deslizaron mejillas abajo.

Los chicos eran verdaderos salvajes y no conocían sino el humor cruel de los bárbaros. Para ellos este incidente era extremadamente gracioso, y estallaron en ruidosas carcajadas. Hoo-Hoo bailaba arriba y abajo, mientras Edwin rodaba por el suelo alegremente. El muchacho de las cabras llegó corriendo para participar en la fiesta.

—Deja que se enfríen, Edwin, deja que se enfríen –suplicaba el viejo en medio de su aflicción, sin intentar secarse las lágrimas que seguían manando de sus ojos–. Enfría también un cangrejo, Edwin. Ya sabes que a tu abuelo le gustan los cangrejos.

Las ascuas empezaron a chisporrotear, debido a las muchas almejas que se abrían derramando su líquido. Había grandes moluscos, cuya longitud variaba entre tres y seis pulgadas. Los chicos las apartaban con unos palos y, para que se enfriaran, las colocaban sobre grandes tablas acarreadas por el agua.

—Cuando yo era pequeño no nos burlábamos de nuestros mayores, sino que los respetábamos.

Los muchachos no se dieron por aludidos, y el abuelo siguió mezclando sin coherencia lamentos y censuras. Pero esta vez tuvo más cuidado y no se quemó. Todos empezaron a comer, no usando para ello más que las manos, masticando y sorbiendo ruidosamente. El tercer muchacho, llamado Hare-Lip, puso con disimulo un puñado de arena en la almeja que el abuelo iba a llevarse a la boca, y cuando el extraño aliño estuvo en contacto con las mucosas y encías del anciano estallaron en una risa estruendosa. Este no se dio cuenta de la broma y tosió y carraspeó, hasta que Edwin, compadecido, le alargó una calabaza llena de agua fresca para que se lavara la boca.

—¿Dónde están los cangrejos, Hoo-Hoo? –preguntó Edwin–. Abuelo quiere probarlos.

Los ojos del anciano volvieron a brillar de glotonería cuando le presentaron un gran cangrejo. No era más que un caparazón con las patas, pues la carne hacía mucho que había desaparecido. Con mano temblorosa y alegrándose de antemano de la golosina, el viejo rompió una pata y la encontró vacía.

—¿Y los cangrejos, Hoo-Hoo? –suspiró–. ¿Los cangrejos?

—Fue una broma, abuelo. No hay cangrejos. No encontré ni uno.

Los chicos se divertían enormemente viendo aquellas lágrimas de aflicción senil resbalar por las mejillas del viejo. Después, cautelosamente, Hoo-Hoo llenó el caparazón con un cangrejo recién asado. La carne blanca separada de las patas despedía una nubecilla de sabroso humo que cosquilleó el olfato del anciano, quien, extrañado, miró hacia abajo. Inmediatamente su pena se trocó en alegría. Se puso a resoplar y charlar de tal modo que, al empezar a comer, parecía aquello un monótono canto de deleite. De esto hicieron poco caso los chicos, pues estaban acostumbrados a semejante espectáculo. Así como tampoco se fijaban en las frases y exclamaciones que de vez en cuando pronunciaba relamiéndose, tales como: «¡Mayonesa! ¡Qué rica… mayonesa! ¡Y hace sesenta años que se hizo por última vez! ¡Ni olerla siquiera durante dos generaciones! ¡En aquellos tiempos se servía en los restaurantes acompañando a los cangrejos!».

Cuando ya estuvo ahíto, suspiró complacido, limpiándose las manos en las piernas desnudas, y se quedó contemplando el mar. Con la satisfacción del estómago repleto empezó a recordar.

—¡Cómo ha cambiado todo! He visto este mar, en un domingo delicioso, animado con la presencia de hombres, mujeres y niños. Y entonces no había osos que pudieran atacarles. Precisamente en estas rocas había un gran restaurante, donde servían cuanto pudiera desearse. San Francisco tenía cuatro millones de habitantes y ahora apenas si hay cuatrocientos en toda la región. En el mar se veían barcos y más barcos saliendo o entrando por el Golden Gate. Y en el cielo aeronaves, dirigibles y máquinas volantes. Podían recorrer doscientas millas por hora. Los convenios postales de la New York and San Francisco Limited exigían esa velocidad como mínimo. Hubo un muchacho, un francés (he olvidado su nombre), que casi logró hacer trescientos; pero eso era arriesgado, demasiado arriesgado para ciertas personas. Sin embargo, este iba por buen camino y lo hubiera logrado si no hubiera sido por la Gran Peste. Cuando yo era pequeño vivían aún hombres que recordaban la aparición de los primeros aeroplanos, y yo he vivido para ver el último. Hace sesenta años de esto.

El anciano dejó de hablar, desatendido por los chicos, acostumbrados desde largo tiempo a sus charlas y cuyos vocabularios, además, carecían de la mayor parte de las palabras que aquel usaba. Durante estos soliloquios sin ilación, su inglés mejoraba en construcción y fraseología. Pero cuando hablaba directamente a los muchachos, adoptaba completamente sus expresiones sencillas e incultas.

—Pero entonces no abundaban los cangrejos –siguió diciendo el anciano–. Había que buscarlos, y constituían un verdadero manjar. Sólo se podían comer durante un mes, y ahora los hay en todas las épocas del año. ¡Poder coger todos los que se quiera, durante la pleamar, en la misma playa de Cliff House!

Una súbita agitación entre las cabras puso en pie a los muchachos. Los perros se levantaron rápidamente de junto al fuego para reunirse con el compañero que guardaba las cabras, mientras estas, a su vez, salían disparadas hacia donde se hallaban sus protectores humanos. Media docena de siluetas de lobos grises y esqueléticos se deslizaban entre los montículos de arena, o bien hacían frente a los perros erizados. Edwin disparó una flecha, que no hizo blanco. Pero Hare-Lip, con una honda como la que David llevaba en el combate contra Goliat, lanzó una piedra que rasgó el aire con un silbido. Cayó precisamente en medio de los lobos y les hizo huir hacia las negras profundidades del bosque de eucaliptos.

Los muchachos volvieron a tumbarse en la arena riendo, mientras el abuelo suspiraba tristemente. Había comido demasiado, y con las manos cruzadas sobre el vientre prosiguió la serie interrumpida de lamentos.

—«Todo fue efímero y se desvaneció como la espuma»[2] –murmuró al reanudar su relato–. Eso es… efímero y espuma. Toda la obra del hombre sobre el planeta no fue más que espuma del mar. El hombre había domesticado a los animales útiles, destruido los dañinos y limpiado la tierra de la vegetación silvestre. Después desapareció toda conquista humana, y el torrente de vida primitiva volvió a invadirlo todo, borrando la obra humana… La selva y las malas hierbas inundaron sus campos, las fieras rondaron sus rebaños, y ahora hay lobos en la playa de Cliff House –le aterró su propio pensamiento–. Donde en otro tiempo se divertían cuatro millones de personas se pasean hoy los lobos, y la salvaje progenie de nuestras entrañas se ve obligada a defenderse de los colmillos de los animales de presa con armas prehistóricas. ¡Quién lo había de decir! Y todo a consecuencia de la Peste Escarlata.

El adjetivo despertó la curiosidad de Hare-Lip.

—Siempre está diciendo lo mismo –advirtió a Edwin–. ¿Qué es «escarlata»?

—«El escarlata de los arces me estremece como el grito de la corneta al pasar»[3] –afirmó el anciano–.

—Es rojo –repuso Edwin contestando a la pregunta–. Tú no lo sabes porque vienes de la tribu de los Chófers, y esos nunca supieron nada, ninguno de ellos. Escarlata es rojo…, yo lo sé.

—Rojo es rojo, ¿no es verdad? –refunfuñó Hare-Lip–. Entonces, ¿de qué sirve presumir y llamarlo escarlata?

»Abuelo, ¿por qué dices siempre tantas cosas que nadie sabe? –siguió preguntando–. Escarlata no es nada, pero rojo es rojo. ¿Por qué no dices rojo, entonces?

—Rojo no es la palabra exacta –fue la contestación–. La peste era escarlata. Toda la cara y el cuerpo se ponían escarlata en menos de una hora. ¿Lo sabré yo? ¿Acaso no vi bastantes atacados? Y os digo que era escarlata porque…, bueno, porque era escarlata. No hay otra palabra.

—A mí me basta con rojo –murmuró Hare-Lip con obstinación–. Mi padre llama rojo al rojo y él debe saberlo bien. Dice que todos murieron de la Peste Roja.

—Tu padre es un ser vulgar, descendiente a su vez de otro ser vulgar –replicó el abuelo, excitado–. ¡Cómo si no conociera yo el origen de los chóferes! Tu abuelo fue un chófer, un criado y sin educación. Trabajaba para otros. Pero tu abuela era de buena raza, sólo que los hijos no se le parecen. No recuerdo dónde los encontré por primera vez. Quizá pescando en el lago Temescal.

—¿Qué es «educación»? –preguntó Edwin–.

—Llamar escarlata al rojo –dijo burlonamente Hare-Lip. Y después volvió a atacar al abuelo–. Mi padre me ha dicho, y esto lo supo por su padre antes de morir, que tu mujer pertenecía a los Santa Rosan y que antes de la Peste Roja era una «estropeasalsas», aunque yo no sé lo que es una «estropeasalsas». ¿Puedes decírmelo, Edwin?

Pero Edwin movió la cabeza para probar su ignorancia.

—Es verdad, era sirvienta –confesó el abuelo–. Pero era una buena mujer, y tu madre era hija suya. Después de la peste las mujeres andaban muy escasas. Fue la única esposa que pude hallar a pesar de ser una «estropeasalsas», como dice tu padre. Pero no está bien hablar así de nuestros progenitores.

—Mi padre dice que la esposa del primer chófer fue una «dama».

—¿Qué es una «dama»? –preguntó Hoo-Hoo–.

—Una «dama» es la mujer de un chófer –respondió rápidamente Hare-Lip–.

—El primer chófer fue Bill, un ser vulgar, como antes dije –explicó el viejo–, pero su esposa era una dama, una gran dama. Antes de la Peste Escarlata fue la esposa de Van Warden, presidente de la Junta de Magnates de la Industria y uno de los doce hombres que gobernaban América. Valía mil millones, ochocientos millones de dólares…, monedas como la que tienes en el bolsillo, Edwin. Y entonces vino la Peste Escarlata, y su esposa fue la esposa de Bill, el primer chófer. Solía pegarle además. Esto lo vi con mis propios ojos.

Hoo-Hoo, que estaba tumbado boca abajo y escarbando perezosamente la arena con los dedos de los pies, gritó de pronto y se miró primero la uña del pie y luego el pequeño hueco que había cavado. Se le juntaron los otros dos muchachos y empezaron a cavar rápidamente la arena con las manos, hasta que tuvieron tres esqueletos ante sus ojos. Dos de ellos eran de adultos y el tercero el de un niño. Se echó el anciano en el suelo y contempló el hallazgo.

—Víctimas de la peste –anunció–. Así es como morían por todas partes durante los últimos días. Esto debió ser una familia que, huyendo del contagio, pereció aquí, en la playa de Cliff House. Pero… ¿qué estás haciendo, Edwin?

Preguntaba esto horrorizado al ver que Edwin, sirviéndose del mango de su cuchillo, arrancaba los dientes de uno de aquellos cráneos.

—Para ensartarlos –respondió Edwin–.

Los tres muchachos trabajaban afanosamente en lo mismo, y ya no se oyeron más que golpes y martillazos, entre los que se perdía la charla del abuelo, que decía indignado:

—Sois unos verdaderos salvajes. Ya ha vuelto la costumbre de adornarse con dientes humanos. La próxima generación se perforará las narices y las orejas para colgarse de ellas objetos de hueso y concha. Sé que el linaje humano está destinado a retroceder más y más en la noche de los tiempos primitivos, antes de que vuelva a iniciarse la ascensión sangrienta hacia la civilización. Cuando aumentemos en número y advirtamos la falta de espacio, comenzaremos a matarnos unos a otros. Y entonces es de suponer que os colguéis en la cintura escalpelos humanos, lo mismo que tú, Edwin, el más gentil de mis nietos, hiciste con ese asqueroso rabo de cerdo. ¡Tíralo, Edwin; muchacho, tíralo!

—¡Qué ruido arma el viejo! –dijo Hare-Lip cuando, habiendo extraído todos los dientes, empezaron a repartírselos–.

Los gestos de aquellos muchachos eran breves y rudos, y su lenguaje, en los momentos de discusión acalorada sobre el número de dientes que correspondía como lote a cada uno, resultaba una verdadera algarabía. Hablaban con monosílabos, y sus frases rápidas y entrecortadas eran más bien una jerigonza que una lengua.