La propuesta de verano - Vi Keeland - E-Book

La propuesta de verano E-Book

Vi Keeland

0,0
6,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

«Toda chica tiene a un chico al que nunca olvidará y un verano en que todo empezó.» Cuando Max Yearwood, un jugador de hockey, se presenta en una cita a ciegas con Georgia, ella no sabe que su vida cambiará para siempre. La química es instantánea, pero Georgia quiere tomárselo con calma. Entonces Max le hace una propuesta: podrían pasar juntos el verano y, después, cada uno seguiría con su vida. Pero no tardan en enamorarse y, por eso, Georgia no entiende por qué Max no quiere seguir con su relación más allá del verano. ¿Qué oculta? Una novela adictiva de la autora best seller del New York Times y el USA Today

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 440

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Gracias por comprar este ebook. Esperamos que disfrutes de la lectura.

Queremos invitarte a que te suscribas a la newsletter de Principal de los Libros. Recibirás información sobre ofertas, promociones exclusivas y serás el primero en conocer nuestras novedades. Tan solo tienes que clicar en este botón.

La propuesta de verano

Vi Keeland

Traducción de Patricia Mata

Contenido

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Epílogo

Agradecimientos

Sobre la autora

Página de créditos

La propuesta de verano

V.1: Julio, 2023

Título original: The Summer Proposal

© Vi Keeland, 2022

© de la traducción, Patricia Mata, 2023

© de esta edición, Futurbox Project S. L., 2023

Los derechos morales de la autora han sido reconocidos.

Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial.

Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Publicado por Chic Editorial

C/ Roger de Flor n.º 49, escalera B, entresuelo, despacho 10

08013 Barcelona

[email protected]

www.principaldeloslibros.com

ISBN: 978-84-19702-02-9

THEMA: FRD

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

La propuesta de verano

«Toda chica tiene a un chico al que nunca olvidará y un verano en que todo empezó.»

Cuando Max Yearwood, un jugador de hockey, se presenta en una cita a ciegas con Georgia, ella no sabe que su vida cambiará para siempre. La química es instantánea, pero Georgia quiere tomárselo con calma. Entonces Max le hace una propuesta: podrían pasar juntos el verano y, después, cada uno seguiría con su vida. Pero no tardan en enamorarse y, por eso, Georgia no entiende por qué Max no quiere seguir con su relación más allá del verano. ¿Qué oculta?

Una novela adictiva de la autora best seller del New York Times y el USA Today

«Este libro te atrapará desde la primera hasta la última página. ¡Es genial!»

Lively Reads

Toda chica tiene un chico al que nunca olvidará y un verano en que todo empezó.

Capítulo 1

Georgia

—¿Qué quieres tomar? —El camarero me puso una servilleta delante.

—Eh… he quedado con alguien, así que mejor espero.

Dio unos golpecitos en la barra con los nudillos y contestó:

—De acuerdo. Estaré atento y volveré cuando vea que estás acompañada.

Pero cuando se alejó caminando, cambié de opinión.

—¡Disculpa! —Levanté la mano como si estuviera en el colegio.

El chico dio media vuelta con una sonrisa en los labios y una ceja arqueada.

—¿Has cambiado de opinión?

Asentí.

—Tengo una cita a ciegas, así que quería ser educada, pero me vendría bien algo para calmar los nervios.

—Es una buena idea. ¿Qué te apetece?

—Una copa de pinot grigio, por favor. Gracias.

Volvió al cabo de unos minutos con una copa bastante llena y apoyó el codo en la barra.

—Así que tienes una cita a ciegas, ¿eh?

Di un sorbo al vino y asentí, suspirando.

—Quería hacer feliz a mi madre, así que he dejado que Frannie, una amiga suya de setenta y cuatro años, me organizara una cita con su sobrino nieto. La mujer lo describió como «algo corriente, pero majo». Hemos quedado a las cinco y media, pero he llegado un poco antes. 

—¿Es la primera vez que alguien te intenta emparejar?

—La segunda, en realidad. De la primera hace ya siete años y hasta ahora no me había recuperado, no te digo más.

El camarero se echó a reír.

—¿Tan mal fue?

—Me dijeron que el chico era humorista, y pensé que salir con alguien que se ganaba la vida haciendo reír a los demás no podía ser tan horrible. Pero el tío se presentó a la cita con un títere, porque resulta que era ventrílocuo. Se negó a hablar conmigo si no era a través de su muñeco, que, por cierto, se llamaba David el Obsceno y no hacía más que soltar comentarios subidos de tono. Ah, y se veía claramente que era él quien hablaba, así que ni siquiera era bueno.

—¡Joder! —dijo el camarero, riendo—. No sé si dejaría que me organizaran otra cita a ciegas después de eso, aunque hubieran pasado años.

Suspiré.

—Yo ya empiezo a arrepentirme.

—Bueno, si se presenta alguien con una marioneta, yo te ayudo. —Señaló hacia el pasillo que tenía detrás—. Sé dónde están todas las salidas de emergencia, así que te puedo ayudar a escapar.

Sonreí.

—Gracias.

Una pareja se sentó al otro extremo del bar, y el camarero fue a atenderlos mientras yo seguía mirando hacia la entrada. Me había sentado al final de la barra para vigilar la puerta principal y así poder ver al chico antes de que él me viera a mí. No es que planeara escabullirme si no era guapo, pero no quería que viera mi rostro de decepción si no me gustaba. Nunca se me ha dado bien ocultar lo que siento. 

Unos minutos después, la puerta del local se abrió y entró un chico guapísimo. Parecía salido de un anuncio de perfume para hombres, uno de esos en los que emergen del agua cristalina del Caribe. Me emocioné mucho, hasta que me di cuenta de que no podía ser él.

Frannie había descrito a Adam como un fanático de los ordenadores. Además, preguntara lo que preguntara sobre él, la mujer siempre respondía con un «normalito».

«¿Es alto? Normalito».

«¿Es guapo? Normalito».

«¿Está fuerte? Normalito».

Este chico era alto y corpulento, tenía los ojos azules y una mirada arrolladora, la mandíbula definida, el pelo oscuro y un poco despeinado, pero de una forma que le quedaba muy bien y, aunque llevaba una camisa sencilla y pantalones de vestir, se notaba que estaba fuerte. Frannie tendría que estar loca para pensar que un chico así era algo «normalito».

Oh.

«¡Vaya!».

Bueno, Frannie era un poco… especial. La última vez que fui a ver a mi madre a Florida fuimos a comer con ella, estaba naranja por haber usado demasiado autobronceador de la teletienda. Además, se pasó toda la tarde hablando de un viaje que había hecho a México para asistir a una convención de ovnis en Roswell.

Aunque bueno, ni siquiera eso hacía que el tío pareciera un fanático de los ordenadores. Sin embargo, examinó la sala y sonrió al verme.

«Tiene hoyuelos».

Muy marcados.

Ay, dios mío. Se me aceleró el corazón.

«¿Podía tener tanta suerte?».

Al parecer sí, porque el chico se acercó a mí. Debería haberme mostrado más distante y haber apartado la mirada, pero era imposible no fijarse en él.

—¿Adam?

Se encogió de hombros.

—Claro.

Me pareció una respuesta un poco extraña, pero el chico sonrió todavía más, y los hoyuelos hicieron que se me derritiera el cerebro.

—Encantada de conocerte. Soy Frannie. Mi madre es amiga de Georgia. —Negué con la cabeza—. No, disculpa. Georgia soy yo y mi madre es amiga de Frannie.

—Encantado de conocerte, Georgia.

Extendió la mano hacia mí y cuando se la estreché, sentí que la mía era… diminuta.

—He de confesar que no eres para nada lo que había imaginado. Frannie no te ha descrito nada bien.

—¿Soy mejor o peor de lo que esperabas?

«¿Estaba bromeando?».

—Me dijo que eras un cerebrito.

Se sentó en el taburete a mi lado.

—No suelo admitir esto en la primera cita, pero tengo una colección de figuritas de La guerra de las galaxias. —Se metió una mano en el bolsillo y sacó algo—. De hecho, casi siempre llevo una encima. Soy un poco supersticioso, y me traen suerte.

Adam abrió la mano y vi a un pequeño Yoda. Se inclinó para ponerlo delante de mí en la barra y percibí el olor de su perfume en el aire. «No solo es guapísimo, sino que además huele muy bien». Debe de tener algún defecto importante.

—A las mujeres no les suele gustar La guerra de las galaxias, no sé por qué —dijo—. O la idea de que un hombre adulto lleve encima una figurita.

—Pues a mí sí que me gusta La guerra de las galaxias.

Se puso una mano sobre el corazón.

—¿Una mujer guapa a la que le gusta La guerra de las galaxias? ¿Quieres que pasemos de todas estas formalidades y nos casemos en Las Vegas?

Me eché a reír.

—Puede, pero antes me tienes que prometer que no eres ventrílocuo.

Se dibujó una cruz sobre el corazón y dijo:

—Lo de La guerra de las galaxias es lo peor.

El camarero preguntó a Adam qué quería tomar, y me sorprendió que pidiera una Coca-Cola light. 

—¿No te vas a tomar un cóctel ni una copa de vino conmigo?

Negó con la cabeza.

—Me encantaría, pero esta noche trabajo.

—¿En serio?

Asintió.

—Ojalá no fuera así, pero no puedo quedarme mucho rato.

Pensaba que habíamos quedado para tomar una copa y cenar, pero a lo mejor Frannie se había equivocado.

—Ah, vale —respondí, con una sonrisa forzada.

No conseguí engañarlo.

—Te juro que no es una excusa. Tengo que trabajar, pero me encantaría quedarme contigo. Y como no puedo, ¿es demasiado pronto para proponerte que nos veamos otro día?

Di un sorbo al vino.

—Mmm… No sé. Por lo general, me gusta conocer a los chicos en la primera cita y asegurarme de que no son asesinos en serie o pirados. ¿Cómo voy a saber que no eres el próximo Ted Bundy si te vas tan pronto?

Adam se pasó una mano por la barbilla y miró el reloj.

—Tengo unos quince minutos. ¿Por qué no nos dejamos de cháchara y me preguntas lo que quieras?

—¿Lo que quiera?

Se encogió de hombros. 

—Soy un libro abierto, adelante.

Me bebí el vino de un trago y me giré hacia él.

—De acuerdo. Pero quiero verte la cara mientras te interrogo. Se me da fatal esconder lo que pienso, pero soy buenísima leyendo los rostros de los demás.

El chico sonrió, se giró hacia mí y me prestó toda su atención.

—Dispara.

—Vale. ¿Vives con tu madre?

—No, señora. Ni siquiera vivimos en el mismo estado. Pero la llamo cada domingo.

—¿Te han arrestado alguna vez?

—Por exhibicionismo, cuando estaba en la universidad. Estábamos haciendo las pruebas para formar parte de una fraternidad y teníamos que caminar desnudos por el centro de la ciudad. Unas chicas se acercaron a preguntarnos si sabíamos usar el hula-hop, y vi que mis compañeros seguían caminando. Pensé que eran unos gallinas, así que me detuve un momento. Sin embargo, no es que fueran unos cobardes, sino que yo había sido el único que no había visto al policía que salía de una de las tiendas de la zona.

Reí a carcajadas.

—¿Y sabes usar el hula-hop?

Me guiñó un ojo y me respondió:

—Solo cuando estoy desnudo. ¿Quieres verlo?

Sonreí todavía más.

—No hace falta, te creo.

—Qué pena.

—¿Cuándo fue la última vez que te acostaste con alguien?

Por primera vez, desapareció la sonrisa de su rostro.

—Hace dos semanas. ¿Vas a juzgarme por eso?

Negué con la cabeza.

—No. Valoro que hayas sido honesto. Podrías haberme mentido y decir que hacía mucho tiempo.

—De acuerdo. ¿Qué más?

—¿Has tenido relaciones serias?

—Dos. Una de un año en la universidad y después salí con una mujer dieciocho meses, aunque ya hace dos años que rompimos.

—¿Por qué rompisteis?

—La de la universidad porque tenía veinte años y… fue una época bastante loca. Y la de la mujer de hace un par de años porque ella quería casarse y formar una familia, pero yo no estaba preparado.

Me toqué el labio inferior con el dedo índice.

—Vaya… y sin embargo me acabas de pedir que me case contigo en Las Vegas.

Sonrió.

—Es que a ella no le gustaba La guerra de las galaxias.

Estábamos muy ocupados riéndonos para darnos cuenta de que un chico se acercaba a nosotros. Supuse que debía de conocer a Adam, así que sonreí con educación y lo miré, pero el chico se dirigió a mí.

—Siento la interrupción, ¿eres Georgia Delaney?

—Sí.

Sonrió.

—Soy Adam Foster. Frannie me enseñó una foto tuya, pero era de una fiesta de disfraces, así que no estaba seguro. —Movió la mano en círculos al lado de la cabeza—. Ibas vestida de princesa Leia y llevabas el pelo recogido a los lados, así que tenías un aspecto bastante diferente al de ahora.

Fruncí el ceño.

—¿Eres… Adam?

El chico parecía tan confundido como yo.

—Sí.

Este chico sí que encajaba con lo que esperaba: llevaba una chaqueta de tweed marrón desgastada, el pelo corto y peinado hacia un lado… Era el típico informático de oficina. Pero entonces…

Si él era Adam, ¿quién era el otro?

Miré al hombre que estaba sentado a mi lado para que me diera una explicación. En lugar de eso, me preguntó:

—¿Fuiste de Leia a una fiesta de Halloween?

—Sí, pero…

Adam, o quienquiera que fuera el chico sentado a mi lado, me puso el dedo sobre los labios para hacerme callar y se giró hacia el hombre que parecía ser mi cita.

—¿Nos das un minuto? —le preguntó.

—Eh… vale.

En cuanto el Adam normalito se alejó, cargué contra el Adam macizo.

—¿Quién demonios eres tú?

—Lo siento. Me llamo Max.

—¿Y esto de fingir que eres otro lo haces a menudo?

Negó con la cabeza.

—Es que… te he visto sentada a la barra por la ventana y tenías una sonrisa preciosa. Así que he entrado para presentarme y me he dado cuenta de que habías quedado con otra persona. Me he puesto muy nervioso, porque sabía que no ibas a hablar conmigo dado que no era Adam, así que te he seguido el rollo.

—¿Y qué habría pasado si el otro chico no se hubiera presentado? ¿Habrías seguido fingiendo en la segunda cita?

Max se pasó una mano por el pelo.

—No me lo había planteado.

Por lo general, saber que una cita me ha mentido me cabrea, pero darme cuenta de que Max no era Adam había sido más decepcionante. Teníamos mucha química y no recordaba la última vez que me había reído tanto con alguien a quien acababa de conocer.

—¿Todo lo que me has dicho ha sido mentira? ¿Incluso lo de La guerra de las galaxias?

Levantó las manos y respondió:

—Juro que solo he mentido con lo del nombre.

Suspiré.

—Bueno, Max, gracias por entretenerme un rato, pero no quiero hacer esperar al chico con el que he quedado.

Su rostro se volvió serio, pero asintió y se puso de pie.

—Encantado de conocerte. Imagino que no es buena idea que te pida el número de teléfono ahora mismo, ¿no?

Lo fulminé con la mirada.

—Pues no. Buenas noches.

Se quedó mirándome unos segundos, sacó la cartera del bolsillo y dejó un billete de cien dólares en la barra.

—Igualmente, Georgia. Me ha encantado conocerte.

Max se alejó un poco, se detuvo y volvió. Sacó la cartera del bolsillo otra vez y agarró algo que parecía una entrada y me la puso delante.

—Me encantaría volverte a ver. Si te aburres con este tío o cambias de opinión, te prometo que no te volveré a mentir. —Señaló la entrada y continuó—: Estaré en el partido de hockey en el Madison Square Garden a las siete y media, si quieres darme otra oportunidad. 

Sus palabras parecían sinceras, pero tenía una cita con otro hombre. Además, estaba muy decepcionada. Negué con la cabeza.

—Lo dudo.

Con expresión triste, Max asintió una última vez y se marchó. No había tenido tiempo de procesarlo todo, pero sentí una extraña sensación de tristeza cuando vi que salía por la puerta. En cuanto desapareció de mi vista, mi verdadera cita apareció a mi lado.

Tuve que fingir una sonrisa.

—Discúlpame. Es que… teníamos un asunto pendiente.

—Tranquila. —Sonrió—. Me alegro de que por lo menos no estuviera intentando ligar contigo y de no haber tenido que defender tu honor. Menudo tanque. —El Adam de verdad se sentó—. ¿Quieres que te pida otra copa de vino?

—Sí, por favor.

—Entonces… ¿entiendo que te gusta La guerra de las galaxias?

—¿Cómo dices? Ah, por lo del disfraz.

Adam señaló hacia la barra.

—Y por el muñequito de Yoda.

Bajé la mirada y vi que Max se había dejado la figurita. Imagino que no había mentido sobre eso, en especial porque llevaba una figurita en el bolsillo. Esperaba que no fuera solo algo que usaba para hablar con desconocidas cuando les mentía y decía ser quien no era.

***

El Adam de verdad hablaba de inteligencia artificial todo el rato.

Después de la decepción con Max intenté centrarme, pero, para cuando Adam y yo nos acabamos la copa en la barra, ya sabía que no volveríamos a quedar. Era un chico simpático, pero no conectábamos, ni física ni mentalmente. A mí no me gustaban los ordenadores ni las criptomonedas, que para él parecían ser muy importantes, y a Adam no le gustaba ninguno de mis pasatiempos, ni las excursiones, ni viajar, ni las películas en blanco y negro. ¿A quién no le gusta hartarse a palomitas y refrescos delante de una pantalla enorme? Por no mencionar que cuando le comenté de qué trabajaba me dijo que era alérgico a las flores.

Por eso, cuando el camarero se acercó con la carta de los postres, dije que no quería nada.

—¿Seguro que no quieres un café o algo? —preguntó Adam.

Dije que no con la cabeza.

—Tengo que trabajar por la mañana. Si tomo café después del mediodía, me paso la noche en vela. Pero muchas gracias.

Él asintió, pero vi que estaba decepcionado.

Una vez fuera del restaurante, se ofreció a compartir un taxi conmigo, pero yo vivía a solo ocho manzanas, así que le ofrecí la mano para que no hubiera dudas sobre cómo iba a acabar la velada.

—Ha sido un placer conocerte, Adam.

—A ti también. A lo mejor podemos… quedar otro día.

Era mucho más fácil ser directa con un tío y decirle que no quería volver a salir con él cuando era un capullo, pero siempre me había costado más darles calabazas a los majos. Me encogí de hombros y le dije:

—Bueno, a lo mejor. Que vaya bien, Adam. 

Era un día de finales de abril, pero el invierno no cedía y parecía que nunca iba a llegar la primavera. Una ráfaga de viento me envolvió mientras esperaba en la intersección, en la esquina del restaurante. Me metí las manos en los bolsillos para calentarlas y noté algo puntiagudo en los dedos. Lo saqué para ver qué era. 

Yoda.

Tenía las orejas de plástico redondeadas, pero la de la izquierda estaba astillada. Se me había olvidado de que lo había guardado en el bolsillo cuando habíamos dejado la barra para ir a la mesa. Miré el muñeco y suspiré. «¿Por qué tu dueño no podía ser mi cita de hoy?».

Hacía mucho tiempo que no sentía mariposas en el estómago, desde el día que conocí a Gabriel. Así que pensé que, a lo mejor, encontrar a Yoda en el bolsillo era una señal. El semáforo cambió de color y seguí caminando unas cuantas manzanas más, perdida en mis pensamientos. 

¿Importaba de verdad que se hubiera hecho pasar por otro? Si me había dicho la verdad, había fingido ser otro solo para que hablara con él. Seamos sinceros, si se hubiera acercado y presentado como Max, no lo habría invitado a sentarse conmigo. Habría sido amable y le habría dicho que estaba esperando a alguien, con independencia de lo guapo que fuera, así que supongo que no lo culpaba.

Me detuve en otro semáforo en el paso de peatones de la calle Veintinueve, esta vez en la esquina con la Siete, para dirigirme a mi apartamento en la Segunda Avenida. Mientras esperaba, miré a la derecha y vi el cartel de neón del Madison Square Garden. Definitivamente, eso sí que era una señal. Después de encontrarme a Yoda y de pasar justo por delante del lugar donde el Adam falso me había dicho que estaría… Puede que fuera incluso más que una señal.

Comprobé la hora en el móvil. Pasaban veinte minutos de las ocho. Me había dicho que estaría allí a las siete y media, pero los partidos duraban un par de horas. «¿Debería acercarme?».

Me mordí el labio y vi que el semáforo se ponía en verde. La gente empezó a caminar a ambos lados… pero yo me quedé allí plantada, mirando a Yoda.

«A la mierda». 

«¿Por qué no?».

«¿Qué puedo perder?».

En el peor de los casos, sentiría que la conexión que habíamos tenido al principio se había apagado o descubriría que mentir era uno de los pasatiempos del Adam falso. O, a lo mejor… esa chispa que sentíamos me proporcionaría la distracción que buscaba. No lo sabría a menos que lo intentara.

La mayor parte del tiempo, soy bastante tradicional cuando se trata de elegir a un hombre. Y mira cómo he acabado: soy una mujer de veintiocho años adicta al trabajo que va a citas a ciegas con los familiares de la amiga de mi madre. Así que decidí probar.

En cuanto tomé la decisión, me moría de ganas de llegar. Casi corrí al Madison Square Garden, y eso que llevaba los zapatos de tacón del trabajo. En el interior, le enseñé la entrada que me había dado a un acomodador que estaba en esa sección, y él se ofreció a acompañarme hasta mi asiento.

Mientras bajaba por las escaleras del estadio, miré a mi alrededor y me di cuenta de que iba demasiado arreglada. La mayoría de la gente iba con camisetas y vaqueros, incluso había unos cuantos tíos sin camiseta y con el torso pintado. Sin embargo, yo iba con una camisa de seda de color crema, una falda de tubo roja y mis tacones favoritos de Valentino. Por lo menos, Max también llevaba ropa bastante formal.

No me había fijado en el número de fila que ponía en la entrada antes de enseñársela al acomodador, pero debía de tener un asiento bastante bueno, porque no hacía más que bajar y acercarme a la pista de hielo. Cuando llegamos a la primera fila, el chico señaló con la mano y me dijo:

—Es aquí. El asiento dos es el siguiente.

—Vaya, en primera fila, justo en el centro y delante de la línea de medio campo.

Él sonrió.

—En hockey lo llamamos «zona neutral».

—Ah… vale. —Vi que el asiento que había junto al mío estaba vacío y no había ni rastro de Max por ninguna parte—. ¿Ha visto por casualidad a la persona que se sienta en la primera butaca? —pregunté.

El acomodador se encogió de hombros y me respondió:

—No estoy seguro, pero creo que no ha llegado nadie todavía. Disfrute del partido, señorita. 

El chico se fue y yo me quedé mirando los dos asientos vacíos. No había tenido en cuenta que podría pasar esto, que me podían dejar plantada. De hecho, no sé si se consideraba dejar plantado cuando la otra persona no sabía si ibas a ir o no. No estaba segura, pero ya me encontraba allí, así que pensé que lo mejor sería sentarme y ver si Max aparecía. Había dicho que tenía que trabajar, así que a lo mejor llegaba tarde, o puede que ya estuviera allí y que hubiera ido al lavabo o a comprar una cerveza.

Cuando me senté, la mujer que tenía al otro lado me sonrió.

—Hola. ¿Has venido a ver a Yearwood? Hoy está que se sale, ya ha marcado dos veces. Aunque es poco probable que se quede la temporada que viene. Una pena.

Negué con la cabeza.

—Ah. No, es la primera vez que vengo a ver un partido de hockey, pero he quedado con alguien. —Cuando acabé de decirlo, dos chicos chocaron con el muro de cristal justo delante de mí. Pegué un bote, y la mujer se echó a reír mientras los jugadores se alejaban patinando.

—Esto pasa muy a menudo. Te acostumbrarás. —Alargó la mano hacia mí—. Soy Jenna, por cierto, la mujer de Tomasso. —Señaló hacia la pista de hielo—. El número doce. 

—Vaya. Pues estoy sentada al lado de la persona indicada para mi primer partido. —Me llevé la mano al pecho y dije—: Yo me llamo Georgia.

—Pues si quieres que te explique cualquier cosa, avísame, Georgia.

Pasé los siguientes veinte minutos intentando seguir el partido, pero no podía dejar de mirar hacia las escaleras para ver si llegaba Max. Por desgracia, no lo hizo, y sobre las nueve me di cuenta de que había perdido el tiempo. Como tenía reuniones a primera hora de la mañana, decidí marcharme. En el reloj del estadio ponía que quedaba menos de un minuto para que acabara la segunda parte, así que esperé hasta el final para no molestar a los espectadores subiendo por las escaleras. Los hinchas parecían estar disfrutando mucho del partido.

Cuando faltaban nueve segundos para el final, uno de los jugadores marcó un gol y el público enloqueció una vez más. Todo el mundo se puso en pie, así que hice lo mismo y aproveché para ponerme la chaqueta. Me incliné hacia la mujer que tenía al lado y le dije:

—Creo que el chico con el que había quedado no va a venir, así que me voy a ir. Buenas noches.

Pero justo en el momento en el que me empecé a girar, vi algo en la pantalla gigante que captó mi atención. El jugador que había marcado levantó el stick para celebrar el gol mientras sus compañeros le daban golpes en la cabeza. El casco le cubría gran parte de la cara, pero esos ojos… «Yo he visto esos ojos antes». El jugador se quitó el protector bucal, lo agitó con el brazo en el aire y sonrió a la cámara.

«Esos hoyuelos».

Esos hoyuelos tan marcados.

Abrí los ojos de par en par.

No… no podía ser.

Seguí mirando la pantalla con la boca abierta hasta que dejaron de enfocarlo.

La mujer a mi lado dejó de animar y me dijo:

—¿Ves? Ya te había dicho que hoy está imparable. Para ser la primera vez que vienes a un partido de hockey, has elegido el mejor. No se ven muchos hat tricks en un solo tiempo, pero Yearwood está haciendo su mejor temporada, es una pena que los demás jugadores no le sigan el ritmo.

—¿Yearwood? ¿Ese es el chico que acaba de marcar? 

Jenna se rio al oír la pregunta.

—Sí. Es el capitán del equipo y probablemente el mejor jugador de la liga hoy en día. Lo llaman «El guaperas» por motivos más que evidentes. 

—¿Cómo se llama?

—Max. Pensaba que ya lo conocías, como estás en sus asientos…

***

—Oye, guaperas, ¿buscas a alguien?

Al salir de los vestuarios, Max había mirado a ambos lados, pero no se había dado cuenta de que lo estaba esperando sentada en el banco de delante de la entrada.

Sonrió cuando me vio y se le iluminó la cara mientras se acercaba. Sabía que había ido al partido, porque justo antes del descanso del segundo periodo se había acercado a sus asientos y había golpeado el cristal. Lo que no sabía era que Jenna, la mujer que estaba sentada a mi lado, me había dado su pase de acceso ilimitado para que pudiera ir a los vestuarios y saludarlo al final del partido.

—Me has esperado…

Me metí la mano en el bolsillo, saqué la figurita de Yoda y extendí mi mano.

—Tenía que devolvértela. Has dicho que eras supersticioso.

Cogió la figurita y me la volvió a meter en el bolsillo de la chaqueta. Entrelazó sus dedos con los míos y me dijo:

—Sí que lo soy. Y acabo de jugar el mejor partido de mi carrera. Así que ¿sabes dónde tiene que estar Yoda a partir de ahora cuando juegue?

—¿Dónde?

—En el bolsillo de la chaqueta de mi chica, mientras contempla el partido desde mis asientos.

—Ah, así que ahora soy tu chica, ¿no?

Balanceó nuestras manos entrelazadas.

—Bueno, puede que todavía no. Pero la noche es joven.

—Eh… ya son casi las once, y mañana por la mañana tengo que trabajar.

Max me miró fijamente a los ojos y sentí que se me aceleraba el corazón.

Se llevó nuestras manos entrelazadas a los labios y besó el dorso de la mía.

—Me alegro de que estés aquí —dijo—, no sabía si vendrías.

—¿En serio? —Incliné la cabeza hacia un lado—. Pues no sé por qué tengo la sensación de que siempre consigues lo que quieres.

—¿Y eso es malo? A lo mejor es porque no me rindo con facilidad. No me importa luchar por lo que quiero.

—Y dime, ¿tuviste que luchar mucho para conseguir la atención de la mujer con la que te acostaste hace un par de semanas?

Max soltó una risita y negó con la cabeza.

—Veo que eres de las que dan guerra, ¿eh?

—¿Y si te digo que no me voy a acostar contigo solo porque me digas un par de cosas bonitas?

Arquea una ceja.

—¿No te vas a acostar conmigo nunca?

Reí.

—Ya sabes qué quiero decir.

—No pasa nada, no tengo prisa. Pero tómate aunque sea una copa conmigo.

Sonreí.

—Pero solo una. Que tengo que madrugar.

—De acuerdo. Me conformo con eso. —Me rodeó los hombros con el brazo y empezamos a caminar—. Aunque tengo que advertirte de que, salga por la puerta que salga, siempre hay unos cuantos seguidores esperando para que les firme unos autógrafos. Me sabe mal ignorarlos, así que puede que tardemos un poco en irnos.

Me gusta que sea el tipo de persona que se detiene por sus admiradores.

—De acuerdo.

En cuanto salimos, la gente empezó a gritar su nombre, y no eran solo unos cuantos seguidores. Los miembros del equipo de seguridad nos protegían a ambos lados mientras Max firmaba autógrafos sin parar. Algunas personas le pidieron que se hiciera fotos con ellas, y él se inclinaba y sonreía para las cámaras. Sin duda, esos hoyuelos estaban muy bien aprovechados. Hubo quien le profesó amor eterno, otros le hicieron preguntas sobre el partido. Max se lo tomó con calma y respondió de buen rollo. La muchedumbre no empezó a disminuir hasta al cabo de una media hora. Cuando nos acercamos a los últimos, un chico que debía de tener unos dieciocho años me señaló con la barbilla mientras Max le firmaba un autógrafo y le preguntó:

—¿Es tu novia? Está buena.

Max se detuvo en medio de la firma y lo fulminó con la mirada.

—Oye, no te pases. No faltes al respeto a las mujeres, y mucho menos a esta. Puede que sea la futura señora de Yearwood. —Me miró rápidamente a los ojos y continuó—: Aunque todavía no lo sabe. 

Capítulo 2

Georgia

—¿Y a qué se dedica mi amuleto de la suerte? Espera, no me lo digas… 

Max alargó el brazo y me limpió la comisura del labio con el pulgar. Me enseñó el azúcar del borde de la copa de mi lemon drop Martini y se lamió el dedo con una sonrisa traviesa que me provocó un cosquilleo entre las piernas. 

Di otro trago a la bebida para relajarme antes de responder.

—Qué interesante. ¿A qué crees que me dedico?

Me recorrió el atuendo con la mirada. Era casi la una de la madrugada, habíamos caminado hasta el primer bar que habíamos encontrado y nos habíamos sentado en la mesa más apartada, en la esquina trasera. Todavía llevaba la ropa del trabajo porque había ido de la oficina a la cita y luego al partido.

—Vistes elegante, pero sexy —dijo. Se inclinó hacia un lado para mirarme los pies—. Y llevas unos zapatos supersexys que no creo que sean muy cómodos si tienes que pasarte todo el día de pie, así que supongo que trabajas en una oficina o algo parecido. Has salido antes del trabajo para ir a la cita, así que lo más probable es que seas la jefa y te organices el horario como quieras. Además, has dejado plantada a tu cita para ir a un partido, aunque has dicho que no tienes ni idea de hockey, y no sabías que yo era uno de los jugadores. Es decir, que trabajas en algo bastante arriesgado o en algo para lo que tienes que ser bastante optimista.

Puse cara de impresionada.

—Continúa.

Se acarició la barba, que, sin duda, se había vuelto más oscura en las pocas horas que habíamos pasado separados.

—Creo que eres abogada o ejecutiva en una empresa de publicidad.

Negué con la cabeza.

—Ibas bastante bien.

—¿Me he acercado?

—Bueno, es cierto que últimamente paso la mayor parte del día sentada y que decido mis horarios. Y supongo que crear mi propia empresa fue arriesgado. Soy la dueña de Eternity Roses.

—¿Eternity Roses? Me suena mucho…

—Es curioso, aunque nunca había estado en un partido de hockey, teníamos carteles publicitarios en el Madison Square Garden. Vendemos rosas que duran un año e incluso más. Puede que hayas visto las vallas publicitarias.

—¿Son esas en las que sale un tío durmiendo en el sofá?

Sonreí.

—Sí. Mi amiga Maggie se encarga de la publicidad. Se le ocurrió la idea porque siempre mandaba a su futuro exmarido a dormir al sofá cuando se enfadaban y él siempre le regalaba ramos de flores para disculparse.

—Le compré un ramo de los tuyos a mi cuñada. La última vez que estuve en su casa, mi hermano y yo le rompimos una silla haciendo el tonto, pero no me dejó que se la pagara, así que le mandé uno de esos ramos grandes y redondos que parecen una sombrerera. La página web también es graciosa, ¿verdad? Recuerdo que había una sección con sugerencias de mensajes para cuando te peleas con tu pareja. Puse uno de los textos predeterminados en la tarjeta que mandé junto a las rosas.

Asentí.

—Cuando empecé la empresa, una de mis tareas favoritas era la de escribir los mensajes, pero ahora los actualizamos tan a menudo que no me da tiempo.

—Está muy bien. Aunque tengo que decir… que era todo carísimo. Si no me equivoco, el ramo que compré me costó unos seiscientos dólares.

—¿A tu cuñada le gustaron?

—Le encantaron.

—Pues las rosas normales solo duran una semana. Si compraras una docena de rosas, que eran las que venían en el ramo que le mandaste, te gastarías por lo menos doscientos cincuenta dólares. Si se las mandaras una vez a la semana, te gastarías, en un año, unos trece mil dólares, así que seiscientos no son nada.

Max sonrió.

—¿Por qué tengo la sensación de que has dicho eso cientos de veces?

Reí.

—Porque es cierto.

—¿Y cómo acabaste en ese mundo?

—Siempre supe que quería crear una empresa, aunque no sabía de qué tipo. Mientras me sacaba la carrera y el máster, trabajé de florista. Uno de mis clientes favoritos era el señor Benson, un hombre de ochenta años que venía todos los lunes del primer año que estuve trabajando allí para comprarle flores a su mujer. Le había regalado rosas frescas cada semana durante los cincuenta años que llevaban casados. Durante mucho tiempo, él mismo había plantado las rosas en el invernadero que tenían en el jardín, pero a su mujer le dio un derrame cerebral y se mudaron a una residencia porque él solo no podía hacerse cargo de ella. Fue entonces cuando empezó a comprarle las rosas cada semana en la floristería. Un día me dijo que iba a tener que empezar a regalarle flores una vez al mes porque tenía que pagar una parte de los medicamentos de su esposa y eran muy caros. Me dijo que sería la primera vez en más de medio siglo que su mujer no tenía rosas frescas en la mesita de noche. Empecé a investigar cómo alargar la vida de las flores con la esperanza de que los ramos de la señora Benson duraran más entre las visitas a la tienda. Aprendí mucho sobre el proceso de conservación y así fue como empecé. Acabé abriendo una tienda en línea donde vendía los ramos que hacía en casa. Los comienzos fueron duros, hasta que una famosa con más de doce millones de seguidores en Instagram compró un ramo y lo compartió en la red social diciendo que le encantaba. A partir de ese momento, las ventas empezaron a aumentar, y en un mes tuve que dejar de hacer los ramos en el comedor y la cocina y mudarme a una tiendecita. Y ahora, unos cuantos años después, tenemos tres plantas de producción, ocho tiendas y acabamos de adquirir la licencia para vender en Europa.

—Caray —exclamó Max, sorprendido—. ¿Lo hiciste todo tú sola?

Asentí, orgullosa.

—Sí. Bueno, con Maggie, mi mejor amiga. Ella me ayudó con todo y ahora es propietaria de una parte de la empresa. No podría haberlo hecho sin ella.

Echó un vistazo por encima de su hombro y miró a su alrededor.

—¿Guapa e inteligente? Seguro que hay un montón de chicos que se mueren de envidia de que esté sentado contigo ahora mismo.

Aunque se suponía que era un cumplido y que pretendía ser gracioso, dejé de sonreír por primera vez en toda la cita. La realidad de por qué estaba en una cita me golpeó sin piedad. Me había dejado llevar por la emoción de la velada y no le había contado a Max lo de Gabriel. Frannie había puesto a Adam al corriente, así que no había tenido que pensar en cómo sacar el tema, pero la oportunidad de contárselo a Max se me había presentado en bandeja de plata, y pensé que era el momento de decírselo.

Sonreí, pensativa.

—A ver… tengo que ser sincera contigo, estoy medio saliendo con alguien.

Max agachó la cabeza y se llevó una mano al corazón.

—Por un momento, he pensado que la flecha había sido de Cupido. Me has hecho daño, Georgia.

Reí ante su dramatismo.

—Lo siento, es un poco raro tener que sacar el tema, pero he pensado que es mejor ser sincera con mi situación.

Max suspiró.

—Cuéntame más. ¿Qué rollo te llevas con ese tío al que le voy a romper el corazón?

—Bueno, es que… —Vaya. No era algo sencillo de explicar—. Supongo que podemos decir que tengo una relación abierta.

—¿Supones? —preguntó, con una ceja arqueada.

—No, perdona… —respondí, asintiendo—. No lo supongo, tengo una relación abierta.

—¿Y por qué me parece que es algo más complicado que una relación abierta?

Me mordí el labio inferior.

—Estábamos prometidos.

—¿Y ya no?

Negué con la cabeza.

—Es una historia complicada, pero creo que es mejor que te la cuente.

—Vale…

—Conocí a Gabriel en el máster de Administración de Empresas. Él daba clases de Filología Inglesa en la Universidad de Nueva York, y yo estaba estudiando allí, en la Escuela de Negocios Stern. Cuando nos conocimos, él acababa de empezar a escribir una novela y, aunque daba clases para pagar las facturas, quería ser escritor. Finalmente, vendió el libro a una editorial que compró también los derechos para el siguiente, aunque todavía no lo había escrito. Nos prometimos. Todo iba bien hasta hace un año, más o menos, cuando el libro se publicó. No se vendieron muchos ejemplares, de hecho, fue un gran fracaso de ventas y recibió muy malas críticas. Gabriel se deprimió bastante y, al poco tiempo, se enteró de que sus padres no eran sus padres biológicos, sino que lo habían adoptado. Después, su mejor amigo desde el instituto falleció en un accidente de coche. —Suspiré—. Bueno, en pocas palabras, Gabriel se sentía totalmente perdido y decidió ir a trabajar durante dieciséis meses como profesor invitado a una universidad de Inglaterra. Ni siquiera me lo comentó antes de aceptar el puesto. Me dijo que quería encontrarse a sí mismo y, después de todo por lo que había pasado, le entendí. Sin embargo, unos días antes de que se marchara, recibí otra sorpresa: me dijo que quería mantener una relación abierta mientras estuviera en el extranjero.

—¿Y las cosas os iban bien antes de todo esto?

—Pensaba que sí. Paso muchas horas trabajando, más de las necesarias, o más de las que debería, y a veces Gabriel se quejaba de que trabajaba demasiado. Creo que era el motivo principal de nuestras discusiones. Pero si preguntas para saber si nos pasábamos el día discutiendo, no éramos de esas parejas.

Max se pasó el pulgar por el labio inferior.

—¿Cuánto tiempo hace que se marchó?

—Ocho meses.

—¿Y os habéis visto alguna vez en estos ocho meses?

—Solo una. Hace unas seis semanas. Abrí una franquicia de la tienda en París, así que fui para la inauguración y pasamos el fin de semana juntos.

—¿Y los dos habéis estado saliendo con otras personas estos meses?

Negué con la cabeza.

—Parece que él sí, pero yo casi nada. —Me volví a morder el labio—. De hecho, Adam ha sido la segunda cita que he tenido en años. La primera fue un chico de Tinder con el que quedé hace dos semanas y no pasamos del café. Para ser sincera, ni siquiera quería salir esta noche, pero me estoy esforzando mucho por cambiar algunas cosas importantes en mi vida ahora que estoy sola. Así que he hecho una lista de cosas que he ido posponiendo y, como salir con chicos era la primera, me he obligado a ir a la cita.

Max me miró a los ojos con indecisión.

—¿También te has obligado a venir al estadio?

—No, al revés. Estaba intentando no ir.

—¿Por qué?

Me encogí de hombros.

—No lo sé.

Me siguió mirando.

—¿Cuándo volverás a verlo?

—No tenemos planes de volver a quedar en persona hasta que deje de trabajar en Londres y regrese a Nueva York. Así que supongo que en diciembre, cuando vuelva.

—¿Esto lo haces para vengarte de él porque ha salido con otras chicas o porque quieres ver qué otras opciones tienes?

Esa era una muy buena pregunta, pero no tenía una respuesta para ella. La relación con Gabriel estaba en una zona gris y yo era una chica de blanco o negro. Sabe Dios que ya había sufrido suficiente con algunas decisiones que había tomado por Gabriel, como para acabar cuestionándome todas y cada una de las cosas que había decidido.

Miré a Max a los ojos:

—Sinceramente, no sé lo que quiero. —Incliné la cabeza hacia un lado—. ¿Te supone un inconveniente?

Vi que una sonrisa se formaba poco a poco en su rostro.

—Solo quiero saber en qué me estoy metiendo. —Alargó el brazo y me tomó la mano, entrelazando sus dedos con los míos. Sus ojos brillaban cuando me dijo—: Pero acepto el reto.

Me eché a reír.

—Veo que eres difícil de convencer.

—No puedo evitarlo. Quiero saberlo todo sobre ti.

Entrecerré los ojos y pregunté:

—¿Por qué?

—No tengo ni la más remota idea. Pero así es.

—¿Qué quieres saber?

—Todo. Lo que sea.

—¿Como por ejemplo?

Se encogió de hombros y continuó:

—Has dicho que hay veces que trabajas más de lo necesario. ¿Por qué sigues trabajando tanto si no te hace falta?

Sonreí con tristeza.

—Le he dado muchas vueltas porque era algo sobre lo que discutíamos mucho. Creo que trabajo tanto porque siempre lo he necesitado. Soy disléxica, así que he trabajado más que los demás desde que iba a la escuela. Si mis amigos hacían un ejercicio de lectura en veinte minutos, a mí me llevaba por lo menos una hora, así que estoy acostumbrada a tener que esforzarme más. Además, siempre analizo las cosas hasta la saciedad, cosa que me ocupa más tiempo, y soy muy competitiva, a veces es hasta molesto. Pero también me encanta mi empresa y disfruto viendo cómo evoluciona con mi esfuerzo. Dicho eso, hace cuatro meses contraté a una jefa de operaciones para poder trabajar menos cuando me apetezca. Mi madre está cada vez más mayor y vive en Florida, quiero visitarla más a menudo. Y me encanta viajar. Pensé que Gabriel se alegraría, pero ya sabemos cómo ha acabado ese tema.

—Trabajar mucho cuando te encanta tu trabajo no tiene nada de malo. Es probable que, si no lo hubiéramos hecho, no habríamos llegado tan lejos. Por lo menos, yo, no.

—Gracias.

—Y ser competitivo es bueno porque te ayuda a mejorar.

Negué con la cabeza.

—Ni siquiera mis amigos quieren jugar a juegos de mesa conmigo, y me han prohibido participar en la búsqueda de huevos de Pascua en la comunidad donde vive mi madre por… —Levanté las manos y abrí comillas con los dedos— por un «incidente» con un niño de nueve años demasiado sensible al que hice llorar sin querer.

Max sonrió.

—Pues sí que es para tanto.

Limpié la condensación de la base de la copa con el dedo.

—Estoy intentando encontrar un término medio. Hace unos meses fui a un retiro de meditación de cuatro días para aprender a relajarme.

—¿Y cómo fue?

Se me crispó el labio.

—Me fui un día antes de que acabara.

Max se echó a reír.

—¿Qué hay de tu familia? ¿Tienes muchos hermanos?

—No, soy hija única. Mis padres me tuvieron cuando eran mayores. Se casaron a los treinta y acordaron que no tendrían hijos, así que mi padre se hizo una vasectomía al poco tiempo de casarse. A los cuarenta y dos años, mi madre se quedó embarazada. Parece que las vasectomías no son seguras al cien por cien. El médico corta los conductos deferentes, pero en algunos casos pueden volver a crecer y a conectarse. Se llama recanalización.

—Joder. —Max se movió en la silla.

Reí.

—¿Acabas de juntar las piernas?

—Ya te digo. Solo con oír que te cortan algo ahí abajo se me pone el cuerpo a la defensiva. ¿Cómo se tomaron la noticia a los cuarenta años?

—Mi madre se quedó en shock, pero cuando escuchó el latido en la primera cita con el médico, supo que era el destino. Mi padre no estaba tan contento. Había vivido una infancia muy dura y tenía motivos para no querer formar una familia, así que se fue y tuvo un lío con una tía que se había hecho una ligadura de trompas. Acabaron divorciándose cuando yo tenía dos años. No tengo mucha relación con mi padre.

—Lo siento.

Sonreí.

—Gracias. Aunque no hay nada que sentir, suena más triste cuando cuento la versión abreviada. Mi madre es una supermamá, así que nunca sentí que me faltara nada. Se jubiló hace dos años y se mudó a Florida. Y cuando era niña, a veces veía a mi padre. ¿Y tú? ¿Tienes una familia grande?

—Soy el pequeño de seis hermanos, somos todos chicos. —Negó con la cabeza—. Mi pobre madre. Creo que nos cargamos todos los muebles de casa por lo menos una vez haciendo el tonto.

—Ya… ¿igual que la silla de tu cuñada?

—Exacto.

—Antes, cuando te he preguntado si vivías con tu madre, me has dicho que ni siquiera vivís en el mismo estado. ¿Eso quiere decir que no eres de Nueva York?

—No. Nací en Washington, pero hace tiempo que no vivo allí, me fui de casa cuando tenía dieciséis años y me mudé con una familia de Minnesota para jugar al hockey. Luego me mudé a la costa este para jugar con el equipo de la universidad de Boston y luego a Nueva York para jugar en los Wolverines.

—Y ¿cómo es la vida de un deportista profesional?

Max se encogió de hombros y dijo:

—Me gano la vida jugando a un deporte que me encanta, es como un sueño hecho realidad. La gente dice que Disney es el mejor lugar del mundo, pero yo prefiero mil veces los vestuarios después de ganar un partido.

—¿Si tuvieras que ponerle una pega? Hasta los mejores trabajos tienen pegas.

—Perder un partido no mola nada. Y mi equipo ha perdido bastantes en estos dos últimos años. Cuando me ficharon, el equipo estaba pasando por una buena racha y llegamos a la ronda eliminatoria en mi primer año. Sin embargo, entre las lesiones y los malos intercambios de jugadores, estos últimos años han sido difíciles. Es un deporte de equipo, así que requiere de algo más que la racha de un solo jugador. Además, se viaja mucho. Una temporada tiene ochenta y dos partidos, sin contar las eliminatorias, y la mitad de los partidos son fuera de casa. Creo que veo al dentista del equipo más que el interior de mi apartamento.

—Ostras, sí que son muchos viajes.

Max se había pedido un ron con Coca-Cola y agua. Supuse que se tenía que hidratar después del partido, pero me di cuenta de que aún no había tocado el ron, y llevábamos tanto tiempo sentados que el hielo se le había derretido. Señalé el vaso pequeño y le dije:

—No has bebido nada.

—No bebo alcohol cuando tengo que entrenar o jugar al día siguiente.

Fruncí el ceño.

—Entonces, ¿por qué te lo has pedido?

—He pensado que, a lo mejor, si veías que no pedía nada, tú tampoco lo harías.

Sonreí.

—Qué considerado. Gracias.

—Cuéntame cómo ha ido la cita. ¿Era tan soso como parecía o es solo que no se podía comparar con el chico al que has conocido justo antes? —preguntó, guiñándome el ojo. 

—El Adam de verdad ha sido muy majo.

—¿Majo? —Sonrió todavía más—. O sea, que ha sido una mierda, ¿no?

En la mesa, delante de mí, había una servilleta. La cogí, hice una bola con ella y se la lancé. Él la pilló en el aire.

—Bueno, ya basta de interrogarme. Ahora me toca a mí preguntar —dije—. Háblame de la última mujer con la que te acostaste. ¿Estabas saliendo con ella?

—Solo fue un rollo. Para los dos.

—Ajá. —Di un trago a la bebida—. Ya que has sacado el tema, ¿sueles tener muchos líos? Es decir, eres un deportista profesional, eres guapo y viajas mucho.

Max me observó.

—Te he dicho que si me dabas otra oportunidad, no volvería a mentirte, pero tampoco quiero contarte algo que no te gustaría. Así que solo diré que no me cuesta encontrar a alguien para pasar el rato cuando me apetece. Pero que lo tenga fácil y que haya pasado muchos años soltero no quiere decir que lo haga siempre. Estoy convencido de que, si entraras en cualquier bar de la ciudad, saldrías acompañada, si quisieras. Pero eso no implica que lo vayas a hacer si estás con alguien, ¿no?

—Supongo que no. —Me encogí de hombros—. Pero seguro que tienes algún fallo. Dime cuáles son tus peores defectos.

—Madre mía —dijo, suspirando profundamente—. Ya veo que intentas encontrar una excusa para no casarte conmigo, ¿eh?

—Si todo lo que me has contado es cierto, eres demasiado perfecto para ser real. No puedes culparme por pensar que hay gato encerrado. 

Se acarició el labio inferior con el pulgar, se incorporó en el asiento y apoyó los codos en la mesa.

—De acuerdo. Te contaré algunos de mis trapos sucios, pero luego quiero que tú me cuentes los tuyos. 

Reí y acepté:

—De acuerdo, trato hecho.

—Sellémoslo con un apretón de manos. —Alargó el brazo hacia mí y cuando nuestras manos se tocaron, tomó la mía y dijo, sin soltármela—: Ay, qué monada, quieres agarrarme de la mano.

Negué con la cabeza y le dije:

—Corta el rollo y confiesa, guaperas. ¿Cuál es tu defecto?

El rostro del chico se volvió serio.

—Puedo ser un poco obsesivo y algo compulsivo. Lo que para la mayoría de la gente suele ser un impulso, para mí se convierte en una especie de instinto. Me olvido del resto de cosas en mi vida y a veces, cuando quiero algo con muchas ganas, ignoro mi salud e incluso a la gente que me rodea.

—Bueno… vale, supongo que tiene sentido si tenemos en cuenta a qué te dedicas. Eres el primer deportista profesional al que conozco, pero imagino que ese impulso ferviente es parte de lo que os ha ayudado a llegar hasta donde estáis.

—También tengo una personalidad adictiva. El hockey es mi droga favorita, pero también es el motivo por el que no bebo, ni tomo drogas ni apuesto. En la universidad, acumulé una deuda de veinte mil dólares con un corredor de apuestas. Mi hermano mayor tuvo que rescatarme, después de presentarse en Boston y darme una buena tunda.

—Madre mía. ¿Tu hermano es muy grande?

Max rio.

—Soy uno de los más pequeños.

—Vaya.

—Bueno… ¿He conseguido asustarte ya? Por ahora has logrado que confiese que me he liado con una tía hace poco, que me arrestaron por hacer hula-hop desnudo, que tengo una personalidad adictiva y que a veces, cuando me centro en el hockey, olvido que el mundo existe. ¿Qué será lo siguiente? ¿Confesar que le tengo fobia a los lagartos y que me meé en los pantalones cuando tenía nueve años porque mis hermanos me escondieron seis camaleones en la cama?

—Dios mío, ¿lo dices en serio?

Max agachó la cabeza.

—Sí. Pero en mi defensa diré que un niño de cuatro años no tendría que ver Godzilla porque lo puede traumatizar.