La tormenta de nieve - Lev Tolstói - E-Book

La tormenta de nieve E-Book

Lev Tolstói

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Beschreibung

En un momento de notable crisis espiritual, Tolstói, basándose en la experiencia real de un viaje que emprendiera dos años antes, escribe "La tormenta de nieve" (1856). Con una muy fuerte carga metafísica, nos describe, al amparo de las condiciones externas, un sueño y la presencia de la muerte, el punto de inflexión entre el conformismo y el coraje. Memorable y entrañablemente poética, esta narración a medio camino entre la alegoría y el diario nos habla de la toma de conciencia de uno mismo y de sus retos. "Una novela corta de gran carga poética". Ángel Vivas, El Mundo "De esta narración convulsa se desprende un hálito, una fuerza que producirá grandes obras". El Placer de la Lectura

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LEV TOLSTÓI

LA TORMENTA DE NIEVE

TRADUCCIÓN DEL RUSO DE SELMA ANCIRA

A C A N T I L A D O

BARCELONA 2011

I

Pasadas las seis de la tarde, tras haber bebido té hasta la saciedad, salí de una estación que no recuerdo ahora cómo se llamaba, pero sí recuerdo que no estaba lejos de Novocherkask, en tierras de los cosacos del Don. Ya había oscurecido cuando, cubriéndome bien con un grueso abrigo de piel y una manta, me senté en el trineo al lado de Alioshka. Parecía que más allá de la estación de postas el tiempo fuese templado y tranquilo. Aunque no caía nieve, no se veía ni una sola estrella y el cielo daba la impresión de estar extraordinariamente bajo y negro, si se comparaba con la inmaculada llanura nevada que se extendía frente a nosotros.

Apenas habíamos dejado atrás las oscuras siluetas de los molinos—uno de ellos movía torpemente sus enormes aspas—y la stanitsa,1 cuando me di cuenta de que el camino se volvía más difícil, había más nieve acumulada, el viento me golpeaba con mayor fuerza por el lado izquierdo, hacía ondear las colas y las crines de los caballos de ese lado y, tozudo, hacía revolotear la nieve que levantaban los patines del trineo y las pezuñas de los caballos. La campanita se oía cada vez menos, un hilo de aire helado se coló por una minúscula abertura en una de las mangas de mi abrigo, recorriéndome la espalda, y en ese momento recordé que el maestro de postas me había aconsejado no viajar, porque corría el riesgo de errar la noche entera y acabar congelado por el camino.

—No iremos a extraviarnos, ¿verdad?—le pregunté al cochero. Pero, al ver que no me respondía, formulé la pregunta con más claridad—: ¿Qué, llegaremos a la estación, cochero? ¿No nos perderemos?

—Dios dirá—me respondió, sin volver la cabeza—, mira qué está haciendo el viento con la nieve: ya no se vislumbra ni el camino. ¡Dios Todopoderoso!

—Sería mejor que me dijeras si crees que podrás depositarme sano y salvo en la siguiente estación de postas o no—continué preguntando—. ¿Llegaremos?

—Deberíamos llegar—dijo el cochero, y siguió balbuciendo alguna cosa que yo ya no logré oír a causa del viento.

No tenía ningunas ganas de volver, pero la perspectiva de pasar la noche entera errando en el frío y la ventisca en medio de una estepa absolutamente desnuda, como es esa parte de las tierras de los cosacos del Don, me parecía muy poco atractiva. Además, pese a que en la oscuridad no podía verlo demasiado bien, mi cochero, no sé por qué, ni me despertaba simpatía ni me inspiraba confianza. Se había sentado justo en el centro del pescante y con las piernas recogidas, en vez de dejarlas colgando en el extremo; tenía una estatura excesiva, una voz perezosa, una gorra que no parecía de cochero: era demasiado grande y le resbalaba ya de un lado, ya del otro; y además azuzaba a los caballos no como hay que azuzarlos, sino sosteniendo las riendas con ambas manos, como lo hubiera hecho un lacayo de haberse sentado en el pescante en lugar del cochero, y, lo principal, algo me impedía tenerle confianza porque llevaba las orejas cubiertas por un pañuelo. En una palabra, aquella espalda seria y encorvada que tenía yo permanentemente enfrente ni me gustaba ni me prometía nada bueno.

—Yo creo que lo mejor sería volver—me dijo Alioshka—, ¡con este tiempo no tiene gracia andar dando vueltas!

—¡Dios Todopoderoso! ¡Qué vendaval! Ya no veo ni el camino, no puedo ya ni abrir los ojos… ¡Dios Todopoderoso!—gruñó el cochero.

No habíamos viajado ni un cuarto de hora, cuando mi cochero, frenando a los caballos, le entregó las riendas a Alioshka. Torpemente liberó las piernas del asiento y, haciendo crujir la nieve bajo sus grandes botas, fue a buscar el camino.

—¿Qué pasa? ¿Adónde vas? ¿Nos hemos extraviado?—pregunté, pero el cochero no me respondió y, volviendo la cara para protegerse del viento que le azotaba los ojos, se alejó del trineo.

—¿Y bien? ¿Lo has encontrado?—pregunté de nuevo cuando regresó.

—Nada de nada—me dijo de pronto con enojo e impaciencia, como si yo fuera el culpable de que él se hubiese desviado del camino y, nuevamente sin apresurarse, metió sus largas piernas en la parte delantera del trineo y se puso a desenredar las riendas con sus gruesas manoplas escarchadas.

—¿Y qué vamos a hacer?—pregunté cuando de nuevo nos pusimos en marcha.

—¡Y qué podemos hacer! Seguir adonde Dios nos lleve.

Y continuamos con ese mismo trote lento, ya evidentemente campo a través, a veces sobre una nieve profunda y porosa y a veces sobre un hielo puro y quebradizo.

Pese a que hacía frío, la nieve que se acumulaba en el cuello del abrigo se derretía con una rapidez asombrosa; el ventarrón no hacía sino intensificarse, y de arriba comenzaba a caer una nievecilla seca y poco tupida.

Estaba claro que nos dirigíamos sabe Dios adónde, porque un cuarto de hora después aún no habíamos visto un solo poste que indicara las verstas.

—¿Tú qué crees?—le pregunté de nuevo al cochero—. ¿Llegaremos a la estación?

—¿A cuál? Si es a la que dejamos atrás, doy rienda suelta a los caballos y puede que ellos hallen el camino; si es a la que sigue, lo dudo…, la cosa acabará mal.

—Pues, ¡atrás!—dije—. No hay que darle más vueltas…

—O sea, ¿atrás?—preguntó el cochero.

—Sí, sí, ¡atrás!

El cochero soltó las riendas. Los caballos trotaron más ligero y, aunque yo no me di cuenta de que hubiésemos girado, el viento cambió y pronto, a través de la nieve, se adivinaron los molinos. El cochero se animó y se puso a conversar.

—Una vez me pilló una tremenda ventolera volviendo de esa misma estación—dijo—, y tuve que pasar la noche en unos montones de paja y al final logramos llegar cuando ya había amanecido. Y gracias que nos guarecimos en la paja, si no nos habríamos helado todos, hacía un frío… Con todo, a uno se le congelaron los pies y estuvo tres semanas que se moría.

—Pero ahora no hace frío y parece que la nieve se ha calmado—dije—. ¿Se podría hacer el viaje?

—No hace frío, no, no demasiado, pero hace mucho viento. Ahora estamos yendo de regreso y la cosa parece menos ruda, pero está soplando recio. Yo podría hacer el viaje si llevara correo o así, por mi propia voluntad; pero poca broma si se me congela un pasajero. ¿Cómo voy a responder por su merced?

II

En ese momento, a nuestras espaldas, se oyeron las campanillas de varias troikas que rápidamente nos alcanzaron.

—Es la campana de la del correo—dijo mi cochero—, sólo hay una así en toda la estación.

Y, era cierto, el sonido de la campanilla de la troika delantera, que nos llegaba con toda claridad a través del viento, era extraordinariamente bello: puro, sonoro, grave y un poco trémulo. Según me enteré después, era costumbre entre los cazadores llevar tres campanillas: una grande en el centro, con un sonido melodioso, por decirlo así, y dos pequeñitas, que sonaban en terceras. El sonido de esa tercera y de la quinta tintineante, que resonaba en el aire, era realmente asombroso y bello en esa estepa desierta y perdida.