No eres mi alma gemela - Ilsa Madden-Mills - E-Book

No eres mi alma gemela E-Book

Ilsa Madden-Mills

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Beschreibung

Prometió que nunca la tocaría, pero… ¿podrá mantener su palabra? Devon Walsh es un jugador profesional de fútbol americano. Cuando Giselle, la cuñada de su mejor amigo, se queda sin apartamento debido a un incendio, Devon le ofrece un alojamiento temporal en su propia casa hasta que encuentre otra. Seguro que puede convivir con una chica sin que haya sexo de por medio, ¿verdad? Además, Devon quiere ser amable con ella, así que le propone ser su protector y acompañarla a las citas que tenga con otros chicos. Solo por si acaso, para asegurarse de que no le pasa nada. Pero ¿son celos eso que Devon siente cada vez que ve a Giselle con otro hombre? ¿Es posible que uno de los deportistas más famosos del país se esté enamorando de la única chica a la que prometió no acercarse?   Una comedia romántica de la autora best seller del New York Times y el USA Today

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No eres mi alma gemela

Ilsa Madden-Mills

Traducción de Patricia Mata

Contenido

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Epílogo

Bibliografía

Sobre la autora

Página de créditos

No eres mi alma gemela

V.1: Enero, 2024

Título original: Not my Match

© Ilsa Madden-Mills, 2021

© de la traducción, Patricia Mata, 2024

© de esta edición, Futurbox Project S. L., 2024

La autora reivindica sus derechos morales.

Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial.

Esta edición se ha publicado mediante acuerdo con Amazon Publishing, www.apub.com, en colaboración con Sandra Bruna Literary Agency.

Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen de cubierta: Freepik - johan12 | Freepik

Corrección: Alicia Álvarez, Sofía Tros de Ilarduya

Publicado por Chic Editorial

C/ Roger de Flor, 49, escalera B, entresuelo, despacho 10

08013 Barcelona

[email protected]

www.principaldeloslibros.com

ISBN: 978-84-19702-10-4

THEMA: FRD

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

No eres mi alma gemela

Prometió que nunca la tocaría, pero… ¿podrá mantener su palabra?

Devon Walsh es un jugador profesional de fútbol americano. Cuando Giselle, la cuñada de su mejor amigo, se queda sin apartamento debido a un incendio, Devon le ofrece un alojamiento temporal en su propia casa hasta que encuentre otra. Seguro que puede convivir con una chica sin que haya sexo de por medio, ¿verdad? Además, Devon quiere ser amable con ella, así que le propone ser su protector y acompañarla a las citas que tenga con otros chicos. Solo por si acaso, para asegurarse de que no le pasa nada. Pero ¿son celos eso que Devon siente cada vez que ve a Giselle con otro hombre? ¿Es posible que uno de los deportistas más famosos del país se esté enamorando de la única chica a la que prometió no acercarse?

Una comedia romántica de la autora best seller del New York Times y el USA Today

«Repleta de momentos desternillantes, esta novela adictiva cautivará a los fans de Ilsa Madden-Mills.»

Publishers Weekly

Capítulo 1

Giselle

Martes, 4 de agosto

Esta noche parece mi sentencia de muerte. Pronto, el verdugo hará que me levante del taburete y me llevará directamente hasta la guillotina. Estoy tan harta y cansada que no intentaré resistirme. «Haz que sea rápido e indoloro», le diría. «¿Me dejas que dé un trago de tu petaca antes de despedirme?».

El afortunado que me hace sentir así es Charlie, aunque ha insistido en que lo llame «Rodeo». Es un tipo bajito, debe de medir algo más de metro sesenta con el sombrero. Se mete los pulgares por el cinturón, y eso hace que se le suban los vaqueros por la parte de atrás y que parezca que se mueve el caballo encabritado de la hebilla. Casi me quedo ciega hace un rato, cuando las luces giratorias de la discoteca han aterrizado en la hebilla dorada. No tengo nada en contra de los chicos bajitos ni de la ropa de vaquero, pero el muy capullo le echa el ojo a todas las chicas del Razor.

Es la gota que colma el vaso de un día horrible que ha empezado esta mañana al ver que me habían intentado robar el coche, y ha seguido con el tutor que me ha dicho alegremente que no me recomienda estudiar en el extranjero. Una sensación de decepción pesada e intensa vuelve a inundarme. Dejando a un lado el hecho de que un ladronzuelo me ha roto la ventana del coche y ha intentado hacerle un puente sin mucho éxito, me moría de ganas de irme a estudiar a Suiza. Todo lo que había soñado, todo a lo que me había aferrado con el corazón en un puño, tenía que ver con el puesto de becaria de investigación en el CERN, el Centro Europeo para la Investigación Nuclear.

La oportunidad de comenzar desde cero, descartada.

Adiós, aceleradores de partículas. Hola, desolación.

Me duele el pecho, así que me pongo una mano sobre él y hago presión.

La culpa de la mala suerte de estos últimos días la tiene la maldición de mi cumpleaños. Siempre me pasan cosas malas cuando se acerca la fecha y estoy a cinco días de cumplir veinticuatro, por lo que tiene sentido que el destino se esté mofando de mí, como siempre.

—¿Te gustan? —me pregunta Rodeo, con su marcado acento sureño y un tono despreocupado mientras me enseña las botas de vaquero de color verde oliva y lisas—. Son de cocodrilo. Tuve que ir a Miami a comprármelas. Se las encargué a un diseñador de los buenos. Hacen que cualquier atuendo deje de ser informal en menos que canta un gallo. 

—Ah, qué bien. 

Es guapo, eso no se lo puedo negar. Tiene una cara atractiva, una sonrisa bonita, buen pelo y los brazos y las piernas fuertes. Sin embargo, en sus ojos veo un atisbo de picardía y maldad que me da que pensar. 

Es cuestión de tiempo que haga acopio de la sensatez y el sentido común que he heredado de mi madre y los use para largarme de aquí, aunque, de momento, solo quiero acabarme el whisky.

—Son lisas porque están hechas con crías de cocodrilo, tienen la tripa más suave y son más maleables en el proceso de curado. Los crían en una granja y, luego, los matan para hacer las botas, es un proceso fascinante. La verdad es que me encantaría verlo. ¿Crees que los sedan antes de hacerlo o que los desnucan sin más?

Pasa un segundo. O un minuto. Respiro hondo y respondo:

—Prefiero no saberlo.

—Eres muy sensible, cariño. —Hace un gesto de desestimación con la mano y levanta el pie, y una parte de mí quiere darle solo un empujoncito—. No te cortes, tócalas. Puede que no vuelvas a ver nada de tanta calidad en tu vida.

«¿Calidad?». Qué ironía que sea precisamente él quien hable de calidad. Hoy he tocado fondo. Parece que ahora atraigo a tíos que quieren ver cómo matan a crías de cocodrilo.

—No me apetece —digo con un tono gélido, aunque él no se da cuenta.

—Parecen de seda. —Me mira las piernas de manera provocativa, se da un tirón al cinturón y se acerca más a mí.

Una chica aparece a su lado para pedir una bebida, y no disimulo el suspiro que suelto cuando veo que la mira de arriba abajo.

El tío ha venido a echar un polvo. Lo entiendo.

El único motivo por el que lo elegí en la aplicación era que tenía una foto con un emú y sentí nostalgia. Son pájaros majestuosos y extraños que llegan a medir unos dos metros en el momento en el que alcanzan la madurez. Mi padre tenía una pareja de adultos en la granja, porque los propietarios de un safari local que iba a cerrar los liberaron. Yo los alimentaba, los cuidaba y los observaba con anhelo y cariño, impresionada por lo rápido que corrían (a casi cincuenta kilómetros por hora), y parecía que ellos me observaban y sabían que era tan rara como ellos: una chica alta y delgada que no tenía amigos y llevaba unas gafas demasiado grandes, y aparatos. Papá, que hacía tiempo que se había dado cuenta de la afinidad que sentía por las cosas diferentes, les construyó un recinto de unos ocho mil metros cuadrados con un estanque. Cuando los veía jugando en el agua… Una ola de dolor me recorre el cuerpo al pensar en que ya no los tengo ni a ellos ni a papá.

Ahora que lo pienso, Rodeo debía de estar subido en algo, en una caja o en una escalera, cuando se tomó la foto del perfil. Doy un trago a la bebida y entrecierro los ojos al imaginarnos en la cama. Yo mido un metro setenta y cinco, así que no sé cómo lo haríamos. Para mí, el contacto visual es muy importante, y si hiciéramos el misionero, su cabeza me llegaría por los pechos y el estómago, y tendría que retorcer el cuello para mirarme a los ojos. A lo mejor, compro una Barbie y un Ken, y le corto las piernas al muñeco para que quede como él y lo pruebo. Es una pena, pero, a veces, la ciencia requiere sacrificio. Cuando no tienes ni idea de algo, es importante que hagas algunos experimentos. No me gusta no estar preparada. Aunque no es que tenga curiosidad porque quiera acostarme con Rodeo, ni en sueños, pero estas ideas me ayudan a distraerme. 

—¿Vienes por aquí a menudo, cariño? —pregunta Rodeo, que intenta retomar la conversación conmigo en cuanto la otra chica desaparece. Sus ojos oscuros me lanzan una mirada por encima de la jarra helada de cerveza de barril. Por lo menos, ha dejado de mirarme los pechos, cosa que ha hecho en cuanto me he puesto la americana de color azul marino y me la he abrochado hasta arriba. Una gota de sudor me cae por la espalda. Estamos en agosto y en el sur de Estados Unidos, o sea, que hay más de treinta y siete grados en el exterior. Si no me voy de aquí pronto, me acabaré desmayando.

—No, es la primera vez que vengo. No salgo a menudo, estoy en la universidad y doy clases…

Asiente y me interrumpe:

—Yo vengo porque está cerca de mi piso. —Hace una pausa—. Conocer a tías por internet no es nada fácil.

Cuando dice eso y deja entrever que no es tan capullo como parece me relajo un poco. A lo mejor, no iba en serio con lo de que quería ver morir a los cocodrilos pequeños.

Intento mostrar interés y le pregunto lo que mi madre siempre quiere saber sobre los chicos con los que salgo:

—¿Tienes trabajo?

Se mete los dedos por la hebilla dorada del cinturón y ríe.

—No tengo un trabajo tradicional como la mayoría. He ganado el rodeo Monta hasta la Muerte estos últimos tres años. El pasado, gané un millón de dólares en las competiciones. ¿Te gustan los vaqueros?

—Me gustan los caballos —respondo para intentar encontrar algún interés común—. Crecí en las afueras de Nashville, en un pequeño pueblo que se llama Daisy…

—Los látigos, las monturas, las espuelas, las bridas… tengo de todo en casa, si eso te pone —me interrumpe con un tono malicioso que hace que su lado ruin vuelva, y que el chico majo se esfume en un abrir y cerrar de ojos. Me avergüenzo al oír su insinuación y me doy la vuelta en el taburete. Suelta una risita malévola y dice—: Pareces un poco estirada, pero estoy seguro de que eres de las que las mata callando. 

«Estirada». Minipunto para él. Estoy segura de que Preston estaría de acuerdo.

Sigue hablando y me distrae de los pensamientos oscuros que me intentan deprimir.

—Y ya sé lo que estás pensando: que soy bajito. La mayoría de las chicas piensan lo mismo. Pero espérate y verás, porque lo que tengo dentro de los pantalones es un regalo de Dios. Nunca se ha quejado nadie, hace tiempo que me lo monto con potrillas y siempre vuelven a por más. —Se le entrecierran los párpados y se mira la entrepierna con cariño, como si tuviera sentimientos y lo estuviera escuchando. 

Lo sabía.

La primera impresión era la correcta. Es una sentencia de muerte y tengo que huir como sea.

Le doy la espalda al chico, me miro en el espejo al otro lado de la barra y veo que me empiezo a ruborizar. Tengo el pelo hecho un desastre, y los mechones rubios —que, al principio, llevaba recogidos en un moño bajo— me caen por el mentón y se me pegan a la frente sudada. El color rosa del pintalabios se ha desvanecido y se me ha corrido la máscara de pestañas por el calor.

Me subo las gafas negras por la nariz y me seco una gota de sudor de la frente. ¿A quién se le ocurre ponerse una americana en mitad del verano más cálido registrado hasta el momento? Jugueteo con el botón de arriba y me lo desabrocho.

A Rodeo se le iluminan los ojos al ver que me desabotono la chaqueta. Da un paso hacia mí y noto que su camisa de cuadros me roza los pechos, y le veo los pelos de la nariz. Su perfume me envuelve. Es un olor especiado, masculino, un poco coriáceo y equino.

Me aparto de él, arqueando la espalda, hasta que me choco con la persona que tengo al lado. Sin volver la vista atrás, me disculpo y me siento bien en el taburete.

Rodeo señala mi vaso vacío y me pregunta con una voz grave y ronca:

—¿Quieres otra copa? Hace rato que te has acabado el whisky.

Con el pie, piso la parte baja de la barra y muevo el taburete para alejarme de él. Miro el móvil y frunzo el ceño.

—Ya se está haciendo tarde y me tengo que ir…

—¡Oye, camarera! Sírvele otra copa a esta potrilla —grita moviendo el sombrero a la camarera, que está liada al otro lado de la barra.

La chica bajita se acerca a nosotros. En la chapa identificativa, pone que se llama Selena, y envidio la seguridad con la que contonea las caderas en esos pantalones de pitillo. Lleva un pintalabios rojo oscuro, el pelo rapado en un corte pixie y los ojos definidos con lápiz negro. Somos como el día y la noche; a mí ya casi no se me ve el maquillaje, llevo una falda de tubo de color marrón y zapatos de tacón bajitos.

Selena me mira e ignora a Rodeo.

—¿Seguro que quieres otra? —me pregunta con un tono seco que implica: «¿Chica, pero qué haces con este tío?».

Exhalo despacio. Solo tengo que librarme de él y disfrutar del calorcito de un buen bourbon.

Asiento rápidamente, sin dejar de mirar al chico.

—¿Te pongo otro Woodford con hielo?

—Sí, por favor —respondo.

Selena se da media vuelta y coge la botella de la estantería de arriba del todo, y Rodeo silba con suavidad mientras contempla el cuerpo voluptuoso de la chica.

Ella se gira otra vez, sirve la bebida y me la acerca. Su expresión es serena e inexpresiva. Tiene que haber oído el silbido, aunque no lo parece. Es una chica guay. Yo quiero serlo también. A lo mejor, eso me ayudaría a encontrar al chico adecuado.

—Gracias —digo antes de dar un trago.

Rodeo me mira con una expresión ardiente y alarga el brazo para tocarme el collar.

—Es evidente que lo nuestro fluye. Estás cañón. Yo estoy cañón. Tenemos química. Ya te imagino cabalgando sobre mí. ¿Has oído hablar de la vaquera inversa?

Le aparto la mano de mis perlas y le doy un empujón en el momento en el que una ola de ira se lleva consigo la educación que había conservado hasta el momento. Cuando está a una distancia prudencial, le doy un trago al whisky y lo dejo de un golpe en la barra. Busco en la bolsa del ordenador, saco la cartera, cojo varios billetes de veinte dólares y los lanzo sobre la barra.

—¿Ya te vas, nena? —pregunta con un tono lastimero.

Me giro hacia él y aprieto la mandíbula.

—Sí. Y sé perfectamente qué es la vaquera inversa. —Tengo que responder la pregunta, no puedo evitarlo. Cuando me interpelan, siempre quiero contestar de manera honesta—. Y no tenemos química. A mis protones no les atraen tus electrones.

—¿Protones? De qué…

—Además, me parece de muy mala educación que me hables de sexo cuando nos acabamos de conocer…

—Madre mía, menudo carácter. He de admitir que me encanta el sexo enfadado. ¿Por qué no nos vamos y…?

—Ni en sueños…

—Puede que hasta te deje pasar la noche conmigo, que te haga tortitas con pepitas de chocolate y arándanos orgánicos por la mañana. Pareces de las que desayunan granola.

Me gustan los arándanos orgánicos, pero…

—Hemos quedado solo para tomar una copa, ya te lo he dicho por mensaje. Y, por el amor de Dios, deja de llamarme «cariño» y «potrilla», o te juro que te vaciaré el vaso en la cara.

El pecho se me hincha por el arrebato. Acabo de amenazar a una persona con violencia física. No es nada propio de mí, yo nunca me enfado, siempre dejo que la gente me pisotee, una y otra vez…

Abre los ojos de par en par, yo me levanto rápidamente, doy un traspiés con los zapatos de tacón y choco con la persona que tengo al lado.

—Disculpa —le digo al chico. Me sujeto a la barra como si fuera un salvavidas e intento recobrar el equilibrio. Miro el vaso con recelo. Me había tomado una copa antes de que Rodeo llegara, y, teniendo en cuenta que no he cenado…, sí, estoy borracha.

—¿Giselle? —pregunta una voz grave, profunda y sensual. La reconozco a pesar del volumen de la música.

No, no puede ser.

El corazón me da un vuelco y siento que se me ruboriza el cuerpo entero cuando miro por encima del hombro de Rodeo hacia el hombre alto que está a unos metros, en el borde de la pista de baile. Su rostro, que parece salido de una película, me mira confundido.

Cierro los puños con fuerza. Tendría que haberme imaginado que me lo encontraría. He asumido que todavía estaría trabajando o haciendo lo que sea que hacen los deportistas profesionales por la noche. Elena, mi hermana, me comentó que se pasaba por aquí los fines de semana, pero nada más.

Devon Walsh, el famosísimo jugador de fútbol americano, me mira y arquea la ceja en la que tiene el piercing. Hago una lista mental. Lo eligieron el hombre más atractivo del año de Nashville. El mejor receptor de la Liga Nacional durante tres años consecutivos. Amigo íntimo de Jack, mi nuevo cuñado. Es el propietario del Razor. Tiene unos labios supersensuales y un cuerpo precioso y tatuado. Está buenísimo.

—¿Va todo bien? —pregunta. Me mira de arriba abajo, empezando por mi pelo despeinado y acabando en los zapatos de tacón. 

Entrecierro los ojos y, aunque sé que es imposible, porque estamos en un local oscuro, siento que me apunta con un foco y examina cada centímetro de mí.

—Sí —digo mientras hago un gesto de despreocupación con la mano—, de maravilla. Me alegro de verte, ¡hasta luego!

«Lárgate». No quiero que haya testigos de mi fiasco.

—Ya. —Su mirada inquisidora se dirige a Rodeo y encuentro exasperante el hecho de que vuelva a arquear la ceja otra vez—. ¿Es una cita?

Mi cuerpo se rebela y se tensa al oír su tono inquisitivo y provocador.

Piensa que estoy saliendo con él.

Es cierto que hemos quedado, pero…

—Sí, es una cita —responde Rodeo, que me rodea con el brazo. 

Me lo quito de encima entre tambaleos.

La frente de Devon se arruga un poco y mete las manos en los bolsillos de los vaqueros de marca que lleva caídos. Creo que ve que estoy al borde del infarto o de asesinar a uno de sus clientes.

Todo se revuelve en mi interior y no tiene nada que ver con el alcohol, sino con Devon; aunque no estoy interesada en él de ese modo, solo siento curiosidad. Sí, está más bueno que el pan, pero somos amigos. En realidad, no somos amigos como tal. Bueno, da igual, le estoy dando demasiadas vueltas al tema y no tengo el cerebro en condiciones. Para ser exactos, solo somos conocidos, y cuando me mira, piensa que soy la hermana de Elena, que está casada con su mejor amigo, y, por ende, tiene que ser amable conmigo.

Aunque no por eso dejo de fijarme en su mandíbula afilada y esculpida, y en sus ojos verde oscuro, enmarcados por esas pestañas negras y pobladas. Debe de medir más o menos un metro noventa —me muero de ganas de comprobarlo— y tiene el cuerpo perfectamente tonificado de entrenar en el gimnasio. Se le marcan los hombros musculados bajo la camiseta negra y ajustada, y su torso se estrecha hasta una esbelta cintura y unas piernas largas; lleva unas Converse desteñidas, un Rolex en la muñeca y, en la otra, una pulsera de cuero. Tiene un lado civilizado, pero otro de chico malo y muy travieso.

Tiene la piel bronceada, que contrasta claramente con mi tez pálida como la leche, y el pelo castaño y grueso, con reflejos de color azul eléctrico. Lo lleva largo en la parte alta de la cabeza y peinado hacia atrás, con mucho volumen, y los laterales rapados. Usa más productos para el pelo que yo. Cuando lo conocí en febrero, peinaba un mohicano engominado con las puntas moradas, pero cambia de imagen más que cualquiera de las chicas que conozco.

En los lóbulos, le brillan pendientes de diamantes, algo en lo que tampoco nos parecemos. Yo dejé que se me cerraran los agujeros cuando tenía dieciocho años y nunca me los volví a hacer. Tiene los antebrazos cubiertos por tatuajes de rosas y mariposas que revolotean, de color azul y dorado. Me gustan. Muchísimo. Nerviosa, empiezo a juguetear con el collar de perlas.

—¿Giselle? —me pregunta.

Me quedo totalmente en blanco cuando me doy cuenta de que me lo estoy comiendo con los ojos. Tartamudeo e intento encontrar una respuesta inteligente:

«Vamos, Giselle, estás haciendo un doctorado en Física, tienes una plétora de palabras en tu arsenal. ¡Dile que no estás saliendo con Rodeo!».

Pero solo puedo pensar en la última vez que lo vi, aquel sábado, en la boda de Elena y Jack, cuando él hizo de padrino y yo fui la dama de honor. Llevaba un traje gris ajustado con el que estaba para comérselo y la tela era tan suave que me tuve que morder el labio cuando colocó mi mano sobre su brazo. ¿Nuestros dedos se tocaron más de lo necesario? Tal vez. Seguramente él no se dio cuenta, solo estaba actuando de padrino en la boda de Jack. Aunque me miró muchísimo rato. Y con una mirada de esas de nivel cinco, de las que implican contacto visual durante diez segundos; lo que quería decir que, o bien tenía un grano enorme en la nariz, o le gustaba mucho lo que veía. Le pregunté —o, mejor dicho, le susurré— si se encontraba bien, mientras nos acercábamos por el pasillo hacia Jack y Elena. Él se limitó a decir que sí, cosa que me pareció muy rara, porque Devon es de todo menos borde.

Más tarde, cuando estaba sola en casa, analicé lo que había pasado y llegué a la conclusión de que me había mirado solo porque estaba pálida y horrible con el vestido sin tirantes que Elena había elegido para mí. Ya le dije que no me favorecería, porque no tenía suficiente pecho, pero ella había insistido.

Sin embargo, en la iglesia, de pie al lado de mi hermana mientras ella recitaba sus votos, me distraje pensando en Devon. ¿Se sentía atraído por mí? «¿Por mí?» Me parecía imposible.

Y mis dudas quedaron resueltas cuando una modelo a la que había llevado de acompañante llegó al banquete. No volvió a dirigirme ni una mirada.

—No me jodas, ¿eres…, eres Devon Walsh? ¡He seguido tu carrera desde que estabas en Ohio! Tengo la equipación con tu nombre colgada en la pared —dice Rodeo, que me aparta para llegar hasta la estrella del fútbol americano.

El empujón en el hombro me hace perder el contacto con la barra, caigo hacia un lado y, una vez más, choco con el chico que hay a mi lado, que está sentado en el taburete. El hombre se da la vuelta con el ceño fruncido («este tipo me suena») y me golpea en la mejilla con el botellín de cerveza. 

—¡Ostras! ¿Estás bien? —pregunta el chico del taburete, que intenta estabilizarme, pero es demasiado tarde.

—Estupendamente —digo entre dientes. Retrocedo y eso hace que me tiemblen los tacones en los azulejos resbaladizos. Mientras intento recobrar el equilibrio, parece que el tiempo se detiene, pero mi cuerpo obedece a la ley de la gravedad (gracias, Newton) y caigo al suelo. Golpeo el suelo con las rodillas.

Justo delante del hombre más atractivo de Nashville.

«Perversa maldición de cumpleaños».

Capítulo 2

Giselle

—¿Te duele? —me pregunta Devon al ponerme una bolsa de gel de frío en el pómulo derecho.

Hago un gesto de dolor y, cuando me llevo la mano a la cara para sujetarme la bolsa y él aparta la suya, nuestros dedos se rozan. Las mariposas me revolotean por el estómago y siento un cosquilleo en las terminaciones nerviosas donde me ha tocado, pero me deshago de la sensación. Solo es un chico con una belleza que paraliza. No obstante, yo no le atraigo ni lo más mínimo.

—Estoy bien —respondo con un tono alegre y forzado. La cabeza me va a estallar, pero no sé si es por el golpe en la cara o porque tengo el estómago vacío.

Estoy sentada en una mesa del reservado del Razor, una zona acordonada en la parte trasera del local. La sala está casi vacía, a excepción de unos cuantos chicos que miran un partido en una de las esquinas. Imagino que se llenará mucho más tarde. Por suerte, parece que han apagado la música en el reservado.

Devon está de pie a mi lado y se agacha para mirarme a los ojos como si quisiera asegurarse de que estoy lúcida. Su embriagadora fragancia masculina con una nota de mar y de verano me envuelve; es un perfume de los caros.

—Te has dado un buen golpe contra el suelo. ¿Te duelen las manos o las rodillas?

Lo tengo tan cerca que veo titilar los destellos dorados de sus pupilas igual que si fueran mariposas que revolotean por el verde oscuro y suave de sus ojos. Tiene una mirada lujuriosa, cautivadora y seria…

«Deja ya los adjetivos sobre sus ojos, Giselle». Vale.

—Un poco, del golpe.

—Probablemente mañana te saldrán moratones. ¿Quieres ponerte hielo?

—No, pero muchas gracias. —Deseo olvidar todo lo que ha sucedido. Más que nada, porque me muero de la vergüenza.

Me pasa los dedos por encima de la rodilla para ponerme algo, pero no se detienen más tiempo del necesario.

—Cuando te has lanzado encima de mí, pensaba que me ibas a hacer un placaje —murmura.

—Oye, he rebotado de un chico al otro, no tenía otra opción.

Me veo de rodillas y con las palmas de las manos en el suelo para evitar aterrizar de cara. Devon me ha ayudado a levantarme con cuidado, me ha agarrado con fuerza de los codos y le ha gritado a Aiden, su compañero de equipo, que estaba sentado en el taburete, que fuera a la cocina a por hielo. Luego, me ha acompañado al reservado abriéndonos camino entre la multitud. Pensaba que me cargaría en brazos como en una de esas novelas románticas.

—De ser cierto el autobombo que te das siempre, no podría tumbarte yo sola —comento con una risita—. Si quisiera placarte, tendría que ser muy sigilosa. Me escondería en la oscuridad de tu armario y saldría cuando menos te lo esperaras. Abrirías la puerta y estaría oculta entre tus camisas caras con una de esas máscaras horrorosas. —Sonrío, aunque me duele la cara—. ¿Qué te da más miedo? ¿Los insectos? ¿Freddy Krueger? ¿Michael Myers?

Suelta una risa compungida y dice:

—Los tiburones. Me muero de miedo al verles los dientes. Vi Tiburón cuando era pequeño y tuve ganas de vomitar.

—Cuidado —digo—. Iré a por ti.

—Para eso, tendrías que colarte en mi ático, y eso no es nada fácil porque tengo un ascensor privado.

Río.

—No subestimes las agallas y la determinación de una mujer del sur de los Estados Unidos cuando se propone algo. —Sé dónde vive. Nunca he estado en su piso, pero…

Su cuerpo de luchador se desdobla cuando vuelve a ponerse de pie.

—Eso ya me gusta más, estás fresca como una lechuga. No te preocupes por haberte caído, les pasa a muchas mujeres cuando me ven.

Pongo los ojos en blanco con tanta fuerza que me duele. ¿Había mencionado que es un chulo?

—Pero, claro, a ti no te pasa —añade—. Tú eres demasiado guay.

Espera, ¿qué?

Se me hace un nudo en la garganta cuando intento descifrar qué ha querido decir. Ah, ya, ya entiendo qué piensa de mí. Lo mismo que todos los demás. No debería molestarme, pero no lo puedo evitar.

Trago con dificultad y digo:

—Esa soy yo. Me creo mejor que los demás.

Frunce el ceño y añade:

—Oye, un momento. Lo has malinterpretado…

—No, tranquilo. Sé qué opinan todos de mí. Que soy un robot sin emociones, que solo pienso en mí misma, que no tengo ni la más remota idea de nada y que soy inmune a los hombres atractivos.

Ladea la cabeza y arruga los labios, como si estuviera pensando, y, luego, se mete una mano en el bolsillo de los pantalones, gesto que revela que está incómodo. Lo sé, porque lo observo.

—Ni se me había pasado por la cabeza nada de lo que acabas de decir. Solo he mencionado que no eres como las demás…, bueno, da igual. —Abre la boca, la vuelve a cerrar y añade a continuación—: ¿Crees que soy atractivo?

—Pfff. Para nada.

Resopla y pone una expresión que no sé interpretar.

—Bien.

—Eres demasiado mayor para mí.

Farfulla con incredulidad y no puedo evitar sonreír al ver su expresión. Vaya, eso sí que le ha dolido.

—Por el amor de Dios, pero si tengo veintiocho. ¿Tú qué eres, cuatro años más joven? —Se despeina con la mano, pero, aunque lleve el pelo hecho un desastre, le queda genial y los reflejos azules le brillan entre los castaños. Maldita sea. Tiene una belleza natural.

Me encojo de hombros con indiferencia fingida.

—La edad no me importa cuando alguien es mi tipo, ya sabes, tengo tres requisitos: que le gusten los libros, el tweed y que sea tímido. Tú pareces una estrella del rock.

Y esos labios. Podría escribir un libro entero sobre su boca de color rosa claro y cómo la voluptuosidad de sus labios contrasta con las líneas duras de su mandíbula; sobre cómo su labio inferior es excesivamente carnoso y la forma de «V» perfecta del superior.

—Así me gusta. Tendrías que mantenerte alejada de los tipos como yo, preciosa —dice con una de sus sonrisas burlonas tan características. Y sí, solo somos amigos. Llama «preciosa» a todas, incluso a mi madre y a mi tía Clara.

—Ya —respondo asintiendo.

—¿El vaquero es tu novio? Lo hemos dejado solo cuando te he traído aquí, pero puedo pedirle a alguien que lo vaya a buscar.

Se aleja un paso de mí, como si fuera a llamar al chico, y yo gruño:

—No, por favor. No lo aguanto ni un minuto más.

Se detiene, se agacha y, esta vez, se pone de rodillas más cerca de mí que antes. Siento la tensión que irradia su cuerpo.

—¿Te ha hecho algo?

Me muerdo los labios, bajo la mirada a mi regazo y dejo que la franqueza de su voz ronca me inunde. Ay, Devon. Puede que sea un receptor famoso y arrogante de los Tigers de Nashville, pero, bajo la superficie, late el corazón de un hombre bueno. Por eso, cuando me dice cosas bonitas, en el fondo, sé que no es porque sea especial. Haría lo mismo por cualquier chica.

—Es… —un capullo— un chico al que he conocido en una aplicación de citas. Pensé que, si le gustaban los emús, tendríamos algo de lo que hablar. —Lo miro a los ojos a fin de intentar que entienda algo que para mí es lógico; sin embargo, me mira con cara de extrañado—. Luego, ha empezado a jugar con mi collar, y nadie toca las perlas de mi abuela —continúo mientras manoseo el collar y me lo llevo a los labios.

—¿Qué más ha hecho? —pregunta con voz grave. Se fija en el collar cuando me lo coloco alrededor del cuello; luego, me mira los labios. Ojalá los llevara pintados.

Me sujeto la bolsa de gel frío con firmeza e intento calmarme. ¿Puede oír lo rápido que me late el corazón?

—Ha mencionado la postura de la vaquera inversa, que suena muy divertida con la persona adecuada, pero… no con él.

Vaya. Devon tiene algo que hace que se me suelte la lengua. O puede que sea el whisky. Da igual, la postura parece muy sexy. Supongo que, para hacerla, la chica debe tener las piernas bastante fuertes. Yo salgo a correr todos los días, así que seguro que la podría hacer. ¿Dónde pondría las manos? ¿Sobre sus caderas, por detrás de mi espalda, o delante y, así, mantener el equilibrio? En cualquier caso, no estaría de cara al chico, así que me sentiría más desinhibida. Si consiguiera tener las manos libres, podría darme placer a mí misma. Decidido. La vaquera inversa pasa a ser el primer punto de mi lista para volver a la carga.

—Estás roja, Giselle. ¿Te encuentras bien?

Me aclaro la garganta y me deshago de las imágenes en mi mente.

—Es que hace un poco de calor.

—Pues quítate la chaqueta —dice—. Estoy sudando solo con verte.

Dejo la bolsa de gel frío y me desabrocho la americana, me la quito y la dejo en la mesa. Entonces, me doy cuenta de que tengo la camisa de seda blanca empapada. Se me marca el sujetador de encaje, pero el aire me sienta de maravilla. Me desabrocho los tres primeros botones y agito las delicadas solapas.

—Mucho mejor —comento a la vez que me quito las horquillas del pelo y las dejo en una línea perfecta sobre la mesa. Me masajeo el cuero cabelludo, me desenredo la melena y gimo de placer.

—Ahora, solo necesito que Chris Hemsworth me dé un masaje de pies para que el día me parezca pasable. —Me quito los prácticos zapatos con los pies y estiro los dedos.

—¿No está casado? —pregunta Devon.

Levanto la cabeza que había dejado caer por encima del respaldo de la silla y lo observo. Se ha alejado un poco y se pasa una mano por el cuello. Veo que se fija en mi blusa y, luego, aparta la mirada.

—En un universo alternativo, no —digo con un tono trivial—. Algún día, compartiré contigo mis ideas sobre los multiversos. Es posible que esté casado conmigo en uno de ellos y que tengamos diez hijos.

—Joder —comenta riendo.

Me derrito.

—En el universo de Giselle y Chris, él no puede resistirse a mis encantos y procreamos como dos conejillos a tope de viagra. Él es arquitecto, no actor, y vivimos en una casa de campo que me ha construido en los Alpes franceses. Yo me paso los días investigando la materia oscura, horneando galletas y haciendo patucos de ganchillo para los bebés. Y, por las noches, me entrego a él.

Frunce los labios y pregunta:

—¿Y yo dónde estoy en ese universo?

Me llevo una mano a la barbilla y respondo:

—Eres una adolescente que trabaja en una tienda de bollitos de canela a la que le encantan las pulseras con abalorios que cuelgan, el chicle y las boinas rosas. Los fines de semana, muestras tu lado más oscuro y te escapas por la ventana de la habitación para pintar grafitis con mensajes importantes en las vallas publicitarias.

Sus labios carnosos se curvan cuando me sonríe de oreja a oreja. El gesto me deja abrumada y sin aliento.

—Menuda imaginación tienes, conejita. Me quedo sin palabras.

Me sonrojo.

—Mis locuras sacan de quicio a mi familia. —Hago una pausa—. No sé si deberíamos llamarte «Canela» o «Rosita». ¿Qué prefieres?

—Ninguna de las dos, pero puedes llamarme «Campeón».

—O «Aguafiestas».

Devon me examina el rostro.

—Volviendo al tema de las citas por internet. Mi prima Selena quedó con uno al que conoció así y casi no consigue bajarse del coche. Es muy peligroso.

Suspiro y me da pena que haya cambiado de tema. Si supiera que, en uno de mis universos paralelos, me empotra contra la encimera del baño… Es él mismo —igual de atractivo y con ese cuerpo de escándalo— y yo soy una chica a la que recoge en la carretera cuando dejo plantado a mi malvado novio en el altar. Llevo un vestido blanco y sucio, tengo el pelo largo y rosa, pero llevo gafas, porque debo de parecer inteligente en todos los universos que existen. Él me desea desde el instante en el que me subo a su Maserati, me lleva a casa y me hace suya. Me regaño mentalmente. No me extraña no poder seguir las clases, no hago más que distraerme y, así, no me puedo concentrar en los hechos. No existe ningún universo en el que Devon y yo estemos juntos.

El hecho de que yo siga siendo virgen es por culpa de mis pensamientos tan gráficos. No he podido olvidar cómo Preston se burló de mí hace cinco meses, cuando admitió que me había sido infiel y se despidió diciendo: «¿Qué esperabas que hiciera si no me lo das tú, Giselle? Eres una frígida».

Estuvimos prometidos durante casi un mes, y ni con esas sentí… que lo deseara. Empezamos a salir, sin más, y, cuando me pidió matrimonio, acepté.

Y aquí estoy ahora, intentando demostrar que soy una chica normal que busca el amor en el sitio equivocado. Creo que había una canción country que decía algo así.

—Bueno, que a ti te caigan las mujeres del cielo no quiere decir que los demás lo tengamos tan fácil —digo bastante acalorada—. No he venido sola y no pensaba irme con él. Tenía un plan. Siempre tengo uno.

Da un paso hacia mí con cara de indignación.

—¿No es la primera vez que lo haces?

Bajo una ceja, molesta por la incredulidad en su tono.

—Albert, el primer chico con el que quedé, era un contable muy guapo. Nos conocimos en una cafetería. Todo iba bien hasta que me enseñó una foto de su ex en el móvil y se echó a llorar. Por lo que me dijo, ella quería casarse, pero él tenía problemas con el compromiso. Le aconsejé que hablara con ella.

—¿Con cuántos más has quedado?

Me muevo en la silla, nerviosa.

—Parece que esté en el despacho del director.

—¿Cuántos?

Cierro la mano con fuerza. Me pone de los nervios.

—No sé por qué te interesa tanto, pero solo he quedado con otro más, Barry, un granuja. En la biografía de la aplicación ponía que estudiaba Química, así que deslicé su perfil hacia la derecha porque a los dos nos gustaba la ciencia. Y, al final, resultó que quería que me uniera a una de esas estafas piramidales en las que venden aparatos de cocina. No acepté, pero le compré una espátula. —Suspiro—. Y pagué yo los cafés. Y luego está Rodeo con el emú tan adorable…

—Giselle —dice con la voz tan cargada de frustración que no puedo evitar levantar la barbilla de modo desafiante.

—A veces, tienes que conocer a un montón de tíos, Devon. No finjas que no sabes de qué estoy hablando, porque tienes una novia nueva cada mes. ¿Quién era la chica de la boda? No llegaste a presentármela.

Su torso ancho se deshincha cuando suspira con exasperación.

—¿Con quién has venido?

—¿Qué es esto, un concurso de preguntas?

Curva la comisura de los labios con satisfacción.

—Sé que tienes que responder. Elena me ha comentado lo de tu problemilla con las preguntas.

—Será traidora —susurro.

Está en Hawái de luna de miel con el hombre de sus sueños, aunque me da la sensación de que está a mi lado. Siempre he estado a la sombra de la guapísima y amabilísima Elena. Suspiro. Por lo menos, ella es feliz, se lo merece más que nadie en el mundo. El año pasado, antes de que conociera a Jack, me cargué nuestra relación cuando Preston, su novio de entonces, me besó aquel día horrible en el despacho justo antes de que ella entrara. Normal que nunca me sintiera cómoda en nuestra relación con semejante comienzo. Siento un nudo de emociones en la garganta, así que me recompongo e intento no pensar más en ello. Me cuesta mucho olvidarlo.

—He venido con Topher —respondo a regañadientes—. Cuando he ido a comprar a Daisy, he entrado a la biblioteca y él ya estaba cerrando. Me ha llevado a Nashville en coche y ha insistido en acompañarme al Razor, porque nunca he ligado con nadie en una discoteca.

Devon me pregunta por el coche y le cuento que me han roto la ventanilla de mi viejo Toyota Camry para intentar robármelo.

—¿Sales con chicos para superar lo de Preston? —pregunta con un tono cauteloso mientras se sienta con cuidado delante de mí.

—Un clavo saca otro clavo.

Nos quedamos en silencio unos momentos. En cuanto me doy cuenta de la tensión que hay en el aire que nos rodea, me yergo en la silla y me centro. No entiendo por qué el espacio que nos separa parece estar cargado de electricidad, pero siento el chisporroteo.

—Entiendo —responde de manera mecánica. Me recorre con la mirada y se detiene un segundo en mi blusa antes de llegar a mi rostro. Nos miramos fijamente a los ojos hasta que aparta la mirada y se rasca la mandíbula—. Tendrías que pedirle a algún amigo que te presente a alguien…

—Ajá. Tú eres mi amigo, ¿verdad?

Frunce el ceño.

—Pues claro, ¿qué clase de pregunta es esa?

«No lo sé, quizá no entiendo en absoluto lo que quieres. ¿Por qué me echaste esa mirada de nivel cinco en la boda? ¿Fue por el horrible vestido o por mí?».

—Vale. ¿Con quién crees que debería salir? Tiene que ser amable y bueno en la cama, no, espera, tiene que ser espectacular. Quiero fuegos artificiales, Devon, quiero que el sexo sea increíble.

Se pone de pie y se aleja.

—He oído la palabra «increíble», ¿acaso estabais hablando de mí? —comenta Aiden cuando entra por la puerta y se acerca a la mesa.

Mide casi un metro noventa, tiene el pelo corto, moreno y los ojos de color azul cielo. Es un granjero de Alabama con una sonrisa impecable que hace que a las chicas se les acelere el corazón. Ahora mismo, es el quarterback de reserva de los Tigers, pero quiere ocupar el puesto de Jack.

Después de sentarse en el asiento que Devon ha dejado vacío, me ofrece un vaso de agua, que ha ido a buscar a toda prisa por petición de su amigo.

—Para que lo sepas, tengo el oído muy fino. Es parte de mis poderes sobrehumanos de quarterback. ¿Puedes decirme cuántos orgasmos necesitas exactamente? Yo te ofrezco cinco al día y tengo buenas referencias.

Suelto una carcajada y él hace lo mismo. Tiene más o menos mi edad, y nunca lo he visto con mala cara ni sin compañía femenina. En la boda de mi hermana, se presentó con dos acompañantes. Ni más ni menos que con dos mellizas y bailó una canción lenta con las dos a la vez: una por delante, rodeándole el cuello con los brazos, y la otra, por detrás, cogiéndolo de la cintura. La verdad es que le salió mejor de lo que me esperaba.

—No seas ridículo —le digo. Me recuerda a un cachorrito, dulce y revoltoso. De día, solo quiere que le lances la pelota, y de noche, acurrucarse a tu lado.

Y luego está Devon, que parece una pantera. Cuando lo miras, crees que holgazanea al sol, meneando la cola, y, antes de que te des cuenta, está temblando con una fuerza que no puede reprimir. Igual que en este instante, que mira a Aiden con mala cara.

¿Qué le pasa?

Los jugadores siempre bromean conmigo.

Aiden me observa vaciar el vaso.

—Siento haberte dado un golpe en la cara, Giselle. No me he dado cuenta de quién eras hasta que te he visto en el suelo.

Miro a Devon, que se ha alejado un poco y se apoya en la pared. Tiene el móvil en la mano y parece que ya se ha olvidado de mí. Qué bien.

—Yo tampoco me he dado cuenta de que eras tú —murmuro.

Se acerca a mí y me dice:

—El chico con el que estabas se ha ido con una morena. Espero que no fuera el amor de tu vida.

Me echo a reír.

—Parece que ha encontrado una potrilla a la que llevarse a casa.

Él se carcajea.

—Me ha dicho que me dejaba jugar con sus bridas y espuelas. Pensaba que me iba a sacar un látigo ahí en medio.

Aiden no puede aguantar la risa cuando le cuento cómo ha ido la cita. Le repito lo que me ha dicho el chico de que tenía un regalo de Dios entre las piernas, que ha insinuado que le gustaba hacerlo enfadado y que se ha ofrecido a ponerme arándanos orgánicos en las tortitas. Cuando termino, se seca una lágrima del ojo.

—Qué gilipollas.

—Lo ha conocido en una aplicación de esas —gruñe Devon mientras se guarda el móvil en el bolsillo de los vaqueros.

—Es algo totalmente aceptable.

—No está a tu altura.

—¡No soy la mujer más atractiva de Nashville!

—No eres fea —responde fulminándome con la mirada.

Vaya. Suelto un suspiro.

Nos quedamos en silencio unos segundos y Aiden nos mira a uno y después al otro con una expresión reflexiva. Da unos golpecitos en la mesa con los dedos y parece tomar una decisión.

—Y eso que decías de los fuegos artificiales, ¿qué te parece si…?

Devon se separa de la pared, se acerca con tanta rapidez que me sorprende y le da una fuerte palmada en el hombro a su amigo.

—Ríndete, Alabama. La tenemos prohibida.

Yergo la espalda. «¿Cómo que “prohibida”?».

En febrero, de acuerdo, porque estaba prometida, pero ¿ahora que estoy soltera, también? Aiden aparta la mano de Devon y me ofrece una sonrisa tan amplia que parece que se le vayan a quebrar las mejillas. Cuando habla, se dirige a Devon, pero me mira como si fuera un trozo de tarta.

—Si crees que me importa lo más mínimo lo que diga Jack Hawke sobre con quién puedo o no hablar, es que no me conoces. Me eligieron para los Tigers en la primera ronda…

—No eres especial, novato —le gruñe Devon.

—Y nadie, ni siquiera el capitán del equipo, me va a decir con quién puedo ligar —añade Aiden—. Además, tampoco anda por aquí. Estamos en plena concentración, y él, en la playa.

—Pero volverá, imbécil, y te machacará, aunque tengas el brazo lesionado —responde Devon—. Si no lo hago yo ahora.

Los deportistas son muy competitivos. Cuánta testosterona.

Discuten entre ellos, y cuando acaban, se toman una cerveza juntos.

—Cuéntame más, ¿por qué os ha dicho Jack que estoy prohibida? —pregunto a Aiden con la voz tan calmada como puedo, para intentar esconder la ira que siento.

Me dirige una sonrisa que aplacaría a cualquiera. Aunque tiene el encanto típico de los chicos rurales, sabe muy bien lo que se hace.

—Vale, pero no te enfades. Ya hace tiempo que Jack habló con todos los del equipo sobre el tema. «No le pongáis ni una mano encima a la hermana de Elena si no os las queréis ver conmigo», dijo, más o menos.

Ato cabos rápidamente. No cabe duda de que Elena le ha contado a Jack que soy virgen, y, si a eso le añades el compromiso fallido y el hecho de que Jack me esté intentando proteger… Agradezco que se preocupe, pero, venga ya, ¿de verdad se creen que soy tan delicada?

Madre mía. ¿Y si le ha contado a los del equipo que soy virgen? No, no se le ocurriría, ¿verdad? Como lo haya hecho me lo voy a… Siento una fuerte presión en el pecho. Niego con la cabeza y me deshago de la idea. Estoy sacando conclusiones yo sola.

—Ya soy mayorcita, Aiden. Confía en tus instintos. ¿No es eso lo que hacen los jugadores de fútbol de verdad? —pestañeo intencionadamente.

Aiden me mira, primero sorprendido y luego con lujuria, y sonrío. Sí, el muy listo sabe coquetear.

—Aiden —le advierte Devon.

—¿Qué? —responde sin dejar de mirarme.

—Deja de follártela con los ojos.

—Cállate, Dev, así es como miro a todo el mundo. Aquí hay química.

—Ah, ¿sí? —pregunto con un tono serio.

Aiden me mira fijamente a los ojos.

—Ya te digo.

Devon suelta un gruñido y le vibra el móvil.

Me niego a mirarlo. Una parte de mí disfruta con la provocación. Entiendo que habla por Jack, pero solo la idea de que un grupo de hombres hablen de mi vida privada hace que quiera cargarme una mesa… o a algún jugador de fútbol americano.

Aiden coge mi móvil, me pide la contraseña, la introduce y me guarda su número.

—Ese es mi teléfono. Llámame. Podemos montar nuestro propio Cuatro de Julio. —Me guiña el ojo—. O ver alguna película de terror. Tú eliges.

—Me encantan las pelis de miedo, pero soy más de ciencia ficción.

Sus ojos azules se iluminan.

—O sea, que quieres ciencia ficción y fuegos artificiales en una película. ¿Estás pensando lo mismo que yo?

Tardo dos segundos en decir:

—¿Independence Day, de Will Smith?

—Me caes bien. —Me choca el puño—. Me encanta esa peli. Trato hecho.

Corto el rollo, pero lo suavizo con una sonrisa:

—Sé lo que estás haciendo. Crees que el hecho de tontear conmigo perjudicaría la temporada de Jack. Harías cualquier cosa con tal de ser el primer quarterback, ¿eh?

Se le empieza a poner colorado el cuello, y luego, el rostro, y hace una mueca.

—Quiero su puesto en el equipo y algún día será mío…

—Para eso falta mucho —gruñe Devon—. Jack está que se sale y, en unas semanas, se habrá recuperado del hombro.

Aiden le hace una peineta sin ni siquiera mirarlo y me dice:

—Pero me pareces muy sexy.

Arqueo una ceja. Soy una chica alta y delgada, sin pecho, y tengo la nariz demasiado larga. Puede que tenga unos pómulos bien marcados y los ojos azules y bonitos, pero me visto como mi madre. La ropa más seductora que tengo son unos vaqueros cortos deshilachados y un tanga rosa que me compré sin pensar. Ninguna de las dos prendas es apropiada para una estudiante seria de doctorado.

—Sí, tú y yo —dice Aiden con voz ronca mientras me mira con la que debe de ser su mirada seductora más intensa.

Devon alza las manos.

—Esto es absurdo.

—Vete a ver cómo van los camareros, Dev. Hoy han faltado un par —bromea Aiden.

—¿Y qué pasa con las mellizas de la boda? ¿No se enfadarán? —le pregunto a Aiden. Ambos ignoramos a Devon.

Aiden me coge la mano y responde:

—Ni siquiera recuerdo cómo se llamaban.

Mientras me rio, niego con la cabeza y desenlazo nuestras manos.

—Te adoro, pero no me lo trago.

Aiden se lleva una mano al pecho y añade:

—Venga, no me tomas en serio. Cuando nos conocimos, estabas prometida, pero, ahora, tengo que aprovechar la ocasión. Finjamos que nos acabamos de conocer y partamos de ahí —dice con un tono serio antes de hacer una pausa—. La semana que viene, tengo un evento en un centro comercial, me lo ha preparado mi representante. Odio ir a estas cosas solo, las mujeres se me lanzan encima.

—Pobrecito —contesto con sarcasmo.

—¿Quieres acompañarme?

—¿A pelearme con las admiradoras que te lanzan las bragas en una tienda maloliente de ropa deportiva? —Me quedo callada y continúo—: Podrías sobornarme con comida y un buen vino.

—Ya basta —dice Devon, acercándose y mirándonos como si intentara calcular la distancia que hay entre nuestros rostros.

Aiden suelta una risita y se acomoda en la silla.

—Menudo personaje estás hecho, tío.

—¿Qué quieres decir? —se queja Devon.

Aiden entrecierra los ojos y frunce los labios, es evidente que tiene algo en la punta de la lengua.

—Suéltalo, Alabama —dice Devon.

Se miran fijamente durante un buen rato y sus ojos se dicen algo de lo que yo no me entero, pero supongo que tiene algo que ver con el hecho de que los tres son amigos, aunque Devon y Jack desde hace mucho más tiempo, Aiden es nuevo en el equipo y demasiado ambicioso. Quiere ser el quarterback titular, pero Jack se le ha interpuesto en el camino.

—Nada, tío, nada —dice al final Aiden.

Devon se cruza de brazos.

—Tu fiesta empieza a las nueve y te encargas de llevar la cerveza. Imagino que todavía no la tienes, así que, a lo mejor, deberías ir a comprarla.

Aiden resopla.

—Hay tiempo de sobra. —Me mira y me pregunta—: ¿Has cenado?

—No.

—¿Quieres que vayamos a comer algo?

Me muero de hambre, pero…

—Eh, bueno… deja que…

—Viene a cenar conmigo —dice Devon. Me contengo para no abrir la boca de par en par.

—Vaya, vaya —murmura Aiden, que contempla a su amigo. Su postura cambia. Se gira hacia mí y niega con la cabeza decepcionado—. Otra vez será, Giselle.

Devon lo coge del brazo y lo levanta.

—Quiero Guinness. A ti te gusta la Budweiser Light, a Holly, la Fat Tire. Son muchas cervezas distintas, será mejor que vayas a buscarlas ya.

—¿Dais una fiesta?

Aiden se encoge de hombros y dice:

—Vamos a ver una competición de artes marciales mixtas. Es solo para chicos, si no, te lo habríamos dicho.

Entonces, mira fijamente a Devon con una expresión desafiante, se inclina hacia mí y me da un beso en la mejilla. Choca con su amigo cuando se aleja con una sonrisa de satisfacción, me dice adiós con la mano y, antes de irse, articula un «llámame» con los labios.

Lo veo alejarse con una sonrisa tonta. Está claro que no lo voy a llamar. Es muy divertido y simpático, y un coqueto, pero no me atrae. No siento una conexión con él, a diferencia de uno que yo me sé y que me está poniendo de muy mala leche.

Me llega un mensaje de Topher. Me pregunta si necesito algo, me pide perdón por haberme dejado plantada en el bar y me dice que lo ha llamado un compañero de trabajo con una emergencia. Le respondo y le explico de forma resumida que la cita ha sido un desastre.

En todo este tiempo, el silencio se hace insoportable y reverbera cada vez más fuerte. Siento los ojos de Devon sobre mí, incluso antes de moverme.

Me guardo el móvil en la funda, me levanto y me pongo frente a él. Nos miramos fijamente.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco…, él aparta la mirada y la posa encima de mi hombro.

—Conque vamos a cenar juntos, ¿no? No vuelvas a manipularme así. Puedo encargarme de Aiden. Me voy, que Topher me está esperando fuera.

—De acuerdo.

No decía en serio lo de ir a cenar juntos. Aprieto los puños con fuerza.

Suspira.

—Giselle, si quieres hablar con alguien para que te ayude con las citas… —Arrastra las palabras y hace una mueca. Su musculosa envergadura da un paso hacia mí y se detiene, como si no quisiera acercarse—. Mira, no es de mi incumbencia, pero creo que Aiden no es la persona… —Se rasca la barba incipiente de la mandíbula.

Si no estuviera molesta, me sabría mal. Es evidente que el chico no sabe qué hacer conmigo.

—Ya sé que le gusta incordiar a Jack, pero una tiene sus necesidades, Devon.

Entreabre los labios.

—Giselle…

Lo interrumpo.

—Te agradezco que me hayas traído la bolsa de hielo y librado de Rodeo, pero deja ya de decirme con quién puedo salir o dónde tengo que conocer chicos. Soy una mujer adulta.

—Espera un momento —suelta cuando me dispongo a pasar por su lado. Me coge por el codo y tiemblo al sentir el fuego que me recorre la extremidad. Maldito brazo, debería amputármelo. ¿Por qué le gusta tanto Devon?—. Giselle. —Baja los ojos hasta mis labios.

La manera que tiene de decir mi nombre, con esa voz quebrada y grave, hace que me detenga y que se me corte la respiración.

—Ya sé que eres una mujer… —Se queda en silencio, como si intentara buscar las palabras adecuadas, aunque, al darse cuenta de que tiene una mano sobre mi brazo, me suelta y retrocede. Exhala lentamente y el pecho se le deshincha—. Lo siento.

Actúa de forma… rara. Primero la boda y, ahora, esto.

Los nervios se apoderan de mí cuando pregunto:

—Cuando Jack os prohibió salir conmigo, ¿os dijo el motivo?

—Jack es tu cuñado y es un tío protector. No confía en nosotros. —Hace una pausa—. No te enfades con él.

—Eso ya lo decidiré yo. Entonces, ¿no dio más detalles ni contó nada sobre mí?

La expresión de Devon cambia y se pone serio. Mete las manos en los bolsillos.

—¿Devon?

Baja el verde de su mirada para esconderse.

—¿Podemos hablar de esto en otra ocasión? He tenido un día de mierda y me tengo que ir.

Está esquivando mi pregunta.

Se me acelera el corazón y la inquietud me vence cuando empiezo a darle vueltas al tema. No tendría que darme vergüenza ser virgen, hay mucha más gente como yo. Además, soy una persona sensual. Puedo escribir una escena entre un soldado alienígena alto y atractivo y su novia terrestre que hace que se me ponga la piel de gallina. Sin embargo, aun así, no puedo dejar de pensar que a lo mejor soy…

—No soy frígida —suelto.

Se queda paralizado con la mano en el pelo.

—¿Qué tiene eso que ver? Lo que he dicho antes no iba en serio, me has malinterpretado…

—¡Soy virgen!

Cada segundo que pasa sin que diga nada, con él mirándome como si le acabara de dar una bofetada, está cargado de tensión. Inhala bruscamente y maldice varias veces.

—Fuera todo el mundo —grita Devon mientras señala a la gente al otro lado de la sala. Lo miran a la cara, cogen las bebidas y se van.

Observo la situación con la respiración contenida.

—Te lo ha dicho, ¿verdad? —susurro.

—Giselle…

—Te he hecho una pregunta. Haz el favor de responder. —Aprieto los puños y espero. Espero…

Se pasa una mano por la boca y luego se rasca la barbilla.

—Sí.

Capítulo 3

Devon

A Giselle Riley se le ha ido la olla.

El noventa y nueve por ciento del tiempo es una chica correcta y formal desde el moño alto hasta los zapatos de tacón. No se altera por nada. Cuando Preston le puso los cuernos, no dijo ni una sola cosa mala sobre él. Nunca la he oído soltar palabrotas ni la he visto con el pelo suelto.

Hasta ahora. El pelo de color ámbar con reflejos plateados le cae por la espalda como una cascada rubia y las puntas le llegan por debajo de los delicados hombros. Tiene el tipo de cabello al que cualquier hombre le gustaría agarrarse con fuerza.

No es de extrañar que no pueda dejar de mirarla.

¿Quién es esta chica?