Notificación Roja - Bill Browder - E-Book

Notificación Roja E-Book

Bill Browder

0,0

Beschreibung

Esta es la historia del devenir profesional y empresarial de Bill Browder, fundador de Hermitage Capital, un fondo de inversión libre que construyó su leyenda operando en el mercado ruso en la primera década de este siglo. El joven Bill, atraído por las posibilidades que abría la paupérrima Europa del Este recién liberada del yugo socialista, hizo allí su fortuna, al frente del mayor fondo de inversión de Rusia desde el colapso de la Unión Soviética. La experiencia le permitió constatar el despilfarro cometido por los sucesivos Gobiernos europeo-orientales en la oleada de privatizaciones que se sucedieron durante el paso a la economía de mercado. A través de su fondo de inversión libre, el financiero fue un gran aliado del presidente ruso Vladímir Putin en sus primeros años al frente del Kremlin. Pero, cuando la corrupta oligarquía rusa decidió tomar parte en las sociedades en las que Browder invertía, Putin se volvió contra él y le expulsó de Rusia. En 2007, las autoridades rusas ocuparon las oficinas de Browder en Moscú e incautaron 230 millones de dólares. Tras investigar el incidente, el abogado de Browder, Serguéi Magnitsky, descubrió toda una red de empresas criminales, pero un mes después de testificar contra los funcionarios involucrados, fue detenido y encerrado en prisión preventiva, donde fue torturado durante un año. El 16 de noviembre de 2009, fue llevado a una cámara de aislamiento, esposado a una baranda y golpeado hasta la muerte por ocho guardias.

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Dedicado a

Serguéi Magnitsky,

el hombre más valiente

que he conocido.

Aunque la historia de este libro

es verdadera, seguramente

ofenderá a algunas personas

muy poderosas y peligrosas.

Con el fin de proteger a los inocentes

se han cambiado algunos

nombres y lugares.

01

Persona non grata

13 de noviembre de 2005

Soy un hombre de cifras, así que empezaré con algunas que son importantes: 260, 1 y 4.500.000.000.

Y esto es lo que significan: en fines de semana alternos hacía el viaje de Moscú, la ciudad donde vivía, a Londres, la ciudad que yo consideraba mi casa. En los últimos diez años había hecho este viaje 260 veces. La finalidad número 1 de este viaje era ver a mi hijo David, que entonces tenía ocho años y vivía con mi exmujer en Hampstead. Cuando nos divorciamos me comprometí a ir a verle cada dos fines de semana pasara lo que pasara, y nunca había faltado a mi compromiso.

Había 4.500.000.000 de razones para regresar a Moscú con tanta regularidad. Esa cifra representaba el valor total en dólares del activo que controlaba mi empresa, Hermitage Capital. Yo era su fundador y director ejecutivo, y en la década anterior había hecho ricas a muchas personas. En el año 2000 el Fondo Hermitage había sido catalogado como el mejor fondo de mercados emergentes del mundo. Habíamos generado unos dividendos del 1.500 por ciento a los inversores que se habían mantenido con nosotros desde que lanzamos el fondo en 1996. Este éxito de mi negocio superó con creces mis aspiraciones más optimistas. La Rusia post-soviética había sido testigo de algunas de las oportunidades de inversión más espectaculares en la historia de los mercados financieros, y trabajar allí había sido tan arriesgado —y a veces tan peligroso— como rentable. Nunca fue aburrido.

Había hecho el viaje de Londres a Moscú tantas veces que me lo conocía al dedillo: cuánto tiempo se tardaba en pasar el control de seguridad en Heathrow; cuánto en embarcar en el avión de Aeroflot; cuánto en despegar y volar en dirección al este hacia un país oscureciente que, a mediados de noviembre, avanzaba deprisa al encuentro de otro frío invierno. El tiempo de vuelo era de doscientos setenta minutos, suficiente para echar una ojeada al Financial Times, el SundayTelegraph, Forbes y el Wall Street Journal junto con importantes correos electrónicos y otros documentos.

Mientras el avión tomaba altura abrí mi maletín para sacar la lectura del día. Junto con los archivos, periódicos y revistas de papel satinado llevaba una pequeña cartera de piel en la que había 7.500 dólares en billetes de 100. En caso de necesidad, con esa suma tendría más oportunidades de conseguir un asiento en un proverbial vuelo que partiría de Moscú, como el que habían tomado aquellos que habían conseguido escapar por los pelos de Phnom Penh o Saigón antes de que sus países se hundieran en el caos y la ruina.

Pero yo no escapaba de Moscú, sino que estaba regresando a él. Regresaba al trabajo, y por tanto quería ponerme al día de las noticias del fin de semana.

Un artículo de la revista Forbes que leí casi al finalizar el vuelo cautivó mi atención. Trataba de un hombre que se llamaba Jude Shao, un americano de origen chino que, como yo, tenía un MBA (Máster en Administración de Empresas) de la universidad de Stanford, donde había estudiado unos años después que yo. No lo conocía, pero, como yo, era un exitoso hombre de negocios en tierra extranjera. En su caso, China.

Había entablado conflicto con algunos oficiales chinos corruptos y en abril de 1998 fue arrestado después de negarse a pagar un soborno de 60.000 dólares a un recaudador de impuestos de Shanghái. Finalmente fue condenado por cargos falsos y sentenciado a dieciséis años de cárcel. Algunos alumnos de Stanford habían organizado una campaña de presión para sacarle de allí, pero no dio ningún resultado. Por lo que leí, Shao se estaba pudriendo en alguna asquerosa prisión china.

El artículo me heló la sangre. China era diez veces más segura que Rusia en lo referente a hacer negocios. Durante unos minutos, mientras el avión descendía a tres mil metros sobre el aeropuerto Sheremétyevo de Moscú, no dejé de preguntarme si no estaría yo haciendo el imbécil. A lo largo de los años había enfocado las inversiones principalmente en el activismo accionista. En Rusia eso significaba desafiar la corrupción de los oligarcas, el grupo de veinte hombres más o menos de los que se sabía que habían robado el 39 por ciento del país tras la caída del comunismo y que se habían convertido en multimillonarios casi de la noche a la mañana. Los oligarcas poseían la mayor parte de las compañías que cotizaban en la Bolsa rusa y con frecuencia robaban esas mismas compañías sin que nadie se percatara de ello. En general había salido bien parado en mis batallas con ellos y, aunque esta estrategia había hecho exitoso mi fondo, también me había creado muchos enemigos.

Cuando acabé de leer la historia de Shao pensé: «Tal vez debería dejarlo. Tengo muchas cosas por las que vivir». Aparte de David también tenía a una nueva esposa en Londres. Elena era rusa, hermosa, increíblemente inteligente y se encontraba en avanzado estado de gestación de nuestro primer hijo. «Quizás debería dejarlo por un tiempo».

Pero cuando los neumáticos del avión tocaron tierra, aparté a un lado la prensa, cerré el maletín y conecté mi BlackBerry. Empecé a revisar mis correos electrónicos. Mi atención pasaba de Jude Shao y los oligarcas a lo que me había perdido en las horas de vuelo. Después tenía que pasar el control de pasaportes, encontrar mi coche y volver a mi apartamento.

El aeropuerto de Sheremétyevo es un lugar raro. La terminal con la que estaba más familiarizado, Sheremétyevo-2, había sido construida para los Juegos Olímpicos del verano de 1980. Debió de parecer impresionante cuando la inauguraron, pero en el año 2005 estaba muy deteriorada por el uso. Olía a sudor y tabaco barato. El techo estaba decorado con hileras e hileras de cilindros metálicos que parecían latas de conserva oxidadas. En el control de pasaportes no había una cola normal, así que era necesario ocupar tu propio lugar entre una masa de personas y estar alerta para que no se te colara nadie. ¡Y Dios nos libre si habías facturado una maleta! Incluso después de haberte sellado el pasaporte tendrías que esperar una hora más para recoger el equipaje. Después de un vuelo de más de cuatro horas no era una forma divertida de entrar en Rusia, sobre todo si hacías el viaje una semana sí y otra no, como era mi caso.

Estuve haciéndolo así desde 1996, pero alrededor del año 2000 un amigo mío me habló del llamado servicio VIP. Por una pequeña cantidad ahorrabas una hora, a veces incluso dos. No era nada lujoso, pero valía la pena cada céntimo que costaba.

Fui directamente del avión a la sala VIP. Las paredes y el techo estaban pintados de un verde tipo puré de guisantes. El suelo era de linóleo marrón oscuro, los sillones de la sala estaban tapizados en imitación de piel marrón rojizo y no eran demasiado cómodos. Durante la espera los camareros servían café aguado o té sobrecocido. Opté por el té con una rodaja de limón y entregué mi pasaporte al oficial de inmigración. A los pocos segundos me tragó el basurero de correos electrónicos de mi BlackBerry.

Apenas me di cuenta de cuando mi chófer, Alexéi, que tenía autorizado el acceso a la sala, entró y empezó a hablar con el oficial. Tenía cuarenta y un años, la misma edad que yo, pero él medía casi uno noventa, pesaba unos ciento ocho kilos, era rubio y sus rasgos eran bastante duros. Había sido coronel de la policía de tráfico de Moscú y no hablaba ni una palabra de inglés. Siempre llegaba puntual y siempre se las arreglaba para salirse de los pequeños atascos convenciendo a los policías.

Ignoré su conversación, contesté los correos electrónicos y me bebí el té tibio. Al cabo de un rato escuché por el sistema de altavoces que ya se podía pasar a recoger el equipaje de mi vuelo.

Fue entonces cuando levanté la vista y pensé: «¿Llevo aquí una hora?».

Miré el reloj y, efectivamente, llevaba allí una hora. El avión aterrizó alrededor de las siete y media de la tarde y ahora eran ya las 8.32. Los otros dos pasajeros de mi vuelo que habían ido a la sala VIP hacía tiempo que se habían marchado. Lancé una mirada a Alexéi y él me devolvió otra como diciendo: «Déjeme comprobar».

Mientras él hablaba con el agente llamé a Elena. En Londres eran solo alrededor de las cinco y media de la tarde, así que sabía que estaría en casa. Mientras hablábamos no aparté la vista de Alexéi y el oficial de inmigración. Su conversación no tardó en convertirse en discusión. Alexéi golpeaba la mesa con la mano mientras el oficial le miraba desafiante. «Algo va mal», le dije a Elena. Me levanté y, más enojado que preocupado, me acerqué a ellos y pregunté qué pasaba.

Al acercarme me di cuenta de que se trataba de algo realmente serio. Puse el altavoz para que Elena escuchara y me tradujera. Los idiomas no son mi fuerte, y después de diez años solamente hablaba el ruso de taxi.

La conversación seguía y seguía. Yo miraba como un espectador en un partido de tenis, moviendo la cabeza a un lado y a otro. En un momento dado Elena me dijo: «Creo que tiene que ver con tu visado, pero el agente no habla claro». Justo en ese instante otros dos policías de inmigración uniformados entraron en la sala. Uno señaló mi teléfono, el otro mis bolsas.

Le dije a Elena: «Aquí hay dos oficiales diciéndome que cuelgue y vaya con ellos. Te llamaré en cuanto pueda».

Colgué. Uno de los oficiales cogió mis bolsas, el otro recogió mis documentos de inmigración. Antes de salir con ellos miré a Alexéi. Tenía los hombros hundidos y la mirada cansada, y la boca ligeramente abierta. Parecía perdido, sin saber qué hacer, pero sí sabía que cuando las cosas van mal en Rusia normalmente significa que van fatal.

Me fui con los oficiales zigzagueando por los pasillos traseros de Sheremétyevo-2 hasta llegar a una sala más grande donde se pasaba el control normal de inmigración. Les hice algunas preguntas en mi mal ruso, pero no dijeron nada mientras me escoltaban a una sala de detenciones general. Las luces allí eran muy fuertes, las sillas de plástico estaban fijadas al suelo en hileras y la pintura beige de las paredes se había desconchado en varios lugares. Unos cuantos detenidos más con gesto enfadado estaban apoltronados alrededor de la sala. Ninguno hablaba. Todos fumaban.

Los oficiales se marcharon. Acordonados tras una pared divisoria de cristal y madera, en el otro extremo, había una colección de agentes uniformados. Elegí un sitio cerca de ellos e intenté encontrar la lógica a lo que estaba pasando.

Por alguna razón me habían permitido conservar todas mis cosas, incluido el teléfono móvil, que seguía teniendo señal. Interpreté esto como algo positivo. Traté de calmarme, pero mientras lo hacía la historia de Jude Shao se abrió paso a la fuerza en mi mente.

Comprobé la hora: 8.45 de la tarde.

Volví a llamar a Elena. No estaba preocupada. Me dijo que estaba preparando un fax informativo para los funcionarios de la Embajada británica en Moscú y que lo enviaría en cuanto lo tuviera listo.

Llamé a Ariel, un exagente israelita del Mossad que trabajaba como mi asesor de seguridad en Moscú. Era considerado por muchos como uno de los mejores profesionales del país, y estaba seguro de que me ayudaría a solucionar este problema.

Ariel se sorprendió al escuchar lo que estaba pasando. Me dijo que haría algunas llamadas y volvería a ponerse en contacto conmigo.

Alrededor de las diez y media llamé a la Embajada británica y hablé con un hombre llamado Chris Bowers, de la sección consular. Había recibido el fax de Elena y ya conocía mi situación, o al menos sabía lo mismo que yo. Comprobó de nuevo toda la información: fecha de nacimiento, número de pasaporte, fecha de expedición de mi visado, todo. Dijo que debido a que era domingo por la noche probablemente no podría hacer gran cosa, pero lo intentaría. Antes de colgar me preguntó:

—Sr. Browder, ¿le han dado algo de comer o beber?

—No —respondí.

Escuché un ligero murmullo de su parte y le di las gracias antes de colgar. Intenté ponerme cómodo en la silla de plástico, pero no lo conseguí. El tiempo pasaba a cámara lenta. Me levanté. Di unos pasos atravesando una cortina de humo de cigarrillos. Intenté no prestar atención a las miradas ausentes de los otros hombres que también estaban detenidos. Revisé mis correos electrónicos. Llamé a Ariel, pero no contestó. Me acerqué al cristal y empecé a hablar a los oficiales en mi pobre ruso. Me ignoraron. Yo era nadie para ellos. Peor aún, ya era un preso.

Vale la pena mencionar que en Rusia no existe el respeto por el individuo y sus derechos. Se puede sacrificar a las personas para satisfacer las necesidades del estado, utilizarlas como escudos protectores, objetos de intercambio o como simple forraje para animales. Una famosa expresión de Stalin lo define de maravilla: «Si no hay hombre, no hay problema».

Fue entonces cuando el Jude Shao de la revista Forbes volvió a saltar en mi conciencia. ¿Debería yo haber sido más precavido en el pasado? Me había acostumbrado tanto a luchar con los oligarcas y los funcionarios rusos corruptos que me había hecho inmune a la posibilidad de que, si alguien realmente quería, podría hacerme desaparecer también.

Meneé la cabeza, obligando a Shao a salir de mi mente. Volví a dirigirme a los guardias para intentar averiguar algo, cualquier cosa, pero resultó inútil. Regresé a mi asiento. Llamé otra vez a Ariel, y esta vez me contestó.

—¿Qué está pasando, Ariel?

—He preguntado a varias personas, pero nadie dice nada.

—¿Qué quieres decir con que nadie dice nada?

—Quiero decir eso mismo, que nadie dice nada. Lo siento, Bill, pero necesito más tiempo. Es domingo por la noche. No puedo localizar a nadie.

—De acuerdo. Infórmame en cuanto te enteres de algo.

—Lo haré.

Colgamos. Volví a llamar a la Embajada. Ellos tampoco habían hecho ningún progreso. Contestaban con evasivas, o quizás yo no entendía todavía el sistema, o ambas cosas a la vez. Antes de colgar el cónsul me preguntó otra vez.

—¿Le han dado algo de comer o beber?

—No —repetí. Me parecía una cuestión insignificante, pero evidentemente Chris Bowers pensaba de otra manera. Seguramente había experimentado antes este tipo de situación, y se me ocurrió que sería una táctica muy rusa no ofrecer agua ni alimentos.

La sala se llenó con más detenidos mientras el reloj pasaba de la medianoche. Todos eran hombres y parecían proceder de antiguas repúblicas soviéticas: georgianos, azerbaiyanos, kazajos, armenios. Su equipaje, si es que lo llevaban, eran simples talegos de tela gruesa o extrañas y enormes bolsas de nailon envueltas enteras con cinta adhesiva. Todos ellos fumaban sin parar, algunos hablaban en voz baja, ninguno mostraba el más mínimo signo de emoción o preocupación. Se esforzaban tanto en reparar en mí como los guardias, aunque evidentemente yo era un pez fuera del agua: nervioso, con una chaqueta azul marino, un BlackBerry, un caro maletín negro. Llamé otra vez a Elena:

—¿Alguna noticia por tu parte?

Ella suspiró:

—No. ¿Y por la tuya?

—Nada.

Debió de notar la preocupación en mi voz.

—Todo va a salir bien, Bill. Si realmente es solo un asunto con el visado, estarás de vuelta aquí mañana para arreglarlo todo. Estoy segura de ello.

Su tranquilidad me ayudó.

—Lo sé. —Miré el reloj. Eran las diez y media de la noche en Inglaterra—. Vete a dormir, cariño. El niño y tú necesitáis descansar.

—De acuerdo. Te llamaré inmediatamente si me llega alguna información.

—Yo también te llamaré.

—Buenas noches.

—Buenas noches. Te quiero —añadí, pero ella ya había colgado.

Una sombra de duda cruzó por mi mente. ¿Qué pasaría si esto no fuera simplemente un asunto de visado? ¿Volvería a ver a Elena? ¿Conocería alguna vez a nuestro hijo aún por nacer? ¿Volvería a ver a mi hijo David?

Mientras luchaba contra estos nefastos sentimientos, intenté acoplarme a lo largo de las duras sillas poniéndome la chaqueta de almohada, pero las sillas estaban hechas para que nadie pudiera dormir en ellas. Por no mencionar que estaba rodeado por un puñado de hombres con aspecto amenazante. ¿Cómo iba a quedarme dormido en medio de esos personajes? Imposible. Me levanté y empecé a teclear en mi BlackBerry, haciendo listas de personas que había conocido a lo largo de los años en Rusia, Gran Bretaña o Estados Unidos, y que pudieran ayudarme: políticos, hombres de negocios, periodistas.

Chris Bowers me llamó por última vez antes de terminar su turno en la Embajada. Me aseguró que la persona que le iba a sustituir estaría plenamente informada del caso. Todavía quería saber si me habían ofrecido comida o agua. No. Se disculpó, aunque no había nada que pudiera hacer. Estaba claro que estaba llevando un recuento de malos tratos en caso de que alguna vez surgiera la necesidad de presentarlo. Después de colgar, pensé: «Mierda».

Para entonces ya eran las dos o las tres de la mañana. Apagué mi Blackberry para ahorrar batería e intenté volver a dormir. Saqué una camisa de mi bolsa y me la puse encima de los ojos. Me tragué en seco dos Nurofen para el dolor de cabeza que había empezado a sentir. Traté de olvidar todo, traté de convencerme de que saldría al día siguiente. Esto no era más que un problema con mi visado. De una forma u otra saldría de Rusia. Al cabo de un rato me quedé dormido.

Desperté alrededor de las seis y media de la mañana, cuando apareció una multitud de nuevos detenidos. Más de lo mismo. Nadie parecido a mí. Más cigarrillos, más murmullos. El olor a sudor aumentó en varias escalas de magnitud. Me sabía fatal la boca, y por primera vez fui consciente de la sed que tenía. Chris Bowers tenía razón al preguntarme si me habían ofrecido algo de comida o bebida. Teníamos acceso a unos retretes en hilera, pero estos bastardos deberían habernos dado comida y agua.

No obstante, me había despertado optimista pensando que se trataba solamente de un malentendido burocrático. Llamé a Ariel. Todavía no había sido capaz de imaginar qué estaba pasando, pero me dijo que el próximo vuelo a Londres saldría a las once y cuarto de la mañana. Tenía solo dos alternativas: o me arrestaban o me deportaban, así que hice lo posible para convencerme de que iría en ese vuelo.

Intenté distraerme lo mejor que pude. Contesté algunos correos electrónicos como si fuera un día laboral cualquiera. Llamé a la Embajada. El nuevo cónsul de guardia me aseguró que una vez se iniciaran las actividades del día se ocuparían de mí. Reuní todas mis cosas y volví a intentar hablar con los guardias. Les pregunté por mi pasaporte, pero siguieron ignorándome. Parecía que ese era su único trabajo: estar sentados detrás del cristal e ignorar a todos los detenidos.

Me puse a caminar de un lado a otro: 9.00, 9.15, 9.24, 9.37 de la mañana. Mi nerviosismo iba en aumento. Quería llamar a Elena, pero era demasiado temprano en Londres. Llamé a Ariel y todavía no tenía noticias para mí. Desistí de seguir llamando.

Hacia las 10.30 ya estaba golpeando el cristal, pero los oficiales seguían ignorándome con la más absoluta profesionalidad.

Elena llamó, pero esta vez no pudo consolarme. Me prometió que saldríamos de esta situación, pero yo empezaba a sentir que no importaba. En ese momento Jude Shao aparecía imponente en mi mente.

10.45. Empecé a sentir verdadero pánico.

10.51. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido? ¿Por qué un tipo normal y corriente del Lado Sur de Chicago iba a pensar que podía salirse con la suya saltándose a los oligarcas rusos uno tras otro?

10.58. ¡Imbécil! ¡Imbécil! ¡Imbécil! ¡IMBÉCIL Y ARROGANTE, BILL! ¡ARROGANTE Y TOTALMENTE ESTÚPIDO!

11.02. Voy a ir a una cárcel rusa. Voy a ir a una cárcel rusa. Voy a ir a una cárcel rusa.

11.05. Dos oficiales con botas hasta las rodillas entraron bruscamente en la sala y se dirigieron directamente a mí. Me agarraron por los brazos, recogieron mis cosas y me sacaron de la sala de detenidos. Me llevaron cruzando varias salas y me hicieron subir un tramo de escaleras. Eso era todo. Me iban a tirar a un furgón policial y llevarme a otro lugar.

Pero entonces dieron una patada a una puerta y nos encontramos en la terminal de salidas moviéndonos a toda prisa. A medida que pasábamos por delante de puertas de embarque y pasajeros embobados me iba subiendo la moral. Entonces llegamos a la puerta de embarque del vuelo de Londres que partía a las 11.15, y me estaban empujando amablemente hasta el avión, atravesando la clase business hasta depositarme en un asiento intermedio en económica. Los oficiales no dijeron ni una palabra. Pusieron mi bolsa en el compartimento de encima y se marcharon sin devolverme el pasaporte. Las personas que estaban en el avión intentaban no mirarme, pero les resultaba imposible. Les ignoré. No iba a ir a una cárcel rusa.

Mandé un mensaje de texto a Elena diciendo que iba de camino a casa y que pronto la vería. También escribí que la quería.

Despegamos. Cuando las ruedas golpearon el fuselaje experimenté la mayor sensación de alivio de toda mi vida, ni siquiera comparable a la de ganar y perder cientos de millones de dólares. Alcanzamos la velocidad de crucero y se acercaron las azafatas con el servicio de comida. Llevaba más de veinticuatro horas sin comer. El almuerzo de ese día consistía en una especie de horrible ternera Strogonoff, pero me pareció lo más delicioso que había comido jamás. Me comí tres raciones extras y bebí cuatro botellas de agua, y después perdí la conciencia.

No me desperté hasta que el avión tocó la pista de aterrizaje en Inglaterra. A medida que nos dirigíamos al aparcamiento hice mentalmente una lista de todas las cosas a las que me iba a enfrentar. En primer lugar, y lo más importante, era conseguir pasar la aduana británica sin pasaporte, aunque eso sería bastante fácil. Inglaterra era mi casa y, desde que había tomado la nacionalidad británica a finales de los años noventa, también mi país de adopción. Lo más peliagudo estaba relacionado con Rusia. ¿Cómo iba a salir del embrollo? ¿Quién era responsable de él? ¿A quién podría llamar en Rusia? ¿A quién en Occidente?

El avión se detuvo, se escuchó el sistema de megafonía y se soltaron los cinturones de seguridad. Cuando me llegó mi turno avancé por el pasillo hacia la salida, absolutamente ensimismado. Me acerqué más a la salida y no reparé en la piloto que tenía enfrente viendo desembarcar a los pasajeros. Cuando estuve a su lado interrumpió mis pensamientos sujetándome con una mano. Me quedé mirándola. Sostenía mi pasaporte británico. Lo cogí sin decir una palabra.

Tardé cinco minutos en pasar la aduana. Me metí en un taxi y me dirigí a mi apartamento londinense. Cuando llegué di un largo abrazo a Elena. Nunca me había sentido tan agradecido por abrazarme a otra persona. Le dije cuánto la quería. Ella me miró con sus dulces y grandes ojos oscuros. Hablamos de mi problema mientras nos dirigíamos cogidos de la mano hacia la casa-oficina que compartíamos. Nos sentamos en nuestros respectivos escritorios, encendimos los ordenadores, levantamos los teléfonos y empezamos a trabajar.

Tenía que pensar en cómo volver a Rusia.

02

¿Cómo rebelarse contra una

familia de comunistas?

Si me oyeran hablar ahora, probablemente alguien preguntaría: «¿Cómo es que este tipo con acento norteamericano y pasaporte británico se convirtió en el mayor inversor extranjero en Rusia para que después le echaran de una patada?».

Es una larga historia que en realidad comenzó en Estados Unidos, en una familia norteamericana poco común. Mi abuelo, Earl Browder, era un organizador sindicalista de Wichita, Kansas. Se le daba tan bien su trabajo que los comunistas se fijaron en él y le invitaron a visitar la Unión Soviética en 1926. Poco después de estar allí hizo lo que hace la mayoría de hombres norteamericanos en Moscú: conoció a una guapa chica rusa. Se llamaba Raisa Berkman, una de las primeras mujeres abogadas de Rusia. Se enamoraron y se casaron, y tuvieron tres hijos. El primero de ellos fue mi padre, Félix, que nació en la capital rusa en julio de 1927.

En 1932 Earl regresó a Estados Unidos, trasladándose con su familia a Yonkers, en el estado de Nueva York, para dirigir el Partido Comunista Americano. Dos veces fue candidato a presidente por el partido, en 1936 y 1940. Aunque solo reunió unos ochenta mil votos en ambas vueltas, la candidatura de Earl consiguió que la América de la Gran Depresión se fijara en los fracasos del capitalismo dominante e hizo que todos los jugadores de la política revisaran sus posturas hacia la izquierda. Fue tan efectivo que incluso apareció en la portada de la revista Time en 1938 con el título «El camarada Earl Browder».

Pero esa misma efectividad desató también la ira del presidente Roosevelt. En 1941, después de que mi abuelo fuera arrestado y condenado por «violaciones de pasaportes», empezó a servir cuatro años en la Penitenciaría Federal de Atlanta, en Georgia. Afortunadamente, debido a la alianza en la Segunda Guerra Mundial entre Estados Unidos y la Unión Soviética, Earl fue absuelto un año después.

Cuando terminó la guerra pasó los siguientes años en la jungla política hasta que el senador Joseph McCarthy inició su infame caza de brujas, intentando librar al país de todo comunista. Los años cincuenta fueron una época paranoica en América, y no importaba si alguien era un comunista bueno o malo, el caso es que seguía siendo comunista. Earl fue citado e interrogado durante meses por el Comité de Actividades Antiestadounidenses. Las creencias y la persecución política de mi abuelo tuvieron gran peso en el resto de la familia. Mi abuela era una judía rusa intelectual y no quería que ninguno de sus hijos se metiera en el sucio negocio de la política. Para ella la más alta vocación era la académica, específicamente en el ámbito de las ciencias o las matemáticas. Mi padre, Félix, cumplió largamente y superó sus expectativas, entrando en el Instituto Tecnológico de Massachusetts a la edad de dieciséis años. Sorprendentemente acabó su licenciatura en solo dos años, se matriculó en el curso de matemáticas de postgrado de Princeton y a los veinte años acabó el doctorado.

Aunque mi padre fue uno de los más brillantes matemáticos jóvenes de América, seguía siendo el hijo de Earl Browder. Cuando el presidente Truman instituyó el servicio militar tras la Segunda Guerra Mundial, Félix solicitó una prórroga, pero su empleador, el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, se negó a escribir una carta de apoyo. Ninguno de sus superiores quería tener antecedentes por defender al hijo de un famoso comunista. Sin prórroga en su expediente Félix fue llamado a filas inmediatamente, y en 1953 empezó a servir en el ejército.

Después de acabar el entrenamiento básico mi padre fue asignado a una unidad del servicio de inteligencia del ejército en Fort Monmouth, Nueva Jersey, donde trabajó varias semanas antes de que su comandante se fijara en su apellido. Entonces las cosas se torcieron rápidamente. En mitad de la noche Félix fue arrastrado de su litera, arrojado a un transporte militar y llevado a Fort Bragg, en Carolina del Norte, donde fue destinado a llenar depósitos en una gasolinera situada en el límite de la base durante los dos años siguientes.

Cuando fue dado de baja en el servicio militar en 1955, solicitó el primer puesto de trabajo académico que encontró: profesor ayudante en la Universidad de Brandeis. El cuerpo docente de esta universidad no podía creer la suerte que había tenido de contar con un número uno en matemáticas de Princeton solicitando el puesto. Pero cuando presentaron su recomendación, el consejo de administración se negó a apoyar al hijo del exsecretario del Partido Comunista de América.

En esa época Eleanor Roosevelt era la presidenta del consejo y, aunque su marido había sido responsable de la encarcelación de mi abuelo, dijo que «lo más antiamericando que podían hacer era negar su profesión a un gran científico solo por ser hijo de quien era». Finalmente Félix consiguió el trabajo, que después le llevó a obtener otros puestos en Yale, Princeton y la Universidad de Chicago, donde acabó siendo jefe de la cátedra de matemáticas. Tuvo una larga y satisfactoria carrera, y en 1999 el presidente Clinton le concedió la Medalla de las Ciencias, el máximo honor concedido en el país dentro del ámbito de las matemáticas.

La historia de mi madre no es menos interesante. Eva era hija de una madre soltera judía y nació en Viena en 1929. Hacia 1938 ya era evidente que los nazis tenían como objetivo a los judíos, y cualquier judío que tenía la oportunidad se iba lo más lejos que podía de Europa. Debido a la gran cantidad de gente que huía, conseguir un visado para Estados Unidos era casi imposible, y mi abuela tomó la dolorosa decisión de dar a mi madre en adopción para que tuviera la oportunidad de llevar una vida mejor en América.

Los Applebaum, una encantadora familia judía de Belmont, Massachusetts, accedieron a acoger a Eva. Con nueve años de edad cruzó sola toda Europa en tren, se montó en un barco y partió con rumbo a América para encontrarse con su nueva familia. Cuando llegó allí se quedó asombrada al ver el santuario en el que había caído. Mi madre pasó los siguientes años viviendo en una cómoda casa con habitación propia, un cocker spaniel, césped bien segado y ninguna guerra genocida a su alrededor.

Mientras Eva se adaptaba a su nueva vida, mi abuela Erna se las arregló para escapar de Austria y llegar hasta el Reino Unido. La separación de su hija le resultaba insoportable y cada día intentaba conseguir un visado americano para poder reunirse con ella. Al cabo de tres años lo consiguió. Viajó desde Inglaterra a Boston y apareció en la puerta de los Applebaum, en Belmont, esperando una alegre reunión. Sin embargo, mi abuela fue recibida por una niña a la que apenas conocía, una chica americana que había llevado una vida tan confortable con los Applebaum que no quería marcharse. Después de una lucha traumatizante, mi abuela se impuso y las dos se trasladaron a un edificio de apartamentos de una sola habitación en Brookline, Massachusetts. Mi abuela trabajaba ochenta horas a la semana para poder mantener a las dos, pero eran tan pobres que su mayor lujo consistía en compartir una bandeja de ternera asada con puré de patata una vez a la semana en una cafetería local. Pasar de la pobreza al bienestar y volver a la pobreza fue tan traumático para mi madre que hasta el día de hoy sigue cogiendo bolsas de azúcar y panecillos de las cestas de pan de los restaurantes y se los guarda en el bolso. A pesar de la precariedad en que pasó su adolescencia, mi madre obtuvo unas notas brillantes y le ofrecieron una beca que cubría todos sus gastos en el MIT. Allí conoció a Félix en 1948 y a los pocos meses se casaron.

Yo nací en 1964 en el seno de esta extraña familia de académicos de izquierdas. Los principales temas de conversación a la hora de la cena eran los teoremas matemáticos y cómo el mundo se estaba yendo al infierno por culpa de los hombres de negocios sin escrúpulos. Mi hermano mayor, Thomas, siguió los pasos de mi padre y empezó a estudiar en la Universidad de Chicago a los quince años. Se licenció (con matrícula de honor, por supuesto) en Ciencias Físicas y continuó estudiando hasta sacarse el doctorado a los diecinueve años. Hoy en día es uno de los físicos más importantes del mundo en el campo de las partículas. Yo, por mi parte, viví en el mundo opuesto de la esfera académica. Cuando tenía doce años mis padres anunciaron que se iban a tomar un largo año sabático y me dieron la opción de unirme a ellos o ir a un internado. Elegí esto último.

Sintiéndose culpable, mi madre me permitió elegir el colegio que quisiera. Como no me interesaba nada el mundo académico, y prefería con mucho el esquí, miré los colegios que estaban cerca de las estaciones y encontré uno diminuto llamado Whiteman School, situado en Steamboat Springs, Colorado.

Mis padres estaban tan metidos en su mundo académico que ni siquiera se habían molestado en averiguar nada sobre este colegio. Si lo hubieran hecho se habrían dado cuenta de que en aquella época Whiteman era un colegio nada selectivo que había atraído a un gran número de estudiantes problemáticos, aceptando a jóvenes que habían sido expulsados de otros centros o que tenían problemas con la ley.

Para poder asistir a este colegio tuve que saltarme el octavo curso, así que llegué a Whiteman siendo un pequeño estudiante de trece años, el más joven y pequeño de los que había allí. Cuando los otros chicos vieron a este escuálido muchacho vestido con una chaqueta azul marino, inmediatamente detectaron una víctima. La primera noche un grupo entró en mi habitación y empezó a hurgar en mis cajones, llevándose todo lo que quisieron. Cuando protesté me tiraron al suelo, me sujetaron y no pararon de cantar: «¡Es la hora de los retuercetetas, Billy Browder! ¡Retuercetetas!». Esta escena se repitió noche tras noche durante las primeras semanas. Me golpearon y humillaron y cada día, cuando se apagaban las luces, me sentía aterrado por los horrores que podían tener preparados para mí.

A principios de octubre mi madre vino a verme. Por orgullo no le había dicho nada de lo que estaba pasando. Odiaba todo aquello, pero pensaba que podría superarlo. Sin embargo, en cuanto monté en el coche de mi madre para ir a comer, estallé. Alarmada, me preguntó qué pasaba.

—¡Odio todo esto! —grité entre lágrimas—. ¡Es horrible!

No le dije que me pegaban todas las noches ni le hablé de los retuercetetas, y tampoco sabía si ella sospechaba algo de todo eso, pero me dijo:

—Billy, si no quieres estar aquí, no tienes más que decirlo. Te llevaré conmigo a Europa.

Me quedé pensándolo y no le di una respuesta inmediata. Mientras nos acercábamos al restaurante decidí que, aunque volver al cálido regazo de mi madre era lo que más me atraía en el mundo en ese momento, tampoco quería huir de Whiteman como un perdedor derrotado.

Encontramos una mesa en el restaurante y pedimos nuestra comida. Me fui calmando mientras comíamos y a mitad del almuerzo me la quedé mirando y dije:

—¿Sabes? Creo que me quedaré. Haré que funcione.

Pasamos juntos el fin de semana lejos del colegio y el domingo por la noche volvió a dejarme allí. Después de despedirme volví a mi habitación y, cuando pasé por los dormitorios de los estudiantes de segundo, escuché un par de voces susurrando: «RT para BB, Rt para BB».

Empecé a andar más deprisa, pero dos chicos se levantaron y me siguieron. Me sentía tan rabioso y humillado que, justo antes de doblar la esquina para llegar a mi habitación, me giré y ataqué al más pequeño de ellos. Le di un puñetazo en toda la nariz. Cayó al suelo y me puse encima de él, sin dejar de golpearle una y otra vez mientras la sangre se esparcía por toda su cara, hasta que su amigo me agarró de los hombros y me tiró a un lado. Entonces entre los dos me dieron una buena paliza antes de que el profesor encargado de la residencia apareciera y pusiera fin a la pelea. Pero a partir de ese momento nadie volvió a ponerme una mano encima en el Whiteman.

Pasé todo el curso allí y aprendí todo tipo de cosas de las que nunca antes había oído hablar. Empecé a fumar y a escaparme por las noches llevando bebidas alcohólicas a los dormitorios. Me metí en tantos follones que al final de curso me expulsaron. Volví con mi familia a Chicago, pero ya no era el mismo Billy Browder.

En mi familia, si no eras un prodigio no tenías lugar en este planeta. Me había descarrilado tanto que mis padres no sabían qué hacer conmigo. Me mandaron a un montón de psiquiatras, consejeros y médicos para intentar determinar cómo podían «arreglarme». Pero cuanto más insistían, con más fuerza me rebelaba. Rechazar la escuela fue un buen comienzo, pero si de verdad quería fastidiar a mis padres tendría que inventar algo más.

Entonces, cuando estaba acabando el bachillerato, se me ocurrió. Me pondría un traje y una corbata y me convertiría en un capitalista. Nada podía fastidiar a mis padres más que eso.

03

Chip y Winthrop

El único problema fue que como yo era un estudiante pobre, todas las universidades en las que solicitaba el ingreso me lo denegaban. Solo conseguí una plaza por misericordia en la Universidad de Colorado en Boulder gracias a la intervención del asesor de carreras de mi colegio. Aunque entrar en Boulder de casualidad era humillante, me recuperé bastante deprisa cuando me enteré de que esta universidad ocupaba el número uno en cuestión de fiestas en la lista de la revista Playboy.

Basándome en las incontables veces que vi la película Desmadre a la americana, decidí que si iba a asistir a una universidad de fiestas tendría que hacer las cosas bien y afiliarme a una fraternidad. Solicité la entrada en la Delta Épsilon y, después de los necesarios ritos de iniciación, fui aceptado como miembro. Todos en ella tenían un apodo como Sparky, Whiff, Doorstop o Slim, y el mío, debido a mi pelo negro rizado, era Brillo.[1]

Ser Brillo fue divertido, pero a los pocos meses de tomar demasiada cerveza, acosar chicas, hacer canalladas ridículas y pasar incontables horas viendo deportes en la televisión, empecé a pensar que si continuaba así solo podría convertirme en el tipo de capitalista que recoge propinas como vigilante de aparcamientos. Mi cabeza se iluminó cuando uno de los tipos de nuestra fraternidad, alguien a quien yo idolatraba, fue atrapado robando el United Bank de Boulder para financiar su afición descontrolada a la cocaína. Después de ser condenado a pasar una larga temporada en la prisión federal tuve una especie de despertar. Me di cuenta de que si continuaba por ese camino, la única persona que iba a sufrir las consecuencias de esta forma particular de rebelión iba a ser yo mismo.

A partir de ese momento dejé de ir a fiestas, pasaba todas las tardes en la biblioteca y empecé a enderezarme. A finales del segundo curso solicité matrícula en las universidades más importantes del país y me aceptaron en la Universidad de Chicago.

Allí me esforcé con más ahínco todavía, y mi ambición se hizo mayor. Pero a medida que me acercaba a la graduación sentí una irresistible necesidad de imaginar qué iba a hacer con mi vida. ¿Estaba en el camino correcto para convertirme en un capitalista? Mientras reflexionaba sobre esto me encontré con el anuncio de una conferencia que iba a dar el decano de la escuela de negocios para licenciados. Puesto que mi plan era meterme de alguna manera en el mundo de los negocios, decidí asistir a ella. El tema principal era las salidas que tenían las carreras de los graduados en la escuela de negocios de Chicago, todos los cuales aparentemente estaban haciendo cosas importantes y siendo bien pagados por hacerlas. Así pues, parecía que la escuela de negocios era el paso evidente que tenía que dar.

Según el decano, la mejor forma de ser aceptado en una de las mejores escuelas de negocios era pasar los dos años anteriores al ingreso en una empresa como McKinsey o Goldman Sachs, o en una de otras veinticinco que tenían un perfil similar. Las bombardeé a todas con cartas y llamadas telefónicas pidiendo trabajo. Pero, por supuesto, no era tan fácil como eso, porque todos los demás estudiantes con las mismas ambiciones estaban haciendo exactamente lo mismo. Al final recibí veinticuatro cartas de denegación y una sencilla oferta de Bain & Company de Boston, una de las principales empresas de dirección y consultoría del país. No estaba claro cómo había conseguido pasar sus filtros, pero de alguna manera lo había hecho y me agarré a la oferta con ambas manos.

Bain elegía estudiantes con graduaciones superiores en buenas universidades y que estaban dispuestos a trabajar dieciséis horas al día y siete días a la semana durante dos años. A cambio te prometían entrar en una de las mejores escuelas de negocios. Pero ese año hubo una pega. Los negocios de Bain aumentaron tan deprisa que tuvieron que contratar a ciento veinte «estudiantes-esclavos» y no solo veinte, como todas las demás firmas que dirigían programas de dos años previos al MBA. Desgraciadamente, esto dio al traste con el acuerdo implícito que Bain tenía con estas escuelas, que realmente querían admitir jóvenes consultores de Bain, pero a las que también les gustaban McKinsey, Boston Consulting Group, Morgan Stanley, Goldman Sachs y docenas de otras explotadoras de trabajadores para ambiciosos y jóvenes capitalistas. Así que, en el mejor de los casos, estas escuelas podían aceptar solamente a veinte estudiantes de Bain, no a los ciento veinte. En esencia, Bain ofrecía la oportunidad de estrujarte hasta los huesos por 28.000 dólares al año, y la recompensa era como mucho un 16 por ciento de posibilidades de entrar en Harvard o Stanford.

El proceso de solicitar una plaza en una escuela de negocios creó una crisis en todos nosotros en Bain. Nos mirábamos unos a otros con recelo durante semanas, intentando imaginar cómo distinguirnos de los demás. Yo no era mejor que mis compañeros. Muchos habían ido a Harvard, Princeton o Yale, y muchos tenían mejores informes laborales que yo en Bain. Pero un buen día caí en la cuenta de algo. Podía ser que todos mis colegas tuvieran mejores currículums que yo, pero ¿quién más era nieto del líder del Partido Comunista de Estados Unidos? Ninguno.

Mandé mi solicitud a Harvard y Stanford y les conté la historia de mi abuelo. Harvard me denegó el ingreso inmediatamente, pero, para mi sorpresa, Stanford me dio un sí. Fui uno de los únicos tres empleados de Bain admitidos ese año. A finales de agosto de 1987, metí todas mis cosas en mi Toyota Tercel y me dispuse a cruzar el país hasta California. Cuando llegué a Palo Alto giré a la derecha y entré en el Camino Real hasta Palm Drive, que conducía al campus principal de Stanford. El camino estaba bordeado de hileras dobles de palmeras, acabando en unos edificios de estilo español con tejados de terracota. El sol brillaba con fuerza y el cielo era azul. Esto era California, y yo me sentía como si estuviera entrando en el cielo.

No tardé en comprender que realmente era el cielo. El aire era limpio, el cielo azul y todos los días tenía la sensación de estar viviendo en una especie de paraíso. Todos en Stanford se habían matado a trabajar para llegar allí, trabajando ochenta horas a la semana en fábricas de esclavos como Bain, absortos en las hojas de cálculo, quedándose dormidos en sus escritorios, sacrificando toda diversión en el altar del éxito. Todos éramos luchadores que habíamos competido entre nosotros por el derecho a estar allí, pero una vez que lo conseguimos el panorama cambió completamente. Stanford no permitía enseñar tus títulos a los potenciales empleadores. Todas las decisiones de contratación se tomaban partiendo de entrevistas y la experiencia anterior. El resultado final de todo esto fue que la competencia académica normal fue sustituida por algo que ninguno de nosotros esperaba: un ambiente de cooperación, camaradería y amistad. Pronto me di cuenta de que el éxito en Stanford no consistía en hacer las cosas bien allí, sino más bien en estar ahí. Todo lo demás era irrelevante. Para mí y para cada uno de mis compañeros fueron los dos mejores años de nuestra vida.

Aparte de disfrutar de la experiencia, el otro propósito de Stanford era decidir qué hacer después de terminar el máster. Desde el momento en que llegamos allí todos pasamos casi cada día asistiendo a sesiones de información corporativa, charlas a la hora del almuerzo, recepciones por la tarde, cenas y entrevistas, intentando elegir qué trabajo entre miles disponibles era el más acertado.

Fui a una charla en un stand de Procter & Gamble y ví a tres jóvenes ejecutivas de marketing con faldas de tablas azules, camisa blanca y corbata suelta, hablando entusiasmadas en su jerga corporativa sobre todas las fantásticas maneras que tenían de vender jabón.

Fui también a un cóctel de Trammell Crow. Me sentí tan fuera de lugar que encogí los dedos de los pies mientras unos texanos de buen aspecto mantenían una charla fácil, se palmeaban la espalda y le daban a la lengua hablando de baloncesto, grandes cantidades de dinero y el desarrollo del negocio inmobiliario (que era la principal actividad de Trammell Crow).

Luego llegó la recepción de Drexel Burnham Lambert, donde intenté no quedarme dormido mientras un equipo de vendedores medio calvos con trajes ridículos hablaban monótonamente del emocionante mundo del comercio de bonos de alto rendimiento que se llevaba a cabo en su oficina de Beverly Hills.

Pensé: «No, no y no. Gracias».

Cuanto más asistía a este tipo de cosas, más fuera de lugar me sentía, y una entrevista en particular me hizo entender todo. Era para un puesto de asociado temporal de verano en JP Morgan. No tenía un deseo especial de trabajar allí, pero ¿cómo no iba a pasar una entrevista para un empleo en JP Morgan, una de las más importantes firmas de Wall Street?

Entré en una pequeña sala en el centro de dirección de empleo y fui recibido por dos hombres altos, con mandíbula cuadrada y hombros anchos, de unos treinta y pocos años. Uno era rubio, el otro castaño, y ambos llevaban camisas abotonadas en el cuello, con sus iniciales bordadas, trajes oscuros de Brooks Brothers y tirantes rojos. Cuando el rubio extendió la mano para saludarme, observé que llevaba un Rolex aparentemente caro. Ambos me dieron sus tarjetas de visita, que estaban en una pequeña cajita sobre la mesa. Sus nombres eran algo así como Jake Chip Brant III y Winthrop Higgins IV.

La entrevista empezó con la pregunta más normal: «¿Por qué quiere usted trabajar en JP Morgan?». Pensé en responder: «Porque ustedes me han invitado y necesito trabajar en verano», pero sabía que eso no era lo que supuestamente debía contestar. En su lugar dije: «Porque JP Morgan tiene los mejores atributos de un banco comercial y de inversiones, y creo que esa combinación es la fórmula del éxito más convincente en Wall Street».

Luego pensé: «¿Realmente he dicho eso? ¿Qué demonios significa?».

A Chip y Winthrop tampoco les gustó mi respuesta. Continuaron haciendo algunas preguntas típicas y yo les devolvía unas respuestas igualmente insípidas. Winthrop acabó con una pregunta inocua con la intención de encontrar un lenguaje común: «Bill, ¿puede decirme qué deportes jugaba en la universidad?».

Era una pregunta fácil, ya que no había practicado ningún deporte en la universidad. Había sido tan empollón que apenas había tenido tiempo para comer e ir al baño, y mucho menos para practicar un deporte. Dije tranquilamente: «Bueno, en realidad ninguno…, pero me gusta el esquí y el senderismo», esperando que esos deportes fueran suficientemente modernos para esos dos tipos, pero no lo fueron. Ni Chip ni Winthrop dijeron una palabra más y ni siquiera se molestaron en levantar la vista del montón de currículums. Lo único que querían era determinar si yo era «apto» para la cultura JP Morgan, y evidentemente no lo era.

Me fui a la cafetería sintiéndome torpe y con el ánimo por los suelos. Me puse en la cola, cogí algo de comida, me dirigí a una mesa y empecé a comer distraído. Cuando acabé mi bocadillo mi mejor amigo, Ken Hersh, se acercó vestido de traje, lo que significaba que él también acababa de pasar una entrevista de trabajo.[2]

—Hola, Ken. ¿Dónde has estado? —pregunté.

Tiró de una silla.

—Acabo de tener una entrevista con JP Morgan.

—¿En serio? ¿Has conocido a Chip y Winthrop? ¿Qué tal te ha ido?

Ken se rio de los apodos y se encogió de hombros.

—No estoy seguro. La cosa no iba muy bien hasta que le dije a «Chip» que este verano podía utilizar mis ponis de polo en el club de los Hampton. Desde ese momento las cosas se pusieron bien para mí —dijo Ken sonriendo. Era un judío bajito de clase media de Dallas. Lo más cerca que había estado en su vida de los ponis de polo eran los logos de Ralph Lauren que había visto en el centro comercial Galleria de su ciudad—. ¿Qué me dices de ti?

—¡Entonces tú y yo vamos a trabajar juntos! Estoy seguro de que me darán el empleo porque le he dicho a Winthrop que le llevaría a navegar en la barca que tengo anclada en el club náutico de Kennebunkport.

Ni Ken ni yo fuimos contratados, pero a partir de ese día Ken me llamaba Chip y yo le llamaba Winthrop.

Después de la experiencia con JP Morgan no podía dejar de pensar por qué me obligaba a mí mismo a ser rechazado por los Chips y Winthrops del mundo. Yo no era como ellos y no quería trabajar para ellos. Había elegido esta dirección en mi vida por pura rebeldía contra mis padres y mi educación, pero no podía escapar al hecho de que seguía siendo un Browder.

Entonces empecé a buscar trabajos con algún tipo de relevancia personal. Asistí a una conferencia del secretario del sindicato United Steelworkers y me encantó. Mientras le escuchaba, me pareció oír la voz de mi abuelo, un hombre de pelo cano y bigote al que recordaba cariñosamente sentado en su estudio, rodeado de libros, con el dulce olor del tabaco de pipa impregnándolo todo. Me sentí tan inspirado que después del discurso me acerqué a aquel hombre y le pregunté si me contrataría para ayudar al sindicato a negociar con las grandes corporaciones explotadoras. Me dio las gracias por mi interés, pero dijo que en la sede del sindicato solamente contrataban a trabajadores del sector del metal.

Sin amilanarme continué pensando en otros aspectos de la vida de mi abuelo que podía imitar y así llegué a la idea de Europa del Este. Había pasado una parte importante de su vida en el bloque soviético y su experiencia allí le había catapultado y dado una relevancia mundial. Si era allí donde mi abuelo había encontrado su lugar en la vida, puede que yo lo hiciera también.

Después de mucho meditarlo, había empezado también a amontonar ofertas de trabajo reales en caso de que mi utópica búsqueda no diera ningún resultado. Una de ellas era para trabajar en el Boston Consulting Group (BCG), en sus oficinas centrales del Medio Oeste en Chicago. Yo era de allí y había trabajado como consultor-asesor en Bain, lo que suponía que reunía todos los requisitos para sus nuevas contrataciones.

Solo que no quería volver a Chicago, quería salir y ver mundo. Más que eso: quería trabajar en el mundo. En realidad quería ser como Mel Gibson en El año que vivimos peligrosamente, mi película preferida. En sus esfuerzos para que aceptara su oferta, el BCG me pagó un billete de avión a Chicago para un «día de ventas», donde me reuní con otros candidatos. Nos sometieron a una reunión tras otra con consultores de ojos brillantes de primer y segundo año que nos deleitaron con sus historias de la emocionante vida que llevaban en el BCG. Fue agradable, pero no me vendieron la moto.

Mi última reunión fue con el director de la oficina, Carl Stern. Se suponía que era el final del proceso, cuando apretaría la mano del gran hombre, le daría las gracias efusivamente y diría «sí».

Cuando entré en su oficina me dijo cordialmente:

—Entonces, Bill, ¿qué piensas? ¿Te unirás a nosotros? Has caído muy bien a todos aquí.

Me sentí halagado, pero no había forma de poder aceptarlo.

—Lo siento de verdad. Sus empleados me han hecho sentirme bienvenido, pero la cuestión es que no me veo viviendo y trabajando en Chicago.

Se quedó un poco confundido, ya que yo no había manifestado ninguna objeción hacia Chicago en el proceso de selección.

—¿Seguro que no es por el BCG?

—No, no exactamente.

Se inclinó hacia delante:

—En ese caso, ¿puedes decirme, por favor, dónde te gustaría trabajar?

Eso me convenció. Si realmente quería ir a alguna parte no veía problema en decírselo.

—Europa del Este.

—¡Ah! —dijo, claramente pillado con la guardia baja. Nadie le había dicho nunca algo así. Se reclinó en su silla y se quedó mirando al techo.

—Déjame pensar… Sí… Como estoy seguro de que ya lo sabes, no tenemos oficinas en Europa del Este, pero hay alguien en nuestro despacho de Londres especializado en esa área. Se llama John Lindquist. Podemos organizar una reunión con él si piensas que eso puede hacerte cambiar de opinión.

—Podría ser.

—Estupendo. Me enteraré de cuándo tiene tiempo disponible y nos pondremos de acuerdo contigo.

Dos semanas más tarde volaba de camino a Londres.

[1]Brillo es una marca de estropajos.

[2] Este es el mismo Ken Hersh que llegó a ser presidente de Natural Gas Partners, una de las empresa más exitosas de capital de riesgo privado que hay en el mundo.

04

«Podemos encontrarle una mujer

que le caliente por las noches»

Las oficinas londinenses del BCG estaban justo encima de la parada de metro de Green Park, en la línea de Piccadilly, en el corazón de Mayfair. Me presenté en la recepción y me señalaron el despacho de John Lindquist situado en la esquina, que parecía el de un profesor despistado, con libros y papeles esparcidos por todas partes.

Cuando puse mis ojos en él, me di cuenta inmediatamente de que John era una especie de anomalía. Aunque era americano, parecía más bien una versión refinada de Chip o Winthrop con su traje de Savile Row, su corbata de Hermès y sus gafas con montura de carey. Pero había un extraño aire en él como de ratón de biblioteca. A diferencia de sus colegas de sangre azul de JP Morgan, John tenía una voz suave, casi como un susurro, y nunca miraba directamente a los ojos.

Después de sentarme dijo:

—La gente de Chicago me ha dicho que quieres trabajar en Europa del Este, ¿cierto? Eres la primera persona que he conocido en el BCG que quiere trabajar allí.

—Sí. Lo crea o no, eso es lo que quiero hacer.

—¿Por qué?

Le conté la historia de mi abuelo, cómo vivió en Moscú y regresó a Estados Unidos, se presentó a las elecciones para presidente y se convirtió en la cara visible del comunismo americano.

—Quiero hacer algo interesante como él. Algo que sea relevante para mí y lo que soy.

—Bueno, nunca antes hemos tenido un comunista trabajando en el BCG —dijo, haciendo un guiño. Luego se enderezó—. En estos momentos no tenemos nada en Europa del Este, pero te diré una cosa: si te vienes a trabajar con nosotros, te prometo que te daré el primer negocio que nos salga allí, ¿de acuerdo?

Enseguida adiviné que decía «¿de acuerdo?» al final de casi todas sus frases. No podía determinar exactamente por qué, pero John me cayó bien. Acepté su oferta al instante y me convertí en el primer empleado del grupo de prácticas de Europa del Este del BCG.

Me mudé a Londres en agosto de 1989 y alquilé una pequeña casa en Chelsea con dos de mis compañeros de Stanford que también empezaban a trabajar en Londres. El primer lunes de septiembre tomé la línea de Piccadilly sintiéndome nervioso, pero dispuesto a asumir el área de Europa del Este en el BCG.

Solo que no había nada de trabajo allí, al menos de momento.

Después, el 10 de noviembre de ese año, mientras estaba sentado en el diminuto cuarto de estar viendo la televisión con mis compañeros de Stanford, el mundo se partió en dos bajo mis pies. Acababa de caer el Muro de Berlín. Habían aparecido alemanes orientales y occidentales con mazos y cinceles y habían empezado a derribar el muro pedazo a pedazo. Veíamos cómo la historia se desplegaba ante nuestros ojos. A las pocas semanas, la Revolución de Terciopelo tomó Checoslovaquia y el gobierno comunista también fue derrocado allí.

Las fichas del dominó iban cayendo y pronto toda Europa del Este sería libre. Mi abuelo había sido el mayor comunista de América, y mientras observaba todos estos acontecimientos decidí que yo quería ser el mayor capitalista de Europa del Este.

Mi primera oportunidad llegó en junio de 1990, cuando John asomó la cabeza en mi despacho y dijo:

—Eh, Bill, tú eres el que quería ir a Europa del Este, ¿cierto?

—Asentí.

—Excelente. El Banco Mundial está buscando asesores de reestructuración para ir a Polonia. Necesito que prepares una propuesta para dar un vuelco a una empresa polaca de autobuses que se está yendo a pique, ¿de acuerdo?

—Está bien, pero nunca antes he hecho una propuesta. ¿Qué debo hacer?

—Ve a ver a Wolfgang. Él te lo dirá.

Wolfgang. Wolfgang Schmidt. El solo hecho de oír su nombre me puso los pelos de punta.

Wolfgang era un director del BCG que llevaba alguno de los equipos de tratamiento de casos día a día. Estaba considerado uno de los directores con los que era más difícil trabajar en la oficina de Londres. Austriaco de unos treinta y tantos años, le encantaba gritar, obligar a trabajar noches enteras y mascar chicle y escupir a los asesores novatos. Nadie quería trabajar para él. Pero si yo realmente deseaba ir a Polonia, entonces tendría que trabajar para él. Nunca había visitado su despacho, pero sabía dónde estaba. Todos lo sabían, aunque solo fuera por evitar entrar en él.

Fui allí y me encontré un caos completo: su despacho estaba lleno de cajas de pizza vacías, papeles arrugados y montones de informes. Wolfgang estaba inclinado sobre un enorme archivador de anillas, moviendo el dedo a medida que leía la página. Su frente sudorosa brillaba bajo la luz fluorescente y de su pelo despeinado asomaban puntas por todas partes. Llevaba por fuera una costosa camisa hecha a medida y su estómago desnudo y redondo asomaba por un lateral.

Carraspeé.

Giró la cabeza en dirección a mí.

—¿Quién eres tú?

—Bill Browder.

—¿Qué quieres? ¿Es que no ves que estoy ocupado?

Pensé que debería estar ocupado limpiando la pocilga que pasaba por ser su despacho, pero no lo dije.

—Tengo que preparar una propuesta para reestructurar una empresa polaca de autobuses. John Lindquist me ha dicho que hable con usted.

—Jesús —murmuró—. Escucha, Browner, empieza por encontrar currículums de consultores del BCG que tengan experiencia con camiones, autobuses, coches, todo lo que pienses que puede estar relacionado con el tema. Reúne todos los que puedas.

—De acuerdo. ¿Tengo que tráerselos?

—¡Simplemente hazlo! —Volvió a concentrarse en el archivador y siguió leyendo.