Persecución - Joyce Carol Oates - E-Book

Persecución E-Book

Joyce Carol Oates

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Beschreibung

El inconsciente puede traicionarnos, pero también salvarnos. Abby, la protagonista de Persecución, experimenta una regresión traumática luego de casarse y sufre un violento accidente que la deja en coma. Con este episodio inicial Joyce Carol Oates se adentra en los salvajes vericuetos de la mente de su protagonista y desanuda la trama de un pasado cargado de obsesión, abuso y muerte, para revelar la naturaleza engañosa de las apariencias. Con gran maestría Oates demuele las convenciones que sujetan los vínculos familiares y exhibe sin ambages las atrocidades cotidianas que se perpetran en nombre del amor. Novela de suspenso, thriller psicológico, historia de una pasión desenfrenada, Persecución es ante todo la obra de una autora inigualable.

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Persecución

Joyce Carol Oates

TraducciónPatricia Antón

Fiordo · Buenos Aires

Índice

Sobre este libro

Sobre la autora

Otros títulos de Fiordo

PRIMERA PARTE

El joven marido

Baile de esqueletos

La mañana de la boda

La novia

«Promete que nunca la abandonará»

«A primera vista»

«Comatosa»

«Pecado»

Acoso

Despierta

Recién casados

Esposas

SEGUNDA PARTE

Testimonio

«Cuánto quiero a mi pequeña Miirmi, la quiero con locura»

Testimonio

Reconocimiento del terreno

TERCERA PARTE

Testimonio

El suicidio

Testimonio

«La escena del crimen»

Reconocimiento del terreno, Vigilancia, Ataque, Misión cumplida

«La Solución Final»

CUARTA PARTE

Testimonio

La convaleciente

Shaheen

Sobre este libro

El inconsciente puede traicionarnos, pero también salvarnos. Abby, la protagonista de Persecución, experimenta una regresión traumática luego de casarse y sufre un violento accidente que la deja en coma. Con este episodio inicial Joyce Carol Oates se adentra en los salvajes vericuetos de la mente de su protagonista y desanuda la trama de un pasado cargado de obsesión, abuso y muerte, para revelar la naturaleza engañosa de las apariencias. Con gran maestría Oates demuele las convenciones que sujetan los vínculos familiares y exhibe sin ambages las atrocidades cotidianas que se perpetran en nombre del amor.

Novela de suspenso, thriller psicológico, historia de una pasión desenfrenada, Persecución es ante todo la obra de una autora inigualable.

Sobre la autora

Joyce Carol Oates nació en Lockport, Estados Unidos, en 1938. Estudió letras en la Universidad de Syracuse y en la Universidad de Wisconsin-Madison. Entre 1978 y 2014 dio clases de escritura creativa en la Universidad de Princeton. Ha publicado más de cincuenta novelas, además de conjuntos de cuentos, colecciones de poesía, ensayos y obras de teatro. Recibió el National Book Award por su novela Them, así como otras distinciones y premios, entre ellos la National Humanities Medal, el Prix Femina y el Norman Mailer Prize. Oates es reconocida como una de las autoras más prolíficas e impactantes de la literatura estadounidense contemporánea, y sus obras han sido traducidas a numerosas lenguas. Actualmente vive en Princeton, Nueva Jersey.

Otros títulos de Fiordo

Ficción

El diván victoriano, Marghanita Laski

Hermano ciervo, Juan Pablo Roncone

Una confesión póstuma, Marcellus Emants

Desperdicios, Eugene Marten

La pelusa, Martín Arocena

El incendiario, Egon Hostovský

La portadora del cielo, Riikka Pelo

Hombres del ocaso, Anthony Powell

Unas pocas palabras, un pequeño refugio, Kenneth Bernard

Stoner, John Williams

Leñador, Mike Wilson

Pantalones azules, Sara Gallardo

Contemplar el océano, Dominique Ané

Ártico, Mike Wilson

El lugar donde mueren los pájaros, Tomás Downey

El reloj de sol, Shirley Jackson

Once tipos de soledad, Richard Yates

El río en la noche, Joan Didion

Tan cerca en todo momento siempre, Joyce Carol Oates

Enero, Sara Gallardo

Mentirosos enamorados, Richard Yates

Fludd, Hilary Mantel

La sequía, J. G. Ballard

Ciencias ocultas, Mike Wilson

No se turbe vuestro corazón, Eduardo Belgrano Rawson

Sin paz, Richard Yates

Solo la noche, John Williams

El libro de los días, Michael Cunningham

La rosa en el viento, Sara Gallardo

Primera luz, Charles Baxter

No ficción

Visión y diferencia. Feminismo,

feminidad e historias del arte, Griselda Pollock

Diario nocturno. Cuadernos 1946-1956, Ennio Flaiano

Páginas críticas. Formas de leer y

de narrar de Proust a Mad Men, Martín Schifino

Destruir la pintura, Louis Marin

Eros el dulce-amargo, Anne Carson

Los ríos perdidos de Londres y El sublime topográfico, Iain Sinclair

La risa caníbal. Humor, pensamiento cínico y poder, Andrés Barba

La noche. Una exploración de la vida nocturna, el lenguaje de la noche, el sueño y los sueños, Al Alvarez

Los hombres me explican cosas, Rebecca Solnit

Una guía sobre el arte de perderse, Rebecca Solnit

Nuestro universo. Una guía de astronomía, Jo Dunkley

Elogio de Persecución

«Pocos escritores alumbran mejor los rincones más perturbadores de la mente».

Seattle Times

«Una gran maestra de la cartografía de los paisajes interiores».

Oprah Magazine

«Joyce Carol Oates es una de nuestras escritora más audaces y talentosas».

Erica Jong

«Oates es una de las grandes fuerzas artísticas de nuestro tiempo».

The Nation

«Oates refuerza su lugar como gran maestra de lo macabro».

Publishers Weekly

«Oates en modo gótico doméstico (…). Una atrapante historia de horror doméstico que se adentra en las pesadillas infantiles de una joven en su búsqueda de lo real».

Kirkus

«Un ritmo preciso y la caracterización hábilmente malévola y aun así llena de matices enriquecen esta indagación vertiginosa de la naturaleza tanto destructiva como restauradora del amor obsesivo».

Booklist

«Oates es una de las cinco grandes novelistas norteamericanas de los últimos cien años».

Edmund White

Copyright

Título original en inglés: Pursuit

© 2019 por The Ontario Review, Inc.

Published by arrangement with The Mysterious Press, an imprint of Grove Atlantic, Inc., New York, NY, USA/Publicado por acuerdo con The Mysterious Press, un sello de Grove Atlantic, Inc.

© de la traducción, Patricia Antón, 2020

© de esta edición, Fiordo, 2020

Tacuarí 628 (C1071AAN), Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected] 

www.fiordoeditorial.com.ar

Dirección editorial: Julia Ariza y Salvador Cristofaro

Diseño de cubierta: Pablo Font

ISBN 978-987-4178-40-4 (libro impreso)

ISBN 978-987-4178-46-6 (libro electrónico)

Hecho el depósito que establece la ley 11.723

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra 

sin permiso escrito de la editorial.

Oates, Joyce Carol

Persecución / Joyce Carol Oates. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Fiordo, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

Traducción de: Patricia Antón.

ISBN 978-987-4178-46-6

1. Narrativa Estadounidense. 2. Novelas. 3. Literatura Estadounidense. I. Antón, Patricia, trad. II. Título. 

CDD 813

Para Arthur Vanderbilt

PRIMERA PARTE

El joven marido

¿Qué ibas pensando cuando pasó? Tienes que acordarte.

Creo que lo sabes. Creo que debes contármelo. Por ti y por mí, tienes que recordarlo y decirlo con franqueza.

Aquel instante. Justo antes de que ocurriera.

Tenemos que volver a aquel instante.

Cuando bajaste del autobús. Cuando te quedaste de pie en el cordón de la vereda.

Cuando bajaste del cordón.

Si lo hiciste sin querer o… a propósito.

Tenemos que perseguir eso. Tenemos que saber.

Te perforaste un pulmón. Te rompiste la clavícula y cinco costillas.

Tienes media docena de pequeñas fisuras en el cráneo. Tu cerebro ha resultado contusionado, lacerado. Corres el riesgo de que se te formen coágulos de sangre en el corazón.

Según el conductor del autobús, parecías estar «decidiendo algo».

Tenemos que volver a ese instante. Necesitamos saber por qué.

Por qué hiciste lo que hiciste, qué te decías a ti misma en el instante en que ocurrió. Cuando te bajaste del cordón.

A la mañana siguiente de nuestra boda.

Baile de esqueletos

Es-que-le-to. Hundiendo el rostro en la almohada, susurra esa (aterradora) palabra en voz alta (apenas).

No está muy segura de qué significa «esqueleto» exactamente. Aunque (quizá) sí sabe qué significa.

Es-que-le-to. Esque-leto. Esqueleto.

Una terrible palabra (de adultos) que no debe decirse en voz alta. Una palabra que una niña no debería conocer, y que desde luego no pronunciaría. Una palabra que, cuanto más la pronuncias, más terrible se vuelve. Una palabra que resulta fascinante, como un vapor venenoso que se eleva hacia tus fosas nasales, y que sabes que no deberías inhalar. Aunque no puedes resistirte a hacerlo.

Es un sueño recurrente que tiene a medida que se vuelve mayor. Después de la desaparición de sus padres. Después de haber vivido con parientes.

Esqueletos. En un lugar cubierto de hierba.

Cuántas veces tiene ese sueño. Prácticamente todas las noches. En los lugares a los que la lleva la gente, con sus cosas en lo que llaman un petate.

Tiembla tanto que le castañetean los dientes.

Sí, en ese lugar nuevo a veces tiene tanto miedo que moja la cama. Esas palabras pronunciadas en murmullos, «moja la cama», la avergonzarán y atormentarán toda su vida.

No consigue comprender quién, o qué, la obliga a correr por aquel sendero lleno de maleza; la obliga a trastabillar entre la hierba crecida que le lacera las manos, el rostro. Que la obliga a ver.

¿Creías que podías olvidarnos? ¿Creías que nosotros íbamos a olvidarte?

Pasó hace mucho tiempo. Si existiera una carretera que llevara de esta época hasta aquella, habría una interrupción, un trecho desmoronado, de modo que tendrías que bajar a ese socavón para poder cruzar al otro lado. Así de lejos quedaba.

El sueño de los esqueletos moraba en ese tiempo remoto.

Cuántas veces había tenido ese sueño. Le recorría en oleadas el cuerpo menudo como una corriente eléctrica, que la despertaba al instante.

Temblando de frío, sin aliento suficiente para gritar.

Eras capaz de distinguirlas… Las calaveras.

Cráneos (humanos), no de animales.

Entre la hierba crecida, junto al riachuelo.

No las veías de cerca. No.

Pero… sí llegabas a verlas. Cerrabas los ojos demasiado tarde.

Veías que una calavera era mayor que la otra: esa era la de papá. Y la calavera algo más pequeña era la de mamá.

Entre la hierba crecida, los huesos estaban desparramados de modo que (casi) parecía que estuvieran bailando. Yacían donde habían caído tanto tiempo atrás.

La mañana de la boda

¿Creías que podrías olvidarnos? ¿Creías que nosotros íbamos a olvidarte?

La mañana de su boda, muy temprano, antes de que amanezca, despierta sobresaltada. El sueño de los esqueletos, que tenía motivos para creer superado, vívido ante sus ojos.

Está empapada en sudor bajo el camisón de algodón blanco. Será la última vez que use ese camisón (raído, su favorito) con su ribete de puntilla, ya que es la última vez que duerme sola.

Sí, es (todavía) virgen. Por lo menos eso sí lo tiene.

Exhausta y aturdida, yace boca arriba en un sitio que se siente revuelto y lleno de surcos como la tierra, pero que es su cama. Nota la piel irritada como si la hubieran azotado con afiladas hebras de hierba. En el sueño ha estado corriendo, desesperada y jadeante, aunque la lógica del propio sueño le dice que correr es inútil.

¿Creías que podías huir de nosotros?

Al principio no sabe dónde está ni qué hora es, porque en ese sueño terrible es muy joven y está en un lugar distinto a este lugar, en ese tiempo remoto.

Esta identidad que con tanto cuidado se ha construido, la de adulta entre los adultos del mundo, es un ser que en el sueño no existe todavía. En el sueño solo aparece su yo niña, su yo más auténtico y desprotegido, tan desprotegido como un cervatillo recién nacido que ni siquiera desprende aún un olor.

Desprotegida como una cría a la que su madre ha abandonado.

Desprotegida como una cría a la que, por pura lástima, han llevado a casa de una tía tras haberla abandonado sus padres.

Al quedarse dormida, había captado que el sueño, el de los esqueletos, era inminente. Pues siempre hay primero una premonición, una sensación de parálisis en los miembros y de aturdimiento en lo hondo de su ser, la sensación de que se avecina algo terrible que no debes mirar, aunque en el sueño te ves obligada a mirarlo porque no tienes alternativa.

Pero ¿por qué en la víspera de su boda? A qué viene ese viejo sueño de la infancia, tan terrible…

Se encuentra en aquel lugar cubierto de hierba junto al riachuelo. La basura que las tormentas arrastran corriente abajo desborda sus riberas. Escombros y desechos, ramas de árboles rotas, cuerpos momificados de pequeños animales. Los restos de una mochila podrida. Y entre esos objetos, desparramados en la hierba, los esqueletos.

¿Podría uno saber que esos huesos son humanos? No, no podría.

Ella no lo sabe. ¡No!

Excepto por las calaveras. Casi ocultas por la hierba, no muy lejos una de la otra, esperándola.

La calavera más grande, con sus cuencas oculares y su nariz enormes, los dientes rotos en una mandíbula desencajada, porque había estado gritando.

La calavera menor tiene las cuencas y la nariz más pequeñas. Esa es la calavera silenciosa, la calavera atenta y cautelosa.

Es significativo, a menos que se trate de pura casualidad, que ambas calaveras hayan acabado boca arriba.

Quien sea que aparece en el sueño no es quien ella es ahora. Ya no.

Ahora es mucho mayor. Tiene veinte años.

¡Está a salvo! Es una adulta.

Si no fuera porque al observar el lecho del riachuelo, el agua que centellea, y al escuchar con atención, puede oírlas: unas voces, apenas audibles. ¡Miiir! ¡Miirmi!

Hay grandes rocas desparramadas, peñascos. Unas, blanqueadas por el sol, se han vuelto de color hueso. Otras son de un gris anodino, plomizo. Algunas están cubiertas de curiosas excrecencias retorcidas, como tumores. Unos cuantos huesos se han abierto paso hasta el lecho del río, donde la corriente los ha arrastrado un poco más allá hasta dejarlos varados en las rocas, como si hubieran tratado de escapar y no lo hubieran conseguido.

Cuánto tiempo atrás debía de haber muerto la carne, para tornarse rancia, licuarse y desprenderse de los huesos…

Clavícula. Húmero. Fémur. Tibia. Carpos. Costillas. Esternón…

¿Cómo es que sabe los nombres de esos huesos? Nunca ha estudiado biología. No se le dan bien las ciencias.

Su prometido sí sabría los nombres de los huesos. Hizo el curso introductorio para estudiar Medicina en la universidad estatal. Aunque acabó por desanimarlo la feroz competitividad del programa, que lo dejaba a la zaga de un tercio de la clase, y sin ganas de hacer trampa, aun siendo capaz de hacerlo con la pericia y el descaro de otros alumnos. A lo mejor no tengo tantísimas ganas de convertirme en médico. ¿Te importa, Abby? ¿No ser la mujer de un doctor?

Ella se había reído y le había dado un beso. Agradecía tanto que su prometido la quisiera sin saber lo que llevaba enconado en el corazón que le habría perdonado cualquier cosa.

La novia

Una mañana radiante y cegadora de abril, de un año perdido. ¿Lleva casada un solo día?

Para ser exactos, a esta hora de la mañana (las 8:11) lleva casada apenas veintiuna horas.

Eso la deja sin aliento de puro asombro, de pura impresión.

Oh, ¿esto me ha pasado a mí? Estoy casada.

Siente la necesidad de estar sola en el autobús de Raritan Avenue que la llevará hacia el centro de Hammond, y confía en encontrar un asiento al fondo. Quiere contemplar a solas la maravilla que supone ser una mujer casada.

Porque resulta que, a sus veinte años, tiene un rostro dulce, cándido y pecoso que provoca en los extraños el deseo de hablarle. De sonreírle. ¡Hola! Caramba, pero qué frío hace esta mañana, ¿verdad? Y ella es demasiado educada para dar vuelta la cara, demasiado tímida para no responder; y eso supondría echar por tierra su deseo de soledad en el autobús.

La primera mañana de su vida de casada es demasiado valiosa. Teme que alguien la importune.

¿Toma seguido este autobús, señorita? Me parece haberla visto antes…

No. No.

¿Quizás en el cine? ¿Sueles ir al cine? ¿Fuiste este viernes pasado…? Juraría que te vi… La verdad es que tienes aspecto de estar en las películas, como esa chica, cómo se llama…

No. Para nada.

Solo que eres más linda que ella. Más joven.

Como el filamento en una bombilla, que reluce desde el interior: así es su felicidad de estar casada con un hombre bueno y decente al que ama, y que la adora.

Pero es una felicidad privada. Quiere conservarla entre las manos ahuecadas como una llama, protegerla del viento.

¿Es eso una alianza de boda? Ey… ¿estás casada?

Perdona si me meto, pero… bueno, no pareces lo bastante mayor para ser la esposa de nadie… ¿eh?

No pareces tener más de… ¿cuántos? ¿Dieciséis?

Una sonrisita nerviosa. Siempre educada, evita mirarlos a los ojos. Tiene el hábito inconsciente de frotarse la muñeca izquierda.

En torno a la muñeca izquierda tiene una marca roja, como un sarpullido. Como si le hubieran atado esa muñeca, muy ajustada, y la cuerda, o el cordón, le hubiera lacerado la piel sensible, dejándola en carne viva en algunos lugares.

(Siendo chica aprendes a no ofender a los desconocidos con tu rechazo. En particular a los hombres. A los desconocidos, pero tampoco a los jefes. Ni a los profesores, en sus tiempos de estudiante, durante lo que le había parecido una eternidad. Siempre sonriente y cordial, porque eres linda, sí, pero si dices lo que no toca o no sonríes con la vivacidad que se espera, un hombre puede volverse muy desagradable, y rápido).

Bueno… ¡que tengas un excelente día, querida! Esta es mi parada.

Hay dos asientos vacíos al fondo, y tiene la astucia de sentarse en el que da al pasillo, dejando sin ocupar el que queda junto a la ventana. De ese modo, a nadie le resultará conveniente pasarle por encima para sentarse ahí. Si alguien quiere sentarse con ella, tendrá que pedirle que se mueva, algo que hará (por supuesto), pero con aire distraído como si tuviera la cabeza en otra parte.

No tiene práctica en estar casada, ya que no hace ni un día entero que es la señora de Willem Zengler, pero sí la tiene en evitar las miradas de los desconocidos en lugares públicos. Incluso las de mujeres en apariencia cordiales.

Disculpe, señorita… ¿está ocupado ese asiento?

Tiene que decir que no, que no está ocupado.

Tiene que moverse, hacia la ventanilla. Con una sonrisa tensa, se vuelve hacia fuera y esconde la mano izquierda que lleva la alianza de plata.

Qué frío hace esta mañana, ¿no? Y el viento mientras esperaba el maldito autobús…

Finge no oírlo. En el Centro de Servicios Asistenciales del Condado una encuentra a personas sordas; algunas de ellas adolescentes, niños. Lo de tener problemas de audición no es tan raro.

También ha trabajado con ciegos. Gente con problemas de visión.

Se pregunta si habrá una clasificación para la gente con problemas del alma.

Y aun así la persona que va a su lado continúa hablándole, o hablando en dirección a ella. Es un viejo Elmer Gruñón, el padre de alguien. Habla para sí, quejándose, pero con tono divertido, con la esperanza de que la chica linda y pecosa que va a su lado oiga algo interesante y responda con una risita, con una coqueta mirada de soslayo.

Ella no ha visto de quién se trata. No está dispuesta a volverse hacia él, ni siquiera con un suspiro de exasperación, aunque el hombre (maldito sea) ha empezado a invadir con su peso, con su mole, el plástico duro de su propio asiento, como quien no quiere la cosa, como si hubiera estado conteniendo el aliento y ahora lo soltase.

Qué lástima que su joven marido, tan alto y buenmozo, no esté con ella esta mañana. Cerca de ella, tomándole la mano. Willem daría la vida por protegerla. (Sabe que es así).

Nadie podría sentarse a su lado si Willem estuviera ahí. Nadie podría inmiscuirse en su felicidad privada.

Pero Willem ha tomado otro autobús, hacia otra parte de la ciudad. Willem va camino a la universidad.

¡Oh, su primera mañana como la señora de Willem Zengler! Su nueva vida.

Por el momento, los recién casados no tienen dinero suficiente para una luna de miel ni nada que se le parezca. Ambos deben trabajar, y Willem tiene clases. El sábado, a primera hora de la mañana, saldrán con el coche en dirección norte, hacia Lake George, donde se alojarán en una cabaña que les deja un amigo del padre de Willem; el domingo a la noche volverán a casa. Cuando dispongan de un fin de semana largo, posiblemente irán a ver las cataratas del Niágara, que quedan a solo cinco horas de distancia.

Pero algún día disfrutarán de una verdadera luna de miel, en algún lugar romántico como Miami Beach o París. Willem se lo prometió.

A su lado, el muslo del fornido extraño presiona contra el suyo. A través de las capas de ropa, incluso de su propio abrigo, la presión es insistente.

Ella se encoge. Trata de quitarse de en medio.

Es posible que la mole del hombre no invada su sitio a propósito. Sin duda es simplemente un hombre robusto. Y viejo: lo oye respirar con un resuello asmático.

Quizá su reticencia lo ofende. Su cháchara se ha interrumpido.

Pero la tensión la ha dejado llena de inquietud. Es muy sensible a los cambios de humor de los adultos, en especial de los hombres adultos.

Qué rápido puede cambiar el humor. Puede cambiar en el término de un instante. Los indicios son cierta rigidez en la mandíbula, los tendones del cuello, una repentina inhalación.

Ven aquí. ¿Adónde crees que vas?

Aquí. Justo aquí. Dije que…

(Pero ¿por qué tiene ahora esos pensamientos inquietantes? ¡Esta mañana, nada menos!).

Cuánto deseaba estar a solas con su recién descubierta felicidad. En la primera mañana de su vida de casada. La primera mañana del resto de su vida… de la señora de Willem Zengler.

Cómo devora ese Zengler el Hayman. ¡Y cuánto lo agradece ella!

Todos los pasajeros del autobús le sonreirían a la señora Zengler, si lo supieran. Cómo se ruborizaría ella, si lo supieran. Seguirían bromas sobre lunas de miel y noches de bodas… ella no las oiría, no encuentra divertidas esas bromas.

Pero esta mañana preciosa, esta mañana en que atesora un secreto mientras el traqueteante autobús de Raritan Avenue la lleva hacia el Centro de Servicios Asistenciales del Condado: si el hombre que va a su lado ha decidido dejarla en paz, se siente segura como para centrarse de nuevo en su felicidad.

Una oleada vertiginosa de alegría, alivio, gratitud. El día de su boda.

(Francamente, no había esperado que ocurriera. Tenía la certeza de que algo terrible lo iba a impedir).

(Lo peor que podría pasarle ahora en la vida sería la muerte de Willem, por lo mucho que lo quiere. Su propia muerte no sería para tanto. Un simple borrón).

Todos los invitados a la boda venían de parte del novio, y tampoco eran muchos. Los parientes de la novia vivían demasiado lejos como para asistir. No podían permitirse viajar. En cualquier caso, algunos creían, remotamente, que la novia era adoptada.

Se pregunta si los Zengler sospechan de ella. En su lugar, ella lo haría.

Si bien es cierto que la gente que sonríe siempre le despierta sospechas.

Es-que-le-to. ¡Esqueleto!

De golpe, como un repentino sabor a bilis en la garganta, el recuerdo vuelve. El sueño…

La víspera, la mañana de la boda. Cuando despertó antes del alba, asustada y temblando, con el camisón empapado en sudor.

Huele su cuerpo. Un olor vergonzoso.

Su temor, ahora que está casada y ya no puede dormir sola, es despertar tartamudeando y sollozando de ese sueño, o de otro. Y que Willem vea por primera vez su rostro contraído por el miedo.

El miedo vuelve fea una cara bonita. Oculta siempre tu temor.

Oculta siempre tus flaquezas, como hacen los animales.

Por suerte, todo lo que recuerda de su noche de bodas es un borrón de (ebria) felicidad. Llevaba demasiado tiempo siendo virgen, y su joven y ardiente marido cristiano llevaba demasiado tiempo «esperándola», según dijo, en lo que fue una protesta y una muestra de orgullo a partes iguales, porque se tomaba en serio su religión. Su familia era metodista y no creía en lo que se daba en llamar (singularmente) «relaciones prematrimoniales».

Claro, había dicho, el chico presiona a la chica, en especial si es su prometida, como si estuviera pasándola mal, sufriendo, pero, para sus adentros, no quiere que la chica ceda.

Que la chica ceda. Ella escucha muy atentamente.

Porque… ¿sabes por qué?

Ella contesta que no. ¿Por qué?

(¡Claro que sabe por qué! Qué estupidez).

Si una chica es «fácil», significa que puede ser «fácil» también con otros hombres. Willem le explica eso con mucha seriedad.

Con la misma seriedad con la que ella lo ha oído explicar que su nombre no es William. Es Willem.

¿Quién le habría contado eso?, se había preguntado la prometida. ¿Quién les cuenta a los chicos esas cosas sobre las chicas? ¿Sobre las mujeres?

Seguramente los chicos mayores. Willem tiene hermanos, primos.

Que son buenos chicos cristianos, pero aun así tienen pensamientos sucios como casi todos los demás chicos. O los normales, al menos.

No es algo que la haga sentirse orgullosa, pero ha engañado a Willem Zengler muchas veces. Incluso antes del compromiso.

No con otros hombres. No con chicos. No, ella ha engañado a Willem del mismo modo en que ha engañado a otros: ocultándole la verdadera naturaleza de su alma, que está manchada, descolorida, tan repugnante como una esponja sucia.

Cualquier cosa mala que me ocurra, me la merezco.

No me merezco ninguna cosa buena que me ocurra.

Le ha dicho a Willem que se llama Abby; es decir, Gabriella, y que Abby es su diminutivo.

Su nombre auténtico, su nombre legal, el que aparece en su partida de nacimiento, no tiene nada que ver con Abby ni con Gabriella. Por alguna razón que no sabe explicar, se presenta como Abby a las personas de su edad a las que espera caerles bien.

El nombre que figura en su partida de nacimiento es Miriam Frances Hayman. No es ella.

Willem y ella se conocieron en los Servicios Asistenciales, donde ella trabajaba en el Centro de Rehabilitación para Invidentes. Willem era uno de los diez o doce jóvenes cristianos voluntarios que acudían una vez por semana a leerles a las personas ciegas.

Al principio, él no le había gustado. No quería que le gustara. Con solo echarle un vistazo —alto, rubio, buenmozo de un modo juvenil y amables ojos azules—, algo en sus entrañas había sido presa del pánico, se había encogido, se había hecho un ovillo como un gusano que quisiera protegerse.

El deseo sexual, o cualquier fugaz sacudida de emoción. En el vientre, en el corazón. Hace que los ojos se le llenen de lágrimas. No.

Le parece un poco descarado, aunque divertido, el modo en que algunas de sus compañeras de trabajo se las arreglaban para cruzarse con Willem Zengler siempre que podían. El Centro de Rehabilitación estaba situado en la planta baja del edificio de Servicios Asistenciales, no muy lejos de unos baños de mujeres. ¡Qué conveniente!

Algunas mujeres (casadas) que deberían haber sido un poco más sensatas en lugar de ponerse a recorrer los pasillos con la esperanza de toparse con ese joven voluntario cristiano alto y rubio que las saludaba como un caballero, pese a que no era más que un chico de veinticinco, si no más joven.

Incluso la supervisora del centro (tenía que rondar los cincuenta) lo abordaba con risueños comentarios y preguntas; qué desfachatez.

Hasta las mujeres ciegas parecían darse cuenta. Quizá olisqueaban algo. La voz nasal y cantarina de Willem, que en cualquier otro lector habría resultado chillona e irritante, conseguía cautivarlas.

Por favor, póngame a Willem Zengler. Si hay una lista, por favor ponga mi nombre en ella. ¡Gracias!

El padre de la propia Abby había sido muy buenmozo, según se decía. Como una estrella del cine clásico… ¿Alan Ladd?

No tiene el menor recuerdo de su padre. Ni buenmozo ni nada. Sencillamente, no lo recuerda.

Desapareció cuando ella tenía solo cinco años. Eso le habían contado.

Tampoco había imágenes. No había sobrevivido ni una sola foto.

Sí había instantáneas de su madre, diseminadas entre los parientes. Solo la recuerda vagamente.

No se fía de los hombres atractivos. El rostro es una máscara, te miran desde detrás de ella. Incluso los hombres mayores, si son atractivos y van bien afeitados. Cualquier hombre con el pelo bien peinado. Si le llega un tufillo de gomina, le dan ligeras náuseas. Si siente el olor acre del humo de tabaco, más náuseas aún. Con el olor dulzón del whisky en el aliento de alguien empieza a respirar entrecortadamente, al igual que un ataque de asma puede provocar un desvanecimiento y hacerte caer redonda como una marioneta a la que hayan cortado las cuerdas.

En el cabello muy corto de Willem Zengler no hay rastro de gomina. Ni su aliento huele a whisky, ¡jamás!

¿A qué huele Willem? A jabón, a pasta de dientes. A cereales para el desayuno. Cuando vuelve de hacer ejercicio y está excitado, directamente a sudor.

Cómo había sudado en su noche de bodas. La piel lisa y musculosamente ondeada de su espalda estaba resbaladiza. Ella descubrió por casualidad unos racimos de granitos en aquella espalda ancha y tersa, constelaciones en miniatura bajo las yemas de sus dedos de las que dudaba que el propio Willem supiera nada.

El cuerpo desnudo de un hombre. No lo ha visto (todavía). Tampoco Willem ha visto (todavía) el cuerpo desnudo de su mujer, pese a que ya han pasado una noche entera juntos en la misma cama.

En la Iglesia Metodista Reformada a la que pertenece la familia de Willem no se permite ni tomar gaseosas. Ni tabaco, ni alcohol (ni siquiera cerveza liviana), chicles, comida basura o edulcorantes artificiales. Son cosas prohibidas que a nadie se le habría pasado por la cabeza que pudieran tener algún significado para alguien.

Es como creer que Dios te está vigilando. Dios vigila qué comes o te oye murmurar «demonios», «maldición» o «maldita sea».

Dios te observa, te juzga. Dios decidirá que no te ocurra nada más terrible que lo que puedas soportar.

Eso es lo que creen los cristianos. Eso parece ser lo que creen Willem y su familia.

Por supuesto, Abby Hayman es una buena chica. Abby nunca pronuncia «malas palabras» en voz alta.

Esque-leto. Esque-letos.

He ahí su equivocación: haberse dejado llevar por la felicidad. Ahora va a recibir su castigo.

¿Creías que podías olvidarnos?

Como aquella sensación repentina, trémula, entre las piernas, donde su cuerpo se bifurcaba, cuando Willem (suavemente, con insistencia) la había tocado ahí, en su noche de bodas, y ella había empezado a estremecerse, a quedarse muy quieta, como un arco que se dobla, más y más, hasta casi romperse…

Pero dejarse llevar es una equivocación. No puedes ni imaginarte lo que sucederá si te dejas llevar.

Nunca en su vida había experimentado un placer tan intenso, crudo y latente. Parecía brotar de la mano suavemente ahuecada de su joven marido, y de la boca húmeda que succionaba en la suya.

No mereces un placer semejante. Ni una felicidad semejante. Tan desgarradora, como una luz radiante que ciega sus ojos deslumbrados.

Nadie se lo dijo, no hay nadie que pueda decírselo. Pero ella lo sabe: no merece la felicidad del matrimonio, ni del amor. Ella tiene algo especial, algo maldito y execrable. En la hierba crecida, las calaveras la habían observado con cierta calma burlona.