Reinas - Maren Gottschalk - E-Book

Reinas E-Book

Maren Gottschalk

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Beschreibung

Imponentes castillos y fortalezas, inmensas extensiones de tierra, tesoros invaluables y mucho poder. ¿Qué significa tenerlo todo? Este libro nos revela la vida de cinco mujeres que lo tuvieron todo y aun así debieron enfrentar duros golpes del destino: defender su poder, luchar contra traidores e intrigas, sufrir derrotas políticas o admitir sus propios errores. Las biografías de cinco soberanas que figuran entre las personalidades más interesantes de la historia europea y cuyas vidas nos continúan fascinando: Leonor de Aquitania, Isabel de Castilla, Isabel I de Inglaterra, Cristina de Suecia y Catalina II de Rusia.

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Reinas

Cinco soberanas y sus biografías

Maren Gottschalk

Traducción de Ofelia Arruti

Primera edición en alemán, 2008 Primera edición en español, 2010

Primera edición electrónica, 2012

© 2008 Beltz & Gelberg, parte de Beltz Publishing Group Weinheim, Basilea Título original: Königinnen. Fünf Herrscherinnenund ihre Lebensgeschichten

La traducción de esta obra fue apoyada por la aportación del Instituto Goethe, el cual es financiado por el Ministerio de Relaciones Exteriores de Alemania

Imágenes: © Getty Images Fotografía de la autora: © Ralf Krieger

D. R. © 2010, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-1048-5

Hecho en México - Made in Mexico

Acerca de la autora

Maren Gottschalk nació en 1962 en Leverkusen, Alemania. Estudió historia y política en Múnich y obtuvo un doctorado en historia de la Edad Media. A lo largo de su carrera se ha dedicado tanto a la investigación como a la divulgación de la historia, trabajando en diversos programas radiofónicos. También ha escrito guiones para series televisivas sobre personajes históricos.

Para Claus

ÍNDICE

PREFACIO

ÁGUILA DE DOS CABEZAS

¡YO SOY LA REINA!

POSEO EL CORAZÓN Y EL CORAJE DE UN REY

PREFERIRÍA CONTARME ENTRE LOS SABIOS QUE ENTRE LOS SANTOS

PENSAD EN VOS MISMA, MADAME

BIBLIOGRAFÍA

AGRADECIMIENTOS

PREFACIO

Un mito de belleza, riqueza y fortuna rodea la imagen de la reina. Las reinas vivían suntuosamente en castillos y fortalezas, tenían tierras, llevaban joyas y gobernaban a todo un pueblo. Desde tiempos inmemoriales, la gente creía que quien poseía un reino poseía el mundo.

Incluso hoy en día persiste el mito y, a pesar de que la mayoría de las reinas tiene funciones únicamente representativas, son respetadas y admiradas. Sobre todo, parecen estar lejos de la realidad de la vida y, sin embargo, hace siglos las reinas gobernaban sus tierras con una mezcla de fuerza y voluntad inquebrantable. Tenían poder.

Por supuesto, estas soberanas no estaban exentas de los golpes del destino. Tenían que defender su poder, luchar contra los traidores y las intrigas, protegerse de atentados, sufrir derrotas políticas y admitir sus propios errores. No podían confiarse sólo a su suerte. Su éxito dependía de valor, estrategias inteligentes, empeño y educación. De ninguna manera eran anexos decorativos de sus esposos reales, sino pensadoras independientes que manejaban por sí mismas el poder y formaban parte importante de la vida política. Quizá se les puede comparar con las altas ejecutivas de nuestros días.

No obstante, una y otra vez surge una pregunta: ¿Por qué se considera a tantas reinas como mujeres “ávidas de poder”? ¿Acaso como monarcas su función por excelencia no era conservar su reino, engrandecerlo en la medida de lo posible y fortalecer su posición? Hay que preguntarse, por tanto, con qué escala de valores se medía a esas mujeres. Muchas apreciaciones que siguen teniendo gran influencia en nuestros días provienen de historiadores del siglo XIX que tenían una imagen de los hombres y las mujeres muy distinta a la que nosotros tenemos en nuestra época. Crearon una serie de clichés que se conservan obstinadamente, que aún rigen como modelos y se encuentran en novelas históricas y versiones cinematográficas, libros de consulta e incluso en Internet. En cambio, los resultados de nuevas investigaciones encuentran serias dificultades para imponerse.

Si se quiere entender el comportamiento de las reinas, es necesario mirar entre bastidores, algo que no resulta nada fácil.

Dos de las reinas de este libro, Leonor de Aquitania e Isabel de Castilla, reinaron en la Edad Media, hace 800 y 600 años respectivamente. No es fácil imaginar sus pensamientos ni los motivos que las llevaron a actuar como lo hicieron. ¿Qué esperanzas y deseos las impulsaron? En aquellos tiempos ninguna mujer llevaba un diario ni expresaba sus sentimientos en cartas, por lo que muchas veces debemos inferir la manera de actuar de las reinas y, por lo tanto, dependemos del estudio de las fuentes y de la interpretación de los historiadores.

Las reinas tenían una posición única. Todo lo que se escribía oficialmente sobre ellas estaba sujeto a censura. Por consiguiente, es lógico que la mayoría de las veces fueran descritas como hermosas, fuertes y sagaces. Además, está la otra “concepción de la verdad”, la que sustentan los informadores contemporáneos y cronistas de siglos anteriores. En aquella época, la objetividad no era imprescindible, su meta no era registrar cómo eran las cosas realmente, sino que con sus textos pretendían enaltecer o denigrar a una casa real. Sin embargo, aun las alabanzas excesivas o los libelos destructivos revelan detalles interesantes que contribuyen a la comprensión.

Las semblanzas incluidas en este libro no pretenden, en principio, aportar nuevas apreciaciones sobre las reinas aquí descritas. Mi intención ha sido desempolvar un poco a estas grandes mujeres, con la finalidad de trazar sus perfiles con mayor precisión. Me gustaría aclarar varios malentendidos y eliminar uno que otro cliché, porque entre las personalidades aquí reunidas se encuentran las más interesantes que ha producido la historia europea. Ellas mismas han hecho historia.

MAREN GOTTSCHALK

Boda de Leonor de Aquitania con el Delfín francés, quien más tarde sería Luis VII (1137). Ilustración francesa, sigloXIV.

ÁGUILA DE DOS CABEZAS

Leonor de Aquitania  (ca. 1122-1204) 

Ya en su nombre se encierra un misterio. Sus contemporáneos la llaman Alienor, que puede ser un juego de palabras, ya que el nombre de su madre es Aenor y, por ello, Alienor podría significar simplemente “la otra Aenor”. Sin embargo, cronistas de la Edad Media afirman que el nombre proviene de las palabras provenzales alie (águila) y or (oro). Por lo tanto, Alienor significaría “águila dorada”, nombre que le va de maravilla, pues compartió la perspicacia y el orgullo de la reina de los aires y su vida tampoco careció de esplendor.

Fue la mujer más poderosa del siglo XII y llevó la corona de dos reinos, hasta que se enfrentó con alguien superior a ella. Durante dieciséis años fue prisionera de su esposo, Enrique II, que, sin embargo, no logró vencerla.

Lo que Leonor consiguió en su larga vida, pero lo que también tuvo que soportar, puede parecer demasiado para una sola persona. No es de sorprender que esta extraordinaria mujer no sólo fascinara a los hombres de su época, sino que también los aterrara, pues no se sometió a las convenciones. Leonor causó revuelo y sensación; a los ojos de sus enemigos fue considerada como la reina del escándalo y una ramera seductora. Estos rumores, creados y difundidos por monjes misóginos, oscurecen hasta nuestros días la figura de una de las soberanas más grandes que han existido desde la Edad Media hasta nuestros días. Debido a que no hay registros autobiográficos suyos, Leonor no puede defenderse por sí misma. Por ello es importante liberar a la reina de la leyenda —evidentemente muy decorativa— que rodea su imagen. Pero aun sin las anécdotas picantes, Leonor sigue siendo una de las personalidades más excitantes de la Alta Edad Media y una de las soberanas más visionarias.

Leonor nace probablemente en 1120 o 1122, y es la hija mayor de Guillermo X, quien más tarde sería el duque de Aquitania, y de su esposa Aenor. Aquitania, nombrada por los romanos la Tierra del Agua, se extiende desde los Pirineos, al sur, hasta el Loira, al norte; es una tierra rica en viñedos, campos fértiles y bosques oscuros. Entre los duques de Aquitania se encuentran los hombres más poderosos de Francia. Ya el abuelo de Leonor, el duque Guillermo IX, posee más tierra que su señor feudal, el rey de Francia, y puede gobernar en total libertad.

Guillermo IX, el multifacético abuelo de Leonor, es un gallardo guerrero, además de ingenioso poeta y el primer trovador, cuyas tiernas canciones de amor se conservan hasta nuestros días. El arte de la poesía amorosa da pie en el siglo XII a una nueva y refinada relación entre los sexos; aunque la vida cotidiana en la corte difiere drásticamente del tono delicado de las canciones. En la vida real, los modales del duque Guillermo IX también están lejos de ser cortésmente delicados. Es un hombre licencioso y, debido a sus aventuras amorosas, el papa lo excomulga varias veces.

Junto a este “gran señor, mujeriego y bromista”,[1] el padre de Leonor parece casi inofensivo. Lo único insólito en él son su enorme estatura y su tremendo apetito. No escribe poesía, pero ama el arte y procura que los trovadores también se sientan bien en su corte.

Leonor tiene una hermana ocho años menor que ella, Aelis, y un hermano, Guillermo Aigret, que muere en la infancia. Como no hay ningún otro heredero varón en la familia —excepto el hermano menor de Guillermo X, Raimundo, príncipe de Antioquía, un Estado cruzado—, Leonor es educada para ser algún día la señora de Aquitania. Recibe una cuidadosa educación, probablemente en una escuela conventual, donde aprende a leer y escribir, inclusive en latín.

Cuando ella tiene 14 años, Guillermo X emprende un viaje de peregrinación a Santiago de Compostela, en el norte de España, donde enferma de gravedad y muere en la Pascua de 1137. Antes de su viaje había dispuesto que su hija mayor se casara con el Delfín, el heredero al trono del rey de Francia. Y así sucede. A Leonor no le preguntan ni su opinión ni sus deseos, pero pudo ser peor para ella, pues en la Edad Media las muchachas jóvenes a menudo tenían que casarse con hombres mucho más viejos; sin embargo, el Delfín Luis, apenas un año mayor que Leonor, es “de apariencia elegante, costumbres honorables, gran devoción y espíritu vivaz”,[2] según la descripción de un contemporáneo.

El 22 de julio de 1137, la pareja se casa con gran pompa en la catedral de San Andrés, en Burdeos. Según cuentan los cronistas, Leonor, de 15 años, está sentada, segura de sí misma, en uno de los dos tronos del coro de la iglesia, con una diadema de oro en la cabeza que el propio Luis le ha colocado. Leonor posee una intensa y dramática belleza, su cabello es rojo vivo, su piel muy clara, es alta, esbelta, fina y ese día lleva un vestido rojo escarlata. La joven disfruta la admiración de la multitud, pero también las miradas anhelantes de su tímido esposo. Hace un calor sofocante, pero Leonor, radiante de felicidad y optimismo en medio del vibrante júbilo de los habitantes de Burdeos, camina por las calles adornadas con telas y guirnaldas de colores hasta el palacio de l’Ombrière. Allí la espera un majestuoso banquete con más de mil invitados. En los patios adjuntos, también el pueblo puede deleitarse con asado y vino; todos deben saber que esta boda ha unido a dos casas poderosas. En París, el anciano rey Luis VI le había otorgado a su hijo una escolta de quinientos caballeros, además de los barones y clérigos más importantes de Francia. También está presente Suger de Saint-Denis, consejero del rey y preceptor del Delfín. En el equipaje de los franceses del norte hay lujosos regalos para la novia aquitana y su familia. En la Edad Media, los matrimonios se planeaban y preparaban con mucho tiempo, a veces incluso durante años. Sin embargo, esta boda tiene lugar sólo tres meses después de la muerte del duque, porque la rapidez es indispensable: como mujer sin padre ni hermanos, Leonor necesita una protección masculina y, por su parte, Luis VI quiere asegurar el futuro de su hijo y de su familia, pues siente que su fin está próximo.

Los Capeto, la familia de Luis, ocupan apenas desde hace cien años el trono de Francia. Derivan su legitimidad de la solemne unción real, que les da el derecho de mediar las riñas de sus vasallos, enviarlos a la guerra y, como el supremo señor feudal de Francia, otorgarles tierras. A cambio de ello, los vasallos le rinden homenaje al rey y le juran fidelidad. En ese entonces, Luis VI posee sólo una estrecha franja del reino: la isla de Francia, Orléanais y una parte de Berry; en cambio, la duquesa de Aquitania es dueña de un reino que en la actualidad abarca diecinueve departamentos. Además, Leonor es condesa de Poitiers y duquesa de Gascuña y también cuenta con el respaldo de una multitud de poderosos vasallos, por lo que el joven Luis puede sentirse feliz de obtener a través de su esposa autoridad sobre un territorio que antes sólo poseía teóricamente, pues en años anteriores los duques de Aquitania se habían acostumbrado a ya no rendirle ninguna clase de homenaje.

Sin embargo, Luis tiene que asimilar por primera vez la nueva situación. Se había preparado durante muchos años en el convento de Saint-Denis para convertirse en sacerdote y estudiar ciencias. Debido a la muerte de su hermano mayor, fue designado contra su voluntad como sucesor del trono. Al contrario de Leonor, que parece haber nacido para mandar, él no anhela el poder. Luis es melancólico y piadoso; Leonor, alegre y despreocupada. Luis se enamora de ella al instante, pero desde el día de la boda huye de la intensa alegría de vivir de la sociedad sureña de Leonor. Aquí las cosas son distintas a las de la corte de París. Las bromas son más pesadas, los escotes más profundos y el vino corre a raudales. Además, todos hablan en occitano, una lengua del sur de Francia también llamada lengua de oc, que Luis no entiende. Quizá Luis le pregunte a su esposa de qué hablan los trovadores y tal vez la respuesta sea: de amor y de dicha, del juego del amor. Luis se siente inseguro porque no puede ser galante ni sabe coquetear. Así que le viene bien que el abad Suger de Saint-Denis interrumpa pronto los festejos de la boda por respeto al rey moribundo.

La joven pareja deja Burdeos y sale rumbo a París. En Poitiers, la capital del ducado, los cónyuges son coronados como duquesa y duque de Aquitania y reciben el homenaje de sus vasallos. Otra vez se realiza una gran fiesta en la que también cantan los trovadores, se ríe, se bebe y se hacen bromas. Sin ser visto, un mensajero llega y le susurra algo al abad Suger, que se levanta, se coloca delante del novio y flexiona la rodilla. Luis IV ha muerto. Entonces su hijo, de apenas 16 años, se convierte en Luis VII, rey de Francia, y su esposa Leonor, en reina. La fiesta se termina y la pareja se apresura hacia París.

En el siglo XII, París está lejos de ser una ciudad hermosa, todavía no tiene una gran historia ni una atmósfera especial: está situada en varias islas, en la más grande de ellas, la Isla de la Cité, se encuentran el palacio real, el palacio episcopal y también la catedral románica de Saint Étienne, pues la construcción de Notre Dame se empieza en 1167. En la orilla derecha del río Sena se extiende una planicie pantanosa, cuya desecación acaban de iniciar los templarios, y al pie de la colina de Montmartre hay huertas.

Leonor intenta adaptarse a la corte, pero no resulta fácil. Su suegra, Adelaida de Saboya, no sólo ve usurpada su posición como primera dama de la corte, sino que también resiente la actitud liberal y la falta de respeto de Leonor. A la reina madre le repugna que la joven reina imponga la lectura como una “actividad para el tiempo libre en el círculo de la nobleza”.[3] Además, considera derrochadora a su nuera, pues Leonor ha empezado a dar un toque de mayor comodidad a la sombría corte. Compra alfombras, cojines y encarga a los comerciantes mercancías exóticas del lejano Oriente: telas de seda multicolores, almizcle y madera de sándalo, además de confites de jengibre y rosas. También trae trovadores que suelen cantarle románticas canciones de amor de su patria. Sin embargo, el joven rey no siente ninguna inclinación por el juego que se esconde detrás de las palabras de amor, él toma todo en serio y presiente engaño y traición. En particular, está celoso del poeta Marcabrú y lo corre. Vigila furioso a su bella esposa.

Leonor es en verdad hermosa, afirman unánimemente sus contemporáneos. Por desgracia, a los hombres de la Edad Media no les interesaba describirnos a detalle ni caras ni figuras, pero conocemos el ideal de belleza de esa época a través de la canción del poeta Raoul de Soissons:

Mi señora tiene, eso digo yo, risueños ojos grises, oscuras cejas, cabello más bello que el oro, una hermosa frente, la nariz recta y bien formada; los colores de la rosa y el lirio, una adorable boca roja; el cuello blanco, no quemado por el sol, su pecho irradia blancura. Es gentil, risueña y amena; así la ha hecho Dios Nuestro Señor.[4]

Salvo por el cabello dorado, es evidente que Leonor se acerca mucho a este ideal.

El abad Bernardo de Claraval, uno de los propulsores de la orden de los cistercienses en Europa, critica en una carta la moda impuesta por Leonor: “Ves mujeres que no están ataviadas, sino cargadas de oro, plata, piedras preciosas y, en fin, con cualquier adorno real. Ves cómo arrastran tras de sí las largas y muy costosas colas de sus vestidos, que lanzan al aire espesas nubes de polvo.”[5] El abad también critica acerbamente los largos pendientes, las pieles de marta cibelina y el excesivo maquillaje. Para la posteridad, sus largas diatribas resultan muy atractivas, de esa manera nos cuenta detalles que nos ofrecen una imagen del gusto de las damas. En todo caso, Leonor es descrita reiteradamente como indecente en el vestir y muy liberal en su manera de hablar. Sus ganas de vivir, buen humor y despreocupación son lo que Luis admira y al mismo tiempo teme de ella.

En la actualidad, no se sabe hasta qué punto Leonor participó en la política de la corona francesa, ya que rara vez su nombre aparece en los escritos de su esposo. Sólo cuando se trata de Aquitania puede reconocerse su influencia. Cuando los habitantes de Poitiers, el centro de su ducado, pretenden sublevarse, Luis toma severas medidas y amenaza con secuestrar a los hijos de las familias más importantes. ¿Esta idea atroz provino de él mismo o de Leonor? El suceso es impedido por el abad Suger de Saint-Denis, que en consecuencia deja de ser convocado durante mucho tiempo al consejo real, hecho que puede atribuirse a la influencia de Leonor.

Luis lucha por los intereses de su esposa en un caso más, cuando su hermana Aelis se enamora del mariscal del reino, Raoul de Vermandois, que ya estaba casado con la sobrina del conde de Champaña. Luis apoya a la pareja mutuamente encendida de amor, aun cuando se hace acreedor de la ira del papa. Cuando, a consecuencia de la guerra con el conde de Champaña, toda una aldea muere abrasada entre llamas, Luis queda profundamente consternado y se siente culpable. El papa Inocencio II le encarga a Bernardo de Claraval que lo amenace con la excomunión: “En vista de los actos de violencia en los que incurre usted constantemente, hasta ahora empiezo a arrepentirme de siempre haber atribuido su injusticia a la inexperiencia de su juventud… Le advierto que no se quedará mucho tiempo sin castigo”.[6] Luis reconoce que ha ido demasiado lejos y desea con urgencia volver al seno de la iglesia.

El 11 de junio de 1144 se consagra el nuevo coro de la iglesia de la abadía de Saint-Denis, al norte de París. Todos los que en Francia tienen una posición y un nombre están presentes ese día, incluso hay invitados extranjeros, como el arzobispo de Canterbury. Saint-Denis es la primera gran iglesia con bóveda de crucería. Con ella, el peso del techo se reparte mejor y, de esta manera, también se pueden construir paredes más altas y ventanas más grandes: es el nacimiento del gótico. El abad Suger está extasiado por el resultado del trabajo: “La obra… resplandece, la inunda una nueva luz”.[7]

La santa misa se celebra al mismo tiempo en todos los altares del deambulatorio. El propio rey carga sobre sus hombros el cofre de plata con las reliquias de san Dionisio, porque la consagración de la iglesia reconstruida también debe ser una fiesta de reconciliación. Luis VII no asiste con ropajes reales, sino con un hábito gris de penitencia, expresión de su ferviente deseo de perdón. Leonor, por el contrario, probablemente lleva un vistoso vestido rojo, que siempre utiliza en ocasiones especiales.

Ve con escepticismo la creciente devoción de su esposo: “A veces me parece que me casé con un monje, no con un rey”, dice una de las pocas frases que nos llegan directamente de ella.[8] Las perspectivas para una larga felicidad conyugal no son favorables, sobre todo porque hay otro problema mucho más importante: aún después de siete años de matrimonio, Leonor no ha concebido un hijo y su tarea primordial como reina es procurarle un heredero al trono.

El día de la consagración de Saint-Denis, Leonor consigue concertar una audiencia con Bernardo de Claraval y le pregunta qué debe hacer para que finalmente Dios les conceda un hijo a ella y a Luis. En secreto espera que el abad pida clemencia a Dios con su ruego, pero el pálido y esmirriado Bernardo, que treinta años más tarde será declarado santo, no es un hombre del que pueda decirse que el fuego del espíritu haya consumido su carne. Leonor representa todo lo que él rechaza: riqueza, vanidad, arrogancia, y así le responde: “Procuradle paz al reino, y Dios, en su misericordia, os concederá lo que le pidáis”.[9] En efecto, un año después, a los 23 años, Leonor da a luz a su primer hijo y ambos reyes consiguen la paz para el reino. Es una niña y, en honor a la reina del cielo, la nombran María.

En 1145 el papa Eugenio III convoca a la segunda Cruzada y Luis VII decide espontáneamente llevar por sí mismo la cruz; una magnífica oportunidad para purgar sus antiguos pecados. El pretexto para el llamado del papa es la noticia de que el condado de Edesa ha caído en manos de los seléucidas. Edesa pertenece, igual que su vecina Antioquía, el condado de Trípoli y el reino de Jerusalén, a los llamados Estados cruzados, que fueron fundados por los cristianos durante la primera Cruzada (1096-1099) como puestos seguros de avanzada en el camino hacia Tierra Santa. Ahora, ni siquiera cincuenta años después, el dominio cristiano está nuevamente en peligro, pues los seleúcidas mataron en Edesa a todos los cristianos y destruyeron sus iglesias.

De manera sorpresiva, Leonor también decide ir a Tierra Santa. ¿Por qué? Sin duda ella no comparte el sentimiento de expiación de sus pecados y tampoco teme separarse por muchos meses de su esposo; para Leonor, este viaje representa una aventura. Su vida en el frío norte de Francia es a menudo aburrida y triste, sobre todo desde que Luis ha redescubierto su devoción. La Cruzada promete ser un viaje excitante por países extranjeros y el encuentro con otros hombres. Además, su tío Raimundo es el príncipe de Antioquía y también es un amigo de la infancia que a Leonor le gustaría volver a ver. Sabe que una Cruzada también puede significar la muerte, pero evidentemente no siente miedo.

En mayo de 1147, el rey romano-germano Conrado III se pone en marcha desde Regensburgo hacia Tierra Santa. Dos semanas después, Luis VII y su ejército parten desde París. Ambos ejércitos quieren unirse más tarde para pelear juntos contra el enemigo.

Leonor no es la primera mujer que participa en una Cruzada, ni tampoco la única. Muchas otras damas nobles siguen su ejemplo, como las condesas de Blois, Flandes, Toulouse y Borgoña. Los cronistas de la Edad Media no censuran el hecho de que estas mujeres sigan a sus esposos, sino la manera como lo hacen, porque a las damas, y principalmente a la reina, les parece imposible viajar sin las comodidades a las que están acostumbradas. Ahora los caballos y carros llevan, además de grandes cantidades de víveres, armas y carpas, alfombras, lavamanos, baúles con vestidos, utensilios de cocina y mucho más; y ni hablar de las camareras, que también necesitan provisiones y carpas.

El enorme séquito avanza muy lentamente. La segunda Cruzada, que sólo dura dos años y finalmente termina sin éxito, se torna difícil desde el principio para el ejército francés por otros motivos. Ya en Worms ocurren los primeros conflictos con los alemanes. El rey Conrado III ha acaparado gran parte de las provisiones de los mercados alemanes y por eso los franceses se quedan en todas partes sin nada. También en Hungría y Bulgaria apenas es posible conseguir unos cuantos víveres frescos.

Cinco meses después, Luis VII llega por fin a Constantinopla, centro del Imperio Bizantino. Espléndidamente situada en la punta entre el mar de Mármara y el Cuerno de Oro, Constantinopla es, desde ese entonces, una hermosa ciudad. Cuentan los cruzados que dos tercios de toda la riqueza del mundo se encuentran dentro de los altos muros festoneados de las torres, pero la ciudad aún tiene cosas más fascinantes: una funcional red de alcantarillado, hospitales ya subdivididos en especialidades, una gran universidad e incluso un cuerpo de bomberos y policía.

Leonor y Luis son recibidos con grandes honores por el emperador bizantino Manuel I Comneno y su esposa alemana Berta-Irene de Sulzbach. En el palacio de Blanquerna los espera un ejército completo de eunucos y sirvientes para agasajarlos con gran pompa. Profundamente impresionados —así lo describe el capellán del rey, Odón de Deuil—, los franceses caminan por los pisos de mármol del patio hacia el interior del palacio, donde contemplan asombrados mosaicos y columnas adornadas con hojas de oro y plata.

Durante tres semanas, los nobles cruzados son agasajados con banquetes, cacerías y recepciones. Por primera vez comen alcachofas, ancas de rana y caviar, prueban salsas aderezadas con canela y cilantro y conocen los tenedores de dos dientes. En su hogar, Aquitania, Leonor aprendió bastante bien a agasajar a los huéspedes con banquetes, músicos y bailarinas; tal vez por eso ella disfruta tanto su estancia. Mientras Leonor se divierte más día con día, Luis luce visiblemente disgustado, ya que Manuel I no sólo es un hombre refinado y un aguerrido combatiente, sino que también posee un aspecto magnífico y tiene fama de ser un experto seductor. Por fortuna, Leonor no se rinde ante su encanto, aunque disfruta de sus atenciones.

Luis no sólo está celoso, también desconfía del bizantino y con razón. El emperador hace trampa y disimuladamente negocia con los enemigos de los cruzados. Cuando finalmente Luis parte con su ejército, Manuel I Comneno le informa que el rey romano-germano Conrado III acaba de obtener una gran victoria sobre los turcos. En realidad, unos días más tarde los franceses se encuentran con una raquítica tropa alemana, agotada y a punto de morir de inanición. Los guías del emperador bizantino los habían llevado por el camino equivocado y los enviaron al desierto de Anatolia sin víveres suficientes. El hambre, la sed y los continuos ataques de los arqueros turcos han diezmado duramente al ejército y el rey alemán está considerando suspender la Cruzada; sin embargo, más tarde parte de nuevo rumbo a Jerusalén.

En marzo de 1148, los franceses llegan, por Constantinopla, al puerto de Antioquía. Con las campanas al vuelo, sacerdotes con vestimenta blanca y caballeros vestidos de muchos colores están listos para recibirlos. Los cruzados miran aliviados la imponente ciudad, que se yergue ante sus ojos en la falda de la montaña. Desde el mar se pueden admirar las numerosas terrazas y los exuberantes jardines. Las murallas defensivas de la ciudad rodean todo. Leonor se siente feliz, pues por fin está ante su tío Raimundo de Poitiers, el orgulloso príncipe de Antioquía. Raimundo se había casado, desde hacía doce años, con la heredera al trono del país, la princesa Constanza, una niña de diez años y, a través de ella, había obtenido su alto cargo.

Raimundo organiza competencias y torneos para honrar a sus huéspedes, encarga canciones a los trovadores y les obsequia a los cruzados los más finos regalos. Una vez más, el rey Luis VII se ha topado con un hombre que, por lo visto, entiende a su esposa mejor que él mismo. Un cronista describe a Raimundo: “De hermosa figura, fuerte como Hércules, impetuoso y de conducta intachable, pero también aficionado al juego y galante con las damas”.[10]

Raimundo y Leonor, a quienes los separaba una diferencia de edad de unos veinte años, se entendían tan bien que los monjes que acompañaban la Cruzada como cronistas de inmediato les atribuyeron una relación amorosa. La idea de que bajo el sol de Asia Menor, entre los jardines paradisiacos dulcemente perfumados, Leonor haya estado unida a su tío por una gran pasión, resulta tan irresistible que aparece en todas las novelas históricas sobre la vida de Leonor. ¿Pero por qué habría Leonor de atentar contra la moral de esa manera y más aún estando en una Cruzada y a la vista de todos? ¿Por qué habría Raimundo de ofender a su huésped el rey Luis, cuya ayuda militar esperaba?

En realidad, las conversaciones en Antioquía giran en torno a la política y Leonor aprende mucho sobre la difícil situación de los Estados cruzados. Leonor nunca ha dudado de que su esposo emprendió el viaje con la finalidad de rescatar Edesa de manos de los seleúcidas y asegurar los bastiones de la cristiandad. Sin embargo, Luis no piensa lo mismo. Se le ha metido en la cabeza ir a Jerusalén para visitar los lugares santos y así cumplir sus votos. Raimundo y Leonor intentan inútilmente persuadirlo. Finalmente, Leonor deja en claro que de ninguna manera proseguirá el viaje hacia Jerusalén. ¿De esta manera quiere obligar a su marido a regresar después de su estancia en Jerusalén y que cumpla con los deberes que su tío le ha otorgado? Luis está ofendido. Le parece inconcebible que Leonor pueda tener mejor instinto político y que su vehemente toma de partido por Raimundo se deba a sentimientos no sólo amistosos. Luis está que echa chispas, se marcha esa misma noche y obliga a Leonor a acompañarlo. La disputa provoca una ruptura irreparable entre los cónyuges. Se cuenta que en ese momento Leonor le propone a su esposo que busque anular su matrimonio a causa de su cercano parentesco.

Cuando Suger de Saint-Denis se entera en París de la desavenencia, teme no sólo por la salvación de la pareja, sino también por el poder del rey. Si Luis se separa de su esposa, pierde también el ducado de Aquitania. Suger le pide al papa que trate de persuadir a la pareja cuando vayan a verlo en su viaje de regreso de Tierra Santa.

Luis VII visita los lugares santos según lo planeado; luego, en 1148, une su ejército con las tropas del rey romano-germánico Conrado. Junto con el rey Balduino III de Jerusalén atacan Damasco, pero unos cuantos días después tienen que levantar el sitio. En abril de 1149, Luis VII emprende el regreso a casa sin haber conseguido nada como cruzado. Poco antes los franceses reciben una terrible noticia: Raimundo de Antioquía murió mientras intentaba rescatar uno de sus castillos de manos de sus enemigos. Su cabeza le fue obsequiada al califa de Bagdad. Los sentimientos de Leonor sólo los podemos imaginar. El que hubiera tenido razón al reprocharle a Luis que dejara solo a su tío no le sirve de consuelo. ¿Se enferma de preocupación en el viaje de regreso? ¿O es porque su barco es capturado temporalmente?

Cuando Leonor se reúne otra vez con Luis, ambos se presentan ante el papa Eugenio III y le solicitan la disolución de su matrimonio. El papa rechaza su petición y trata de reconciliar a la pareja. Como símbolo del deseo de renovación del matrimonio, el papa manda a construir una lujosa cámara nupcial. Un año más tarde, en 1150, Leonor trae al mundo a su segunda hija, Alicia, pero el distanciamiento de la pareja real ya es irreconciliable.