Sobre la visión y los colores - Arthur Schopenhauer - E-Book

Sobre la visión y los colores E-Book

Arthur Schopenhauer

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Beschreibung

Movido más por su admiración por Goethe que por las exigencias de su propio pensamiento, Schopenhauer elabora una teoría del color que pretende, según él, respaldar los simples hechos que Goethe compiló en su Teoría de los colores y apoyar a este en su radical oposición a la teoría newtoniana. En esta línea, el filósofo presenta una consideración del color desde el punto de vista subjetivo (como modificación de la actividad del ojo), completando el tratamiento objetivo realizado por el poeta, que entiende el color como modificación de la luz. Así, y pese a no tener un contenido plenamente filosófico, este escrito contribuye a la comprensión de la teoría schopenhaueriana sobre la intuición empírica y las formas a priori del conocimiento. El presente volumen, que recoge el tratado «Sobre la visión y los colores» según la tercera y última edición, fechada en 1854, incluye asimismo la correspondencia entre Schopenhauer y Goethe, en la que se pone de manifiesto la breve y tensa relación entre ambos. El tono de las cartas del joven filósofo refleja su ambigua actitud hacia el maestro, alternando las expresiones de máxima reverencia con ademanes de superioridad hacia la Teoría de los colores, que constituía para Goethe la obra de su vida.

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Sobre la visión y los colores

Seguido de la correspondenciacon Johann Wolfgang Goethe

Sobre la visión y los colores

Seguido de la correspondenciacon Johann Wolfgang Goethe

Arthur Schopenhauer

Edición y traducciónde Pilar López de Santa María

 

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS

Serie Filosofía

Primera edición: 2013

Segunda edición: 2024

Título original: Über das Sehen und die Farben

© Editorial Trotta, S.A., 2013, 2024

http://www.trotta.es

© Pilar López de Santa María, traducción,

introducción y notas, 2013

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-1364-248-2 (edición digital e-pub)

CONTENIDO

Índice

Introducción: Pilar López de Santa María

Sobre la visión y los colores

Correspondencia con Johann Wolfgang Goethe

Índice de nombres

INTRODUCCIÓN

Pilar López de Santa María

Newton, Goethe y Schopenhauer: un físico-matemático, un poeta y un filósofo; tres personajes que en apariencia poco tienen en común, salvo la genialidad, se nos presentan unidos en el interés por la naturaleza de la luz y el color. Cada uno procedente de distinta época y ámbito cultural, con diferentes personalidades y preocupaciones, con motivaciones y visiones del mundo divergentes y hasta enfrentadas. Los tres, espíritus universales a los que nada en el hombre ni en la naturaleza les resulta ajeno, quedan fascinados por un mismo fenómeno y dedican largas horas y prolongados esfuerzos a explicarlo. Y no es para menos: porque el que les ocupa no es un fenómeno cualquiera sino el primum primi de todos los fenómenos, la realidad omnipresente y universal que inunda y preside toda la vida de la naturaleza: la luz. La luz es lo primero que, según el Génesis, hizo Dios al crear el mundo, porque sabía que sin ella nada de lo que venía detrás podía subsistir. El lenguaje, siempre sabio, nos pone de manifiesto sus múltiples facetas y dimensiones, que la convierten en una constante en nuestra vida: la luz es, ante todo, el agente físico que hace posible la visión; pero es también la claridad de la inteligencia, la ilustración y la cultura («el Siglo de las Luces»); es símbolo de alegría («su cara se iluminó») y de comunicación («la noticia salió a la luz»); venimos al mundo cuando nuestras madres nos alumbran o nos dan a luz; y cuando lo abandonamos, nuestros seres queridos nos cierran los ojos y rezan una oración para que no caigamos bajo el poder de las tinieblas.

¿Y qué decir de los colores? Acciones y pasiones de la luz los llama Goethe, en una expresión que viene a poner de relieve que, si la luz es vida y principio vital, los colores son su biografía, los actos y padecimientos que enriquecen nuestra experiencia y conmueven nuestro ánimo, librándonos de la temible monotonía de los grises. Pues ¿qué sería de nuestra vida si todo fuera en blanco y negro? Los colores son a la vista —podríamos decir— lo que la música al oído. Me atrevería a afirmar que ambos constituyen las producciones más asombrosas de la naturaleza; son realidades que nos transportan mucho más allá de su entidad físico-natural, abriéndonos al mundo del arte; son mitad fenómenos y mitad milagros. Y de ahí, creo yo, el interés que suscitan en los grandes espíritus. Con ellos recorremos el camino de su investigación, en un análisis que nos llevará a remontarnos hasta los orígenes de la ciencia moderna; nos cuentan sus ensayos y sus descubrimientos, nos hablan de los prismas y la refracción, del surgimiento de los colores y el espectro, del ojo y la visión, de la influencia de los colores en el ánimo, y un largo etcétera. Nos cuentan lo que saben de la luz y los colores en su mitad fenoménica; la otra mitad, la del milagro, queda a cargo de la experiencia y la reflexión de cada cual.

1.  ¿Onda o corpúsculo? La óptica en el siglo XVIII

Es comúnmente admitido el papel protagonista que desempeñó la óptica en la revolución científica de los siglos XVI y XVII, tanto desde el punto de vista de la investigación como desde el de la inventiva. Los dos instrumentos ópticos más importantes desarrollados durante esa época, el telescopio y el microscopio, tuvieron una importancia trascendental en el avance y perfeccionamiento de la experimentación en todos los campos científicos, desde la astronomía hasta la botánica. Al mismo tiempo, los propios científicos eran los primeros interesados en profundizar en el conocimiento de los fenómenos ópticos, con la intención de perfeccionar aquellos inestimables instrumentos de observación. Así, por ejemplo, Hooke construyó el telescopio gregoriano; Newton, el telescopio reflector; y Huygens, por su parte, perfeccionó considerablemente el ocular del telescopio.

Pero es evidente que el interés de aquellos científicos por la óptica no podía ceñirse a tales cuestiones pragmático-instrumentales, sino que, por el contrario, fenómenos como la visión, la luz o el color tenían la suficiente entidad para llevarles por sí solos a escudriñar en su naturaleza. Desde antiguo se conocía la propagación rectilínea de la luz, la reflexión y la refracción, si bien la ley de esta última, la llamada ley de Snell, no fue formulada y matematizada hasta esa época. Igualmente, la aparición de colores cuando un haz de luz blanca atraviesa un prisma, fenómeno conocido desde tiempo atrás, suscitó un gran interés en los medios científicos de la época y llevó a muchos estudiosos a realizar diversos experimentos prismáticos. En definitiva, se imponía la necesidad de encontrar un modelo explicativo de la luz que diera cuenta de esos y otros muchos fenómenos que se iban observando. Y en ese contexto se enfrentaron dos teorías principales que rivalizaban en explicar la naturaleza de la luz: la teoría corpuscular y la ondulatoria.

Durante el siglo XVII las teorías mecanicistas cartesianas fueron suplantando los principios de la física escolástica, basados en Aristóteles y más centrados en la cualidad que en el número. Fiel a su reduccionismo cuantitativo y a la distinción entre cualidades primarias y secundarias, Descartes ensayó una explicación mecanicista de todos los fenómenos físicos que le permitiera vincularlos con demostraciones geométricas. Es obvio que en tal intento la óptica no podía quedar al margen, lo cual le llevaría a concebir la luz como presión o tendencia al movimiento de las partículas, que se transmite a través de un medio sutil. En la base de esta explicación se encuentra la propia concepción de materia y la negación cartesiana del vacío. Recordemos que para Descartes la esencia de la materia es la extensión, de donde se infiere el sinsentido de suponer la existencia de un espacio vacío. La extensión del espacio no difiere de la extensión del cuerpo. Y así como la extensión de este último nos permite concluir su carácter sustancial, en el caso del espacio aparentemente vacío también hay que concluir que, puesto que en él hay extensión, también tiene que haber sustancia1.

Así pues, el supuesto espacio vacío no está realmente vacío sino lleno de materia, solo que de materia invisible. Descartes distingue tres tipos de materia o elementos, de acuerdo con los tamaños de las partículas en que se fragmentó la materia cuando se le imprimió el movimiento. Las partículas más grandes (la materia gruesa o tercer elemento) se unieron para formar los cuerpos de los planetas y se caracterizan por tener una mínima disposición al movimiento y una naturaleza opaca. Los intersticios entre ellas, así como los espacios que separan los cuerpos visibles, son llenados por el segundo elemento, la materia sutil o el éter, que está formado por partículas esféricas, de índole transparente y dotadas de un rápido movimiento. Por último, el primer elemento está integrado por las partículas de menor tamaño, que llenan los intersticios de la materia sutil y conforman los cuerpos luminosos.

A partir de aquí Descartes formula su explicación de la luz en términos de presión transmitida a través de un medio continuo: el primer elemento, que conforma la materia de la estrella, gira en el centro de su vórtice y trata de moverse en línea recta, presionando contra la materia sutil que le rodea y que le impide desplazarse. Esa presión se transmite hasta nuestros ojos de forma instantánea a través de un enlace continuado de partículas o corpúsculos, del mismo modo que el movimiento o la resistencia del cuerpo con que topa un ciego pasa a su mano a través del bastón: ese movimiento o acción es lo que, a juicio de Descartes, constituye la luz2.

No obstante, las propiedades que Descartes atribuye a la luz en su realidad física se muestran pronto incompatibles con la óptica geométrica, lo cual le lleva a contradecir sus ideas y sustituirlas por otras que le den más juego a la hora de demostrar fenómenos tales como la refracción o la génesis del color. Así, su inicial concepción de la luz como un conato o una «tendencia al movimiento» que se transmite instantáneamente es sustituida por la idea de partículas que se mueven uniformemente a velocidades finitas3. Se trata de corpúsculos de forma esférica que giran sobre sí mismos y se desplazan en línea recta, siendo ambos movimientos de la misma velocidad. Pero en determinadas circunstancias se produce un cambio en la velocidad de rotación o de traslación, dando lugar a los fenómenos de la coloración y la refracción, respectivamente. Así, en la superficie de los cuerpos, donde se encuentra el límite entre la sombra y la luz, el movimiento giratorio de los corpúsculos aumenta o disminuye respecto de su velocidad de traslación. El color es la apariencia producida por esa diferencia de velocidad: el rojo corresponde a los corpúsculos más veloces, y el azul, a los más lentos, mientras que las velocidades intermedias dan lugar a los demás colores4. En sentido análogo, la refracción se explica como una alteración de la velocidad de los corpúsculos, pero, en este caso, en su movimiento de traslación. Descartes compara el comportamiento de la luz al chocar contra una superficie (por ejemplo, la separación entre el aire y el agua) con el de una pelota de tenis: al contrario de lo que ocurre con esta última, los corpúsculos de luz aumentan de velocidad al penetrar en medios más densos y se acercan a la normal5. Con ello Descartes se desdice de su idea inicial según la cual la luz poseía una velocidad instantánea, pero a cambio consigue explicar la ley de Snell6.

Con esos vaivenes —por lo demás, tan característicos del estilo filosófico cartesiano—, Descartes plantea un modelo explicativo de la luz que, como afirma A. Rioja7, no se puede entender ni como corpuscular, ni como ondulatorio. Pero pese a ello (o también, precisamente por ello), históricamente se le sitúa como precursor tanto de la teoría ondulatoria como de la corpuscular, teorías que surgirían poco después de la mano de Hooke y Huygens (la primera), y de Newton (la segunda). En efecto, tanto los ejemplos propuestos en ocasiones por Descartes como su idea de partículas que se mueven a velocidades finitas resultan afines a la teoría corpuscular. Sin embargo, el modelo de la luz como presión o tendencia al movimiento se acerca más a una teoría ondulatoria, sin llegar a constituirse en tal.

En 1665, el científico inglés Robert Hooke (1635-1703) publicó su obra Micrographia. En ella, aparte de muchas otras cuestiones, estudiaba la coloración de láminas delgadas, como las pompas de jabón o las alas de los insectos, llegando a la conclusión de que la luz consiste en un movimiento vibratorio, un pulso simple que se propaga a través de un medio homogéneo en línea recta, en todas las direcciones y con velocidad uniforme.

El trabajo de Hooke, unido al de otros científicos como Francesco M. Grimaldi con sus observaciones sobre la difracción, o Ignace Pardies, sirvió de base al holandés Christiaan Huygens (1629-1695) para proponer su teoría ondulatoria de la luz, expuesta en su obra Traité de la lumière (1678). Huygens pensaba que la luz era un proceso mecánico, una especie de movimiento que actúa sobre nuestra retina. Pero no podía tratarse de un proceso de transporte de materia, ya que los rayos de luz se entrecruzan sin estorbarse. Así que Huygens concluye que la luz es una vibración con forma de onda semejante al sonido o a las ondulaciones que produce una piedra lanzada a un estanque. Y al igual que estos necesitan el aire y el agua —respectivamente— para transmitirse, también la luz requiere un medio para propagarse. Huygens propone a este respecto uno comúnmente aceptado en la época: el éter, medio elástico que llena el espacio vacío y transmite en todas direcciones las perturbaciones que producen en él los objetos luminosos.

Una de las principales aportaciones de Huygens fue la elaboración de un método geométrico para explicar la propagación de las ondas: el denominado «principio de Huygens». Según él, cada punto de un frente de onda es un foco de emisión de ondas secundarias que no son visibles más que en su envolvente. Con su teoría, Huygens pudo explicar las leyes de la reflexión y la refracción, además de diversos fenómenos ópticos tales como la doble refracción del espato de Islandia, a raíz de cuyo estudio descubrió también el fenómeno de la polarización. Sin embargo, la teoría ondulatoria encontró diversas dificultades para abrirse camino en la comunidad científica de la época. Por una parte, sus detractores (con Newton a la cabeza) le achacaban su incapacidad de explicar la transmisión rectilínea de la luz. Si la luz era de naturaleza ondulatoria, debería rodear los obstáculos y doblarse hacia las sombras8. Además, la teoría de Huygens carecía de un lenguaje matemático adecuado, no daba cuenta de los fenómenos cromáticos y, sobre todo, fue víctima de la enorme influencia y el prestigio científico adquirido por Newton, que se opuso frontalmente a ella. El hecho es que durante todo el siglo XVIII la teoría ondulatoria quedó totalmente desbancada y tuvo que esperar hasta que, ya entrado el siglo XIX, las investigaciones de Thomas Young (1773-1829) y Augustin Jean Fresnel la rehabilitaron proporcionándole respaldo experimental y tratamiento matemático. El tiempo también terminaría por dar la razón a Huygens en otras cuestiones; así, en 1848 Fizeau consiguió medir la velocidad de la luz en distancias terrestres, corroborando la tesis del holandés de que la velocidad de la luz disminuye en medios más densos, mientras que Newton sostenía exactamente lo contrario. Pero dejemos a Huygens y pasemos a examinar las teorías de su gran rival.

En junio de 1665, se declaró en Londres la Gran Plaga, uno de los últimos grandes brotes de peste en Europa, que mató entre setenta mil y cien mil personas en Inglaterra. La Universidad de Cambridge se vio obligada a cerrar sus puertas y Newton regresó a su aldea natal en Lincolnshire. En marzo de 1666, la remisión de la peste le permitió reincorporarse a las actividades académicas, que tuvieron que suspenderse otra vez en junio debido a un nuevo brote y no se reanudaron definitivamente vamente hasta abril de 1667. Fueron casi dos años de aislamiento dedicados en gran medida a la reflexión, la experimentación y el estudio, y que habían de producir unos frutos espectaculares. En una carta dirigida al biógrafo Pierre des Maizeaux y descubierta póstumamente, Newton enumeraba los logros obtenidos en su aldea de Woolsthorpe durante los años de la peste y se refería a aquella época en los siguientes términos: «En aquellos días estaba en mi mejor edad para la invención y me ocupaba en las matemáticas y la filosofía más de lo que nunca lo he hecho desde entonces». Es probable que las palabras de Newton tuvieran una buena dosis de exageración y que los logros mencionados estuvieran aún lejos de hallarse perfilados. Pero lo cierto es que sus biógrafos acostumbran a designar el año 1666 como el annus mirabilis o año de los milagros. Y no es para menos: porque al término de ese periodo, y sin haber cumplido aún los veinticinco años, Newton había sentado las bases de lo que serían sus tres contribuciones fundamentales: el cálculo infinitesimal (denominado por él «método de fluxiones»), la óptica y la teoría de la gravedad.

Cuando Cambridge se reabrió definitivamente, en 1667, Newton fue nombrado minor fellow y dos años más tarde sucedió a Isaac Barrow en la Cátedra Lucasiana. Durante ese tiempo la óptica ocupó una buena parte de sus investigaciones. En aquellos años (1664 o 1666, según las fuentes a que nos atengamos) Newton había comprado un prisma para examinar «el célebre fenómeno de los colores». Quizá no sea excesivamente aventurado pensar que su interés por el tema tenía una motivación más allá de lo puramente teórico y que el joven científico estaba buscando el modo de corregir la aberración cromática que se producía en el telescopio refractor. De hecho, uno de los principales resultados de sus investigaciones ópticas fue la construcción, en 1668, del telescopio reflector, que corregía dicho problema, y que le valió el reconocimiento internacional y el ingreso en la Royal Society. Todo ello coincide con la formulación inicial de su teoría sobre la composición de la luz y los colores. Newton expuso por primera vez dicha teoría en una carta fechada el 6 de febrero de 1672 y dirigida a Oldenburg, por aquel entonces secretario de la Royal Society. La carta fue leída dos días más tarde en la Royal Society y se publicó en sus Philosophical Transactions9, al tiempo que se encargó a Hooke redactar un informe sobre ella. Hooke la criticó ampliamente (a estas críticas se unirían otros como Huygens y Pardies) y Newton, por su parte, reaccionó de manera airada y hasta desproporcionada, con lo que se suscitó una larga polémica que fue avivada, al parecer, por las interferencias de Oldenburg10, y que llevó a Newton a recluirse en sus investigaciones y a retrasar la publicación de su Optiks hasta después de morir Hooke.

Newton consideraba que la característica fundamental de la luz era su transmisión rectilínea, lo cual le impedía aceptar la teoría ondulatoria por considerarla incompatible con aquella. En su lugar adoptó una teoría corpuscular de corte cartesiano, pero asumida con mayor consecuencia: la luz es una emisión de corpúsculos luminosos generada por determinados cuerpos. Pero esos corpúsculos (aquí se encuentra la novedad) no son homogéneos, sino que poseen diferentes tamaños que dan lugar a los distintos colores, siendo los más pequeños los que producen el violeta y los más grandes los que originan el rojo. Con esto Newton se desmarca de un golpe de todas las teorías anteriores, que consideraban que la luz blanca —la luz solar— era un pulso homogéneo cuya modificación mecánica daba lugar a los colores. Él, por el contrario, demostró la existencia de colores puros (las llamadas «luces homogéneas») y la complejidad de la luz blanca.

En la mencionada carta a Oldenburg, Newton relataba el origen y desarrollo de sus experimentos cromáticos: tras haber oscurecido su estancia y practicado un pequeño agujero redondo en la contraventana a fin de que entrara un pequeño haz de luz, colocó el prisma de modo que la luz refractara en la pared de enfrente con refracciones iguales en ambas caras, produciéndose así la imagen a la que él, por vez primera, le dio el nombre de «espectro». Lo que al principio era un agradable pasatiempo ante la visión de los colores que se producían fue derivando en la sorpresa cuando Newton observó que el espectro tenía forma oblonga, mientras que, según las leyes de la refracción, tenía que ser circular. En principio este resultado se mostraba incompatible con el carácter homogéneo de la luz y las teorías modificacionistas. Sin embargo, antes de proceder a su refutación, Newton examinó si el alargamiento del espectro se debía a circunstancias particulares de la realización del experimento: por ejemplo, a los límites entre la luz y la sombra, a posibles irregularidades del prisma, etc. Ante la imposibilidad de proseguir indefinidamente ensayando hipótesis para salvar una teoría modificacionista que se mostraba cada vez más débil, Newton diseñó su famoso experimentum crucis. Tal expresión había sido empleada por Robert Hooke en su Micrographia para designar aquel experimento que es capaz de decidir entre dos teorías científicas opuestas que predicen resultados distintos para una misma situación. Posteriormente, fue asumido por Francis Bacon en su libro Novum Organum, donde hacía referencia a la instantia crucis,es decir, al punto en el que se cruzan dos hipótesis de orientación diferente.

El experimento crucial descrito por Newton11 consistía, en esencia, en lo siguiente: en el postigo de la ventana se practica un agujero que deja pasar a la habitación oscura un gran haz de luz solar. Este haz se dispersa a través de un prisma móvil que, mediante un pequeño giro, proyecta una pequeña parte del espectro, de un solo color, sobre un pequeño orificio practicado en una pantalla. A determinada distancia de esta pantalla se sitúa otra con otro orificio, detrás de la cual se coloca un segundo prisma fijo que de nuevo refracta la luz (esta vez el rayo monocromo) y la proyecta sobre la pared.

De acuerdo con la teoría modificacionista, la segunda refracción debía producir las mismas alteraciones de la luz ocasionadas por la primera. Sin embargo, Newton constata que no es así: la luz que pasa por el segundo prisma ya no se dispersa, sino que sigue siendo de un solo color, y además produce una imagen redonda y no alargada. De ahí infiere que la luz blanca no es un pulso homogéneo que se modifica con cada refracción, sino una mezcla heterogénea de rayos simples que, tras haberse separado en la primera refracción, permanecen inalterables en refracciones ulteriores. Pero además Newton observa que cada haz de diferente color que se selecciona experimenta el mismo grado de desviación en las dos refracciones, siendo el haz rojo el de menor desviación y el haz azul el más desviado. Con ello logra demostrar experimentalmente las dos primeras proposiciones de la Óptica, a saber: que la luz que difiere en color difiere también en grado de refrangibilidad; y que la luz del sol consta de rayos de diferente refrangibilidad12. Los rayos simples (las llamadas «luces homogéneas») son siete y determinan los siete colores primarios13: rojo, anaranjado, amarillo, verde, azul, añil y violeta. La elección de este número para distinguir los colores espectrales tiene que ver con una antigua tradición que vincula los colores con los días de la semana, los planetas del sistema solar conocidos por aquel entonces y, en especial, con las siete notas musicales, con las que Newton les busca expresamente una conexión. Por lo demás, así como los siete colores son el resultado de la descomposición prismática de la luz blanca, esta puede ser recompuesta por la suma de todos ellos, tal y como se demuestra en diversos experimentos, entre los que destaca el famoso círculo de Newton.

La óptica newtoniana supone, en definitiva, un paso más en el desarrollo de la física matemática y la cuantificación de la naturaleza emprendida por la ciencia moderna. La demostración de una conexión constante entre los grados de refrangibilidad y los colores supone reducir las diferencias cualitativas de los colores a relaciones numéricas, haciendo que la física ceda una parcela más a las matemáticas14. Por eso no es de extrañar que la teoría newtoniana encuentre uno de sus principales detractores en quien es a la vez una figura sobresaliente del arte universal y la piedra angular del Romanticismo europeo: Goethe.

2.  Acciones y pasiones de la luz

Espíritu polifacético y de grandes dotes de observación, Goethe fue uno de los principales representantes de la Naturphilosophie. Dedicó, como es bien sabido, grandes esfuerzos al estudio de la naturaleza que se plasmaron en diversos escritos sobre botánica, anatomía comparada, zoología, mineralogía, etc. Las investigaciones sobre el color, por su parte, tienen su origen en una motivación artística, según relata el propio Goethe en la «Confesión del autor»15 que cierra la parte histórica de su Farbenlehre. Durante su juventud, Goethe sintió una especial inclinación por la pintura que, sin embargo, no iba acompañada de dotes naturales para ella. No obstante, eso no aminoró su interés, sino que, por el contrario, «sentía hacia aquello para lo que no tenía ninguna aptitud una inclinación mucho mayor que hacia aquello que por naturaleza me resultaba fácil y cómodo». Tuvo trato frecuente con artistas, en particular durante su estancia en Roma, donde se relacionó con un grupo de expatriados alemanes, la mayoría de los cuales eran pintores. Su falta de disposiciones naturales le indujo «a buscar las leyes y reglas» del capítulo más importante de la pintura: el colorido. La contemplación ininterrumpida de la naturaleza y el arte, y la conversación con entendidos, le llevaron a familiarizarse con los principios del dibujo y la composición pictórica. Pero Goethe no encontró allí explicaciones satisfactorias acerca de los fenómenos cromáticos y la percepción del color. Así pues, se llevó de vuelta a Weimar sus preguntas, que dejó aparcadas durante un tiempo, no sin antes haber caído en la cuenta de que «los colores, en cuanto fenómenos físicos, hemos de abordarlos primero por el lado de la naturaleza, si es que queremos lograr algo con respecto a ellos de cara al arte».

De este modo, el inicial interés artístico fue dejando paso a la motivación científica. Después de una pausa volvió a tomar el tema, leyó en un compendio de física los experimentos newtonianos y se propuso observarlos por sí mismo. Con este fin pidió prestados diversos instrumentos ópticos al consejero Büttner, que no tenía inconveniente alguno en prestar sus libros e instrumentos, siempre y cuando se los devolvieran pronto. Pero en esa misma época Goethe se mudó de casa y los quehaceres del traslado, así como otros intereses del momento, le impidieron dedicarse al tema. Los prismas quedaron empaquetados, tal y como habían llegado, y así podrían haber seguido durante largo tiempo si no hubiera sido por la impaciencia de su propietario. Al cabo de un tiempo este los reclamó y, cuando Goethe sacó la caja para entregársela al mensajero, se le ocurrió mirar a través del prisma. Estaba en una habitación pintada de blanco y todavía sin amueblar, por lo que, de acuerdo con la teoría newtoniana, era de esperar que la pared apareciese coloreada en distintas gradaciones. Sin embargo, se sorprendió al ver que la pared aparecía tan blanca como antes y solo donde topaba con una zona oscura aparecía algún color más o menos marcado, mientras que los barrotes de la ventana mostraban vivos colores, pero sin que apareciese el espectro completo. A Goethe no le hizo falta mucha reflexión para darse cuenta de que la producción del color exigía un límite y que la teoría de Newton era falsa.

La fascinación por la problemática del color ocupó a Goethe intensivamente durante más de cuatro décadas (aunque no, por supuesto, en exclusiva) e hizo de su trabajo sobre el tema una criatura tanto más predilecta cuento más incomprendida. Así lo relata Eckermann en sus Conversaciones con Goethe:

Con su teoría de los colores le ocurría igual que a una buena madre, que ama a su hijo destacado tanto más cuanto menos lo reconocen los demás. «De todo lo que he producido en poesía no me envanezco en absoluto. En mi época han vivido eximios poetas, y otros aún más eminentes han existido antes y existirán después de mí. Pero sí me ufano de haber sido el único en mi siglo que ha acertado en la difícil ciencia de la teoría de los colores, y por eso tengo una conciencia de superioridad sobre muchos»16.

Como no podía ser menos, la pasión por el tema dio origen a un gran volumen de escritos que se publicaron en un orden peculiar. En 1791 y 1792, respectivamente, Goethe publicó las dos partes de sus Contribuciones a la óptica. En los años posteriores escribió varios artículos más que, sin embargo, no vieron la luz hasta mucho tiempo después o incluso tras su muerte. Entre 1799 y 1810 redactó la Teoría de los colores, en un largo proceso en el que fue ampliando la versión inicial, que constaba únicamente de la parte didáctica. A esta se añadieron la parte polémica y la parte histórica, con las que se completó la edición de 1810. Sin embargo, no todas las ediciones posteriores incluyeron las tres partes sino que la mayoría suprimieron la tercera, y algunas incluso la segunda. A cambio, se incluyeron otros escritos posteriores, en especial los referentes a los colores entópticos.

En la primera parte de la obra («Parte didáctica»), Goethe expone las definiciones y las tesis nucleares de su teoría de los colores. Su marcha recorre los distintos puntos de vista de la consideración científica del color, partiendo del nivel subjetivo y ascendiendo en los grados de objetividad, para terminar volviendo de nuevo al sujeto. Un método este que recuerda en gran medida a la marcha de la reflexión hegeliana en su aspiración hacia una ciencia sistemática y global. Así, comienza Goethe estableciendo la distinción entre los colores fisiológicos, físicos y químicos, a los que dedica, respectivamente, las tres primeras secciones de esta parte. Los colores fisiológicos pertenecen prioritariamente al órgano visual y son producidos por las acciones y reacciones de este. Se los denomina también subjetivos y son necesariamente fugaces. Los colores físicos son aquellos cuya producción requiere algún tipo de medio material, aunque sea incoloro (por ejemplo, el prisma); se producen en nuestra retina en virtud de determinadas causas externas, como la refracción, lo cual nos hace otorgarles una relativa objetividad. Al igual que los colores fisiológicos, son pasajeros, pero tienen una cierta duración, si bien no pueden ser fijados. Por último, los colores químicos son aquellos que son inherentes a los objetos o pueden ser fijados a ellos, por lo que son considerados objetivos, es decir, una cualidad de los objetos mismos, y se les atribuye permanencia.

Tras haber definido, separado y ordenado los fenómenos cromáticos de acuerdo con las tres tipologías señaladas, la cuarta sección expone las propiedades que se pueden inferir de tales fenómenos y sus conexiones con otros fenómenos afines. Con ello queda sentado el esbozo de una teoría de los colores que encuentra su representación intuitiva en el famoso círculo cromático de Goethe. La relación que dicha teoría aspira a mantener con las demás disciplinas e investigaciones queda expuesta en la quinta sección, donde Goethe especula sobre la acogida que ha de recibir su teoría por parte de médicos, físicos, matemáticos, técnicos o tintoreros. Finalmente, la sexta y última sección de esta parte, titulada «Efecto sensible y moral del color», investiga la influencia de los colores en el ánimo y en la sensación estética, constituyéndose en precursora de la posterior psicología del color.

La segunda parte de la obra, «Parte polémica», va encaminada a desbancar la teoría newtoniana de los colores, que Goethe compara con un castillo que, levantado de forma precipitada por su autor, tuvo que ser reacondicionado sucesivamente por él y por todos los que vivieron después, pero ha terminado por hacerse inhabitable. Esta segunda parte está conformada por una lectura profunda del primer libro de la Óptica de Newton en la que los experimentos del británico son pormenorizadamente analizados, y se pone en cuestión su capacidad probatoria y la forma de concebir los fenómenos. La parte tercera está dedicada a investigaciones históricas y cuestiones preliminares, y presenta una especie de historia de la teoría de los colores.

Pese a dedicarle explícitamente la parte polémica, podemos decir que toda la Farbenlehre está planteada en oposición a la teoría newtoniana. Las discrepancias se refieren ya al punto de vista de la investigación y el modo de consideración de los fenómenos cromáticos. Como ya se ha mencionado, la teoría newtoniana se inscribe en el ideal de la física matemática moderna y está presidida por la búsqueda de la máxima objetividad. En Newton se trata principalmente de objetivar los fenómenos —en este caso, los colores— y darles una formulación matemática. Goethe, por el contrario, busca una ciencia integral que combine el conocimiento de la naturaleza con el conocimiento de sí mismo, el elemento objetivo con el subjetivo, los fenómenos con la percepción del hombre que los observa:

El hombre en sí mismo, en la medida en que se sirve de sus sanos sentidos, es el mayor y más preciso aparato físico que pueda haber; y precisamente la mayor desgracia de la física moderna consiste en que, por así decirlo, los experimentos han sido separados del hombre, y pretendemos conocer la naturaleza solo en lo que muestran los instrumentos artificiales queriendo limitar y demostrar con ellos lo que esta puede hacer17.

Así se explica la radical novedad goethiana al incluir la fisiología de la visión como punto de arranque y complemento esencial de su Farbenlehre. A través de sus experimentos con las sombras coloreadas y la persistencia de imágenes (los famosos Nachbilder), Goethe investiga la actividad del ojo y su contribución a la construcción de la experiencia visual y al nacimiento de los colores. Ni Newton ni sus seguidores se habían planteado estudiar el modo en que el ojo detecta los colores, por cuanto consideraban este un detector pasivo de los diferentes modos de emisión de los rayos de luz. Para Goethe, por el contrario, la investigación sobre el modo en que surgen los colores en la naturaleza es inseparable de la investigación sobre su aparición en nuestro interior. En su teoría la visión humana no funciona como una camera obscura en la que se generan pasivamente las imágenes. El ojo es el nexo de unión entre la naturaleza y el yo; el mundo externo refleja en él su imagen y a través de él ejerce su influencia en el interior del hombre.

Por otra parte, Goethe comparte con Newton, y con la mayoría de sus antecesores, el reconocimiento de la íntima vinculación existente entre el color y la luz. Pero ya en el prefacio se nos dice: «Los colores son acciones de la luz; acciones y pasiones»; una expresión esta que supone ya una declaración en favor de la teoría modificacionista y un distanciamiento de la newtoniana. La preocupación central de Goethe está, pues, en descubrir en qué consisten esas acciones y pasiones, cuál es el elemento que modifica la luz y hace nacer de ella el color. Él descubre ese elemento en el contrapunto de la luz: la oscuridad. Los colores no son en último término sino los distintos modos en que la luz es modificada por la oscuridad. Nos encontramos aquí con el famoso «fenómeno originario» (Urphänomen) que Goethe erige en fundamento de su teoría: el surgimiento del color en el límite entre la luz y la oscuridad cuando entre ambas se interpone un medio turbio. Así pues, los colores no son los componentes simples de la luz sino, por el contrario, la mezcla de luz y oscuridad. Y la luz, lejos de ser la composición newtoniana de los colores prismáticos, es de naturaleza simple. De forma tajante lo expresa el primer «resultado de su experiencia» presentado por Goethe en oposición a la teoría newtoniana, dentro de la anotación que bajo el título Statt eines Nachworts añadió al final de la parte polémica de su Farbenlehre: «La luz —se dice allí— el ser más simple, indivisible y homogéneo que conocemos. No es compuesta»18.

Al fenómeno originario se unen dos conceptos fundamentales en la explicación goethiana de los colores: la polaridad y la intensificación. A partir de ellos se construye el famoso círculo cromático que representa la ilustración gráfica de la Farbenlehre. Para Goethe hay solamente dos colores primarios: el amarillo y el azul. El amarillo surge del lado activo de la luz (o el blanco) y es el color de mayor claridad, el que contiene menor cantidad de sombra. En el lugar opuesto a él está el azul, el más cercano a la oscuridad o la sombra (o el negro). Ambos colores se producen cuando entre la luz y el observador o entre las tinieblas y el observador se encuentra un medio turbio: por ejemplo, neblina atmosférica, un prisma u otros. Si el medio turbio se vuelve más compacto, del amarillo y el azul surgen, respectivamente, los colores naranja y violeta, en virtud del fenómeno de la intensificación (Steigerung). La intensificación genera así una tonalidad rojiza que se eleva hasta culminar en el rojo puro (púrpura). En ocasiones Goethe califica el púrpura de color primario, pero en su tendencia general permanece fiel a la antigua tradición de considerar la coloración como un enrojecimiento, y el rojo, como el color por antonomasia.

La mezcla de los dos colores básicos —amarillo y azul— da lugar al verde; la mezcla de los dos colores intensificados, el naranja y violeta, tiene como resultado el púrpura. Los seis colores resultantes se agrupan, por una parte, de acuerdo con la ley de complementariedad, según la cual un color puro exige su color opuesto desde el punto de vista fisiológico (su complementario). Así, el amarillo requiere el violeta; el azul, el naranja; y el púrpura, el verde, y viceversa. Por otra parte, los seis colores se distribuyen entre un lado «activo» que incluye el amarillo, el anaranjado y el púrpura, y tiene las connotaciones de la luz, la fuerza, el calor, la cercanía y la afinidad con los ácidos. Del lado «pasivo», el azul, el violeta y el verde son los colores de la sombra, la debilidad, la frialdad, la distancia y la afinidad con los álcalis.

Goethe configura el círculo cromático de forma que los colores complementarios están unos frente a otros. La secuencia va de arriba hacia abajo, en el sentido de las agujas del reloj: púrpura, violeta, azul, verde, amarillo y naranja.

3.  Acciones y pasiones del ojo

La Teoría de los colores