Tierra en los bolsillos - Laura G. Miranda - E-Book

Tierra en los bolsillos E-Book

Laura G. Miranda

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Beschreibung

¿Se pueden integrar las pérdidas a la vida que continúa? ¿Quién tiene el control cuando el presente se rompe en pedazos? ¿Hay respuestas en el silencio? ¿Cómo se ayuda al otro sin invadir su dolor? Tierra en los bolsillos es una novela sobre sentimientos universales y decisiones. Es la vida en sus extremos. Es el mejor beso y el duelo más difícil. Es el fulgor y las sombras de quienes la constituyen. Es una alternativa para transitar un día a la vez, amar y volver a sonreír. El amor propio, a la par de cada proceso, merece su mejor versión.

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vera.romantica

 

vera.romantica

Para quienes me leen, en cada lugar del mundo al que llegan mis historias, porque ustedes hacen posible mi presente. Deseo que sus decisiones conviertan sus vidas, siempre, en un lugar mejor.

Para mi papá, un hombre honesto, bueno, ocurrente y sensible como ningún otro que yo haya conocido. Gracias por la tierra en tus bolsillos.

Para mi amigo Guillermo Longhi, por cada palabra y por nuestra Italia ancestral.

Para mis hijos, Miranda y Lorenzo, siempre.

Sin tierra, el alma está vacía, pero sin relatos, la tierra está muda.

Muriel Barbery

Prólogo

Nada sucede a espaldas de nuestra capacidad de decidir. A toda historia personal la precede otra de amor propio que, aun postergado, es protagonista y pelea por un lugar que siempre puede ser mejor.

Si se mira en dirección contraria a nuestras necesidades, si se insiste en donde no es, si se espera lo que no sucede, sin enfrentar que lo que no pasa es también una señal, el tiempo llegó y nos está hablando.

Si se alimenta la idea de que alguien va a cambiar sin considerar que puede no ocurrir, si no ponemos un límite a lo que toleramos y desconocemos que eso podría ser un indicador de cómo nos tratan, si somos soberbios frente al poder absoluto de nuestro reloj vital, es el momento de actuar.

Si al menos una vez al día nos cuestionamos el lugar que ocupamos en nuestro presente y cómo nos sentimos frente a él, si nos ubicamos en el rol de víctimas en vez de ocupar el de héroes urbanos de nuestra realidad, si no sabemos pedir ayuda o, peor todavía, ignoramos el modo de recibirla, significa que los cambios se imponen y suplican por su lugar.

Si somos distintos a nuestra familia sin haber sido cambiados al nacer y no decimos nada para para evitar conflictos –y vivimos en conflicto por callar–, si sentimos la misma culpa por no ser que por lo que somos, debemos entender que, a pesar de los años y de los daños, la vida es el lugar para volver a empezar.

Si algo de eso, o todo, nos pasa, es tiempo de pensar en una transformación. Es el momento de mirarnos al espejo y preguntarnos: ¿Quiénes somos? ¿Cuál es nuestro propósito? ¿Por qué la inacción frente a lo que nos incomoda? Nos golpearán dudas en medio de un ruidoso silencio. Una voz harta de esperar nos gritará desde adentro con la intención de empujarnos hacia el primer paso. Puede parecer simple empezar otro camino, pero para muchos no lo es.

No importa lo que otros esperan que seamos, no estamos en cada hoy para que los demás aprueben nuestras decisiones. Estamos aquí para vivir de acuerdo con nuestros deseos y para dar batalla ciega con la misma energía con que celebramos lo que nos hace felices.

¿Acaso sea hoy ese día en el que debemos decidir? ¿Por qué pensamos que puede ser mañana? ¿Existe otro tiempo que no sea cada ahora? No hay respuestas únicas. Los ayeres condicionan nuestra mirada y es difícil saber qué hacer con los pendientes de nuestra agenda emocional. No somos dueños del tiempo. En realidad, el tiempo es una creación de la mente. Lo que llamamos “pasado” es el lugar al que regresa la memoria con nostalgia, un ahora que dejó su huella y se convirtió en recuerdo. El “futuro” es apenas una promesa, esa imagen mental que se convierte en ansiedad si nos atrae o en miedo cuando los pensamientos adelantan que se estará peor. Mi verdad es el “Ahora”, allí existen las posibilidades, solo allí.

En consecuencia, desconozco el motivo por el que muchos demoramos lo que deseamos hacer. Me pregunto hasta cuándo. ¿Qué nos impulsa a planear sobre un futuro completamente incierto? Me respondo que hay que decidir de inmediato lo que depende de nosotros, sin planes a largo plazo que, como ilusiones ópticas, nos guíen a ver certezas donde no es posible tenerlas. Dar ese paso al margen de la vida que hace lo que quiere sin siquiera avisar. Sus imposiciones nos cambian la realidad en un parpadeo. Y, aunque a veces regala alegría, otras arrebata lo que creíamos que no íbamos a perder. A lo bueno nos adaptamos instantáneamente, pero a lo que nos quita no. Y todo suma para restar bienestar.

¿Cómo seguir?

¿Dónde van las personas que fuimos y dejamos atrás? ¿Dónde se esconden las que se quedaron aun después de su partida? ¿Dónde encontramos el nuevo rol cuando los vínculos se rompen? Volver al recorrido final ¿es un modo de sanar la ausencia? ¿Mueren los lugares en donde hemos sido felices cuando ya no nos pertenecen? ¿Alcanza la memoria? ¿Se mide con nostalgia? ¿Qué pasa cuando el eje de nuestra vida cambia, porque la vida impone su ley de piedra?

Quizá hay un modo de procesar mejor las sacudidas inesperadas del destino que lo modifican todo. Tal vez sea una posibilidad considerar variables, antes de actuar frente a los duelos de todo tipo que nos cambian la existencia.

Los seres pueden definir lo inolvidable al momento de sentir y eso implica que se puede recordar y dejar ir.

Duelar duele y mucho. En el cuerpo y en el alma. En la cercanía y en la distancia. Desde la enfermedad hasta la salud y al revés. A veces no hay una muerte, pero siempre hay una pérdida. No es lo mismo, pero se siente parecido. Algo no volverá a ser como era. Se activan etapas preestablecidas como mecanismos de defensa: la negación, la ira, la negociación, la depresión y la aceptación. Tienen lugar, en mayor o menor grado, siempre que sufrimos un cambio, buscado o no, es cierto. Pero es también verdad que hay formas de transitar la vida mientras es dada, devorando la complejidad de cada hoy. Así resulta posible no tener pendientes al momento de enfrentar lo que ya no está a nuestro alcance.

Creo en etapas distintas y alternativas que podrían funcionar en seres que creen en nuevos caminos, en búsquedas y en verdades que habitan la sabiduría de quienes logran avanzar, aunque a veces retrocedan.

Determinaciones de otros fueron los sentimientos más emotivos que escuché jamás, me inspiraron y marcaron mi destino. Un viaje y la Tierra en los bolsillos, concebida desde la pura sensibilidad de la infancia, fueron las señales más precisas y preciosas que he tenido. Siento que la finitud de los seres y las vivencias guardan directa relación con las decisiones que hay que tomar sin demoras. No tengo respuestas, pero claro está, como la mayoría de las personas, tengo una lista de decisiones que tomar y de cuestiones que duelar de una vez. ¿Qué me detiene?

Pienso. Me enojo. Interpelo y audito a la mujer que soy. Reconozco en mi vida motivos para reír y también para llorar. Lo hago, a su tiempo. Me observo a carcajadas y me protejo de las lágrimas que me permito. Quizá, la clave sea aceptar que siempre deben convivir en nosotros los tramos de felicidad y de tristeza que nos habitan. Nadie es completamente feliz ni lapidariamente triste. Lo sé y está bien que así sea.

Somos cada momento que nos toca vivir y también somos lo que hacemos en cada circunstancia.

Respiro hondo, busco en el cielo. Me gusta la humildad de mirar hacia arriba y el sentimiento que me provoca agradecer. Algo en mí crece. Cierro los ojos. Guardo las manos en los bolsillos. Entonces, mis dedos se mezclan, despacio, con la tierra que elegí juntar. La acaricio y me conecta con todo lo que entendí y quiero compartir.

Ya nada me detiene.

capítulo 1

Familia

Las circunstancias nunca tienen la culpa. Se es víctima o protagonista de la familia. No es fácil, pero es posible decidir qué rol ocupar.

Ushuaia, julio de 2019

Eran familia. Eso permitía afirmar, desde el concepto mismo, innumerables cuestiones. La primera es que no eran perfectos. La segunda, que no había, ni tenía por qué haberlo, un acuerdo respecto de temas sensibles al momento de tomar decisiones. La tercera: todos tenían derecho a opinar diferente en un marco de libertad de expresión y respeto. La cuarta: a veces eso generaba roces verbales o, en otros casos, que los integrantes se dividieran entre los que dirigen, controlan e imponen y los que, en favor de una paz conciliadora, soportan todo en beneficio de la familia unida. También, era justo decirlo, en las peores situaciones –que no eran muchas, pero solían ser extremas y determinantes–, algunos lloraban de impotencia y bronca, mientras otros lo hacían de tristeza, por discusiones y distancias que podrían haberse evitado.

A partir de la cuarta, pensó Natalia De Luca, era mejor detener la lista. Llegar a los cincuenta años y tener que enfrentar la sensación de que había sido cambiada al nacer, porque no era posible que su hermano Guido y ella pensaran tan distinto. Y eso, sumado a sus propios conflictos terrenales y planteos existenciales, era insoportable.

¿Había una única verdad o todos podían sostener la bandera de su porción de razón y estar en lo correcto?

No es simple aceptar que la personalidad gana terreno y cobra fuerza con los años. Pasada la mitad de la vida, es casi una cruzada en el desierto del fracaso pretender que alguien simplemente sea quien no es. Eso no sucede ni en beneficio de la familia en general, ni de alguno de sus miembros en particular. Es en vano ilusionarse: las personas no cambian y las decepciones son nuestra responsabilidad, consecuencia de darles espacio y oportunidad a expectativas propias sobre otros.

Es una gran paradoja que nadie salga ileso de la familia, lugar que debería ser el primer refugio de amor. La familia es todo y eso significa que es también mucho de lo que no se elige.

Benito De Luca, el padre de Natalia y de Guido, casado desde cincuenta y cinco años atrás con Greta Mancini, vivía en Argentina, más precisamente en Ushuaia, capital de la provincia de Tierra del Fuego, junto a su esposa. Hijos de inmigrantes italianos, llevaban el trabajo como una señal en la agenda perpetua de sus vidas. Habían transmitido esos valores a sus hijos, junto al legado de la doble ciudadanía.

Natalia era madre soltera. Romina, su hija, tenía veinticinco años y las dos se llevaban bien. La comunicación era buena y se amaban. A veces no estaba de acuerdo con sus planes o decisiones, pero callaba para que no se libraran pequeñas batallas. Para eso, y para guerras acechantes, tenía su propia historia.

Sin embargo, reconocía que, a falta de un padre presente, con su propio esfuerzo y el apoyo de la familia, la joven se había convertido en una mujer que honraba su sangre. Sus roles de única hija, nieta y sobrina la colocaron en un trono para celebrar durante la infancia, para cuestionar en la adolescencia y para agradecer en su vida adulta, antes de partir y dejar a su clan en la incertidumbre total de no poder distinguir con claridad la diferencia entre ausencia, soledad, propia vida y vacío.

Romina había decidido dejar su provincia natal para mudarse e instalarse en Italia, concretamente en Milán, aunque la vida la había llevado a radicarse en Roma. Allí trabajaba en el Ayuntamiento como empleada administrativa.

Guido era viudo. Había elaborado su duelo, pero no había vuelto a formar pareja. Vivía en una casa pequeña a unas cuadras de la de sus padres. Los visitaba a diario. Durante el último tiempo, en que el transcurso de los años comenzaba a notarse en ellos, había asumido esa posición de “estar a cargo” de sus vidas, lo que incluía, en el mismo catálogo, la incómoda situación de creerse que lo sabía todo y la negación de reconocer que podía estar equivocado en ciertos aspectos de su dinámica diaria respecto de ellos.

La genética había mezclado un poco su trabajo y, como resultado, Greta Mancini y su hijo Guido eran iguales. Muy exigentes, según sus propias convicciones, miedosos en temas de salud, algo inseguros frente a lo desconocido, apegados a las rutinas con exactitud, organizadores determinados al extremo de intentarlo hasta con las cosas que no se podían controlar. Vivían el tiempo dividido en tres partes: pasado, presente y futuro. Tenían sus relojes sincronizados a un ritmo militar.

En el otro rincón del ring de la vida, Benito De Luca y Natalia también eran calcados. No le tenían miedo a nada, aceptaban el destino como se presentaba y, sobre los hechos, decidían sus acciones. Vivían en el “ahora” de cada día, seguros de que la vida era la justificación de la muerte, que nada empezaba ni terminaba con tener o no signos vitales. Sin embargo, mientras latiera el corazón, disfrutar y hacer lo que tenían ganas era un derecho que nadie debía quitarles. La alegría daba independencia. El bienestar los hacía libres aun en los peores escenarios. No pretendían decidir sobre la verdad de otros, menos hacerse responsables de rutinas ajenas. Entendían que ni siquiera el amor otorgaba ese poder sobre los demás.

Benito se había recuperado de un accidente cerebrovascular, gracias a que Guido estaba presente cuando ocurrió, lo advirtió de inmediato y llegó a Urgencias hasta con la hora precisa en que había sucedido el ACV. Es lo que se llama clínicamente “hora de oro”, una ventana de tiempo que les permitió a los médicos practicar una cirugía poco frecuente y por eso Benito pudo volver de ese ataque sin secuelas físicas que lamentar. Eso era en sí mismo casi un milagro. Greta y Guido, que funcionaban como si fueran un equipo de entrenamiento y disciplina olímpica, entendían ese hecho como algo que obligaba a Benito no solo a la gratitud eterna, sino a exigirle a su cuerpo tanto como si tuviera cuarenta años otra vez. Pero tenía ochenta y cuatro.

Ese día Natalia llegó a casa de sus padres y recién entonces su hermano y su madre se fueron. Parte del orden del día era no dejar solo a Benito que, vale decir, estaba perfectamente lúcido y también harto de no tener la mínima posibilidad de sentirse cansado, definirse como roto por todos lados y, por ejemplo, no tener más ganas de conducir su automóvil, a pesar de haber renovado su licencia a instancia de ellos.

–Nos vamos, papá –avisó Guido–. La kinesióloga llegará en una hora. Natalia le abrirá. Luego, si no hemos regresado, almuerza lo que dejamos en el refrigerador y toma la medicación. Natalia tiene todo anotado. No te acuestes, camina por el jardín que no cualquiera nace dos veces.

–Tiene razón tu hijo, haz cosas por ti, que Dios, con nuestra ayuda, hizo el resto y por suerte estás aquí, con nosotros y bien –completó Greta.

Natalia y su padre observaban y escuchaban sin decir una palabra. Cuando la puerta se cerró, ambos suspiraron aliviados.

–¡Hola, papi! ¿Cómo estás? –saludó Natalia, que no necesitaba la respuesta.

–Me tienen completamente harto, hija. Tú me entiendes. Estoy encarcelado en casa, soy como un prisionero de guerra. Me dicen todo lo que debo hacer y lo que no. Si me preguntan cómo estoy y se me ocurre decir que me duele algo o quejarme, sus caras se transforman, como si eso significara que tengo lástima de mí mismo. Y encima están convencidos de que debo agradecerles a ellos, a Dios, a los médicos y qué sé yo a quién más. Ah, la kinesióloga, a ella –recordó. Su desahogo era evidente.

–Entiendo. Cada palabra…

–Quizá no debería quejarme, pero no es de ingrato, simplemente es agotador. Si no puedo decir cómo de verdad me siento, ¿para qué me lo preguntan? –reflexionó indignado–. Ellos lo saben “todo”. ¿Son necesarias tantas indicaciones?

–Claro que no. Pero, para que no te sientas solo en esto, destaco que a mí me dejan todo anotado, como si no pudiera hacer nada bien improvisando o con una simple referencia verbal. Peor, como si tú no fueras capaz de decidir por ti mismo. Creo que la espontaneidad ha muerto en esta casa.

–Es así. Yo estoy viejo, lo que implica días buenos y de los otros, pero no soy un inútil –hizo una pausa–. Mejor aprovechemos ahora que no están –dijo con picardía–. ¿Qué sabes de Romina? Ayer me llamó, pero como estaba en la rehabilitación, y todos me miraban apurando la llamada, corté rápido. Sin embargo, sé que quería contarme algo –dijo con certeza. Era aliado y cómplice de su nieta.

–Está enamorada, papá.

–¿Tan rápido? –preguntó riendo.

–¡Sí! Pero aclaró que esta vez es diferente –respondió con una sonrisa también.

–Me imagino. Supongo que ese argumento no cambia nunca –dijo con sabiduría humorística–. ¿Cómo se llama? –preguntó como si eso le permitiera saber o intuir más.

–Fabio. Fabio Carnevale. Hicimos una videollamada y así sin avisar me lo presentó. ¡Imagínate!

–¿Y qué tal?

–Lindo chico. Tiene treinta y cuatro y trabaja con ella. Habla español e italiano como todos nosotros. Es argentino, pero vive allá y por él consiguió su trabajo en la Comuna.

–Es más grande, eso puede ser bueno. ¿Hace mucho que vive allá?

–No tengo idea. No le pregunté.

–No importa, solo curiosidad. Confío en ella, sabrá elegir al indicado. Nunca supimos por qué terminó su noviazgo aquí, pero seguro tuvo sus razones –afirmó Benito con orgullo–. A mí nunca me gustó –agregó, refiriéndose al novio con quien había roto antes de irse a Europa.

–Yo lo quería, pero, bueno, es ella quien debe elegir. También confío en ella, papá. En todo sentido. Lo único que sufro es su ausencia, me resulta insoportable tenerla lejos.

–Tienes que soltarla. Dejarla ser. Ella es nuestra mejor versión. Se anima a vivir sin ataduras. Lo hará bien. Tú no debes interferir, solo acompañar. Además, sabes que no le gusta ser cuestionada y ya tiene veinticinco años.

–Lo sé, lo entiendo, pero hay días en que no es fácil.

–Es parte del recorrido de ser padres. Tú también te fuiste a Italia cuando tenías más o menos su edad… –comenzó a decir.

–No sigas, papá. Recuerdo todo perfectamente. Supongo que el karma no tiene menú y sirve a cada uno lo que merece –dijo Natalia con cierta ironía.

–No seas dura contigo. Las cosas suceden. A cada quien, su destino.

–¿Eso crees de verdad?

–Sí. Tú regresaste, pero algo de ti nunca volvió.

–Es verdad. Ojalá no fuera así, pero es –los dos sabían de qué hablaban.

Un breve silencio los unió.

–Te haré una pregunta que es parte del camino de ser hija. ¿Qué puedo hacer por ti? –preguntó con el amor más sincero del que era capaz.

–¿En qué sentido?

–En el mejor. Si pudieras hacer lo que quisieras, ¿qué sería? –preguntó. La guiaba un impulso. Mientras se escuchaba, sentía que las palabras le eran dictadas por una voz, suprema y asertiva, que tenía un plan que ella desconocía.

–¿De verdad crees que tengo margen de acción? –ironizó. No me hagas pensar imposibles.

–Nada lo es. Cuéntame –insistió. Pensar que tenía ochenta y cuatro años la hacía mirarlo y disfrutar su compañía como si no hubiera un mañana. Por ley de vida, así podía ser. Benito tenía una conexión especial con su hija y solía suceder que ella preguntara lo que él había estado pensando.

–Hace días que imagino lo mismo –comenzó a decir, decidido a compartir su anhelo–. Me gustaría viajar contigo a Roma, visitar a Romina y conocer Amalfi.

Natalia se quedó callada un instante. Tenía la expresión de quien recibe un sacudón en el alma al mismo tiempo que un baldazo de agua helada en el cuerpo. Su rostro parecía el que dibuja una llamada a la madrugada. Las preguntas se le venían encima, todas a la vez. ¿Y si volver era el camino? ¿Y si el final de la culpa y el inicio de una vida más liviana estuvieran esperando por ella en el mismo lugar del que había huido tanto tiempo atrás?

Miró la biblioteca detrás del sillón, en el cuarto de estar, donde estaba sentado su padre. Todos los libros comenzaron a brillar y se destacaban sus lomos. Solo leía tres títulos alternados que no estaban allí, pero sí: “Volver”, “Soltar” y “Vivir”. Fue una imagen fantástica y real. Los ejemplares de Hemingway, Girondo, García Márquez, Neruda y Oscar Wilde, entre otros célebres, no eran lo que sus ojos veían, aunque estaban allí. Habían mutado.

Volver.

Soltar.

Vivir.

Solo esos títulos leía, como señales fluorescentes que la desplazaban de su yo a otro lugar más perfecto. Nunca supo cuánto tiempo duró ese estado.

–Hija, ¿estás bien? –preguntó Benito, girando para observar los estantes de libros que ella miraba absorta.

–Sí, papá. Estoy bien. ¿Estás seguro de que eso es lo que quieres? –preguntó. Había regresado de su breve trance.

–Tan seguro como de que solo puedo decírtelo a ti.

Natalia se acercó a él y lo abrazó.

–Te amo, papá –dijo, al tiempo que una decisión comenzaba a gestarse en su interior.

Incertidumbre, miedo y dudas habría siempre, vida y ganas, no.

capítulo 2

Comodín

En los naipes de la vida, el comodín ¿puede redimir las culpas?

Roma, agosto de 2019

Vivir en Italia era, sin duda alguna, la mejor decisión que había tomado en su vida. En ese país todo late al ritmo natural de la plenitud. La pasión de la gente se vibra en cada detalle, un plato de pasta, una pizza, un grito de protesta urbana o un saludo gestual siempre acompañado de la palabra. Romina De Luca se había enamorado de Roma, aunque su plan inicial había sido instalarse en Milán, porque allí había múltiples oportunidades laborales. Conocer a Fabio Carnevale al poco tiempo de estar allí y, gracias a su recomendación, ingresar a trabajar en la Comuna lo habían modificado todo. No solo su lugar de residencia, sino su plan de estar sola, establecerse, tomar distancia de sus motivos y, si no podía perdonarse ni perdonar, al menos dejar de sentir bronca, resentimiento y culpa.

Amaba el tono del idioma que sonaba a música y el vigor implícito en la gente. Le divertía observar lo extremadamente emocionales que eran los italianos y cómo dejaban que sus ánimos se encendieran por cualquier cuestión cotidiana. Eran apasionados como muestra el cine. Pero, sobre todo, Romina amaba el desapego a las apariencias que se respiraba en ese estilo de vida. El italiano era posibilista, ambiguo y conciliador, todo era posible y negociable, parecían buscar en todos los órdenes que ni el sí ni el no tuvieran carácter definitivo. Y eso implicaba, desde su joven mirada, la posibilidad concreta de vivir sin juicios de valor. Sería, tal vez, porque ella misma se había sentenciado por algunas decisiones de su pasado que no lograba dejar ir y también por las que había condenado a otros.

Nadie de su familia conocía las razones reales por las que había abandonado Ushuaia, no había querido decepcionar a su madre y menos preocupar a sus abuelos y a su tío. Afortunadamente, el concepto de conocer el mundo y radicarse en el extranjero estaba instalado entre la juventud argentina, por lo que había sido la máscara perfecta como salida de una ruptura. Irse suele ser la opción más común cuando se busca olvido. ¡Error! Los hechos viajan en el asiento de al lado y permanecen. No es el lugar, es lo que se lleva dentro.

Así, con más dudas que certezas, poco equipaje y más ganas que optimismo, había empujado sus verdades al fondo de su memoria y había decidido irse. A veces, partir es escapar y, en la huida, vive la mejor manera de quedarse con el final que se elige. Irse con el propósito de no volver la vista atrás. Alejarse en busca de oxígeno emocional que pinte la historia con el color de la libertad que se han ganado los que sufrieron por ser víctimas y también victimarios.

En Italia ser ella misma era más fácil. La tierra ancestral tenía su magia. Allí se disfruta de todo lo que se hace y se había sumergido en ese modo de vida diferente por necesidad y por placer. Aunque sus sombras no la abandonaban, tenía el poder de quitarles algo de fuerza.

Esa mañana, abrió su casilla de correo y allí estaba su pasado suplicándole por un lugar. Dos lugares, en realidad. Leyó dos mails y no respondió ninguno. Al menos respetaban no utilizar el celular, no la invadían con mensajes o llamadas que pudieran incomodarla. Fabio no sabía. No sabía nada. Eso no era justo y, si bien ambos se habían prometido que sería una relación sin secretos, ese mismo día, más temprano, habían pactado un comodín.

–Estoy enamorándome de ti. Quiero que estemos juntos, así, como ahora, siempre.

–Siempre es mucho tiempo. La palabra “siempre” me suena a un deseo temporal que se impone en circunstancias como esta.

–No lo digo porque estamos desnudos en mi cama. Es lo que siento –dijo y la besó con ganas una vez más.

–También siento que detendría mi vida en este momento, pero es porque estamos bien, descubrimos que funcionamos tanto en la cama como en la vida. Sin embargo, “siempre” me parece mucho. No quiero decir ni que me digas cosas que no podamos sostener –había dicho ella, con dulce sinceridad. Sus heridas ponían palabras a la conversación–. Me gustas mucho, pero lo cierto es que nos conocemos poco.

–No creo que siete meses sea poco. Es la calidad no la cantidad –defendió.

–Siete meses es poco, cariño –dijo, pero al escucharse pensó que quizá fuera suficiente tiempo. La experiencia le había enseñado que mucho tiempo al lado de alguien no era garantía de nada. No lo mencionó.

–Si así lo crees, dime todo lo necesario para que te conozca y yo haré lo mismo. Tenemos tiempo. Es domingo –bromeó–. Sin secretos –agregó. Dos palabras cuyo eco la envolvió hasta marearla de culpa.

Romina lo miró con detenimiento. Cada detalle de ese hombre le encantaba. No eran rasgos físicos, era mucho más peligroso, se estaba enamorando de su alma. La embriagaba de amor su forma de ser. Lo sentía perfecto desde la piel hasta su mirada, pero sabía muy bien que esa era la manera en que ella lo veía y eso podía distar mucho de la verdad.

–¿En serio dices “sin secretos”?

Él lo meditó un instante, lo había dicho sin pensar, pero aun sintiendo tanto por ella, no podía cumplir. Al menos no en esa tarde de domingo. No estaba listo.

–Lo dije de verdad, pero si te deja más tranquila y considerando que lo que quiero contigo es desde que te conocí y para siempre –insistió–, podemos hacer un pacto. Un comodín.

–¿Un comodín? ¿Qué sería eso? –preguntó, mientras sentía crecer el deseo en su cuerpo una vez más. Le gustaba tanto.

–Un comodín sería una carta que vale por un secreto, por algo que no tienes que contar hoy, puedes dejar lo que quieras para cuando sea el momento y si es nunca, también está bien.

Ella lo miró sorprendida, era una gran idea para sentir que era completamente honesta sin serlo.

–¿Solo yo o el pacto “Comodín” aplica también para ti? –preguntó Romina.

Fabio se dio cuenta de que ella había ido directo al punto. ¿Sospechaba que había algo que no le contaba o simplemente era parte lógica en la conversación? Como fuera, jamás podría imaginar de qué se trataba realmente y, en cualquier caso, merecía saber que había cosas sobre las que decidía no hablar.

–El “comodín” aplica también para mí. No lo propuse pensando en mí, pero no quiero mentirte, es un buen pacto. Hay cosas que no sé si quiero contarte. De momento, sé que no quiero hacerlo hoy. Eso seguro.

–Solo como recaudo, antes de aceptar el “pacto comodín”, te haré algunas preguntas y respondes sí o no. ¿Te parece? –dijo aliviada de que fuera recíproco.

–Es razonable –respondió, mientras ella se subía sobre él y rodeaba su cintura con las piernas ejerciendo una provocativa presión–. Que sea breve el interrogatorio porque en esta posición no garantizo estar concentrado en lo que digas –agregó colocando sus manos sobre las caderas de ella.

–¿Eres un psicópata?

–No.

–¿Tienes antecedentes penales?

–No.

–¿Eres casado?

–¡No!

–¿Tienes hijos?

–No.

–¿Has lastimado a alguien?

–Sí.

–¿Era inevitable?

–Sí.

–¿Te arrepientes?

–Fue mi decisión… –comenzó a decir.

–Solo responde sí o no –lo interrumpió.

–No, no me arrepiento.

Ella lo besó en la boca. No necesitaba saber más. Podía entender el alcance de sus respuestas.

–Tu turno –agregó, mientras lo seducía desde el roce de su intimidad contra la de él. El deseo vencía al diálogo.

–Todo lo que quiero es estar dentro de ti. El pacto comodín está hecho. Quiero todo lo que puedes darme “ahora” –la acercó hacia su boca, giró sobre sí mismo y se ubicó sobre ella. La magia de sus cuerpos juntos hizo el resto.

Cada uno guardó en su memoria el naipe que puede sustituir a cualquier otro de la baraja y tomar su valor según le convenga al jugador que lo posee. Un pacto con un alcance muy general que cualquiera de ellos podía usar en muchos contextos diferentes. Como un gran permitido de silencios respecto de los cuales no había posibilidad alguna de reproches.

El comodín es una buena carta, pero hay que saber jugar. La cuestión era: ¿estaban jugando al límite?

capítulo 3

Abandono

Huir del abandono es tan difícil como escapar de uno mismo.

Ushuaia, agosto de 2019

Dejar Buenos Aires para ir a vivir a Ushuaia había sido una decisión tomada con celeridad suprema. ¿No pensada? Quizá para algunos, sí, pero para una mujer acostumbrada a vivir en los límites, solo había sido tomar otra curva de su ruta a 180 km por hora, arriesgándolo todo. Otro giro radical a su presente. Un modo de desaparecer del escenario para estrenar lugares, pretendiendo dejar atrás el pasado. Es que, cuando se han compartido momentos, buenos y malos, en un sitio, cualquiera que sea, ocurrido el abandono, las cosas, los espacios, las calles, las veredas, los árboles, los cafés, todo, completamente todo, queda impregnado del desastre en que se convirtió lo que podría haber sido y no fue. La nostalgia roba tiempo, a veces, para bien, pero otras, para retroceder, buscar culpas, ver fantasmas, paralizarse en el deseo de un regreso que puede transformarse en una obsesión, en una plegaria absurda centrada en que alguien cambie, en agonizar y, sufriendo, morir. No se trata de la muerte de los latidos, de dejar de existir, sino de la que ocurre cada día, al enfrentar la situación, pero sin dejar de respirar. Ahí, justo ahí donde hay que elegir valorar la vida y no estar muerto mientras se la transita o dejarse morir, así, andando, vacío, habiendo cortado a cuchillo todo nexo con la posibilidad de volver a empezar.

Es la pérdida, lo que no será. Lo que no fue. Lo que no es más.

Pisar el acelerador, en esas circunstancias, en vez del freno, es una opción interesante. Total, igual el choque de frente contra la realidad no se puede evitar. Eso le había ocurrido a ella, que ni siquiera iba en un vehículo. Es más, recordó que no había dejado aún su cama y ahí, a su lado, quien amaba la había abandonado, sin demasiada coherencia en su explicación breve.

Tiziana Baltar tenía veintiocho años, un pasado al que le había dado batalla y un presente que lanzaba sobre ella una realidad tremenda: estaba sola en el mundo y eso era literal. Solía pensar que la gente hablaba de la soledad con demasiada liviandad, como si solo fuera un posible fragmento de verdad en la vida de alguien. La soledad, la que ahoga y es capaz de matar o mirar a un ser morir, sin pestañear, esa, según su experiencia, era un tema serio, que pocos conocían en profundidad. La otra era el clásico cliché de los que creen que son dueños del sufrimiento, cuando es probable que solo hayan visitado la antesala letal del vacío de saberse solos, en nombre de la ausencia en alguno de sus modos leves.

Ella no tenía a nadie, ni siquiera al ser que la había habitado durante años. Aquella niña huérfana que se había convertido en obesa. La misma que a los dieciocho años había entendido que se era víctima una vez y el resto de las veces se era voluntaria. Insistir en lo mismo, repetir actitudes, completamente insatisfecha con los resultados, había sido su responsabilidad. Le gustara o no, esa verdad le había caído encima y había pesado más que sus más de cien kilos de entonces, hoy convertidos en setenta y cinco, cómodamente instalados en su metro cincuenta siete de estatura. Habían pasado diez años y nunca estaba del todo segura de haberse separado de su yo obesa. Un duelo que pulseaba contra los espejos y se metía por la grieta del recuerdo de ese amor que no había sido.

Tiziana miraba hacia afuera por la ventana. Un atardecer más en el fin del mundo. Literalmente, allí vivía y no era azar. Es que así reaccionaba su personalidad tremendista y extrema, siempre. Cuando había necesitado distancia no había zonas intermedias. Irse al fin del mundo había sido un modo de empezar donde terminaba ese lugar en el que no encajaba del todo. Quizá no lo había hecho nunca. El mundo, la vida, el destino, las razones, sus pensamientos eran filosofía de la que se aprende sin leer, a golpes, a fuerza de dolor, a pura herida intercalada con cicatriz. Sin embargo, y a pesar de la adversidad, quien no se apartaba de su lado desde que se acordaba era una sobreviviente. En sus peores momentos, cuando le tocaba a ella misma darse una charla motivacional, entender, aceptar, soltar, sufrir o rescatarse del silencio fulminante de sus sueños rotos, siempre descubría algo, un recurso en sus ideas que la sostenía, una actitud que la guiaba a dar pasos positivos hacia atrás, alejándose del borde del abismo que la tentaba a caer, como un modo de terminar con el agotamiento que conlleva vivir una vida que no se elige. ¿Por qué? Porque se había prometido no volver a permitir que su estado de ánimo dependiera de nadie más.

Nunca más.

De nadie.

El amor dolía. Seguía ahí, pero ella lo ignoraba, como si dándole la espalda al recuerdo, y habiendo eliminado un contacto en su celular, ese rostro no volviera cada noche a meterse entre su pretendido descanso y el insomnio involuntario.

La dependencia era silenciosa y traicionera. El abandono, siempre a un suspiro de distancia, era peor. No perdía vigencia ni presencia. Lo sabía muy bien.

¿Por qué existía el abandono?

No lo sabía.

Convencida de que la felicidad existía, pero era efímera y convivía con angustias que le ganaban terreno todo el tiempo, su objetivo era ser un poquito feliz, cada día, sin que nadie tuviera el poder de determinar la manera. Solo ella.

Trabajaba en la oficina de alquiler de una compañía de catamaranes que llevaban a miles de turistas a conocer el canal de Beagle, el emblemático faro Les Èclaireurs, la isla de los Pingüinos, la isla Bridge y cada lugar de esa magnífica verdad natural que era Ushuaia. Le gustaba su empleo porque la gente iba allí con ilusiones. Estaba sola en un local pequeño frente al canal y los dueños eran buena gente. Sentía que su estado de ánimo era como el clima de ese lugar. Cambiaba continuamente. Y eso era exacto. Es decir, no cada día, sino cada cinco minutos. Podía helar, salir el sol, calor, llover y nevar, todo en una misma mañana. Así era ella, cambiante, pero no era voluntario. Soñaba con una vida estable y calma, pero no había ocurrido. No hasta entonces.

Alquilaba una vivienda al fondo de otra. Adelante vivía Gabriel, treinta y ocho años. Un pedazo de sol, gay, siempre impecable, tenía su manicure como si modelara joyas con sus manos, pero no. Aunque le habría gustado. En realidad, atendía una tienda de ramos generales y, como oriundo del sur, conocedor de los secretos del lugar, también era chofer de una camioneta 4x4 con la que paseaba a los turistas que, por recomendación de conocidos, lo contrataban como guía selecto, alejado de los tours apurados y tradicionales. Él era su único amigo. Otro solo, según su mirada, que se había enamorado de su última pareja y luego se había enterado de que él era casado y su esposa estaba embarazada. Ya no estaba dispuesto a soportar a los hombres que no asumían su homosexualidad.

Esa mañana no podía dejar de recordar. Las palabras se repetían como un eco con voz grave, ignorando distancias y tiempo. Cobraban la vida de su presente, sonaban a recién dichas. Molestaban hasta en el fin del mundo. El diálogo había regresado, como un padrenuestro del dolor y de la memoria, a invadir su soledad.

–No soporto recordar cómo era. Enterré a mi viejo yo, por eso no puedo estar contigo –había dicho él, todavía juntos en la tibieza de la cama que compartían.

Tiziana lo había notado extraño desde días antes, pero de ahí a esa confesión había años luz de diferencia. Sintió que se estrellaba contra la dureza de algo injusto y se rompía entera, por dentro y por fuera. Lo había entendido de inmediato. Sabía bien a qué se refería, pero no había sido capaz de anticipar la situación. Había supuesto mil posibilidades, pero esa no.

–¿Me amas? –había preguntado, empezando por lo único que quería saber. Sumergida en la ilusión de que, si la respuesta era un sí, todo lo demás podía tener solución, como en tantos libros o películas.

–No lo sé, pero no quiero hacerlo. No deseo lastimarte, pero no elijo más dormir cada noche con alguien que me recuerde mi vida de antes. Me hace mal y quiero ser mi prioridad. Volví a empezar y a tu lado no avanzo. No olvido. No puedo.

–El pasado es parte de tu vida. Aunque me saques de tu presente, nada cambiará el hecho de que, como yo, eres un obeso recuperado. Siempre viviremos al borde de ese abismo, lo sabes –había respondido con crueldad.

–Yo no. Mi pasado está muerto para mí. Terminó. No lo quiero ni en recuerdos. Comenzaré una nueva vida, sin nada ni nadie que me lo recuerde. Lo siento.

–Y, dime, ¿cómo harás para vivir sin ti, sin verte en el espejo cada día o hacer un esfuerzo delante de una pizza, un postre o una torta? –replicó con ironía–. Tú eres el testimonio continuo de lo que fuiste. Hagas lo que hagas, no podrás dejar atrás tu verdad.

–Lo haré –respondió rotundo.

Tiziana no lo reconoció. No era el mismo hombre que había conocido y frente a quien había desnudado su vergüenza y su peso, luego de que él le confesara sus frustraciones y pudores.

–¿Me estás dejando?

–Sí –no la miraba y ya se estaba vistiendo para partir. Así, breve como un disparo mortal.

–¡No puedo creerlo! –ya se había levantado también. No sabía cómo reaccionar. No podía llorar.

No había mucho para decir, salvo suplicar en vano. Su dignidad tenía valor y no iba a entregarla. No iba a convertirse en una de esas mujeres que piden cambios cuando no hay ganas y se han tomado decisiones a sus espaldas. Porque él no era como ella, probablemente llevaba meses preparándose para dejarla. Ese abandono crudo había comenzado mucho tiempo atrás. Estaba segura. Por eso podía. ¿Cuánto tiempo hacía que ya no estaban juntos a pesar de vivir en la misma casa? Tenían sexo cada vez menos, había señales, pero ella había mirado para otro lado. En ese momento, se dio cuenta. Solo él sabía cuándo había comenzado el principio de su fin y seguro había sido mucho antes de que se lo dijera ese día. Le dolió más darse cuenta de eso que quedarse sola otra vez.

–Tiziana, eres una gran mujer. Saldrás adelante. No puedo darte lo que mereces. Quiero estar bien y para eso necesito no verte. Me voy.

–Sé que me amas, aunque digas que no lo sabes y no quieres hacerlo –dijo convencida–. Tenemos una pareja unida por sentimientos y mucho en común. Hemos superado juntos lo peor, lo cual es el objetivo de la mayoría de las personas. ¿Eliges dejarlo atrás solo porque te recuerda que fuiste gordo? –preguntó poniendo palabras específicas a los hechos.

A veces escucharse es más fuerte que pensar. El sonido de la voz tiene una inusitada potencia que grita, sin hacerlo, la concreta realidad. Decir en voz alta obliga a enfrentar la brutalidad de lo que el otro decora en sus palabras. Lo que es es y punto final. No sirve la verdad por omisión. Las palabras sin referencia exacta, en esos momentos definitivos, tienen sabor a cobardía. Se percibe con claridad su aroma a negación y, en ese caso, puede verse perfectamente la desagradable forma del egoísmo.

–Fui obeso, me di asco y lo sabes. Nos dimos asco.

–Fuimos “gordos”. Muy. Pero lo superamos, juntos.

–Yo no. Verte es vernos cuando nos conocimos… Siempre seremos los de la foto –se refería a una imagen de ellos dos juntos que cada uno guardaba.

–Definitivamente, no entendiste nada –había dicho ella. Recordaba el dolor con exactitud, como si volviera a suceder.

Ya vestidos ambos, Tiziana, abrió la puerta de su departamento y solo dijo: “No quiero verte nunca más. Quiero te vayas y te lleves a todas tus versiones de aquí. Al gordo, al flaco, al obeso, al hijo de puta en que te has convertido”. Al que amo, había pensado, pero no lo dijo. En ese momento, se miraron a los ojos por última vez.

Tiziana no discutiría por sentimientos. El amor era. No se trataba de una elección o de un debate. Sabía muy bien cómo funcionaban los complejos. Adelgazar parece genial y en algún punto lo es, pero, así como los cambios de adentro se reflejan en el afuera, los cambios externos estallan con ruido propio en el interior de cada ser humano y no todos son capaces de sanar esa verdad.

El amor de su vida la había dejado porque ella le recordaba el sobrepeso de él o el de los dos. Era horrible, pero era también la verdad. La había abandonado para no ver en ella sus propios miedos proyectados. Acostumbrada a la guerra, había sentido que esa batalla no valía el esfuerzo de ser peleada. Ya cargaba con sus propios demonios como para sumar más. ¿Lo amaba? Sí, pero la razón le indicaba que “más tenía que amarse a sí misma”. Lo merecía y se ocupaba de intentarlo. De pronto se dio cuenta de que estaba parada en la puerta de una chocolatería. El olor era una trampa. Miró su reflejo en la vidriera y, por un instante, vio a esa mujer de mucho sobrepeso, agitada y ansiosa, que la observaba con nostalgia y dolor. Cerró los ojos un momento. Luego se fue caminando a paso ligero, intentando no ser nadie más que un ser anónimo, sin memoria emocional. No podía ganarle a su herida, pero sabía andar con su realidad a cuestas. La enojaba ignorar la razón por la que no morían los recuerdos que ahogaba cada noche en su mente y que había matado de mil maneras distintas. ¿Por qué no podía ser sola también respecto de ellos? Así, sin familia, sin pareja, sin hijos, sin propiedades, sin automóvil, sin deudas, sin demasiados kilos de más, sin recuerdos, se preguntaba por qué.

¿Por qué tenía tan buena memoria? ¿Por qué el pasado regresaba a mostrarle su ausencia?

capítulo 4

Sombras

Cada ser carga en sus espaldas el peso de sus sombras.

Ushuaia, agosto de 2019

Vito Rossi llegó al Aeropuerto Internacional de Ushuaia Malvinas Argentinas. Una vez más, había recorrido en su automóvil los cinco kilómetros desde el centro de la ciudad para llegar a su empleo. Literalmente, trabajaba en un aeropuerto en el fin del mundo, en una pequeña península situada al sur de esa ciudad, ubicada entre las bahías de Ushuaia y Golondrina. No era que los detalles geográficos tuvieran demasiada importancia para él. Se trataba de ubicar, con exactitud, su sensación permanente de no estar del todo en paz ni siquiera en el límite más austral de su país.

Los extremos, las luces y sombras que convivían en él lo convertían en un ser dual, repleto de contradicciones, en permanente búsqueda de respuestas y una abstracta negación de sus razones. Él era sus aciertos y sus errores. Lo definían las consecuencias de ambos extremos. En su interior había soledad, pero no lograba ni calma ni silencio. Su vida entera le hacía ruido en los recuerdos y estallaba, cada día, en la memoria de lo que había ocurrido.

Todo se paga en este mundo. ¿Karma? Tal vez. ¿Justicia? Sin ninguna duda, pero no necesariamente la terrenal, no la de los tribunales, esa, a veces, se quita la venda de los ojos y otras, no. Sin embargo, la divina, la equitativa, la que le da a cada uno lo suyo, esa actúa más allá de todo. Es lapidaria y cruda como una sociedad indignada. Esa, salvo condenadas excepciones, es justa. Es ley que aplica a cada existencia.

El problema mayor quizá había sido creer que su prestigiosa vida académica lo convertía en un ciudadano perteneciente a una élite invulnerable a ciertos hechos. Ni su inteligencia, ni sus conocimientos, ni la consagración lograda en su profesión habían sido suficientes para darse cuenta de que era protagonista de la “pendiente resbaladiza”, un fenómeno que empieza con pequeñas transgresiones a la ética profesional y luego se produce algo así como un “efecto dominó” que puede terminar en cualquier situación. Estaba formado para reconocer la pendiente y frenar. Sus pacientes, en cambio, podían caer por el abismo sin darse cuenta.

Psicólogo, de reconocido nombre en Buenos Aires, había dictado clases en la universidad y solía viajar por el mundo para dar conferencias en los ámbitos académicos más distinguidos. Diploma en mano a los veintitrés años, una brillante capacidad de análisis, una impecable oratoria, sus propias teorías y convicciones lo habían convertido rápidamente en una figura docente por excelencia. Era reservado con respecto a sí mismo, pero muy agradable en el trato con la gente. Lector metódico, disfrutaba beber su café caliente y estar en su casa tanto como salir. También atendía pacientes en su consultorio. Le gustaba ahondar en las conductas y buscar patrones. El conocimiento era su objetivo. Vivía de manera austera, aunque sus ingresos eran buenos. Para él, una ducha caliente, abrigo, libros, comida y música eran todo lo que necesitaba. Escuchaba de todo, pero le gustaba mucho Pink Floyd.

De joven no se había enamorado por decisión y había sostenido que no lo haría nunca. Pero, cuando llegaron los treinta años, “nunca” se derrumbó barranco abajo. Una de sus alumnas, de veinte, lo había enfrentado y fue una estocada directa a su ego. Había dicho en voz alta, en su clase, que –tal como refiere Oscar Wilde en El retrato de Dorian Gray–, los seres optan por mantener ocultas sus cualidades negativas, con la idea equivocada de que nadie podrá descubrirlas, mientras muestran su cara inocente al mundo, vestidas de personas de bien, ignorando las sombras que viven en su interior.

–¿No tiene usted un lado oscuro, profesor? –lo había provocado públicamente–. ¿No teme ser descubierto, como todos aquí? –había planteado desafiante, dando por hecho que era una verdad irrefutable.

Él había sentido que estaba liberando sus demonios contra alguien más que no era él, ni su clase y eso requería valor.

Vito se sintió atraído de inmediato, pero no por una belleza física en particular, sino por su intelecto y su osadía natural. Era imposible no ver, al mirarla, que ella era todo lo que un ser necesita para que otro pierda el control de su vida entera y traicione sus ideales.

–No estoy aquí para hablar de ninguno de mis lados, señorita… –había dicho, esperando que la joven develara su nombre.

–Bruna Chiesa. Soy Bruna Chiesa.

Cada uno detuvo la mirada en los ojos del otro en ese instante. Cada detalle se había tatuado en la piel de sus almas. Sabían que el destino había cambiado de plan. ¿Habían torcido su voluntad? ¿Era posible? No lo sabían, pero algo estaba fuera de discusión: lo ocurrido era irreversible. Ella, que no tenía el proyecto de una pareja, y él, que no deseaba enamorarse, estaban ahí en la misma escena de la pantalla grande de sus vidas. Hechizados por todo lo que negaban y ambos parte activa del mismo nudo que el presente había hecho con lo que no sabían.

–Bien, señorita Chiesa, como le decía, no estoy aquí para debatir sobre temas personales, pero creo que usted debe plantearse que la cuestión no son las sombras, sino que esos aspectos oscuros escapen de su control. En ese tema, como hemos visto en otras clases, Carl Jung es un referente. Para él la sombra es la energía psíquica reprimida que se proyecta en el exterior y la persona es la imagen que se da a los demás, la “máscara pública” que cada individuo posee. Un ejemplo para comprender este concepto son las redes sociales –dijo, ya dirigiéndose a todos sus alumnos. Había estudiado el tema en profundidad y tenía relación con la asignatura que dictaba.

Recordó el diálogo y confirmó una vez más, tal y como adivinara en aquel momento, que ese había sido el comienzo del fin.

Tres años después, no tenía duda alguna sobre la peligrosa verdad que conllevaban sus palabras de entonces. El lado oscuro podía apoderarse, a veces, de quienes menos sospechas evidencian sobre esa posibilidad siempre latente. Él era el ejemplo de su estudio.

Ya no daba clases, ni conferencias, ni atendía pacientes en un consultorio, en cambio, atendía al público y despachaba equipaje en un mostrador. Era una real ironía simbólica que, justamente él, pesara la carga ajena.

Vito y su pasado trataban de vivir el presente y conservar lo que quedaba sano de aquel hombre que había sido. El resto, lo roto y devastado, permanecía asfixiado en la bolsa hermética del olvido, donde hay vida a pesar de todo.

Sin embargo, no era tan fácil. Más allá de la decisión radical de volver a empezar en otro lugar, de cambiar su actividad y de continuar, eran demasiados los temas sin resolver en su interior y lo sabía.

Tenía treinta y tres años, quizás algo menos de la mitad de una vida promedio, y estaba perdido en la agonía de su culpa, en la grieta que separaba sus pensamientos de su condena. Había consecuencias y tenía que enfrentarlas, pero no sabía cómo ni por dónde comenzar. La variable del tiempo empezaba a pesar sobre su espalda. ¿Había retorno? La vida puede cambiar en un instante y lo hace sin pedir permiso. Tan drástica es que incluso puede terminar como si nada, como si nadie, como si nunca. Pone punto final del modo que tiene ganas a lo que sea y deja a los seres así, como a Vito, golpeados de realidad, latiendo las vísperas de más incertidumbre.

La memoria de Vito arrojaba sobre ese día la historia completa. Seguía doliendo. En cada rincón del hombre que quedaba, el dolor era el dueño del poder.

Tenía garantizada una herida abierta. Un proceso de esos que anuncian vigencia eterna.

En otras palabras, nada de paz, si no se ocupaba de ordenar el clóset de su pasado, los estantes de su aprendizaje y los cajones que cada día abría para asegurarse de ver el calvario que vivía. No habría serenidad posible si no enfrentaba la soledad de su único plato sobre una mesa para dos, convertida en su encierro junto a la ventana.

La foto de Bruna había perdido brillo. Se lo había devorado el tiempo junto a su decisión.

Mientras pensaba en todo aquello, atendía al público. Un pasajero llevaba una maleta que excedía el peso del equipaje permitido.

–Caballero, tendrá usted que viajar más liviano o pagar por el peso extra –al decirlo pensó en los sarcasmos de la vida, “viajar liviano”, como si fuera tan fácil. El hombre había abierto la maleta y retiró de allí tres libros que ubicó en su bolsa de compras del duty free. Después, arriba de su campera se puso otra con piel, que evidentemente pesaba, y finalmente pudo partir con el peso permitido.

¿Cuál es el peso justo que una persona debe llevar consigo en un viaje? Y el resto del tiempo, ¿dice la vida en su tácito manual de instrucciones cuánto se debe cargar?

A él, que había sido siempre quien andaba el camino con la destreza de los seres libres de ataduras, lo agobiaba la realidad de llevar, como una extensión de sí mismo, los pedazos desgarrados de su historia, quitándoles oxígeno a sus pulmones y debilitando su corazón, cansado de latir al ritmo astillado de sus propios reproches.

Esa noche, una vez más, perdió la batalla contra el insomnio.

capítulo 5

Tierra

La tierra es la sangre del universo personal que se construye viviendo, se proyecta sin fecha y permanece vital, aun después de haberse perdido.

La tierra que se atraviesa y la que se junta nos definen.

Ushuaia, agosto de 2019

Cayetano Gael le había pedido a su hija que detuviera el vehículo y ella lo estacionó delante de una propiedad con un cartel que decía “En venta”. Se notaba que no estaba habitada.

–¿Estás bien, papá? –preguntó Lorena, pensando que quizá quería tomar aire.

–Sí, estoy bien. ¿Bajamos? –respondió con otro interrogante.

–Claro.

Caminaban en silencio, en dirección a la entrada. Lorena, con curiosidad, y Cayetano, cuidando sus pasos, algo temblorosos por momentos, quizá debido a sus ochenta y cinco años. Los ojos le brillaban. Lorena lo observaba con amor y orgullo. Era el hombre más bueno, honesto, ocurrente y sensible que ella hubiera conocido jamás.

–¿Qué hacemos aquí?

–Volver –respondió él con una sonrisa.

–¿A dónde? –preguntó sorprendida, al tiempo que sonaba su celular.

La puerta estaba cerrada, como era de esperar, pero por el lateral podía accederse al jardín. Cayetano se adelantó, mientras su hija respondía.

–Hola… –saludó con el tono que se utiliza en las ocasiones en que no se quiere responder, pero se traiciona la voluntad. Cuando se sabe a ciencia cierta que esa llamada no sumará en lo más mínimo, que quien se comunica lo hace por su propio interés y no le importa nada de lo que le ocurre a la otra persona.

–¡Hola, Lore! Tienes que ayudarme. ¿Puedes venir? No te imaginas lo que me pasó –antes de que Lorena pudiera decir algo, continuó–. Me he peleado con mi jefe, Iván continúa sin querer verme y mamá me ha dicho cosas horribles, así que me fui de la casa y además…

–Marcia, ¡basta! –contestó con voz firme y tono severo.

Silencio.

–¿En serio no vas a escucharme?

–La verdad es que la no escucha eres tú. Estoy con mi padre y lo que me cuentas es lo mismo de cada día.

–Eres muy egoísta. Te digo que mi vida es un caos –insistió con enfado.

Lorena pensó en todo el tiempo que llevaba cargando el peso de la personalidad y las decisiones de vida de su amiga, quien llenaba de negatividad los momentos que compartían y la absorbía, o al menos intentaba hacerlo, cada que vez que podía. Era como tener tierra en los ojos que un huracán desalmado hubiera arrastrado hasta allí para siempre. Tierra cuyo exceso caía, se amontonaba entre sus pies y se convertía en barro denso que no le permitía avanzar. Cuando estaba a su lado, no podía pensar con claridad, porque la aturdía en medio de su mundo conflictivo.

No quería eso, estaba cansada. Tenía bastante con su realidad y su esfuerzo cotidiano por salir adelante. Sabía bien que era su responsabilidad poner límites. No hacerlo era un indicador de cómo quería que la siguiera tratando. Lo había analizado de todas las formas posibles, incluso en terapia. Marcia era una “despotenciadora” de energía. Su conciencia era negativa, se resistía a la verdad, distorsionaba los hechos en favor de sus propias versiones, en las que siempre era víctima de alguien más, y todo era culpa de lo que venía desde afuera. Se resistía a la vida. Negaba la autocrítica como una posibilidad. Su radical opuesto. Permaneció sin responderle, mientras decidía si tenía ganas de decirle una vez más lo que pensaba.

–¿Sigues allí? ¿Por qué no me contestas? –insistió.

–Porque no soy egoísta y estoy pensando si tengo deseos de contestarte ahora.

–¡Solo eso me falta, una escena de tu parte! Siempre encuentras un motivo para echarme culpas que no tengo. Tal vez proyectas tus frustraciones y entonces…

–No sigas o vamos a pelearnos de manera definitiva –dijo Lorena decidida. La acusación era demasiado, no iba a tolerarla. Ella tenía mil defectos, pero era generosa y siempre estaba para su gente.

–No creo que te importe mucho –agredió.

–¿Ves? Ya estás agregando motivos nuevos a tu mal día. Hasta que no seas capaz de reconocer tus errores, nada cambiará. Lo siento, pero tú eres la egoísta.

–Voy a cortar. No tengo ganas de oírte –amenazó, pero no lo hizo.

–Tu vida no es lo que tú describes, la gente reacciona porque la agotas y solo piensas en ti. Jamás preguntas por el otro o te interesas en lo que le pasa. Te lo he dicho de muchas maneras, pero no lo escuchas y te enojas. Yo te quiero, pero no puedo ayudarte. Ya lo hemos hablado. No solo no tienes problemas serios, sino que no aceptas que nadie te enfrente a tus lados oscuros para que modifiques lo que te hace mal y aleja a tu entorno –recriminó de un tirón. No quería interrupciones. Había alivio en su tono de voz. Decir la verdad de la mejor manera que halló para no lastimarla fue un desahogo.

–No estoy para tu psicología barata. No cuento contigo, una vez más –gritó antes de terminar la comunicación.

Lorena miró el móvil y luego al cielo, como si con eso elevara una plegaria en favor de lo imposible. No se arrepintió de haber atendido la llamada, a pesar de fracasar en su intento de ayudarla. Era más de lo mismo, pero ella había hecho lo correcto.

Suspiró. Luego, volvió a la escena, a la enigmática casa. Caminó hacia su padre. Él observaba unas ramas en lo alto y tenía la mirada sumergida en algún recuerdo.

Al acercarse, él se sentó bajo el árbol. Ella hizo lo mismo. Por un instante mágico, el tiempo se detuvo en un silencio reparador que dejaba espacio a los sonidos naturales de un presente que tenía el control.

Los dos pensaban y, a la vez, tenían la mente en blanco, ausente de preocupaciones, entregados a ese momento en que sus almas se enlazaban en algún nivel superior de conciencia y desnudaban sus pérdidas para aprender la forma en que podían sanar los vacíos.

–¿Cómo estás? –preguntó Cayetano unos minutos después.

–Cansada, papá.

–¿De qué, concretamente?

–De vivir esforzándome para algo y sentir que no es suficiente. Me casé enamorada y lo di todo, hoy tengo cuarenta años y un divorcio en mi currículum, un exmarido que me dejó de la noche a la mañana, no puedo superar el aborto espontáneo que ocurrió junto con su abandono y mi amiga es todo lo que está mal. Me consuelo pensando que el tiempo todo lo resuelve, pero no es tan así. Los días pasan y me siento peor a pesar de todo lo que hago para estar mejor. No me gusta estar sola.

–Hay cosas, hija, que no son fáciles. Simplemente, suceden sin pedir permiso y hay que aceptarlas, verlas desde otro punto de vista. La soledad puede ser muy buena, depende de ti. No creo que el tiempo por sí solo resuelva nada. Depende de cada uno procesar sus duelos.

–¿Duelos? –lo escuchaba atentamente.

–Sí, son duelos y duelen. Pérdidas que el tiempo no mata, pero con las que se aprende a vivir. A veces, la vida te da la chance de volver, sentir diferente y comprender. Se trata de otra perspectiva. De ver cuando miramos. Voy a contarte una historia.