Tres relatos de mujeres - Stefan Zweig - E-Book

Tres relatos de mujeres E-Book

Zweig Stefan

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Beschreibung

Tres novelas ejemplares en las que Zweig profundizó como nadie hasta entonces en la psicología femenina: Veinticuatro horas de la vida de una mujer, Miedo y Carta de una desconocida. Antes de que la teoría feminista evolucionase, ola a ola, escritores como Stefan Zweig hacían tentativas para expresar una feminidad cercenada. En el arte y en la literatura existen dibujos estereotipados, reduccionistas, estigmatizadores de las mujeres, pero también podemos encontrar ciertas aproximaciones intuitivas hacia la injusticia contra un género. Hacia sus fortalezas y su vulnerabilidad. Hacia su necesidad de transgresión. En estas tres historias Zweig, con la prospección psicológica de sus protagonistas femeninas, con la indagación en el tabú, oscila entre el conservadurismo y la lucidez premonitoria. Adivinamos en ellas un Zweig conservador en su aproximación a la culpa y la piedad: la institución matrimonial, el esposo protector, el orden social, pese a sus fisuras y exigencias, pese a que no son iguales para los unos que para las otras, garantizan cierto nivel de fluida convivencia. El orden es necesario para enderezar las pasiones e impulsos desbocados. La pulcritud y la perfecta medida, la elegante armonía de la literatura zweiguiana, son una proyección, acaso una ratificación, de su mesura ideológica. La presente traducción de nueva planta, a cargo del biógrafo y experto en Zweig, Luis Fernando Moreno Claros, nos remite a los textos originales que publicara por aquel entonces el escritor austriaco. Novelas emblemáticas que captaron la atención de cientos de miles de lectoras y lectores, convertidas hoy en verdaderos clásicos modernos. La crítica ha dicho... «Zweig es un maestro en su dibujo de mujeres fatales aparentemente muy vulnerables. Supongo que el escritor sabía que incluso las fatales más poderosas acaban siendo la carne de cañón del mundo y decide dotar a las suyas de una fragilidad que, de pronto, es destructiva y permanece más allá de la muerte». Marta Sanz

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TRES RELATOS DE MUJERES

 

 

© del texto: Stefan Zweig, 1922 y 1925

© de la traducción: Luis Fernando Moreno Claros, 2024

© del posfacio: Marta Sanz, 2024

© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.

Primera edición: febrero de 2024

ISBN: 978-84-19558-70-1

Diseño de colección: Anna Juvé

Maquetación: Àngel Daniel

Producción del ePub: booqlab

Arpa

Manila, 65

08034 Barcelona

arpaeditores.com

Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitidapor ningún medio sin permiso del editor.

Stefan Zweig

TRES RELATOS DE MUJERES

Traducción del alemán y notasde Luis Fernando Moreno Claros

ÍNDICE

Carta de una desconocida

Miedo

Veinticuatro horas de la vida de una mujer

Posfacio de Marta Sanz

Nota sobre los textos

CARTA DE UNA DESCONOCIDA

Cuando el conocido novelista R. regresó a Viena por la mañana temprano de una excursión de tres refrescantes días en las montañas y en la estación compró un periódico, al ver la fecha, se acordó de que ese día1 era su cumpleaños. El cuadragésimo primero, pensó enseguida, y esa constatación ni le hizo sentirse bien ni le infligió dolor. Pasó rápidamente las crujientes hojas del periódico y se fue a su casa en un taxi.2 El sirviente le informó de dos visitas durante su ausencia, así como de algunas llamadas telefónicas, y le entregó en una bandeja la correspondencia acumulada. Miró indolente lo recibido, abrió algunos sobres que le interesaron por sus remitentes; una carta que llevaba unos rasgos de escritura desconocidos y que parecía demasiado abultada la apartó a un lado de momento. Entretanto, habían servido el té; cómodamente se arrellanó en la butaca, hojeó otra vez el periódico y algunos impresos, luego se encendió un cigarro y entonces tomó la carta que había dejado reservada.

Eran unas dos docenas de páginas escritas apresuradamente, con letra femenina, desconocida e inquieta; parecía más un manuscrito que una carta. Inconscientemente palpó una vez más el sobre por si acaso se hubiera olvidado dentro alguna nota adjunta. Pero estaba vacío y, lo mismo que las hojas, ni traía una dirección del remitente ni una firma. Qué extraño, pensó, y tomó el escrito de nuevo en la mano. «A ti, que nunca me has conocido», se leía arriba a modo de invocación, como un título. Extrañado, se detuvo: ¿se refería a él, se refería a una persona imaginaria? Su curiosidad se despertó de repente. Y comenzó a leer:

*

Mi niño murió ayer. Tres días y tres noches he luchado con la muerte por esta vida pequeña y tierna, cuarenta horas estuve sentada junto a su cama mientras la gripe3 estremecía su cuerpo pequeño y febril. Le puse paños fríos en su frente ardiente, sostuve día y noche sus pequeñas e inquietas manos. La tercera tarde me derrumbé. Mis ojos no podían más, se me cerraron sin que yo lo supiera. Tres o cuatro horas pasé dormida en la dura silla, y entretanto la muerte se lo llevó. Así que ahora yace ahí, el dulce y pobre muchachito, en su estrecha camita de niño, tal y como murió; los ojos se los han cerrado, sus ojos oscuros e inteligentes; han dispuesto sus manos cruzadas sobre la camisa blanca, y cuatro cirios arden en alto en las cuatro esquinas de la cama. No me atrevo a mirarlo, no me atrevo a moverme, porque cuando titilan los cirios esparcen sombras sobre su cara y sobre la boca cerrada, y entonces parece como si sus rasgos se movieran y yo podría creer que no está muerto, que despertaría otra vez y con su clara vocecita me diría alguna ternura infantil. Pero lo sé, está muerto; no quiero mirarlo más para no albergar esperanzas otra vez, para no volver a desilusionarme otra vez. Lo sé, lo sé, mi niño murió ayer. Ahora solo te tengo a ti, y a nadie más en el mundo, solo a ti, que no sabes nada de mí, que mientras tanto, ignorándolo, jugueteas con las cosas o coqueteas con las personas. Solo a ti, que nunca me has conocido y a quien siempre he amado.

He tomado la quinta vela y la he colocado aquí, sobre la mesa en la que te escribo. Pues no puedo estar a solas con mi niño muerto sin que se me parta el alma, ¿y con quién habría de hablar yo en esta hora terrible si no es contigo, que lo fuiste todo y lo eres todo para mí? Quizá no pueda hablar contigo con toda claridad, quizá no me entiendas. Porque mi cabeza está embotada, me martillean y laten las sienes, mis extremidades me duelen tanto… Creo que tengo fiebre, quizá también la gripe, que ahora va colándose de puerta en puerta, y eso estaría bien, porque entonces me iría con mi hijo y no tendría que hacer nada contra mí. A veces se me nublan los ojos, quizá ni siquiera pueda escribir esta carta hasta el final; pero quiero reunir todas mis fuerzas para hablarte por una vez, solo esta única vez. A ti, mi amado, que nunca me has conocido.

Solo a ti quiero hablarte, decírtelo todo por primera vez; tienes que conocer mi vida entera, que siempre fue tuya y de la que nunca supiste nada. Pero solo sabrás mi secreto si estoy muerta, cuando ya no puedas darme ninguna respuesta, cuando esto que ahora estremece mis miembros con tanto frío y tanto calor sea realmente el final. Si es que tengo que seguir viviendo, romperé esta carta y seguiré guardando silencio tal y como siempre lo guardé. Pero si la tienes en tus manos, sabrás que es una muerta la que aquí te cuenta su vida, su vida, que también fue la tuya desde su primera hora consciente hasta su última hora. No tengas miedo de mis palabras; una muerta ya no quiere más, no quiere amor y no quiere compasión, ni tampoco consuelo. Solo esto quiero de ti: que me creas todo lo que te digo, lo que te revela mi corazón que busca refugio en ti. Créeme todo, solo esto te pido: nadie miente en la hora de la muerte de su único hijo.

Mi vida entera quiero confiártela, esta vida que en verdad solo comenzó el día en que te conocí. Anteriormente solo fue algo turbio y confuso en lo que mi memoria nunca más volvió a sumergirse, un sótano cualquiera de cosas y de personas, polvorientas y llenas de telarañas, mustias, de las que nada más sabe mi corazón. Cuando tú llegaste, yo tenía trece años y vivía en la misma casa en la que tú vives ahora, en la misma casa en la que sostienes en tus manos esta carta, mi último hálito de vida; yo vivía en el mismo pasillo, justo enfrente de la puerta de tu vivienda. Seguramente que no te acordarás de nosotras, de la pobre viuda de un contable (ella iba siempre de luto), y de la hija adolescente y flacucha. Además, éramos muy discretas de tan inmersas como estábamos en nuestra pobreza pequeñoburguesa. Tal vez nunca oyeras nuestro nombre, porque no teníamos ninguna placa en la puerta de nuestra vivienda, y no venía nadie, nadie preguntaba por nosotras. Hace ya mucho tiempo de esto, quince, dieciséis años; no, seguro que no te acuerdas, mi amor; pero yo, ¡oh!, yo me acuerdo apasionadamente de cada detalle; todavía recuerdo como si fuera hoy el día, no, la hora en la que oí de ti por primera vez, te vi por primera vez, y ¿cómo no habría de recordarla si fue entonces cuando empezó el mundo para mí? Permite, querido, que te cuente todo, todo desde el principio; te lo ruego, no te canses de saber de mí durante un cuarto de hora, que yo no me he cansado de amarte a ti durante una vida entera.

Antes de que te mudaras a nuestra casa, vivía tras tu puerta gente horrible, mala, conflictiva. Pobres como eran, odiaban sobre todo la pobreza vecina, la nuestra, porque nada quería tener en común con su baja tosquedad proletaria. El marido era un borracho y pegaba a su mujer: a menudo nos despertábamos por la noche a causa del estrépito de sillas caídas y de platos rotos; una vez, ella salió corriendo a la escalera, sangrando por los golpes, con los cabellos revueltos, y detrás de ella chillaba él borracho; hasta que el resto de la gente salió puertas afuera y se los amenazó con llamar a la policía. Desde el principio, mi madre eludió todo contacto con ellos y me prohibió hablar con los hijos, que aprovechaban cualquier oportunidad para vengarse en mí por eso. Cuando me encontraban en la calle, gritaban palabras sucias detrás de mí, y una vez me golpearon de tal manera, tirándome duras bolas de nieve, que me salió sangre de la frente. La casa entera odiaba de común instinto a esas personas, y cuando de pronto una vez sucedió algo —creo que al marido lo encerraron por un robo— y tuvieron que mudarse a otra parte con sus enseres, todos respiramos a gusto. Durante unos días colgó el cartel de «Se alquila» en el portal de la casa, luego lo quitaron, y por el portero se supo enseguida que un escritor, un soltero, un señor tranquilo, ocuparía la vivienda. Entonces oí por primera vez tu nombre.

A los pocos días llegaron decoradores, pintores, limpiadores, tapiceros para sanear la vivienda después de sus mugrientos ocupantes anteriores; hubo martillazos, golpes, se fregó, se raspó, pero mi madre estaba contenta por ello, decía que ahora sí que por fin iba a terminarse todo aquel malsano desorden anterior. A ti no pude verte aún, ni siquiera durante la mudanza: todos esos trabajos los supervisaba tu criado, ese mayordomo pequeño, serio, de pelo cano, que lo dirigía todo calladamente y con suma eficiencia. A todos nos imponía mucho, en primer lugar, porque en nuestra casa de barrio un mayordomo era algo muy novedoso, y luego, porque era inusitadamente cortés con nosotros, sin que por ello se rebajara a ponerse en el mismo escalón que los criados domésticos y se enredase con ellos en conversaciones de camaradería. A mi madre la saludó desde el primer día respetuosamente como a una dama, e incluso conmigo, una chiquilla, siempre fue afable y serio. Cuando mencionaba tu nombre, siempre lo hacía con una cierta reverencia, con un respeto especial; se veía enseguida que su afecto hacia ti era mayor de lo que suele ser lo acostumbrado en un criado. ¡Y cómo lo he querido por ello, al bueno y viejo Johann!; y eso que lo envidiaba porque le era lícito estar siempre cerca de ti y servirte.

Te cuento todo esto, a ti, mi amor, todas estas pequeñas cosas, casi ridículas, para que entiendas cómo desde el principio pudiste ganar tanto poder sobre la niña reservada y asustadiza que era yo. Todavía antes de que tú mismo entrases en mi vida, ya había un nimbo en torno a ti, una aureola de riqueza, singularidad y misterio; todos nosotros, en la pequeña casa de barrio, esperábamos con impaciencia tu instalación (las personas que tienen una vida estrecha siempre sienten curiosidad por todo cuanto sucede frente a sus puertas). Y esa curiosidad que yo sentía por ti se incrementó mucho más cuando una tarde llegué de la escuela a casa y el camión de mudanzas estaba parado frente a la casa. La mayor parte de los muebles, las piezas más pesadas, ya las habían llevado arriba los portadores; ahora solo se subían las cosas más pequeñas; me quedé parada en la puerta para poder admirarlo todo, pues tus cosas diferían especialmente de cuanto yo había visto hasta ahora; había estatuillas de ídolos de la India, esculturas italianas, cuadros grandes y deslumbrantes; y después, para terminar, llegaron los libros, tantos y tan bonitos como nunca lo creí posible. Los apilaron delante de la puerta; allí se hizo cargo de ellos el criado, y cuidadosamente les iba limpiando el polvo uno a uno con el plumero. Curiosa, me acerqué al montón que crecía más cada vez. El criado no me echó de allí, pero tampoco me animó, así que no me atreví a tocar ninguno, aunque gustosamente hubiera querido acariciar el suave cuero de muchos de ellos. Temerosa, solo miré los títulos del lomo, entre los cuales había libros franceses e ingleses, y algunos en idiomas que no entendí. Creo que habría podido mirarlos durante horas, pero entonces me llamó mi madre para que entrara en casa.

Toda la tarde estuve pensando en ti, aun antes de conocerte. Yo misma solo poseía una docena de libros baratos, encuadernados en cartón deslucido, que amaba más que a nada y leía una y otra vez. Y ahora me apremiaba saber cómo sería esa persona que tenía y había leído toda esa cantidad de libros extraordinarios, que sabía todos esos idiomas, que era a la vez tan rica y tan culta. Una especie de veneración ultraterrena se asoció en mí a la idea de esa cantidad de libros. Traté de imaginar cómo serías: eras un hombre anciano con unos lentes y una barba blanca y larga, parecido a nuestro profesor de geografía, solo que mucho más bondadoso, más guapo y más indulgente. No sé por qué ya entonces tenía la certeza de que serías guapo, incluso cuando pensaba en ti como en un hombre mayor. Entonces, aquella noche y sin conocerte todavía, fue la primera vez que soñé contigo.

Al día siguiente llegaste, pero, pese a todo mi espionaje, no fui capaz de encontrarme contigo; eso solo aumentó mi curiosidad. Por fin, al tercer día te vi, y cuán conmovedora fue mi sorpresa al ver que eras tan distinto, sin ninguna relación con la imagen infantil del Dios paternal que yo esperaba. Había soñado con un bondadoso anciano con lentes y he ahí que llegaste tú; tú, tal cual todavía eres en la actualidad, tú, inalterable, ¡por el que no pasan los años! Vestías un traje deportivo encantador de color marrón claro, y subías raudo las escaleras a tu manera incomparable, con la ligereza de un muchacho, siempre saltando los escalones de dos en dos. Llevabas el sombrero en la mano, así que vi con un asombro indescriptible tu rostro claro y vivaz con el pelo juvenil: de verdad, me asusté por la sorpresa, ¡qué joven!, ¡qué guapo!, ¡qué esbelto y elegante eras! Y, ¿no es extraño?, en esos primeros segundos percibí con toda claridad esa singularidad que tanto yo como los demás comprobamos una y otra vez en ti con una especie de sorpresa: que eres algo así como una persona bifronte, un joven ardiente, frívolo, enteramente entregado al juego y a la aventura y, al mismo tiempo, en tu arte, eres implacable y serio, consciente de tu deber, un hombre infinitamente leído y culto. Sin darme cuenta sentí lo que después todos los demás perciben en ti, que llevas una doble vida, una vida con una superficie luminosa, abierta de cara al mundo, y otra enteramente oscura, que solo tú conoces. Esa profunda dualidad, el secreto de tu existencia, la sentí yo, la niña de trece años, atraída mágicamente, con mi primera mirada.

Comprendes ahora ya, querido, ¡qué milagro, qué misterio tan tentador tuviste que ser para mí, la niña! ¡Descubrir de repente que un hombre ante el que se sentía respeto porque escribía libros, porque era famoso en ese otro gran mundo, era un hombre de veinticinco años, joven, elegante y alegre como un muchacho! Debo decirte aún que desde ese día en adelante en nuestra casa, en mi mundo entero de niña, no me interesó nada más aparte de ti; que yo, con toda la terquedad, con toda la lacerante perseverancia de una niña de trece años, no me ocupaba de otra cosa que de tu vida, de tu existencia. Te contemplaba, contemplaba tus costumbres, contemplaba a las personas que iban a verte, y todo ello solo acrecentaba mi curiosidad en lugar de aminorarla, pues la entera dualidad de tu ser se expresaba en la diversidad de esas visitas. Venían hombres jóvenes, camaradas tuyos con los que reías y estabas de muy buen humor; estudiantes pobres, y luego, también damas que llegaban en automóviles; una vez, el director de la ópera, el gran director al que yo solo había visto de lejos con veneración en el podio; también chicas jóvenes que todavía iban a la escuela de comercio y que tímidamente entraban por tu puerta; desde luego, muchas, muchísimas mujeres. Yo no pensaba nada especial sobre ello, tampoco nada cuando una mañana al ir a la escuela vi salir de tu casa a una dama completamente velada; yo solo tenía trece años, y siendo todavía tan niña no sabía que la curiosidad apasionada con la que te espiaba y acechaba era ya amor.

Pero todavía sé con toda certeza, amado mío, el día y la hora, cuándo me perdí en ti por entero y para siempre. Yo había dado un paseo con una amiga de la escuela, estábamos hablando delante del portal. En esto llega un automóvil, se detiene, y entonces saltaste tú del estribo con esa manera tuya impaciente y elástica que todavía hoy tanto me atrae de ti, y quisiste entrar al portal. Instintivamente sentí el impulso de abrirte la puerta, así que te salí al paso y por poco nos chocamos. Tú me miraste con esa mirada cálida, tierna, envolvente, que era como una caricia; me sonreíste con ternura —sí, no puedo decirlo de otra manera—, y dijiste con una voz muy baja y casi confidencial: «¡Muchas gracias, señorita!».

Eso fue todo, querido, pero a partir de ese instante, desde que percibí esa mirada suave y tierna, caí rendida ante ti. Más tarde, y pronto lo experimenté yo misma, me di cuenta de que esa mirada tuya que atrae hacia ti, que envuelve y a la vez desnuda, esa mirada del seductor nato que consagras a toda mujer que te roza, a toda dependienta que te vende algo, a toda criada que te abre la puerta, que esa mirada tuya no es en absoluto consciente en tanto que voluntad e inclinación, sino que tu ternura hacia las mujeres ablanda tu mirada sin que seas consciente de ello y la convierte en cálida cuando se fija en ellas. Pero yo, la niña de trece años, no sabía eso: me sentía como sumergida en fuego. Creí que la ternura solo era para mí, para mí únicamente, y en ese instante despertó la mujer en mí, la adolescente, y esa mujer quedó presa en ti para siempre.

—¿Quién es ese? —preguntó mi amiga.

No pude responderle enseguida. Me era imposible decir tu nombre, ya en aquel solo segundo, en aquel instante único, se había convertido en sagrado para mí, se había convertido en mi secreto.

—Ah, un señor cualquiera de los que viven aquí en la casa —balbuceé después con torpeza.

—Pero ¿por qué te has puesto tan colorada cuando te ha mirado? —se burló mi amiga con toda la malicia de una niña curiosa.

Y precisamente porque yo sentía que con sus burlas descubría mi secreto, me hervía aún más la sangre en las venas. Me mostré grosera a causa de mi confusión.

—¡Estúpida gansa! —dije furiosa.

Me hubiera gustado estrangularla. Pero ella solo rio aún más alto y burlándose más, hasta que sentí que me brotaban lágrimas de los ojos por la cólera impotente. La dejé allí plantada y salí corriendo escaleras arriba.

A partir de aquel instante te amé. Lo sé, las mujeres te han dicho —a ti, al malcriado— esta palabra muy a menudo. Pero créeme, nadie te ha amado de manera tan esclava, tan canina, tan sumamente entregada, como esa criatura que fui y que siempre he seguido siendo para ti, pues nada en la tierra se parece al amor inadvertido de una niña en la oscuridad, porque es tan desesperanzado, tan servicial, tan modesto, tan receloso y apasionado como nunca podrá serlo el amor anhelante y aun así exigente —aunque sea de manera inconsciente— de una mujer adulta. Únicamente los niños solitarios pueden guardarse para sí su apasionamiento: los otros charlan sobre sus sentimientos en compañía de los demás, se explayan en confianzas, han oído mucho sobre el amor y han leído mucho sobre él, y saben que es un destino común. Juegan con él como con un juguete, se vanaglorian de él como muchachos con su primer cigarrillo. Pero yo, yo no tenía a nadie a mi alrededor a quien poder confiarme, nadie me ilustró ni me advirtió, era inexperta e ignorante. Caí de lleno en mi destino como en un abismo. Todo lo que en mí brotaba y florecía únicamente sabía de ti, del sueño contigo como confidente; mi padre había muerto hacía mucho, la madre era para mí una extraña en su eterno abatimiento desasosegante y su recelo de pensionista; las chicas de la escuela, ya medio corrompidas, me repelían porque jugaban con tanta ligereza con lo que para mí era pasión definitiva. De modo que proyecté en ti todo eso que, de no ser así, se dispersa y se divide; proyecté en ti todo mi ser que, aunque comprimido, siempre volvía a expandirse impaciente. Tú eras para mí… —¿cómo debo decírtelo?, toda comparación en particular sería demasiado escasa—, tú eras para mí todo, mi vida entera. Las cosas existían solo en la medida en que tuvieran relación contigo, todo en mi existencia tenía sentido si se unía a ti. Tú transformaste mi vida entera. Hasta entonces indolente y mediocre en la escuela, de repente me convertí en la primera, leí miles de libros hasta bien entrada la madrugada porque sabía que tú amabas los libros; con un empeño casi terco comencé —para asombro de mi madre— ejercicios de piano porque creía que amabas la música. Limpiaba y cosía mis vestidos solo para parecer agradable y guapa delante de ti, y que en el lado izquierdo de mi viejo mandil de colegiala (era un vestido de estar en casa de mi madre arreglado) tuviera un remiendo cuadrado me resultaba horrible. Temía que pudieras notarlo y despreciarme; por eso siempre apretaba la cartera de la escuela encima para ocultarlo cuando subía por la escalera temblando de miedo. Pero qué tonto era eso: si tú ya no me miraste nunca o casi nunca.

Aun así, yo no hacía otra cosa el día entero más que esperarte y acecharte. En nuestra puerta había una pequeña mirilla de latón a través de cuya abertura redonda podía verse tu puerta enfrente. Esa mirilla —no, no te rías, querido, incluso hoy, ¡aun hoy no me avergüenzo de aquellas horas!— constituía mi ojo hacia el mundo; allí, en la gélida antesala, temerosa del recelo de la madre, me senté en aquellos meses y años con un libro en la mano tardes enteras al acecho, tensa como una cuerda que vibraba si tu presencia la acariciaba. Yo estaba siempre en torno a ti, siempre en tensión y en movimiento, pero tú podías sentir eso tan poco como sientes la tensión del reloj que llevas en el bolsillo y que, paciente en la oscuridad, cuenta y mide tus horas, acompaña tu camino con inaudibles latidos, y sobre el que solo una vez en millones de segundos tictaqueantes cae tu apresurada mirada. Lo supe todo de ti, conocí todas tus costumbres; cada una de tus corbatas; cada uno de tus trajes; conocí y pronto diferencié uno por uno a tus conocidos, y los dividí en los que me gustaban y en los que me desagradaban; desde mis trece años hasta mis dieciséis cada hora la he vivido en ti. ¡Ay, qué cantidad de tonterías hice! Besé el pestillo de la puerta que tu mano había tocado, hurté una colilla de cigarro que tú habías arrojado antes de entrar y que para mí era sagrada porque allí habían estado tus labios. Cientos de veces corrí por las noches abajo hasta la calle para ver en cuál de tus habitaciones había luz y así sentir con mayor seguridad tu presencia invisible. Y en esas semanas en las que estabas de viaje —se me paraba el corazón de miedo cuando veía al buen Johann bajar tu maleta de viaje amarilla—, en esas semanas mi vida estaba muerta y sin sentido. Iba de acá para allá malhumorada, aburrida, maligna, y siempre tenía que tener cuidado de que la madre no advirtiera mi desesperación en mis ojos llorosos.

Lo sé, aquí solo te cuento exageraciones grotescas y tonterías infantiles. Tendría que avergonzarme de ellas, pero no me avergüenzo, porque nunca fue mi amor por ti más puro ni más apasionado que en esos excesos pueriles. Muchas horas, días enteros, podría contarte cómo vivía entonces contigo, que apenas si me conocías de cara, porque si te encontraba en la escalera y no había ningún recodo, pasaba corriendo a tu lado con la cabeza baja por temor a tu ardiente mirada, como si me arrojase al agua solo para que el fuego no me chamuscara. Muchas horas, días enteros, podría contarte cosas de aquellos años que tú ya habrás olvidado del todo, podría desenrollar todo el calendario de tu vida; pero no quiero aburrirte, no quiero atormentarte. Solo deseo confiarte todavía la vivencia más bella de mi niñez, y te pido por favor que no te burles porque sea algo tan mínimo, pero para mí, para la niña, suponía una infinitud. Debió de ser un domingo; tú estabas de viaje, y tu sirviente arrastraba las pesadas alfombras, que acababa de sacudir, a través de la puerta abierta de la vivienda. Le costaba mucho trabajo al buen hombre, y en un arrebato de audacia me acerqué y le pregunté si podía ayudarle. Se quedó sorprendido, pero me dejó hacerlo; y así es como vi —permíteme que tan solo te diga ¡con cuánta respetuosa y piadosa veneración!— tu vivienda por dentro, tu mundo; el escritorio al que solías sentarte y sobre el cual, en un jarrón de cristal azul, había algunas flores; tus armarios, tus cuadros, tus libros. Solo fue una mirada rápida y furtiva en tu vida, pues Johann, el leal, me habría impedido seguramente una contemplación más detallada; pero con esa única mirada me embebí del conjunto de esa atmósfera y tuve alimento para mis infinitos sueños contigo, despierta y dormida.

Ese, ese minuto tan raudo fue el más feliz de mi infancia. Quería contártelo para que tú, que no me conoces, comiences a entender al fin cómo una vida dependía de ti y cómo transcurría. Eso quería contarte, y también ese otro momento, la hora más terrible que, por desgracia, tan vecina fue de aquel minuto anterior. Por tu causa —ya te lo dije—, yo me había olvidado de todo lo demás; tampoco prestaba atención a mi madre y no me preocupaba de nadie. No me di cuenta de que un señor de edad, un comerciante de Innsbruck, que estaba lejanamente emparentado con mi madre, venía a menudo y se quedaba mucho tiempo; sí, y hasta me agradaba, porque a veces llevaba a mamá al teatro y yo podía quedarme sola, pensar en ti y acecharte, lo cual constituía mi única dicha. Un día me llamó la madre con cierta ceremonia a su habitación: tenía que hablar seriamente conmigo. Me puse pálida y oí cómo mi corazón empezaba a palpitar súbitamente: ¿sospecharía algo, habría descubierto algo? Mi primer pensamiento fuiste tú, el secreto que me unía con el mundo. Pero también la madre se mostraba muy apurada, me besó (algo que nunca hacía) con ternura una primera y una segunda vez, me llevó con ella al sofá, y entonces comenzó a contarme, vacilante y avergonzada, que su pariente, que era viudo, le había hecho una propuesta de matrimonio, y que ella, sobre todo por mí, estaba decidida a aceptarla. Ardiente, la sangre se me agolpó en el corazón: solo un pensamiento respondía dentro de mí, el pensamiento en ti.

—Pero ¿aun así seguiremos aquí? —pude apenas balbucir.

—No, nos mudamos a Innsbruck. Ferdinand tiene allí una hermosa villa.

Ya no oí más. Se me nublaron los ojos. Más tarde supe que me había caído desmayada; oí cómo la madre se lo contaba en voz baja al padrastro, quien había estado esperando detrás de la puerta; de repente, yo había retrocedido con las manos muy abiertas, y después me caí al suelo como un pedazo de plomo. Lo que sucedió en los días siguientes, cómo yo, una niña sin ningún poder, me resistí contra la imperiosa voluntad de ellos, eso no puedo describírtelo: todavía ahora me tiembla la mano cuando escribo y pienso en ello. Yo no podía revelar mi verdadero secreto, así que mi rechazo parecía simple cabezonería, maldad y obstinación. Nadie volvió a hablar conmigo, todo ocurría a mis espaldas. Aprovecharon las horas en las que yo estaba en la escuela para preparar el traslado: llegaba yo a casa, y cada vez faltaba alguna cosa que se habían llevado o habían vendido. Vi cómo iba desapareciendo la vivienda y, con ella, también mi vida; y una vez, cuando llegué a comer, habían estado allí los encargados de empacar los muebles y se lo habían llevado todo. En las habitaciones vacías se hallaban las maletas ya cerradas y dos camastros de campaña para la madre y para mí: en estos teníamos que pasar todavía una noche, la última, y viajar a Innsbruck por la mañana.

Ese último día sentí con súbita certeza que yo no podía vivir sin tu cercanía. No conocía ninguna otra salvación que tú. Cómo lo pensé y si de verdad era capaz de pensar con claridad en esa hora desesperada es algo que no podré decir jamás; pero, de repente —la madre se había ido— me levanté tal y como estaba, con el traje de la escuela, y me fui enfrente, a tu casa. No, yo no fui allí, más bien algo me arrastró hasta tu puerta con atracción magnética, pesándome las piernas y con gran temblor de todas mis articulaciones. Ya te he dicho que no sabía con claridad qué quería: caer a tus pies y pedirte que me aceptases como criada, como esclava; temo que te reirás de este inocente fanatismo de una quinceañera, pero, querido, ya no te reirás más si supieras cómo estuve entonces afuera en el gélido pasillo, rígida de miedo, pero impelida hacia delante por una fuerza inconcebible; y cómo el brazo que temblaba y casi se me desencajaba del cuerpo se alzaba y, en una lucha contra la eternidad de terribles segundos, apretó el dedo en el botón de la campanilla de la puerta. Todavía hoy me traspasa los oídos el estridente sonido, y luego el silencio de después, cuando se me paró el corazón, cuando toda mi sangre se detuvo y solo escuchaba si tú venías.

Pero tú no viniste. Nadie vino. Por lo visto, estabas fuera aquella tarde, y Johann hacía recados; así que, a tientas, el extinto tono de la campanilla retumbándome aún en el oído, volví a nuestra vivienda vacía y me arrojé extenuada sobre una manta de viaje, cansada de los cuatro pasos como si hubiera caminado durante horas por nieve profunda. Pero bajo ese agotamiento todavía ardía incombustible la decisión de verte, de hablarte antes de que me arrancaran de aquí. No había en ello, te lo juro, ningún pensamiento sensual, yo era todavía ignorante, precisamente porque no pensaba en nada más que en ti: solo quería verte, verte otra vez y asirme a ti. Toda la noche, toda la larga y terrible noche, querido, estuve esperándote entonces. Apenas la madre se acostó en su cama y se durmió, me escurrí sigilosamente a la antesala para acechar cuándo volvías a casa. La noche entera te estuve esperando, y era una gélida noche de enero. Estaba cansada, mis miembros me dolían, y no había ninguna silla más en la que pudiera sentarme, así que me tumbé cuan larga soy en el suelo frío, al que llegaba una corriente de aire por debajo de la puerta. Solo con mi ligero vestido yacía en el suelo lacerante, pues no me llevé ninguna manta; no quería entrar en calor por miedo a quedarme dormida y no oír tus pasos. Me hacía daño, apretaba mis pies convulsamente el uno contra el otro, me temblaban los brazos: tenía que levantarme una y otra vez, tanto frío hacía en la espantosa oscuridad. Pero esperé, esperé, te esperé como a mi destino.

Por fin —debían de ser ya las dos o las tres de la madrugada— oí abrirse abajo el portal de la casa, y luego pasos subiendo por las escaleras. De pronto, se me quitó el frío, sentí calor en todo el cuerpo; con mucho cuidado entreabrí la puerta para salir corriendo a tu encuentro, para caer a tus pies… ¡Ah, no sé qué hubiera podido hacer entonces, yo, tonta niña! Los pasos se acercaban cada vez más, la luz de una vela ascendía parpadeante. Temblando, así el pomo de la puerta. ¿Eras tú quien se acercaba?

Sí, eras tú, querido, pero no estabas solo. Oí una risa queda, cariñosa, algo así como el suave roce de un vestido de seda, y tu voz hablando bajo. Venías a casa con una mujer…

Cómo pude sobrevivir a esa noche, no lo sé. A la mañana siguiente, a las ocho, me llevaron a Innsbruck; ya no tenía fuerza para resistirme.

*

Mi niño murió ayer por la noche. Ahora otra vez volveré a estar sola, si es que realmente he de seguir viviendo. Mañana vendrán los hombres de negro, extraños, toscos, traerán un ataúd y colocarán dentro a mi pobre y único hijo. Tal vez vengan también algunos amigos y traigan flores, pero ¿qué son las flores en un ataúd? Los amigos intentarán consolarme y me dirán algunas palabras, palabras, palabras…, pero estas, ¿en qué pueden ayudarme? Lo sé, después he de quedarme otra vez sola. Y no hay nada más espantoso que hallarse sola entre los demás. En otros tiempos ya lo experimenté, en otros tiempos, en aquellos dos años interminables en Innsbruck, aquellos años de mis dieciséis a mis dieciocho, cuando yo vivía con mi familia como una reclusa, una repudiada. El padrastro, un hombre muy tranquilo, parco de palabra, era bueno conmigo; mi madre, como si tuviera que expiar una injusticia inconsciente, parecía dispuesta a satisfacer todos mis deseos. Había hombres jóvenes que se interesaban por mí, pero yo los rechazaba a todos con apasionada obstinación. No quería vivir feliz, vivir contenta fuera de ti; yo misma me enterré en un lóbrego mundo de autotortura y soledad. Los nuevos vestidos de colores que me compraron no me los ponía nunca; rehusaba asistir a los conciertos o al teatro, y también a participar en excursiones en alegre compañía. Apenas si pisé la calleja en la que vivíamos. ¿Querrás creer, querido, que de esa pequeña ciudad, en la que residí dos años, no conozco ni diez calles? Estaba de duelo, y quería estar doliente; me embriagaba con cada privación que me infligía a mí misma, aparte de la de tu presencia. Y además, no quería dejarme desviar de mi pasión, la de vivir únicamente en ti. Me pasaba las horas, los días, sentada sola en casa, y no hacía nada más que pensar en ti, rememorar una y otra vez, una y otra vez, los cien pequeños detalles, cada encuentro, cada espera, representarme de nuevo todos esos mínimos episodios como en el teatro. Y por eso, porque me repetí para mí misma incontables veces todos aquellos instantes desde el primero al último, me ha quedado impreso el recuerdo de mi niñez entera con tal viveza que, todavía hoy, siento dentro de mí cada minuto de aquellos años pasados de un modo tan ardiente y chispeante, como si hubiera sido ayer mismo cuando pasaron por mis venas.

Solo en ti viví entonces. Me compraba todos tus libros; cuando tu nombre aparecía en el periódico era para mí un día de fiesta. ¿Querrás creer que me sé de memoria cada línea de tus libros de tanto como los he leído? Si me despertaran una noche mientras duermo y me recitaran algunas líneas sueltas de alguno de ellos, todavía hoy, después de trece años, sería capaz de continuarlas como en sueños: hasta tal extremo cada palabra tuya era para mí evangelio y plegaria. El mundo entero solo existía en relación contigo: leía en los periódicos de Viena los conciertos, los estrenos, solo con el pensamiento de cuál de ellos sería de tu interés, y cuando caía la tarde te acompañaba desde lejos: ahora estará entrando en la sala, ahora se sentará. Soñé esto mil veces porque te vi una sola vez en un concierto.

Pero ¿para qué contar todo esto?, ¿este fanatismo frenético, tan trágico y desesperanzado, que una niña abandonada ejerce violentamente contra sí misma? ¿Para qué contárselo a alguien que nunca lo sospechó ni nunca lo supo? Y ¿de verdad yo era ya entonces una niña? Cumplí diecisiete años, cumplí dieciocho… Los jóvenes se volvían a mirarme en la calle, pero lo único que conseguían era incomodarme. Porque el amor, o tan siquiera el jugueteo amoroso con algún otro que no fueras tú, era para mí algo inconcebible, impensable y extraño; sí, tan solo la mera tentación me hubiera parecido un crimen. Mi pasión por ti se mantuvo igual, solo que mi cuerpo, el despertar de mis sentidos, la experimentaban de otra manera, más ardiente, más física, más femenina. Y lo que la niña, en su voluntad opaca e ignorante, la niña que hace años llamó al timbre de tu puerta no podía saber, eso era lo que ahora constituía mi único pensamiento: ofrecerme a ti, entregarme a ti.

Las personas de mi entorno me creían vergonzosa, me consideraban tímida (yo guardaba mi secreto obstinadamente tras los dientes). Pero en mí crecía una voluntad de hierro. Todo mi pensamiento y mi afán tendían hacia una única dirección: regresar a Viena, regresar a ti. Y conseguí imponer mi voluntad, pese a lo insensata e incomprensible que debió de parecer a los demás. Mi padrastro era adinerado, me consideraba como su propia hija. Pero me aferré enconadamente a que quería ganarme mi dinero por mis propios medios, de manera que finalmente conseguí ir a Viena, con un pariente, como dependienta de una gran tienda de confección.

¿Tendré que decirte qué camino fue el primero que tomé cuando, una tarde nublada de otoño —¡por fin, por fin!— llegué a Viena? Dejé mi maleta en la estación de tren, me precipité a un tranvía —¡cuán lenta me parecía su marcha!, cada parada me exasperaba— y corrí hasta llegar frente a la casa. Tus ventanas estaban iluminadas, mi corazón saltó de gozo. Solo entonces revivió la ciudad que me había recibido tan extraña, tan absurda; solo entonces reviví otra vez, porque te sabía cerca, a ti, mi eterno sueño. No caía en la cuenta de que ahora, cuando solo te separaba de mi resplandeciente mirada el delgado cristal iluminado de tu ventana, en realidad estaba igual de lejos de tu conocimiento que detrás de los valles, las montañas y los ríos. Yo solo miraba hacia allí arriba, hacia arriba: ahí había luz, ahí estaba la casa, ahí estabas tú, ahí estaba mi mundo. Dos años soñé con este momento, ahora se me había cumplido. Permanecí frente a tu ventana mientras la tarde iba consumiéndose lenta y dulcemente, hasta que la luz se apagó. Solo entonces me fui en busca de mi alojamiento.

Todas las tardes me plantaba así frente a tu casa. Hasta las seis tenía trabajo en la tienda, trabajo duro y agotador, pero a mí me gustaba, pues esa inquietud me impedía sentir tan dolorosamente la mía. Y enseguida, apenas bajaban con estrépito las persianas de hierro de la tienda tras de mí, salía corriendo hacia el amado lugar. Solo verte una vez, solo una vez encontrarme contigo, esa era mi única voluntad, solo otra vez más que pudiera vislumbrar tu rostro desde lejos. Después de una semana más o menos sucedió por fin que te encontré, y precisamente en el momento en que no lo esperaba: mientras estaba oteando tus ventanas, venías cruzando la calle. De repente volví a ser la niña de trece años, sentí cómo la sangre me subía a las mejillas; contra mi voluntad, en contra de mi impulso más íntimo, que anhelaba sentir tus ojos, bajé la cabeza y corrí rauda como un rayo, como espantada, pasando a tu lado. Después me avergoncé de esa precipitada y temerosa huida de colegiala, pues ahora sí que tenía clara mi voluntad: quería encontrarte, te buscaba, quería ser conocida por ti después de todos los años pasados de tanto anhelo, quería que me prestaras atención, quería ser amada por ti.

Pero pasó mucho tiempo sin que repararas en mí, y eso que todas las tardes, incluso cuando arreciaba la tempestad de nieve y soplaba el afilado y cortante viento vienés, me plantaba en tu calle. A menudo esperaba durante horas en vano; a menudo, al fin, salías de casa en compañía de conocidos; dos veces te vi también con mujeres, y entonces me daba cuenta de que yo había madurado: sentía lo novedoso del cambio de mi sentimiento hacia ti en el repentino vuelco que me daba el corazón, que me traspasaba y me destrozaba el alma cuando veía salir contigo a una mujer extraña que iba tan segura agarrada de tu brazo. No me sorprendía, porque ya conocía a esas eternas visitantes tuyas desde los años de mi niñez, pero ahora eso me causaba una especie de daño corporal, algo se contraía en mi interior con hostilidad y deseo a la vez, manifestándose en contra de esa evidente familiaridad carnal con cualquier otra. Un día, con ese orgullo infantil que tenía y que quizá todavía tenga ahora, me abstuve de ir a tu casa, pero ¡qué vacía me pareció esa tarde de despecho y obstinación! La tarde siguiente ya estaba yo otra vez delante de tu casa humildemente, esperando y esperando, tal y como desde hace mucho tiempo viene siendo mi destino entero frente a esa vida tuya, cerrada para mí.

Al fin, una tarde reparaste en mí. Ya te había visto venir desde lejos y obligaba a mi voluntad a no evitarte. Quiso la casualidad que, a causa de un vehículo que estaban descargando, quedara menos espacio en la calle y tú tenías que pasar muy cerca de mí. Involuntariamente me rozaste con tu mirada distraída, y apenas notó ella la atención de la mía —¡cómo me asustó el recuerdo!—, se transformó en esa mirada tuya para las mujeres, en esa mirada tierna, que vela y al mismo tiempo desvela, en esa mirada desenfadada que atrapa y que despertó en mí, en la niña, a la mujer, a la amante. Uno, dos segundos sostuvo esa mirada la mía, que no podía ni quería separarse de ella…, después pasaste a mi lado. Me dio un vuelco el corazón: tuve que aminorar mi paso contra mi voluntad, y como a causa de una curiosidad imposible de dominar me volví, vi que te habías quedado parado mirándome. Y por la manera en la que me observaste, curioso e interesado, supe enseguida que no me reconocías.