14 de febrero, san Valentín  - Ricardo Alcántara - E-Book

14 de febrero, san Valentín  E-Book

Ricardo Alcántara

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Beschreibung

El koala Pepín y su padre se han mudado a un nuevo barrio. De momento, Pepín se encarga de cuidar la casa, al menos hasta que aparecen unos abusones y empiezan a crear problemas. Con mucho ingenio y humor, Pepín será el encargado de arreglar la situación.

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Seitenzahl: 81

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Ricardo Alcántara

14 de febrero, san Valentín

 

Saga Kids

14 de febrero, san Valentín

 

Copyright ©1994, 2025 Ricardo Alcántara and Saga Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726648744

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Siempre sucede lo mismo, no puedo remediarlo. Es como si la vida estuviera llena de espejos mágicos.

Cuando voy al cine, al comprar la entrada ya noto en el cuerpo un hormigueo bastante extraño.

Esta sensación aumenta al entrar en la sala, pues sé que he cogido un sendero que me conduce a un mundo fantástico.

Cuando las luces se apagan y se ilumina la pantalla, entonces compruebo que he atravesado todos los muros y que estoy del otro lado del espejo, en un lugar encantado donde todo es posible y en el que el sueño más disparatado puede convertirse en realidad.

Algo parecido me sucede cuando voy al teatro.

Y cuando cojo un libro el cosquilleo comienza al observar la portada.

¿Qué maravillosos caminos me hará recorrer? ¿Cuántas sorpresas me tendrá preparadas? ¿A cuántos personajes me hará conocer?, me pregunto impaciente, con los ojos puestos en la cubierta.

A pesar de ello, no permito que me dominen las prisas. Paso lentamente las primeras páginas, notando con auténtico gozo que, poco a poco, atravieso el espejo, hasta situarme del otro lado.

Eso sucede en el preciso instante en que comienzo a leer las primeras palabras del nuevo relato.

Entonces me dejo llevar, para conocer todos los caminos y cada uno de los recovecos de tan singular paseo que, página a página, se vuelve más apasionante.

Siempre sucede lo mismo. Ya sé que no tengo remedio, pero en el fondo me alegro.

LA ESCUELA

No es que Pepín se negase a ir a la escuela, ¡qué va!, todo lo contrario. Lo que sucedía era que en ninguna le habían permitido matricularse.

Él y su padre se habían instalado en el barrio cuando los cursos ya estaban comenzados. Entonces, apenas hubo acabado la mudanza, el padre se preocupó de salir en busca de alguna escuela a la que mandar a su pequeño.

Como es lógico, visitó primero aquella que les pillaba más cerca.

—Oh, lo siento —se disculpó el director mirándoles con soberbia—, pero ésta es una escuela de ambiente selecto, y no admitimos cocodrilos, ni osos hormigueros, y mucho menos coalas extranjeros.

Pepín estuvo a punto de protestar. ¿Dónde se había visto que le negasen la entrada por ser coala? Pero cuando ya estaba en un tris de soltarle un par de verdades al poco simpático director, su padre le cogió de la mano y, casi a rastras, le obligó a seguirle.

Se encaminaron entonces a otra escuela. Ésta ya quedaba un poquitín más alejada, pero...

—Eso no es problema —le dijo su padre—. Por la mañana puedo llevarte en la bicicleta, y por la tarde tú regresas andando lentamente, como si se tratara de un paseo.

—¡Claro que sí! —respondió Pepín, emocionado al imaginarse yendo y viniendo de la escuela. Pero sus sueños poco duraron pues tampoco en ésta le admitieron.

En la tercera corrieron mejor suerte. La directora no puso reparos en aceptarlo, a pesar de ser Pepín un coala extranjero.

Todo marchaba sobre ruedas, hasta que a la mentada directora se le ocurrió comentar:

—Usted y su esposa tendrán que firmar estos papeles.

—Oh, pero...

—¿Cuándo podrá pasar ella por aquí?

—En realidad...

—¿Qué tal si quedamos para mañana?

—Pues ella...

—¿A las cinco, entonces?

La directora era como una ametralladora y al coala no le dejaba ni hablar, pero aprovechando la primera oportunidad él se apresuró a decir:

—Lo cierto es que no podrá venir.

—¿Por qué?

—Es que... Es que estamos divorciados y ella vive en otra ciudad.

—¡Qué espanto! ¡Qué horror! ¡Éste es un colegio serio y no aceptamos hijos de padres divorciados!

—¿Por qué? —preguntó Pepín, al tiempo que la directora les cerraba la puerta en las narices.

Lo cierto es que Pepín y su padre regresaron a casa descorazonados. Pero ese par de coalas no solía desmoralizarse con demasiada facilidad. Estaban acostumbrados a plantarle cara a las adversidades. Así es que pronto dieron con una solución. Fue al padre a quien se le ocurrió:

—Mientras no encontremos alguna escuela...

—¿Qué?

—Yo te daré clases.

—¿Cuándo?

—Por la noche, cuando regrese del trabajo.

—¡Ooooh! ¡De acuerdo! —respondió el pequeño, y se estrecharon las manos. Eso es lo que solían hacer para sellar un pacto.

La idea era buena, ¡qué duda cabe!, mas no todas las buenas ideas son factibles de llevar a la práctica.

Al día siguiente, Pepín aguardó con auténtica impaciencia la llegada de su padre. A todo eso ya había arreglado la casa y preparado la cena.

Sí, desde que sus padres se habían separado, el pequeño coala entendió que la única salida que le quedaba era aprender a apañárselas. Y eso era lo que hacía y, por cierto, cada vez con mejores resultados.

Cuando su padre llegó, ya era noche cerrada. El coala regresaba siempre bastante tarde, pues, para tener un sueldo medianamente decente, estaba obligado a hacer horas extras. Aparte de ello, el trabajo le quedaba un tanto apartado, y, como él iba y venía en bicicleta ya que el presupuesto no le daba para coger el metro, se le hacía aún más tarde.

Al ver entrar a su padre, Pepín corrió a recibirle con los brazos abiertos. ¡Para el pequeño era una auténtica fiesta cuando él llegaba!

Como la mesa estaba servida, rápidamente se sentaron a cenar.

Pepín ya había preparado una libreta nueva y un par de lápices: uno para él y otro para su padre. Así es que, en cuanto acabaron de tomar los postres, se instalaron junto a la lámpara para iniciar las clases.

—Dos más dos son... ¡aaaahh!, cuatro —le explicó su padre en medio de un irresistible bostezo. Y, aunque se esforzaba por superar el cansancio y el sueño, notaba que los párpados, de tan pesados, se le iban cayendo. Y antes de explicarle la tercera suma, el agotado coala acabó por dormirse.

Su hijo le ayudó a llegar hasta la cama y, antes incluso de apoyar la cabeza en la almohada, ya roncaba plácidamente.

«Seguramente mañana irá mejor», se dijo Pepín para animarse. Pero lo cierto es que al día siguiente su padre también se durmió. Es que regresaba tan cansado...

—Bueno... —comentó el pequeño coala entre dientes mientras le ayudaba a acostarse—. El próximo curso ya encontraremos una escuela, tampoco hay por qué desesperarse.

Y escondió la libreta y los lápices, pues hasta el próximo curso aún había unos cuantos meses por delante.

LOS VECINOS

Aunque Pepín se ocupaba de asear la casa, de guisar, de hacer las compras en el supermercado..., siempre se las ingeniaba para disponer de un tiempo libre. Tiempo que aprovechaba, por cierto, para conocer a sus vecinos.

En la casa de la izquierda vivía una pareja muy bien avenida. Él trabajaba de sereno en una fábrica de quesos. Salía de su casa al atardecer y regresaba poco después del alba.

Y, justo a esa hora, era cuando su esposa se levantaba para ir al trabajo. Estaba de encargada en unos grandes almacenes y permanecía todo el día fuera de casa, regresando siempre a las tantas.

A veces se encontraba con su marido, pero la mayoría de los días, cuando ella llegaba, él ya se había marchado.

Eran el orgullo y ejemplo del vecindario, pues jamás habían discutido, ni mucho menos se habían enfadado.

Cierta tarde Pepín se presentó en el apacible hogar de la pareja. Llamó a la puerta y aguardó educadamente a que le abrieran. Finalmente la dueña de la casa salió a atenderle.

—Buenas tardes —saludó el pequeño, presentándose a continuación—: Soy el nuevo vecino. Mi padre y yo hemos alquilado la casa de al lado.

—¡Ah! —exclamó ella, como agradeciéndole a la Providencia. Ya había intentado hacer averiguaciones acerca de los nuevos vecinos. Pero nadie, ni siquiera aquellos que no trabajaban y se pasaban todo el santo día en su casa, había podido contarle nada. Bueno, nada no. Le habían explicado cómo eran los muebles y otros enseres, pero eso no bastaba para satisfacer su curiosidad.

Y ahora, como enviado del cielo, tenía ante sí a aquel pequeño. «¡Oh, qué ilusión! —pensó la vecina— ¡con la de preguntas que quiero hacerle!», y...

—Pasa, pasa... ¡Me llamo Remedios! —dijo sonriendo y, sin darle tiempo a sentarse, comenzó—: ¿Así es que tú y tu padre habéis alquilado la casa?

—Sí.

—¿Y tu madre?

—Ella no.

—¿Cómo es eso? ¿La pobrecilla ha muerto?

—No, es que están divorciados.

—¿Qué? ¡Divorciados! No me extraña. Hoy en día las esposas ya no saben tratar a sus maridos.

—Sí que sabía.

—Ja, ja... Eso lo dirá ella.

—No, eso lo dice mi padre.

—Bueno..., bueno... —exclamó Remedios, dándose tiempo para pensar en la siguiente pregunta.

Al cabo de un rato, cuando Pepín ya se hubo cansado de tanto interrogatorio, inventó una excusa para marcharse.

—Mañana es jueves, ¡mi día libre! Ya que no vas a la escuela, ¿por qué no vienes a comer conmigo?—convidó la anfitriona.

Aunque no de muy buen grado, el coala aceptó, y acordaron que alrededor de las doce se dejaría caer por allí.