21 días de ira - David Casals-Roma - E-Book

21 días de ira E-Book

David Casals-Roma

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Beschreibung

Varios hombres han aparecido brutalmente asesinados: todos acababan de salir de prisión. La cabo Zoe Natan es la encargada de investigar los crímenes, pero no será fácil: la investigación la llevará a ahondar en la parte más oscura del ser humano y a revivir la tragedia de su hermano, también policía, que fue hallado muerto diez años atrás en extrañas circunstancias. Este es un thriller oscuro y sangriento que te arrastra como un tsunami, al igual que a la protagonista, quien se verá obligada a perseguir la sombra del asesino a un ritmo trepidante. El estilo cinematográfico de David Casals-Roma impregna la novela y hará las delicias de los amantes del género policiaco y la novela negra.

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Veröffentlichungsjahr: 2021

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David Casals-Roma

21 días de ira

 

Saga

21 días de ira

 

Copyright © 2019, 2022 David Casals-Roma and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726712926

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Esta es una historia de ficción ideada por el autor del manuscrito. Cualquier parecido con la realidad no es otra cosa que mera coincidencia.

Este libro está dedicado a los/las funcionarios/as de prisiones, por su labor inevitable y necesaria, y a toda persona que ha sufrido la vida de la cárcel cuando esta hubiera podido ser evitable e innecesaria.

PRÓLOGO

Los debuts literarios son algo que suele generar sentimientos contradictorios. Por un lado, tenemos la duda de si será uno más de los muchos ya existentes, con la consecuente pereza asociada, y por otro, una cierta inquietud por saber si se tratará de algo diferente, de si vamos a dejar pasar una de esas novelas de las que esperas poco o nada y te sorprenden con una historia que no puedes abandonar ni un segundo. Bien, en base a esto, e intentando ser lo más sincero posible —condición sine qua non para todo prologuista que se tercie en la labor—, tengo dos noticias: una buena y otra menos (que no mala). Como marcan los cánones en estos casos, empezaremos por la «menos buena»: la trama de 21 días de ira no les va a sorprender, esto es innegable, además, voy a prescindir de alabanzas gratuitas y trataré, a cambio, de ser ecuánime en cuanto a lo que me ha generado la obra como lector; por tanto, me dedicaré más a hablarles de sensaciones y menos en ir al detalle de la historia —para eso ya tienen la sinopsis en la contraportada—. Entiendan pues, que esto que escribo, lo hago como alguien que, sin más pretensión, ha decidido simplemente disfrutar de una lectura al igual que lo puedan hacer ustedes. ¿Lo habré conseguido? Pues al hilo de la parte «más buena» diré que sí, ¡y vaya si lo he disfrutado!

Cuando empecé a leer 21 días de ira, ya desde las primeras líneas tuve la sensación de estar en el cine viendo una película, disfrutando al detalle de cada fotograma, de cada frase vocalizada por sus protagonistas. Me vienen a la cabeza algunas buenas películas de suspense o intriga, cualquiera de David Fincher: Seven, Zodiac, Fight Club… o incluso El silencio de los corderos de Jonathan Demme basada en la novela homónima de Thomas Harris. Aun sin que la trama tenga nada que ver, es fácil encontrar similitudes en el género, una línea parecida. Es innegable que hay aquí una clara influencia derivada del hecho de que el autor sea director de cine y guionista: Casals-Roma ha dirigido diversos proyectos (algunos premiados internacionalmente), muchos de ellos de género dramático, y eso es algo que también se deja ver en la forma de dibujar algunos personajes y en algunas partes de la historia. Y es que David, en este sentido, no nos lo pone difícil, pues mientras está sucediendo una escena, y al tiempo que la lees, la estás visualizando, estás viendo el movimiento de los protagonistas, las expresiones de sus caras, y entiendes lo que están pensando y hasta tramando en función de dicha gestualidad. No debería entenderse esto como algo negativo en cuanto a que se prive al lector de cierta libertad imaginativa. Para nada, no se preocupen por eso, van a pensar y a dar mil vueltas a la historia mientras la leen, ténganlo por seguro. Además, el texto no está exento de una cierta dosis de crítica social, tan imprescindible y últimamente demasiado desatendida en la novela de género negro, subyaciendo también en él una profunda reflexión en torno al sistema penitenciario. Todo ello, por tanto, les brindará la posibilidad, si así lo desean, de sacar sus propias conclusiones.

David utiliza algunos tecnicismos clásicos de la novela policiaca y sabe encajarlos perfectamente sin que ello sea óbice para su correcta lectura. La obra está repleta de guiños cinematográficos —como no podía ser de otra manera— pero también literarios y musicales —aprovecho para presentar mis respetos al gran Nick Cave—. Por último, permítanme tomarme, como buen conocedor de esta tierra, la licencia de destacar la ubicación y el tiempo donde transcurre la historia: la ciudad de Lleida y sus alrededores en plena época invernal. Lo que nos cuenta David encaja a la perfección dentro de este contexto: la zona más vieja y sus estrechas calles repletas de historia; la densa y persistente niebla que lo envuelve todo y colorea los días en toda una paleta de grises; el castillo en lo más alto presidiendo la ciudad, apenas visible, difuminada su silueta entre tinieblas, y el consecuente halo de melancolía y de aislamiento. Un perfecto maridaje que si tienen la suerte de conocer esta tierra todavía hará que saboreen más el texto. No en vano, muchas ciudades tienen a su particular cronista de los bajos fondos: la Barcelona de Vázquez Montalbán, Ravelo y sus Canarias, Los Ángeles de Ellroy y Chandler o la Nueva York de Auster, entre otros muchos.

21 días de ira es una obra que rebosa el dinamismo de los mejores thrillers y el misterio y la tenebrosidad de las mejores novelas del género. Quién sabe si Casals-Roma nos brindará una versión cinematográfica de la novela, desde luego, la trama bien daría para ello. En definitiva, un debut, el de David, de los que dejan poso e incitan a estar pendientes del futuro de este autor. Disfrútenla.

Joan Roure Escritor

Hermano, tú que tienes la luz, dime la mía. Soy como un ciego. Voy sin rumbo y ando a tientas.

Voy bajo tempestades y tormentas, ciego de ensueño y loco de armonía.

Y así voy, ciego y loco por este mundo amargo.

Melancolía de Rubén Darío

1

Martes, 5 de diciembre de 2017

Un pasillo se extendía de la penumbra a la oscuridad, dando acceso a varias habitaciones, aunque solo una mostraba señales de vida. O lo que quedaba de ella.

En el salón apenas se filtraba luz. Habían tapiado las ventanas con tiza negra y el mobiliario se reducía a una mesa veteada con cajoneras. Encima de ella, dos pantallas con programas de telecomunicaciones y un monitor donde echaban la película El enemigo de las rubias de Hitchcock, aunque le habían quitado el sonido. Alrededor de la mesa se apilaban sin orden fotografías y libros entre los que sobresalía un manual en francés, sin tapas ni guardas. Se podía leer el nombre de Robert Macaire y alguna frase: «psychologie criminelle». Marcas fosforescentes indicaban pasajes importantes sobre los que habían escrito anotaciones a mano. Una caligrafía torpe.

Sentado frente a las pantallas, un hombre encogido. Llevaba puesto un gorro negro de lana y sostenía abierto un ejemplar de Archipiélago Gulag de Aleksandr Solzhenitsyn.

—La corbata de Stolypin. Eficaz contra el desorden — susurró con voz de cura.

Levantó la cabeza y miró una de las pantallas. Mostraba ondas acústicas cabalgando sobre un fondo negro.

—Soy igualito a Chatsky: un desgraciado con ingenio. —El hombre pronunciaba delicadamente—. El silencio... El silencio es el gran enemigo. Te obliga a pensar.

Con un gesto calculado, cerró el libro y lo dejó sobre la mesa. Algunas páginas tenían el vértice roto para localizar fácilmente pasajes importantes. Cogió un folio en blanco y se puso a escribir.

—Nada de lo que pienso podrá ser utilizado en mi contra. —Entre palabras intercalaba silencios, como lo haría alguien decodificando un mensaje en Morse—. Digo lo que pienso y hago lo que pienso. Todo empieza y acaba.

Leyó el párrafo. Reflexionó unos segundos y destrozó el papel. Tiró los trocitos al suelo y siguió escribiendo.

—Nada de lo que pienso podrá ser utilizado en mi contra...

Volvió a leerlo, a despedazar el papel y a tirar las trizas al suelo.

Y así hasta cinco veces, quedando las baldosas moteadas de retazos de papel y tinta.

—No es el papel. No es el libro. No soy yo.

Antes de levantarse, miró detenidamente el bolígrafo y lo estampó contra la pared.

—¿Por qué no estás de mi parte?

Recogió el bolígrafo del suelo e intentó partirlo en dos.

—¡Muerte al traidor!

Lo consiguió al tercer intento y una mancha negra le empapó los dedos. El líquido viscoso apenas se movía en sus manos. Le invadió una sensación extraña de libertad.

Tiró a un rincón lo que quedaba de bolígrafo y se acercó a la pared donde había pintado un hombre a tamaño real con todos sus órganos vitales. A la altura del corazón tenía clavado un cuchillo, rodeado de múltiples cortes. El resto de órganos no presentaba ningún rasguño. En la parte de la cara había colgadas varias fotografías. Eran primeros planos de hombres de bajos fondos.

—Apestáis a muerto —murmuró entre dientes.

Acarició los retratos, atezando una fina estela de tinta sobre el papel fotográfico. Una sonrisa infantil transformó su rostro.

—Nunca más volveréis a sufrir.

Una de las fotografías era de un tipo de unos sesenta años con un bigote espeso y una incipiente calvicie. Sus patillas canosas de boca de hacha le daban un aspecto mafioso.

La imagen evocó un recuerdo limpio y el hombre sonrió. La estela grisácea de su ojo derecho le impedía ver con claridad. Cogió el retrato, lo ladeó a la izquierda y trazó un círculo con sus dedos alrededor de la cara de aquel tipo. La tinta se estaba secando pero aún así dejó una mancha negruzca en el papel.

—Lo que te queda te lo quitaré.

La fotografía cobró peso y la dejó caer. La pisó al acercarse a la pared, de donde arrancó el cuchillo. Con paso duelista, se alejó lentamente del muro.

—Rendirse no es de cobardes, sino de locos. Siguiendo una fuerza vertiginosa, se giró y lanzó el cuchillo al dibujo del cuerpo humano. Este se clavó en el centro del corazón, exactamente en el mismo sitio donde lo había cogido hacía apenas unos segundos.

—Os equivocáis. En las manos no hay maldad. Es el corazón… En el corazón lo guardamos todo. Hay que vaciarlo. Toda la maldad debe salir. Hasta que no quede nada.

Su mirada se dirigió a la mesa. Dentro de un bote de cristal agonizaba una luciérnaga.

—¡¿Por qué no te enciendes?! —gritó el hombre señalando al insecto.

Su mirada era la de alguien a quien la vida le había pasado por encima. La desvió al suelo y se encontró rodeado de innumerables trozos de papel. Entre ellos sobresalía la fotografía del tipo mafioso con el rostro cercado de tinta. Era Fulgencio Céspedes, el Pulpo.

2

Miércoles, 6 de diciembre de 2017

Los gritos de una mujer persiguiendo a su perro en la calle y los berridos de un niño jugando en el rellano, consiguieron lo que no había logrado el despertador. Zoe se sentó al borde de la cama y permaneció unos minutos con el rostro hundido en las manos. Indecisa y lenta, se levantó ajustándose la melena y se metió en el baño. Una ducha caliente y un café cargado le harían olvidar otra horrible noche de insomnio.

La última crisis de acúfenos le había dejado el oído hecho trizas. Los medicamentos ya no funcionaban. La homeopatía menos. Había descubierto Zolpidem como un alivio secundario. Lo recetaban contra el insomnio y su médico se lo prescribía para que, ya que no podía evitar los acúfenos, que al menos pudiera dormir tranquila. Pero aquella noche no había funcionado. Su cuerpo se estaba acostumbrando al fármaco y se había pasado gran parte de la noche leyendo una vez más Cándido, o el optimismo de Voltaire, esta vez en portugués.

Frente al espejo, Zoe examinó los estragos de no haber pegado ojo. Algunas canas resaltaban solitarias entre el resto de la cabellera negra. «Esto ya no hay quien lo pare», dijo aislando un par de pelos blancos. Se lamentó al descubrir cercos rojizos en plena esclerótica. Si Zoe tenía algo exótico, eran sus ojos. En ellos se veían todos los matices del gris, como piedras bajo un río transparente.

Salió del baño envuelta en un albornoz con el logotipo de un hotel costero ribeteado en el pecho. El pelo, todavía chorreante, lo tenía protegido bajo una toalla a modo de turbante. De camino a la cocina, sus pies dejaron huellas brillantes en el parquet, parecidas a la estela de un caracol. Del fregadero sobresalían platos y cubiertos sucios. Abrió un armario pero estaba vacío. Rescató un plato con pegotes de pasta, le pasó un poco de agua y lo utilizó para el desayuno. Se zampó dos tostadas con queso fresco y miel de frutas, y una taza de café. Después cogió una lata de Coca-Cola Light y le dio varios sorbos mientras caminaba de vuelta a la habitación. Recuperó el paquete de Zolpidem de la mesilla de noche y se tragó una pastilla con ayuda de otro sorbo.

De nuevo frente al espejo, Zoe deslizó dos dedos bajo la pretina del pantalón. «Treinta y tres años y ya empieza la debacle». Se colocó de perfil y se pellizcó las nalgas. Todavía firmes, al igual que los pechos. Había engordado un kilo desde el verano pero todavía cabía en sus viejos pantalones de mezclilla. «En invierno es cuando mejor se disimulan los excesos».

«The Road» de Nick Cave sonó en la cocina. Antes de coger la llamada, leyó la pantalla. Juntó las cejas. Una llamada de Hugo solo podía significar una cosa.

—¿Qué pasa? —preguntó curiosa.

—Sabes que no te molestaría si no fuera importante. —¿Cómo empezamos el día?

—Con un muerto.

Después le dio una dirección y colgó.

«Adiós a un día de sofá». Era su día libre y esperaba pasarlo tumbada comiendo chocolate y mirando series. Estar de guardia tenía esas cosas.

Zoe se cambió la ropa de ir por casa por otra de calle. Se puso el abrigo, la bufanda, unos guantes de lana y el primer gorro que encontró. Antes de salir, entró de nuevo en el salón para recoger su móvil y la placa que la acreditaba como cabo de los Mossos d’Esquadra.

***

Desnudo y con una sábana enroscada al cuello, el cuerpo del Carca yacía bocarriba rodeado de su propia sangre. A la altura del corazón tenía una brecha tamizada de sangre reseca. Su rostro estaba deformado por la presión de la sábana, con unos carrillos hinchados como ciruelas. Al igual que su cara, sus manos tenían un aspecto enfermizo, como si las hubieran aguijoneado un enjambre de avispas.

Los especialistas del Área de Investigación Criminal llegaron al piso a las ocho de la mañana. Un vecino había llamado al ciento doce alertándoles del cuerpo de un hombre desnudo colgando de uno de los ganchos para mudanzas. El jefe de la sala de coordinación policial había enviado una patrulla y una ambulancia, y se encontraron con un corro de gente mirando al cielo. Estaba amaneciendo y el cuerpo del Carca colgaba del frontispicio del edificio dando vueltas sobre sí mismo.

Sergi, ancho y de rostro inexpresivo, se paseaba por el apartamento embutido en el traje aislante de la policía científica. Del cuello le colgaba una voluminosa cámara fotográfica y se movía despacio sacando fotos de todo.

Llegó Hugo y se calzó los cubrezapatos para poder entrar. Era un tipo fuerte y con rasgos típicamente mediterráneos: pelo oscuro, nariz importante y ojos color café hasta la raíz. Estaba esquivando el charco de sangre que se extendía en el centro del salón, cuando se topó con Sergi saliendo del baño.

—Creo que lo mencionó un dictador: Tanta libertad mata —pontificó Sergi con media sonrisa socarrona.

—¿Suicidio?

—Tiene un buen boquete en el pecho. Si lo hizo él sabía dónde apuntar. —Sergi respondió mientras acercaba su mirada al visor de la cámara y tomaba varias fotos de una mesa donde había dos vasos de cristal—. Hay que completar la inspección ocular técnico-policial. Pero de momento tenemos esto—. Le dio un informe con los datos del muerto.

Frente a ellos trabajaban dos compañeros de la policía científica. También iban vestidos con el rigor aséptico del traje blanco aislante, mascarillas y guantes, y examinaban el cuerpo del Carca como si fuera una reliquia antropológica. Uno de ellos estaba acuclillado en una esquina, sosteniendo un bastoncillo largo de algodón y observando una bolsa de plástico. La precintó con una pegatina y escribió un número de diligencia. Después enumeró una cuña y la dejó en el suelo. A su lado el otro policía cepillaba un vaso con un pincel de filamentos de carbón.

Para acceder al interior del piso, Zoe tuvo que levantar la cinta balizadora y bordear la pared para evitar el charco de sangre. En una esquina vio el aspirador de sus compañeros de la científica. Ya habrían hecho el trasplante de huellas de calzado. Cuando llegó a un metro del cuerpo del Carca se detuvo y lo observó con ojos impasibles.

—¿Quién era?

Hugo bajó la cabeza para leer el documento que le había dado Sergi.

—José Toledano Márquez, alias el Carca. Condenado a quince años por homicidio aunque solo cumplió diez. Salió ayer de la cárcel.

—¿Cuánto tiempo lleva muerto? —Zoe hablaba sin dejar de mirar el cadáver.

—Unas doce horas. Quizá más. El forense será más preciso.

Zoe dio un paso más, atenta a no contaminar la escena. Cuando estuvo a escasos centímetros del muerto, se detuvo y lo observó con curiosidad. Los labios daban la impresión de haber estado sumergidos en vino toda la noche.

—Sales de la cárcel y, ¿qué te encuentras? —reflexionó Zoe con un hilo de voz.

Hugo le dio un documento y Zoe lo leyó en voz alta, recorriéndolo con el índice.

—José Toledano Márquez, treinta y seis años, natural de Castuera, provincia de Badajoz. Historial impecable en prisión. Se le concedió el tercer grado por buena conducta. Pasó los tests psicológicos sin problemas. Informe favorable de la Junta de Tratamiento. La educadora también escribió un informe favorable sobre su excarcelación y el trabajador social dice que tenía intención de rehacer su vida como mecánico.

—Eso lo dicen todos —añadió Hugo irónico—. Hasta que recuerdan una manera más fácil de ganar dinero.

—Ningún indicio de inestabilidad emocional ni antecedentes psicóticos. No tomaba ningún medicamento en prisión ni se le consideraba adicto a ninguna droga. —Zoe siguió leyendo en voz baja.

—Cualquiera diría que estás hablando de un angelito —sentenció Hugo molesto.

La mujer le devolvió la hoja a su compañero. Escaneó rápidamente la sala: una butaca, una mesa, dos sillas, dos vasos. Volvió a acercarse al Carca en el momento en que Sergi estaba sacando unas fotografías de su rostro.

—¿Habéis hablado con los vecinos?

—Nadie vio ni oyó nada —respondió Sergi sin dejar de trabajar—. Hasta esta mañana pensaban que el piso estaba vacío.

—Veremos qué dice la autopsia —murmuró Zoe. Después observó la raja que tenía el Carca en el pecho—. Apuñalado y ahorcado.

—Un tipo inseguro —otra vez la ironía de Hugo.

—A no ser que su intención no fuera ahorcarle —susurró Zoe analizando la herida—. El nudo de la sábana no es corredizo. Está hecho para sujetarlo bien, no para estrangularlo. Se desangró en el salón y después lo colgaron fuera.

—¿Con qué intención? —volvió a preguntar Hugo.

—¿Para exhibirlo como trofeo? Es posible que hubiera alguna rencilla.

Se oyeron voces en la puerta. Zoe levantó la cabeza y vio al juez, al secretario judicial, al forense y al empleado de la funeraria. La comitiva judicial empezaba la instrucción del sumario y el levantamiento del cadáver.

Zoe se excusó y salió del apartamento acompañada de Hugo. En la calle, torcieron en una esquina y se metieron en el Seat Altea blanco del Área de Investigación Criminal. Antes de arrancar, Hugo miró a su compañera.

—¿Quieres que hablemos con sus compañeros de módulo en la prisión?

—Es una pérdida de tiempo.

—¿Alguna idea para empezar?

Zoe suspiró y echó el cuerpo hacia atrás.

—Un café.

3

Jueves, 7 de diciembre de 2017

En los últimos catorce años, Fulgencio Céspedes había visitado nueve prisiones estatales y sufrido más de veinte conducciones. De sus cincuenta y nueve años había pasado más de veinte entre rejas. Estaba tan institucionalizado que consideraba al Estado como a su jefe.

En la calle, la libertad le duraba poco. No podía controlarlo. Le explicó al juez que a los pocos días empezaba a sentir ese calor en el vientre. «Es la bestia, ¿sabe? Me ronda lejos, se acerca y, cuando menos lo espero, ya está dentro de mí». Y cuando eso ocurría, desconectaba de arriba. Era un reincidente compulsivo. «No puedo evitarlo», le decía al juez. «He nacido con este vicio». En la última condena le cayeron diez años por agresiones sexuales a dos chicas con discapacidad psíquica. Su abogado, para dejarle las cosas claras, se despidió de él sin darle la mano.

A pesar del rechazo que aquel delito generaba entre los internos, el Pulpo gozaba de prestigio en los módulos. Entablaba amistad rápidamente con los nuevos internos y les ofrecía tabaco, droga y comida difícil de conseguir en el economato. «Ya me lo devolverás. Ahora tienes otras cosas en la cabeza». Se ganaba su confianza y le quitaba importancia cuando los chicos le agradecían su generosidad. Era cuando sabía que no podían devolverle los favores que el Pulpo exigía que lo hicieran. Al no poder pagarle, él fingía enfadarse. Les decía que esta vez y de manera excepcional, se contentaría con una paja. Ignoraban que aquel gesto abría una caja de Pandora. La mentalidad retorcida del Pulpo empezaba a volar. Sabiendo que nunca podrían devolverle los favores, les pedía más. De la masturbación pasaba a la felación y de esta a la penetración anal. Las vejaciones llegaban más tarde cuando ya no se podían echar atrás. Pedir un traslado de módulo era una opción, pero pocos se atrevían a hacerlo. El Pulpo les amenazaba diciéndoles que tenía amigos por todas partes. Acabaría por encontrarles y hacerles la vida imposible. Los tentáculos del Pulpo llegaban a sitios inverosímiles.

Su mente depravada se adivinaba en la profundidad de unos ojos oscuros, siempre atentos como los de un adolescente. Su físico, en cambio, estaba muy deteriorado. El colesterol por las nubes y el azúcar a niveles prediabéticos. Aún así, se negaba a tomar medicamentos. «No te preocupes, la naturaleza lo cura todo», les decía tanto al médico como a sus amantes cuando experimentaban sus embestidas y el primer desgarro.

«La mente de un hombre es un mapa que pocos saben leer». Se lo dijo Víctor, el trabajador social, para explicarle lo ocurrido con el Carca. Por mucho que quisiera hacerle creer que había sido un suicidio, algo no encajaba. No veía a su compañero poniéndose una sábana alrededor del cuello y decirle adiós a todo. No era el estilo del Carca. Odiaba demasiado la vida como para despedirse de ella sin vengarse. La cárcel dejaba brechas insalvables, pero si algo se aprendía en los módulos era que la verdadera cárcel era un estigma que se llevaba por dentro, como un tatuaje en la planta del pie: no lo ve nadie, pero tú sabes que está allí.

El día que el Pulpo salía con la condicional, muchos internos se alegraron. Unos por compartir la satisfacción de su libertad; otros por perderle de vista. Salió del centro penitenciario cargado con una pequeña bolsa deportiva. Antes de dejar la celda, le dio su televisor a un chico joven que todavía no había descubierto su parte más oscura. Era un regalo que podría aprovechar más adelante.

En la calle le esperaban Víctor, el trabajador social, y Mireia, la educadora encargada de su expediente. Víctor era obeso y su rostro parecía un campo de batalla hinchado por el alcohol. Mireia era más delicada. Parapetados tras unas finas gafas de diseño italiano, se escondían unos ojos marrones con pespuntes color melaza. Pero si algo tenía de mágico aquella mujer eran sus manos. Extendiéndose por una superficie parecida a la porcelana Narumi, sus dedos, estilizados y finos, se asemejaban a los de una marioneta de cerámica.

Flanqueado por Víctor y Mireia, el Pulpo subió al autobús y atravesaron las calles de la zona alta de Lleida. Mientras le hablaban, el Pulpo observaba desde la ventanilla el movimiento del mundo. El ronronear de la ciudad se veía tras el cristal del autobús como una coreografía silenciosa, un zumbido amordazado que se percibía en el movimiento de gente, coches y niños persiguiéndose. El Pulpo había olvidado la reconfortante sensación de formar parte de algo. La rutina de la prisión le había hecho olvidar su lado más humano y ahora observaba la libertad en todo su esplendor.

Víctor insistió en tomar un café. «Es que no consigo funcionar de otra manera». Se apearon cerca del edificio de hacienda y recorrieron las estrechas callejuelas del casco viejo. A su paso se cruzaron con subsaharianos deambulando con las manos en los bolsillos, mirando al suelo indiferentes y murmurando en silencio. A Víctor le costaba caminar. Balanceaba su cuerpo de izquierda a derecha como un tentetieso sorteando charcos.

Se metieron en un antro diminuto que apestaba a plátano frito y cilantro. Pidieron dos cortados y un café para el Pulpo. Los bebieron en silencio, atentos a la discusión de dos clientes sobre el último escándalo político. «Todos al paredón, a ver si se les ocurría volver a tocar lo que es de todos». El Pulpo se entretenía observando las delicadas manos de Mireia sosteniendo su taza. Se las imaginó sosteniendo otra cosa y sonrió.

Salieron del bar y bajaron por una cuesta hasta llegar a la plaza Josep Solans donde habían construido un edificio de apartamentos. Se dirigieron a un portal y Víctor le dio al Pulpo dos llaves muy parecidas. Le explicó una manera fácil de distinguirlas.

—Mañana por la mañana te acompañaré a la oficina de empleo. —Víctor enarcó las cejas como si aquel procedimiento fuera vital para ponerse en funcionamiento.

—Y no olvides la cita de la tarde —le recordó Mireia frustrando un intento de sonrisa—. Tenemos que hablar con el gerente de una empresa de transportes. Le hablé de ti y está dispuesto a darte un periodo de prueba en el garaje.

Se despidieron en el portal. Mireia y Víctor se fueron en direcciones opuestas y el Pulpo subió las escaleras hasta la primera planta. Observó las llaves y utilizó una para entrar en el piso. «Ves esta muesca. Te ayudará a diferenciarlas».

El poco mobiliario del salón era de baja calidad. Inspeccionó los armarios de la cocina. Vacíos. Sobre una pequeña mesa circular de formica había un trozo de papel con la caligrafía reconocible de Víctor. Había escrito diversos números de teléfono útiles. Uno resaltaba entre el resto: el ciento doce.

El Pulpo cogió el trozo de papel y lo acercó a su rostro. «¿Cuánto costará ir al oculista?». Dejó el papel de nuevo sobre la mesa y entró en el baño. Era sorprendentemente grande. Se alegró con la idea de una ducha caliente antes de meterse en la cama.

Se acercó a la puerta de la habitación. Cuando estaba a punto de abrirla, vio a través de la ventana una mujer que cruzaba la placeta cogida de la mano de una niña. No debería tener más de diez años. El Pulpo las miró con la satisfacción de quien espía tras un espejo. Las escaneó con lascivia de arriba abajo. Se llevó la mano a la cremallera y tocó el bulto tenso que crecía bajo el pantalón. A medida que se alejaban, el Pulpo se tocaba con más insistencia. Se bajó la cremallera y buscó, cuando alguien llamó a la puerta. Se recompuso y se acercó a la puerta entre gruñidos. Esperó unos segundos antes de abrir para que bajara la hinchazón allí abajo. Cuando abrió se encontró con alguien que le sonreía. Era un hombre de edad imprecisa, vestido con un abrigo negro con solapas y botones cruzados. Llevaba puesto un gorro de lana oscuro encajado hasta las cejas del que sobresalían mechones de pelo lacio y moreno.

—¿Y tú qué coño haces aquí?

—Por los viejos tiempos —propuso el hombre mientras levantaba una botella azul de whisky.

El Pulpo dudó. No sabía si aceptar o echarle a patadas. Cuando levantó la mirada reparó en el ojo derecho del hombre. Lo había olvidado. Era de un gris uniforme, un iris velado y ceniciento que parecía tragarse la luz y reparar en otra realidad. El otro ojo tenía una tonalidad azul y acuosa.

—No soy de los que beben. Deberías saberlo.

—¿Rechazas la invitación de un viejo amigo? —El hombre hablaba con una sonrisa apacible.

Al final le dejó pasar. Cerró la puerta y miró como se perdía dentro de la cocina. Salió al poco rato con dos vasos pequeños. Abrió la botella y los llenó por la mitad. El Pulpo no podía evitar mirar al ojo muerto del hombre. Sentía su brillo atravesarle como una púa ardiente.

—Por los inicios. —Y le ofreció el vaso al Pulpo.

Sus vicios eran otros. Pero salir de la cárcel significaba modificar ciertas costumbres. Y si el cambio empezaba con un Chivas Royal Salute de 21 años, modificaría lo que hiciera falta.

***

Zoe se encontraba en la primera planta de la comisaría, sentada en una esquina de la gran mesa que compartía con otros agentes de la unidad. De los muros colgaban fotografías de gente desaparecida, printers de cámaras de circuito cerrado y declaraciones con anotaciones manuscritas al margen.

Hugo apareció por la puerta en el momento que Zoe miraba la fotografía del cuerpo del Carca rodeado de una mancha oscura.

—Te creará mala sangre —bromeó Hugo mientras se sentaba frente a ella.

—Se lo exprimieron todo.

—Me parece más un ritual satánico que un ajuste de cuentas.

Un sonido estridente agitó el teléfono en la mesa del sargento Jordi Pérez. Hugo se levantó para responder. Zoe sintió un pinchazo en el oído interno. Disimuladamente, se taponó ambas orejas y se aisló de la sala. Se acercaba un acúfeno agudo rodeado de silencio hermético, parecido al que experimentó cuando vio aquella niña muerta en el callejón. Había visto centenares de fotografías de cadáveres, hombres y mujeres, niños y ancianos, descuartizados y descompuestos. Pero la imagen de esa niña reaparecía de manera recurrente. Sus ojos estaban en todas las fotos. Nunca se olvida el primer muerto. Aunque su primera experiencia con la muerte fue con su padre, no llegó nunca a ver su cuerpo. Su madre no la dejó. Le contó, simplemente, que su padre viviría en una caja para siempre.

—¡Otro muerto!

Oyó el gritó amortiguado. Dejó caer las manos sobre la mesa y vio a Sergi en el umbral. Estaba recuperando aliento y señalándole a ella y a Hugo con la mano extendida. Un claro gesto que significaba «dejadlo todo y seguidme».

***

El nudo alrededor del cuello había estrangulado la tráquea con tanta fuerza que el cuerpo del Pulpo reventó por dentro y el esfínter se relajó. Además de heces, el apartamento olía a pintura y a muebles de Ikea recién montados.

Igual que el Carca, el cuerpo del Pulpo mostraba una herida de arma blanca a la altura del corazón. Se había desangrado y ahora permanecía suspendido del techo, desnudo, como un péndulo. Tenía el rostro blanco como si lo hubieran frotado con yeso. El cuello mostraba una clara laceración. Las piernas le colgaban tiesas, balanceándose levemente con el ir y venir de las unidades de la policía científica. A sus pies, una mancha transparente de orina ganaba terreno a las baldosas.

Cuando entraron en el piso, Zoe, Hugo y Sergi se llevaron las manos a la nariz. Compañeros de Sergi les ofrecieron unos cubrezapatos y unas mascarillas, y se los pusieron rápidamente.

Mientras Sergi sacaba fotos, Zoe se acercó al cadáver. Pudo ver un trozo morado de lengua sobresaliendo entre los labios. Aunque sus ojos seguían abiertos, estaban perdidos en el limbo. Su cuello, torcido a causa del nudo, tenía un cerco violáceo. De no ser por la sangre y la herida en el pecho, hubiera parecido un suicidio.

—Hasta que no recibamos el comunicado del Juzgado de Guardia no podremos tocar nada. —Sergi hablaba por teléfono muy cerca de Zoe—. A ver si encontramos células epiteliales para analizar o algo con lo que se pueda hacer un estudio de ADN mitocondrial. Cabellos con raíces y cosas por el estilo.

Zoe se giró y vio el piso lleno de policías.

—¿Quién lo ha encontrado? —preguntó Zoe a un agente.

—Un trabajador social. —Y señaló más allá de la puerta, en el rellano.

Vio el cuerpo abultado de Víctor sentado en una silla. Tenía el rostro de un rosa candente y no paraba de mirar al interior del piso.

—Soy la cabo Zoe Natan —dijo con un tono neutro—, y este es el agente Hugo Jonquera. Somos del Área de Investigación Criminal de los Mossos.

Víctor levantó la cabeza pero no dijo nada.

—Mis compañeros han tomado nota de su declaración pero me gustaría oírlo otra vez, si no le importa.

—Yo... —Víctor la miraba enarcando las cejas exageradamente—. Había olvidado decirle que teníamos una reunión con el banco a primera hora de la mañana. Así que vine aquí y llamé varias veces a la puerta. Como no respondía me fui. Pensé que se habría ido a dar una vuelta. Es comprensible, después de todo este tiempo. Volví al cabo de dos horas, a eso de las tres de la tarde, pero tampoco estaba. Pensé en volver por la noche pero no quería molestarle. Lo más práctico era dejarle una nota. Como tenía una copia de la llave, decidí entrar y...

Se detuvo de golpe.

—¿Había algo extraño cuando entró?

Víctor miró incrédulo a la mujer.

—¿Más extraño que un hombre desnudo colgando del techo?

—Me refiero a alguna cosa que le llamara la atención.

—Si quiere que le sea sincero, no sé lo que hice. El piso olía fatal. Reaccioné de manera intuitiva, supongo. Me acerqué pero rápidamente vi la sangre en el suelo. Lo primero que hice fue llamar al ciento doce.

Hablaron cinco minutos más y se despidieron. Zoe volvió al interior del apartamento y Hugo se quedó en el rellano tomando declaración a varios vecinos que se habían reunido en la escalera.

—Al menos esta vez no lo han sacado fuera para airear la ciudad —dijo Sergi entre dientes.

—No le vendría mal renovar el aire a esta pocilga —sentenció Zoe pellizcándose la nariz.

Antes de irse, Zoe echó un último vistazo al cadáver. Había algo enigmático en sus ojos. Sus pupilas habían sufrido una profunda midriasis. Era la mirada de un zombi resignado a morir, como si algo hubiera fallado en el proceso de resurrección. Pero sobre todo había un profundo miedo en la sombra de sus cuencas. Un esbozo de inquietud latente. La mirada de alguien que se siente perseguido y sabe que no puede escapar.

4

Viernes, 8 de diciembre de 2017

Después de desayunar, sin nada que hacer y refugiados en una engañosa impunidad, los internos empezaron a llenar los pasillos y las esquinas del patio. Era un día festivo y la gente se movía más despacio por la cárcel, entreteniéndose con cualquier cosa que les hiciera olvidar donde estaban.

Antes de relajarse con una partida al julepe, el Káiser y el Toqui tenían que pasar por la lavandería. El privilegio de estar destinado allí conllevaba trabajar algunos días festivos.

—No veas con el aguilucho ese, el mendas —dijo el Toqui mientras separaba la ropa en varios montones—. Quería unirse a la fiesta sin soltar ni blanca y abucharando a «to’l» mundo.

—¿Y qué me dices del Rodri? El muy cabronazo dándole a la sin hueso con el gicho ese y por su culpa casi nos pillan. —Cuando hablaba, el Káiser nunca miraba a su interlocutor. Lo hacía solo cuando amenazaba o cruzaba una promesa importante.

Metieron la ropa en las lavadoras y las pusieron en marcha. Después se sentaron y se liaron un cigarrillo.

—¿A ti no te huele a camelo lo del Carca y del Pulpo? —siguió hablando el Káiser mientras pasaba la lengua por la zona áspera del papel de liar. Después escupió en un rincón para deshacerse del sabor amargo de la goma arábiga—. ¿Por qué no inventarán sabores para cerrar «los trujas»?

—Ahorcados... Nos quieren embolatar. Ayer comuniqué con mi hermana y están que no se lo creen. Es todo muy raro.

—Joder, tan raro como una comida decente en el trullo. Esos dos no estaban para ahorcarse. Tenían los cables bien empalmaos. No me veo yo al Pulpo ese diciendo adiós mientras pueda tirarse a un chaval, el muy bujarrón.

—¿Y el Carca?

—Ese menos. Si el Carca tenía algo de cobarde era solo cuando hablaba de su suegra. La muy perra... Mira que llamar a la pasma por pegar a su hija...

Abrieron las ventanas, se recostaron en el alfeizar y encendieron el pitillo.

—¿Quieres algo de la calle? —preguntó el Toqui.

—No podrías traerlo.

El Toqui se entretenía creando anillos de humo y jugueteando con la colilla atravesándolos. El Káiser siguió hablando:

—Llevaban mucho tiempo dentro. Vete a saber lo que tramaban.

—Que no, que esos no tenían zambullinos en la cabeza, que no me creo que se estrangularon.

Dejó de mirarle mientras apuraba el cigarrillo. Antes de apagarlo se lo pasó a su compañero.

—Mátalo.

El Toqui le dio dos caladas y lo aplastó en la suela de su zapato. Ocultó la colilla en el pantalón y cerraron de nuevo la ventana.

Se quedaron mirando los tambores de las enormes lavadoras dar tumbos a gran velocidad hasta que el centrifugado terminó. Después sacaron la ropa todavía húmeda y la metieron en las secadoras.

Cuando se preparaban para ir a comer, el Káiser se acercó a su amigo.

—Ten cuidado cuando salgas. Me huele que hay alguien que está haciendo de juez sin licencia.

***

Hugo había hecho una primera revisión de las cámaras de seguridad cercanas a los pisos donde encontraron los cuerpos del Carca y del Pulpo. Las calles de alrededor eran poco transitadas, sin cámaras públicas. Algunos comercios próximos tenían cámaras de seguridad pero apuntaban al interior de la tienda y apenas se veía la calle. No tenía nada con lo que iniciar una línea de investigación.

De pie frente a la gran mesa, Zoe observaba el despliegue de fotografías. Buscaba detalles. Ladeaba la cabeza una y otra vez, como un futbolista en una final que no acepta la derrota como parte de su trabajo.

—No me extrañaría que fueran de una secta —reflexionó Hugo mientras miraba las fotos—. Dos internos puestos en libertad y dos asesinatos exactamente iguales.

—Entre la salida de ambos internos salió otro. —Cogió un documento de entre las fotografías—. Francisco Cantero. Salió de la prisión anteayer. He mirado su expediente personal de situación procesal y penitenciaria. Todo está en orden. Le han contactado y está bien. Aparentemente no está al corriente de lo que les ha pasado a esos dos.

—Mientras no esté al corriente la prensa me conformo —ironizó Hugo—. ¿Crees que tendríamos que ofrecerle protección?

—No tenemos recursos —dijo Zoe resentida—. Además, después de leer su expediente delictivo, a quien de verdad tendríamos que ofrecer protección es a la ciudad.

Zoe miró a su compañero y alzó las cejas antes de continuar:

—Lo primero que hacen cuando salen es emborracharse, ir de putas y atracar una tienda. A estos dos no les dio tiempo ni de acabar lo primero.

Cogió un par de fotografías de la mesa. Eran dos primerísimos planos de la nuca del Carca y del Pulpo. Se veían los cuellos apelmazados, rodeados por una sábana. El flash añadía todavía más dramatismo a las imágenes.

—¿Crees que fue un ajuste de cuentas? —insinuó Hugo.

—Es posible. Aunque tenían perfiles diferentes, en la cárcel todo se mezcla.

—¿Y por qué colgarlos después de desangrarlos?

—Eso es lo que me da más miedo. Cuando no hay lógica en un asesinato puedes esperar de todo.

—Directo al corazón. —Hugo señaló una foto donde se veía claramente la herida en el pecho del Carca—. Una puñalada limpia.

—No necesitaba más —aclaró Zoe—. Si después los colgó fue por una razón.

—¿Humillarlos?

—Que se tomara la molestia de desnudarlos significa que para él era importante.

—Debe ser un hombre fuerte.

—Pero no muy alto. Mira. —Zoe cogió una foto de la mesa. Era un primer plano de la herida en el pecho del Carca—. La parte superior de la herida es ligeramente más ancha. Eso significa que el cuchillo penetró de abajo hacia arriba, no frontalmente ni de arriba abajo. El informe forense nos dará más detalles, pero diría que nuestro hombre no debe medir más de metro setenta.

—¿Por dónde empezarías?

—Hay que insistir con las cámaras. Si hace falta ampliaremos el radio a trescientos metros. El segundo paso será comprobar si hay gente que sale en ambos lugares e identificarles. De momento concéntrate en hombres de estatura media. Cuando el forense nos dé una hora más aproximada de las muertes será más sencillo descartar sospechosos.

Zoe se acercó a la mesa y observó una vez más las fotografías. Mientras examinaba un primer plano del rostro del Carca, se percató de que Hugo la miraba. Era una mirada fija e indiscreta, de esas que se meten dentro y aprietan las tripas. Incómoda, dejó caer un mechón sobre su rostro y se concentró en las fotografías. Aún así, estaba segura de que Hugo seguía mirándola.

5

Sábado, 9 de diciembre de 2017

Zoe aparcó su Toyota Yaris negro en el espacio reservado para la policía y entró en el centro penitenciario. Se encontró con Tiago y su barba perfectamente acicalada. El uniforme, como siempre, pulcramente ajustado. A su lado estaba Eloy, achaparrado y con un ligero tic en la mano derecha que llamaba la atención: se raspaba los dedos con un movimiento circular trepidante.

—Otro fin de semana —dijo Tiago después de mostrarle una dentadura perfecta.

—La gente se ha vuelto loca. Las tiendas están a reventar y para ir al centro hay que aparcar al otro lado del río. —Zoe quiso quitarle hierro al bajón que producía trabajar en fin de semana.

—Preferiría estar en una tienda de colchones que aquí —aclaró Eloy con ojos tristes.

—Cuando te haces policía no dejas de trabajar. Vas al supermercado, ves a alguien robando y no puedes quedarte de brazos cruzados.

Tiago y Eloy sonrieron sin saber qué decir.

—¿Está el señor Gallard? —preguntó Zoe.

Tiago dejó entender su sorpresa frunciendo el ceño.

—El director no trabaja los fines de semana.

Ahora era Zoe quien se extrañó.

—Tenemos una cita a las diez. —Comprobó su móvil. Pasaban dos minutos de la hora.

Tiago siguió con las cejas comprimidas mientras verificaba algo en el ordenador. Cogió el teléfono, marcó un número y esperó con el auricular pegado a la oreja. Antes de que le respondieran, abrió los ojos sorprendido y señaló con el auricular hacia la ventana.

—Ahí lo tienes.

A través del cristal, Zoe vio a un hombre elegante, vestido con un abrigo Chesterfield de espiga gris y cuello de terciopelo negro. Llevaba una bolsa deportiva colgando del hombro que contrastaba con el abrigo. Entró en la recepción decidido y los funcionarios le saludaron con un mohín de sorpresa.

—Buenos días, sargento. —El director señaló a Zoe con indiferencia.

—Cabo Zoe Natan —le corrigió.

—Estaremos mejor en mi despacho.

Zoe dejó su pistola en el armero y le siguió por un entramado de pasillos y puertas. Llegaron a un despacho amplio y diáfano decorado con fotos de políticos, planos cenitales del centro y cuadros de prisiones míticas: el Rasphuis holandés, Alcatraz, el castillo marsellés de If y Port Arthur. En una esquina desterrada de vida, había enmarcada una cita: «En este establecimiento debe reinar la disciplina de un cuartel, la seriedad de un banco y la caridad de un convento».

El señor Gallard invitó a Zoe a sentarse en una pequeña butaca de cuero. Él se situó al otro lado de la mesa, dejándose caer sobre un ostentoso sillón de piel. Mientras se acomodaba, Zoe aprovechó para observarle discretamente. Apreció el esfuerzo del hombre por aparentar menos años, pero debería rebasar los cincuenta.

—Disculpe el desorden pero hemos tenido unos días moviditos. —El señor Gallard lo dijo sin sentirlo—. Al menos no tenemos el centro rodeado de periodistas.

Hablaba y aprovechaba para hacer mil cosas: encender el ordenador, abrir la bolsa, sacar carpetas de su interior, leer post-its con anotaciones.

Finalmente miró a Zoe y ella pudo ver un sinfín de preocupaciones en sus ojos.

—Aquí tiene los expedientes de los dos internos.

El hombre cogió dos dosieres atados con una goma elástica y los dejó frente a la mujer. Zoe no los tocó. Seguía mirando al hombre como si aquello fuera insuficiente.

—Estoy segura de que los datos más importantes no están en estos expedientes.

—¿Disculpe?

Ella no respondió, aunque su silencio sí lo hizo.

—Si no me equivoco, el forense dictaminó en su informe medicoforense de levantamiento que la muerte de ambos hombres se produjo...

—El forense tendrá un informe más completo en las próximas horas —le interrumpió Zoe—. A mí me interesa saber el móvil, la causa. Las muertes fueron premeditadas. Las puertas de sus apartamentos no fueron forzadas. Conocían al asesino. El móvil no parece económico. Aparentemente, no había lazos criminales entre las dos víctimas. Ni familiares. Se conocieron en la cárcel. Los únicos amigos que compartían los habían hecho en prisión. Hay indicios para pensar que las causas de sus muertes salgan de aquí.

—Les ofreceré toda la ayuda que me pidan. Si quieren abrir una investigación, adelante, les facilitaremos acceso a todo lo que necesiten. Lo único que les pido es discreción. Ya sabe cómo se las gastan los periodistas.

Zoe iba a hablar pero el hombre no había terminado.

—Hemos pasado periodos agitados y eso no facilita nuestro trabajo. Tanto ustedes como nosotros queremos solucionar esto lo antes posible.

—No hay soluciones para los muertos. Queremos saber qué ocurrió, por qué ocurrió, quién lo hizo y, lo más importante, que no vuelva a ocurrir.

La contundencia de Zoe contrarió al señor Gallard.

—¿Qué quiere exactamente?

—Que me cuente lo que no está en los expedientes.

—Todo lo que puedo decirle está en estos expedientes. —El señor Gallard se llevó la mano hecha un puño a la boca y carraspeó antes de continuar—. Hablar de lo que pudo pasarles a esos dos hombres mientras estuvieron en prisión sería como especular sobre el sexo de los ángeles.

—¿Cuándo sale el próximo interno?

El señor Gallard puso en tensión los músculos faciales encargados de mostrar confusión. Zoe se lo aclaró:

—Necesitamos saber cuándo va a salir en libertad el próximo interno. Hemos de tomar medidas. De momento hay tres hombres que han salido y dos han muerto.

El hombre dejó escapar una sonrisa falsa y reposó ambas manos sobre el borde de la mesa.

—Dos tipos aparecen asesinados por un ajuste de cuentas y ustedes ya ven fantasmas dispuestos a acabar con el sistema.

—Su trabajo es dirigir este centro. Déjeme a mí averiguar si fue un ajuste de cuentas.

—¿Qué otra cosa podría ser?

—Es posible que las muertes estén relacionadas. De momento solo queremos tomar precauciones.

—Esta mañana han salido varios internos de permiso, como todos los fines de semana. Solo hay uno que ha salido por fin de condena. —El señor Gallard buscó entre los papeles que tenía en la mesa—. Alfonso Díaz. Aquí tiene sus datos por si quieren contactarle.

Alargó el brazo con un documento y ella lo cogió. Aprovechó que se había levantado para recoger los dos expedientes penitenciarios. Se despidieron, recorrió sola los pasillos, recogió su arma y salió del recinto.

Ya en su coche, Zoe ojeó los expedientes. En una primera lectura diagonal se hizo una idea del historial penitenciario del Carca y del Pulpo. Mientras leía, sonó un pitido en su móvil. Un mensaje de Salvador, el forense: «Tengo algo en el fondo del mar».

Utilizaban ese lenguaje para evitar escribir «sangre», «violación», «asesinato» y cosas por el estilo. Su trabajo ya estaba lleno de esas palabras como para ensuciar también sus móviles.

***

Al pie de la ladera donde se erigía en todo su esplendor la Seu Vella, estaban los juzgados de la ciudad. Zoe condujo por la cuesta y aparcó en un trozo de acera desprotegido de bolardos. Apenas había tráfico. Habían inaugurado la temporada de esquí en el Pirineo y media ciudad estaba en la montaña aprovechando el puente festivo.

Entró en los juzgados y mostró sus credenciales al guardia de seguridad. Bajó a la parte subterránea del edificio y se metió en el Instituto de Medicina Legal. Fue recibida con un fuerte hedor de aguas negras. Salvador estaba recostado en una silla mirando su móvil.

—¿Cuándo arreglaréis las tuberías? —lo dijo llevándose la mano a la nariz.

—Es lo que tienen estas oficinas metidas en la tierra. Salvador se levantó y torció el cuello indicándole que la siguiera.

—A los jueces no les gusta que nos veamos tan a menudo pero es importante que veas esto —dijo el hombre mientras recorrían un estrecho pasillo.

—Si entendieran que lo hacemos para acelerar su trabajo…

Lo primero que llamaba la atención de Salvador era la anarquía con la que trataba su pelo, apuntando en todas direcciones. Una barba espesa salpicada de canas escondía una fea cicatriz en la mejilla, tributo al valor y a la inocencia de un niño lanzándose en bicicleta a tumba abierta por una pendiente endemoniada.

El despacho era pequeño y estaba flanqueado con armarios de aluminio de puerta corredera. Sobre la mesa, una pantalla vieja, un teclado manchado de café y un ratón que trastabillaba. Un sitio idóneo para plantearse muchas cosas.

—Está todo hecho una mierda, como a mí me gusta.

Se quedó de pie mirando la pantalla del ordenador. Mientras leía, cogió un bolígrafo y lo mareó entre sus dedos. Salvador era una de esas personas que se movía todo el rato. Una pierna repiqueteando las baldosas, un dedo martilleando la mesa, tímidos balbuceos que relajaban su boca. De niño le habían recomendado leer para combatir aquel hábito. Lo que entonces se combatía con libros, ahora se arreglaba con una visita al psicólogo, un diagnóstico de trastorno de déficit de atención y un menú de ansiolíticos.

—Te veo ilusionada. —Hizo una pausa y levantó la cabeza—. No deberías.

Ella se sentó al otro lado de la mesa. Salvador entornó sus diminutos ojos y esbozó una sonrisa. Sus dedos tamborileaban con el bolígrafo. Zoe se concentró en ellos. Ese tipo de ruidos eran los que podían activar un tinnitus en cualquier momento.

—¿Me dejas el boli?

Salvador se lo prestó. Ella escribió «nada» en una libretita que sacó del bolsillo. Cuando acabó, dejó el bolígrafo sobre la mesa, lejos de Salvador. Él la miraba fijamente. Alargó el brazo y cogió de nuevo el bolígrafo. Se puso a dar golpecitos con él sobre la mesa.

—Venga, no te hagas el interesante y suéltalo ya.

Él sonrió de nuevo.

—¡Y deja de torturar ese bolígrafo! Me pone de los nervios.

—Con tanto fiambre o me muevo yo o me vuelvo loco.

Dejó el bolígrafo sobre el teclado y recuperó una carpeta naranja que había en una esquina, apartada del resto. La abrió y empezó a hurgar por dentro.

—Sus cuerpos no presentan contusiones. Deberían de conocer al asesino porque no hubo ningún forcejeo. El informe toxicológico confirma una ligera presencia de alcohol en la sangre, pero muy poca, con lo que deducimos que estaban sobrios. Los nudos alrededor del cuello eran iguales. Nudos simples, como los que harías para atarte los zapatos. Eso sí, estaban hechos a conciencia.

Hizo una pausa. Salvador hablaba como un político. Era consciente de la importancia de los silencios.

—El shock inhibitorio en los ahorcados presenta una patología diferente del que encontramos en los dos cuerpos. Ninguno de ellos llegó al síncope cardíaco, lo que confirma que ya estaban muertos cuando los ahorcaron. Lo más concluyente, sin embargo, está en las lesiones traumáticas. Mira.

Salvador sacó un fajo de fotos del interior de la carpeta naranja. Los dedos recorrieron un primer plano del cuello del Carca.

—El surco es uniforme y circular, ¿ves las marcas? En los ahorcados el surco equimótico suprahioideo puede ser hondo y blanquecino, o un poco más extenso y ancho. Pero en ningún caso es perfectamente circular. Puede ser oblicuo, pero nunca circular.

Zoe observaba impasible el trazo que seguía el dedo de Salvador sobre la fotografía.

—Hay fracturas raquídeas y lesiones carótidas que coinciden con las que encontramos normalmente en casos de ahorcamiento. Pero la marca alrededor del cuello es fiable como una huella dactilar para identificar a una persona.

—¿Y qué me dices de las heridas en el pecho?

—Ambas heridas les atravesaron el corazón por la mitad. Fue lo que les causó la muerte. Cuando alguien te parte el corazón no tienes fuerzas para nada. Te mareas, caes y te desangras en segundos.

—Después los desnudó y los colgó.

—No sé por qué los colgó. Pero sí sé por qué los desnudó.

Cómo si hubiera estado esperando ese momento, Salvador sonrió y buscó entre las hojas de la carpeta. Sacó dos bolsitas de plástico. Las elevó varias veces, como si quisiera adivinar su peso. Dentro había un papelito escrito a mano.

—Se los metieron en el culo.

Zoe cogió una de las bolsas y la examinó minuciosamente.

—¿Qué hay escrito?

—Te he ahorrado una experiencia inolvidable y los he transcrito.

Salvador le dio un sobre abierto que contenía un papel doblado.

—Parecen versos, aunque ya sabes que la poesía y yo no nos llevamos muy bien. Pero te puedo asegurar que no era su testamento. Dudo que se metieran un papel en el culo como última voluntad.

6

Domingo, 10 de diciembre de 2017

—¿Dónde estás? —La voz de Hugo iba acompañada de un ruido metálico.

—En la oficina —respondió Zoe con el móvil entre hombro y oreja.

—Vaya, lo tuyo es una enfermedad.

—Yo también te quiero.

—Seguro que te sientes sola. Voy para allá. —Y colgó.

Había algo misterioso y retorcido en desangrar a dos hombres, desnudarlos y colgarlos como peluches de feria. Y ahora, con los papeles que le había entregado Salvador, el caso tomaba una dimensión todavía más grotesca. Los había fotocopiado y ampliado para facilitar su lectura y el peritaje caligráfico. También los había escaneado y se los había enviado por correo electrónico a Jordi, Hugo y Sergi.

Igual que si estuviera memorizando un artículo del Código Penal, Zoe releyó de nuevo los mensajes. Empezó con el que encontraron en el cuerpo del Carca:

En la noche yo me revuelvo y me incorporo en este nicho en el que hace 26 años que me pudro.

Dejó el papel a un lado y leyó el segundo mensaje que encontraron en el ano del Pulpo:

¡Ay, yo no soy, yo no seré hasta que sea como vosotros, muertos! Yo me muero, me muero a cada instante.

Cogió las fotocopias que había hecho en formato A3, las colgó en un espacio libre en la pared y se alejó para tener una perspectiva global de las frases. Era una escritura infantil. Se había esmerado en escribir aquellas líneas, pero los trazos eran torpes y desiguales. Tendría que esperar a que los especialistas en grafología forense le dieran más detalles.

Las búsquedas en Google fueron, si no sorprendentes, al menos clarificadoras. La primera frase era un verso del poema «Insomnio» de Dámaso Alonso. Lo leyó entero un par de veces y descubrió algo extraño. La frase era una transcripción exacta a excepción de una palabra. En lugar de «veintiseis años», el poeta había escrito «cuarenta y cinco años».

Repitió con el segundo verso y los enlaces de Google la llevaron a un poema del mismo autor titulado «En el día de los difuntos». En esta ocasión todas las palabras coincidían. Era un poema largo, de casi doscientos versos, pero esos eran de los primeros.

Releyó los dos poemas varias veces intentando interpretar su significado. Los versos escondían un pesimismo oscuro. Buscó en Internet más relaciones entre ambos y descubrió que fueron publicados en 1944 en un libro titulado Hijos de la ira.