3 Libros Para Conocer Literatura Paraguaya - Eloy Fariña Núñez - E-Book

3 Libros Para Conocer Literatura Paraguaya E-Book

Eloy Fariña Núñez

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Bienvenidos a la colección 3 libros para conocer, nuestra idea es ayudar a los lectores a aprender sobre temas fascinantes a través de tres libros imprescindibles y destacados. Estas obras cuidadosamente seleccionadas pueden ser de ficción, no ficción, documentos históricos o incluso biografías. Siempre seleccionaremos para ti tres grandes obras para instigar tu mente, esta vez el tema es: Literatura Paraguaya. • 7 Mejores Cuentos de Eloy Fariña Núñez. • El Dolor Paraguayo por Rafael Barrett. • Antologia por Manuel Ortiz Guerrero. Este es uno de los muchos libros de la colección 3 libros para conocer. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la colección, pues estamos convencidos de que alguno de los temas te gustará.

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Introducción

 

Bienvenidos a la colección 3 libros para conocer, nuestra idea es ayudar a los lectores a aprender sobre temas fascinantes a través de tres libros imprescindibles y destacados. Estas obras cuidadosamente seleccionadas pueden ser de ficción, no ficción, documentos históricos o incluso biografías. Siempre seleccionaremos para ti tres grandes obras para instigar tu mente, esta vez el tema es: Literatura Paraguaya.

7 Mejores Cuentos de Eloy Fariña Núñez.

El Dolor Paraguayo por Rafael Barrett.

Antologia por Manuel Ortiz Guerrero.

Este es uno de los muchos libros de la colección 3 libros para conocer. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la colección, pues estamos convencidos de que alguno de los temas te gustará.

 

Los Autores

 

Eloy Fariña Núñez (25 de junio de 1885 en Humaitá, Paraguay - 3 de enero de 1929 en Buenos Aires, Argentina) fue un poeta, narrador, ensayista, dramaturgo y periodista. Su obra ha sido una contribución esencial al modernismo en el Paraguay, además de proporcionar unos testimonios valiosos de elevación moral.

 

Rafael Barrett, de nombre completo Rafael Ángel Jorge Julián Barrett y Álvarez de Toledo (Torrelavega, Cantabria, España, 7 de enero de 1876 - Arcachón, Francia, 17 de diciembre de 1910) fue un escritor - narrador, ensayista y periodista- que desarrolló la mayor parte de su producción literaria en Paraguay, por lo que es considerado una figura destacada de la literatura paraguaya a principios del siglo XX. Es particularmente conocido por sus cuentos y sus ensayos de hondo contenido filosófico, exponente de un vitalismo que anticipa de cierta forma el existencialismo. Conocidos son también sus alegatos filosófico-políticos a favor del anarquismo.

 

Manuel Ortiz Guerrero (Villarrica, 16 de julio de 1897 - Asunción, 8 de mayo de 1933) fue un poeta paraguayo. Su producción literaria -valorada unánimemente como la más popular en la historia de las letras paraguayas, aunque algunos críticos le restan mayor valor y trascendencia estéticos- data de la década de 1920 en la cual publicó poemarios como Surgente, Pepitas y Nubes del este y obras teatrales como Eireté, La conquista y El crimen de Tintalila.

 

 

7 Mejores Cuentos de Eloy Fariña Núñez

 

 

 

Las vértebras de Pan

 

Al cabo de tres años de ausencia de la tierra nativa, a la que abandonara para ir a la ciudad a seguir en el seminario la carrera del sacerdocio, Emilio lo hallaba todo nuevo a su alrededor. Mientras su cabalgadura marchaba con la brida suelta por el polvoriento camino real, su pensamiento divagaba como arrullado por el monótono andar del bruto. Venía de visitar a su padre, que trabajaba en un obraje situado en un punto denominado Palmira, donde había abundancia de palmares, distante tres leguas del pueblo. 

Era una apacible tarde de mediados de Diciembre, el mes de la sandía y de la cigarra en el trópico. El seminarista iba por una inmensa llanura, limitada por una selva dilatadísima que se extendía paralela al Alto Paraná. Pacían en dispersión por la pradera, manadas de vacas, toros y caballos. Veíase de trecho en trecho un avestruz que corría velozmente, a través del seco espartillar. En las marismas y los pasos del valle, permanecían inmóviles las cigüeñas en forma de interrogaciones. De la ribera de algún estero próximo alzábase en precipitado vuelo una bandada de garzas blancas o de flamencos. Al paso del caballo, de las matas de espartillo, se levantaban perdices que volaban silbando en dirección al monte y a las cañadas. Cortos y ralos espinillares interrumpían de rato en rato la continuidad del valle. 

De divagación en divagación, Emilio volvió a formularse la eterna pregunta que constituía el objeto de sus reflexiones: ¿tenía verdadera vocación para el sacerdocio? Muchos son los llamados y pocos los elegidos. Examinando implacablemente su conciencia, con aquella sutileza que da el hábito de la meditación, parecíale que él no era de los últimos. Hallaba amarga como la hiel y áspera como un cilicio la visión que le ofrecían de la vida «Los ejercicios de perfección cristiana» del Padre Rodríguez, el «Combate espiritual» del teatino Lorenzo Escupoli, «Las moradas» y «Camino de perfección» de Santa Teresa y demás tratados religiosos. Su adolescencia opulenta y pura no estaba hecha para el altar. Era, sin duda, superior a sus fuerzas la gloria de pertenecer a la orden del sumo sacerdote Melquisedec. Lo veía claramente en el mariposeo placentero de su pensamiento en torno a la delicada figura de Enriqueta, su compañera de infancia. El deleite que sentía al verla, no era ciertamente impuro, pero tampoco parecía totalmente inmaculado, puesto que lo perturbaba. Y había vuelto a verla, más seductora que nunca, acaso por la distancia que iba creándose entre ambos. 

Marchaba agobiado bajo la pesadumbre de sus inquietudes. Un demonio interior tentaba su espíritu con la duda, con la horrenda duda que apaga las luces internas y entenebrece el entendimiento. Imaginábase su alma como metida en el primer aposento de «Las moradas»; en la vía purgativa aun, lejos de la cumbre de la perfección moral. 

El sol, de un acentuado color de naranja, asaetaba con sus radios de oro la región occidental, evocando en el seminarista la imagen del ojo inscripto en el triángulo radiado, con que se representa la divinidad. Impregnado de lecturas clásicas, el menor accidente del paisaje que iba contemplando, despertaba en su mente reminiscencias de la «antigüedad mítica é idílica y al mismo tiempo los recuerdos de su infancia. Las espesuras que convidan al descanso, los rincones de sombra, las glorietas agrestes, los claros boscosos, le hablaban de la edad de oro, en que las diosas se confundían con los pastores, en la más amable de las libertades, a la amena sombra de los árboles. El desierto de los anacoretas no estaba tan poblado de seducciones del mundo y de pompas del siglo, como la umbría en que posaba su vista con complacencia pagana. El mugido del toro, que resonaba en todo el valle y repercutía en la selva, causábale una vaga impresión geórgica. Descubría formas peregrinas en las nubes que se amontonaban en el Poniente, y a través de las cuales brillaban los rayos solares con esplendor velado. ¿Resucitaba en la arcanidad de su alma, el hombre salvaje, nostálgico de la paz de las praderas y de la soledad de los bosques, o el ser primitivo, idólatra de las cosas? No se hallaba en estado de definir la compleja emoción que lo embargaba. Pero, sí, sabía con certidumbre total una cosa: que se espiritualizaba, como si el libérrimo viento del campo hubiera borrado sus contornos materiales y desvanecido los sobresaltos de sus sentidos. 

Sentíase sutil, sensibilísimo, leve; parecíale flotar en un elemento fluido, en un ámbito etéreo. Un amor místico, una veneración religiosa por la naturaleza, lo poseía por completo. La concebía a esa hora con apariencias humanas, como una madre amorosa que abraza a todos los seres, sin distinción de formas, vidas, ni colores. Con su sensibilidad aguzada, percibía todos los aspectos armoniosos del paisaje, que era el mundo que lo rodeaba, y en el cual él ocupaba el centro, perdida su poquedad humana en la infinitud cósmica. 

Declinaba el crepúsculo con la maravillosa policromía de los ocasos tropicales. El sol, antes de hundirse en el horizonte, irradiaba con la intensidad luminosa de un sol naciente, convirtiendo en un vasto arcoiris el firmamento, en que rielaban mares de nubes irisadas. Una quietud infinita se extendía sobre el valle y la selva. 

Emilio experimentó el sobrecogimiento universal de la hora. Agobiado por la hermosura del crepúsculo, le acometió un dulce deseo de llorar, de cantar, de lanzar un grito estentóreo que desahogase su corazón y expandiese sus emociones. Cambió de parecer respecto de la naturaleza: no era humana, sino divina. La armonía que descubría en sus aspectos, accidentes y relaciones, era un atributo altísimo de su condición superior a la mortal. Recordó en ese momento, con cierto espanto, que su pensamiento era heresiarco. Pero la duda había penetrado en su inteligencia, y ahora ponía en tela de juicio la evidencia del dogma. ¿No era, por ventura, bello y divino todo cuanto alcanzaba su mirada? La visión de Enriqueta apareció ante su vista, obligándole a cerrar los ojos en un deliquio de dicha. De la contemplación de la imagen amada, pasó de nuevo a la del panorama. Las torres de la iglesia del pueblo se anunciaban a lo lejos, por encima de los naranjales y los cocoteros. La ruta que recorría ahora, érale familiar. Por las zanjas por que iba, correteó más de una vez siendo niño. Teatro de las primeras turbaciones, penas y alegrías de su infancia era el escenario en que espaciaba su mirada, con deleite sensual. Todo lo trasportaba y repercutía en él como en una caja de resonancia: el silencio de la pradera, la majestad del ocaso, la vaguedad del horizonte. Sonreía involuntariamente consigo mismo, con la flor humilde que hollaban las patas de su caballo, con los escuetos espinillos que dibujaban su silueta retorcida y desolada en la lejanía. El sol, de color de miel, languidecía. Esfumábanse las perspectivas, confundiéndose la llamada con la selva y el cielo. Creyérase que se reintegraba la unidad primera, universal, increada. Y esta unidad era una totalidad, armoniosa y divina. Emilio pretendía ver las vértebras del magno Pan en todas las cosas, como en el canto órfico. Notaba en sí mismo los efectos de una gran fuerza bienhechora y clemente que lo impelía a diluirse como un eco en el infinito. 

Un indefinible deseo de correr le acometió; picó espuelas al caballo y se lanzó a toda carrera por el camino real, mientras salía, desde lo más hondo de su alma, un grito salvaje que retumbó en la selva y fue a perderse en la inmensidad como una saeta de luz en la bóveda constelada de estrellas. 

 

 

 

Bucles de oro

 

El nene estaba enfermito. Inmóvil, pálido, con sus ojitos astrosos, respiraba fatigosamente en la cuna, junto a la cual velábamos los dos en silencio. 

Era una benigna tarde de invierno. Del vasto rumor de Buenos Aires sólo llegaba a nuestro cuarto de pensión un murmullo tenue. Abajo, sonaban las notas largas y graves de un pistón, en el cual hacía escalas un músico italiano, con tenacidad desesperante. En el patinillo lóbrego de nuestro piso, hablaban a media voz tres modistas sicilianas, de trágicos ojos negros. En el cuarto vecino, canturreaba la patrona, una garrida sevillana. 

Estábamos solos, como en una isla desierta, en medio de aquella gente venida de diversas partes del mundo. ¿Qué hacer en tal trance supremo? Por fortuna, el médico había venido y recetado una poción contra el mal. Cada dos horas, Matilde le abría la boca al nene y echaba en ella una cucharadita del jarabe. Pero su respiración se volvía cada vez más entrecortada y ronca. Sentíamos la presencia de la fuerza invisible e irreparable que, a guisa de una sombra progresiva, iba llenando todo el ámbito del cuarto. 

‒Parece que está mejor ‒dijo de pronto Matilde‒. ¿No ves? Allí estaba el pobre nenito, con su cabecita rubia, propicia a la caricia, echada sobre la almohada, mirándonos fijamente con santa inocencia. La maldita bronquitis pulmonar le roía los bronquios y los pulmones y la fiebre aumentaba por grados. Sufría visiblemente, y esto era nuestra mayor pena. ¿Qué resistencia podía ofrecer el delicado organismo de una criatura? ¿No era una crueldad espantosa hacer sufrir así a un inocente? En fin, nosotros, los grandes... Con toda nuestra alma hubiéramos deseado arrancarle su mal y padecer nosotros por él. Debía de sufrir mucho, porque hacía tiempo que no sonreía. Era en él la sonrisa algo así como el signo de la vida, la expresión inmaterial del plenario florecimiento de la potencia orgánica que se trasfiguraba en dos gotas de luz en sus pupilas, en hebras de oro en sus cabellos y un divino halo de gracia en sus labios. 

Para entibiar la atmósfera y facilitar la respiración del nene, Matilde se apartó por un momento de la cuna y quemó un minúsculo cono de incienso, que sahumó el recinto. Luego, volvió a su asiento. La miré, profundamente abatido. Más que nuestra pena común, me dolía el golpe de la fatalidad, sumado a la evidencia del desamparo. Todo parecía oponerse hasta entonces a la realización de mi plan de conquista de Buenos Aires, a la que había jurado vencer, cuando de mi lejana provincia vine, caballero en mi juventud, hacia la ciudad áurea y seductora, en busca de un campo en que dar noble empleo a mi actividad. ¿Qué había sido de todos mis ensueños de estudiante? Mi porvenir se obscurecía. En aquellos momentos estuve a punto de desfallecer, porque me pareció que la lucha emprendida era superior a mis fuerzas. Mas no me abandonó la esperanza, y, sobre todo, me sostuvo el deseo de imponer mi albedrío a la adversidad. 

El músico seguía tocando notas prolongadas, que repercutían en mi espíritu con infinita tristeza. ¿Qué relación sutil habría entre las vibraciones sonoras de los instrumentos de cobre y las ondas invisibles de la fatalidad y del dolor? A ciencia cierta, no lo sabía; mas lo positivo era que aquellos sonidos lúgubres aumentaban mi sufrimiento. En la calma del crepúsculo, sonábanme como la expresión musical de mi congoja muda, y oíalos como si fueran las voces del silencio patético que se expandía en mi cuarto, y del destino inexcrutable que rondaba en torno nuestro con señorío augusto. 

‒¿Oyes Matilde? Esa música me pone mal... Dile... Matilde fue a hablar con la encargada de la casa, y, a poco, oí que ésta respondía: ‒Ya le he dicho que aquí arriba hay un chico enfermo; pero no me ha hecho caso. ¡Qué gente desconsiderada! Estábamos verdaderamente solos, sin otra compañía que la de nuestro nene moribundo, en aquel rincón de la gran urbe. ¡Ah, Buenos Aires, tentacular sirena del planeta! Nos contemplamos de nuevo, y sonreímos melancólicamente. 

De pronto, los ojitos sin brillo del enfermo se fijaron, con inmovilidad inquietante, en el techo. Cuando lo advertí, el corazón me palpitó, por intuición inefable, con violencia, y vi que los ojos de mi compañera se llenaban de lágrimas. 

‒¿Qué será? ‒me preguntó en voz baja. ‒Nada, ‒me atreví a responderle. Aparté la vista de aquellos ojos, ignorantes del misterio de la vida, que miraban con extraña fijeza el techo, y la clavé en el suelo, resignado. Ella hizo lo propio y en esta actitud permanecimos mucho tiempo silenciosos. Ambos éramos como dos ovejas barridas por la tempestad, en medio del inmenso rebaño humano que nos rodeaba. Hacía siete días que sosteníamos una lucha desesperada con la enfermedad y carecíamos ya de fuerza para continuarla. Un abatimiento profundo se apoderó de nosotros y nos entregamos, sin aliento, en brazos de lo irreparable. Amilanados, medrosos, pasivos, dejamos trascurrir los minutos, en una como especie de insensibilidad casi animal. Las fuentes de la vida se secaron momentáneamente en nuestras almas. Dejamos de ser criaturas humanas para convertirnos en dos masas maleables, dóciles al menor impulso y susceptibles de ser moldeadas a designio. 

Era entrada ya la noche. Matilde encendió la lámpara y la puso a media luz. El silencio circunstante tornábase cada vez más desolado. Jamás experimenté una impresión tan cabal del desierto ciudadano, como entonces. Desde mi cuarto veía pasarlas sombras de las jóvenes sicilianas, que iban o venían de la cocina, en incesante ajetreo. 

El nene pareció mejorar un poco, pues una sonrisa, imperceptible casi, se diseñó fugazmente en la comisura de sus labios exangües, y decidimos acostarnos vestidos. Como hiciera frío, sacamos al enfermito de la cuna y lo pusimos en nuestra cama, a fin de reanimarlo con el calor de nuestros cuerpos. Magüer la proximidad del desenlace, bien pronto me rendí al sueño. Serían las doce de la noche cuando un grito azorado de Matilde me despertó bruscamente. 

‒¿Qué pasa? ‒inquirí con la consiguiente alarma. ‒Me parece que el nene ha muerto... Tócalo... Está frío. Palpé su cuerpecito con ansiedad suprema: estaba, efectivamente, helado. ‒Sí, tiene el cuerpo frío, ‒repuse‒, pero ¿no estaba ya así? ‒No; tenía fiebre, Luis. ‒No puede ser... ¿Late aún su corazón? ‒Creo que no. Puse la mano sobre su corazón y comprobé que había cesado de latir. ‒¿Será esto la muerte? ‒interrogué a Matilde con el corazón oprimido. ‒No sé... Hace un minuto que oía su ronquido, cuando, de repente, cesó todo y se quedó inerte, como un pajarito. 

Aún tenía los ojitos abiertos. ‒Ciérralos ‒sollozó a mi lado Matilde‒. Tengo miedo. Los cerré piadosamente y deposité un beso conmovido sobre sus párpados cerrados. Luego se oyó, en el silencio nocturno, escapado de una garganta varonil, un sollozo extraño y breve, como el grito de angustia de una bestia repentinamente herida. 

Era la primera vez que me hallaba en presencia del cuerpo inanimado de un ser, al que había dado la vida, y el misterio de la muerte me pareció a la sazón más enigmático y contradictorio que nunca. La pálida carita del nene había adquirido tal serenidad seráfica, que pensé si la muerte no sería el estado de reposo de una vida trascendente y profunda. Parecía dormido: el silencio, que se cernía sobre sus labios, era apacible, la rigidez de su cuerpo distaba de ser trágica y la blancura de su frente y de sus manos tenía una palidez suave de rayo de luna. 

Lloramos en silencio, por largo tiempo, ante el cuerpecito yacente de nuestro hijo, concebido en el dolor y en la esperanza, en aquel cuarto de pensión, aislado del resto del mundo. Debíamos de ofrecer un aspecto dramático, llorando delante de un cadáver, a la indecisa claridad de la lámpara, bajo el alto misterio de la noche, 

en medio de la ciudad dormida. Al mismo tiempo que mi corazón sangraba, discurría mi pensamiento. Y bien: fuerza era aceptar lo irreparable, apurar el dolor y marchar adelante. La muerte de esa pobre criatura clamaba al cielo y necesitaba ser vengada. Llevaría su cadáver a cuestas hasta el acabamiento de mi vida. Y, mentalmente, arrojé el guante a Buenos Aires, a la vida y al destino. 

Llegó la mañana, luminosa y serena. Por los cristales de la ventana, penetró la claridad naciente en nuestro cuarto, e hizo resaltar la blancura metálica del rostro marmóreo del nene. Ascendía de nuevo hasta nosotros el potente ritmo de la vida cotidiana de Buenos Aires. Diríase que la angustia, que hería nuestras almas, tenía algo de egoísta y profanaba la impersonal alegría de todo un pueblo, entregado al trabajo. Antojábaseme que el dolor carecía del derecho de alzarse en el seno de una ciudad esplendente y bulliciosa. El grito de nuestro corazón, presa de la desgracia, no debía turbar el formidable rumor del colmenar urbano atareado. 

A la congoja sucedió la resignación en mi ánimo, ante ideas tales; la divina serenidad se aposentó en el hondo de mi ser, y en el trascurso del día, sonreí a solas varias veces, al pensar en las oscuras interrogaciones del hombre frente a las simples, arcaicas y supremas verdades de la vida. 

Lo que pasó después, se grabó imprecisamente en mi memoria. No recuerdo con fidelidad los detalles de la noche y día siguientes, que fueron para nosotros inacabables. 

Han transcurrido varios años desde aquel entonces hasta la fecha. Al principio, evocaba, con su colorido real, el desolado episodio; cerraba los ojos y veía, proyectada con nitidez, en el plano de la cuarta dimensión de los recuerdos, la figura viviente del nene; pero más tarde, con el correr del tiempo, fui olvidando, poco a poco, el color de sus ojos, la expresión de su cara, el sello alado de su boca sonriente. Y una densa sombra se ha extendido, por último, bajo el firmamento de mi alma, sobre la diminuta columna truncada de su recuerdo. 

Hoy procuro recordar su rostro, asir por un momento su sonrisa, fijar nada más que por un segundo su trémula imagen en mi espíritu; pero todo su ser, leve y fugitivo como el resplandor de su sonrisa, se escapa de mi evocación y, a pesar de mis esfuerzos, no logro definir bien los rasgos exactos de su figura. Y cuando pienso en él, en algunos momentos de mi vida, me invade una dulce y bienhechora tristeza y sólo me acuerdo de que sus bucles eran de oro. 

 

 

 

La ceguera de Homero

 

Zeus frunció el entrecejo y se encapotó el firmamento y se agitaron las aguas de la vasta mar. ‒Podría en este instante, si tal fuese mi deseo, aniquilar a ese impío que se atreve con los dioses; pero quiero saborear mi venganza y enviarle un suplicio más largo y doloroso que el aniquilamiento. El tormento de Prometeo nada ha enseñado a los hombres. La raza de los titanes no se ha extinguido en la tierra. Ayer, fueron ellos; ahora, los mortales; mañana... ¿Es que ya no se cree en el poderío y en el rayo de Zeus? 

Calló el irritado dios, y como Afrodita continuase bañada en lágrimas, se acercó a ella y la consoló con estas palabras: 

‒Tranquilízate, hija mía. Se cumplirán tus deseos y los míos. Cesa de llorar y sonríe como de costumbre para que renazca la alegría en esta morada. 

Afrodita, obediente a los deseos de Zeus, sonrió a través de sus lágrimas y aparecieron las Gracias, coronadas de rosas. 

Disponíase la diosa a descender a la isla de Chipre a visitar su santuario, cuando apareció Apolo, el cual, advertido por una de las nueve Musas de lo que tramaba la hermosa y vengativa divinidad en contra de aquel hijo suyo predilecto, paró la cuádriga en mitad de su carrera y subió a la mansión del Olímpico, de quien iba a impetrar clemencia en favor del mortal condenado. 

‒Omnipotente Zeus, rey de los dioses, señor del mundo y padre de las criaturas humanas ‒dijo el áureo Apolo‒ . Tu poder, que no reconoce límite, se extiende desde los inmortales que comparten tu poderío hasta los seres inferiores que se arrastran en la profundidad de los mares. Tú sólo puedes... 

‒Vienes a pedirme algo ‒interrumpiole jovialmente Zeus‒. Ahorra el panegírico y dime llanamente lo que deseas, pues ya sabes que nada suelo negarte, siempre que te muestras razonable. 

‒¿Ves aquella verde isla en la inmensidad azul del Egeo? ‒Si no me engaño, es la isla de Chíos, donde gustas habitar. ¿Deseas, por ventura, que te levanten allí un templo? ¿No estás contento con el oráculo de Delfos? 

‒Nada de eso; allí vive un hombre, caro a mi corazón y sobre cuya cabeza va a desencadenarse tu ira. Si no es grande su crimen, calma tu cólera y yo haré que se purifique y te ofrezca el sacrificio que mereces como padre de los dioses. 

‒Ya sé de quien se trata ‒repuso gravemente Zeus‒. Con gran dolor de mi alma, debo decirte que no puedo acceder a tu demanda. La impiedad va cundiendo en el mundo y es preciso castigar la soberbia de los malos. Vuelvo a decir que la raza de los titanes no ha desaparecido. ¡Peligra mi cetro! ¡Corre riesgo mi poder! ¡Vacila mi trono! ¡No y mil veces no! 

Un formidable trueno se oyó desde un extremo al otro del orbe, haciendo temblar los cimientos del palacio de los eternos dioses. 

Apolo intentó un postrer esfuerzo. ‒La sabiduría increada resplandece en tus fallos; el castigo impuesto a Prometeo, bien merecido lo tenía; pero este mortal, ¿qué crimen ha cometido? 

‒¿Qué crimen? Cuéntale, hija mía ‒dijo, dirigiéndose a Afrodita. ‒Me ha puesto en ridículo ante los inmortales y ante los hombres; me ha pintado, faltando a la fe jurada a Hefaestos. Sin duda, cree que la hermosura va unida a la falta de decoro. 

‒Así sucede entre ellos. Es el caso de Helena ‒observó Apolo. ‒No intentaré defender a Helena ‒repuso la diosa. ‒A propósito ‒intervino Zeus‒, también ha injuriado a Helena. ¡Es demasiado! 

Apolo vio que defendía una causa perdida, y se retiró profundamente atribulado a las regiones del éter, donde le aguardaba Facteón, que se ensayaba en el manejo del carro paterno. 

Densas nubes cubrieron repentinamente el sol, y la oscuridad se extendió sobre las islas de los mares Egeo y Jónico. En una de ellas, en Chíos, contemplaba la llanura azul del mar un hombre entrado en años y pobremente vestido, que descansaba a la sombra de un laurel. Un adolescente, bello como un diosecillo, lo escuchaba. 

‒¿Qué pasa, hijo mío? ‒preguntó azorado‒. Ha desaparecido el sol y no veo más que oscuridad por todas partes. 

‒Se acerca la tempestad. Vámonos, padre. ‒No diviso mas que sombras. ¿Ves algo, hijo mío? ‒Veo una bandada de gaviotas y un alción allí cerca. ‒Yo no distingo nada. Marchemos aprisa. ‒¿Adónde? ‒A donde la fatalidad nos lleve. Se levantó para caminar; pero, como la noche se había hecho en sus ojos, tropezó con una piedra del sendero, y cayó de bruces. Se incorporó penosamente, y tentó con las manos a su alrededor. 

‒Aquí estoy, padre. ¿No ves? ‒Dame la mano y condúceme. ¡Estoy ciego! Y desde ese día, todos los moradores de las islas griegas vieron pasar al cantor ciego, que iba mendigando de puerta en puerta, con una lira en la mano. 

Los campesinos exclamaban en voz baja, al oírlo cantar: ‒Los dioses hablan por boca de los niños, los locos y los ciegos. Y otros agregaban: ‒Los versos que canta, vienen de lo alto. Y lo contemplaban con veneración y con temor. Así erró por tierras y por mares durante muchos años, hasta llegar a ser conocido de todos los helenos. Su nombre corría de labios en labios y su desdicha arrancaba lágrimas a las gentes. Se sabía que su ceguera era un castigo de los dioses. Era objeto de la curiosidad general en todas partes. Algunos pretendían ver en sus facciones un rasgo de Apolo y otros, un rasgo de Prometeo. 

‒Soy mortal ‒repetía el cantor‒ y en eso consiste mi desdicha. Expío, por mandato de los dioses, una culpa que he cometido. 

Los circunstantes solían apartarse con horror de él, al oír tamaña revelación pero volvían luego a su lado, seducidos por la dulzura de su canto. Cuando se ponía un manto de púrpura desteñida y comenzaba a pulsar la lira, todos los guerreros se acercaban a escucharlo, e interrumpían a menudo su canto con el ruido de sus escudos de bronce, y cuando llevaba puesta una túnica azul, se congregaban en torno suyo las mujeres y reían o lloraban. 

Al ver Afrodita desde lo alto la veneración que infundía el divino ciego de Chíos, fuese a la morada de Zeus y le dijo: 

‒Has privado a mi calumniador de la maravillosa claridad del día, pero el castigo que le has impuesto, en vez de inspirar horror a sus semejantes, los mueve a simpatía. 

‒¿Qué deseas de nuevo, hija mía? ‒Quítale la vida. Zeus ordenó que la noche eterna se extendiese al acto sobre las cuencas sin luz del errante Melesígenes. Cuando los habitantes de Chíos y de las demás islas del archipiélago tuvieron noticia de la muerte de Homero, lo lloraron como a un dios. 

‒Y ahora, ¿estás contenta? ‒preguntó Zeus a la terrible diosa del amor y de la belleza. ‒No, padre mío, porque siguen adorándolo los mortales que han divinizado su memoria. 

El eterno y omnipotente Zeus no supo qué contestar, y, por toda respuesta, meneó con olímpica resignación la cabeza, pensando en que su poder, aunque grande, era limitado, y que no le era dable impedir que el ser más aborrecido de los inmortales fuese el más amado de los hombres. 

 

 

 

La inmortalidad de Horacio

 

Quinto Horacio Flaceo, coronada de rosas la cabellera ungida de aromático bálano, salió de la suntuosa mansión de Mecenas, embriagado, no con el añejo y exquisito vino Falerno mezclado con miel de Himeto que había bebido sin temperancia, sino con los elogios que los comensales del favorito de Augusto le dirigieron a propósito de sus sátiras, sus epístolas y sus odas, en el curso de la cena. 

Opulenta había sido ésta, en verdad, y digna de la asiática magnificencia que ponía en todas sus cosas aquel descendiente de reyes etruscos y espléndido protector de las letras. La comida se realizó en la torre de la casa que poseía Mecenas en las Esquilias, y desde la cual se divisaba la riente Tívoli, la pintoresca Túsculo, la verde campiña de Esula y la ciudad de Roma, señora del mundo. Los manjares servidos en la mesa atestiguaron el refinamiento del anfitrión: ostras del lago Lucrino, francolín de Jonia, pavo real de Samos, gallina de Numidia, escaro de Cilicia, estornino de Rodas, murena de Tartaria, almendras de Tasos, dátiles de Egipto y vinos de Campania. 

Ya de sobremesa, Mecenas hizo leer con un esclavo la oda del vate dedicada a la musa Melpómene, rasgo delicado que hizo girar la conversación sobre las poesías de Horacio. Todos convinieron en que su nombre sería inmortal como Roma. 

Mientras la litera avanzaba por una vía sombreada de cipreses en dirección a la urbe, Horacio, al parecer insensible a los encantos de la bella y fresca mañana, dejó mecer dulcemente su pensamiento entre los amables recuerdos que recreaban su espíritu y las apologéticas palabras que seguían sonando en sus oídos. 

Sí, como él lo había cantado en magníficos versos, no todo muere, la más remota posteridad repetiría con admiración su nombre por haber sido el primero que acomodó al genio latino el verso eólico. Nada quedaría tal vez de su vida, frágil ánfora pronta a convertirse en añicos; sólo subsistiría la divina llama de la inspiración lírica, palpitante en sus cantos. Más valía así, porque, ¿qué había sido su vida hasta el presente? Un tejido de contradicciones, una amalgama de sublimes pensamientos y de bajas realidades. Sin vacilación alguna, su vida no tenía el mismo valor que su obra. Primeramente, arrojó con la cobardía de un vil esclavo el escudo en la batalla de Filipos, cuando peleó como tribuno en el ejército de Bruto y Casio. ¡Cuánto le avergonzaba ahora el deprimente recuerdo de aquella fuga desesperada a Roma! Su valor en el combate no fue más grande que el de una débil mujerzuela, y más se prestaba a ser ridiculizado en la sátira que a ser celebrado en la oda. Después, hubo de valerse de la amistad de Virgilio y de la protección de Mecenas para que Augusto le perdonara aquella acción. Razón tenían sus émulos cuando lo acusaban de adulador del César. ¿No había cantado en estilo pindárico las victorias de Augusto y llevado su servilismo hasta divinizarlo en vida en sus versos laudatorios? ¿No había achacado acaso a la muerte de Julio César, por lisonjear a su sobrino, la creciente del Tíber? ¿No tenía en el jardín de su casa una estatua de Augusto con la cara de color de púrpura? Ciertamente que fue grande la falta cometida por él, al combatir contra el César en Filipos; sin embargo, no debió rebajarse hasta el extremo de agradecer a las Musas, como un supremo beneficio, su reconciliación con el enemigo de la víspera. ¿No se había hecho pública también su voluntad de que, a su muerte, nombraría heredero a Augusto? No menos vituperable era su constante adulación a Mecenas, Quintilio Varo y demás privados del César. 

Por otro lado, su conducta no se ajustaba a los elevados preceptos de la filosofía estoica que predicaba en sus versos. Cantor de la mediocridad áurea, de la templanza, de la existencia sosegada y del apartamiento del vulgo, su vida privada y pública distaba de ser un modelo de austeridad, de moderación y de virtud. Su «Beatus ille», sus consejos a la juventud romana y sus plegarias a los dioses no dejaban de asemejarse a las prédicas de los filósofos cínicos que se hartaban en los banquetes. 

Mas, ¿quién, al cabo de dos o tres siglos, se acordaría del impuro barro del ánfora que contuvo licor tan excelente? Seguramente nadie, como nadie tenía presente la cobardía de Demóstenes ante la inmortal belleza de 

sus oraciones, o la fealdad de Sócrates ante la sublimidad de su filosofía. El esplendor de su obra poética, eclipsaría su vida, sumergiéndola en una piadosa penumbra. Sólo quedaría de su fugitivo paso por la tierra el recuerdo de las horas divinas en que, sacerdote de las Musas, danzó con el coro de las vírgenes y de los niños ante sus altares. ¿Qué era la vida, en definitiva? Quizá un accidente; tal vez un fenómeno deleznable; en todo caso, un pretexto para crear con el dolor y el placer experimentados, versos más duraderos que el bronce y las pirámides faraónicas, como él lo afirmaba triunfalmente en la oda a Melpómene leída en el convite de Mecenas. Lo único digno de sobrevivir a la precaria y caduca existencia de los hombres era, no la bajeza de su carne atormentada y triste, sino el celeste aleteo de su espíritu arrebatado por la locura apolínea o la embriaguez dionisíaca. Todo pasaba, todo moría, menos la sagrada emanación del ser, agitado por la inspiración o estremecido por el canto. 

Horacio cesó de meditar para dirigir una mirada a Roma, que se distinguía a lo lejos, en el término del agro verde, dorada por la lumbre solar, bajo un cielo límpido. A la mente del poeta vino la invocación al Sol de su «Carmen Saeculare». ¿Alumbraría el astro en el lejano porvenir una ciudad más grande que la urbe de los siete collados? Acaso; pero, aun en la hipótesis de que desapareciera Roma, el recuerdo de su poderío no se extinguiría nunca. Y mientras no se perdiese la memoria de la urbe y de la lengua latina, su nombre sería repetido con veneración por las gentes venideras. 

Y, con el pensamiento puesto en la brevedad de sus días triviales y en la inmortalidad de sus versos augustos, Horacio entró en Roma a la hora en que un coro de doncellas y de niños entonaban en el Capitolio su himno a Apolo y Diana. 

 

 

 

Claro de luna