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La serie de libros "7 mejores cuentos" presenta los grandes nombres de la literatura en lengua española. Alberto Leduc fue un escritor, traductor, periodista e historiador mexicano de origen francés. El estilo literario de sus prosas fue el modernismo de tendencia decadente. Este libro contiene los siguientes cuentos:Amores viejos.Plenilunio.Niños y palomas.Un cuento que no lo es.El aparecido.Fragatita.¡Neurosis emperadora fin de siglo!
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Seitenzahl: 53
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Title Page
El Autor
Amores viejos
Plenilunio
Niños y palomas
Un cuento que no lo es
El aparecido
Fragatita
¡Neurosis emperadora fin de siglo!
About the Publisher
Alberto Leduc (Querétaro, 5 de diciembre de 1867 - México, D. F., 4 de octubre de 1908) fue un escritor, traductor, periodista e historiador mexicano de origen francés. El estilo literario de sus prosas fue el modernismo de tendencia decadente. Fue el padre del poeta Renato Leduc.
La carrera literaria de Alberto Leduc inició en 1891, con la escritura de la primera novela corta del modernismo mexicano, María del Consuelo, que publicó en la Tipografía de El Nacional hasta 1894, al igual que Un calvario. Memorias de una exclaustrada, nouvelle con la que ganó un concurso literario convocado por el periódico El Universal en 1893.
A lo largo de su trayectoria, Leduc publicó cinco libros de cuentos: Para mi mamá en el cielo (Cuentos de Navidad) (Tipografía de El Nacional, 1895), Ángela Lorenzana (Tipografía de El Nacional, 1896), Fragatita (Tipografía de El Fénix, 1896), En torno de una muerta y Biografías sentimentales (ambos publicados por la Tipografía de El Nacional en 1898).
Vacías ya las copas en que por repetidas veces un estirado mozo del café escanció amarillo Chartreuse, Dionisio Hernández Alcalá pidió agua gaseosa y paquitas de clorato comprimido para poder, sin fatigarse, contar sus juveniles amores y la causa por la que, a pesar de sus grandes deseos de vida doméstica, aún la hacía de soltero incorregible; ya en una casita amueblada a su antojo y situada en el campo, ya en la habitación adjunta a la de una anciana, madre de frescota ex polla que entre otras habilidades musicales cantaba el Vorrei morire con apagada, pero sentimentalísima voz.
Formaban, los cuatro célibes maduros ya, parte de un Club apellidado del “Celibato Perpetuo”, y en el Reglamento de tal Círculo advertíase a los socios que las juntas debían cuatro de ellos, por lo menos, para almorzar en compañía mutua, un sábado de cada mes.
En el almuerzo anterior al que vengo narrando, ya Juan José Hartmann, egoistón y comerciante ex rico, había leído a los postres un manuscrito titulado La Bachillera, en el que contaba la historia de sus primeros amores, y el por qué los susodichos amores no llegaron al deseado matrimonio.
Hartmann, reumático en la actualidad, habitaba un cuarto de hotel, sin desear nada, pues viajes continuos y bellas mujeres pagadas mataron en él, a los cuarenta años, la facultad inapreciable de siempre desear.
Hernández Alcalá jamás conoció la deshogada posición que Hartmann tuvo en su juventud, y solo hasta los cuarenta y cinco pasados habíase conquistado en operaciones bancarias una renta modesta que le permitía habitar en verano la casita de campo mencionada, y en invierno la adjunta a la de aquella presunta cantante de treinta años, que entonaba sentimentales romanzas cuando Hernández Alcalá la obsequiaba con lustrosos cartuchos, que contenían pralinas, caramelos perfumados y violetas de Parma cristalizadas en azúcar.
Además de Hartmann y Alcalá ocupaban la mesa otros socios del Club, apellidados el uno Pérez y el segundo Arroyo, cincuentones ambos; el primero, desdentado y calvo, el segundo a mostachos teñidos y dientes orificados.
Esperaban ansiosos Pérez, Arroyo y Hartmann que Alcalá acabase de disolver en su boca un plaquita de clorato comprimido, pues ninguno de los tres oyentes conocía el por qué Alcalá, tan amigo de la vida doméstica, aún permanecía soltero.
–Fue una larga amistad femenina de diez años –comenzó diciendo Dionisio– finalizada con trágica ruptura, la que me impidió ser marido y padre, quizá, de bellos bebés, ¡encanto de mi vejez que hubieran sido, a no dudarlo!; pero ¡oh vosotros! Pérez, Arroyo y Hartmann, ¡oh vosotros! (advierto al lector que Alcalá abusa de las exclamaciones y de las citas en lenguas extranjeras), que por miedo tremendo al yugo matrimonial, vivía la triste y amarga vida del soltero pobre y enfermo; vosotros no sabéis que en mi juventud, y aún ahora, siempre he creído como el poeta, que to love is life, but it is a double life to be loved...
Pidió Alcalá por segunda vez agua gaseosa con whiskey escocés, y enjugando furtivas lágrimas, que los recuerdos, el buen almuerzo y el chartreuse color de oro traían a sus ojos orlados de rojo, prosiguió:
–Señores: hay mujeres a quienes no se ama, porque se teme cometer una osadía amándolas, mejor dicho, hay mujeres a quienes se ama y jamás les declara uno su amor.
Por ejemplo: ¿qué dirían ustedes de mí, si les dijera que estoy enamorado de la Duquesa de Marlborough? Pues sencillamente que declararían loco, se reirían de mí y hasta pudiera darse el caso que evitaran mi compañía.
Esto, o algo semejante, fue lo que me impidió casarme cuando fui joven.
Cierto que no se iguala mi amiga a la Duquesa de Marlborough en cuanto a títulos y parentelas reales, si bien en hermosura no le iba en zaga Cristina a la mencionada Duquesa.
Señores: hace diez y siete años que no la veo; y me basta hoy, sólo pronunciar su hombre para mirarla surgir aquí, en mi interior, y verla con los ojos de mi alma, tan perfecta como en 1880, y con un traje claro a bullones, polizón, rizos sobre la frente y las trenzas luengas, formándole graciosísimo y lustroso círculo como de serpientes de azabache sobre el occipucio.
No voy a hacer a ustedes el retrato físico de Cristina, pues abusaron ya de describir a las amadas todos los enamorados cursis. Básteme decir que era alta y bella; pero sí me detendrá en pintárosla moral e intelectualmente, pues yo, que amo hoy tanto la compañía de las gentes, huía entonces todo cuanto pudiera proporcionarme un nuevo conocido, y me deleitaba en intentar conocer profundamente a los antiguos.
Las horas que pasé en compañía de Cristina y de su padre, riquísimo agiotista español, fueron para mí curiosísimas cátedras de psicología, más fructíferas que las conversaciones con pedantes profesores o soi- disants anatomistas de almas.
Ya veo que Hartmann, impaciente, quiere conocer el desenlace de aquellos mis amores, que me atrevo a llamar dantescos; pero que Hartmann y vosotros, Arroyo y Pérez, sean un poco pacientes y conozcan, antes del desenlace, quiénes eran Don Pedro Rojas, prestamista y su hija Cristina, y por referencias, a la señora madre de esa niña.
No me parece tampoco del todo extemporáneo recordar a ustedes que, huérfano y solo, pasé mi primera juventud casi en la miseria viviendo malamente de dar clases de música e idiomas.
Mi primera habilidad fue la que me hizo conocer a Cristina, y siendo ésta hija única y voluntariosa, me declaró preferir oír cómo ejecutaba yo, en su magnífico piano las composiciones de su gusto; a tener que atormentarse hora y media diaria golpeando el marfilino teclado.
Cristina no sería nunca pianista, y así me lo declaró solemnemente al mes de haberme conocido. Ella gustaba de vestirse bien, de montar a caballo, de correr ¡bellísima amazona! a lo largo de caminos poco concurridos; de guiar sola, en ligerísimo buggy, brutal yegua inglesa.
–Las artes –díjome una tarde–, la vida sedentaria y contemplativa, la música, la literatura y la pintura cuadran bien con gentes enfermizas o que sufren: yo no sé sufrir, yo amo la vida activa, el sport