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La serie de libros "7 mejores cuentos" presenta los grandes nombres de la literatura en lengua española. Ángel de Estrada fue un poeta, novelista y cuentista argentino, gran admirador y amigo del poeta nicaragüense Rubén Darío y con cuantiosas influencias del escritor italiano Gabriele d'Annunzio.Este libro contiene los siguientes cuentos:El viejo general.Recuerdos de un pintor.Cuento de Pascua.Una emboscada.La máscara.Becquer.El último canto.
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Seitenzahl: 44
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Título
El Autor
El viejo general
Recuerdos de un pintor
Cuento de Pascua
Una emboscada
La máscara
Becquer
El último canto
About the Publisher
Ángel de Estrada (Buenos Aires, Argentina, 20 de septiembre de 1870 - en alta mar frente a Río de Janeiro, Brasil, 28 de diciembre de 1923) fue un poeta, novelista y cuentista argentino, gran admirador y amigo del poeta nicaragüense Rubén Darío y con cuantiosas influencias del escritor italiano Gabriele d'Annunzio.
En 1889 se inició como poeta con diversos ensayos, aunque sus mejores escritos están hechos en prosa, en estilo modernista. Era un viajero incansable que estimaba Francia y la Italia del Renacimiento. Tuvo una gran fortuna y siempre dio muestras de ser un gran caballero. En su país fue profesor en el Colegio Nacional y en la Academia de Filosofía y Letras.
También le gustaba escribir las crónicas de sus viajes y escribía en diversos diarios. Se caracterizó por su delicada musicalidad y un espíritu estetizante, y además de una abundancia de neologismos, y una marcada tendencia al detallismo en la descripción de paisajes y ambientes.
Murió en el barco que lo llevaba de regreso a Argentina de un viaje por Europa, a causa de un accidente en alta mar, cerca de Río de Janeiro en 1923.
Podía Wagner haber vencido con su genio á las escuelas italianas. Podía atar en la barquilla de su gloria á la ciencia inspirada, como atara en la de Lohengrin el cisne, y ver en ella su estatua, como la imagen del caballero, con la vista hundida en lo infinito. ¡Qué le importaba al viejo general! Y aun podía su nieta, una rubia no muy linda, pero de ojos admirables, estar esperando, como en la leyenda, á un caballero también; y podía el país del caballero estar esmaltado de lagos y follajes, estos con ruiseñores divinos, y aquellos cubiertos de cisnes maravillosos. A él ¡qué le importaba, ni qué sabía?
Cuando la nieta tocaba el piano, con el cuaderno del alemán, abierto, llamando al joven vestido de lumbre misteriosa, ardía en impaciencia. La canción del gentil custodio del Graal; el asombro del pueblo trastornado por el prodigio; todo le daba en los fatigados nervios y gritaba, moviendo una pierna de palo:—Basta, muchacha, basta de canturria!
La nieta volvía al cuartito de las modestas colgaduras blancas, de las piedras y petrificaciones del Chaco, como quien dice bibelots y porcelanas de Saxe, y allí, con un estallido de risa desarrugaba el ceño del anciano.
—¿A que no sabe, abuelito— preguntó aquel día—porqué me río con tantas ganas? Y como el viejo nada contestara sino:—loca, loca;—ella se puso á tararear:
Para dispersar, señor,
del viaje de mis ensueños
los perfumes de las flores
que extrañas traigo en el pelo.
—Ah! romántica insoportable; dichoso el que te pierda!—gritó una voz de fiera enjaulada, y cayó de las manos de misia Pepa el cajón de las costuras.
La muchacha rió del apostrofe, corrió al piano de nuevo, y atacó con brioso empuje la marcha de Ituzaingo.
Airosos los arpegios con bélicos rumores, sonaron entre las piedras de micas relumbrosas, conmovieron los cristales, saltaron entre las blancas colgaduras, mientras el viejo, ante el retrato de un joven capitán que lucía su pechera roja entre fotografías amarillentas, llevaba el compás con la mano, sonriente como un niño dichoso.
¡Y no era para menos! Qué Wagner, ni qué musiquitas. La música patriótica, ésa, como decía el viejo general. ¡Qué! ¿las banderas de cien naciones, desplegadas, nada decían al paseante de las calles? Y los que contemplaban los edificios orgullosos con tanta tela: ¿nada sentían al sentir los nativos vientos juguetear en sus pliegues que crugían, extender sus colores que brillaban?
Era uno de los días de mal humor de Buenos Aires. El sol se velaba á través de una nube, con tristeza, y de pronto volvía á salir radiante. Los árboles de las plazas cobraban más verdor; chispeaban las pizarras de los techos, las piedras de las calles, los faroles lucían solcitos que irradiaban contentos, y las ráfagas azotaban más suavemente los toldos protectores de las tiendas. —Se compone— decía el general, mirando el cielo por los cristales; y nueva nube extendía la luz gris enfriando más el aire al apagar los rientes fulgores.
Y así corrían las horas, cuando, de repente, estremecidos por atambores, temblaron los cristales con vibración estrepitosa. Nina dejó el piano y acudió á la ventana. Una ráfaga fría sacudió las colgaduras y fué á levantar los cuatro pelos de nieve que coronaban la calva del viejo general. Calóse este su elástico, y con ayuda del bastón asomóse á la calle, que llenaban chicos zarrapastrosos y perros de varios tamaños, envueltos en el aire marcial que parecían tomar hasta los objetos fijos, al influjo de la música vibrante.
El sol rompió una nube; su primer rayo pálido adquirió repentinamente fulgor, y al culebrear entre las bayonetas, transformóse en deslumbrante relámpago. La calle se animaba con sacudimiento de vida briosa y bella. La multitud se estrujaba en las aceras; y las esquinas vomitaban sobre sus lienzos nuevas avalanchas.