7 mejores cuentos de Carlos Octavio Bunge - Carlos Octavio Bunge - E-Book

7 mejores cuentos de Carlos Octavio Bunge E-Book

Carlos Octavio Bunge

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Beschreibung

La serie de libros "7 mejores cuentos" presenta los grandes nombres de la literatura en lengua española. Carlos Octavio Bunge fue un sociólogo, escritor y jurista. Elaboró un informe sobre la educación en Europa, por encargo del Gobierno de su país. En el grupo de figuras del pensamiento americano que culmina en José Enrique Rodó, Carlos Octavio Bunge ocupó un importante lugar.Este libro contiene los siguientes cuentos:El Último Grande de España.La Agonía de Cervantes.El Justiciero.Pesadilla Drolática.Elo Más Zonzo.Almas y Rostros.El Canto Del Cisne.

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Tabla de Contenido

Título

El Autor

El Último Grande de España

La Agonía de Cervantes

El Justiciero

Pesadilla Drolática

Elo Más Zonzo

Almas y Rostros

El Canto Del Cisne

About the Publisher

El Autor

Carlos Octavio Bunge ( Buenos Aires, Argentina, 19 de enero de 1875 – ibídem, 23 de mayo de 1918) fue un sociólogo, escritor y jurista.

Era hijo de Octavio Raymundo Bunge y de María Luisa Rufina Arteaga y hermano de Alejandro, Augusto, y Delfina Bunge. Desarrolló una acción intelectual muy destacada en Argentina, la cual llegó a extenderse a Iberoamérica. Cursó los estudios universitarios de Derecho, explicó ciencias de la educación en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y derecho en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales.

Su principal obra es Nuestra América y Principios de psicología individual y social (1903). También se adentró diversos géneros: teatro, con La revolución de Churubusco, La primera batalla, El roble, Fracasado y Los colegas (1908); novelas y narraciones diversas, con Xarcas Silenciario (1903), La novela de la sangre (1904), Thespis (1907), Viaje a través de la estirpe y otras narraciones (1908), La sirena, Los envenenados, El capitán Pérez y El sabio y la horca; estudios filosóficos y pedagógicos, con El espíritu de la educación (1901), Principios de psicología individual y social (1903), Educación de la mujer (1904) y Estudios filosóficos.2​ También escribió "Nuestra Patria" en la que expone un interesante análisis de la composición social argentina y el porvenir que le esperaba.

Bunge explica, desde el darwinismo, el comportamiento de las sociedades iberoamericanas ante el proceso de modernización, con el aluvión inmigratorio. Cultivó un biologismo aristocratizante. La complejidad de su pensamiento, se debe a las teorías con las que se formó, aunque tiene un organicismo social y un racialismo.

El Último Grande de España

I

Pablo Gastón Enrique Francisco Sancho Ignacio Fernando María, duque de Sandoval y de Araya, conde-duque de Alcañices, marqués de la Torre de Villafranca, de Palomares del Río, de Santa Casilda y de Algeciras, conde de Azcárate, de Targes, de Santibáñez y de Lope-Cano, vizconde de Valdolado y de Almeira, barón de Camargo, de Miraflores y de Sotalto, tres veces grande de España, caballero de las órdenes de Alcántara y de Calatrava, señor de otros títulos y honores, era, ¡cosa extraña en persona de tan ilustre abolengo y alta jerarquía! un joven modesto, sensato y virtuoso.

Huérfano desde temprana edad, fue educado por su única hermana, Eusebia, quien, por los muchos años que le llevaba, podía ser su madre, y de madre hizo. Desmedrado, rubio, paliducho, con incurable aspecto de niño, de facciones finas, de ojos dulces y claros y porte de principesca mansedumbre, contrastaba el joven con la igualmente interesante figura de su hermana. Era ésta una mujer alta, huesosa, de dura y vieja fisonomía, coronada por abundante masa de negrísima cabellera. Aristócrata y célibe empedernida, en cuanto él cumplió la mayor edad, profesó ella en la orden de las ursulinas. No sin decirle antes, sintetizando su obra educativa:

—Por tu nombre y antepasados, eres el primer noble, el primer grande de nuestra siempre noble y grande España. Después del rey nadie tiene más altos deberes que tú. Modelo debes ser, en virtudes y sentimientos, de tanto hidalgo indigno de su prosapia y de tanto plebeyo blasonado por el dinero y la vanidad. No olvides jamás lo que a ti mismo te debes, y a tus gloriosos predecesores. Ellos fueron virreyes, generales, cardenales y hasta reyes y santos; conquistaron tierras para su patria, laureles para sus sienes y almas para el cielo. En nuestros tiempos tu acción será forzosamente más reducida y simple. Tu vida, pura y retirada, no sólo será ejemplo de verdaderos hidalgos, sino también muda protesta contra estos tiempos corrompidos y vulgares.

Así dijo, en el tono austero y profético de una sibila. Y sin más, permitiendo apenas que por toda despedida el joven besara respetuosamente su mano de abadesa, cubriéndola de lágrimas, se retiró del mundo.

Pablo, Pablito, como ella cariñosamente le llamara, quedó solo. Aunque emparentado con los mismos Borbones y con toda la nobleza antigua, no mantenía con sus parientes más que ceremoniosas relaciones de etiqueta; chocábale la excesiva familiaridad propia de las cortes modernas. Reservando en el fondo de su corazón tesoros de ternura, creía torpe derrocharlos en afectos pasajeros y advenedizos. Por eso vivía retraído y hasta huraño, en su palacio de familia.

Era éste, más que palacio, convento, por su arquitectura sobria y maciza y por sus vastas dimensiones. El ala central había sido levantada durante el reinado de Carlos III, en un extremo de la calle del Rey Francisco, que pertenecía entonces a los suburbios de Madrid. Completado y reconstruido luego, era todavía grandiosa morada.

Por las muchas deudas que contrajera el último duque de Sandoval, viejo y disipado solterón, tío del heredero, el palacio había sido embargado en la liquidación testamentaria de sus bienes. Ocurrió esto en la minoría de Pablito. Y aquí fue donde primero se manifestó la entereza de su hermana Eusebia, a cuyos esfuerzos y diligencias debiose en gran parte la salvación de la finca, con sus magníficas reliquias. Apenas heredara Pablo los blasones, dio ella en desplegar la perseverancia y hasta el buen criterio comercial que se revela en el epistolario de Santa Teresa de Jesús. ¡Había que salvar de la ruina que lo amenazara el ducal mayorazgo, honra y prez de la patria historia! Y tanto bregó, luchó, suplicó, transigió y aun especuló, que al cabo de algunos años iban en vías de salvarse de las garras de los acreedores las tierras más tradicionales y las dos más ricas dehesas de la opulenta casa. Al joven duque no le tocaba ahora más que seguir las operaciones iniciadas y aconsejadas por su hermana, para que, al cumplir los treinta años, se viera en posesión de fortuna suficiente al decoro de su rango.

—Mira a nuestro primo Osuna—habíale dicho Eusebia.—Por la magnificencia de su padre, digno embajador de España ante el zar, ha debido liquidar en pública almoneda los honrosos trofeos de su estirpe. Hay que evitar decadencia semejante. Y no podemos evitarla sino con trabajo y ahorro. El comercio y los negocios no son para nosotros. ¡Recuerda al duque de Gandía! Los deportes, que convendrían a tus gustos, no convienen aún a tu fortuna. No olvides que Alba, propietario de cuantiosos bienes, ha gastado una mitad de ellos en los llamados «sports», que nos traen las modas de Inglaterra. Tampoco te aconsejaría que esperes aumentar tus caudales, como Montesclaros, uniéndote a la heredera de algún rico comerciante bilbaíno. Esa gente no participa de nuestros sentimientos, no es capaz de desinterés ni de delicadeza. Hasta en ideas políticas te concedo que puedas a veces templar las pasiones tradicionales con los nuevos tiempos, puesto que tu abuelo y tu tío disimularon su fidelidad a don Carlos; pero nunca en cuanto a tu casamiento... ¡Una verdadera duquesa de Sandoval es tan difícil de encontrar como una reina de España!

Y después de una larga pausa, con una emoción que nunca, antes ni después, le notara su hermano, había concluido:

—No me he casado yo, tal vez por que no hallé un marido para mis sentimientos y mi linaje. Dios sabe que sólo quería nobleza, no dinero. Pero tú, mejorada la suerte de nuestra casa y heredero de sus títulos, te encontrarás un día en ocasión de poder elegir una princesa. Espero del cielo que ella exista entre la miseria y corrupción de nuestro siglo. ¿No has visto nunca crecer, pura y lozana, en montones de estiércol, una azucena blanca?

Mucho meditó Pablo sobre tan excelentes advertencias. Y después de guardar durante algún tiempo el duelo que sentía por la profesión de su hermana, comenzó a frecuentar, de cuando en cuando, si no la sociedad bullanguera y aparatosa, las recepciones de Palacio, donde era bien quisto por su ejemplar conducta. Allí conoció las beldades de la corte, cuyas «toilettes» y modos le chocaron, a veces hasta la indignación. Encontrábales cierta desfachatez que se le antojaba canallesca, bien distante de la casta y severa majestad de las grandes damas de otros tiempos. Llegó a pensar que hallaría la esposa soñada en las soledades de provincia y hasta en otras cortes menos modernas, como las de ciertos pequeños principados de la feudal Alemania. Pero, ¡ay! esas infantas eran generalmente herejes... Y al defecto de la herejía innata, cuyo dejo subsiste aún después de la conversión, era casi preferible el defecto del modernismo parisiense, del modernismo Revolución Francesa!

Decíase que, avalorando su nobleza y señorío, la reina madre llegó a insinuarle, por discreto intermediario, la proposición de que casara con la menor de las infantas reales... Él la conocía, él sabía de memoria su perfil borbónico... Debió pensar si podría amarla... ¡No, nunca la amaría, a pesar de su adhesión y su respeto! ¿Cómo engañar, entonces, a una princesa real ante el altar divino? ¿No sería eso faltar doblemente a su Dios y a su rey? Fue así que, según se contaba, rechazó el ofrecimiento en agradecidos y leales términos.

Parece que el emisario de Palacio insistió a pesar de su negativa. Creyó que ésta fuese inspirada por la modestia; y debió llegar hasta ofenderle, con su moderno espíritu comercialista, encareciendo las ventajas de la alianza, como si el joven duque fuese una mercancía que se ofreciera... Esto acabó por indignarle en su íntimo y concentrado orgullo, y tan hondamente que, para terminar el enojoso asunto, dio Pablo una réplica digna de los antiguos tiempos de la grandeza española:

—Diga usted a su majestad la reina que, siendo yo el primer grande de España, no quiero ser el último infante.

Picado, el proponente preguntó:

—¿Es ésa la última palabra del señor duque?

Pablo se encogió de hombros:

—El duque de Sandoval no tiene más que una palabra. Lo mismo da llamarla primera que última.

Y, diciendo esto, se puso de pie, para significar a su interlocutor que había terminado la entrevista.

Poco a poco, disgustado por el ambiente, fue retirándose otra vez a su palacio. Maldecía allí a las nuevas invenciones, que le obligaban a vivir continuamente preocupado en el saneamiento económico de su casa, cuyas deudas estaban todavía a medio amortizar. En los reinados de Carlos V y de Felipe II, ¡cuánto mejor aprovechamiento tuvieran sus juveniles energías, al frente de los tercios de Flandes y de Italia, o de las huestes conquistadoras de las Indias! ¡Felices tiempos aquellos en que el sol no se ponía nunca en los dominios del Rey Católico!

Cansado por los tráfagos de la administración harto del inacabable cálculo de intereses y amortizaciones, pensó en distraerse viajando por el extranjero. Mas desistió por entonces de la idea, en parte por ahorro, en parte porque todavía no estaban los asuntos de su casa como para delegarlos en manos de procuradores o intendentes. Seguiría pues aun en el puesto que su hermana le indicara, cumpliendo las tareas más contrarias a su carácter generoso y altivo, en aras de esa misma generosidad y esa altivez.

II

Hallábase una noche después de cenar, solo como de costumbre, hojeando distraídamente periódicos y revistas, en la habitación que eligiera para gabinete de trabajo. Era ésta una amplia sala, decorada con cinco antiguos retratos de familia, los mejores de la colección, verdaderas piezas de museo, obras de grandes maestros. Terminada la lectura, dejó caer al suelo la última revista y absorviose en la contemplación del cuadro, firmado por el Tiziano, que tenía frente a su poltrona. Representaba él a don Fernando, el primer duque de Sandoval, fundador de la grandeza de su casa, en traje de gran maestre de la orden de Calatrava... Y, por súbita y peregrina ocurrencia, Pablo dirigió mentalmente a don Fernando, esta breve, pero sentida alocución:

—Ya ves. Llevo por ti, ¡oh mi glorioso abuelo! una vida lánguida y aburrida, una verdadera vida de sacrificio. Sólo espero que tú, ya que eres el dios tutelar de nuestra casa, me apruebes y bendigas.

Pareciole entonces ver al joven duque que su abuelo don Fernando, soltando la preciosa empuñadura de su espada, le tendía, en la tela del Tiziano, ambas manos, como para bendecirle y protegerle...

—Esto es ilusión de mis ojos—se dijo.—El viento que penetra por la ventana entreabierta la ha producido, sacudiendo la luz de las bujías.

Y se levantó bruscamente, para cerrar la ventana, volviendo a arrellanarse después en su asiento. Pero, realmente, don Fernando parecía haber cambiado de postura y estar poco dispuesto a tomar de nuevo la que le diera el pintor...

—Me siento mal—se repitió su último heredero.—No, no puede ser así. Es tarde... Acaso estoy soñando ya. Debo irme a acostar... Mañana desaparecerá la alucinación.

Efectivamente, era ya entrada la noche, pues en una habitación vecina el reloj dio la una. Hizo entonces el joven un esfuerzo para levantarse, aunque sin conseguirlo, saludando al retrato, entre burlón y respetuoso:

—De todos modos, don Fernando, os agradezco en el fondo de mi alma vuestra bendición. Y me despido hasta mañana, porque ya es tarde y me voy a dormir. ¡Buenas noches... o buenos días!

Los labios de don Fernando parecieron desplegarse en el retrato, mientras en la misma habitación decía vagamente una voz engolillada:

—Dios te ayude, hijo mío.

Al oír esta voz, estremeciose Pablo, alarmado.

—Debo de tener fiebre—pensó.—Decididamente, esta vida que llevo es antihigiénica para cualquiera, y más para mí, que pertenezco a una familia de guerreros y de ascetas, es decir, de nerviosos. Estoy fatigado por las preocupaciones y el trabajo. Me siento medio neurasténico... Es preciso que mañana mismo haga mis maletas y me dé una vuelta por Roma o por París, para reponerme.

Quiso levantarse otra vez, y le faltaron fuerzas. Quedó así clavado, siempre en su sillón, agitándolo extraños e indefinibles presentimientos...

De las tres bujías que alumbraban la estancia, apagose una, ya consumida... Al disminuir la luz, Pablo dirigió una mirada a los retratos que colgaban en los muros, y vio que todos, hombres y mujeres, lo miraban y sonreían cariñosamente, como saludándolo. El único que no le hiciera manifestación alguna de simpatía era la efigie de un dominico, fray Anselmo de Araya, gran inquisidor de Felipe II. La adusta rigidez de este fraile, que permanecía tal cual fuera pintado hacía siglos, infundió a Pablo todavía mayor temor que las sonrisas y los movimientos de las demás figuras...