7 mejores cuentos de Clemente Palma - Clemente Palma - E-Book

7 mejores cuentos de Clemente Palma E-Book

Clemente Palma

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La serie de libros "7 mejores cuentos" presenta los grandes nombres de la literatura en lengua española.Clemente Palma fue un escritor peruano modernista y crítico literario. Sus historias tratan mayormente de temas fantásticos, psicológicos, de terror y de ciencia ficción. Sentía atracción por lo morboso y muchos de sus personajes son anormales y perversos. Denota un fuerte influjo de Edgar Allan Poe y de los escritores rusos del siglo XIX.Este libro contiene los siguientes cuentos: Miedos.La Walpurgis.La leyenda del hachisch.Los ojos de Lina.El nigromante.El día trágico.

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Table of Contents

Title Page

El Autor

Miedos.

La Walpurgis

La leyenda del hachisch

Los ojos de Lina

Las Vampiras

El nigromante

El día trágico

About the Publisher

El Autor

Clemente Palma Ramírez nació el 3 de diciembre de 1872 en Lima, Perú, fue hijo natural del escritor Ricardo Palma y de la ecuatoriana Clemencia Ramírez.

Estudió en diversos colegios como el de Nuestra Señora de Guadalupe o el Pedro Labarthe Durand. Se graduó en Letras de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, con la polémica tesis El porvenir de las razas en el Perú.

Siendo su padre director de la Biblioteca Nacional, tuvo la oportunidad de leer la obra de diversos autores extranjeros, particularmente los rusos. En 1892 ingresó en la Biblioteca Nacional como curador, cargo que tuvo hasta 1901. Al año siguiente, fue designado cónsul en Barcelona y regresó al Perú en 1905 para ocupar nuevamente la curaduría de la Biblioteca hasta 1911.

En 1919, se casó en Barcelona con la puertorriqueña María Manuela Schmalz Kast, con la que tuvo cinco hijos: Judith, Clemente Ricardo, Ricardo, Clemencia e Isabel.

En 1919, cuando el presidente Augusto B. Leguía dio inicio a su oncenio, fue elegido diputado por la provincia de Lima para la Asamblea Nacional de ese año que tuvo por objeto emitir una nueva constitución, la Constitución de 19204. Luego se mantuvo como diputado ordinario hasta 1930 durante todo el Oncenio de Leguía.

Comenzó su carrera literaria temprano, en la revista del colegio Pedro Labarthe, plantel donde fue compañero de aula de José Santos Chocano.

Como periodista, comenzó trabajando en El Comercio en 1892 y después dirigió varias revistas, como El Iris (1894), Prisma (1906-1908) y Variedades (1908-1931), y el diario La Crónica (1929). A los 20 años mientras edita la revista Iris, aprovecha para publicar sus cuentos, mientras paralelamente saca poemas y ensayos en Perú Artístico. Su primer libro sale a la luz en 1895: Excursión literaria, recopilación de artículos escritos para El Comercio.

Dos cuentos publicados en 1901 le abren las puertas de la fama: La última rubia (17 de marzo) y Los ojos de Lina (5 de mayo), que formarían parte de su antogogía Cuentos malévolos, aparecida en Barcelona en 1904. Con Granja blanca debuta ese mismo año en la ciencia ficción y en 1905 lo hace en la literatura vampírica con Vampiras. La producción de Clemente Palma, uno de los primeros en cultivar el modernismo en el Perú, estuvo centrada en la narrativa.

Aunque fue ante todo un creador de cuentos, también incursionó en la novela: en 1913 publicó el primer capítulo de la inconclusa La nieta del oidor y posteriormente, la de ciencia ficción XYZ.

Figura clave en el desarrollo del cuento en su patria, introdujo temas nuevos en la literatura. Clemente Palma rompió con la tradición literaria peruana, apegada hasta entonces al costumbrismo, del que su padre había sido un exponente excelente. Sus historias tratan mayormente de temas fantásticos, psicológicos, de terror y de ciencia ficción. Sentía atracción por lo morboso y muchos de sus personajes son anormales y perversos. Denota un fuerte influjo en sus obras de Edgar Allan Poe y, en menor medida, de los escritores rusos del siglo XIX y del decadentismo francés.

En 1926 fue delegado del Congreso Panamericano de Periodistas, en Washington, y en 1929 en la Exposición Iberoamericana de Sevilla, donde también acudió su mediohermana Angélica. Fue perseguido político del gobierno de Sánchez Cerro y vivió año y medio deportado en Santiago de Chile.

Ocupó los cargos de secretario general de la Sección Peruana de la Oficina de Cooperación Intelectual y de presidente del Ateneo de Lima. Fue miembro de la Academia Peruana de la Lengua y de la Sociedad Geográfica de Lima.

Falleció a los 73 años a consecuencia de un cáncer al páncreas en el hospital Arzobispo Loayza, el 13 de septiembre de 1946.

Miedos.

El salón estaba obscuro, muy obscuro. Los espejos, cegados por la obscuridad, no reflejan en sus colosales pupilas los buques chinos de marfil, los dorados muebles, las sedosas cortinas ni las caprichosas licoreras y chucherías que adornaban los chineros. 

En la puerta del salón, como dos ugieres medioevales, estaban reflexionando de pie, sobre sus pedestales de mármol, envueltos en la gasa intangible de las tinieblas, Dante, en su actitud hierática, con el dedo sobre los labios, y Petrarca recostado sobre su lira. La araña, como una inmensa plomada de cristal, se descolgaba largamente del techo, y cada vez que un carruaje estremecía el salón con su escandaloso rodar sobre las piedras de la calle, interrumpía el silencio con el tintineo de sus prismas sonoros. El riquísimo Pleyel, abierta su bocaza de madera, reía sin ruido, haciendo jugar sobre su larga hilera de dientes ese átomo de luz que siempre existe disuelto en toda obscuridad. Parecía una inmensa cabeza de hotentote risueño. Lejanos relojes daban campanadas y ventanas, y resbalando sobre la alfombra de Bruselas iban a perderse en las demás habitaciones. Luego... nuevamente el silencio. 

Dieron las tres y una de las puertas se entreabrió y penetró en el salón una sombra, lentamente, arrastrándose como un gnomo curioso que camina con precaución para no hacer ruido. Subió al piano, y caminando sobre el teclado, produjo una escala imperfecta. Probablemente le disgustó al gnomo su poca disposición para la música, porque inmediatamente se alejó y fue a esconderse a uno de los sillones. 

Poco después se estremeció el aire encajonado del salón con unos ruidos extraños que venían del sitio en que se había ocultado el gnomo: un frou frou constante y desesperado, sollozos ahogados, gritos de dolor que se resolvían en un gruñido sordo. Se hubiera creído que el gnomo, herido de muerte, se revolcaba sobre la seda en una agonía lenta y dolorosa. Dante hundió su mirada de águila es la obscuridad y Petrarca levantó también la cabeza, pero no se veía nada. El sillón estaba de espaldas a ellos y en la imposibilidad de ver, volvieron a su actitud meditabunda. 

En la habitación contigua una muchacha, rubia como los trigos, estaba en un lecho adornado con angelitos, temblando de miedo. Se despertó a los gritos del piano mortificado con las pisadas del gnomo. ¡Oh, Dios mío – pensó– ladrones! Y se quedó fría, inmóvil, conteniendo la respiración, sin atreverse a hacer el menor movimiento para no atraer la atención de los ladrones. ¡Si se movía, la matarían para que no avisase! 

De pronto, llegó a sus oídos un prolongado gemido, extrahumano, como los que la imaginación popular supone que salgan de los labios de las almas en pena. La muchacha se estremeció, presa de indecible espanto; quiso grita: 

–¡Abuela, abuela... luz... están penando en el salón! Pero se le ahogó la voz, movió los labios, mas la lengua ni la garganta quisieron obedecerla. Con los cabellos erizados y los ojos desmesuradamente abiertos, esperaba a cada segundo sentir la impresión de frialdad de una calavera que se acostara sobre su misma almohada: veía en el aire canillas que se cruzaban, largas túnicas por cuyas mangas voladas salían brazos y manos óseas. Aterrorizada se tapó la cabeza y se estuvo así, escuchando gemidos y rodeada de horribles visiones, hasta que por el tejido de la sobrecama vio colarse un estirado rayito de luz matinal como un alambre de oro. 

Eran las seis de la mañana. Se destapó medrosa aún, pero poco a poco se tranquilizó: de día las ánimas en pena vuelven al cementerio. A las siete, su abuela, una viejecita de andar ligero, a pesar de sus 70 años, estaba ya levantada y caminando por toda la casa. 

–Buenos días, hija, a levantarse. –Buenos días, abuelita –contestó la linda rubia, besando la mano de la anciana. Tenía la muchacha quince años y unos labios frescos y rosados, bajo los que había una nidada simétrica de perlas. Sus senos virginales, 

duros y redondos, comenzaban a darle aspecto de mujer y levemente levantaban la alba camisa de dormir, menos blanca que su piel suavísima. El miedo y el insomnio de la pasada noche habían dejado una línea azulada bajo sus rasgados ojos de cielo. La abuela notó ojeras de la doncella y se lo dijo; ella iba a referirla lo de las penas, pero se contuvo; sabía que su abuela se reiría de sus miedos y no la creería... 

Levantóse, y después de bañarse, entró al salón a repasar una lección de piano... 

**** El salón estaba claro, muy claro. Grandes haces de luz se precipitaban por las ventanas teatinas en el afán de penetrar todos a la vez. Luego se desbandaban sobre los muebles haciendo brillar la seda. Los espejos se hacían todos ojos y, ansiosos de ver, reflejaban en las lunas venecianas los buques chinos, las mesas, las camisas, las chucherías que llenaban los chineros, todo, todo cuanto podía caber en sus colosales pupilas. Dante, bañado en esa inundación de luz que daba tintes y brillores amarillentos a su gran túnica de bronce, continuaba en su actitud hierática, con el índice recostado en su labio inferior, y Petrarca se preparaba a tañer la lira. Sobre los cuadros de las paredes, sobre las alfombras y los muebles celebraban la fiesta de la luz, la apoteosis del Sol, una infinidad de espectrillos solares, despedidos de los irisados prismas de la araña, que revoloteaban inquietos como alegres pajecillos de Febo vestidos con túnicas policrómicas, en tanto que el piano con la risa congelada, dejaba juguetear francamente sobre sus dientes de marfil la luz que se precipitaba de las ventanas... 

Entró la rubia con la cabecita despeinada y húmeda, de la que caía sobre sus espaldas una catarata de oro. Había olvidado ya sus temores y sólo pensaba en repasar su lección: una linda melodía de Godefroi, que debía saber a los once, cuando viniera el profesor. Se sentó en el banquillo de altura variable, recorrió el teclado y comenzó a brotar del marfil un raudal de armonías encantadoras. ¡Oh! el hotentote estaba contentísimo y al sentir la caricia de esos blancos dedos diminutos y ágiles, rompía en la más melodiosa de sus risas. 

–¡Miau, miau! –oyó la rubia a sus espaldas y giró rápidamente, luego dio un grito de repugnancia y sorpresa y corrió gritando: 

–¡Abuela, abuela, venga Ud. a ver... esta Mirra ha parido en el salón... cochina... parecen ratas! Sobre el sillón estaba echada una gata, dirigiendo a todas partes la mirada de sus redondos ojazos amarillos; había en ellos expresión de enfermedad tan clara, tal laxitud en la postura del animal, que instintivamente pensábase en el rostro pálido de las mujeres después de un alumbramiento. A un lado del salón estaban estereotipadas las angustias la naturaleza durante el doloroso momento de la reproducción, en una gran mancha de sangre coagulada que teñía la seda del asiento. Tres gatitos con los ojos cerrados, grises, cabezones, estaban prendidos por el hociquito rosáceo, de las hinchadas ubres de la Mirra. Uno de los michines, panza arriba, lucía su vientre casi sin pelo, del que salía la tripilla umbilical. 

Regresó la rubia con su abuela y una sirvienta. La señora refunfuñó, riñó a la Mirriña por sucia y sin vergüenza, como si la gata pudiera comprenderla; la amenazó con arrojarle los hijos a la alcantarilla y a punto seguido la buena viejecita ordenó a la sirvienta que la llevara a otro cuarto con sillón y todo para que no se maltrataran los hijuelos. Al pie del sillón había un gatito abortado, deforme. El lujoso asiento de valiosa seda, y talladuras trabajosas, sirvió en delante de lecho mullido a la Mirriña. 

Siguió la doncella tocando su melodía de Godefroi, después del incidente, y mientras sus dedos recorrían el teclado, su linda cara de virgen púber hacía mohines de asco. De pronto la idea de la gata dando a luz se asoció al recuerdo de las penas y terrores que no la dejaron dormir: entonces se sonrió y dos hileras de perlas se reflejaron en la charolada caja del piano... 

La Walpurgis

Era un sábado. Los estudiantes como las brujas, celebramos los sábados con un festín en la taberna Hop-Frog. Creéis que libamos vino dulce como los presbíteros, que discutimos a Platón y a Aristóteles como los estudiantes cogullas del siglo XV o que hablamos del arte griego como los discípulos de Vinci, Ruysdael y Rembrandt? ¡Bah! Os engañáis; bebemos plenos vasos de cerveza y de ajenjo, hablamos de las bellezas íntimas de nuestras novias y nuestras queridas y hacemos versos a gritos; y cuando de la mezcla del ajenjo y la cerveza, en nuestros vientres, suben al cerebro los humos fermentados de una embriaguez diabólica, nos tiramos las botellas a la cabeza y escandalizamos el barrio con el estruendo de nuestras blasfemias y carcajadas, de nuestros cantos obscenos elaborados frente al busto de Allan Poe. A más de una hermosa, adolescente y casta, hacemos estremecer en su lecho, en las altas horas de la noche, con nuestras canciones voluptuosas. Nosotros somos los que hacemos las Margaritas y las Julietas, las Miguones y las Doroteas, los que hacemos florecer todos los amores bajo este cielo gris de nuestra Colonia gótica... 

**** Era un sábado. Habíamos ya bebido muchos vasos Goetz cantaba una imitación de la «Copa de rey de Theule.» Henry narraba una aventura macábrica. Mi hermano Prauz, sentado junto a mí, hablaba de amores a la hija del tabernero, una moza que tenía dorados los cabellos como si los hubiera sumergido en mi vaso de cerveza. Mis demás compañeros, unos cantaban, otros hacían versos, jugaban al sacanete montados sobre las bancas, enamoraban a las criadas, decían chistes al tabernero, en fin, cada uno hacía cosa distinta a lo que hacía el otro. Sólo estábamos acordes en hacerlo todo a gritos y en beber sin cesar. Los transeúntes trasnochados se detenían a la puerta de Hop-Frog y nos miraban sonrientes y curiosos los mendigos y los pilluelos, adustos e irritado los burgueses de vida arreglada, y luego continuaban su camino con las manos metidas en los bolsillos. 

**** La noche estaba negra. Sobre un tejado vecino, en un acumulamiento de nubes pardas, había sin embargo, una gran mancha luminosa, como si un gigante de fuego hubiera lanzado al cielo un chispazo de luz verdosa. Iba a aparecer la luna. En efecto, a las once salió larga y arqueada. Estaba pálida y fría, como una agonizante y tenía el brillo mate y siniestro del hueso seco; Franz se estremeció, y la moza a quien acariciaba le dijo: –Franz mío, ¿te aterra la luna de la Walpurgis? Hoy es 30 de Marzo y hay parranda de magos y brujas –Franz la besó y fingiendo incredulidad respondió: –No, hermosa, no temo. La Walpurgis sólo existe en las leyendas de los trovadores antiguos del Rhin. 

–Te engatas –repuso la joven– yo he visto una noche detrás de los calados de la catedral el cortejo fantástico que acudía a la diabólica ceremonia. Iban en brillante cabalgata los caballeros Nibelungos... –y continuó en actitud sofiado1a, viendo en su imaginación el séquito de fantasmas .que pueblan las tradiciones y leyendas del Rhin. 

–¡La Walpurgis! ¡Pues quisiera verla! ¡Buena paparrucha! –dije yo, para infundir valor en Franz, que es muy supersticioso. 

**** Los estudiantes seguían cantando y bebiendo. De pronto Henry se levantó, copa en mano, y propuso que brindáramos todos a la Luna, por su restablecimiento, porque se redondeara su faz de ético. 

–¡Apagad las linternas! –gritó Goetz. 

La habitación quedó alumbrada únicamente por el astro; todos a pesar de los colores que la embriaguez pintara en los rostros, estaban amarillentos como cadáveres. La luminosa caricia de la Luna era fría y espeluznante como la caricia sudosa de un moribundo. Henry se adelantó con el vaso lleno de ajenjo y brindó:–. 

Brindo porque en tus pálidas mejillas ¡oh fría diosa! vuelva la vida a reanimar los colores; por que alegres el cielo y opaques l estrellas con los fulgores de tu luz azul, y por que en lugar de las tocas de viuda con que, te ciñen las pardas nubes, vistas el manto de claridad con que te adornas en las voluptuosas noches de Verano. 

–Uno tras otro fueron brindando todos. Sólo mi hermano y yo no brindamos. No, esa luna era una ramera que iba a prostituir sus rayos en la satánica ceremonia de la Walpurgis. Los caballeros del Grial no hubieran brindado... De pronto Franz se puso más pálido que un muerto y me apretó el brazo.