7 mejores cuentos de Darío Herrera - Darío Herrera - E-Book

7 mejores cuentos de Darío Herrera E-Book

Darío Herrera

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La serie de libros "7 mejores cuentos" presenta los grandes nombres de la literatura en lengua española.Darío Herrera fue un escritor modernista, diplomático y periodista panameño. Característico en la obra de Darío Herrera es su intento de evadir la realidad (lo cual está muy presente en los poetas modernistas), buscando un escenario en el pasado o en el esplendor europeo.Este libro contiene los siguientes cuentos: En el Guayas.Un beso.Hipnotismo.La zamacueca.Acuarela.Bajo la lluvia.Páginas de vida.

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Seitenzahl: 66

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Table of Contents

Title Page

El Autor

En el Guayas

Un beso

Hipnotismo

La zamacueca

Acuarela

Bajo la lluvia

Páginas de vida

El Autor

Darío del Carmen Herrera (Panamá, 18 de julio de 1870 - Valparaíso, Chile, 10 de junio de 1914) fue un escritor modernista, diplomático y periodista panameño.

Como diplomático desde 1897 recorrió Ecuador, Perú, Chile y Argentina. En 1904 fue nombrado Cónsul en Francia, pero renunció poco después por motivos de salud. Entre 1905 y 1906 visitó Cuba, El Salvador y México, donde realizó periodismo. En 1908 fue nombrado vicecónsul en El Callao (Perú) y en enero de 1911 Cónsul General. En enero de 1913 fue nombrado Cónsul en Valparaíso (Chile) donde falleció.

En sus numerosos destinos como diplomático forjó amistad con varios de los grandes poetas del Modernismo como Rubén Darío, Leopoldo Lugones, Ricardo Jaimes Freyre, Francisco y Ventura García Calderón, José Santos Chocano, etc.

En 1903 publicó Horas lejanas, el primer libro de cuentos publicado por un panameño. En 1971 se publicó su colección póstuma de poemas Lejanías. Fue el primer traductor al español de La Balada de la Cárcel de Reading de Oscar Wilde.

Como periodista desarrolló una intensa actividad en diarios y revistas de Hispanoamérica. Entre otras publicaciones, colaboró con La Nación de Buenos Aires, El Imparcial y Mundo Ilustrado de México, La Habana Elegante y El Fígaro de Cuba, La Quincena de El Salvador, etc.

Su poesía se caracteriza por ser sugestiva, psíquica y melancólica; la cual, además, posee una notable influencia de Leconte de Lisle, Stéphane Mallarmé, Verlaine, además de José Asunción Silva y de Rubén Darío. Desde el punto de vista formal, la obra de Darío Herrera es muy estética (debido a la influencia parnasiana) y se distingue por su gran poder descriptivo, elegancia en la frase rebuscada y por una preocupación léxica y formal que se refleja en su rima que es capaz de crear ritmos especiales para expresarse. La temática de su poesía gira en torno al hastío del amor, la mitología grecolatina y la muerte. Característico en la obra de Darío Herrera es su intento de evadir la realidad (lo cual está muy presente en los poetas modernistas), buscando un escenario en el pasado o en el esplendor europeo.

En el Guayas

Fue una sorpresa aquel despertar, anticipado por los ritmos sonantes de una música de banda. Me hallaba a bordo del Imperial, frente a la isla de San Pedro, en la entrada del Guayas, el gran rio ecuatoriano. Amanecía. La tarde anterior pasamos cerca de la “Isla del Muerto”, y en verdad, el peñasco, bajo las brumas crepusculares, daba la impresión de un cadáver de cíclope, inmovilizado sobre la movilidad de las olas. A las ocho fondeamos en la desembocadura del río, y se aguardaba el día para proseguir el viaje, por entre la multitud de bancos arenosos, con rumbo a Guayaquil, distante aún siete horas. Nos rodeaba una tierra desierta y montañosa. ¿De dónde brotaba aquella música? 

La respuesta la obtuve en seguida: alguien llamó a la puerta del camarote, y la lámpara eléctrica recorté luego, dentro del marco, la figura morena del coronel Alfaro, hermano del Presidente del Ecuador, y alto magistrado él también. “Los amigos –me dijo– han venido a buscarme en un vaporcito: si quiere evitarse las incomodidades de de la Aduana, venga con nosotros”. Agradecí la invitación, sin aceptarla. No estaba mi espíritu propicio para ese arribo bullicioso a la ciudad extranjera. Dejaba atrás la patria, bruscamente abandonada; dejaba el hogar, que mis ojos no volverían a ver –el hogar con todas sus tradiciones seculares, –y en él a la madre y al padre, nevados de años, abatidos en sus lechos de enfermos, próximos, muy próximos ya al desligamiento de la vida. Y allá quedaba, perdurando en las fisonomías y las cosas, la infancia con sus inconsciencias felices, con sus juegos y alegrías; quedaba la primera juventud, con sus entusiasmos, sus revelaciones y sus sueños, con sus emociones y sus goces... El pasado triste; el futuro opresoramente misterioso... No, no estaba mi espíritu para esa llegada al país desconocido, entre músicas, y brindis y vítores, vibrantes ahora en una sola ráfaga... El coronel debía de encontrarse ya entre los suyos. 

El vapor navegaba sobre el estuario cuando subí a cubierta. La mañana era lluviosa y opaca. La temperatura, fuertemente cálida. Una enorme nube plomiza, desde la curva del este, se extendía hasta más acá de la mitad del cielo, dejando sólo limpio el norte y el extremo oeste. Bajo ella, el sol ni siquiera se adivinaba. La lluvia caía menuda, compacta, y, en bruma acuosa, les quitaba a los objetos lejanos su aspecto real, esbozándolos con vaguedades fantásticas. Así, la cordillera andina, en el fondo del horizonte –y en la región donde con más poderío yergue su pesado engranaje de montes y volcanes– se hacía Leve como una ficción de celajes. A la izquierda, a cien metros, muy corto, muy ancho, iba el vapor fluvial. En su cubierta se agitaban, en muchedumbre apiñada, los amigos del coronel Alfaro, con el abigarramiento de sus trajes militares. Dos bandas en el entrepuente, tocaban, turnándose; y valses y aires marciales sucedíanse sin interrupción. A ratos, perforaba la onda melódica el estampido de un taponazo. Detrás del vaporcito se dilataba la ría, incierto su límite tras el velo pluvioso; y cerca de la margen derecha, rozando las ramas con el casco, el Imperial marchaba. Su proa fina hendía la corriente, y al rasgarse el agua, se encrespaba en olas espumantes. En la cubierta, protegidos de la lluvia por el toldo de proa, algunos pasajeros contemplaban el paisaje. Entre ellos, una linda niña canadiense, en la adolescencia, abría sus pupilas azules ante la extraordinaria exuberancia de aquella naturaleza. Las tonalidades verdes del follaje se amortiguaban en el gris de la mañana, adquiriendo uniformidad aterciopelada; y el enmarañamiento de los bosques desfilaban sin término, en una sola, impenetrable masa obscura. Canoas y pequeñas goletas, con el velamen desplegado, aparecían, se aproximaban y desaparecían fugaces por la popa del barco. De las tupidas redes de juncos levantábanse bandadas de aves, pintando en la atmósfera turbia su estallante policromía. Y la vida vegetal se desbordaba siempre por la orilla, en un empuje violento de savias, en una irresistible marejada de hojas. 

Era sin duda aquél un espectáculo maravilloso para el grupo de pasajeros. Todos miraban, agrandados los ojos, silenciosamente. Originarios de climas fríos, su primera impresión de las selvas del trópico, en su paso a vuelo de pájaro por el ferrocarril del Istmo, se ahondaba ahora, frente al apogeo de estas germinaciones