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La serie de libros "7 mejores cuentos" presenta los grandes nombres de la literatura en lengua española.Efrén Rebolledo fue un poeta mexicano. Autor de siete libros de poemas rehechos varias veces y refundidos en Joyelero y de una importante obra en prosa de la que destaca su novela corta Salamandra.Este libro contiene los siguientes cuentos:El Desencanto De Dulcinea.El Soliloquio Del Espejo.Jardín Zoológico.El Coloquio De Los Bronces.El Palacio De Otojimé.Por Los Ojos.El Suplicio de Mona Lisa.
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Seitenzahl: 42
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Title Page
El Autor
El Desencanto De Dulcinea
El Soliloquio Del Espejo
Jardín Zoológico
El Palacio De Otojimé
El Coloquio De Los Bronces
Por Los Ojos
El Suplicio de Mona Lisa
About the Publisher
Efrén Rebolledo (Actopan, Hidalgo, 9 de julio de 1877 -Madrid, España, 11 de diciembre de 1929) fue un poeta mexicano.
Poeta del Modernismo mexicano. Nació en Actopan, Hidalgo, en 1877, y murió en Madrid, España, 11 de diciembre en 1929. Fue bautizado e inscrito en el Registro Civil con el nombre de Santiago Procopio, nombre que cambió antes de ingresar a la preparatoria, en Pachuca. En la ciudad de México realizó estudios de derecho y llegó a ser abogado.
Participó activamente en la Revista Moderna, El Mundo y El Mundo Ilustrado, entre muchas otras publicaciones periódicas. Con Enrique González Martínez y con Ramón López Velarde fue fundador de la Revista Pegaso.
En 1901 ingresó a la diplomacia y representó a México en Guatemala, Japón, Noruega, Bélgica, Chile y España.
Sus obras más importantes son Caro victix y Salamandra. Sus Poemas escogidos, con prólogo de Xavier Villaurrutia, se publicaron en 1939, diez años después de su fallecimiento. En 1968 Luis Mario Schneider publicó sus Obras completas, y en 2004 Benjamín Rocha publicó sus Obras reunidas, con una documentada biografía. En 1997 se reeditó, en un solo volumen, Salamandra – Caro victrix, con prólogo de Luis Mario Schneider.
Don Quijote de la Mancha, el Caballero de la Triste Figura, émulo de los Rolandos y de los Amadises, flor y espejo de la Caballería Andante, se moría sin remedio causando la desesperación de su ama y de su sobrina.
Ni los discursos del Cura; ni los dichos de maese Nicolás, el Barbero; ni los donaires del Bachiller Sansón Carrasco; ni las mismísimas gracias de Sancho Panza que no se apartaba de su cabecera lo movían a despegar los labios. El caso era muy extraño, porque como decía atinadamente el médico del pueblo, Don Quijote no padecía de ninguna enfermedad, sino espiraba consumido por la melancolía y los desabrimientos.
Mudo, escuálido, enmagrecido cubierto con una montera verde, incorporado sobre las albeantes almohadas del exiguo lecho, estrujando a porfía el grueso cobertor con las acartonadas manos como si quisiera aferrarse a la muerte, Don Quijote no era ni el remedo del bizarro paladín que después de encomendarse a Dulcinea, con la lanza en ristre y dando de espuelas a Rocinante, embestía ejércitos, provocaba leones y batallaba con vestigios.
No lo abatía la derrota que recibió en la playa de Barcelona donde contendió en singular combate con el garrido caballero de la Blanca Luna, pues la guisa en que se comportó cuando ocurrió ese nefasto suceso lo acreditaba como el más valeroso de los adalides. Ni lo despechaba la condición que le impuso su vencedor de no acometer ninguna aventura antes de transcurrido el plazo de un año, porque aunque sus armas eran sus arreos y el pelear su descanso, había dado su consentimiento con entera libertad y debía sostener su palabra empeñada conforme al Código de Caballería. Ni lo atormentaba el haber sido hollado por una piara de cerdos, calamidad que con justicia sólo provocaba su desprecio. La razón debía ser muy distinta, y sabiendo la devoción que Don Quijote profesaba a Dulcinea, está averiguada la causa de su dolencia.
‒No sabes, le dijo un día a Sancho con cavernosa voz, cuánto me extraña que Dulcinea no haya vuelto a su prístino estado, no obstante la profecía que oírnos de los labios de la Cabeza Encantada en casa de Don Antonio Moreno, y de haberte dado tú los tres mil y trescientos azotes necesarios para su desencanto según el sabio Merlín. Más feliz fue la desenvuelta Altisidora, pues resucitó después de que hubiste recibido 1as mamonas y pellizcos que te propino la gente del Duque.
‒No me recuerde vuesa merced esa aventura, por decir algo repuso Sancho, que acusado por si delito no acertaba dónde ponerlos ojos, sabiendo que a pesar de haber regateado con sórdida avaricia los azotes de que dependía el desencanto de Dulcinea, y por consiguiente la ventura de su señor Don Quijote, no había vapulado su carne plebeya sino la dura corteza de las hayas insensibles.
‒Mísero de mí, continuó Don Quijote, he amparado a huérfanos, asistido a viudas y libertado a galeotes, con quien no me ligaba otra obligación que la de ser ellos afligidos y yo caballero andante, y no puedo auxiliar a Dulcinea, que siendo princesa se encuentra convertida en zafia campesina por las artes de mis enemigos los encantadores. Si mi mala suerte no me quitara el privilegio de acudir en su auxilio, yo te juro, Sancho, que habría sobrepujado las hazañas de Lanzarote y obscurecido las proezas de Tristán. La habría arrancado de los propios brazos de la muerte como Hércules a la desventurada Alcestes, y habría ido al Orco mismo, como descendió a buscara Eurídice el enamorado Orfeo
Después de haber proferido así sus cuitas, Don Quijote tomó a encastillarse en su silencio, acabando por perder el juicio, de tal manera lo preocupó el encanto de Dulcinea.