7 mejores cuentos de Joaquín Díaz Garcés - Joaquín Díaz Garcés - E-Book

7 mejores cuentos de Joaquín Díaz Garcés E-Book

Joaquín Díaz Garcés

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Beschreibung

La serie de libros "7 mejores cuentos" presenta los grandes nombres de la literatura en lengua española. En este volumen traemosJoaquín Díaz Garcés,un escritor y periodista chileno. Escribió múltiples columnas y artículos de prensa, con un estilo costumbrista, mordaz, de lenguaje popular firmados con el seudónimo de Ángel Pino. Este libro contiene los siguientes cuentos: - De pillo a pillo. - Director de veraneo. - Juan Neira. - Incendiario. - Rubia... - Huevos importados. - Los dos pátios.

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Seitenzahl: 81

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Tabla de Contenido

Title Page

El Autor

De pillo a pillo

Director de veraneo

Juan Neira

Incendiario

Rubia...

Huevos importados

Los dos pátios

About the Publisher

El Autor

Joaquín Díaz Garcés (Santiago de Chile, 15 de septiembre de 1877 - Santiago, 1921) fue un escritor y periodista chileno. Escribió múltiples columnas y artículos de prensa, con un estilo costumbrista, mordaz, de lenguaje popular firmados con el seudónimo de Ángel Pino. Fundó en 1913 la revista Pacífico Magazine y participó en la fundación de los diarios El Mercurio de Santiago en 1900 y Las Últimas Noticias. Director de la Escuela de Bellas Artes en 1916, y elegido miembro de número de la Academia Chilena de la Lengua en 1917.

Nació en Santiago el 15 de septiembre de 1877, y estudió humanidades en el jesuita Colegio San Ignacio donde conoció a Agustín Edwards McClure futuro director del diario El Mercurio. Ingresará a la Universidad Católica de Chile a estudiar Derecho.

En 1895 entra a trabajar en el diario El Chileno, continuando en El Porvenir. Su calidad como columnista lo lleva hasta el importante diario de la época, El Mercurio de Valparaíso, donde creó el seudónimo de Ángel Pino que lo haría famoso. En 1900 colaboró con su amigo Agustín Edwards en la fundación de El Mercurio de Santiago, donde llegaría a ser director. En 1902, participó en la fundación del diario Las Últimas Noticias.

En 1905 será el primer director del semanario Zig-Zag el año 1905. En 1908 fue designado secretario de las legaciones de Chile en Roma, Bélgica y Holanda, Aunque mantuvo sus columnas periodísticas y crónicas semanales en El Mercurio. En 1913 funda la revista Pacífico Magazine, donde realizó una intensa labor de divulgación de la pintura chilena, convirtiéndose en uno de los precursores de la incipiente crítica de arte en Chile. Para 1916 fue nombrado Director de la Escuela de Bellas Artes , y al año siguiente será elegido miembro de número de la Academia Chilena de la Lengua. Falleció en Santiago de Chile en 1921.

De pillo a pillo

-Este es un minero de veras -me decía el mayordomo, señalándome a Andrade, un viejo de barbas blancas, tostado y rudo como un bronce viejo, alto, firme todavía, de ojos negros, brillantes e inquietos.

El sol moría tras los altos picachos de la mina. Sin transición de crepúsculo, como ocurre en las altas cordilleras, la noche venía encima. El primer fuego encendido chisporroteaba con los quiscos secos mezclados a las ramas de espino. De abajo, en medio del alto silencio de la montaña subía el tintineo de una tropa de mulas retardada en el camino. Andrade avanzó después de esa breve presentación que hacía un lacónico v elocuente compendio de su vida de penalidades. Porque el viejo había padecido; antes de oírlo, ya sabía yo que su existencia había sido golpeada como pocas. En su faz rugosa, agrietada, esculpida por un tosco cincel, se leían las privaciones del hambre, las brutales quemaduras del sol y de la nieve, tal vez algunas manchas de sangre y de crímenes inconfesables. Hombre nacido para la más ruda batalla, enseñado desde niño a todas las crudezas, no podía encontrar ya nada sobre la tierra que lo hiciera temblar. La nariz aplastada como bajo el golpe de un machete, parte de la espaciosa frente hundida, una oreja incompleta, la voz resuelta pero contenida; era fácil comprender que ese luchador derrotado ni tuvo niñez apacible ni alcanzaría tampoco vejez con reposo.

-Sí, patrón; como minero nadie ha visto más que yo. He tenido muchas veces la plata en la mano, pero se me ha resbalado, señor, cuando menos pensaba. Como padecer he padecido, como hambres nadie puede hablar... Pero la sed, la sentí envolverme en una tortura infinita.

-¿Dónde conociste la sed?

-En el desierto.

Los mineros salían de los recodos del camino silbando alegremente. El fuego ardía con llamaradas vivas alargando las lenguas de fuego en mágica chispería, bajo el fondo de cobre colocado entre cuatro piedras. De la altura bajaba un cierzo de nieve.

-En el desierto, patrón, volvía de Caracoles las manos vacías. Llegué tarde, la fatalidad me dio más penas que nunca. Una mala hembra me salió al frente y me acriminó, señor. Tenía que salir la misma noche y salí guiado por mi mala estrella. Después de dos días de marcha, perdí el rumbo y acabé la ración. El saco que me había acompañado muchos años lo boté al suelo; no me servía de nada; un bocado de pan y una cebolla fueron mi último almuerzo. En el desierto quema el sol más que en ninguna parte. Su merced ha corrido más mundo que este servidor y tal vez ha estado en África o en la tierra de los camellos donde dicen que no hay agua y las piedras son brasas de fuego... Pero le aseguro señor que en el desierto al mediodía sale humo del suelo y uno se ahoga. Al principio, señor, yo me reía, porque en penurias yo me las entiendo; pero no sabía que en el desierto mientras más se anda es peor. No se avanza un paso, no se sabe para dónde caminar, no hay una seña, no hay una huella, no hay un espino, no hay un peñasco siquiera. Pero yo andaba y andaba, porque volver era imposible y tampoco sabía de qué lado había salido. Esa noche dormí mal porque me parecía que de esa vez Andrade era hombre perdido. Cuando apenas aclaró me puse a andar; pero tenía fatiga. Fatigas he sentido y hambres he pasado; un día más, un día menos, sin probar un bocado, no es para asustar a un minero, ¿no es cierto ño Benítez? En la Deseada también sentimos hambre, pero nos reíamos. Los niños eran bravos todos y eran buenos para el padecer. Pero la fatiga del desierto era, señor, como el sol, cosa no conocida; a mis mayores enemigos a quienes se las tengo jurada por mi madre no les deseo esa fatiga, porque es peor que la muerte, patroncito. Principia una angustia en la cabeza que baja al corazón, que da comezón en los brazos y le quiebra a uno las piernas. A ratos uno se olvida de todo como si durmiera y se asusta de encontrarse caminando.

-Esta es la última, Andrade -me decía yo mismo-, habías escapado de tantas y venís a entregarte en este arenal del infierno...

La fogata ardía, ardía. Un silencio de muerte pesaba sobre todos. Encendidos los cigarros, los labios secos chupaban nerviosamente, y el humo envolviendo el resplandor del fuego se perdía inmediatamente en la negrura de la noche. Benítez, el cocinero, absorto en el relato de su amigo, se había quedado con la espumadera en la mano olvidado de revolver los frejoles y el agua hervía y saltaba, quemándose en los bordes de la quemante olla.

-En la Sonámbula han puesto trabajo de nuevo -dijo un apiri colocándose una mano al lado del ojo para que el fulgor de la fogata no le impidiera ver a lo lejos. Y en efecto, al frente, muy lejos, a inconmensurable altura en los más escarpados cerros, se veía, casi como una estrella, una chispa de fuego. Allí contaban seguramente otros mineros la historia de otras luchas no menos dramáticas.

-Fue entonces, patrón -dijo Andrade, volviendo del fondo de sus recuerdos con un suspiro-, cuando comencé a sentir sed. Se dice muy luego... Se siente sed muchas veces, pero se sabe que hay cerca un río, un estero, una acequia, una vertiente donde se puede tragar cuanto se quiera, y ésta no es la sed del desierto; la sed del desierto debe ser la sed del infierno...

-La Virgen Santísima nos libre -dijo a media voz el más joven de los apires, santiguándose maquinalmente.

-Uno mira a todos lados y todo es fuego. El fuego quema la cara, los labios, la lengua, la garganta, el pecho, el estómago, el alma, sí, señor. Aquí abrimos la boca y el aire nos refresca. En el desierto hay que llevar la boca cerrada porque el aire tuesta. La sed me desesperaba. No sentía el hambre. Ni la mala hembra de Caracoles, ni las puñaladas que esa perra maldita me hizo dar por su culpa, ni las venganzas me hacían ningún efecto. Nada me importaba, y si ahí hubiera tropezado con una piedra de plata maciza, la habría tirado lejos. Era agua, señor, lo que pedía. Porque, aunque iba solo, yo venía hablando fuerte, hablando a gritos; me estaría volviendo loco, pienso yo, cuando me acuerdo. De repente tropecé y me caí. No es nada, Andrade, adelante, gritaron cerca de mí; me di vueltas y no había nadie; era yo mismo, pero no era mi voz.

-Buen dar, dijo Benítez. Tanto padecer y ser siempre pobre.

-Esa noche, patrón, no dormí. Creo que tendría fiebre, porque las sienes me sonaban como un tambor. A cada rato sentía voces que me hablaban y siempre era yo. Creí una vez que aullaba un perro y me estuve medio sentado oyendo: nada, ni un grillo. Al amanecer resolví andar y andar, había que morirse andando, no había remedio. Yo había ido a Caracoles por mi bueno, y me volvía por mi mala cabeza. Mía era toda la culpa, a nadie le hacía falta.

Cuando ya salía el sol vi un buitre que volaba alto, muy alto. Éste va por el camino, dije, éste va para poblado, es el primer pájaro que veo; vamos bien, Andrade. Luego lo perdí de vista; pero más tarde volvió más bajo y más despacio. Entonces se me ocurrió, patrón, que el condenado tenía hambre como yo y sed como yo y que me venía ojeando y siguiendo porque esperaba que cayera.

-Diablo, buen dar con el buitre, bienaiga iñor con el avechucho- fueron coreando los oyentes uno tras otro. Habían comprendido el cuadro trágico de esa lucha del hombre y del ave de rapiña ante la desolación de la naturaleza. Pero la observación los hacía reír.