7 mejores cuentos de Katherine Mansfield - Katherine Mansfield - E-Book

7 mejores cuentos de Katherine Mansfield E-Book

Katherine Mansfield

0,0

Beschreibung

La serie de libros "7 mejores cuentos" presenta los grandes nombres de la literatura en lengua española. En este volumen traemos a Katherine Mansfield, una destacada escritora modernista de origen neozelandés. Este libro contiene los siguientes cuentos: - Las hijas del difunto coronel. - La mosca. - Felicidad. - Fiesta en el jardín. - Vida de Ma Parker. - Sopla el viento. - La señorita Brill

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 137

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Tabla de Contenido

Título

El Autor

Las hijas del difunto coronel

La mosca

Felicidad

Fiesta en el jardín

Vida de Ma Parker

Sopla el viento

La señorita Brill

About the Publisher

El Autor

Kathleen Bowden Murray nació como Kathleen Beauchamp el 14 de octubre de 1888 en una familia socialmente prominente de origen colonial, en Wellington, Nueva Zelanda. Vivió con sus padres, dos hermanas, una abuela y dos tías adolescentes. Su padre era banquero y primo de la escritora Elizabeth von Arnim. Llegó a presidente del Banco de Nueva Zelanda y fue nombrado caballero. La madre era muy controladora, por lo que Kathleen fue criada por su abuela. Esto se produce porque su madre quería tener un hijo, lo que provocó que ella le estuviera constantemente indicando que era un "accidente", por lo que no mostraba interés por ella. En 1893, la familia se muda a un área rural, donde pasará los mejores años de su infancia y donde nace su hermano Leslie.

En 1898, la familia vuelve a Wellington y ella publica su primera historia en la revista del colegio. En 1902, se enamora de su profesor de violonchelo, pero no es correspondida. Se siente rechazada por los habitantes, por lo que decide pedirle a sus padres que la envíen a estudiar a Londres. Sus padres se oponen, pero tras mucha insistencia la dejan marcharse, junto a sus dos hermanas, al Queen's College de Oxford. Aparte de ir a clases al instituto, escribe también para la revista del mismo y recibe clases de violonchelo. Entonces conoce a su novia y después amante, que también escribe, Ida Baker. Pero cuando termina sus estudios sus padres le ordenan que regrese a Wellington. Cuando vuelve, se arrepiente de haber vuelto, ya que no le gusta la vida en Wellington, un lugar que considera provinciano y alejado del mundo inglés, y regresa a Londres en 1908. A partir de entonces y durante el resto de su vida, su padre le envía una pensión anual de 100 libras esterlinas.

Para entonces, en 1908, se ha convertido en una buena violonchelista y sueña con dedicarse profesionalmente a la música, pero su padre no se lo permite y nunca lo hará realidad. Rápidamente se convierte en una bohemia, como muchos artistas de su época, y conoce a un chico llamado Garnet Trowell, pero los padres de éste se oponen a la relación y ésta termina aunque ella se ha quedado embarazada. Conoce a un profesor de canto 11 años mayor que ella, George Bowden, con el que se casa precipitadamente, pero lo abandona la noche de bodas. Cuando informa a sus padres de que está embarazada, su madre, Annie, llega a Londres a principios de 1909 y se la lleva a Bad Wörishofen, en Baviera, Alemania, con la intención de mantener su embarazo en secreto y dejar atrás su lesbianismo, ya que su madre también conoce su relación con Ida Baker, su amante.

En algún momento en el balneario alemán, sufre un aborto natural y pierde al bebé que esperaba. Vuelve a Londres en enero de 1910 y no volverá a ver a su madre. Allí publica 12 historias en "New Age". También mantiene una relación con la mujer de su jefe, Beatrice Hastings. Posteriormente, estas historias son publicadas en un libro con el título de "En una pensión alemana", pero tiene poco éxito. A pesar de eso, envía una historia a la revista "Rythym", pero esta es rechazada por el editor, John Middleton Murry, quien le pide algo más "oscuro". En 1911 ambos empiezan una relación, y acabarán casándose en 1918, pero es una relación "ahora sí, ahora no", compartida con Ida Baker. Unas veces está con Murry, otras con Baker, y otras con ambos, los tres viviendo juntos. Contrae gonorrea, que le provocará artritis para el resto de su vida. En 1912 la revista tiene muchas deudas, ya que el socio de Murry se ha ido con parte del dinero ganado. Entonces ella abandona a Murry y a Baker y se va a vivir a Francia, con otro hombre, pero la relación no funciona y decide volver a Londres con Murry. En febrero de 1915, su hermano Leslie llega a Londres, donde se está formando como oficial. Es un momento feliz para ella, pero la alegría no dura mucho, pues Leslie muere en el frente en octubre de ese año.

La muerte de su hermano la deja muy afectada, por lo que empieza a refugiarse en sus recuerdos de la infancia, cuando vivía en Nueva Zelanda, un lugar que antes le parecía horrible. A pesar de eso, a principios de 1916 entra en su época más productiva y su relación con Murry mejora. En diciembre de 1917, enferma de tuberculosis, por lo que empieza a viajar por toda Europa buscando una cura para la enfermedad. A pesar de eso, su salud empeora y tiene una fuerte hemorragia de la que logra recuperarse, en marzo de 1918. Para abril, ya ha conseguido divorciarse de George Bowden, y se casa con Murray, pero se separan dos semanas después.

Publica su segundo libro de historias, "Preludio". Durante el invierno de 1918, ella e Ida Baker viven en un pueblo en San Remo, en Italia, donde Murry llega para pasar las Navidades con ellas. La relación con Murry es distante a partir de ese momento, ya que viven separados, él en Londres y ella en Italia. Mientras está en Italia recibe la visita de su padre, que ha enviudado recientemente. A partir de entonces empieza a buscar desesperadamente cura para la tuberculosis, incluso con algunos métodos poco ortodoxos.

En 1920 publica su tercer libro con historias "Por Favor", el cual es un gran éxito. Posteriormente, en 1921, se traslada a Suiza, donde escribe "El Viaje". Un año después publica su cuarto libro de historias, "La Fiesta En El Jardín". Viaja a París, donde se aloja en un balneario cerca de Fontainebleau, donde es visitada por Murry el 9 de enero de 1923. En la tarde de ese día sufre una segunda hemorragia pulmonar que le provoca la muerte a los 34 años.

Murry coge todo lo que había escrito y se lo lleva a Londres, para publicarlo. Prepara una serie de historias y las publica en un libro titulado "El Canto del Cisne" ese mismo año y al año siguiente hace lo mismo con otras historias en un libro titulado "Algo Infantil". Posteriormente publicará también su diario "Diario de Katherine Mansfield" (1927) y "Cartas de Katherine Mansfield" (1928).

Las hijas del difunto coronel

I

La semana siguiente fue una de las más atareadas de su vida. Incluso cuando se acostaban, lo único que permanecía tendido y descansaba eran sus cuerpos; porque sus mentes continuaban pensando, buscando soluciones, hablando de las cosas, interrogándose, decidiendo, intentando recordar dónde...

Constantia permanecía yerta como una estatua, con las manos estiradas junto al cuerpo, los pies apenas cruzados y la sábana hasta la barbilla. Miraba al techo.

—¿Crees que a papá le molestaría si diésemos su sombrero de copa al portero?

—¿Al portero? —saltó Josephine—. ¿Y por qué tenemos que dárselo al portero? ¡A veces tienes cada idea...!

—Porque seguramente —replicó lentamente Constantia— debe tener que ir bastante a menudo a entierros. Y en..., en el cementerio vi que llevaba un sombrero hongo. —Hizo una pausa—. Entonces se me ocurrió que estaría muy agradecido si pudiese tener un sombrero de copa. Además tendríamos que hacerle algún regalo. Siempre se portó muy bien con papá.

—¡Por favor! —sollozó Josephine, incorporándose en la almohada y mirando hacia Constantia a través de la oscuridad—. ¡Piensa en la cabeza que tenía papá!

E, inesperadamente, durante un horrendo segundo, estuvo a punto de echarse a reír. Aunque, por supuesto, no tenía las menores ganas de reír. Debió haber sido la costumbre. En otros tiempos, cuando se pasaban la noche despiertas charlando, sus camas no cesaban de crujir bajo sus risas. Y ahora, al imaginarse la cabeza del portero tragada, como por ensalmo, por el sombrero de copa de su padre, como una vela apagada de un soplido... Las ganas de reír aumentaban, le subían por el pecho; apretó con fuerza las manos; luchó por vencerla; frunció severamente el ceño en la oscuridad y se dijo con voz terriblemente adusta: “Recuerda”.

—Podemos decidirlo mañana —añadió, dirigiéndose a su hermana.

Constantia no había advertido nada y se limitó a suspirar.

—¿Crees que también deberíamos llevar a teñir las batas?

—¿De negro? —exclamó Josephine casi con un chillido.

—¿De qué iba a ser? —prosiguió Constantia—. Estaba pensando que..., en cierto modo, no acaba de ser muy sincero llevar luto cuando salimos a la calle, y luego, en casa...

—Pero si nadie nos ve —respondió Josephine. Y retorció con tanta fuerza los cobertores que le destaparon los pies. Tuvo que subirse más en las almohadas para que le volviesen a quedar tapados.

—Kate nos ve —señaló Constantia—. Y el cartero también puede vernos.

Josephine pensó en sus zapatillas color rojo oscuro, que hacían juego con su bata, y en el verde indefinido de las de Constantia, también a juego con su bata. ¡Teñidas de luto! Dos batas negras y dos pares de mullidas zapatillas de luto, arrastrándose hacia el baño como cuatro gatos negros.

—No creo que sea absolutamente necesario —dijo.

Se produjo un silencio. Luego Constantia comentó:

—Tendremos que echar mañana al correo los periódicos con la esquela para que puedan salir en la primera recogida hacia Ceilán... ¿Cuántas cartas llevamos recibidas?

—Veintitrés.

Josephine las había contestado una por una, y veintitrés veces, al llegar a “echamos mucho de menos a nuestro querido padre”, no había podido contenerse y había tenido que recurrir al pañuelo y, en algunas, incluso había tenido que enjugar una lágrima de un azul muy pálido con la puntita del papel secante. ¡Qué extraño! Todavía no había logrado acostumbrarse..., pero veintitrés veces... Ahora mismo, por ejemplo, cuando se repetía tristemente “echamos mucho de menos a nuestro querido padre”, si hubiese querido hubiese podido echarse a llorar.

—¿Tienes bastantes sellos? —preguntó Constantia.

—Oh, ¿cómo quieres que lo sepa? —dijo Josephine, enojada—. ¿Para qué me preguntas ahora eso?

—Simplemente se me ha ocurrido, eso es todo —replicó Constantia conciliadora.

Se produjo otro silencio. Luego se oyó una leve carrerilla, un roce, y un salto.

—Un ratón —sentenció Constantia.

—No puede ser un ratón porque no ha quedado ninguna miga —rectificó Josephine.

—No, pero eso el ratón no lo sabe —dijo Constantia.

Sintió que el corazón se le contraía con un espasmo de compasión. ¡Pobrecillo animal! Ojalá hubiese un trocito de galleta en el tocador. Era horrible pensar que el animalito no iba a encontrar nada de nada. ¿Qué iba a ser de él?

—No entiendo de qué viven —dijo lentamente.

—¿Quién? —preguntó Josephine.

Y Constantia replicó en voz más alta de lo que se proponía:

—Los ratones.

Josephine estaba furiosa.

—¡Oh, deja de decir tonterías, Con! ¿Qué demonios tienen que ver los ratones en todo esto? Te debes estar durmiendo.

—No lo creo —replicó Constantia. Y cerró los ojos para asegurarse. Se había dormido.

Josephine arqueó la espalda, dobló las rodillas y también dobló los brazos de modo que los puños le quedasen bajo las orejas, al tiempo que apretaba con fuerza la mejilla sobre la almohada.

II

Otro factor que complicaba las cosas era que aquella semana la señora Andrews, la enfermera, iba a quedarse en su casa. La culpa era enteramente suya por habérselo pedido. Había sido idea de Josephine. Por la mañana, aquella última mañana, después de que el doctor se fuese, Josephine le había dicho a Constantia:

—¿No crees que sería una prueba de amabilidad por nuestra parte si invitásemos a la señora Andrews a que se quedase otra semana, como invitada nuestra?

—Estaría muy bien —aprobó Constantia.

—Tenía pensado —prosiguió Josephine rápidamente— decírselo esta tarde, cuando le hubiese pagado. Pensaba decirle: “Señora Andrews, mi hermana y yo estaríamos encantadas si, después de todo cuanto ha hecho por nosotras, quisiese quedarse otra semana como invitada nuestra”. Tendría que decirle eso de invitada, no vaya a pensar que...

—¡Oh, no creo que espere que le paguemos! —exclamó Constantia.

—Nunca se sabe —dijo Josephine prudentemente.

La señora Andrews, por supuesto, aceptó encantada. Pero había sido una mala idea. Ahora tenían que sentarse a la mesa a las horas indicadas y tomar una comida formal, mientras que, de haber estado solas, le hubieran podido pedir a Kate que les dejase una bandeja en cualquier sitio. Y lo cierto era que las comidas, ahora que lo peor había pasado, eran una verdadera pesadilla.

La enfermera era algo terrible para la mantequilla. La verdad es que debían reconocer que, por lo menos en lo de la mantequilla, se aprovechaba de su amabilidad. Y, además, tenía aquella costumbre absolutamente extravagante de pedir una pizca más de pan para terminar de rebañar el plato, y luego, cuando ya daba el último bocado, volverse a servir distraídamente —aunque evidentemente no tenía nada de distraída—. Cuando esto ocurría Josephine se ruborizaba y clavaba sus ojillos pequeños, diminutos, en el mantel, como si hubiese descubierto que algún insecto extraño y microscópico avanzaba entre el tejido.

Pero el rostro largo y lívido de Constantia se alargaba y contraía, y miraba a lo lejos —muy lejos—, mucho más allá de aquel desierto por el que la caravana de camellos serpenteaba como un cabo de lana...

—Cuando estuve en casa de lady Tukes —contaba la señora Andrews—, tenían un recipiente tan bonico para la mantequiya. Era un Cupido de plata que se sostenía en..., en el borde de una fuenteciya de cristal, con un tenedor chiquito. Y cuando alguien quería más mantequiya no tenía más que apretarle el pie y se inclinaba y clavaba un trocico en el tenedor. Parecía un juego.

Josephine apenas podía soportarlo.

—A mí me parece que esas cosas son una extravagancia —fue lo único que dijo.

—¿Por qué? —preguntó la enfermera, mirándola a través de sus gafas—. Nadie tiene por qué tomar más mantequiya de la que quiere, ¿no creen?

—Con, llama, por favor —exclamó Josephine. Estaba a punto de perder la paciencia.

Y la joven y orgullosa Kate, la princesita encantada, entró a ver qué demonios querían ahora aquellos vejestorios. Les retiró descaradamente los platos en los que les había servido no se sabía qué y plantó ante ellas un mejunje pastoso y blanquecino.

—La compota, Kate, por favor —dijo Josephine amablemente.

Kate se arrodilló, abrió de par en par el aparador, levantó la tapa del bote de la compota, vio que estaba vacío, lo colocó sobre la mesa y volvió a salir.

—Lo siento —dijo la enfermera al cabo de un instante—, pero está vacía.

—¡Oh, qué contrariedad! —exclamó Josephine. Y se mordió el labio—. ¿Qué podemos hacer?

Constantia parecía dubitativa.

—No podemos volver a molestar a Kate —dijo suavemente.

Mientras, la señora Andrews esperó, sonriéndoles a ambas. Sus ojillos no paraban de espiarlo todo desde detrás de sus gafas. Constantia, desesperada, volvió a sus camellos. Josephine frunció exageradamente el ceño, concentrándose. Si no hubiese sido por aquella estúpida mujer, Con y ella hubieran comido aquellas natillas sin compota, naturalmente. De pronto tuvo una ocurrencia.

—Ya sé —se dijo—. Mermelada. En el aparador queda algo de mermelada. Tráela, por favor, Con.

—Espero —dijo la señora Andrews riendo con una risita que parecía una cucharilla tintineando en el vaso de un enfermo—, espero que no sea una mermelada muy amarga.

III

Pero, después de todo, ya no faltaba tanto, y cuando se fuese se iría para siempre. Y no debían olvidar que realmente se había mostrado muy amable con su padre. Le había cuidado día y noche hasta el final. Claro que tanto Constantia como Josephine consideraban, para sus adentros, que había exagerado un tanto al no abandonarle en sus últimos momentos. Cuando habían entrado a despedirse de él la señora Andrews había permanecido sentada junto a la cabecera, tomándole el pulso y haciendo ver que miraba el reloj. Seguro que aquello no era necesario. Y, además, era una falta de tacto. Supongamos que su padre hubiese deseado decirles algo —algo confidencial. Aunque eso no quiere decir que su padre se hubiese reprimido. ¡Todo lo contrario! Había permanecido yaciente, con el rostro encendido, congestionado, enojado, y no se había dignado dirigirles la mirada ni siquiera cuando habían entrado. Y luego, mientras permanecían allí, sin saber qué hacer, inesperadamente había abierto un ojo. ¡Ah, qué diferencia tan grande, qué diferencia en el recuerdo que iban a tener de él, si tan sólo hubiese abierto los dos! Hubiese sido mucho más fácil contárselo a la gente. Pero no, uno, sólo había abierto un ojo. Un ojo que las miró centelleando unos segundos y luego... se apagó.

IV

Para ellas había resultado muy embarazoso cuando el reverendo Farolles, de Saint John, acudió a verlas aquella misma tarde.