7 mejores cuentos - España II - Antonio de Trueba - E-Book

7 mejores cuentos - España II E-Book

Antonio de Trueba

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¡Descubra la vibrante esencia de la literatura española! En esta apasionante antología, adéntrese en siete fascinantes relatos que capturan la rica historia, la diversidad cultural y la pasión del pueblo español. Prepárese para quedar encantado y admirado por estos tesoros literarios que capturan el alma vibrante de España.

En este volumen:

- La guerra civil por Antonio de Trueba;
- Diálogos de mi tierra por Arturo Reyes;
- Implacable Kronos por Emilia Pardo Bazán;
- La rosa de pasión por Gustavo Adolfo Bécquer;
- Todo en nada por Joaquin Dicenta;
- La solterona por Regina Alcaide de Zafra;
- Una recompensa bien ganada por Pedro de Répide.

La colección "7 Mejores Cuentos - Selección Especial" ofrece lo más destacado de la literatura mundial, presentada en antologías temáticas. No olvides consultar los demás libros de esta colección para descubrir temas interesantes y fascinantes.

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Introducción

 

 

 

La literatura española tiene una rica historia e influencias de diversas tradiciones literarias dentro del país, como la literatura catalana y gallega, así como las tradiciones latinas, judías y árabes de la Península Ibérica. La literatura latinoamericana también es un importante ramo de la literatura española, con características propias desde los primeros años de la conquista española de América.

Desde la ocupación romana de la Península Ibérica, la cultura latina se introdujo en España, y la llegada de los invasores musulmanes trajo influencias del Oriente Medio y Extremo Oriente. Durante la Edad Media, la literatura vernácula española combinaba elementos de las culturas musulmana, judía y cristiana. Un ejemplo notable de esta época es el poema épico "Cantar de Mio Cid", escrito en 1140. La prosa española ganó popularidad en el siglo XIII, y la poesía lírica incluía tanto poemas populares como poesía cortesana.

En el Renacimiento, la poesía, la literatura religiosa y la prosa fueron temas importantes, y el autor más famoso de España, Miguel de Cervantes, escribió la emblemática obra "Don Quijote", considerada un clásico fundacional de la literatura occidental.

En el siglo XVIII, durante la Ilustración, destacaron las obras en prosa de autores como Benito Jerónimo Feijoo, Gaspar Melchor de Jovellanos y José Cadalso, así como los poemas líricos de Juan Meléndez Valdés, Tomás de Iriarte y Félix María Samaniego, y el teatro de Leandro Fernández de Moratín y Ramón de la Cruz. A principios del siglo XIX, durante el Romanticismo, tuvo relevancia la poesía de José de Espronceda y otros poetas, así como el teatro de Ángel de Saavedra, José Zorrilla y otros autores. El realismo de finales del siglo XIX aportó temas importantes en las novelas de Juan Valera, José María de Pereda, Benito Pérez Galdós, Emilia Pardo Bazán, Leopoldo Alas, Armando Palacio Valdés y Vicente Blasco Ibáñez.

En el modernismo surgieron diversas corrientes literarias, como el parnasianismo, el simbolismo, el futurismo y el creacionismo. La Guerra Civil española tuvo un impacto devastador en la literatura española, pero poetas como Miguel Hernández destacaron durante este período. Tras la dictadura franquista, se produjo una renovación en la literatura española, con la aparición de una nueva generación de escritores y poetas que adquirieron relevancia en el panorama literario español.

A lo largo de los siglos, la literatura española ha sido una viva expresión de la diversidad cultural y la creatividad de su pueblo. Desde sus raíces medievales hasta las corrientes modernistas y contemporáneas, la literatura española refleja las transformaciones sociales, políticas y culturales que han marcado la historia del país. Con una gran riqueza de estilos, temas y voces, la literatura española sigue cautivando e inspirando a lectores de todo el mundo, consolidando su lugar como una de las grandes tradiciones literarias de la humanidad.

La guerra civil

Antonio de Trueba

 

 

 

I

 

Tenía yo de ocho a diez años y casi casi deseaba que hubiese siquiera un poquito de guerra, porque siempre estaba oyendo hablar de ella, y envidiaba a los que la habían conocido.

—¿Qué es guerra?- había preguntado a mi madre.

Y ésta me había contestado:

—Hijo, Dios nos libre de ella; porque la guerra es matarse los hombres unos a otros.

—Pues mi hermano y yo no nos matamos ni matamos a nadie, y siempre está usted diciendo que somos muy guerreros y que damos mucha guerra.

Mi madre se echó a reír al oír esta observación mía, y lejos de rechazarla, pareció confirmarla dándome un beso apretado y chillado, que es cosa rica.

Este proceder de mi madre, que al parecer no podía influir en mi criterio, influyó no poco, pues me hizo dudar más y más de que la guerra fuese matarse los hombres unos a otros y los guerreros fuesen una especie de fieras.

Los chicos de la aldea me acusaban de collón, viendo, por ejemplo, que cuando se mataba el cerdo en casa, en vez de hacer lo que en tal caso hacían ellos, que era ayudar a sujetar las patas del pobre animal sobre el banco en que se le tendía para meterle el cuchillo, o encargarse de la faena de revolver con un palo la sangre que iba cayendo en la caldera, yo me escapaba de casa al castañar inmediato y allí me estaba llorando y tapándome los oídos para no oír los dolorosos gruñidos del cerdo, y no volvía hasta que éste había dejado de padecer, fausta nueva que me daba el humo del helecho o de la paja con que se le chamuscaba en la portalada.

Pues a pesar de esto, y a pesar de lo que me decía mi madre cuando le preguntaba qué era la guerra, la curiosidad infantil podía en mí tanto, que sentía no conocer la guerra más que de oídas. Esto que a primera vista parece inexplicable siendo yo tan collón como decían los otros chicos de la aldea, tenía una explicación muy sencilla: para mi madre podía ser la guerra matarse los hombres unos a otros, pero para mí era ir por la aldea muchos soldados con fusiles y sables muy relucientes y uniformes muy hermosos, y embobarme viendo sus formaciones y ejercicios y oyendo sus tambores y cornetas. ¡Ahí era nada todo esto para los chicos de una aldea por donde casi nunca parecía un soldado, y cuando por casualidad pasaba alguno le íbamos siguiendo hasta más allá de las últimas casas, y no nos cansábamos de hablar de él en muchas semanas!

 

II

 

 

 

Mi madre tenía entrañable cariño a su aldeíta natal, que estaba en la vertiente opuesta del valle, e iba a ella muchos días festivos, llevándome en su compañía. Un domingo de verano oímos misa primera y emprendimos mi madre y yo aquel viajecillo de una legua antes que calentase el sol demasiado.

El señor cura, que había dicho la misa primera, llevaba el mismo camino para ir a su casa, y nos acompañó en el corto camino que separaba a ésta de la parroquia.

Era hacia el año 1830, y el señor cura nos dijo que algunos españoles emigrados en el Extranjero habían hecho en la frontera francesa alguna tentativa para entrar violentamente en España.

—¡Si tendremos guerra!- exclamó mi madre asustada.

—¡No lo quiera Dios! -dijo el señor cura-. Quela guerra civil es la peor de las guerras.

Llegamos frente a casa del señor cura; éste se quedó allí y nosotros continuamos nuestro camino.

—Madre -pregunté a la mía-, ¿qué es guerra civil?

—Guerra civil es la que no es con extranjeros, sino entre gente de una misma nación.

—¿Y por qué ha dicho el señor cura que esa es la peor de todas las guerras?

—¡Ya ves tú, pelear españoles con españoles, que es, como quien dice, pelear hermanos con hermanos, porque la tierra donde nacimos es nuestra madre!

—Pues a mí me parece que si los que pelean son todos españoles, es mejor que si fueran españoles y extranjeros, porque se entenderán mejor, harán menos daño a España, que es su madre y harán más fácilmente las paces.

—Hijo, eso parece que debiera suceder; pero sucede todo lo contrario.

Mi madre trató de darme más claras explicaciones de lo que era la guerra civil; pero la pobre, aunque era de claro entendimiento y de sabio corazón, juzgó aquella empresa superior a su elocuencia y renunció a ella, de modo que a mitad de camino todavía la iba yo moliendo con preguntas dirigidas a saber por qué era la guerra civil la peor de las guerras.

Para subir del valle a la aldeíta de mi madre había una cuesta muy pendiente y larga, que no bastaban a hacer grata ni los multiplicados rodeos del camino, ni la fresca sombra de los castaños, ni aun la alegría que mi madre y yo sentíamos siempre al terminarla viéndonos entre parientes y amigos, que corrían alborozados a nuestro encuentro. Al pie de aquella cuesta había una casa donde vivía una viuda con dos hijos mozos, y allí, a la sombra de unos hermosos nogales que amenizaban la portalada de la casa, nos sentamos a descansar antes de emprender la subida de la cuesta.

 

III

 

 

 

Martina, que así se llamaba la viuda, salió a saludarnos en cuanto nos vio llegar, y después de obsequiarme con pan y fruta, se sentó a nuestro lado en uno de los maderos labrados que había en la portalada.

Mi madre le preguntó por sus hijos Pepe y Agustín.

—Buenos, a Dios gracias -contestó-. No tardarán en venir, pues han ido a misa primera para quedarse en casa mientras yo voy a la mayor, y cuidar de que los ganados no entren en las heredades y hagan algún destrozo en la borona, que este año está muy hermosa.

—¡No tiene usted poca fortuna con lo buenos que le han salido esos chicos!

—Es verdad que la tengo, y no me canso de dar gracias a Dios por ello. No porque yo lo diga, pero son unos muchachos que más trabajadores, más hábiles para todo, de mejor conducta, y sobre todo más amantes de su madre, no los hay en toda Vizcaya. Ellos, sí, tienen también su pero, como todos le tenemos en este mundo...

—Mujer, ¿qué pero han de tener esos chicos?