A cuentogotas - Ezequiel Fraga - E-Book

A cuentogotas E-Book

Ezequiel Fraga

0,0
5,49 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Relatos que desgranan lo esencial de la experiencia humana, historias que van desde la aridez de la vida campestre hasta la complejidad del devenir urbano. En estas páginas, los personajes se enfrentan a sus propios miedos, anhelos y revelaciones en un viaje que explora la soledad, el amor, la pérdida, lo inevitable y la esperanza. Todo así narrado desde una pluma austera, irónica y cruel que nos adentra en un laberinto de emociones del cual les será difícil escapar. Cada cuento es una ventana abierta al alma, un reflejo de los instantes que, gota a gota, configuran el acervo de nuestras vidas.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 158

Veröffentlichungsjahr: 2024

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


EZEQUIEL FRAGA

A cuentogotas

Fraga, Ezequiel A cuentogotas / Ezequiel Fraga. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-5009-5

1. Cuentos. I. Título. CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de Contenidos

Prólogo

Estancia Las Peñas

A las siete

Juanchi y Punchi

Aceptaciones consexuadas de un abuelo

El festín de los tórtolos

El convidado de piedra

Los diecisiete de octubre de Fanny Gurevich

¿Estoy pirado doctor?

Graffitis en libretita

El completo

A la mañana revisarás mi escritorio

Confesional

La última sentencia

Callarás para siempre

El Empuje

El cuaderno verde rayado marista

Lecturas de un gaucho analfabeto

A mis hijos, porque de niños, no les conté suficientes cuentos.

Siempre tuve una excusa: estaba muy ocupado.

A Marcela, por sus dibujos.

Y por muchísimo más…

A Caluzeta, a los autores que me recomendara leer,

y a mis compañeros de taller.

A todos por sus enseñanzas.

A Remy, que sin saberlo, citaba siempre a José Martí:

“Hay tres cosas que una persona debería hacer durante su vida:

plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro”.

De todos sus mandatos, cumplí solo esos tres.

Prólogo

La cita de José Martí es conocida por muchos. Pudo haber influido en algo –no lo niego– para que escribiera este libro de cuentos.

Pero nada ha contribuido más a que esta obra exista, que la paremia que solía leer de chico. Estaba inmortalizada en una mayólica de una vieja estancia, bajo una canilla de patio.

Decía así: “El agua es blanda y la piedra es dura, pero gota a gota hace cavadura”.

A cuentogotas es el resultado de años de escribir textos, de concurrir a talleres de narrativa y de leer infinidad de cuentos escritos por maestros en este arte. Acciones que como gotas cayeron graduales y persistentes en el tiempo, hasta horadar esta piedra dura que es mi imaginación y lograr así una pequeñísima cavadura creativa.

No por ardua y extensa ha dejado de ser esta tarea una experiencia personal gratificante.

Espero que A cuentogotas le brinde, querido lector, momentos de placentera lectura.

Estancia Las Peñas

El rancho del Negro está en el pedemonte. Piedra bola y barro por fuera; adentro, piso de tierra. Tierra adentro, es donde vive el Negro Martínez.

Desde antes que amaneciera, alimentaba el fogón de su cocina junto a su perro, el Poncho. Tranquilo el gaucho, empinaba la pava tiznada hasta llenar el mate. Estaba contento porque esa tarde, como todos los viernes, su mujer e hijo volverían “pa´ la querencia”.

Los lunes bien temprano, él los llevaba en sulky a tomar el colectivo al poblado porque el gurí iba a la escuela. “A la tardecita, los busco ande topa el camino e’ tierra con la ruta, como toditos los viernes”, pensó. Trabajó la semana entera juntando hacienda para destetar, durmiendo a cielo abierto varias noches hasta que arreó el rodeo entero ayer por la tarde a la manga. Así que ese viernes, decidió no recorrer el campo.

La estancia Las Peñas no tiene luz, ni generador. No hay señal y la heladera funciona a querosén. ¿Diarios? Ni hablar, pero como el Negro no sabe leer, le da lo mismo.

—Por eso mesmo lo mando al chango con la patrona al pueblo. Ansina estudia y no termina bruto como yo –y acomodó la bombilla debajo de la espumita del cimarrón recién cebado, rumiando en la triste soledad en que vivía.

Acercó la radio Spica, que aún conservaba su funda de cuero original, y se la puso delante sobre la mesa. Se la había regalado el patrón por vieja, hace unos veinte años. Al dársela, el tacaño para disimular la mezquindad de no comprarle una nueva, le dijo:

—Mirá Negro, te la voy a osequiar; Cuidála mucho que es alemana y a transistores.

El receptor andaba a duras penas. Tenía el dial pegado en la LV4 Radio San Rafael, que era la emisora del pueblo donde estudiaba su hijo, a doce leguas de la estancia.

Minutos antes de las siete de la mañana el Negro Martínez le colocó las pilas para escuchar los mensajes de su programa habitual “El Mensajero Rural”.

Conseguir pilas en esos parajes precordilleranos es todo un desafío, así que el Negro las coloca para escuchar y las quita cuando terminan los mensajes. “Ansina duran más tiempo”, dice.

“Mensaje de Don Ramiro Aldunate que le comunica al Cacho Ortigoza, de Puesto Chachingo, que no llevó los fardos en la semana porque se le rompió la chata. Que ahora, con todo esto que pasa, Tata Dios sabe pá cuándo irá. Así que le pide por favor que cierre nomás la tranquera con candado”.

“Para el Cirio González del puesto El Mirador; mensaje de su hijo que le pide tenga los pingos ensillados en la entrada para mañana al mediodía. Que se quedará a visitarlo por dos semanas o hasta que la cosa aclare”.

“Don Arancibia de Pareditas, avisa a los vecinos de la estancia El Capacho que la junta de hacienda es el lunes al alba y que lleva víveres y vicio pa´ todos los que trabajen, porque consiguió un permiso pa´ circular”.

“Para el gringo Roberto en Bajada Mandinga; su mujer tuvo familia. Los dos se encuentran bien”.

“Nuevamente para el gringo en Bajada Mandinga. Que no era uno, sino dos. Están bien los tres, y viajarán en cuanto puedan si los dejan”.

“Otra para Roberto de Bajada Mandinga; de parte de toda la gente de la radio; ¡nuestras felicitaciones por los mellizos!”.

“Doña Irma le transmite al Negro Martínez de estancia Las Peñas que no la vaya a buscar a la tranquera porque no podrá volver hoy, culpa de la cuarentena”.

Sorprendido el hombre, se quedó quieto con el mate en la mano al lado de la radio sin comprender, pensativo. No sabía qué hacer.

—¿Cuarentena? Cuarentena hace alguna quiotra cabra cuando le da la brucelosi. O alguna vaca si le afeta el carbunclo. ¿Pero qué carajo é cuarentena tiene que hacer la Irma?

Anduvo preocupado un par de horas y para despejarse, ensilló el tobiano y enfiló hacia la cordillera bordeando el río seguido de cerca por el Poncho. Quería ver si encontraba aquella vaca loba que no pudo encerrar en toda la semana. El Negro era buen rastreador. La vichó sin ternero a la salida de un guaico. Le costó bastante, pero al fin pudo enlazarla de las guampas, porque no servía pialarla. Chúcara la guampuda, se resistía con fuerza a ser llevada y cada tanto lo encaraba como para chuzarle un guampazo en las piernas que el Negro esquivaba tensando el pial. De nochecita, vuelta en el corral de pirca, la largó con el resto.

—Baja bravo el lión –pensó al entrar al rancho y tiró al fogón un vacío de cabrillona. Sacó la radio, colocó las pilas, y a las veinte en punto, otra vez firme con “El Mensajero Rural”.

“La Jacinta le avisa al Manuel de Rincón del Águila que como no tiene combinación, que no la espere esta noche”.

“Doña Irma le comunica al Negro de Las Peñas que están bien, pero que no sabe cuándo viaja, porque el Intendente los tiene encerrados en la casa de la tía. Le pide que se cuide mucho del bicho ese que anda por todos lados y que ensegún dicen, anda matando porteños”.

El negro quedó más sorprendido que a la mañana. “Si no llega la Irma, se me va a resecar el tiento”, se dijo, esbozando una sonrisa que rápidamente tornó en gesto de preocupación. ¿De qué bicho me habla la Irma? ¿Se están muriendo los porteños? ¿Y desde cuándo el intendente da órdenes en la casa de la tía y encierra a las visitas?

Sacó las pilas a la Spica y la guardó. Cortó una lonja del vacío, la pinchó con el cuchillo y la sujetó sobre un pedazo de galleta casera que sostenía en su mano. Mordió una punta con los dientes mientras, con su facón en la otra mano, cortó el bocado. El vacío de cabrillona estaba cocido y crocante como le gustaba. Lo acompañó con un vaso de carlón de la damajuana, mezclado con Goliat lima limón pa' endulzarlo. Cuando terminó de comer, extrañó a su Irma. Fue consciente de su soledad, a la que decidió matar con un brindis.

—La obligo, ña Irma…y le pago, don Negro… –dijo en voz alta simulando la costumbre que tenían cada noche al beber, levantando el vaso en alto y al frente, para bebérselo de un solo trago.

A la mañana siguiente, el sábado, el Negro repitió el ritual. Preparó su cimarrón y un poco de galleta con queso de cabra. A las siete en punto, con las pilas puestas, la radio hizo lo suyo.

“Doña Herminia a Casiana y Olga del Sosneado; que no pasen hoy a retirar la virgencita del Carmen para la procesión de la santa patrona en la misa de mañana. Por la cuarentena no habrá procesión, ni tampoco misa”.

“Para el payador Higinio Trejo, dondequiera se encuentre. Los paisanos del Club Social y Deportivo Colonia Elena le piden que no vaya esta noche a la peña en La Llave y que no lleve guitarra porque con los barbijos esos no van a poder payar”.

“Para el Negro de la Estancia Las Peñas. El turco… perdón…, el patrón Sama, le pide que señale la parición encerrada y que luego largue el rodeo al campo. Que está afiebrado, y debido al COVID–19, le será imposible arrimarse vaya a saber hasta cuándo”.

—La puta –pensó el Negro– toda la semana al pedo como oreja e´ sordo. ¿Qué carajo e´ remedio será el no sé cuánto diecinueve?

Salió del rancho retobado, tanto, que se olvidó apagar la radio y sacarle las pilas. Apurado subió la cuesta con dirección a los corrales de pirca donde estaban encerrados los animales. Uno por uno fue pialando terneros y señalándolos con la pinza, cuya marca de martillo, identificaba la hacienda de Las Peñas.

Mientras orejeaba a un ternero overo notó que de atrás enojada, la vaca loba y guampuda que había encerrado anoche, se le venía al humo. Al oír el galope se dio vuelta, y al ver venir los cuernos a la carrera, se agachó. La vaca entonces pegó el salto, pero con la pata trasera lo embocó de lleno en la jeta.

El Negro quedó boca arriba tendido en tierra con su chambergo puesto. Miraba al sol y tenía su nuca enterrada en una bosta tibia. Al tiempo, el gaucho se desmayó.

Despertó cuando la noche oscura tenía un cielo agujereado por estrellas. Cielo nocturno que solo se ve en lugares como ese. Todo era silencio. Desde el rancho, apenas se escuchaba una voz:

“Se comunica a Nemesio Gómez de Monte Comán que le haga entrega urgente del recao que le sacó al caballo del Rabanito, ya que hay testigos que vieron que él se lo llevó”.

“Para el Negro Martínez de Las Peñas mensaje de Doña Irma. Que se cuide mucho hasta que ella y el gurí vuelvan. Que no sabe cuándo, porque no los dejan salir por el maldito bicho chino”.

El Negro cayó en cuenta que eran pasadas las ocho. Quiso levantarse y no pudo. Sintió a su lado el respirar agitado de Poncho. Tomó una bocanada de aire y suspiró muy lentamente, buscando en la negrura del cielo una luna que no encontró.

La radio Spica, al rato, también se quedó sin pilas.

La radio Spica, al rato, también se quedó sin pilas.

A las siete

Cuando las puertas del ascensor se abrieron en el piso treinta y dos, ocupado en su totalidad por el restaurante Mercurio, la rueda bursátil había finalizado hacía unas horas.

En el edificio de la Bolsa de Comercio, además del recinto de operaciones bursátiles y las oficinas de la Bolsa de Valores, tenían también sus despachos los principales traders, corredores de cambio y agentes financieros más importantes de la ciudad. El Restaurante Mercurio, famoso por lo acaudalado de sus concurrentes, era además el “rooftop” más alto de la ciudad, a ciento veintiocho metros de altura y único con la visión panorámica de la ciudad y el Río de la Plata.

Él, sesentón, salió del ascensor con ella, joven y elegante, y ambos entregaron sus abrigos en el guardarropa del vestíbulo. Al pasar la puerta cancel, los recibió un maître que se dirigió a él con actitud circunspecta…

—Buenas tardes, señor Presidente. ¿La mesa de siempre?

—Sí, Emilio, la mía por favor.

A ella la saludó con un “señora”, acompañada de una leve inclinación. Con notoria deferencia encaró directo hacia el espléndido ventanal que daba sobre la calle Leandro Alem. Con algo de parsimonia, alejó un poco el sillón para que la joven se acomodara y en silencio se retiró.

Él miró su reloj que marcaba las siete menos veinte.

—Nunca podría hacer esto solo, y jamás podré agradecerte como lo mereces, haberme acompañado –sobre todo– a ejecutar una decisión que no compartes. El llamado anoche de mi juez amigo, me convenció de que no tengo salida. No pudo persuadir al fiscal de mantener cajoneado el expediente para que siga en secreto del sumario. Mañana la prensa lo hará público.

Ella notó la palidez del rostro de su amante, y vio cómo una gota de sudor rodaba desde su plateada sien izquierda, para detenerse contenida por la patilla dorada de sus anteojos de diseño.

—Amor, es lo menos que puedo hacer por vos. Sabes que te amo, y aunque no pueda convencerte de no tomar tu drástica decisión, todavía tenés tiempo para arrepentirte. Dale, vámonos que aún falta para las siete.

El metre Emilio se acercó a una distancia prudencial y carraspeó.

—¿Decidió que va a pedir, presidente?

—Traeme el whisky más caro que tengas, Emilio, sin hielo y doble. La señora va a brindar con espumante, que es lo que le gusta.

Cuando el jefe de salón se retiró, ella le acarició la mano izquierda que apoyaba sobre un borde del ventanal. La notó fría y sudorosa.

—No querida, ¿qué excusa pondré? Todos me conocen ¿qué dirán? Mirá, presiento que muchos ya nos están mirando. No, imposible volver atrás. Vos sabés que jamás retrocedo cuando la decisión está tomada. Debo seguir adelante con todo esto.

—Decimos que te sentís mal, que tenés fiebre, y nos vamos. ¿A quién carajo le importa?

—No es por lo que puedan pensar ahora, es por lo que tendré que vivir después. Señalado, humillado, observado, denostado y… ¡hasta encarcelado, quizás!

Él le apretó fuerte la mano, y miró por la ventana con preocupación. Se veía el cielo gris plomizo, quebrado en el horizonte sobre el Río de la Plata por algunos rascacielos de Catalinas. Un edificio en construcción, del otro lado de la avenida, era el único que competía con la altura del ventanal en donde estaban.

Emilio interrumpió. Sirvió en un vaso de whisky de cristal, una medida doble de Royal Salute y llenó otra copa con Dom Perignon, dejando la botella a enfriar en la frapera.

—Felicidades, ahora viene lo más difícil –dijo él con mirada temerosa y tierna mientras levantaba el vaso.

Brindaron. Eran las siete menos diez. Él apuró el trago bebiéndose casi la mitad del vaso. Ella, con disimulo, apenas mojó sus labios. Notó lo vidriosos que estaban los ojos de él.

Él sacó del bolsillo interno de su traje tres sobres blancos con membrete de su agencia bursátil.

—Esta carta es para mi mujer. Ambos intuimos que sabe lo nuestro, pero tratá por esta vez de no pelearte. Comprendé que a su edad y cuarenta años de matrimonio, es lógico que optara por la seguridad y me negara un divorcio consensuado. Ella también me ama.

Le deslizó temblorosamente la carta por el mantel de granité blanco hasta dejarla frente a ella. Miró su Rolex. Eran las siete menos tres minutos.

—Esta es para mi hija. No quiero que se la entregue la madre. Sería hacerle revivir una tremenda pesadilla. Quiero que se la entregues vos personalmente. Invitala a almorzar y dásela en mano. Sea lo que sea que te pregunte, decile la verdad, y asegurate que sepa, que ella es lo que más quiero en el mundo.

A ella un nudo en la garganta la enmudeció y él –para asegurarse que ella verdaderamente entendía– la miró fijo a los ojos mientras ella asentía callada y tomaba la carta.

Él volvió a mirar su reloj. Faltaba un minuto para las siete.

—Y esta es para vos, amor, por asistirme tantos años en la oficina. Con esto vivirás cómoda. Lamento que todo deba terminar así. No la abras ahora, por favor. No queda tiempo suficiente.

Sin levantarse, le asió ambas manos y le dio un profundo beso. Apuró el vaso y se bebió de un trago todo el whisky que quedaba. Se acomodó el nudo de la corbata, se abrochó el saco, estiró las mangas, y miró nuevamente el reloj. ¿Será puntual? Coraje, pensó.

Eran las siete. Se levantó, e inspiró profundo clavando su vista enfrente, en el edificio en construcción. Luego, posó su mirada en ella que seguía sentada en la mesa frente a él. Le sonrió. Sintió una humedad caliente que descendía en sus pantalones.

Se oyó un ruido sordo y seco. El impacto solo dejó un pequeño agujero en el cristal del ventanal. Él se desplomó. Sus anteojos volaron para caer sobre la frapera frente a ella. Miraban ensangrentados a su amante, por última vez.

Juanchi y Punchi

Veinte años después, Punchi –así la llamaban todos– mantenía las cualidades físicas de una femme fatal. Alta, rubia, cabellera larga con rulos, físico tremendo, y un andar del tipo “acá vengo yo”.

Punchi caminaba con el carrito del súper por la góndola de los lácteos, mientras leía los ítems de la lista de compras que tenía apuntada en el celular. Una de las tantas listas a las que era afecta. Es que Punchi todo lo organizaba con una lista.

Sus ojos enrojecidos, ocultos tras unas gafas oscuras, denotaban llanto. Cada tanto se sonaba la nariz y su cara mostraba angustia y temor.

¡Qué bronca! ¿Cómo pude ser tan estúpida?

Tres yogurt natural diet, tres Actimel y dos leches descremadas con vitamina A más D; tengo que acordarme de ponerlos en la heladera con un cartelito de no tocar para que no me los tomen los chicos.

¿Qué van a decir mis amigas del Michael cuando se enteren?

En las fiestas del colegio secundario los jóvenes se le acercaban como moscas. Se comenzaba bailando suelto. Luego venían los lentos y los pibes trataban de chapar, pero ella los mantenía a distancia. Punchi era una chica tímida y recatada, atrapada en un cuerpo de belleza exuberante. Como además, todo lo planificaba con una lista, había ordenado mentalmente una serie de cualidades que debería cumplir un muchacho para permitirse intimar. A ese registro de condiciones masculinas, las bautizó como “lista prototipo”.