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A este lado del paraíso es una exploración profunda de la juventud, la ambición y la desilusión en la América de principios del siglo XX. F. Scott Fitzgerald presenta a Amory Blaine, un joven carismático y egocéntrico, cuyo viaje de autodescubrimiento y ascenso social refleja las luchas de una generación atrapada entre los valores tradicionales y el nuevo espíritu de modernidad. A través de las experiencias de Amory, la novela cuestiona la búsqueda del éxito, la fragilidad de las relaciones humanas y las crisis existenciales que marcan la transición a la adultez. Desde su publicación, A este lado del paraíso ha sido elogiada por su retrato honesto de la juventud dorada, así como por su crítica a las aspiraciones vacías de la élite social. La obra refleja las tensiones entre el idealismo juvenil y la dura realidad de la vida, al tiempo que explora temas como el amor, la alienación y la ambición. Las preocupaciones filosóficas de Amory, en particular su lucha con la identidad y el sentido de pertenencia, ofrecen una visión introspectiva que sigue resonando con los lectores contemporáneos. La novela sigue siendo relevante no solo como una obra emblemática de la era del jazz, sino también por su capacidad para captar las emociones y los desafíos universales de la juventud. A través de su estilo lírico y su estructura innovadora, Fitzgerald ofrece una crítica social perspicaz, mientras retrata el vacío existencial que puede acompañar el éxito y la fama.
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Veröffentlichungsjahr: 2024
F. Scott Fitzgerald
A ESTE LADO DEL PARAÍSO
Título original:
“This Side of Paradise”
PRESENTACIÓN
A ESTE LADO DEL PARAÍSO
LIBRO PRIMERO - EL EGÓLATRA ROMÁNTICO
1. Amory, Hijo de Beatrice
2. Agujas y gárgolas
3. El ególatra medita
4. Narciso en vacaciones
LIBRO SEGUNDO - LA EDUCACIÓN DE UN PERSONAJE
1. La debutante
2. Experimentos en la convalecencia
3. Joven ironía
4. El sacrificio arrogante
5. El ególatra se convierte en un personaje
F. Scott Fitzgerald
1896-1940
F. Scott Fitzgerald fue un escritor estadounidense, ampliamente reconocido como uno de los autores más influyentes del siglo XX. Nacido en St. Paul, Minnesota, Fitzgerald es conocido principalmente por sus novelas que capturan la esencia de la Era del Jazz en Estados Unidos, destacándose por su retrato de la decadencia, el materialismo y las aspiraciones del Sueño Americano. Aunque solo publicó cuatro novelas en vida, su obra más famosa, El gran Gatsby (1925), lo consolidó como uno de los grandes maestros de la literatura moderna.
Primeros años y educación
F. Scott Fitzgerald nació en el seno de una familia de clase media alta y demostró desde joven un talento precoz para la escritura. Asistió a la Universidad de Princeton, aunque no llegó a graduarse debido a su dedicación a la literatura y a su deseo de formar parte de la élite social. Durante la Primera Guerra Mundial, Fitzgerald se alistó en el ejército, pero nunca vio combate. En esa época conoció a Zelda Sayre, quien se convertiría en su esposa y una influencia fundamental en su vida personal y literaria.
Carrera y contribuciones
La obra de Fitzgerald refleja los excesos y la superficialidad de la alta sociedad durante los años 20, un período de prosperidad económica y cambio cultural en Estados Unidos. Entre sus obras más conocidas destacan A este lado del paraíso (1920), que lo lanzó a la fama, y El gran Gatsby, considerada una de las mejores novelas del siglo XX. En esta última, Fitzgerald narra la trágica historia de Jay Gatsby, un hombre de origen humilde que se convierte en millonario, persiguiendo un ideal de amor y éxito inalcanzable.
El gran Gatsby es una crítica mordaz del Sueño Americano, en la que Fitzgerald retrata la corrupción, el hedonismo y el vacío moral de la élite de la época. Otras novelas importantes incluyen Hermosos y malditos (1922) y Suave es la noche (1934), que exploran temas de decadencia, desilusión y las luchas internas de personajes que no logran alcanzar la plenitud emocional o moral.
Impacto y legado
Fitzgerald capturó como pocos el espíritu de su tiempo. Su habilidad para retratar la psicología de sus personajes y los contrastes entre la riqueza exterior y la pobreza interior lo convirtió en una voz icónica de su generación. Fue parte de la llamada "Generación Perdida", junto a otros escritores como Ernest Hemingway y Gertrude Stein, quienes exploraron las consecuencias de la Primera Guerra Mundial y la desilusión de la sociedad moderna.
Aunque durante su vida Fitzgerald tuvo altibajos tanto personales como profesionales, después de su muerte su obra ganó un reconocimiento masivo. El gran Gatsby es ahora considerado un clásico de la literatura estadounidense, con una crítica atemporal sobre las trampas del materialismo y el poder destructivo de la ilusión.
Muerte y legado
F. Scott Fitzgerald murió a los 44 años en 1940, en medio de dificultades económicas y de salud, causadas en gran parte por su alcoholismo. Aunque en vida no alcanzó el éxito total que anhelaba, su legado literario perdura hasta hoy, inspirando a generaciones de escritores, cineastas y críticos. Sus novelas no solo capturan la fugaz opulencia de la Era del Jazz, sino que también ofrecen una reflexión profunda sobre los sueños, las aspiraciones y las desilusiones que forman parte de la condición humana.
Sobre la obra
A este lado del paraíso es una exploración profunda de la juventud, la ambición y la desilusión en la América de principios del siglo XX. F. Scott Fitzgerald presenta a Amory Blaine, un joven carismático y egocéntrico, cuyo viaje de autodescubrimiento y ascenso social refleja las luchas de una generación atrapada entre los valores tradicionales y el nuevo espíritu de modernidad. A través de las experiencias de Amory, la novela cuestiona la búsqueda del éxito, la fragilidad de las relaciones humanas y las crisis existenciales que marcan la transición a la adultez.
Desde su publicación, A este lado del paraíso ha sido elogiada por su retrato honesto de la juventud dorada, así como por su crítica a las aspiraciones vacías de la élite social. La obra refleja las tensiones entre el idealismo juvenil y la dura realidad de la vida, al tiempo que explora temas como el amor, la alienación y la ambición. Las preocupaciones filosóficas de Amory, en particular su lucha con la identidad y el sentido de pertenencia, ofrecen una visión introspectiva que sigue resonando con los lectores contemporáneos.
La novela sigue siendo relevante no solo como una obra emblemática de la era del jazz, sino también por su capacidad para captar las emociones y los desafíos universales de la juventud. A través de su estilo lírico y su estructura innovadora, Fitzgerald ofrece una crítica social perspicaz, mientras retrata el vacío existencial que puede acompañar el éxito y la fama.
De su madre, Amory Blaine había heredado todas las características que, con excepción de unas pocas inoperantes y pasajeras, hicieron de él una persona de valía. Su padre, hombre inarticulado y poco eficaz, que gustaba de Byron y tenía la costumbre de dormitar sobre los volúmenes abiertos de la Enciclopedia Británica, se enriqueció a los treinta años gracias a la muerte de sus dos hermanos mayores, afortunados agentes de la Bolsa de Chicago; en su primera explosión de vanidad, creyéndose el dueño del mundo, se fue a Bar Harbor, donde conoció a Beatrice O’Hara. Fruto de tal encuentro, Stephen Blaine legó a la posteridad toda su altura — un poco menos de un metro ochenta — y su tendencia a vacilar en los momentos cruciales, dos abstracciones que se hicieron carne en su hijo Amory. Durante años revoloteó alrededor de la familia: un personaje indeciso, una cara difuminada bajo un pelo gris mortecino, siempre pendiente de su mujer y atormentado por la idea de que no sabía ni era capaz de comprenderla…
¡En cambio, Beatrice Blaine! ¡Aquélla sí que era una mujer! Unas viejas fotografías tomadas en la finca de sus padres en Lake Geneva, Wisconsin, o en el Colegio del Sagrado Corazón de Roma — una extravagancia educativa que en la época de su juventud era un privilegio exclusivo para los hijos de padres excepcionalmente acaudalados — ponían de manifiesto la exquisita delicadeza de sus rasgos, el arte sencillo y consumado de su atuendo. Tuvo una educación esmerada; su juventud transcurrió entre las glorias del Renacimiento; estaba versada en todas las comidillas de las familias romanas de alcurnia y era conocida, como una joven americana fabulosamente rica, del cardenal Vitori, de la reina Margherita y de otras personalidades más sutiles de las que uno habría oído hablar de haber tenido más mundo.
En Inglaterra la apartaron del vino y le enseñaron a beber whisky con soda; y su escasa conversación se amplió — en más de un sentido — durante un invierno en Viena. En suma, Beatrice O’Hara asimiló esa clase de educación que ya no se da; una tutela observada por un buen número de personas y sobre cosas que, aun siendo menospreciables, resultan encantadoras; una cultura rica en todas las artes y tradiciones, desprovista de ideas, que florece en el último día, cuando el jardinero mayor corta las rosas superfluas para obtener un capullo perfecto.
En uno de los momentos menos trascendentales de su ajetreada existencia, regresó a sus tierras de América, se encontró con Stephen Blaine y se casó con él, tan sólo porque se sentía llena de laxitud y un tanto triste. A su único hijo lo llevó en el vientre durante una temporada memorable por la monotonía abrumadora de su existencia y lo dio a luz en un día de la primavera del 96.
Cuando Amory tenía cinco años, era para ella un compañero inapreciable. Un chico de pelo castaño, de ojos muy bonitos — que aún habían de agrandarse — , una imaginación muy fértil y un cierto gusto por los trajes de fantasía. Entre sus cuatro y diez años recorrió el país con su madre, en el vagón particular de su abuelo, desde Coronado, donde su madre se aburrió tanto que tuvo que recurrir a una depresión nerviosa en un hotel de moda, hasta Méjico, donde su agotamiento llegó a ser casi epidémico. Estas dolencias la divertían y más tarde formaron una parte inseparable de su ambiente, y en especial después de ingerir unos cuantos y sorprendentes estimulantes.
Así, mientras otros chicos más o menos afortunados tenían que desafiar la tutela de sus niñeras en la playa de Newport y eran zurrados o castigados por leer cosas como Atrévete y hazlo o Frank en el Mississippi, Amory se dedicaba a morder a los complacientes botones del Waldorf mientras recibía de su madre — al tiempo que en él se desarrollaba un natural horror a la música sinfónica y a la de cámara — una educación selecta y esmerada.
— Amory.
— Sí, Beatrice. (Un nombre tan increíble para llamar a una madre; pero ella se lo exigía.)
— Querido, no creas que te vas a levantar de la cama todavía. Siempre he sospechado que levantarse temprano de joven deshace los nervios. Clothilde te está preparando el desayuno.
— Bueno.
— Hoy me siento muy vieja, Amory — y al suspirar su cara se convertía en un camafeo de sentimientos, su voz se hacía delicadamente modulada y sus manos, tan gráciles como las de la Bernhardt —. Tengo los nervios de punta, de punta. Nos tenemos que ir mañana de este lugar horrible en busca de un poco de sol.
Los ojos verdes y penetrantes de Amory, a través de su pelo enmarañado, observaban a su madre. A tan temprana edad ya no se hacía ilusiones respecto a ella.
— Amory.
— Sí, sí.
— Me gustaría que tomaras un baño hirviendo; lo más caliente que puedas aguantar, para calmar tus nervios. Puedes leer en la bañera, si quieres.
Antes de cumplir los diez años su madre lo había alimentado con trozos de Fêtes galantes, y a los once ya era capaz de hablar corrientemente y con reminiscencias de Brahms, Mozart y Beethoven. Una tarde, estando solo en un hotel de Hot Springs, se le ocurrió probar el cordial de albaricoques de su madre y, habiéndole encontrado el gusto, se emborrachó. Le divirtió al principio, hasta que, llevado de su exaltación, probó un cigarrillo y sucumbió a una reacción vulgar, propia de gente ordinaria. Y aunque el incidente horrorizó a Beatrice, en secreto le divertía y llegó a ser, como diría una generación posterior, una más de “sus cosas”.
— Este hijo mío — le oyó decir un día, en una habitación repleta de atónitas y admiradas damas — está amanerado, pero es encantador. Muy delicado; en casa somos todos muy delicados de “aquí” — y su mano indicaba su bonito pecho; bajando el tono hasta el susurro les contó el incidente del cordial con el que se regocijaron mucho, porque era muy buena raconteuse — , si bien esa misma noche muchas cerraduras se echaron para evitar las posibles incursiones de Bobby o de Bárbara…
Las peregrinaciones familiares se hacían en toda regla: dos sirvientes, el vagón particular, el propio Mr. Blaine cuando estaba en familia, e incluso un médico. Cuando Amory tuvo la tos ferina, cuatro especialistas se observaban con recíproco fastidio, reclinados sobre su lecho. Y cuando sufrió la escarlatina, el número de asistentes, incluyendo médicos y enfermeras, subió a catorce. Pero como la hierba mala nunca muere, salió adelante.
Los Blaine no echaban raíces en parte alguna. Eran sencillamente los Blaine de Lake Geneva; tenían bastantes parientes que podían pasar por amigos y un buen número de acomodos entre Pasadena y Cape Cod. Pero Beatrice cada día se inclinaba más por las nuevas amistades porque necesitaba repetir sus relatos — la historia de su juventud, de sus achaques, de sus años en el extranjero — a intervalos regulares de tiempo. Como los sueños freudianos, había que echarlos fuera para dar paz a sus nervios. Sin embargo, Beatrice era mordaz para con las mujeres americanas, y en especial con respecto a las gentes de paso que venían del Oeste.
— Tienen acento, querido, tienen acento — decía a Amory — ; ni siquiera es acento del Sur o de Boston, o de una ciudad cualquiera sino, simplemente, acento — y se ponía soñadora —. Se agarran a ese acento masticado de Londres, que no les va y que sólo puede ser usado por quien sabe hacerlo. Hablan como lo haría un mayordomo inglés que se ha pasado muchos años en la compañía de ópera de Chicago — así llegaba hasta la incoherencia — y en cuanto suponen — siempre llega ese momento en la vida de una mujer del Oeste — que su marido ha alcanzado cierta prosperidad, se creen en la obligación de tener acento, querido, para impresionarme con él…
Convencida de que su cuerpo era un manojo de achaques — eso era muy importante en su vida — , consideraba a su alma tan enferma como él. Había sido católica; pero tras descubrir que los sacerdotes eran más solícitos con ella cuando se hallaba en trance de perder o recuperar la fe en la Santa Madre Iglesia, sabía mantener una atractiva ambigüedad. A menudo deploraba la mentalidad burguesa del clero americano y estaba segura de que, de haber seguido viviendo a la sombra de las grandes catedrales europeas, su espíritu seguiría luciendo en el poderoso altar de Roma. Pero con todo los sacerdotes constituían, después de los médicos, su deporte favorito.
— Ay, eminencia — le decía al obispo Winston — , no quiero hablar de mí. Me imagino perfectamente el tropel de mujeres histéricas que llaman a su puerta para pedirle que sea “simpático” con ellas… — y tras una interrupción por parte del obispo — , pero mi estado de ánimo no es muy distinto.
Solamente a obispos y altas jerarquías de la Iglesia había confesado su romance clerical. Cuando volvió a su país, vivía en Ashville un joven pagano, a lo Swjnburne, por cuyos apasionados besos y amena conversación había demostrado una decidida inclinación; y sin ambages discutieron los pros y los contras del asunto. Entretanto ella había decidido casarse por razones de prestigio; y el joven pagano de Ashville, tras una crisis espiritual, tomó estado religioso para convertirse en monseñor Darcy.
— Por cierto que sí, señora Blaine, un compañero encantador; el brazo derecho del cardenal.
— Amory debería visitarle — suspiró la bella dama — ; monseñor Darcy le comprenderá como me comprendió a mí.
Al cumplir los trece años, Amory, alto y esbelto, era la reproducción exacta de los rasgos celtas de su madre. En varias ocasiones disfrutó de un profesor particular, en la idea de que su educación progresara y en cada lugar “reemprender la tarea donde había sido dejada”; pero como ningún profesor pudo saber nunca dónde había sido dejada, su cabeza se conservaba en perfectas condiciones. Qué habría sido de él, de haber llevado esa vida unos años más, es difícil decirlo. Embarcado una vez con rumbo a Italia, a las cuatro horas de estar en alta mar reventó su apéndice, probablemente por culpa de tantas comidas en la cama; tras una serie de delirantes telegramas entre Europa y América, y para asombro de los pasajeros, el trasatlántico viró lentamente su rumbo hacia Nueva York, para depositar a Amory en el muelle. Se dirá con razón que eso no era vida, pero era magnífico.
Tras la operación Beatrice se sintió afectada de una depresión nerviosa, con un sospechoso tufillo a delirium tremens, y Amory se quedó a vivir los dos años siguientes en Minneapolis, en casa de sus tíos. Allí es donde le sorprenden por primera vez los aires crudos y vulgares de la civilización occidental que le cogen en camiseta, por así decirlo.
Torció la boca al leer el mensaje:
Vamos a celebrar una fiesta de trineos el próximo jueves 17 de diciembre y mucho me agradaría contar con su asistencia.
Siempre suya,
Myra St. Claire
Se ruega contestar.
Durante sus primeros dos meses en Minneapolis había tratado con todas sus fuerzas de ocultar “a los chicos de la clase” por qué se sentía infinitamente superior a todos ellos, a pesar de que tal convicción era un castillo de arena. Lo había demostrado un día en la clase de francés (asistía al curso superior de francés) para sonrojo de Mr. Reardon, cuyo acento Amory corrigió despectivamente ante la delicia de toda la clase. Mr. Reardon, que diez años antes había estado unas semanas en París, se tomaba la revancha con los verbos, en cuanto abría el libro. En otra ocasión Amory quiso hacer una exhibición de historia, pero con resultados desastrosos, porque a la semana siguiente los chicos — de su misma edad — se decían unos a otros, con acento petulante:
— Oh, sí, yo creo — sabes — que la revolución americana fue más que nada una cuestión de la clase media.
— Washington era de gente bien, de gente bien, creo yo.
Con gracia, Amory trató de rehabilitarse con nuevas elucubraciones sobre el mismo tema. Dos años antes había comenzado una historia de los Estados Unidos que, aunque no pasó de la guerra de la Independencia, su madre encontraba encantadora.
Estando siempre en desventaja en los ejercicios físicos, tan pronto como descubrió que eran piedra de toque para alcanzar en la escuela poder y popularidad empezó a hacer furiosos y persistentes esfuerzos por descollar en los deportes de invierno; con los tobillos inflamados y doloridos — a pesar de todo — todas las tardes patinaba con denuedo en la pista de Lorelie, pensando en cuándo sería capaz de llevar el palo de hockey sin que se le enredara entre los patines.
La invitación a la fiesta de la señorita Myra St. Claire se pasó la mañana en el bolsillo de su abrigo, en compañía de un cacahuete. Por la tarde la sacó a la luz con un suspiro y, tras algunas consideraciones y una primera redacción sobre la tapa del Curso preliminar de Latín, de Collar y Daniel, escribió su contestación:
Mi querida señorita St. Claire:
Su invitación realmente encantadora para la tarde del próximo jueves la recibí esta mañana realmente encantado. Así pues me sentiré entusiasmado de presentarle mis respetos el próximo jueves por la tarde.
Sinceramente,
Amory Blaine
Aquel jueves, por consiguiente, estuvo paseando por las resbaladizas y paleadas aceras hasta que llegó a la casa de Myra a eso de las cinco y media, con un retraso que su madre, sin duda, habría aplaudido. Esperó en la entrada con los ojos indolentemente semicerrados mientras planeaba con detalle su llegada: cruzaría el salón, sin prisa, hacia la señora St. Claire para saludarla con la más correcta entonación:
— Mi querida señora St. Claire, lamento enormemente llegar tan tarde, pero mi doncella… — aquí se detuvo a recapacitar — , pero mi tío y yo debíamos visitar a un amigo… Sí, he conocido a su encantadora hija en la academia de baile.
Luego estrecharía las manos (haciendo uso de aquella sutil reverencia semiextranjera) a todas las damiselas almidonadas, mientras lanzaba un saludo al grupo de caballeretes, reunidos en un corro para darse mutua protección.
Un mayordomo (uno de los tres de Minneapolis) abrió la puerta. Amory al entrar se quitó el gabán y la gorra. Le sorprendió ligeramente no oír el cuchicheo de la habitación contigua, y pensó que la fiesta debía ser un tanto seria. Le pareció bien, como le había parecido bien el mayordomo.
— La señorita Myra — dijo.
Para su asombro, el mayordomo hizo una horrible mueca.
— Ah, sí — dijo — está aquí. — No se daba cuenta de que su incapacidad para hablar cockney estaba arruinando su futuro. Amory le observó con desdén.
— Pero — continuó el mayordomo, levantando innecesariamente la voz — es la única que queda en casa. Se ha ido toda la gente.
Amory quedó horrorizado y boquiabierto.
— ¿Como?
— Estuvo esperando a Amory Blaine. Es usted, ¿no? Su madre ha dicho que si usted aparecía a las cinco y media les siguieran en el Packard.
El desconsuelo de Amory quedó cristalizado con la aparición de Myra, envuelta hasta las orejas en un abrigo de polo, la expresión de mal humor y una voz que a duras penas podía ser complaciente.
— Qué hay, Amory.
— Qué hay, Myra. — Con eso había descrito su estado de ánimo.
— Bueno, al fin has llegado.
— Bueno, ya te contaré. Supongo que no te has enterado del accidente de coche — empezó a fantasear.
Los ojos de Myra se abrieron del todo.
— ¿De quién?
— Bueno — continuó desesperadamente — ; mi tío, mi tía y yo.
— ¿Se ha matado alguien?
Amory se detuvo e hizo un gesto.
— ¿Tu tío? — una alarma.
— No, no, solamente un caballo; una especie de caballo gris.
El mayordomo de opereta se rio a hurtadillas.
— Seguro que han destrozado el motor — Amory le habría aplicado tormento, sin el menor escrúpulo.
— Bueno, vamos — dijo Myra con frialdad —. Ya comprendes, Amory, los trineos estaban pedidos para las cinco y todo el mundo estaba aquí, así que no podíamos esperar…
— Bueno, yo no tengo la culpa, ¿verdad?
— Mamá dijo que te esperara hasta las cinco y media. Cogeremos el trineo antes de que llegue al Minnehaha Club, Amory.
El frágil equilibrio de Amory se vino abajo. Se imaginó al alegre grupo repicando por las calles nevadas, la aparición de la limousine, la horrible llegada de Myra y él ante todo el público, ante sesenta ojos cargados de reproches… y sus disculpas, verdaderas esta vez. Suspiró en voz alta.
— ¿Qué hay? — preguntó Myra.
— Nada, estaba bostezando. ¿Crees realmente que podremos alcanzarles antes de que lleguen allí? — Secretamente estaba alimentando la débil esperanza de dirigirse directamente al Minnehaha Club para que el grupo les encontrara allí, ante el fuego, en aburrida soledad pero con mejor presencia de ánimo.
— Claro que sí, ¿verdad, Mike? Les alcanzaremos. De prisa.
Empezó a recuperar su sangre fría. En cuanto subieron al coche se dedicó a poner en práctica — dorando la píldora — un plan de combate que le habían colgado en la academia de baile, “un chico terriblemente guapo”, “con cierto aire inglés”.
— Myra — bajando la voz y escogiendo las palabras con tiento — , te pido mil perdones. ¿Serás capaz de perdonarme?
Ella miró con gravedad aquellos profundos ojos verdes, aquella boca que, para sus ilusiones juveniles, suponía la quintaesencia del romance. Por supuesto, Myra podía perdonarle con mucha facilidad.
— Claro que sí.
Él la contempló de nuevo y bajó los ojos, mostrando sus pestañas.
— Soy incorregible — dijo con tristeza — , soy diferente a los demás. No sé por qué tengo que dar estos faux pas. Porque no me preocupo por mí, supongo. — Luego, brutalmente — : He estado fumando demasiado. He cogido el vicio del tabaco.
Myra se imaginaba las desenfrenadas noches del tabaco, un pálido Amory que se tambaleaba por culpa de unos pulmones inundados de nicotina. Dio un suspiro.
— Oh, Amory, no fumes. Vas a destrozar tu crecimiento.
— Qué importa — insistió dramáticamente —. He cogido el vicio. Estoy haciendo muchas cosas que si mi familia supiera… — se detuvo para dar tiempo a que ella imaginara los más negros horrores —. La semana pasada fui a ver una revista.
Myra estaba rendida, y él volvió hacia ella sus verdes ojos.
— Eres la única chica de la ciudad que me gusta de verdad — dijo en un alarde de sentimientos —. Eres muy “simpática”.
Myra no estaba segura de serlo; pero aquella palabra le sonaba muy bien.
Había oscurecido, y en una brusca vuelta del coche ella se echó encima de él; sus manos se tocaron.
— Tienes que dejar de fumar, Amory — le dijo — Ya lo sabes.
El movió la cabeza.
— Qué importa eso a nadie…
Myra vaciló.
— Me importa a mí.
Algo se agitó en el interior de Amory.
— ¡A ti sí que te importa! Lo que a ti te importa es Froggy Parker, todo el mundo lo sabe.
— No es verdad — muy suavemente.
Un silencio mientras Amory se estremecía. Había algo fascinante en Myra, encerrada en la intimidad del coche y al abrigo del aire frío y oscuro. Myra, un pequeño paquete de ropa, unas guedejas de pelo dorado que se desenroscaban bajo el gorro de lana.
— Yo también me he enamorado… — se detuvo porque oyó a lo lejos las risas de los jóvenes y, escudriñando la calle iluminada a través del cristal empañado, llegó a divisar la oscura silueta de los trineos. Tenía que actuar con rapidez. Se volvió con violencia y decisión y apretó la mano de Myra, su pulgar, para ser exactos.
— Dile que vaya derecho al Minnehaha. Tengo que hablar contigo. Necesito hablar contigo.
Myra alcanzó a ver los trineos, tuvo una fugaz visión de su madre y — adiós las buenas costumbres — contempló los ojos que estaban a su lado.
— Tome la primera bocacalle, Richard, y vaya derecho al Minnehaha Club — dijo por el telefonillo. Amory reclinó la espalda contra los almohadones con un suspiro de alivio.
“Ya la puedo besar — pensaba —. Apuesto a que la puedo besar”.
El cielo estaba casi cristalino, un poco brumoso, y toda la fría noche vibraba de rica tensión. Desde la escalinata del club se extendían los caminos, pliegues oscuros sobre la blanca sábana. Grandes montones de nieve se acumulaban a los lados, como el rastro de gigantescos topos. Por un instante se detuvieron en los escalones, contemplando una luna blanca en fiestas.
— Ante una luna pálida como esa — Amory hizo un gesto lleno de vaguedad — la gente se vuelve más misteriosa. Pareces una bruja cuando te quitas el gorro, ese pelo enredado — ella quiso arreglarse el pelo —. Pero déjalo, está muy bien así.
Subieron la escalinata y Myra dirigió sus pasos a la habitación que él soñara, un fuego acogedor ante un profundo sofá. Unos años más tarde aquel rincón había de ser para Amory la cuna y el escenario de muchas crisis sentimentales. Por un momento estuvieron charlando acerca de trineos.
— Siempre hay un grupo de tímidos — comentó él — , sentados en la cola del trineo para espiarse, cuchichear y darse empujones. Y nunca falta tampoco esa chica bizca y rara — hizo una imitación terrible — que está siempre dando gritos a su carabina.
— Qué divertido eres — se admiró Myra.
— ¿Qué quieres decir con eso? — dijo Amory, preocupado de nuevo del terreno que pisaba.
— Nada, que siempre estás diciendo cosas divertidas. ¿No quieres venir mañana a esquiar con Marylyn y conmigo?
— No me gustan las chicas durante el día — dijo secamente; pensando que había sido un tanto rudo, añadió — : Pero tú sí que me gustas. — Se aclaró la voz — : Primero me gustas tú, segundo tú y tercero tú.
Los ojos de Myra se volvieron soñadores. ¡Lo que iba a contar a Marylyn! El estar aquí, en el sofá, con aquel chico encantador, el fuego, la sensación de estar solos en todo el edificio.
Myra capituló. El ambiente era muy apropiado para ello.
— Y a mí me gustas primero tú hasta veinticinco — confesó ella, con voz temblorosa — ; y Froggy Parker el veintiséis.
Froggy no tenía idea de que había perdido veinticinco puestos en una hora.
En cambio, Amory, sobre la marcha, se inclinó con decisión y la besó en la mejilla. Nunca hasta entonces había besado a una muchacha y paladeó los labios con curiosidad, como para degustar una fruta desconocida. Los labios de los dos se rozaron, como flores campesinas mecidas por el viento.
— Somos terribles — Myra suspiró con ternura. Deslizó su mano entre las de él y apoyó su cabeza en su hombro. Una repentina repugnancia se apoderó de Amory; disgusto y hastío por todo el incidente. Deseó frenéticamente estar muy lejos, no volver a ver a Myra, no volver a besar nunca más; atento a sus dos caras, a sus dos manos entrelazadas, deseó escabullirse fuera de su cuerpo para esconderse en cualquier lugar seguro y oculto, en el más apartado rincón de su mente.
— Bésame otra vez — la voz de ella parecía llegar desde un extenso vacío.
— No quiero — se oyó decir a sí mismo. Hubo otra pausa —. ¡No quiero! — repitió apasionadamente.
Myra se incorporó, las mejillas encendidas, la vanidad herida. La nuca le temblaba nerviosamente.
— ¡Te odio! — gritó —. ¡No te atrevas a dirigirme otra vez la palabra!
— ¿Cómo? — tartamudeó Amory.
— Le voy a decir a mamá que me has besado. ¡Se lo diré! Se lo voy a decir. ¡Y no me dejará más salir contigo!
Amory se incorporó para contemplarla indefenso, como si se tratara de un animal de cuya presencia en la tierra no se hubiera percatado hasta ese momento:
La puerta se abrió inopinadamente y la madre de Myra apareció en el umbral.
— ¡Vaya! — empezó, ajustándose los impertinentes —. Me dijo el conserje que estaban aquí arriba. ¿Cómo estás, Amory?
Amory observó a Myra mientras esperaba el estallido, pero no ocurrió nada. Los pucheros se evaporaron, empalideció el rojo y la voz de Myra era tan plácida como un lago de verano cuando contestó a su madre.
— Salimos tan tarde, mamá, que pensé que era mejor…
De abajo llegaban los gritos y risas — mientras Amory seguía a madre e hija bajando las escaleras — mezclados con el insulso aroma de los bizcochos y el chocolate caliente. El sonido del gramófono era acompañado por las voces de muchas chicas que tarareaban la canción, cuando sintió nacer y extenderse por encima de él un pálido fulgor.
Casey Jones subió a la cabaña,
Casey Jones, con las órdenes en la mano.
Casey Jones, subió a la cabaña
para marchar hacia la tierra de promisión.
Casi dos años estuvo Amory en Minneapolis. Durante el primer invierno usaba mocasines que en un principio se pusieron amarillos pero que sucesivas aplicaciones de polvo y grasa los devolvieron a su natural tono, un pardo verdoso y mate; vestía un corto balandrán gris y una gorra roja de tobogán. Su perro, el “Conde del Monte”, se comió la gorra roja, y su tío le tuvo que regalar una gris que le tapaba toda la cara. Lo malo era que, al respirar a través de ella, se le helaba el aliento; un día con aquella maldita gorra se le helaron las mejillas. Se las restregó con nieve, pero siguieron conservando un tono azul oscuro.
El “Conde del Monte” se comió también una caja de añil que por el momento no le hizo mucho daño. Posteriormente, sin embargo, perdió sus facultades mentales; correteaba locamente por las calles, se golpeaba contra las vallas, se revolcaba en las zanjas y así siguió, llevando una vida un tanto excéntrica, hasta que Amory le perdió de vista. Amory se lamentaba al acostarse.
— Pobre “Conde” — lloraba — , ¡pobrecillo “Conde”!
Pero a los pocos meses empezó a sospechar que el “Conde” había sido un redomado actor.
Amory y Frog Parker consideraban que la mejor frase de la literatura se encontraba en el acto III de Arsenio Lupin.
Todas las matinées de los miércoles y los sábados acudían a su butaca de primera fila. La frase era la siguiente:
“Si uno no puede llegar a ser un gran artista o un general, lo mejor es ser un gran criminal”.
Amory se enamoró de nuevo y escribió este poema:
Marylyn y Sally
las chicas para mí.
Marylyn a Sally es superior
en tierno y profundo amor.
Le preocupaba si McGovern, de Minnesota, sería el primero o el segundo en el “americano cien por cien”; cómo hacer juegos de manos y cartas, las corbatas camaleónicas, cómo nacían los niños y, en fin, si Brown “Tres-Dedos” era realmente mejor pitcher que Christie Mathewson.
Entre otras cosas leyó: Por el honor del colegio, Mujercitas (dos veces), La ley de todos, Safo, El peligroso Dan McGrew, El camino real (tres veces), La caída de la casa Usher, Tres semanas, Mary Ware, la compañera del pequeño coronel, Gungha Din, La Revista Policiaca y Jim-Jam Jems.
Había hecho suyas las ideas de Henty sobre la historia y le encantaban las novelas policiacas de Mary Roberts Rinehart.
El colegio echó a perder su francés y le inculcó una cierta aversión a los autores clásicos. Sus profesores le tenían por un chico holgazán, inadaptado y de una inteligencia superficial.
Coleccionaba los rizos de las cabelleras de muchas chicas y usaba los anillos de algunas de ellas. La manía de morderlos y deformarlos le impidió tener más anillos, aparte de que provocaba la sospecha y la envidia del siguiente usuario.
Durante los meses de verano Amory y Frog Parker iban todas las semanas a la función de teatro. A la salida paseaban por las avenidas Hennepin y Nicollet, a través de la alegre muchedumbre, soñando en el aire embalsamado de las noches de agosto. Todavía no comprendía Amory cómo la gente no se daba cuenta de que era un joven destinado a la gloria; y cuando de entre la multitud se volvían a mirarle unos ojos ambiguos, adoptaba la más romántica de las expresiones para caminar por encima de las burbujas que pavimentan el camino de los adolescentes.
Siempre, cuando se acostaba, oía voces: voces indefinidas, apagadas, fascinadoras, que venían del otro lado de la ventana para sumirle en uno de sus sueños favoritos: llegar a ser un gran jugador o el general más joven del mundo, condecorado por su acción en la invasión japonesa. Siempre se trataba de lo que llegaría a ser, nunca de lo que era. Este era otro rasgo característico de Amory.
En el momento de volver a Lake Geneva su aspecto era tímido pero alumbrado de un fuego interior: llevaba sus primeros pantalones largos, una corbata acordeón color púrpura en uno de esos cuellos de camisa altos, redondos, con los bordes unidos; unos calcetines de color púrpura y un pañuelo con un ribete también púrpura que asomaba del bolsillo superior. Pero sobre todo había formulado ya su primera filosofía, esto es, unas reglas de conducta que, a falta de otro nombre, constituían una especie de aristocrática egolatría.
Se había convencido de que sus intereses le llevaban a asociarse con cierto voluble personaje llamado — al objeto de identificar su pasado con él — Amory Blaine. Amory se tenía por un joven afortunado, capaz de extenderse hasta el infinito tanto por el bien como por el mal. No se consideraba un “carácter fuerte”, pero confiaba en su facilidad (porque aprendía las cosas de prisa) y en su gran inteligencia (porque había leído un montón de libracos). Se sentía orgulloso de su incapacidad para llegar a ser un genio de la mecánica o de la ciencia, pero no estaba dispuesto a renunciar a cualesquiera otras glorias.
Físicamente. Amory tenía la certeza absoluta de que era extraordinariamente hermoso. Lo era. Se tenía por un atleta de infinitas posibilidades y por un bailarín consumado.
Socialmente. En este campo, sus condiciones eran, quizás, más peligrosas. Había otorgado gratuitamente a su persona encanto, amabilidad, magnetismo, equilibrio, el poder de dominar a todos los varones contemporáneos suyos y el don de fascinar a todas las mujeres.
Pero aquí es necesario poner las cosas en claro. Amory tenía una conciencia puritana. Y aunque no se sometiera a ella — más tarde en su vida llegó a acallarla por completo —, a los quince años le inducía a considerarse como un chico peor que los demás…, carente de escrúpulos…, deseoso de tener influencia a cualquier precio, incluso para el mal…; un tanto frío y carente de afecto, capaz de llegar a la crueldad…; un voluble sentido del honor…, un feroz egoísmo…, un extraño y furtivo interés en todo lo relativo al sexo.
Además, una singular vena débil atravesaba toda su personalidad…, una frase violenta en labios de un chico mayor (los mayores en general le detestaban) era bastante para alterar todo su equilibrio y sumirle en una huraña animosidad, en una tímida estupidez… esclavo de su propia vanidad, aunque se sentía capaz de cierta audacia y valor, no tenía coraje ni perseverancia ni dignidad.
Esa vanidad, matizada de sospechas ya que no de conocimientos; una imagen de la gente como autómatas sujetos a su voluntad; el anhelo de ganar al mayor número posible de compañeros y de alcanzar una indefinida cumbre… constituían todo el equipaje con que Amory se embarcó en la adolescencia.
El tren se detuvo con languidez estival en Lake Geneva cuando Amory divisó a su madre esperando en el andén, subida al electromóvil. Era un electromóvil de modelo antiguo, pintado de gris. La primera visión que tuvo de ella, erguida y esbelta, aquel rostro donde se combinaban la belleza y dignidad para fundirse en una soñadora sonrisa, le llenó de un súbito orgullo. Tan pronto como, tras un frío beso, subió al electromóvil sintió miedo de haber perdido el necesario encanto para equipararse con ella.
— Querido, qué alto estás… Mira a ver si viene algo por detrás.
Mirando a derecha e izquierda, se deslizó prudentemente a cuatro kilómetros por hora, encareciendo a Amory que actuara de vigía; en un cruce frecuentado le obligó a descender para correr por delante y señalar su presencia, como si fuera un policía de tráfico. Beatrice conducía, lo que se dice, prudentemente.
— Estás muy alto… pero muy guapo. Ya has pasado la edad del pavo, dieciséis años. A lo mejor es a los catorce o quince. Ya no me acuerdo. Pero ya la has pasado.
— No me avergüences — murmuró Amory.
— Pero, querido, ¡qué traje más raro! Parece que eres de un equipo, ¿verdad? La ropa interior, ¿también es de color púrpura?
Amory gruñó desabridamente.
— Tienes que ir a Brooks por algún buen traje. Ah, tenemos que hablar seriamente esta noche; o mejor, mañana por la noche. Quiero que hablemos de tu corazón; probablemente has descuidado tu corazón sin darte cuenta.
Amory cavilaba sobre lo superficial que era la capa que abrigaba a su generación. Dejando aparte una pasajera timidez, sintió que el cinismo que caracterizaba sus relaciones con su madre seguía intacto. Durante los primeros días vagabundeó por los jardines, a lo largo de la costa, en un estado de extrema soledad, contentándose con el letárgico consuelo de fumar Bulls en el garaje, en compañía de uno de los choferes.
Las veinticuatro hectáreas de la finca estaban sembradas de antiguas y recientes casas veraniegas; muchas fuentes y bancos blancos saltaban de pronto a la vista tras el colgante follaje de los escondrijos; existía una gran familia de gatos blancos, siempre en aumento, que deambulaban entre los macizos de flores y por las noches, de repente, aparecían sus siluetas sobre los oscuros troncos. En uno de aquellos senderos umbrosos Beatrice, al fin, apresó a Amory, una vez que Mr. Blaine, como de costumbre, se había retirado al caer la tarde a su biblioteca. Tras reprocharle que tratara de evitarla, tuvo con él un largo tête-à-tête al claro de luna. Pero él a duras penas podía sentirse a gusto con aquella belleza — progenitura de la suya — , las formas exquisitas de su cuello y sus hombros, las gracias de una mujer afortunada en sus treinta años.
— Amory, querido — musitó con ternura — ; qué época más ingrata y extraña desde que te fuiste.
— ¿Por qué, Beatrice?
— Cuando tuve mi última crisis — se refería a ello como a algo irresistible e indomable — los médicos me confesaron que si un hombre hubiera bebido de la forma que yo lo hice — su voz adquirió el acento de las confidencias — estaría ahora deshecho físicamente, en la tumba. Hace mucho que estaría en la tumba.
Amory respingó; se imaginaba cómo habría sonado aquello a Froggy Parker.
— Sí — continuó Beatrice, con tono de tragedia — , tenía sueños, visiones maravillosas — se apretó los ojos con las palmas de las manos —. He visto ríos de bronce corriendo entre riberas de mármol y grandes pájaros que volaban a mucha altura; pájaros multicolores, de plumaje brillante. He escuchado músicas muy extrañas y el fulgor de las trompetas de los bárbaros… ¿Qué?
Amory se reía a hurtadillas.
— ¿Qué decías, Amory?
— Nada, nada. Continúa, Beatrice.
— Eso es todo; me ha ocurrido muchas veces: jardines de llamativos colores junto a los cuales este te parecería gris; lunas que giraban y se balanceaban, más pálidas que las lunas de invierno, más doradas que las lunas de las eras.
— Y ahora, ¿cómo te sientes Beatrice?
— Perfectamente, como nunca. Pero no me entienden. No puedo explicarlo, Amory…, pero no me entienden.
Amory se había emocionado. Rodeó a su madre con su brazo, acariciando su cabeza contra el hombro de ella.
— Pobre Beatrice, pobre Beatrice.
— Pero háblame de ti Amory. ¿También para ti han sido terribles estos dos años?
Amory pensó primero en mentir, pero decidió no hacerlo.
— No, Beatrice. Me he divertido mucho. Me he adaptado a la burguesía. Me he convertido en una persona normal — se sorprendió de confesar semejante cosa y se imaginó la mueca de Froggy —. Beatrice — dijo de improviso — , me gustaría ir al colegio. Todo el mundo en Minneapolis va interno al colegio.
Beatrice mostró una cierta alarma.
— Sólo tienes quince años.
— Pero todo el mundo va al colegio a los quince años; y yo quiero ir, Beatrice.
Por indicación de Beatrice el asunto fue demorado el resto del paseo; pero una semana más tarde le sorprendió agradablemente al decirle:
— Amory, he decidido hacer lo que quieres. Si todavía lo deseas, puedes ir al colegio.
— ¿De verdad?
— Al St. Regis, en Connecticut.
Amory tuvo una repentina emoción.
— Ya está todo arreglado — continuó Beatrice —. Es mejor que vayas. Hubiera preferido llevarte a Eton y después al Christ Church, en Oxford, pero es casi imposible en estos tiempos. Y decidiremos la cuestión de la universidad más adelante.
— ¿Qué vas a hacer tú, Beatrice?
— Dios sabe. Parece que mi destino es malgastar mi tiempo en este país. No es que lamente ser americana, eso es propio de gente vulgar; creo que nos estamos convirtiendo en una gran nación, pero — aquí suspiró — siento que mi vida debería haber transcurrido en una civilización más vieja y madura, en una tierra de praderas y sombras otoñales.
Amory no contestó; su madre continuó:
— Es una pena que no conozcas el extranjero; pero como eres hombre es mejor que te eduques aquí, al amparo del águila acechante… ¿es ese el término correcto?
Amory lo confirmó. Decididamente su madre no habría apreciado la invasión japonesa.
— ¿Cuándo iré al colegio?
— El mes que viene. Primero irás hacia el Este, para tus exámenes. Y después tendrás una semana de vacaciones para hacer una visita, en el Hudson arriba.
— ¿A quién?
— A monseñor Darcy, Amory. Quiere verte. Estuvo en Harrow y Yale y después se hizo católico. Quiero que hable contigo porque te puede ayudar mucho — apretó su pelo castaño con cariño — : Amory querido, Amory querido…
— Beatrice querida…
A primeros de septiembre Amory, provisto de “seis mudas de ropa interior de verano, seis mudas de ropa interior de invierno, un jersey, una camiseta de lana, un abrigo, etc.”, salió para Nueva Inglaterra, el país de los colegios.
Allí se encuentran Andover y Exeter, con sus recuerdos de la Nueva Inglaterra muerta, colegios amplios como democracias; St. Mark, Groton, St. Regis con su gente de Boston y los Knickerbocker de Nueva York; St. Paul, con sus grandes canchas; Pomfret y St. George, para la gente próspera y bien vestida; Taft y Hotchkiss, que preparan a los ricos del Medio Oeste para su triunfo en Yale; Pawling, Westminster, Choate, Kent y un centenar más; todos dispuestos a desbastar, año tras año, al mismo tipo acomodado, convencional y presumido; de estimular sus aptitudes mentales mediante exámenes de ingreso y vagos propósitos expuestos en centenares de folletos: “A fin de comunicarle la educación mental, moral y física que corresponde al caballero cristiano; al objeto de adaptar al joven para enfrentarse con los problemas de su tiempo y de su generación y proporcionarle, al mismo tiempo, una sólida formación en las artes y las ciencias”.
En St. Regis permaneció tres días y llevó a cabo sus exámenes de ingreso con altiva confianza. Después fue a Nueva York, de paso para su famosa visita. La metrópoli, apenas entrevista, le produjo poca impresión, a no ser por la sensación de limpieza que le dieron los rascacielos blancos desde el vaporcito del Hudson, una mañana muy temprano. Por otra parte, su mente estaba tan ocupada por los sueños de proezas atléticas en el colegio que no podía por menos de considerar esa visita como un engorroso preámbulo a la gran aventura. Sin embargo no fue así.
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