1,99 €
Un detective que se interesa en casos por demás extraños, una casona sobre la calle Dolores cuyo origen se remonta previo a la fundación de la ciudad, un periodista que se ve involucrado en asuntos de deidades populares, el encuentro de dos admiradores con un célebre poeta que todavía no escribió ni tres versos seguidos, entidades antropomórficas que se quedan desempleadas. Son solo algunas de las historias que contienen estas páginas y donde la fantasía urbana, algo de novela negra y un rigor histórico más bien inexistente hacen eco en las calles perdidas del barrio porteño de Flores (y un poco más allá también). A la vuelta de la esquina es una antología de relatos vertebrados por una trama en común que nos invita a conocer una realidad casi desconocida, oculta a simple vista y que, sin embargo, la transitamos a diario.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Veröffentlichungsjahr: 2020
Milo A. Russo
A la vuelta de la esquina / Milo A. Russo. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2019.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: online
ISBN 978-987-87-0272-8
1. Relatos. 2. Narrativa Argentina Contemporánea. I. Título.
CDD A863
Editorial Autores de Argentina
www.autoresdeargentina.com
Mail: info@autoresdeargentina.com
Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723
Impreso en Argentina – Printed in Argentina
Agradecimientos
A Romina, mi musa, mi mujer. A su (no tan) infinita paciencia.
A mis amigos Virginia, Pola, Nicolás, Marcos, Fede de Gregorio (recomiendo su novela corta El Oficinista) y al Polilla, quienes dieron su tiempo para leer algunos de los cuentos y me compartieron su sincera opinión. A Hernán por el nombre que lleva el libro. También a Maca que, sin conocernos en persona, amablemente revisó las primeras versiones.
A Pablo, amigo, compañero y editor, con quien llevé este proyecto adelante.
A Ricardo Aletti, mi abuelo, que nació en Flores en 1920 y nunca más se movió del barrio.
A mis hijas Lucía y Milena, que sean tan felices como lo fui yo de pibe.
Hubo un último partido que se jugó un sábado al mediodía en Tercer Tiempo (no se llamaba así, había cambiado de nombre dos o tres veces pero nadie lo reconocía de otra manera). Como cerrando un ciclo de más de dieciséis años, en esas ásperas canchitas bajo la autopista, justo frente a la estación Plaza de los Virreyes, doce muchachos se llevaron a casa la gloria de jugar una última vez antes de que la reja cerrase de manera definitiva. En ese día gris, aunque soleado de diciembre, el barrio comenzó a cambiar.
Yo me mudé. Algunos se fueron del barrio. Otros volvieron. Hubo quien se marchó y no lo vimos más. A veces nos encontramos y contamos siempre las mismas anécdotas, esas que nos hicieron tan felices de más pibes. En el fondo, de una u otra manera, siempre volvemos al barrio.
Ahora las calles son de otros.
Pero las historias son nuestras.
Siempre sucede en Flores
Apagó su Baltimore en el cenicero repleto de colillas viejas. Algún día iba a dignarse a limpiarlo, o al menos vaciarlo. Pero hoy no sería la ocasión; la señora Solange Moratto estaba en su despacho de Yerbal al 2300. Llorando desconsolada. Como muchas otras lo hicieron antes que ella.
No le sensibilizaban las lágrimas de aquella rubia de treinta y pico de años, empleada de comercio, sensual figura esbelta y separada en malos términos de un marido en extremo celoso. Lo único que se les interponía era el antiguo escritorio lleno de marcas de manos y de codos rozados a través de los años. Sobre éste y algo torcido descansaba el rótulo de plástico dorado que leía:
ERNESTO BURIALES,
investigador privado.
—... no es la primera vez –gimoteaba la mujer–, pero ayer fue la peor. ¡Esta vez lo vi!
—Dígame con detalles lo que sucedió, señora Moratto.
—Yo salía del baño –inició el crudo relato–, por lo que andaba desnuda; iba directo a la cama. Estaba tan cansada que no me sequé el cabello y olvidé bajar el aire acondicionado. ¡Gracias a Dios! En algún momento de la noche me agarró un ataque de tos, de esos que la ahogan a una y me desperté. Estaba a punto de levantarme para ir por un vaso de agua a la cocina ¡cuando ahí estaba él! Espiándome desde la ventana, con su rostro medio oculto en las sombras. No esperaba verme despierta. Se sobresaltó y entonces desapareció de mi ventana.
—Y usted dice que esto se ha repetido en más ocasiones…
El reloj barato no daba las doce. O sí. Era difícil saberlo a través de lo empañado del vidrio. Sucedía cuando le entraba humedad.
Era una fina lluvia la que caía desde el cielo púrpura. No debería estar lloviendo, todos los pronósticos se aventuraban a decir que habría una noche clara. Pero Ernesto ya daba por supuesto que si llovía era justamente porque él tenía que estar de guardia y nada más. Comenzaba a creer que, en algún momento antes del parto, su madre provocó una catástrofe en un comercio lleno de espejos o criaba gatos negros; una de dos. Eso explicaría el hecho de… bueno, toda su vida por completo.
Llevaba puesto su largo saco de gabardina que de impermeable no tenía ni el nombre. No fue el entusiasmo profesional lo que motivó a Buriales a investigar con cierta inmediatez el caso de Moratto. Tampoco lo era esa fantasía sexual que supo disimular de la mirada de Solange. Era en verdad el decreciente dinero en su cuenta bancaria y la proximidad del pago del alquiler. Vivir tenía sus gastos.
Dobló llegando a la centenaria Artigas y dejó atrás las vías del ferrocarril Sarmiento. Allí, llegando a Bacacay se quedó esperando Ernesto Buriales bajo el alero protector de un restó, cerrado a esta hora de la noche. Como no podía ser de otra manera, estalló un relámpago.
Flores, el barrio que ya estaba antes de que viniera la ciudad, con sus balcones franceses del siglo XIX y sus fachadas artnouveau que conviven con maxikioscos veinticuatro horas, era un escenario muy común para estos casos. Al menos para los casos que le interesaban a Ernesto Buriales. Casos extraños. Casos que la policía desestimaría. Flores es uno de esos barrios en que el común de la gente inunda las avenidas todo el santo día. Pero la noche deja lugar a otra clase de habitantes. Más silenciosos, abstraídos. De esos solitarios que se pasean con un cigarrillo en la mano y la mirada perdida reflexionando acerca de lo insondable del alma. Los hay incluso más extraños todavía. Esta era una de esas noches. A diferencia de otros barrios, la noche en Flores es irreal. Es como el sueño de un niño que no sabe que duerme. Y eso se respira en el aire.
—… así es, en la entrada de la clínica Santa Isabel. La semana pasada, el viernes. Había ido a la guardia por unos cólicos que me doblaban en dos… creí que me moría. No fue nada grave, por suerte, solo una indigestión. No sé si estaba allí cuando entré o es que de los nervios no lo vi, pero al salir del lugar estaba justo en la vereda de en frente, como esperándome. Me quedé de pronto paralizada. Apenas logré reaccionar cuando se fue corriendo, hasta perderse en lo profundo de la plaza Misericordia. Fue apenas un borrón; pero sé que se trataba de él…
Ernesto aguardó en esa esquina muerta hasta pasada la medianoche. Acompañado únicamente por sus fieles Baltimore. Si no fuera por el lejano tráfico de la avenida Rivadavia, el silencio le hubiera sido ensordecedor. La casa de Solange estaba al frente, en el primer piso, aquel balcón de largas persianas abiertas. A juzgar por la oscuridad detrás de la ventana Solange Moratto estaba durmiendo. Iba por su octavo cigarrillo cuando al fin distinguió movimiento sobre la cornisa del edifico. Con discreción profesional se escudó detrás de la ochava y asomó la cabeza desde la seguridad del refugio. Alguien que no podía ser otro que el acechador de Solange se paseaba inquieto al borde del precipicio. Era imposible saber cómo pudo haber llegado hasta allí. Lo vio recorrer la cornisa de extremo a extremo. Detenerse. Consultar su reloj. Voltearse, como quien se voltea involuntariamente al descubrir que ha olvidado el teléfono en casa. Y de pronto descendió grácil hasta el balcón de Solange, desplazándose como si el aire que lo sustentara fuera más denso y él, a la vez, demasiado ligero. La luz mortecina del farol de la esquina reflejó un brillo pálido en lo que se adivinaba la hoja de un cuchillo. Uno muy largo.
—…también lo vi el día anterior, en Rivadavia y Rivera Indarte… verá, es que… Me avergüenza sincerarme de este modo, pero desafortunadamente sufro de colon irritable. Había quedado en cenar con un caballero y debí decirle que tengo prohibido comer con mucha pimienta pero no lo hice. Lo sé, fue estúpido de mi parte. Al rato estaba sintiéndome horrendamente mal. Tuve que excusarme y salir sin dar explicaciones. Muerta del ridículo, me puse a esperar un taxi que me llevara a casa lo más rápido posible. ¡Y ahí estaba él otra vez! Asomándose detrás del puesto de diarios de la vereda de enfrente. Se quedó mirándome. Entonces el 132 se cruzó rápido por Rivadavia y luego ya no estaba más. Había desaparecido. Pero no tengo dudas… sé que era él. Podría jurarlo.
Solange Moratto exponía su angustia a moco tendido. Buriales sacó del cajón una caja de pañuelos de papel que reservaba para éstas ocasiones y se lo ofreció. La mujer, agradecida hasta las lágrimas, le confió que por miedo a que la tildaran de paranoica no se permitía hablar abiertamente de su misterioso acechador. Hasta hoy.
—No se preocupe –le expresó con seguridad Buriales–. Voy a tomar su caso. De hecho, esta misma noche. No atienda el teléfono. No haga llamadas a menos que sea en extremo necesario o para comunicarse conmigo. Estaré en contacto.
Ernesto metió la mano en su saco de gabardina y retiró su pistola.
—¡Quieto ahí! –gritó. La figura, extrañada por la interrupción, se giró hacia la esquina donde le aguardaba Buriales, apuntándole con su pistola. No dio muestras de atemorizarse en absoluto, sino que a la distancia se mostró absorta, algo confusa. Luego, los engañados ojos de Buriales observaron como aquella figura borrosa y oscura sorteaba con lentitud la calle Bacacay en un salto que no era tal. –¡Un paso más y te quemo! –amenazó Buriales. La sombra encapuchada le dedicó toda su atención.
—¿Acaso usted puede verme? –contestó con voz gutural. Sin esperar respuesta alguna comenzó a vibrar, a distorsionarse. Daba la impresión de ser la pantalla de un televisor ajustando la sintonía fina. Se dio unos golpecitos en el pecho con su mano muy desnuda y el contorno de aquella sombra difusa se materializó al fin. Aunque muy alto, su siempre raída vestimenta impedía que se le vieran los pies. Buriales supo de inmediato que su arma no sería de ninguna utilidad y la enfundó.
—¿En serio? ¿Un cliché barato? –preguntó Buriales mientras se prendía otro Baltimore. En sus años había visto cosas más raras.
—¿Lo dice un detective con saco caqui y que fuma cigarros malos?
Guardaron silencio. Era una conversación nada fácil de entablar.
—Éste no es tu método –increpó finalmente el investigador–. ¿Por qué acechás a esta mujer?
—No es mi culpa que sea hipocondríaca. Yo también tengo trabajo que hacer–. Dicho esto, dio media vuelta y se esfumó antes de perderse de vista.
Ernesto aplastó la colilla contra el piso, satisfecho por cerrar otro caso. Solange no tenía nada que temer más que a sus propios temores. ¿Pero le creería? ¡Quién sabe! Vivir tiene sus costos. Vivir acá se paga con un poco de cordura. Puede que Solange le entienda, puede que no. Al fin y al cabo, cosas así siempre suceden en un barrio como Flores.
Die walküre
Allí, gobernando los sempiternos salones de Valhala, reside Odín, el padre de todo. Con su único ojo y desde su gran trono de fresno cuida el gran árbol cósmico Yggdrasil.
Odín conoce el destino que le espera a él y a su divino panteón. Sabe que un día llegará una gran horda de jotuns a devorar las raíces de Yggdrasil y consumirán los nueve mundos. Tanto Odín como el resto de los dioses nórdicos son conscientes del caos que engullirá al universo: todo lo que es bueno y bello perecerá pero en el vacío residual se originará de nuevo la vida, los pilares de Asgard se levantarán una vez más. Así se revela en las profecías.
Sabiéndose el más grande sabio, pues ha pagado el precio de la sabiduría primordial con su ojo izquierdo, Odín se ha encargado desde el inicio de los tiempos de reclutar a los más valientes guerreros para que luchen junto a él en la batalla final conocida como Ragnarök. Razón por la que envía a sus hijas bendecidas, las valkirias, a recorrer los campos de batalla en busca de aquellos grandes mártires que merecen formar parte del sagrado ejército de Valhala. En consecuencia, los combatientes se arrojaban a las armas sin miedo a la muerte: creían que, si morían valientemente, las valkirias conducirían sus almas a los salones dorados de Odín para banquetear y celebrar sus hazañas hasta la llegada del Ragnarök.
Todo esto es lo que más o menos conocemos todos.
Sin embargo, hay puntos encontrados en el no tan reciente relato de Manfredo Engel, vecino muy conocido y querido de la zona circundante de la plaza de la Misericordia, orillada por las calles Francisco Bilbao, Camacuá, Lautaro y la avenida Directorio.
Para el distraído que no ha percibido su ascendencia tan expuesta en el nombre, es necesario decir que en las venas de Manfredo Engel corre un afluente de sangre germana. Quien lo conoce o lo ha visto alguna vez puede asegurar que este sujeto, rubio, pálido y de ojos azules radiantes, tiene toda la pinta de alemán.
Manfredo Engel mismo, en una entrevista que he tenido la oportunidad de hacerle hace unos días, nos confiesa ser alemán pero dejando bien en claro que no es un alemán de Alemania. Esto puede confundirse en un principio, dando a entender que es hijo de alemanes pero argentino, ya que nació en Coronel Suárez. Y que por amor a su madre patria, siendo aún ciudadano de este país, se sienta tan alemán como cualquiera que nunca cruzó el gran charco. Pero su afirmación tiene fundamento en que él mismo se definió como un “alemán del Volga”. Lamento no haber profundizado en su procedencia más allá de Coronel Suárez; ciudad casi rural del centrosur de nuestra provincia. Mis modestos conocimientos socioculturales apenas alcanzan a saber que ese lugar fue muy poblado por inmigrantes alemanes a principios de siglo XX y que allí también nació Héctor Omar Hoffmann; quien por las macabras costumbres del espectáculo se vio obligado a llamarse Sergio Denis.
Manfredo Engel, un abuelo muy bien aterrizado para sus noventa años, es un visitante fiel de la Plaza de la Misericordia. Desde “sus años mozos” se pasea por las calles que rodean la plaza. Todas las tardes saca a pasear a su perro, un maltés viejito apodado Junche, y se sienta en los bancos de la plaza. Aprovecha las horas jubilosas haciéndoles caras a los niños que montan los caballos de la calesita o tirando migas de pan al centenar de palomas que anidan en los árboles.
Supe de la existencia de Manfredo Engel a través de una breve nota en el diario. El pequeñísimo espacio de la noticia, una esquina perdida en la sección de Sociedad, parecía casi adrede. Porque en la hoja siguiente la publicidad de la agencia involucrada ofertaba una rebaja de sus equipos, y los editores prefirieron dedicarle una carilla entera con exaltados colores y tipografía estrambótica. En veinte líneas la nota informaba sin muchos detalles. Recuerdo que se titulaba:
Abuelo denuncia
estafa millonaria
de una agencia de
telefonía celular
[…] el señor Manfredo Engel había denunciado a la empresa por aumentar arbitrariamente el abono de sus minutos de saldo. El jubilado del barrio porteño de Flores, acordando con otros damnificados, juntó más de trece mil firmasque más tarde alcanzó a la secretaría de Defensa del Consumidor. Fallando a favor del usuario, la empresa tuvo que acreditar saldo en calidad de devolución por el aumento extraordinario en los cobros de más de 35000 afectados de esa compañía.
La susodicha estafa no se volvió a mencionar en ningún diario. Pero he aquí que de Manfredo Engel volví a tener noticias al verano siguiente.
Sin relación alguna con la nota de la estafa, en la edición vespertina del noticiero del canal 8 aparecía en la tele: Los vecinos de Flores en pie de guerra. No era más que otra de tantas notas acerca de los continuos cortes energéticos que la zona sufre cada verano por las altas temperaturas. Los informativos –sobre todo los televisivos– recurren mucho a estas artimañas para ganar valiosos minutos en el aire señalando eventos que nada tienen de noticiosos. En esta categoría entran las viejas conocidas “Hace cuatro meses que no llueve” o “Siguen los cortes de tránsito por reformas” por decir solo algunos ejemplos. Obediente al amarillismo editorial, la reportera se acerca a uno de esos vecinos que alzaban pancartas de protesta. Cuando la señorita reportera preguntó por la situación actual, le ofreció el micrófono a un anciano que arremetió sin asco:
—¡Son unos sinvergüenzas! Dicen que tenemos saturado el servicio por el consumo desmedido y eso es mentira. Para octubre vinieron a cambiar los cables y lo vi yo ¡Lo vi yo! Eran de tela. ¡De tela le digo, señorita! Yo los vi porque justo había sacado a pasear a Junche. Tenían pintado el año en que se fabricaron. ¡1928! Son unos sinvergüenzas, señorita.
La reportera intentó retomar el uso del micrófono pero el anciano apretó la parte redondeada y afelpada del micrófono y lo monopolizó para continuar con su inédito testimonio:
—Y le digo más. Esta empresa de chorros dice que la culpa es nuestra, que nos gastamos toda la electricidad. ¡Mentira, señorita! Mire acá, esta es la boleta de la luz. Mire los kilowas. 234312. ¿Lo ve? Bueno, acá, los vecinos de la plaza, los que estamos en esta fase estuvimos fijándonos los kilowas que usamos todos, vio. Y da 2356356563635645. Y resulta que sumamos y todos juntos no alcanzan a superar los 4423234999123148 que tiene que tirar la cámara. ¡Los desgraciados usan cámaras viejas! Nos ponen transformadores truchos. ¡Sinvergüenzas! ¡Ladrones!
La reportera tironeó hasta recuperar finalmente el control de su herramienta de trabajo. Rescaté sobre todo la temeridad del anciano que, superando su obvio enojo, se había tomado el tiempo en calcular el consumo de los vecinos perjudicados para dejar evidencia de que la falta de energía no tenía nada que ver con un despilfarro por parte de éstos. Justo un instante antes de que el epígrafe cambiara logré ver «Manfredo Engel, vecino» debajo de la cara en primer plano del anciano acusador.
Me fue inevitable rememorar la nota que había leído en el diario unos meses atrás. Si ese Manfredo Engel era un activista de la tercera edad en contra de la burocracia empresarial o quizás un viejo con ganas de joder era una duda que me quedó anclada por varios días con sus respectivas noches.
La razón de que me ponga en campaña y pretenda entrar en contacto con el señor Manfredo Engel fue porque al poco tiempo de su protesta en televisión escuché en los informativos de la radio que:
Tausende von E-Books und Hörbücher
Ihre Zahl wächst ständig und Sie haben eine Fixpreisgarantie.
Sie haben über uns geschrieben: