A las chicas les gustan las chicas - Hayley Kiyoko - E-Book

A las chicas les gustan las chicas E-Book

Hayley Kiyoko

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Beschreibung

Coley es una chica de dieciséis años que se enfrenta al verano en soledad. Obligada a mudarse a un pueblecito de la zona rural después de perder a su madre, no se encuentra en posición de arriesgar su, ya de por sí, frágil corazón. Pero cuando conoce a Sonya, la atracción es inmediata. A Coley le preocupa no ser digna de ella. Hasta ahora, siempre que se ha enamorado, todo le ha salido mal. Y Sonya nunca ha estado con una chica antes. ¿Qué pasará si no es capaz de ser vista con Coley? ¿Qué pasará si, al abrir su corazón, Coley lo pierde todo? Ambas se dan cuenta de que cuando las cosas se ponen mal y se ven obligadas a evitar sus sentimientos, son ellas las que salen perdiendo, y que sólo en el momento en el que acepten el amor que más temen y merecen, sus vidas comenzarán a tener sentido. Basada en la exitosa canción GIRLS LIKE GIRLS, la novela debut de Hayley Kiyoko nos habla sobre la importancia de aceptar tu verdad y comprender que todos somos dignos de ser amados. Instant #1 entre los más vendidos del New York Times.

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Dedicado a cualquiera que alguna vezse haya sentido un caso perdido y no creyóque podría tener un final feliz. Tú vales.

Téngase en cuenta que en algunas partes de estelibro se habla sobre el suicidio y se hacen alusiones(sin entrar en detalles) a él.

UNO

¿Te cuento un secreto?

Pensándolo bien… ¿cuándo ha respondido alguien que no a esa pregunta? Aunque estés segura de que acabarás sentenciada o algo así, hay una parte de ti que necesita responder que sí, ¿cierto? Una parte que, más que nada en el mundo, quiere saber.

Yo de secretos lo sé todo. De los buenos: regalos de Navidad, escapar de clases, cajas escondidas de Funfetti para hacer pasteles de cumpleaños. Y de los difíciles: los que te roen hasta que consiguen liberarse de ti en forma de grito. De los malos, que son, más que secretos, mentiras: Estoy bien, Coley (no estaba bien). Llamaré a mi terapeuta (no lo hizo). Aquí voy a estar cuando regreses de la escuela (mentirosa, mentirosa, mentirosa).

Alguna vez pensé que lo tenía controlado. Era como un juego de manos: los secretos de mamá y los míos, y nunca debían toparse. Pero todo se desmoronó.

Y ahora no tengo mamá y papá apenas tiene idea de lo que significa ser padre, y hay demasiadas cosas a punto de estallar dentro de mí. Secretos que, cuando te pones a discernirlos, parecen más bien verdades:

No soy como las otras chicas.

Y no, no lo digo de esa manera engañosa que usan los tipos cuando quieren halagarte. Por favor, tenme un poco de confianza.

Ves películas, escuchas un montón de canciones, lees historias de amor, y en todas te dicen cómo se supone que debe ser:

La Chica tiene dos trenzas y es pecosa y muy dulce. Con tenis luminosos y jeans rotos, juega, brinca y gira en la acera. Nada le preocupa. Ninguna pregunta la atormenta. Nada de ¿Y si eres…?

Así, la Chica crece. La Chica hace que el chico de al lado se tropiece cuando la ve, o que el jugador de futbol americano falle sus pases, o que el tímido nerd demuestre su valía (cuando las cosas se ponen intensas al cambiar de imagen, seamos realistas). Y entonces, la Chica toma del brazo a su chico, y son felices para siempre. El camino está tan gastado que quizá tenga una zanja en medio. Es el camino que supuestamente tienes que escoger. El que todo mundo espera que recorras.

Pero tú, la chica que no es como las otras chicas… tú bajas la mirada para ver el camino, y no es tan radiante y luminoso. Pensar en él no te hace sentir como lo describen en los cuentos o las canciones. Y no todas esas personas están mintiendo… lo que significa que hay un secreto que no te dices ni siquiera a ti. Esa sensación que no puedes, y tal vez tampoco quieres, nombrar.

Lo empujas, lo ignoras como si fuera una planta marchitándose. Pero eres tú la que se está encogiendo.

Y un día te das cuenta: no es que no seas como otras chicas.

Es sólo que nunca has conocido a una chica como tú.

Pero luego, sí. Por fin, la conoces.

Y de pronto, todas las canciones tienen sentido.

DOS

Usuario de LJ: SonyatSunrisex00x [entrada pública]

Fecha: 8 de junio de 2006

[Humor: equis]

[Música:“SOS” - Rihanna]

Aburrida. Aburrida. Aburrida.

En este pueblo, nada cambia nunca. Salvo que creo que está volviéndose más caluroso. Tal vez esa película de Al Gore tiene razón.

Me he visto reducida a hablar del clima, corazones. ¡Alguien sálveme de este horrible destino! Díganme que mañana hay una fiesta, un plan, o que algo va a pasar. Necesito desesperadamente una distracción.

xoox

Sonya

Comentarios:

T0nofTrent0nnn:

Yo puedo distraerte cuando quieras.

SonyatSunrisexx00xx:

Agh, Trenton, no estaba pensando en eso.

SJbabayy:

Jajaja, Trenton, ¿nunca piensas en otra cosa?

SJbabayy:

¿Quieren ir mañana a ese club? Alex dijo que conoce a un tipo que nos puede meter de contrabando.

SonyatSunrisexxOOxx:

¡Sí! ¡Llama a Alex!

MadeYouBrooke23:

¿Trenton no les dijo? Se lo pedí cuando fuimos al estudio de perforaciones. ¡Vamos a ir al lago, bebé! Pero tengo que esperar a que mamá se vaya a trabajar porque sigue enojada por el piercing que me hice en el ombligo.

SJBabayy:

Espera. ¿Te hiciste el piercing en el ombligo y no me pediste que te acompañara?

SJBabayy:

¿Por qué estaba Trenton contigo?

SonyatSunrisexx00xx:

Sí, Brooke: ¿por qué estaba Trenton contigo?

MadeYouBrooke23:

Me ofreció unride porque no podía usar el auto de mamá. ¿Recuerdan que les dije que es toda antiperforaciones? ¡Ya les había contado! Raritos.

SonyatSunrisexx00x:

Lo que tú digas. Llama cuando llegues al lago. Si quieres.

TRES

La cosa está así: yo no debería estar aquí. Bueno, nunca he sentido que deba estar en ningún lugar. Nunca soy lo suficientemente blanca, o lo suficientemente asiática. Nunca soy… lo suficiente.

Pero heme aquí, en un estúpido pueblo perdido en medio de la nada, en Oregón. Hay más árboles que gente.

Extraño el sonido de la vida, ¿sabes? Gente en la calle. Sirenas. Cláxones, voces, luces y el zumbido que viene con un montón de casas apiñadas en un espacio diminuto.

Pero aquí está tranquilo y amplio, y chirrían los grillos… o sea, en serio chirrían. Las sombras que los árboles proyectan por doquier lo vuelven todo más verde aún, hasta que quedas tan empapada del verdor que bien podrías ser un duende.

No tendría que estar aquí, pero lo estoy. Arrojada en medio del páramo de Oregón con mi padre. Y el problema no es que llevara tiempo sin verlo, sino que es un bueno para nada. Pero supongo que hay cosas que obligan a algunos buenos para nada a estar a la altura de las circunstancias. En este caso, las circunstancias son que no quedaba nadie más.

Mamá se había ido. Y eso se sentía muy real y muy falso al mismo tiempo.

Yo no quería mudarme aquí. Se lo dije a él muchas veces, en cuanto me di cuenta de quién era (me tomó diez segundos completos después de abrirle la puerta a este hombre crispado con el cabello gris y observarlo detenidamente tratando de ubicarlo).

Supongo que, en cierto sentido, estaba perdido. Perdido dentro de recuerdos borrosos que no pasan de mis tres años. Es un poco difícil no olvidar recuerdos tan distantes.

Y ahora no sólo debo recordar: debo vivir con eso. Con él. En la tierra de silencio y verdor sin transporte público.

Está, como dicen, jodido.

Sé que debería alegrarme de que Curtis no me haya abandonado del todo. Podría haber dejado que me metieran en el orfanatorio. Creo que debo estar contenta de que no lo haya hecho.

Un listón bastante bajo, si me lo preguntas, pero así es mi vida últimamente. No tengo más que migajas, y sigo luchando por ellas porque no hay nada más.

Curtis no sabe cómo ser un papá. Y aunque él lo averiguara, yo ciertamente no sé cómo tener un papá, y a la mala aprendí que la única persona a la que puedes necesitar sin salir lastimada eres tú misma. Entonces, creo que estamos bastante fastidiados, los dos contando en secreto los días que faltan para cumplir dieciocho años y así poder largarme de aquí y que él se libre de mí.

Muy bajo el listón. ¿Es esto lo que mamá quería para mí? Dios… ¿a quién quiero engañar?

Ella no estaba pensando en mí. Tengo que decirme que ella no estaba pensando en mí, para nada. Si lo hubiera hecho (si mi nombre, mis ojos, mi sonrisa o alguna parte de mí hubiera penetrado por la neblina que se había asentado sobre ella), no lo habría hecho.

Pensar en mí la habría detenido (porque yo no estaba ahí para detenerla). Te dije que estaba luchando por las migajas.

Despierto antes de que suene la alarma, así que la apago y cubro mi cabeza con las cobijas, a pesar de que a las nueve de la mañana ya hace calor. Oigo a Curtis en la cocina, yendo de un lado a otro, preparándose para ir a trabajar mientras yo me escondo entre las cobijas. Está inquieto. Un alma inquieta. Así le decía mamá, cuando hablaba con ella sobre él, cuando era más chica y me interesaba. Cuando era más chica y pensaba Tal vez él regrese.

Ella sonreía al decirlo, pero de una extraña manera agridulce. Como si nunca hubiera sabido cómo debía sentirse con respecto a él. Me pregunto si alguna vez lo pudo averiguar.

¿Hubo claridad al final?

¿Arrepentimiento?

¿Algo penetró por la espesa niebla gris que la había envuelto a ella, y al departamento, y a nuestra vida, durante los meses anteriores a…?

No puedo ni pensar en eso. Si lo hago, pensaré en ese día y las semanas que le antecedieron, y eso me llevará a los meses en los que me decía a mí misma que todo estaba bien, aunque sabía que no lo estaba. Y todo eso desembocará en: ¿Por qué no fuiste mejor, Coley? ¿Por qué no fuiste más rápida? ¿Por qué no te diste cuenta de lo mal que estaba?

Ninguna de las preguntas tiene una buena respuesta, o una respuesta fácil, de modo que seguiré huyendo de ellas, muchas gracias.

Curtis se va al trabajo, y ahora que la casa está vacía y no hay riesgo de un desayuno incómodo, salgo de las cobijas. Llevo aquí más de una semana, pero no he sacado casi nada de las cajas. Si desempaco, entonces es permanente.

Pero no es que esté engañándome. Sé que ya me quedé aquí atrapada. Sólo estoy retrasando un poco el momento de desempacar, aunque sea inevitable. Por eso dicen todo eso de la gente que niega lo inevitable. Es una condición humana o algo así.

Estoy actuando de manera perfectamente normal.

Él dejó un poco de café en la cafetera. Lo miro un momento, preguntándome si es una señal de reconciliación. Se quejó de mí a la segunda mañana de mi llegada, cuando me descubrió bebiéndolo. Como si fuera a atrofiar mi crecimiento o algo. Como si él tuviera algo que decir sobre lo que meto en mi cuerpo, después de todos esos años de hacer como si yo no existiera.

Si es una señal de reconciliación, me enoja todavía más que si tan sólo lo olvidó. Ya sé que debería estar agradecida… y creo que a él lo confunde un poco el hecho de que no lo esté. Ahí está otra vez ese listón bajo del que hablaba. Una hormiga podría saltarlo.

En el refrigerador hay una nota y un billete de veinte dólares abajo de un imán de plástico con forma de uvas: LOS DE LA MUDANZA ENCONTRARON TU BICICLETA. VE A HACER AMIGOS.

Guardo el billete y tiro la nota a la basura. Trato de no pensar en las innumerables notas que guardé en una lata metida en alguna de esas cajas que no he desempacado. A mamá le gustaba escribir notas para el refrigerador. Citas, letras de canciones, bromas y afirmaciones. A veces, cuando ella estaba deprimida, yo podía observar cómo iba recobrando el ánimo porque empezaba a llenar otra vez la puerta del refrigerador. Pero no era una ciencia segura.

No lo fue la última vez.

VE A HACER AMIGOS. Lo escribe como si fuera fácil. Como si yo tuviera algo en común con alguien ahí afuera. Tal vez… si allá alguna otra chica está retrasando alguna mierda inevitable, supongo. Pero eso no es precisamente algo que puedas preguntarle a alguien cuando lo conoces. Sería muy extraño.

Pienso en quedarme en casa todo el día, desafiando su nota. Pero Curtis sigue siendo para mí una incógnita y no sé cómo reaccionaría. No me ha gritado ni nada, pero nunca se sabe. Además de algunas anécdotas suyas de hace quince años, y que me consta que para él fue fácil soltarme. Es todo lo que sé.

Y quedarme en esta casa que en lugar de aire acondicionado tiene un simple ventilador es como estar en el infierno, así que agarro mi bici y salgo a rodar en ella. Podría quedarme afuera hasta tarde. No es que él pueda decir que se preocupa o que tengo una hora de llegada.

Estoy bastante segura de que ni siquiera se le ocurriría ponerme hora. Novato.

El barrio donde vive Curtis está raído en las orillas, pero trata de que no se note. Un poco como él. Las casas son viejas y están tan cuidadas como es posible cuando en realidad no puedes darte el lujo de hacerlo. En los jardines, pequeños y podados, el pasto está disparejo, como si hasta la tierra supiera que no sirve de nada y se hubiera rendido.

—¡Quiubo!

Qué raro saludo. Sólo miro a la mujer antes de pasar a su lado a toda prisa.

—¡Claro! —exclamo por encima del hombro como una estúpida. Pero, en serio, ¿quién dice quiubo? ¿Es esto lo que puedo esperar? Eso apestaría. La escuela va a apestar. Por ahora, me salva el verano, pero no creo que Curtis me vaya a dejar zafarme en el último año.

Salgo del barrio y cruzo el gran puente de piedra que no tiene carril de bicicletas ni acera, así que el autobús que viene atrás de mí piensa que es útil tocar el claxon cada pocos segundos, a pesar de que voy lo más rápido que puedo. Al final, el tipo me rebasa, pero no sin enseñarme el dedo medio. Un bonito espectáculo de amabilidad pueblerina.

Mientras pedaleo por las vías del ferrocarril, pienso en tratar de treparme a un tren y dejar que me lleve a lo desconocido.

Es algo que mamá habría hecho en su día, apuesto a que sí. Ir de polizona o como se diga (quizás hay una mejor palabra para eso). Mamá era intrépida. Sin duda, alguien que se treparía en un tren y dejaría atrás todo lo conocido.

Ella y yo siempre habíamos sido un equipo. Pero resultó que estábamos jugando un juego que yo no entendía y las dos terminamos perdiendo. Parece que lo único que hago es perder cosas.

Por fin alcanzo a vislumbrar algo de civilización y ya no nada más un montón de casas andrajosas y árboles. Hace mucho calor, el horizonte titila cuando descubro el centro comercial y lo hace parecer casi mágico, en vez de simplemente un lugar con aire acondicionado. Pedaleo hacia el estacionamiento con el sudor escurriendo por mi espalda. Hay un restaurante chino, un centro de bronceado que se llama Besada por el Sol (su logo es un repulsivo sol besucón)… y ahí está: una sala de arcade con un gran letrero: TENEMOS AIRE ACONDICIONADO. Al lado, hay algunas tiendas cerradas con tablas y unos tipos pasando el tope en patineta. Supongo que en esta tierra de árboles y carreteras de dos carriles aprovechas cualquier cuadro de concreto que encuentras.

Me bajo de la bici balanceando la pierna y la empujo hacia un poste cerca de la sala de juegos: un sitio perfecto para ponerle la cadena. ¿En Oregón se les pone cadena a las bicis? ¿O la gente aquí no roba? No, por supuesto que no: la gente roba en todas partes.

Rechinidos. Me estremezco con el ruido de unas llantas de auto avanzando demasiado rápido y demasiado cerca; me echo atrás tan rápido que caigo, raspo mis codos en el pavimento, la bicicleta se desploma traqueteando encima de mí y el pedal se clava en mi muslo mientras una miniván viene hacia mí a toda velocidad.

No reviví toda mi vida en un instante. Sólo dije Ay y luego ¡Carajo! y luego…

Nada.

Estoy apretando los párpados. No me doy cuenta hasta que no siento el impacto. Me tengo que obligar a abrir los ojos; la cara y el cuerpo están encogidos, preparados para el choque.

—¡Santo cielo!

—¡Dios mío…! ¡Trenton! —dice una voz de chica.

—¿Qué! ¡¿Qué?! ¡Ella salió de la nada!

—¡Eres un idiota! —añade la chica bruscamente, y yo, en mi aturdimiento, no puedo sino estar de acuerdo: Trenton es un idiota.

Haciendo una mueca de dolor, me empujo con los codos raspados. Cuando por fin puedo ver al conductor que estuvo a punto de matarme, ¿qué hace él? Me sonríe, como si con eso fuera a cautivarme. Hay otro chico en el asiento delantero, pero él no está sonriendo: se ve tan traumatizado como yo me siento.

—¡Trent! No lo puedo creer —grita la chica por la ventana, y luego la puerta se desliza y ella sale del vehículo. Lleva una blusa de rayas y pantalones por arriba del tobillo. Se mueve con una elegancia natural. Hay chicas que se ven bien sin importar cómo se vistan. Tiene la piel bronceada, piernas largas, cabello oscuro que le roza los hombros. Se lo acomoda detrás de las orejas y viene corriendo hacia mí. Sigo la pista de sus movimientos y me engancho en el color de sus uñas: violeta, ese tono curioso entre morado y azul.

Estoy jadeando más ahora que cuando estaba tirada en el piso, segura de que me iban a aplastar.

Sus ojos oscuros —infinitos, interminables, intrépidos— se topan con los míos y es como recibir un golpe en todo mi ser. Un cataclismo en los sentidos.

No puedo enfocar el plano general, no puedo adquirir perspectiva.

No puedo ver nada más que a ella.

CUATRO

-¿Estás… mmm… bien? —pregunta la chica.

Es bonita de un modo que nadie se atrevería a negar. Con algunas chicas es a cara o cruz. No creas que estoy siendo una idiota. Yo definitivamente caigo en la categoría “algunas chicas”. No bonita, sino linda a secas, ¿sabes? Es como es. Soy realista.

Pero esta chica… Ella es hermosa. Una belleza para irse de espaldas, para olvidarte de todo y perder la concentración al verla.

Me está mirando a mí y tengo que reaccionar y responderle, pero estoy paralizada. El imbécil conductor está ahí parado, riéndose como si el hecho de que mi bicicleta esté tirada fuera lo más divertido del mundo.

—¿Hola? —la chica, impaciente, pasa la mano frente a mi cara.

—Sí, estoy bien —respondo con el ceño fruncido.

Voltea a ver al chico alto y agita la mano como para decirle que se calle, pero cuando se vuelve hacia mí, parece que está sonriendo por sus payasadas.

Enfurruñada, agarro mi bici y me voy a encadenarla. Regreso a la realidad, porque hasta este momento he tenido un día de mierda. Creo que ese idiota podría haberme atropellado de verdad, en vez de haber estado sólo a punto de hacerlo.

Hoy los listones bajos se están luciendo.

—¡Saliste de la nada! —exclama el chico mientras me alejo furiosa hacia la sala de arcade, y odio sentir las mejillas calientes y peleo contra el impulso de hacerle un gesto con la mano. En vez de eso, encadeno mi bici en uno de los postes de acero y me escabullo, tratando de no hacer caso de las palpitaciones en mi estómago. Como eso no funciona, me digo que esa sensación se debe a la experiencia de haber estado a punto de morir.

La adrenalina te hace sentir toda clase de cosas. Sólo necesito tranquilizarme y dejar que se enfríen las emociones.

Pero va a ser difícil, porque el “aire acondicionado” del que alardeaba la sala de arcade en su letrero exterior no es más que un ventilador destartalado que ni siquiera oscila. Fabuloso. Estaría más fresca en casa.

Con todo, se siente una brisa. A estas alturas, cualquier cosa es buena antes de regresar en la bici.

El resto de la sala de arcade está poco iluminada, pero los juegos (en tres grandes hileras de maquinitas) resplandecen. Hay futbolitos, atrás de ellos mesas de hockey de aire, y a mi derecha una pequeña área de comida con mesas de formica desportilladas y apretujadas. Me planto frente al ventilador y cierro los ojos, tratando de encontrar un poco de tranquilidad.

—Hey, a ese tipo del club estuvo a punto de darle un derrame cerebral —se jacta una voz a mi derecha—. ¡Qué fácil lo dejamos atrás! Y SJ, ¡pum!, que se cae —ríe ruidosamente.

Trato de ignorarlo.

—Tienes que pararle a tu mierda, Trenton —alguien, el otro chico, lo regaña—: casi me provocas un ataque de asma.

Uno de mis ojos se abre de golpe

—¿Y si SJ se hubiera lastimado?

Ésa es la voz de ella. ¿Cómo puedo saberlo si pronunció apenas unas cuantas palabras?

—No vi que te detuvieras por SJ, Sonya —dice Trenton con sorna.

El ventilador prácticamente no enfría nada, así que abanico con el dobladillo de mi blusa, tratando de propiciar el flujo de aire. Pero qué calor hace.

—¡Hey!

El idiota que no sabe manejar ya habló tanto que reconozco también su voz, así que no volteo.

—Hey, bombón, ven acá.

Diría que es como un perro con un hueso, pero un perro sí sabe obedecer órdenes. Los chicos como él no.

—Déjala en paz —dice el otro tipo.

—¡Sólo estoy siendo amable! Ven, ven para acá.

Veo por encima del hombro y noto que el otro chico le tapa la boca a Trenton con la mano y se agacha. En quien me concentro es en ella: la llamó Sonya. Está sentada entre los dos chicos en una de las mesas de formica, y cuando levanta la mirada, yo camino. Trenton hace un ruido de satisfacción, como si estuviera yendo hacia él, pero ella hace un gesto con la boca que me hace pensar que sabe la verdad.

—¿Querías algo? —le pregunto a Trenton, pero antes de que pueda responder, las puertas de la sala se abren de golpe con tal dramatismo que las destartaladas mesas vibran. Una chica de flequillo y coletas con raspones sanguinolentos en las rodillas se acerca cojeando.

—¿Qué carajos les pasa? —les dice a los tres que están sentados antes de dejarse caer en la silla vacía junto a la que estoy parada—. No puedo creer que me hayan dejado sola con ese gorila enfurecido. Si me quedan cicatrices en las rodillas, ustedes tendrán que pagar la cirugía plástica.

—Cálmate —dice Trenton riendo—. ¿Por qué no me traes una coca?

La chica de coletas le da un manotazo a Trenton. Me parece casi admirable cómo se contiene; yo le habría dado un puñetazo.

—Me caí por tu culpa, imbécil. Tú me traes a mí una coca. Y un pretzel. Merezco carbohidratos.

—Lo siento, bebé —le dice Sonya pasándole el brazo por el cuello para tranquilizarla—. Los chicos me hicieron salir corriendo; no tuve más remedio.

—Nunca estás de mi lado —refunfuña la de las coletas, y luego su mirada se posa en mí, parada ahí como una perdedora y fisgona. El desdén de su mirada calienta mis mejillas justo cuando empezaban a enfriarse—. ¿Y ésta quién es? —pregunta acurrucándose en Sonya.

—La chica a la que casi maté —dice Trenton con ojos brillantes—. Aunque, si lo miras de otro modo, es la chica a la que le salvé la vida pisando los frenos justo en el momento debido. Mamá estaría tan orgullosa de mí.

No me molesto en responder. Debería irme, pero por alguna razón no consigo que mis pies se muevan.

—SJ, ¿Brooke ya te dijo algo del lago? —pregunta Sonya.

—Todavía no —su mirada vuelve a posarse en mí—. ¿Y entonces tú eres…?

—Coley.

—¿Y qué pasa contigo? —pregunta SJ—. ¿Simplemente no hablas?

—Sí hablo —digo.

—¿No has oído que la gente más inteligente es la callada, porque escucha? —suelta el otro chico. El agradable, que automáticamente me cae mejor porque no es Trenton.

—Ay, fabuloso —dice Trenton desdeñoso—. Otra chica lista, justo lo que necesitamos —se inclina hacia delante con una sonrisa llena de lujuria—. Apuesto a que eres buena para escuchar, Coley.

—Bueno, como dices puras tonterías, es un trabajo fácil —le respondo.

—¡Dios mío! —exclama SJ y Sonya empieza a reírse con ella. Los chicos se quedan con la boca abierta. Pero SJ deja de ponerme atención—. Brooke ya me contestó. Hoy vamos al lado norte del lago.

—Genial —dice Trenton poniéndose de pie, y es como si fuera el rey o algo así, porque todos los demás siguen su ejemplo. Yo doy un paso atrás, alejándome de Sonya, mientras ella arrastra la silla y se levanta.

Pasan a mi lado como si yo ni siquiera estuviera ahí, pero mientras salen por la puerta, ella voltea hacia mí una última vez y yo no puedo evitarlo. La sigo.

El calor sigue siendo agobiante cuando salgo. Me agacho para desencadenar la bici y trato de no hacer caso del grupo que se dirige a la miniván, a la que Trenton ya se subió.

—¡Hey! ¡Coley!

Miro por encima del hombro. Ella está subiéndose a la miniván mientras Trenton, en el asiento del conductor, pone cara de pocos amigos.

—Vamos a ver a unos amigos en el lago —continúa Sonya.

—Okey —digo.

Ella pone los ojos en blanco y me truena los dedos en actitud grosera y prepotente.

Mi estómago colapsa como si estuviera en una montaña rusa, cuando al tronido de dedos le sigue:

—Y bueno, ¿vas a venir con nosotros?

En mi mente, es como una pantalla dividida; las opciones: la casa de Curtis, que no-es-un-hogar, o esta chica.

Cualquier cosa es mejor que Curtis.

—Sí, ya voy.

CINCO

Sonya saca las llaves del auto.

—Alex, vete adelante. Yo me voy atrás con Coley.

Ella sale, abre la puerta de atrás y me hace un gesto con la mano para que me acerque. Voy antes de que empiece a chasquearme los dedos otra vez, porque no estoy segura de si debe gustarme esa sensación que me provoca en el estómago. Mandona. ¿Es eso lo que es?

Así habría calificado a SJ antes de que Sonya se portara tan impaciente conmigo. Ahora me pregunto: ¿estuve a punto de ser atropellada por la versión veraniega de la mesa de los chicos populares? ¿Qué estoy haciendo aquí? Debería decirle que tengo que irme. Eso es exactamente lo que voy a hacer. En cuanto le dé la vuelta a la van, voy a decirlo: “Acabo de recordar que tengo que ir a otro lado”. Tómatelo con calma y simplemente… móntate en la bici y vete de aquí antes de que se complique más. Nadie me quiere aquí, excepto ella.

¿Qué es lo que me clava los pies al suelo cuando me sonríe?

—Hay mucho espacio —dice agachándose y tomando los radios de la rueda, y es como si yo la mirara para memorizarla y absorber cada detalle. Esas uñas color violeta, no del todo morado, no del todo azul: un color con signo de interrogación para una chica con signo de interrogación.

—Cuidado —le advierto cuando la llanta gira hacia delante.

—La tengo —levanta la parte delantera de mi bici amarilla y yo tomo la llanta trasera para meterla.

—¡Apúrense! —dice Trenton desde adelante.

—Podría haber ido en bici —añado, mientras ella cierra la puerta de atrás.

Ríe.

—¿Alguna vez has ido al lago?

Niego con la cabeza.

—Acabo de mudarme.

—Eso explica por qué nunca te había visto —dice—. El lago está como a media hora en bici. Hace demasiado calor para eso. Vamos.

Sonya se trepa en el asiento trasero y yo hago lo mismo; un olor rancio a marihuana y totopos me golpea la nariz. SJ está en el asiento de en medio, tipo capitán, con los chicos en frente, y cuando nos abrochamos los cinturones se gira para hablar con nosotras.

—Entonces, ¿acabas de mudarte, Coley?

Sonya hace un gesto displicente con la mano.

—Eso ya no es noticia. Coley ya me puso al corriente.

SJ pone los ojos en blanco.

—¡Sólo estaba haciendo una pregunta! ¿Dónde vivías antes?

—San Diego.

—Una ciudad de verdad —suspira Sonya con envidia.

—Bueno, tampoco es Los Ángeles o Nueva York —se burla SJ.

—Definitivamente, no lo es —contesto, y me mira parpadeando, desconcertada de que haya estado de acuerdo con ella.

—¿La extrañas? —pregunta Sonya.

La respuesta preparada es no. La verdad es mucho más complicada.

—Definitivamente esto es diferente —es lo que digo al fin, pero es como si ella pudiera leer entre líneas, porque se desliza un poco más hacia mí y me da una palmadita en la pierna. Se me seca la boca por completo con el contacto de su mano.

—En muy poco tiempo te haremos sentir como en casa —añade—. Tienes suerte de habernos encontrado.

—¿Suerte de que casi me atropellan? —pregunto con sequedad.

—¡Hey! Te estoy haciendo un favor, transportándote a ti y a tu sucia bicicleta en mi van —exclama Trenton desde el asiento delantero. El estómago se me retuerce un poco; no me había dado cuenta de que podía oírnos desde el otro extremo. Levanto la mirada y ahí está, viéndome por el espejo retrovisor. Tiene ojos de caleidoscopio; no en el sentido de la canción de los Beatles, sino porque parecen comprender… pero entonces un pequeño cambio les da una expresión pícara y brillante con una fiebre que se podría desbordar.

—Por favor, no le hagas caso, te lo suplico —me dice Alex juntando las palmas.

—Debería botarlos a todos en el acotamiento —refunfuña Trenton.

—Vuélveme a dejar abandonada y me aseguraré de que te aplaste un auto —revira SJ.

Tengo que agachar la cabeza para no toser; estoy ahogándome de la risa. Las SJ del mundo definitivamente no son partidarias de chicas como yo, y esta SJ no me estaba dando ninguna razón para pensar que pudiera ser distinta, pero a veces el humor malicioso es universal.

—Eso es, SJ, díselo —exclama Sonya echando la espalda hacia atrás y estirando los brazos. Acomoda los dedos sobre el respaldo de mi asiento, con las uñas violeta resaltando sobre la felpa bermellón desteñida.

—No empieces con tus porras de girl-power, Sonya —dice Trenton mientras entra en un estacionamiento rodeado de, adivinaste, más pinos. ¿Existe otra clase de árbol en este pueblo?

Sonya no responde. Tamborilea los dedos sobre el asiento, marcando pequeños crescendos de irritación. Mientras los chicos bajan, me pregunto si no le dolerá la lengua de tanto mordérsela para contenerse.

—Vamos, Sonya, necesitamos encontrar a Brooke —pide SJ cuando nos bajamos de la van en tropel.

—Ve, ve —le digo cuando noto que vacila, y SJ resopla con frustración—. Sólo tengo que encadenar la bici.

—Nadie va a robarse esa porquería —replica SJ riendo.

—SJ —la reprende Sonya, sacudiendo la cabeza.

—Dios mío —dice SJ disgustada. Yo miro fijamente el pavimento—. Vamos. Tus amigos están esperándote, Sonya.

Le toma la mano y la jala hacia la vereda entre los árboles. Yo regreso a la miniván y abro la cajuela trasera para sacar mi bicicleta. No me importa si ella me está viendo. No me importa.

Encadeno la bici a uno de los postes de luz y avanzo entre los árboles tras ellos. Todo está más oscuro bajo las copas, hasta que la vereda desemboca en un claro.

Mis ojos se enganchan en ella instantáneamente, aunque ya está en la orilla. Lejos de mí, pero la habría encontrado aunque estuviera del otro lado del lago. Ríe de algo que dice SJ, echando la cabeza hacia atrás, y el sol brilla sobre ella como si fuera una película de los ochenta sobre un campamento o algo así.

Combina bien con este lugar, con chicos armando alboroto en el agua, chicas en bikini tomando el sol sobre toallas extendidas en la playa rocosa, una fogata crepitando, hieleras llenas de latas de cerveza sudadas sobre las mesas de picnic.

Yo no combino. Para nada. Ay, pero ¿por qué vine? Ella ni siquiera me esperó. Debería irme de aquí.

—¡Hey, Coley!

Mierda. Veo a mi derecha. Alex me hace gestos con la mano, sentado sobre la mesa cerca de las hieleras. Por lo menos, tiene una lata de pastillas Altoids abierta con papel de arroz y marihuana haciendo equilibrio sobre su rodilla. Si fumo algo, a lo mejor puedo manejar la situación.

Ya no puedo huir, así que voy con él. Alex no tiene el aura de fraternidad universitaria de Trenton y me pregunto cómo combina él en todo esto. Todos los grupos de amigos son como un sube y baja: siempre hay uno que extiende la mano para equilibrarlos a todos. Cuando me siento junto a Alex y sonríe, afable y guapo (seguro que hay chicas embobadas con su oscura cabellera), me pregunto si es él quien estabiliza todo.

Trato de no mirar hacia atrás con demasiado descaro, sólo un rápido vistazo, pero Sonya ni siquiera está viendo adonde estamos. Está pateando una pelota rayada para que lo intercepte una de sus amigas, quizá la Brooke que mencionaron en la sala de arcade. Es como si yo no existiera.

—Me estaba preguntando si te habrías perdido en el bosque —dice Alex.

—El sendero estaba muy despejado —contesto, girándome un poco hacia la mesa de picnic para que el agua no quede a mis espaldas y pueda ver con más discreción hacia el lago. En dirección a ella.

—Sólo asegúrate de mantenerte alerta. Hay osos —los ojos le brillan un poco al decir esto, lo que me deja ver que está bromeando, así que le sigo el juego.

—Ah, sí, tuve que combatir con tres de ellos cuando venía para acá, y con mis propias manos.

Ríe de mi chiste malo.

Por el rabillo del ojo miro a Sonya echar la pelota de playa al agua de una patada y quitarse la camiseta para saltar al lago. La estela blanca de su chapuzón brilla contra el rojo de su bikini. Siento mariposas en el estómago, mientras ella desa­parece bajo el agua y vuelve a la superficie resplandeciendo cual sirena, y entonces tengo que mirar a otro lado porque de lo contrario me voy a poner tan colorada como su traje de baño.

—¿Estás viviendo en el pueblo? —pregunta Alex.

—Sí.

—Entonces, no tienes que temer la violencia de los osos. En las zonas alejadas hay que tener más cuidado; mi ex tiene que guardar su basura bajo llave.

—Te soy honesta: eso suena aterrador. En cuanto a fauna silvestre, en San Diego las ratas y las cucarachas eran mi principal pesadilla.

—Espérate a que veas a los ciempiés del bosque.

—¡Agh! —Me estremezco de sólo pensarlo—. Todas esas patitas me dan escalofríos.

—Me pasa lo mismo —pasa un poco de la yerba desmenuzada de la lata al papel doblado y lo enrolla con toda facilidad; se ve que tiene práctica. Me lo extiende—. Siento que te debo uno de éstos, tomando en cuenta que casi te atropellamos.

—Estoy totalmente de acuerdo con esa lógica —contesto, tomando el cigarro y guardándomelo en el bolsillo—. Gracias.

—De nada. Dime si necesitas que te ayude a conseguir más. Sólo yerba, eso sí. No juego con ninguna otra cosa.

—Genial. No me meto ninguna otra cosa.

—Straight edge, ¿eh?

Me hace reír. Algo en él hace que me relaje.

Veo por el rabillo del ojo que Sonya se exprime el cabello a la orilla del lago mientras platica con SJ. Se está riendo de algo que ella dijo, haciendo aspavientos en respuesta, y la otra chica se carcajea con ganas. Sonya le pasa un brazo por el cuello, le planta un beso exagerado en la coronilla y luego se aleja un poco fingiendo que se desvanece. SJ la atrapa antes de que caiga de nuevo en el agua.

Qué melodramática.

Quiero saberlo todo sobre ella.

—¡Espero que no te hayamos asustado mucho en el estacionamiento! —dice Alex de todo corazón—. Trenton es…

Decir su nombre lo invoca, lo juro, porque en ese momento llega dando brincos con tres chicos atrás de él. Como si fuera un perro, sacude su empapada cabellera hacia Alex. El agua sale volando por todos lados y Alex da un grito arrojándose para cubrir sus cosas con su cuerpo.

—¡Qué te pasa, Trenton! ¡Mis papeles!

Trenton sólo ríe.

—¿No vas a nadar? —me pregunta Trenton y señala hacia el lago con un gesto de su aún mojada cabeza.

—Nop —digo subrayando un poco la p, con la esperanza de que entienda la indirecta.

Pero no la capta. En lo absoluto.

—¿Qué pasa? —pregunta—. ¿No te puedes mojar?

Su insinuación me provoca un nudo en la garganta.

—Santo Dios, Trenton —dice Alex con un gruñido.

Pero Trenton sólo ríe.

—No te preocupes, puedo ayudarte con eso.

Antes de que pueda siquiera pensar en responderle con brusquedad, se agacha y va por mí. Me gana en estatura por al menos treinta centímetros; me levanta como si fuera un saco de harina y me echa sobre su hombro.

Carajos, odio a los tipos como él. A los hombres les parece que es divertido cargarte cuando ellos quieren. Creen que es comiquísimo que te retuerzas tratando de liberarte; piensan que es una excusa para tocar partes tuyas que no deberían.

Malditos sean. No debes tocar ninguna parte de nadie a menos que esa persona lo quiera. No es tan difícil de entender.

—¿Podrías bajarme? No traigo puesto un traje de baño —digo, tratando de hablar en tono tranquilo, porque cuando estuvo a punto de atropellarme se rio en lugar de asustarse: es esa clase de persona. Quiere que me moleste. Y estoy molesta, pero me estoy esforzando por no caer en su juego de mierda.

Mi cabello se balancea de atrás para adelante mientras Trenton va trotando hacia la playa, riéndose como loco, agarrándome fuerte. Me sube la sangre a la cabeza y me planteo seriamente bajarle el traje de baño en ese mismo instante en venganza, pero ya está metiéndose al agua y las puntas de mi cabello se arrastran en la superficie, y no es cierto que haya peces que muerden, ¿verdad? Es algo que yo misma me inventé. Estamos en Oregón, no en Australia, donde toda vida silvestre te quiere matar.

Gira y da vueltas en el agua y empiezo a ver puntitos negros bailando frente a mis ojos: la súbita subida de sangre a la cabeza, combinada con las vueltas, me está mareando tanto que me cuesta mucho defenderme. Sacudo brazos y piernas tratando de quedar en posición vertical, y el desplazamiento de mi peso lo hace tropezarse y girar. Los dos nos sumergimos torpemente en el agua con gran estrépito. Está turbia y no se parece nada a estar en una alberca, pero mojarme de golpe basta para despejar el mareo. Para cuando logro ponerme de pie, detesto básicamente todo, en especial cuando veo a Sonya con el agua hasta los tobillos, el cabello echado hacia atrás, mirándome fijamente, y se me ocurre la idea más absurda en el momento en que se cruzan nuestras miradas y ella frunce el ceño. ¿Estabas saliendo para venir por mí?

—¡¿Qué carajos te pasa?! —pregunta Trenton justo frente a mí, bloqueándome la vista de Sonya. Me echa agua con sus manotas rollizas—. ¡Sólo estaba jugando! ¡No te iba a lanzar!

Finalmente, cedo a la tentación y le hago una seña obscena. No merece una sola palabra más. Ninguno de ellos. Salgo del agua y camino frente a todos, hacia mi bicicleta. Maldito sea todo esto y malditos sean todos ellos. Maldito Curtis y sus jodidos consejos de “hacer amigos”. ¿Qué amigos? ¿Por qué querría yo ser amiga de esta gente, aparte de porque viven aquí ?

Qué horrible razón para ser amigos: la proximidad.

Este sitio nunca será mi hogar. Y ahora, me van a molestar en la escuela porque no solté risitas tontas cuando un tipo me cargó para lanzarme al agua al estilo cavernícola.

—¡Hey! ¡Espera!

Sigo caminando, aunque es la voz de Sonya. La puedo ver de reojo mientras cruzo el estacionamiento. Se está poniendo la blusa de rayas encima del bikini, pero no se detiene para abotonarla, y yo trato de concentrarme en cómo trae amarradas las tiras rojas del traje de baño alrededor del cuello, en ninguna otra cosa.

—¿Estás bien?

Llego a mi bicicleta y tomo el manubrio. Cada vez que me muevo, mis zapatos chapotean; sólo espero que sea lodo y no esas asquerosas algas.

—Trenton puede ser un imbécil a veces —dice con una sonrisita avergonzada que me revuelve el estómago—, pero te juro que es un buen tipo. Lo conozco de toda la vida.

—Estoy segura de que es un buen tipo —añado, y el sarcasmo escurre por mis palabras más rápido que el agua de mi cabello.

—¡Hey! —me dice frunciendo el ceño, con las cejas formando una V—, no te enojes conmigo. Vine hasta acá para cerciorarme de que estuvieras bien.

—¿Hasta acá? O sea, ¿viniste por el sendero, cruzaste el estacionamiento y llegaste a la carretera?

Esa V se hace más profunda. Una parte de mí quiere seguir a la ofensiva, ver qué tanto más puede fruncir el ceño, porque parece el tipo de chica que no está hecha para eso, y cuando lo frunce se ve más tierna que enojada. No es un gesto grave y solemne.

Pero por hoy… ya estoy harta. El cabello me gotea por la espalda y gracias a Dios esta mañana me puse una camiseta gris en vez de una blanca, o Trenton quizás habría insistido en que me quedara.

—Mira, no conozco ni a tus amigos ni a ti. Aquí no conozco a nadie. Y luego tú sólo… —cierro la boca. Dios, estoy tan cansada. Mojada, cansada y harta—. Lo que hizo estuvo jodido. Y luego, no detenerlo… más que jodido.

Pone los ojos en blanco.

—Tú viniste con nosotros al lago.

—¡Ustedes me invitaron! —respondo con brusquedad—. No los conozco. Empiezo a preguntarme si me interesa siquiera. Ese tipo es un idiota.

Y de pronto, su rostro se alisa; ya no hay ceño fruncido.

—Mira, yo no sé lo que pasó allá atrás con Trenton y contigo, pero lo único que yo hice fue venir a ver si estabas bien.

—¿Por qué no trataste de detenerlo?

Vuelve el ceño fruncido, para desaparecer de su rostro un segundo después, como un fallo técnico en un video. Ocurre tan rápido que casi pienso que lo imaginé, pero en ese momento dice, ahora con mayor suavidad:

—No supe cómo…

Es como gasolina en un fuego que lleva meses ardiendo.

—Entonces, ¿tú sólo le sigues la corriente en lo que sea que él quiera?

—¡¿Qué?! ¡No! —dice superponiendo sus palabras a las mías.

—… siempre y cuando puedas formar parte de esto. Siempre tienes que ser el centro de atención, hasta cuando tu buen tipo actúa como basura.

—¡Vaya! —exclama—. Estás siendo muy dura. Eso no es cierto.

—Entonces, ¿qué es lo que pasó allá? —pregunto, extendiendo el brazo hacia el lago y mirándola fijamente. Ella me había pedido que viniera, platicó conmigo todo el camino y luego me dejó botada como si yo no fuera lo bastante simpática para mantener su interés. No debería doler tanto y tan rápido, pero así me siento.

—Yo… —ya no está esforzándose por no fruncir el ceño. Logré que se enojara o que no supiera qué contestar, no sé bien cuál de las dos cosas… pero a estas alturas no estoy segura de que me importe.

—No tengo energía para la gente que sale con excusas —digo optando por soltar bravuconadas, pero suena poco convincente y me voy de ahí indignada. Al menos pienso que parezco un poco ruda, pero mi corazón late con fuerza y se siente como si se fuera a salir de mi pecho de un brinco cuando ella grita:

—¿Quién carajos te crees que eres?

Viene siguiéndome. Es una sensación que nunca había tenido, porque cuando un tipo te sigue da miedo, no emoción, pero esto es…

Es como si pudiera contar cada pulsación de la sangre en mis venas.

—No tienes ningún derecho de juzgarme —añade, hecha una furia detrás de mí mientras yo sigo caminando, mareada con el acaloramiento de sus palabras, incapaz de salir huyendo de ella porque entonces se daría cuenta.

¿Se daría cuenta de qué, Coley? Yo misma no lo sé.

—O sea, ¿qué carajos? ¿Quién te crees que eres? ¡No eres más que una mezquina y malhumorada cabrona! —con la última palabra, me toma del hombro y me da la vuelta.

Es como si todo el calor se concentrara en mi cara y estuviera a punto de salir por mis ojos en forma de lágrimas. No puedo correr ni respirar; lo único que de verdad puedo hacer es taparme la cara con las manos, cosa que es humillante.

—Hey —su voz vuelve a cambiar y vuelve a sonar amable, como antes—. Hey, ¿estás bien?

¿Cuántas veces me ha preguntado eso el día de hoy? ¿Alguna vez le he respondido con honestidad?

Me da un abrazo antes de que pueda yo pensar en posibles consecuencias, y de repente todo está tibio. No caliente: tibio. Es como sumergirse en una bañera con agua a la temperatura perfecta.

—Lamento mucho haber dicho eso —me dice Sonya al oído… y yo no sabía que una persona pudiera estremecerse así. La sensación baja por mi espina dorsal hasta las piernas y se arremolina sobre mis pies. Nunca mis pies habían tenido ninguna sensación, más que cuando les ha caído algo encima.

—No es… no es sobre lo que dijiste… Es sólo que… —me quedo sin palabras cuando me aprieta la cintura con las manos.

—¿Podemos empezar de nuevo? —me pregunta al oído, y pienso que así es como me voy a morir: aquí en la carretera, hecha pedazos tras los escalofríos. Pero en eso retrocede y estamos lo suficientemente cerca para que yo pueda por fin ver bien sus ojos, cafés con tintineos dorados por la luz que se derrama en la carretera. Se aleja unos pasos y más tarde voy a tener que pensar en la manera como sus dedos se quedan horas en la parte externa de mis hombros. Sonríe ladeando la cabeza—. Vas a tener que dejar que me redima. Soy… una estúpida, sencillamente. Es la verdad. Tomo pésimas decisiones, pregúntale a quien quieras.

—Estoy bien —digo—. Y no es cierto.