Acordes de Navidad - Claudia Cardozo - E-Book

Acordes de Navidad E-Book

Claudia Cardozo

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Beschreibung

HQÑ 346 La época más alegre del año, un hombre que ha perdido la esperanza y una mujer dispuesta a creer nuevamente en el amor. Lucas llega a Bardstown, un pueblito alejado del mundo que le es familiar, con la esperanza de encontrarse a sí mismo. Carga su guitarra al hombro, un puñado de ilusiones y la sospecha de que quizá sea ya muy tarde para él; entonces conoce a Layla, que le hace ver que tal vez esté equivocado. Layla no ha tenido suerte en el amor, pero está feliz con su vida entre esas personas con las que ha crecido y la disparatada dinámica de su pueblo; además, pronto será Navidad y eso siempre hace que las cosas se vean mejor. La llegada de Lucas pone su mundo de cabeza y le hace preguntarse si aún hay una oportunidad para ella. ¿Se atreverá a descubrirlo? - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022 Claudia Fiorella Cardozo

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Acordes de Navidad, n.º 346 - diciembre 2022

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S. A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-357-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

Bardstown, Kentucky OCTUBRE

 

 

 

 

Lucas tomó una larga bocanada de aire y descendió del autobús con una mueca. Olía como el infierno allí dentro.

Claro que eso no era tan raro después de un viaje de seis horas, consideró mientras se dirigía a la bodega de la estación para reclamar sus cosas; seguro que sus compañeros de viaje debían de pensar también que él necesitaba un buen baño.

Con su bolsa en una mano y la guitarra bien protegida en su funda al hombro, dejó atrás el pintoresco edificio de la terminal tras él y se encaminó por la ancha calle que parecía dividir el pueblo de Bardstown como una herida.

Le habían hablado tanto de ese lugar que sentía como si aquella no fuera su primera visita; los edificios de estilo georgiano le resultaron tan familiares como el tráfico escaso y fluido, tan distinto de lo que estaba acostumbrado a ver en Los Ángeles.

Se cruzó con un pequeño grupo de señoras que lo observaron con curiosidad e intentó esbozar una sonrisa, pero lo único que consiguió proyectar fue una mueca que pareció ofenderlas un poco porque empezaron a cuchichear entre ellas luego de dirigirle miradas de disgusto.

Algo más en lo que iba a tener que trabajar mientras se encontrara allí, se dijo Lucas en tanto exhalaba un hondo suspiro y consultaba en el teléfono la dirección que le había dado Ernie: sus habilidades sociales dejaban mucho que desear.

Vio la pensión desde la calle de enfrente; hubiera sido imposible no hacerlo: era un edificio horroroso.

La mayor parte de las casas en esa zona algo apartada del centro del pueblo tenían aspecto de edificaciones antiguas con frentes de ladrillo rojizo y ventanas en hileras que destellaban a la luz del sol de la tarde. La pensión que le había recomendado su mejor amigo se veía un poco destartalada, aunque conservaba cierta dignidad: la fachada estaba pintada de un verde encendido y unas primorosas cortinas de un rosa chillón cubrían las ventanas del segundo piso.

Parecía un pastel, concluyó Lucas dando una nueva mirada al lugar una vez que llegó ante la puerta principal. Una aldaba con forma de cerdo destelló ante sus ojos, y estuvo a punto de dar media vuelta y volver por donde había venido, pero se recordó que las apariencias pueden engañar y que no conocía otro lugar que pudiera servirle para lo que tenía en mente.

Llamó a la puerta con más fuerza de la necesaria, sin atreverse a tocar la aldaba, y aguardó, llevando el peso de un pie a otro, un poco esperanzado ante la idea de que nadie atendiera. Tal vez fuera lo mejor. Sería la prueba final de que aquello no era buena idea. Podría decirse a sí mismo que el universo estaba enviándole una nueva señal para ayudarlo a aceptar que ya era hora de rendirse, que ya lo había intentado lo suficiente; solo tenía que regresar…

La puerta se abrió de golpe, obligando a Lucas a apartar sus pensamientos y a centrarse en la mujer que apareció en el dintel.

Y había pensado que la casa se veía rara, se dijo mientras la examinaba con rostro que rogó se viera inexpresivo porque hubiera odiado que se notara lo mucho que lo había sorprendido.

Era… minúscula. A lo mucho le llegaba al codo, y eso que llevaba unos tacones que no debían de ser buenos para alguien que se veía tan frágil. Tenía el cabello cano cortado hasta los hombros y su rostro estaba surcado por una fina capa de pliegues que se ensancharon cuando sonrió luego de dirigirle una mirada cargada de sabiduría.

La mujer extendió una mano llena de anillos multicolores y antes de que Lucas alcanzara a decir una palabra, tiró de él con una fuerza sorprendente para invitarlo a entrar.

—Ernie dijo que llegarías ayer; ¿tuviste problemas con el autobús? Él dijo que harías el último tramo así, pero no lo entendí muy bien. ¿No habría tenido más sentido que tomaras un avión? El aeropuerto de Kentucky no está muy lejos y podría haberte enviado a Georgie.

La mujer lo estudió luego de cerrar la puerta tras ella y Lucas sintió como si lo estuviera traspasando con sus ojitos oscuros tras las gafas con marco de carey que le cubrían medio rostro.

Me han dado repasos más discretos en un bar a medianoche, se dijo él removiéndose con cierta incomodidad mientras daba una mirada alrededor. Se hallaban en un vestíbulo atiborrado de chucherías, la mayor parte de ellas figurillas de cerámica de ojos vidriosos que parecían contemplarlo con la misma curiosidad que la dueña de casa.

—Fue un viaje largo, pero estuvo bien —Lucas respondió con una mentira a medias, más con el fin de decir algo que porque lo creyera necesario—. Usted debe ser…

—Polly. —La anciana esbozó una amplia sonrisa—. Polly Adams.

—Claro.

—Y esta es mi casa.

Antes de que Lucas pudiera decir que eso ya lo había deducido, la señora dio otro paso hacia él y lo sorprendió al poner una mano sobre su hombro y darle una suave sacudida. Los ojos de un tono azul oscuro de Lucas se entrecerraron al percibir un aguijonazo provocado por la incomodidad; odiaba que intentaran analizarlo, que era justo lo que parecía estar haciendo aquella mujer.

—Me alegra mucho tenerte aquí, Lucas —dijo ella sin apartar su mirada cristalina de su rostro.

A él le sorprendió un poco la calidez con la que pronunció su nombre, pero solo atinó a asentir con cierta torpeza. De cualquier forma, era poco probable que ella le hubiera dado oportunidad de más porque casi de inmediato dio un leve golpe al entrechocar las palmas y pegó un grito que pareció hacer retumbar las ventanas.

—¡Georgie, ven a conocer a Lucas! —Luego de aquello, la señora, Polly le dirigió una radiante sonrisa y se atusó un rizo plateado tras la oreja—. Es un poco lento, pero ya llega. Te hemos preparado la habitación que da a la plaza que está junto al jardín trasero; seguro que lo último que quieres es sacar la cabeza en las mañanas y toparte con ese tráfico horrible de la carretera.

En realidad, se dijo Lucas con un gesto confuso, ni lo que tenían allí afuera era una carretera ni había visto nada ni remotamente parecido al tráfico al que estaba acostumbrado en Los Ángeles, pero supuso que su anfitriona no apreciaría que le enmendara la plana desde su visión citadina, así que se contentó con asentir, otra vez, y estuvo a punto de exhalar un suspiro de alivio al reparar en la llegada de un hombre que juzgó debía de tener unos cincuenta años y que iba arrastrando los pies con ademán aburrido.

—Este es Georgie. —Polly señaló la bolsa de viaje que Lucas había dejado sobre la alfombra—. Georgie, cariño, ayuda a Lucas a instalarse, querrá darse un baño y comer algo. Voy a poner la cafetera. Tengo unas galletas deliciosas recién salidas del horno. Pero anda, tesoro, no te quedes allí parado, sigue a Georgie, él te mostrará tu habitación.

Lucas tuvo que obligarse a salir de su estupor. No sabía qué le sorprendía más, si que alguien fuera capaz de hablar con tal velocidad o que acabaran de llamarlo «tesoro» por primera vez en su vida.

Tal vez ambas cosas, se dijo mientras acortaba la distancia que lo separaba del tal Georgie, que se alejaba por un corredor y, al darle alcance, descubrió que ascendía por una escalera semioculta que conducía al segundo piso. Una vez en el rellano, dio un giro y se encontró en un pasillo cubierto por una espesa alfombra con un diseño muy parecido al del vestíbulo; había tres puertas a cada lado, todas con una placa dorada sobre la mirilla.

—Perdón, pero ¿dónde…?

Antes de que pudiera terminar la frase, el hombre se detuvo ante la puerta más alejada de la derecha y le hizo una seña para que lo siguiera cuando se adentró en su interior.

—Hay bastante agua caliente en el baño y toallas en el mueble bajo el lavabo —dijo él luego de dejar su bolsa sobre una silla junto a la ventana y sin dar oportunidad a Lucas de abrir la boca—. Si necesitas algo, te asomas y me pegas un grito; he dejado a Ronald colgado de un árbol. Bienvenido.

Lucas ni siquiera se planteó detenerlo; todavía intentaba procesar aquello de que hubiera dejado a un ser humano colgando de un árbol cuando el hombre desapareció y cerró la puerta tras de él, dejándolo con la sensación de que había terminado en una casa atestada de locos.

¿En qué estabas pensando, Ernie?, preguntó entre dientes a la nada al tiempo que se llevaba las manos al rostro cubierto por una barba tupida que debía de verse tan desordenada como su cabello. No era de extrañar que la primera sugerencia de Polly fuera que tomara un baño.

Cuando su amigo Ernie, que era también uno de sus compañeros de trabajo en la empresa de publicidad en la que trabajaba en Los Ángeles, le habló de ese pueblito de Kentucky en que había pasado sus últimas vacaciones, a Lucas le pareció un regalo caído del cielo. Y no solo eso: Ernie también lo convenció de hospedarse en el mismo lugar en el que lo habían hecho él y su familia cuando estuvieron allí.

Polly era un encanto y cocinaba riquísimo, había dicho él como si aquello fuera todo lo que necesitaba saber uno cuando se comprometía a pasar todo un mes en una casa ajena con un montón de extraños.

Pero lo había hecho sonar tan bien, y los precios era tan buenos, que hubiera sido un idiota de no haber tomado la recomendación. En su fuero interno, a Lucas siempre le había parecido que Ernie podía ser un poco exagerado, de modo que no le dio demasiada importancia cuando comentó al vuelo lo excéntrica que podía ser la dueña de la hostería.

Excéntrica, pronunció ahora entre dientes.

Por lo que había visto en los cinco minutos en que había tratado con ella, eso era quedarse un poco corto. Y el tal Georgie no se quedaba atrás.

Lucas ahogó un suspiro y se llevó una mano al cuello tenso luego de todo el tiempo pasado en el autobús en una posición tan incómoda.

No se lo había dicho a Polly, dudaba de que fuera a mencionarlo ante ella en algún momento porque no se imaginaba haciéndole muchas confidencias, pero lo cierto era que había tenido razón al pensar que hacer semejante viaje por carretera en lugar de en avión era bastante extraño.

Claro que lo era.

Pero como todo lo que Lucas llevaba haciendo durante la semana era, cuando menos, rarísimo, al menos para él, no se trataba más que de otro detalle que sin duda tendría que discutir con su psicoanalista cuando volviera a casa y sacara cita.

Casa.

La palabra le dio vueltas en la cabeza, pero no se permitió profundizar demasiado en ello. Si todo iba como lo tenía planeado, tendría bastante tiempo para pensar en ese asunto y en todas las locuras que acababa de cometer en los siguientes días.

En ese momento, lo único que deseaba era un buen baño y un plato de comida caliente.

Y también necesitaba que alguien le explicara quién era ese tal Ronald y por qué alguien había decidido colgarlo de un árbol.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Layla miró las monedas que relucían en su mano extendida y frunció la nariz, lo que acentuó el cúmulo de pecas que la cubrían, lo mismo que a buena parte del rostro. Las motitas de un tono un poco más oscuro que su tez cobriza parecieron reunirse en un remolino, dotándola del aspecto de un duende particularmente enfadado.

—¿Veinticinco centavos? ¿En serio, Rich? Llevo las últimas horas trayéndote una taza de café tras otra sin exigir que pidas algo para comer ¿y todo lo que me das de propina son veinticinco centavos?

El hombre al que hablaba, Rich, miró su taza vacía sobre la superficie impecable de la mesa de linóleo, idéntica a las otras diez que se hallaban dispuestas alrededor del salón de la cafetería, y se aclaró la garganta con un ruidito ahogado. Era pequeño, regordete, y apenas le quedaba cabello, sus ojos oscuros relampaguearon al posarse sobre Layla y se encogió de hombros.

—No sabía que hubiera un tarifario.

—El único tarifario en lo que a propinas se refiere que tenemos aquí es la decencia de nuestros clientes —rumió ella en respuesta—, pero está visto que esperar algo como eso de ti es ser muy optimista.

Rich hizo un gesto vago con la mano y pareció que estaba a punto de decir algo; por su expresión enfadada, no algo muy agradable, pero Layla no le dio tiempo de ello. Tomó la taza vacía y la sostuvo ante él un instante antes de dar media vuelta con un movimiento airado.

No se detuvo hasta llegar ante el mostrador, donde dejó su carga con un golpe sordo. El hombre cabizbajo tras la mesada la observó con una ceja arqueada y sonrió.

—Supongo que no querrás compartir tu propina ¿no? —bromeó él.

Layla ladeó el rostro y le dirigió una mirada ceñuda, sin responder, lo que el otro pareció tomar como una señal de que no estaba para burlas.

—Perdón, pero ya sabes cómo es Rich; dudo de que entienda lo mucho que depende la gente que le sirve de las propinas.

—O que le importe.

—Eso también.

Layla elevó los ojos al cielo, con lo que reparó en una bombilla de la lámpara que iluminaba el corredor que conducía a los servicios que parecía a punto de quemarse, y tomó nota mental de cambiarla antes de marcharse cuando terminara su turno.

—En fin, da igual. —Ella alzó la moneda que había separado del dinero que iría a la caja y la sostuvo ante sus ojos con una mueca—. Seguro que puedo dejársela a Minie para que se compre un caramelo.

—Dudo de que le alcance.

Intercambiaron una sonrisa y Layla cambió el paño que llevaba a la cintura por otro limpio mientras el hombre se llevaba una mano a la barba. Era extremadamente delgado, de miembros largos y fibrosos y le sacaba al menos un par de cabezas. Ella recordó que eso había sido lo que más le impresionó de él cuando lo conoció hacía ya varios años. Entonces Freddy, como se llamaba, le había parecido un gigante de talante malgeniado, pero pronto descubrió que en realidad era algo así como un osito de felpa bastante confiable.

Y hacía unas hamburguesas de muerte, además, por lo que llevaba casi diez años al frente de la cocina de la cafetería.

—Entonces le diré que la meta a su alcancía.

Freddy iba a responder algo, pero entonces se oyó el sonido de la campanilla que indicaba la llegada de un nuevo cliente y miró sobre el hombro de Layla con desinterés. Estaban tan acostumbrados a ver gente ir y venir todo el día que ese sonido se había convertido en parte de su rutina; Layla a veces incluso soñaba con él. Pero la expresión en el rostro de su amigo varió a otra de extrañeza y ella siguió su mirada en un acto reflejo para ver qué era lo que había llamado su atención.

—Ese es nuevo —susurró él cerca de su oído cuando un cliente pasó junto a la barra—. ¿Crees que él sí sepa cómo calcular una propina justa?

Layla apenas lo oyó. Estaba muy concentrada observando al recién llegado con ojo crítico y, aunque no le habría gustado reconocerlo, lo cierto era que se sentía un poco impresionada. Pero solo un poquito.

Era un hombre atractivo en sus treinta con el cabello espeso revuelto por el viento habitual en las tardes de Bardstown. Tenía una mirada profunda, o eso le pareció cuando lo vio barrer la sala de un vistazo hasta posarse sobre ella. La observó durante lo que pareció mucho tiempo hasta que Layla apartó la mirada porque se sintió incómoda, lo que, para ella, que estaba acostumbrada a ser objeto de ese tipo de examen en todo el tiempo que llevaba trabajando de cara al público, era cuando menos extraño.

Se sintió un poco tonta de haber permitido que la mirada de un extraño la afectara tanto.

—¿No vas a ir? La voz de Freddy se abrió paso en su mente y, al ladear el rostro para observarlo, se topó con una expresión divertida en su rostro—. A atender al nuevo —continuó él como si encontrara graciosa su falta de respuesta.

Layla cabeceó de mala gana e hizo como si no le hubieran entrado ganas de pegarle con un plato. Con un gesto de advertencia, tomó la libreta que había dejado sobre la barra y, luego, señaló la puerta entreabierta tras él que conducía a la estrecha cocina que Freddy consideraba su reino.

—¿Se te quema algo?

Él abrió mucho los ojos al oír la pregunta y salió corriendo hacia allí sin decir una palabra. Layla se quedó un par de segundos viendo su espalda desaparecer con una sonrisa satisfecha en los labios y, luego de cabecear, se encaminó al recién llegado.

Había poca gente en la cafetería a esa hora, la mayor parte de los clientes habituales acostumbraban a pasar a partir de las seis. Por eso, Layla era la única mesera en ese turno; su compañera, Nora, no llegaría hasta las cinco y media. Eso si no se retrasaba, lo que por desgracia ocurría con frecuencia.

—Hola. ¿Qué le sirvo?

De cerca, el hombre era aún más impresionante de lo que le había parecido desde la barra. En efecto, sus ojos tenían algo que llamaba la atención de inmediato; de un azul oscuro, parecían capaces de ver hasta lo más profundo de una persona. A Layla no le gustó nada esa sensación.

—Café. Mucho. Y… ¿qué tienen para comer?

Layla lo pensó un momento.

—A esta hora solo tartas, y creo que puedo pedir al cocinero que te haga un emparedado si prefieres algo salado. No servimos la cena hasta las siete.

Su respuesta pareció decepcionarlo, pero se recompuso con rapidez y, luego de pasarse una mano por la barba un tanto enmarañada, cabeceó con gesto resignado.

—Que sea una tarta entonces; la más dulce que tengas. Y…

—Café. Mucho café.

La sombra de una sonrisa asomó a labios del hombre al oírla.

—Sí, eso también.

Layla asintió luego de tomar unas rápidas notas.

—Vuelvo en un minuto.

Ella se apresuró a ir a la vitrina en que tenían los postres luego de hacer una seña a una pareja junto a la ventana que alzaba las manos para llamar su atención. ¿Por qué creía alguna gente que quienes hacían ese tipo de trabajo podían desdoblarse? De haber sido posible, lo habría hecho con gusto, rumió ella mientras buscaba la tarta de zarzamoras que había horneado Freddy esa mañana.

No se giró para comprobarlo, pero hubiera podido jurar que el hombre continuaba observándola mientras iba de un lado a otro, y lo cierto era que no habría sabido decir si eso le disgustaba o no.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Al final, resultó que Ronald era un gato. El gato de Georgie, para mayores señas, o al menos eso le aseguró Polly cuando él bajó a reunirse con ella luego de darse un largo baño y ponerse ropa limpia.

Según ella, era habitual que Ronald se escapara de vez en cuando y siempre terminaba en los lugares más extraños. En la copa de un árbol, por ejemplo. Y una vez se subió al tejado de los vecinos. Otra a lo alto de un tanque antiguo en el edificio junto al ayuntamiento que estaba en la plaza principal del pueblo.

Aquello volvía loco a Georgie y no era raro verlo vagabundear por la zona buscando al intrépido animal como alma en pena. Cuando al fin daba con él, podía pasarse horas intentando convencerlo de que bajara de donde fuera que se hubiera subido; eso siempre y cuando no se le ocurría ir en su busca, con lo que había estado a punto de romperse el cuello más de una vez.

A Lucas esa explicación le resultó tan extraña que, sumada al ajetreo del viaje y la impresión que le había dejado descubrir que su mejor amigo le había recomendado como hospedaje lo que a todas luces estaba cerca de ser un manicomio, rechazó la invitación de la anciana para tomar un refrigerio con ella y decidió salir a dar una mirada por los alrededores.

Ya encontraría él algún lugar donde comer antes de que terminara el día, le había asegurado a Polly cuando ella se mostró alarmada de que saliera sin probar bocado luego de pasar tantas horas en la carretera.

Y así había sido, se dijo Lucas al dar una mirada a la cafetería que parecía salida de una vieja película ambientada en un pueblo del norte, con sus mesas y sillas pintadas de un blanco opaco, el suelo de linóleo que brillaba como si acabaran de fregarlo, y las ventanas con cortinas a cuadros recogidas para dejar entrar la escasa luz del exterior.

Hasta los clientes parecían un cliché ambulante. Y la mesera…

Bueno, la mesera tal vez fuera lo único que no calzaba del todo con el escenario.

Aunque llevaba un uniforme azul y un delantal de un blanco tan níveo como no lo había visto nunca, a Lucas le dio la impresión de que había algo en ella que la sacaba un poco del molde respecto a lo que habría cabido esperar en un lugar como aquel.

Quizá fuera su actitud un poco desafiante y vibrante, alejada de la serena resignación que siempre había relacionado con las personas que hacían ese tipo de trabajo.

O tal vez se tratara de un prejuicio ridículo, supuso él luego de sacudir la cabeza de un lado a otro al darse cuenta de que se estaba dejando llevar por la imaginación, algo que parecía pasarle cada vez con mayor frecuencia desde que puso un pie en ese pueblo.

Solo eso explicaba que acabara de huir de la casa de su actual casera luego de tejer todo tipo de historias respecto a gatos colgados de árboles y ancianas diminutas que les hablaban a las paredes.

—Le he puesto un poco de crema y un extra de jalea para acentuar el dulce; el café está recién hecho. ¿Necesita algo más?

Lucas parpadeó y apartó la mirada del mantel, donde la había fijado mientras desvariaba, y observó a la mujer ante él, que aguardaba con expresión intrigada. Un olor delicioso atrajo su atención y al llevar la mirada hacia abajo vio un pequeño plato cóncavo con un trozo de tarta que rezumaba una jalea oscura en contraste con el río de crema que chorreaba de los lados.

Se le hizo agua la boca.

—Gracias —Lucas carraspeó al reparar en su tono ronco—. Se ve deliciosa.

La mesera sonrió en respuesta y, cuando se inclinó para dejar una servilleta junto a él, Lucas aprovechó para intentar leer el nombre en la plaquita que llevaba prendida al pecho.

¿Lily? ¿Lana?

—Es Layla.

Él dio un bote en el asiento y boqueó, sorprendido de que ella se hubiese dado cuenta de su inspección. Y, qué sentido tenía negarlo, también un poco abochornado.

—¡Ah! De acuerdo. —Intentó no sonar tan incómodo como se sentía y sostuvo su mirada sin parpadear—. Yo soy Lucas.

Ella, Layla, se recordó él con la extraña sensación de que nunca un nombre había estado tan bien puesto, lo observó con una ceja arqueada y entonces reparó en el reguero de pecas que le cubría el rostro.

Un rostro precioso. Parecía albergar toda una constelación; un cúmulo de estrellas rematadas por unos ojos oscuros y profundos que le provocaron una sensación muy rara en el pecho.

—Un gusto, Lucas. No te he visto antes por aquí, ¿te acabas de mudar?

Él sabía que esa no era más que la clase de charla que cualquier persona civilizada podía entablar en una situación como aquella, pero por alguna razón que no habría sabido explicar, lo cierto fue que le resultó importante dar una respuesta correcta. Aunque, ¿cómo iba a dar una que no lo fuera ante una pregunta tan sencilla?

—Estoy de paso —respondió él con un gesto al tiempo que tomaba la taza humeante con cuidado de no volcársela encima—. Vacaciones.

Layla no pareció sorprendida y Lucas no pudo menos que preguntarse si Bardstown no sería un lugar más transitado de lo que había pensado.

—¡Qué bien! Espero que las disfrutes, deberías…

Ella se cortó de golpe y Lucas reparó en que veía un punto a su izquierda. Al seguir su mirada, notó que acababa de llegar un pequeño grupo con un par de chiquillos que hablaban a voces y que, tras ocupar una mesa junto a la puerta, hacían gestos para llamar su atención.

—¡Ay, no! ¡Los Fergus! —Habría jurado que susurró ella antes de mirarlo de nuevo—. Bueno, cualquier cosa que necesites me avisas, ¿sí? Que disfrutes de tu comida y de tus vacaciones.

Antes de que él alcanzara a decir algo, ella se alejó con paso rápido y, en un parpadeo, la vio libreta en mano junto a los recién llegados, que parecían conocerla porque le hablaban todos al mismo tiempo.

Lucas apartó la mirada cuando uno de los niños, que pareció reparar en su observación, le sacó la lengua, así que volvió la atención a su plato.

Estaba tan bueno como había supuesto que estaría, se dijo él cuando ya había dado cuenta de la mitad de la tarta. Con el punto justo de dulce y la untuosidad de la crema, le recordó a los fines de semana que pasaba en casa de su abuela. Ella también había sido una excelente cocinera, y era raro que no tuviera siempre algo metido en el horno con lo que consentirlo cuando se quedaba con ella.

¡Cuánto la echaba de menos!, se dijo Lucas tragándose un suspiro.

Había sido su muerte, acaecida el año anterior, lo que había sembrado la semilla que terminó con él en ese lugar.

O tal vez la semilla hubiera estado siempre allí, desarrollándose en silencio gracias a los cuidados de esa abuela formidable que le hizo soñar con la idea de que nada era imposible y que, si deseaba algo con bastantes ganas, todo llegaría por su propio peso.

El problema, pensó Lucas al beber el último sorbo de café, era que él había ido dejando de creer en eso y, visto en lo que se había convertido su vida, era posible que eso fuera lo mejor. Y, sin embargo, no había podido resistirse a hacer un último intento. En honor a su abuela y también por sí mismo. Porque necesitaba aclarar sus ideas y confirmar si, como temía, los sueños ya se habían acabado para él.

Le habría gustado pedir otro café; estaba tan bueno que se habría terminado la cafetera con gusto, pero al buscar a Layla con la mirada la vio ir de un lado a otro sin dejar de resoplar; los ocupantes de la mesa no dejaban de pedir cosas y ella anotaba con una rapidez sorprendente; luego, iba acercándoles los pedidos según los recogía de la cocina. Y todo eso con la misma expresión confiada que había mostrado ante él.

Era imposible no envidiar un poco a alguien que parecía tan segura de sí misma, reconoció él para sí con una sonrisa torcida mientras echaba una mirada al listado que Layla había dejado ante él cuando llegó. Allí figuraba la relación de platos y sus precios y, visto que parecía que le iba a tomar un buen rato desocuparse, calculó el importe y, tras añadir una propina que le pareció razonable, dejó el dinero en la mesa y abandonó el local con talante pensativo.

Hasta el momento, nada en Bardstown era como lo había esperado y no estaba seguro de qué pensar al respecto.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

—¿Cuánto mides, Lucas, cielo?

Lucas contó hasta tres antes de responder y, cuando lo hizo, procuró que no se le notara lo poco que le había gustado esa pregunta.

—Uno noventa, más o menos ¿por qué?

Polly, que acababa de poner un vaso de una bebida de color cuando menos sospechoso bajo sus narices, lo observó con una sonrisita que le puso los vellos de punta.

Estaban en el salón de la casa, donde Lucas había pasado casi toda la mañana trabajando en el portátil porque, aunque estaba de vacaciones, había prometido ponerse con el análisis de un presupuesto que le habían asignado el mes anterior, y enviar algunos alcances a sus compañeros antes de que terminara la semana.