Actos de guerra - Enrique J. Wong Gutiérrez - E-Book

Actos de guerra E-Book

Enrique J. Wong Gutiérrez

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Beschreibung

"Vamos a virar todo el maldito lugar al revés, Rick —comenzó a decir el oficial de la CIA— y con los métodos más novedosos y baratos inventados hasta ahora. Y claro que estimularemos y provocaremos todo eso. Crearemos grupos de insurgentes de nuevo tipo; los instruiremos y pertrecharemos con todo lo necesario para operar con plena seguridad y de modo encubierto. En resumen, caballeros, vamos a sembrar el caos; vamos a sustituir sus valores por otros falsos, y les obligaremos a creer en ellos. Episodio tras episodio, representaremos una grandiosa tragedia: la muerte de uno de los pueblos más irreductibles de los últimos tiempos; la definitiva e irreversible extinción de su autoconciencia Eso es lo que vamos a hacer desde ahora". Esas últimas palabras pertenecían a Allen Dulles, uno de los padres de la CIA. Y ya lo estaban haciendo. Es la historia que nos cuenta el autor en esta, una clásica novela de espionaje y thriller en la que despliega su narración con intrépido brío y ritmo vertiginoso y trepidante. Novela ganadora del Concurso de Literatura Policial "Aniversario de la Revolución" en el año 2023.

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Seitenzahl: 409

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Premio novela del concurso “Aniversario del Triunfo de la Revolución” del MININT, 2022.

Jurado: Laidi Fernández de Juan.

Pedro de la Hoz González

Alberto Marrero Fernández

Edición: Vivian Lechuga

Diseño de cubierta: Alexis Manuel Rodríguez Diezcabezas

Diseño interior: Yunet Gutiérrez Fernández

© Enrique Wong Gutiérrez, 2024

© Sobre la presente edición:

Editorial Capitán San Luis, 2024

ISBN: 9789592116672

Editorial Capitán San Luis, calle 38 no. 4717, entre 40 y 47, Kohly, Playa, La Habana

Email: direccion@ecsanluis.rem.cu

Web: www.capitansanluis.cu

https://www.facebook.com/editorialcapitansanluis

Sin la autorización previa de esta editorial, queda terminantemente prohibida la reproducción 

    parcial o total de esta obra, incluido el diseño de cubierta, o su trasmisión de cualquier forma o por cualquier medio.

Índice de contenido
Página legal
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII
XXIII
Datos del autor

Vida, a la Muerte le queda un tiro…

A mi esposa, Ismar, por su aguda crítica,

por su pasión y por estar ahí siempre.

A mis hijos, porque de ellos será

el reino de este mundo.

I

Preparativos

Te diré algo, Rick: vamos a virar todo el maldito lugar al revés, para rehacerlo luego según lo que más nos convenga; y todo con los métodos más novedosos y baratos inventados hasta ahora. ¿Has oído hablar de la guerra molecular? Estás cansado de asistir a ejemplos; incluso, has participado en ellos, tú y otros conocidos y desconocidos para ti. Las evidencias están por todas partes, ocultas a la vista… menos de los ojos entrenados, y esos ojos son los nuestros. Al principio pueden ser cosas tan simples como latones de basura con días de desperdicios en su interior y que nadie se molesta en recoger, salvo cuando se desata alguna epidemia o sobreviene un desastre natural; pero para ese momento, ya resulta tarde; la imagen queda prendida en la mente de los ciudadanos, convertida en un recelo hacia el gobierno, que nadie reconoce como tal, pero que resulta radiactivo; todo el mundo lo comenta en las colas, en las paradas de los ómnibus… No verás ejércitos enfrentándose entre ellos, ni Marines arrasando el terreno a su paso; todo se esconde en el corazón de la propia sociedad, y se va apoderando de cada espacio, mientras la gente está mirando a otro lado, sumida en la contemplación de su último modelo de celular, o en alguno de esos “apps” tan atractivos. Botellas rotas y grafitis sin sentido proliferan; los muebles de los salones de clases están rotos, desvencijados; las señales se van haciendo más claras cuando comienzan a aparecer neumáticos cortados, se queman autos y latones de basura, en incidentes espontáneos sucesivos. El odio se convierte en algo funcional, y prende sobre todo en los jóvenes, el futuro de cualquier nación, mientras se descomponen poco a poco, junto con el resto del tejido social. Los problemas se acumulan, se pierde el respeto por las reglas y las instituciones; la sociedad se quiebra, no se veneran los principios, que se convierten en un molesto obstáculo, y predomina el sálvese quien pueda. La indolencia de los funcionarios es rampante, como lo es también su creciente interés en aprovecharse de las posiciones de poder, hasta que actúan en la comisión de delitos. El Estado comienza entonces a perder su legitimidad.

El sujeto se aclaró la garganta y prosiguió, bajo la mirada cada vez más atenta del tal Rick y de un tercer hombre, que se mantenía en silencio, apenas sin moverse más que para respirar, atento al menor gesto y la palabra más insignificante del “profesor”.

Si toda esa desintegración social, avanza, se llegaría al colapso de ese Estado tal y como lo hemos conocido por más de cincuenta años ya. Se desata la anarquía. O se retrocede hacia el viejo orden, o se marcha hacia una guerra civil. Si la sociedad se fragmenta al nivel macroscópico, las fuerzas armadas se dividirían, lo que abriría las puertas a la segmentación del país en varias naciones. Resulta difícil, casi imposible, diría yo, imaginar un país tan pequeño dividido en subnaciones, o algo así. El caso es que la experiencia de lo que hemos hecho en otras partes parece sugerirlo. De otro lado, el Derecho Internacional Humanitario es inaplicable, porque se trata de un conflicto interno, sin combatientes formales. ¡Y claro que estimularemos y provocaremos todo eso! Es nuestra razón de ser, ¿no? Pero llegamos a un punto en el que no podemos dejar la evolución en manos de la espontaneidad: hay que manipularla, y tenemos que disponer de una presencia en el lugar para poder voltear las cosas a nuestra conveniencia y llevarlas en la dirección que deseamos, ¿comprenden?

Sí, claro que Rick comprendía; no era un idiota. Toda aquella verborrea profesoral comenzaba a aburrirle, pero no había forma de obligar al señor Méndez a concretar lo que quería. ¿Por qué no hablaba en términos llanos? ¿Para qué toda aquella conferencia sobre… lo que fuera? ¿Por qué the fuck no decía esto es lo que hay que hacer, hagámoslo y punto? Algún motivo tenía la baja tolerancia de Rick hacia los intelectuales; pero aquel tipo representaba un contrato, aunque demorara en decirlo, ¡maldita sea!, y las buenas relaciones personales eran con frecuencia definitorias. Así era el mundo. Méndez se reclinó en el mullido butacón y cruzó las piernas, listo para continuar.

Se trata, en esencia, de crear un movimiento interno de resistencia, armada en su momento si fuese necesario, con elementos capaces de obtener información de inteligencia, de primera mano y en el terreno. Identificaremos a quienes puedan ser afines a una fuerza de operaciones especiales, como lo hicimos en Afganistán en el 2001; luego Bosnia, Libia, Bielorrusia… no hace falta seguir enumerando. Crearemos grupos de insurgentes de nuevo tipo; los instruiremos y pertrecharemos con todo lo necesario para operar con plena seguridad y de modo encubierto, no clandestino, porque el régimen tiene que saber que lo estamos golpeando, aunque no pueda atribuir los golpes a nadie en particular. Ustedes y sus hombres se mezclarán con la población local, personas que dominen el terreno, aunque no se trata de un país del todo desconocido para nosotros y sin vínculo alguno. Su prioridad sería armar una red de inteligencia, subversión y sabotaje; actualizarán la información relacionada con los objetivos humanos e institucionales para cuando llegue el momento de actuar contra ellos; marcarán, incluso su posición en coordenadas de GPS, que más tarde pudieran ser ingresadas a los sistemas de control de los misiles; pero, para serles sincero, espero que no sea necesario usarlos; es más, creo estar seguro de que no hará falta. No seremos nosotros quienes derribemos ese gobierno; pero nuestro apoyo será determinante para quienes se encargarán de hacerlo por nosotros. Prepararíamos, incluso, un gobierno en el exilio, alguien capaz de proclamarse presidente en el instante preciso en que demos la señal. De modo que una misión que tendrán sería determinar quiénes entre los líderes pudieran ser sensibles a nuestro mensaje; qué buscan, qué quieren, a qué aspiran, todo lo que pueda motivarlos a colaborar con nosotros, dejándoles bien claras las consecuencias de no apoyarnos. Esto último es esencial que lo sepan. A su debido tiempo, su grupo pasará a integrar una fuerza de tarea de operaciones especiales, cuando estén dadas las circunstancias; pero por ahora actuaremos solos, preparando las condiciones necesarias.

Méndez bebió un pequeño sorbo de su soda y observó los rostros de sus dos interlocutores.

En resumen, caballeros, vamos a sembrar el caos; vamos a sustituir sus valores, sin que sea percibido, por otros falsos, y les obligaremos a creer en ellos. Allí mismo encontraremos a nuestros aliados y correligionarios. Episodio tras episodio, representaremos una grandiosa tragedia: la muerte de uno de los pueblos más irreductibles de los últimos tiempos; la definitiva e irreversible extinción de su autoconciencia. Eliminaremos la carga social de la literatura y el arte; a los artistas les quitaremos las ganas de crear, de investigar los procesos internos de su sociedad. La literatura, el cine y el teatro deberán reflejar los más bajos sentimientos e instintos humanos. Apoyaremos y encumbraremos a quienes comenzarán a sembrar e inculcar en la conciencia el culto al sexo, la violencia, el sadismo y la traición, cualquier tipo de inmoralidad. En la dirección del Estado crearemos el caos y la confusión. De manera imperceptible, pero activa, propiciaremos el despotismo de los funcionarios, el soborno, la corrupción, la falta de principios. La honradez y la honestidad serán ridiculizadas y convertidas en vestigios del pasado. Vamos a cultivar con sutileza el descaro, la insolencia, el engaño, la mentira, el alcoholismo, la drogadicción, el miedo irracional entre los semejantes, el nacionalismo y la enemistad hacia otros. Unos pocos acertarán a sospechar e, incluso, a comprender lo que ocurre; pero a esos los situaremos en posición de indefensión, ridiculizándolos, desacreditándolos, señalándolos como detritus de la sociedad. Nuestra principal apuesta será la juventud, a la que corromperemos, desmoralizaremos y pervertiremos a límites insospechados. Eso es lo que vamos a hacer desde ahora.

Era la pausa final.

Las últimas palabras no eran suyas. Las había aprendido de memoria y pertenecían a Allen Dulles, uno de los padres de la CIA.

–Es más, ya lo estamos haciendo –concluyó Méndez.

II

Tiempo real

El Primero se secó el sudor de la frente y miró el reloj. Sudaba a pesar de que la temperatura era fresca, al igual que los demás, pero ninguno se había despojado de sus ropas oscuras. Una nube de mosquitos atacaba con fuerza a los invasores de su territorio, cubriéndolos de molestas picaduras en el rostro y el cuello, las únicas partes del cuerpo al descubierto y camufladas con pintura negra. La Zodiac flotaba en las tranquilas aguas a unos diez metros o algo así de la costa, con el motor encendido y la experta mano del Segundo cuidando de que no se alejara demasiado.

A unos metros más allá de la excavación otros dos hombres montaban guardia, acostados sobre la tierra entre los matorrales. A través de sus equipos de visión nocturna recorrían una y otra vez la línea costera en busca de la menor señal de presencia humana. Los jefes les habían asegurado que la vigilancia local era escasa, pero ¿quién sabe? El exceso de confianza siempre conducía a fracasos; y un fracaso allí equivalía a pasar muchos, muchos años en prisión. O el resto del tiempo bajo tierra.

–¿Cómo haremos para recoger este cargamento? –preguntó el Tercero, sin dejar de trabajar.

Dispondrán de una embarcación para hacerlo, les aseguró el Primero. De otro modo no podrían llegar hasta aquí. El sitio quedará marcado en los GPS, para que puedan localizarlo sin problemas cuando fuese necesario recuperar la carga.

–¿Cómo sabremos cuándo llegará ese… momento? –la pregunta provenía del Cuarto, quien había hecho una pausa para tomar aire. –Se supone que no mantendremos contactos entre nosotros, sino a través de otra persona.

–Eco-FoxTrot les informará. Todos disponen de sus sistemas para comunicaciones seguras; así que no debe haber problemas. Sabemos lo que tenemos que hacer y vendrán otros de refuerzo. Habrá también otros enterramientos, así que una de sus tareas es buscar sitios apropiados. Por lo demás, nadie mejor que ustedes para evaluar la situación en el terreno y comprender si llegó o no la hora grande.

–¿Usted permanecerá aquí con nosotros? –preguntó de nuevo el Tercero.

No, de momento el Primero no permanecería allí. Su próximo viaje quizás fuese el último, porque tal vez no regresaría al territorio continental, eso quería decir. Pero ese día debía retornar.

A dos horas de haber tocado tierra, ya casi estaban a punto de concluir. Solo restaba disimular la tierra removida con una buena alfombra de ramas y hojas secas, como las que rodeaban el lugar por todas partes tierra adentro, a unos veinte metros del mar. Por último, los otros dos hombres se irguieron y le hicieron una señal al Primero de que ya habían terminado. Este echó una ojeada al sitio. Dentro de unos días la tierra se compactaría aún más y no habría señales visibles del enterramiento. Además, aquel no parecía un sitio frecuentado más que por su fauna propia. Ni siquiera las tortugas o caguamas lo tenían como lugar de desove.

El teléfono satelital del Primero comenzó a vibrar en la manga derecha de su traje. Volvió a comprobar la hora. Ya era tiempo. Miró el número y contestó. No había peligro alguno de que alguien más escuchara una comunicación encriptada por interferencia cuántica. Estamos en posición, le dijeron. La frase convenida indicaba que no había problemas y que el comité de recepción no estaba bajo control de las fuerzas de seguridad locales. En realidad, se trataba de un hombre, a bordo de un vehículo en el que transportaría a cuatro comandos. El Primero y el Segundo regresarían en la lancha al buque madre.

El cayo escogido era pequeño y no presentaba particularidades atractivas para un emporio turístico. No podía ser más seductor a juicio de los expertos de la CIA, que poseían un inventario casi total y detallado de los miles de cayos en el centro y hacia el este de la isla mayor, con descripciones completas de sus características. Una diminuta playita de arena gruesa les había servido bien como lugar de desembarco. Pero tendrían que caminar un poco entre la maleza hasta el lado opuesto, donde a esas horas ya debía esperarlos un pequeño y rústico barco. Las comodidades eran lo de menos; lo importante era que pudiera transportarlos hasta tierra firme.

El Primero marcó las coordenadas del lugar en su GPS. Hecho esto, procedió a enviarlas a un número telefónico que conocía de memoria. A continuación, entregó a cada hombre por separado los datos sobre las viviendas donde se alojarían y alguna información sobre sus propietarios. Entonces dio la orden de ponerse en movimiento rumbo al lado opuesto. Avanzar entre la maleza resultaba más complicado de lo esperado, y les tomó más tiempo del previsto. Al fin, llegaron a un claro, vieron el mar… y a un hombre que esperaba sentado en la arena, junto a un pequeño bote de remos. A unas decenas de metros de la orilla, el barquito apenas se mecía en el agua, anclado a un fondo que no distaba más de unas tres brazas, si acaso.

Arma en mano, el Primero se adelantó. El hombre se enderezó al ver la figura humana que se aproximaba. Tras el intercambio de contraseñas, el Primero hizo una señal al resto del grupo hasta que estuvieron todos juntos. El dueño del barquito sabía lo que debía hacer. Los llevaría hasta un punto de la costa, donde los esperaba otro tipo como él, pero con un auto. La preocupación del Primero se trasladó entonces a la embarcación, cuya apariencia despertaba dudas sobre su viabilidad. Llegarían sin problemas, dijo el patrón; pero en el botecito no cabrían todos, por lo que tendrían que hacer dos viajes. La vigilancia en la costa no sería un problema, continuó el patrón del barquito. El sitio, además, era bien discreto. Ni siquiera los cangrejos pasaban por allí, aunque tendrían que mojarse un poco.

Nada de importancia, pensó el Primero, mientras escrutaba el rostro del “capitán” de la nave. Se le ocurrió que tenía cierto parecido con Popeye, aquel personaje de dibujos animados de una ya lejana infancia. La casa también estaba lista para recibirlos. Al día siguiente temprano podrían comenzar a partir hacia sus… donde fuera. Esas habían sido las instrucciones de…

–Correcto –lo interrumpió el Primero. No hacían falta más detalles. –Entonces en marcha. No nos puede coger el amanecer en aguas territoriales.

En media hora los cinco hombres estaban en el barco, que dio la vuelta y puso rumbo a tierra.

El Primero esperó a que se alejara un poco más y llamó una vez más a su base: “Dejando Crystal ahora”, dijo en cuanto le respondieron. Entonces emprendió el regreso por donde mismo había venido. La madrugada continuaba tranquila, sin otro movimiento que no fuera el de la débil marea, y el de la nube de mosquitos. El Segundo aguardaba nervioso en su posición frente al timón. Terminó por tranquilizarse al ver al hombre salir de la espesura, la mejor señal de que todo estaba en orden. De lo contrario, el Primero no habría vuelto, y él estaría tratando de escapar de una lancha patrullera.

La Zodiac dio la vuelta y puso rumbo hacia donde aguardaba el Duchess of the Seas, el buque madre, unas doce millas mar afuera. A mitad del recorrido, el Primero volvió a llamar, con otro identificativo de posición: “Pasando Hudson”. Cuando la lancha atracó junto al barco, envió otra señal: “Llegando a Cape”.

A cientos de kilómetros al norte, en las entrañas de una antigua planta, el jefe de la base Eco-FoxTrot tomó la llamada del Primero. Ya viajaba de regreso, y todo había marchado a la perfección. Los hombres iban camino a su alojamiento temporal y la carga quedó bien oculta. ¿Qué más se podía pedir?

El hombre, un ex coronel de los marines, cortó la comunicación. Entonces llamó al señor Alex Méndez, para ponerlo al tanto de los acontecimientos. Éste le había dicho… más bien, le había ordenado que, sin importar la hora del día o de la madrugada, lo llamara sin falta en cuanto tuviera noticias del grupo. A su vez, Méndez llamó a su jefe en Langley, con idéntico propósito y cumpliendo una instrucción similar. Éste decidió no importunar de momento al director. Ya se lo informaría en la mañana. Con toda seguridad estaría durmiendo tras una recepción la noche anterior en la Casa Blanca con el Presidente que se había prolongado más de lo usual.

El procedimiento estaba en marcha. Había que esperar por los primeros resultados. Y según lo previsto en el Proyecto Dunas, no tardarían en llegar.

III

Preparativos

La cabaña de Jimmy Preston se encontraba del otro lado de un campamento para casas rodantes, viejas, destartaladas y en su mayoría deshabitadas desde hacía tiempo. La utilizaba cuando pretendía desaparecer del mundo por un tiempo y evitar que lo localizaran con facilidad. Pero Simon Sy Finch conocía del escondrijo y había retornado a buscarlo. Allí debía encontrarse, si las cosas no habían cambiado, como suponía era el caso.

Desde lejos lo vio sentado en el porche. ¿A qué tanto esconderse para colocarse a tiro de fusil? Jimmy aplastó el cigarrillo contra el piso al ver detenerse la camioneta frente a su casa. Identificó al conductor antes de que este se apeara.

–¡Jesus Christ! –bramó, acudiendo al encuentro del recién llegado. –Simon Finch, en persona. ¿Dónde te habías metido, hijo de perra?

Con agilidad, Preston tomó la pistola que llevaba en la cintura y apuntó recto al pecho de Finch, quien se limitó a abrir los brazos y sonreír. ¿Acaso era esa la forma de recibir a los amigos y hermanos arios? ¿A qué venía todo eso?

–¿Qué está ocurriendo, Jimmy? –preguntó sin dejar de avanzar hacia el cañón del arma. –Cuando nos despedimos, creí que éramos amigos.

Finch miró en derredor. No había un alma por todo aquel desolado lugar. Preston tenía razones para sospechar que algo muy raro había sucedido, y no estaba del todo claro qué haría primero, si preguntar o disparar. Se aproximó hasta que el cañón del arma quedó apoyado contra su pecho. Entonces se fijó en el dedo índice de la mano que sostenía la pistola. Se apoyaba recto sobre el cuerpo de la Sig Sauer, no sobre el gatillo.

–Ten cuidado con eso –comenzó a decir–; no es un juguete y si por casualidad…

No terminó la frase. Con un rápido movimiento de las manos Finch le arrebató el arma. Cuando Preston reaccionó, miraba la oscura boca de un cañón.

–La pistola es igual que la picha, Jimmy: si la sacas, es para usarla.

Finch se apartó y le devolvió el arma en medio de las nerviosas carcajadas de Preston. Sería mejor que ambos se dejaran de tonterías. Un par de cervezas vendrían bien para ponerse al día. Había pasado mucho tiempo.

Preston se guardó la Sig en la cintura bajo la mirada atenta de Finch y entró a la casita. Cuando retornó, traía un par de botellas en las manos. Se sentaron en el portalón, sobre unos desvencijados sillones de madera que aún cumplían su función. Si aún estaba metido en aquel hoyo, las cosas no estaban bien, ¿eh? Más o menos, replicó Preston tras vaciar media botella. Todavía había que mantener la cabeza baja, Simon, hasta nuevo aviso. Los federales seguían presionando un poco, pero ahora la presión estaba bajando. Pronto los dejarían tranquilos y podrían regresar a lo que estaban haciendo. Este gobierno era más comprensivo y tenía grandes proyectos.

–Y tú ¿cómo coño lo sabes?

Preston sonrió con autosuficiencia. Lo sabía, lo sabía, Simon. Los amigos seguían ahí, y hablaban de cuando en cuando. No se habían perdido los contactos, y se pondrían muy felices de volverlo a ver.

–A propósito, ¿dónde demonios te metiste? –preguntó Jimmy.

Aquí y allá, Jimmy; dondequiera que hubiera un empleo para mantenerse y sumergirse por un tiempo. Simon había estado con los petroleros, sacando petróleo de esquistos de donde hubiera una veta. Un buen negocio, y si los precios no bajaban, rendirían una buena ganancia, aunque ya no era lo mismo que cuando el boom de los esquistos; ahora era un tanto diferente, pero todavía se podía ganar algún dinero allí. Después fue a parar a Wyoming. ¿Qué demonios hay de interesante en Wyoming? Caballos, Jimmy; hay más caballos que personas; es el lugar ideal para criarlos, de buena raza, y se venden bien.

Finch había conseguido empleo en las caballerizas de un magnate buen conocedor del negocio, quien no hizo demasiadas preguntas, pero sí le impuso un régimen diario agotador. El maldito terminó por mudarse a Las Vegas. Había comprado un hotel-casino por allá, según creía Finch, y dejó el negocio en manos de alguien de su compañía; un tipo difícil. El cabrón firmó el contrato sentado sobre un caballo, Jimmy. Hasta allá tuvo que ir su abogado a llevarle los papeles. Dos mil y tantos millones de dólares por un maldito hotel con casino. Eso es dinero serio, y el que no lo crea, por favor, que escriba un cheque a mi nombre por esa cantidad.

–Después de eso, comencé a descender y aquí estamos, en pleno Texas, bebiendo cerveza y disfrutando de este bello paisaje. Con el apartamento que tienes en Miami, no sé qué cojones andas haciendo… Bueno, creo que ya lo dijiste: manteniendo la cabeza baja.

Las botellas se habían vaciado, y Preston entró a por más. Esta vez demoró más de lo debido.

–¿Qué sabes de Rick, Jimmy?

Richard Rick Sterling presidía la compañía de mercenarios Sterling & Associates Security Operations, que había creado con dinero de una inversión afortunada hacía cuatro años, luego de licenciarse de los SEALs de la marina por invalidez. Algunas puertas no deben abrirse a patadas. Aquella en Iraq le había costado a Sterling parte de la pierna derecha durante una incursión a un poblado. De haber sido más potente, el artefacto explosivo conectado a la puerta lo habría destrozado por completo. Tenía contratos con el gobierno y tratos con gente local de Miami empeñados en resucitar cierto tipo de operaciones, similares a las de los Asociados de Sterling.

–Está bien –dijo Jimmy. –Ha preguntado por ti, ¿sabes?

–Pues, llámalo entonces. Hablemos con él. Le diremos que ya estoy de vuelta. Veremos si todavía tiene empleo para mí.

Preston entró a la casa en busca de otro par de cervezas. A su regreso hablaba con alguien por su móvil.

–Aguarda un segundo –dijo y le pasó el celular a Finch.

–Hola, Simon –dijo una voz del otro lado. –¿Feliz de volver?

–Hola, Rick –dijo Simon–. Todavía no sé si tengo motivos para estar feliz. Creo que nuestro amigo común aquí presente se adelantó un poco.

–No lo creas. Te aseguro que puedes sentirte contento. Todo está tranquilo otra vez. Tenemos proyectos interesantes. Ya hablaremos. Ahora pásame a Jimmy, por favor.

Preston tomó el teléfono y por un minuto se limitó a escuchar y a responder con afirmaciones y garantías de que todo se haría según las instrucciones que sin dudas estaba recibiendo de su patrón. Al concluir, guardó el móvil. Si Simon no tenía donde quedarse, Jimmy tenía algún espacio disponible. Si lo quería…

–No hace falta. Tengo donde quedarme, lejos de este… lugar. No quiero ser irrespetuoso.

Era normal. Con toda probabilidad, Rick le habría instruido a Preston mantener al recién llegado cerca y bajo vigilancia, como cualquier hijo pródigo ausente durante largo tiempo.

–¿Sabes de cuáles proyectos hablaba Rick?

Preston se encogió de hombros. Sterling era un hombre de negocios con intereses diversos, dijo.

–Necesito plata; pero el tráfico no es mi fuerte, ¿te quedó claro? Si es eso, sigo mi camino y nunca nos volvimos a ver. Es bueno que él lo sepa también.

–No, no se trata de eso –Preston sonaba demasiado firme como para pasarlo por alto.

Entonces sí sabía, y sería bueno que Jimmy comenzara a contar qué se traía Rick entre manos. Pero Preston no cedió. Sterling tenía sus cosas, pero no las comentaba con nadie, dijo. A propósito, ¿por qué Simon andaba en aquel trasto que parecía a punto de desarmarse en pedazos?

El trasto era por fuera. El truco estaba en el motor. Se la había comprado a un par de tipos que querían deshacerse de ella; le puso motor nuevo, y ahí estaba. Preston se levantó y se acercó al vehículo. Le dio la vuelta, observando con cuidado y palpando la carrocería aquí y allá. Miró al interior, que no tenía nada en lo absoluto que ver con el aspecto externo y levantó el capó.

–¿Sabes? Conozco unos locos que los dejan como nuevos, acabados de salir de la fábrica. Puede que te cueste… ¿qué? Unos dos mil, más o menos. Al final, no lo vas a reconocer.

Finch se echó a reír.

–Jimmy, no eres tan bueno como piensas manipulando a la gente. Ya habrá tiempo para eso; ahora quiero que me cuentes para qué nos quiere Rick y ya decidiré si me conviene.

Preston apuró lo que quedaba de la botella y retornó a su sillón.

–Lo único que sé es que hay dinero por el medio, suficiente como para que te compres una camioneta nueva; pero tendrás que esperar. Rick tiene tratos muy serios y tú sabes cómo son esas cosas.

Esperaría, entonces. Sterling no se había mostrado evasivo, y Finch no podía darse el lujo de perder el contrato. De momento no había nada mejor en qué invertir el tiempo y se le ocurrió una idea.

–Vayamos a ver a ese amigo tuyo que restaura autos y cosas. A mi cacharro le vendría bien un poco de cariño y no estoy para comprarme uno nuevo. ¿Dos mil me dijiste, eh?

El taller de Mickey el Mono Loco no estaba lejos, apenas a unos veinte minutos de camino. Un reluciente Cadillac El dorado abandonaba los predios en el momento que entraban, y Finch hubiera jurado que en el rostro de su conductor no cabía una gota más de felicidad. Mickey se detuvo a observar a los recién llegados. Sonrió al distinguir a Preston. Se fundieron en un abrazo, y se hicieron las presentaciones. Concentrado en la camioneta de Finch, el Mono Loco apenas escuchó lo que decía Jimmy.

–¿Sabe que se fabricaron menos de cuatrocientas de estas? ¿De dónde demonios la sacó?

–Se la compré a un tipo en Oklahoma. Tiene motor nuevo, pero por fuera… ya la ve.

–Y quiere devolverle su apariencia de fábrica, ¿eh? Bien, digamos que le costará unos… tres mil. ¿Bien?

–Está por encima de lo que estoy pensando. Eso es mucho dinero, amigo –dijo Finch, mirando a Preston.

Lo que siguió fue una larga y amistosa puja, hasta que el trato quedó cerrado en dos mil dólares, incluida una tapicería nueva. Pero por la hora –pasado el mediodía– sería imposible tenerla en el día. Sería mejor que volvieran temprano a la mañana siguiente. Les tomaría tiempo, pero lo harían. Además, los invitaría a un entretenimiento especial, ya que Preston era un amigo de la casa. Finch asintió y retornaron a la casucha.

–Nos vemos mañana a la siete aquí mismo –le dijo a Preston sin apearse de su querida camioneta.

Jimmy intentó retenerlo o, al menos, averiguar dónde se quedaría, pero no consiguió mayores precisiones que un motel, cualquier motel cerca de allí. Bueno, al menos eso sería algo, por si Sterling le instruía ubicarlo. Finch se marchó y Sterling no volvió a llamar durante el resto del día y de la noche. Entre nueve y once se dio a la tarea de encontrar el motel donde se alojaría Simon, pero no halló la camioneta por ninguna parte en los paraderos más cercanos.

Maldiciendo a diestra y siniestra, regresó a su escondrijo y se fue a la cama sin comprender todavía por qué Sterling confiaba tanto en un hombre que no podía controlar.

IV

Tiempo real

A punto de clarear el vehículo con los cuatro comandos en su interior entró en el garaje que el dueño de la casa improvisara años atrás para proteger el auto contra los efectos del cambio climático y de las miradas demasiado curiosas. Los cristales ennegrecidos apenas permitían distinguir cuántas personas y quiénes viajaban dentro. La casa, además, estaba bastante aislada, adentrada a unos doscientos metros de la carretera. De todas formas, las preocupaciones eran mínimas. Los hombres no estarían allí mucho tiempo; quizás ni siquiera dos días completos. Descansarían un poco, comerían lo necesario e iniciarían su despliegue hacia las locaciones escogidas. El primero de ellos –Tercero en la nomenclatura de la operación– partiría en unas pocas horas.

Dámaso, el dueño de la casa, trabajaba desde hacía años como chofer de alquiler, con recorridos en la zona y entre los pueblos cercanos, y de vez en cuando se aventuraba con algún viaje a otras provincias. Cuando pidió la baja de su anterior empleo como chofer de una empresa estatal ya tenía una propuesta interesante; una atractiva oferta de un pariente de Miami, quien dijo conocer a Peter un tipo serio con suficiente plata para invertir, pero en la más absoluta discreción en ambos lados del Estrecho. Dámaso sabía conducir, tenía su licencia en regla y lo único que debía hacer era buscar uno de esos carros… ¿cómo les llamaban? Almendrones, sí, eso mismo; uno de esos almendrones. Lo pondría a punto, todo con financiamiento del señor serio, y podría dedicarse al negocio del alquiler.

A Dámaso los ojos le brillaban mientras escuchaba. Una parte del dinero –prosiguió el pariente –sería para el señor Fabián Álvarez, a quien describió como un hombre de negocios importante y a quien no convenía contrariar ni, mucho menos, estafar; eso Dámaso no podía olvidarlo jamás. El tipo se daría cuenta tarde o temprano y, bueno, para qué hablar de cosas nauseabundas. Tampoco sería la única propiedad de don Fabián en la isla, y si Dámaso estaba de acuerdo, ganaría buena plata. Dámaso lo pondría a su nombre, por supuesto, y el money, pues… estaba escuchando la conversación.

¿Acaso conocía a alguien que vendiera un auto así? No, nunca se le había ocurrido averiguarlo, porque ¿con qué nalgas se sentaba la cucaracha? Pero ahora era distinto, y si el baro estaba disponible, entonces no había más que hablar. El pariente le podía decir al tal Filiberto… Fabián, Dámaso, don Fabián; el hombre era sensible en el asunto del respeto. Sí, claro, Fabián, no lo volvería a olvidar. Le podía decir que entraba en el negocio y que perdiera cuidado. Su inversión estaba segura.

Había otro detalle importante. Dámaso tendría que llevar un libro de cuentas, donde anotara todos los ingresos y gastos relacionados con el carro. Una vez cada cierto tiempo vendría un emisario para hacer una auditoría de las cuentas. Fabián sabía controlar sus inversiones. Lo mejor sería disponer de una computadora para eso. Si no tenía, también había dinero para adquirirla. A Dámaso lo único que no le cuadraba mucho era no ser el dueño del carro ni de la computadora tampoco; pero bien pensadas las cosas, conservaría una parte del dinero y quizás con el tiempo el hombre terminara por poner su interés en otras cosas y le vendiera el carro. Por lo pronto, dispondría de cuatro ruedas para moverse y una computadora para los “chamas”, que tanto la deseaban.

Su pariente aún no se había marchado cuando ya Dámaso se había entregado en cuerpo y alma a la tarea de encontrar un auto en venta. Comenzó por preguntar en las casas más cercanas y a personas de su confianza. A la tercera pregunta, comprendió que no sería fácil. Por allí nadie tenía idea y los pocos que disponían de vehículos no tenían intención de venderlos. Tampoco Dámaso estaba dispuesto a compartir su buena suerte con nadie más. Se marchó a su casa, seguido de lejos por las inevitables interrogantes sobre el origen más probable de la fortuna que acababa de sonreírle de lado a lado.

Tendría que moverse hacia los centros urbanos. Temprano en la mañana tocó a la puerta de la casa de Pedro Javier, su primo entrañable, el hermano del alma que lo ayudaría a conseguir el bendito almendrón. Y salieron a buscarlo. No tuvieron que caminar mucho. A unas tres cuadras más allá de la casa el auto de los sueños pasó por su lado y se detuvo a unos metros de distancia. En el cristal trasero un cartel anunciaba su venta en letras rojas, y Dámaso ni siquiera lo pensó. En un minuto se vio conversando con el dueño y evaluando precios. El trato quedó cerrado en noventa mil guayacanes, uno encima del otro.

Los trámites se movieron con una diligencia inusitada incluso para Dámaso, quien no poseía experiencia alguna en esos trajines. En menos de tres semanas ya era dueño de un flamante Chevrolet del 57, pintado de un elegante azul metálico, original hasta el último remache, y de una licencia como chofer de alquiler. El anterior dueño del carro le confesó en tono muy confidencial, mientras contaban el dinero en la casa de Dámaso, frente a los ojos desorbitados de su mujer, que había tenido que “engrasar” el sistema para que todo se moviera rápido. En realidad necesitaba el dinero y en cuanto lo tuvo, se perdió de vista. No hacía falta que lo llevara a la terminal de ómnibus.

Dámaso lo vio marcharse mientras se preguntaba para qué querría el dinero tan rápido, porque deshacerse de un auto así debía doler. Bueno, ese ya no era su problema. Al día siguiente saldría en su primer viaje de alquiler y con la plata que hiciera en una semana se tomaría con su esposa y los hijos unas buenas vacaciones en la playa.

Eso había ocurrido dos años atrás. Los emisarios –nunca era el mismo– jamás habían encontrado el menor error en las cuentas de Dámaso, que llevaba su mujer, lo que había asegurado un excelente estado de salud para toda la familia. Así había sido hasta hacía unas dos semanas, en que el tal Peter lo había llamado para decirle que suspendiera de momento el negocio y se preparara para dedicarse a otra cosa que ya le informaría. La plata no sería motivo de preocupación.

Y no lo fue. Con las glorias, Dámaso decidió ampliar la casa y construyó dos cuartos adicionales, unidos a la estructura original por una terraza techada. Optó por alquilarlos, pero la llamada de Peter vino antes que encontrara el primer cliente, y también lo conminó a “posponer” aquel otro proyecto. El próximo emisario no vino a comprobar cuentas, sino a traer instrucciones. En fecha que ya le anunciarían llegarían cuatro hombres, que debía alojar en su vivienda por poco tiempo. Pero eso no era todo. Los hombres llegarían por mar, y debía recogerlos en un punto de la costa que ya le informarían, a su debido tiempo.

A Dámaso no le gustó en lo absoluto el giro que tomaban de pronto sus negocios y vio frustrado su espíritu emprendedor. Maldijo por lo bajo el instante en que había aceptado los tratos con el tal Fabiolo aquel, o como fuera que se llamara. Dudó e incluso intentó negarse; pero el tono de las instrucciones las hacía incuestionables, aunque Dámaso ni siquiera se dio cuenta. Sus años de servicio militar habían quedado muy atrás y había perdido el hábito de obedecer. El emisario se limitó a sonreír con sarcasmo. El problema estaba en que ya Dámaso no podía negarse, eso debía comprenderlo. Don Fabián tenía infinita confianza en él y no podía defraudarlo ahora. De hacerlo, él y su familia correrían un peligro inimaginable. Y sí, era una amenaza, burda, grosera, como gustara llamarla; pero lo era. Había demasiado de por medio para que Dámaso pretendiera echarlo a perder por tonterías; porque todo sería simple: lo único que debía hacer era alojar a los cuatro tipos aquellos. Cuando se marcharan, cosa que no demoraría más de un par de días, podría olvidarse de ellos. No volvería a verlos jamás en su vida.

Dámaso saltó de su sillón y armó una cojonera babilónica. Nadie venía a su casa a amenazarlo; el cabrón de Fabiolo estaba muy cómodo allá, pero el que se estaba jugando tremendo tanque era él. ¿A qué cojones venían esos cuatro tipos? Ya eso no era un negocio; si no era un delito, no había nada que se le pareciera más. Dámaso no era un completo ignorante y sabía que por mar y de aquella manera no podría entrar algo que no fuera un problema.

El problema, repitió el emisario, se formaría si no aceptaba. En primer lugar, no estaba arriesgando nada en lo absoluto. Nadie tenía que enterarse, a menos que él mismo hiciera el cuento. Y para que lo tuviera claro: ellos buscarían otro que hiciera el trabajo; pero no podían permitir que la imbecilidad y la falta de visión de Dámaso se convirtieran en un peligro. Ahora el emisario dudaba si confesarle, al menos en parte, a qué venían aquellos hombres. Decidió que lo mejor era no hacerlo, por si acaso. No era partidario de medidas extremas, pero don Fabián podía aplicárselas a él si los dejaba con vida después de una negativa. A menos de un kilómetro de allí lo esperaban dos hombres. Si las noticias no eran buenas cuando se reencontraran, ellos irían a la vivienda y matarían a todo lo que se moviera. Para cuando el hedor se esparciera, ya estarían a buen recaudo en territorio continental.

Dámaso lo pensó unos minutos, sin atreverse a consultarlo con su mujer de momento. Terminó aceptando, claro. Con tal de que estuvieran un par de días y no más…

Podía despreocuparse. No sería necesario más tiempo.

–No lo olvidaremos cuando llegue el momento, Dámaso. Los hombres le dirán lo que debe hacer con ellos –dijo el emisario ya en la puerta, sin abandonar su sarcástica sonrisita.

El Tercero era bastante comunicativo y hablaba el “cubano” con fluidez, lo que no eliminó las inquietudes de Dámaso. Lo único que deseaba era librarse de ellos cuanto antes y olvidar todo aquel apestoso asunto; su intuición y su Técnico Medio le decían que algo no andaba bien allí y que se había metido en tremendo rollo. En cuanto terminaron de almorzar, el Tercero recogió su bolso y Dámaso lo condujo a la terminal de ómnibus. A solicitud de su pasajero lo dejó a un par de cuadras. En cuanto cerró la puerta, giró en U y emprendió el regreso. Por el retrovisor logró verlo hablar con alguien, tal vez el chofer de un auto de alquiler. Qué tipos más raros, coño. Seguro son de la CIA, o algo así, pensó. No, si trabajan para Fabiolo, o Fabián ese, entonces son de la mafia. Dos variantes, y ninguna mejor que la otra.

El Cuarto partió a media tarde, cuando ya su antecesor estaba a mitad del camino. Sin embargo, aquél tomó otra ruta, hacia Santa Clara. Quinto y Sexto se marcharon a la mañana siguiente, uno a Camagüey y el otro hacia Holguín.

En definitiva, Dámaso podía respirar tranquilo. Si alguien le hubiera preguntado, habría podido decir que los condujo hasta la terminal, y nada más. Los tipos se habían portado bien. Se metieron en los cuartos y salieron para comer y tomar café. Lo poco que conversaron entre ellos giró en torno a temas triviales; nada que indicara a dónde se dirigían ni a qué habían venido.

Ni Dámaso preguntó. No era asunto suyo. Ahora podía regresar a su almendrón.

V

Preparativos

El coronel Gustavo Veitía estaba en el salón, rodeado de monitores, teléfonos y servicios impolutos de agua y café, por si acaso. El nombre de sala de situaciones era convencional. El local era el más amplio en el inmueble que ocupaba la Unidad X. Se utilizaba para reuniones especiales, pero por lo general Veitía lo empleaba como un anexo permanente de su oficina, su lugar preferido para trabajar. Si alguien lo buscaba en su oficina y no lo hallaba, se dirigía de inmediato al salón.

En el momento en que entró Lucas, el volumen del televisor grande, en la pared opuesta a la cabecera de la mesa estaba al mínimo suficiente como para no importunar la lectura y, al mismo tiempo, hacer saltar la alerta si la noticia lo ameritaba. En la era de la inmediatez mediática, si reventaba una luna de Saturno, Veitía quería estar entre los primeros en enterarse, y no entre los últimos a quienes les hicieran el cuento. Siempre había alguien que pretendía estar al tanto de la última, aunque no tuviera la menor idea de las implicaciones, ni del valor agregado, cosa que sí aportaba la unidad que mandaba el coronel desde hacía más de una década. No era raro tampoco encontrarlo hablando por el teléfono gris, la línea directa con el general, sobre todo cuando reventaba una luna de Saturno.

Veitía levantó la vista para mirarlo mientras Lucas cubría el trayecto desde la entrada hasta el extremo de la mesa, rodeada de sillas dispuestas en simetría, aunque en realidad el coronel no se fijaba demasiado en eso. Le tendió la mano derecha a Lucas y con la izquierda le entregó un par de hojas de papel presilladas.

–Puedes servirte café, si quieres –dijo Veitía.

–No, gracias, tomé un poco por allá abajo –respondió Lucas, ya hundido en la lectura.

–Tú te lo pierdes.

Veitía se reclinó en su sillón, y se concentró en el programa de noticias que seguía desde temprano en la mañana, manifestaciones en una ciudad de América Latina, según creyó ver Lucas de soslayo, sin alcanzar a distinguir el titular completo, aunque podía suponer que era Santiago de Chile, Bogotá o La Paz. Tres minutos más tarde depositó las hojas sobre la mesa, frente a sí.

–Y quiere hablar solo con un amigo como… –dijo.

El coronel desvió la mirada hacia su subordinado.

–Como Erwin Johnson, eso dice. ¿Tienes idea de por qué?

–No confía en nadie más. Algo le preocupa lo suficiente como para haber salido de su retiro y enviado esto –Lucas golpeó con un dedo índice los papeles que tenía delante.

–Es justo eso: un asunto de confianza. Se conocen desde hace muchos años, Lucas. Como quiera que se mire, eso deja huellas; somos humanos, es imposible de evitar. Puede que tenga algo serio entre manos, tan serio como para estar muy preocupado. Lo que sea, vamos a atenderlo.

–Dentro de los próximos diez días, esa es la ventana de tiempo establecida; pero nuestro amigo Johnson tendrá que verlo en otro lugar. Dice que puede viajar a donde le digamos, siempre que no sea demasiado lejos; bueno, encontremos un buen lugar, bien acogedor, y veamos qué sucede.

Veitía desvió la mirada otra vez hacia la pantalla del televisor, mesándose la barbilla. Jamás había cambiado ese hábito de apretujarse una parte del rostro cuando pensaba, casi siempre el mentón. “Un día se lo va a arrancar”, llegó a decirle Lucas en cierta ocasión.

–Está bien, de acuerdo. Preparémoslo todo. Tu… amigo Johnson tendrá que esperar por mí antes de decidir algo, cualquier cosa. Y tendrá diez días para ir, hablar con él y retornar. Debe estar al llegar; así que ponlo al tanto e instrúyelo como es debido.

Por alguna razón, Lucas tuvo la sensación de que su superior ya había decidido lo que quería hacer antes de llamarlo. Tal vez no se equivocara, o no anduviera muy lejos de la verdad. Ya sabía lo que seguía y por lo visto no había más que hablar. Se puso de pie, le devolvió el telegrama a Veitía y solicitó su permiso para retirarse.

–¿De verdad que no quieres café? –preguntó el coronel, sonriendo.

–Su insistencia me conmueve, pero no, gracias –dijo Lucas.

Bajó las escaleras y se dirigió a la sección de Documentación. No esperaría por la llegada de “Erwin Johnson” y adelantaría la solicitud de todo lo necesario para su viaje. El acceso a aquel templo estaba prohibido, por lo que tocó a la puerta. Una veterana del servicio con grados de teniente coronel bien ganados y especialista en fabricar personas le abrió la puerta. Lucas la saludó con un escueto “buenos días, me envía el jefe”, y un beso. La explicación era innecesaria, porque nadie visitaba esa oficina por el mero placer de socializar. Cuando alguien tocaba a aquella puerta, sus ocupantes ya sabían a qué venía.

–Pasa, Lucas, no te quedes ahí parado –le dijo la mujer, a quien Lucas calificaba de “enorme” en más de un sentido.

Desde afuera nadie adivinaría la amplitud y lo acogedor del local más allá del umbral, donde ocurría todo el misterio. Otras cuatro oficiales ocupaban los puestos de trabajo. Dos se volvieron para mirar al recién llegado, pero de inmediato regresaron a su trabajo. Lucas reconoció todos los rostros, excepto uno; jóvenes, pero ya experimentados. De súbito y sin saber por qué, se sintió… ¿mucho mayor? Algo así.

Daina, tal era el nombre de la teniente coronel, lo invitó a pasar a un cubículo privado, cerrado hasta el techo y construido con madera y vidrio. Allí estaba su coto privado. Lo invitó a sentarse mientras abría un armario sellado con un mecanismo electrónico. La apertura del mueble quedó registrada en el chip del cierre, para posteriores controles. Extrajo una caja de metal de regulares dimensiones, que colocó encima de su escritorio.

–¿Nombre y destino? –preguntó Daina.

–Erwin Johnson, País Verde –respondió Lucas.

Daina tomó entonces un sobre de papel marcado con un código alfanumérico correspondiente al nombre. Lo abrió y esparció su contenido frente a Lucas. Ahí estaba toda la documentación necesaria, aunque faltaban algunos detalles menores, que serían arreglados durante la mañana, si había urgencia. Sí, claro que la había. ¿Cuándo ocurría de otra forma? Daina se levantó, abrió la puerta y llamó a una de sus subordinadas.

Lucas comenzó a revisar uno por uno los documentos; nombres, direcciones, sellos necesarios, códigos de barras… todo parecía en su lugar. ¿Cuáles serían aquellos detalles de que hablaba Daina?

–Nadia, este es Lucas. Lucas, ella es Nadia. Es nueva aquí, así que tal vez no se conocían. Se va a ocupar de los… detalles menores de que te hablé.

Lucas volteó la cabeza, asintió a modo de saludo y le tendió la mano. Un apretón firme.

–Deja todo sobre la mesa –dijo Daina, observando que Lucas sostenía en las manos varios de los documentos de viaje. –Cuando todo esté listo, te avisaremos. Yo voy a ocuparme ahora de gente más importante que tú.

Daina abrió la puerta de nuevo. Fin del encuentro, cada cual a lo suyo.

–Vaya tranquilo –dijo Nadia, haciendo que Lucas se volviera antes de llegar a la puerta.

–¿Cómo? ¿Qué?

–Que puede marcharse tranquilo. Usted no se va todavía, ¿no?

–Nnno… no, claro que no. Estaré por ahí, en… mi oficina.

Salió, sintiéndose descolocado, tras haber tomado nota mental del trato de respeto que le había prodigado la joven, como una bofetada, o una amonestación pública con escarnio incluido. Antes de cerrar la puerta, pudo ver el rostro de Daina, que a través de los cristales de su refugio observaba la escena, con discreción, claro.



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