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En 1790, Johari y Taleh vivían en el Reino de Ndongo y Matamba, actual territorio de Angola. Sin embargo, el secuestro inesperado de su hija Nassoumi por parte de los portugueses cambia para siempre sus vidas, sus deseos y destinos. Johari, incapaz de resignarse a no volver jamás a ver a su hija, decide partir con destino incierto para buscarla. Sabe que el precio a pagar es la misma libertad. Mientras tanto, el rey de Ndongo ordena el éxodo del pueblo Mbundo al Este para evitar nuevos secuestros. El matrimonio se separa. Taleh es uno de los principales guerreros del reino y su deber es con la comunidad, ya diezmada y abatida por la esclavitud. Johari recorre la sabana, las misiones cristianas, la ciudad de San Pablo de Luanda. Su instinto y la voz de sus ancestros la llevan hasta su hija en el puerto que concentra el tráfico transatlántico de seres humanos. Las dos parten hacia la otra orilla. Se han reencontrado, pero han perdido su libertad. Mientras tanto, en el Río de la Plata, el crecimiento de Buenos Aires como ciudad puerto demanda la compra de abundante mano de obra procedente del África para el trabajo doméstico y en la incipiente industria de exportación. Las personas esclavizadas harán lo imposible para recuperar su libertad y dignidad. Una revolución, una promesa, una deserción y una nueva vida será posible en el territorio rankulche, del carrizal, del Mamul Mapu.
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Seitenzahl: 291
Veröffentlichungsjahr: 2022
CECILIA PÉREZ LLANA
Pérez Llana, Cecilia Áfricapampa / Cecilia Pérez Llana. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-3226-8
1. Narrativa Argentina. I. Título. CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Diseño e ilustración de tapa: Gustavo Pueyo Ilustraciones de interior: Blessing Miracle Ome, Diego Greco Moreyra, Ignacio López Editora y correctora: Evelia Romano
PRIMERA PARTE
Capítulo 1
Secuestro
Capítulo 2
Hacia las misiones cristianas
Capítulo 3
Mama por Mona (hija)
Capítulo 4
El reencuentro
Capítulo 5
El cruce por la gran masa de agua
Capítulo 6
El pueblo Mbundu se desplaza hacia el este
SEGUNDA PARTE
Capítulo 7
Recuerdos que le contaron sobre las tierras yorubas
Capítulo 8
Desembarco en algún lugar
Capítulo 9
Todo lo que fue no existe más…en lo aparente
Capítulo 10
Anhelo de libertad
Capítulo 11
Rescate para la revolución
Capítulo 12
Rumbo al Alto Perú
Capítulo 13
Planificación
Tercera Parte
Capítulo 14
Tierra Adentro
Capítulo 15
Boda en las pampas
Capítulo 16
Encuentro en la rastrillada del caldenal
Capítulo 17
La vida cotidiana en Mamul Mapu
Capítulo 18
Taleh
Capítulo 19
El peligro acecha
1825 - 1833
Capítulo 20
Que los indios no tengan que quemarse en el fuego de una guerra
Capítulo 21
No somos propiedad de nadie
Capítulo 22
Ngunechén, ¿dónde estás?
A todos los pueblos olvidados de la historia oficial
Áfricapampa
Esta novela transcurre desde finales del siglo XVIII hasta mediados del siglo XIX, entre África y los actuales territorios de Argentina y sur de Chile. El escenario inicial son los antiguos reinos de Ndongo y Matamba —Angola actual—, que fueron asediados por los principales traficantes europeos de esclavos.
Si bien la vasta bibliografía existente da muestra de la existencia de importantes niveles de organización social, política, económica y religiosa en lo que se denomina “África Tradicional” —esto es el África previa a la conquista europea—, entre los siglos XV y XIX toda una corriente filosófica y científica justificó la esclavización de personas negras aduciendo inferioridad intelectual y moral e incapacidad de autogobierno.
Esa corriente de pensamiento se sustentó en la agrafía de las lenguas africanas e ignoró la simbología y el arte presentes en dibujos, diseños, esculturas, bajo relieves, vestimentas. Asimismo, los conquistadores sostuvieron que los pueblos africanos no poseían religión y que por lo tanto eran seres que debían ser evangelizados. Algo similar sucedió en la conquista de los pueblos indígenas de América. Sin embargo, en el África tradicional las creencias, la relación con la naturaleza y la vida comunitaria estaban enraizadas en el culto ancestral de estos pueblos. La vida comunitaria, sus modos de producción, educación y socialización, eran profundamente religiosa.
Las diferencias de cosmovisión y formas de vida entre las civilizaciones africanas y las europeas han llevado a que durante más de tres cientos años las coronas occidentales recurrieran al secuestro y esclavización humana para las colonias ultramarinas y las mismas metrópolis, a través de un complejo sistema de juegos de suma cero. En América Latina, la situación fue similar para los pueblos originarios: conquista, exterminio, sistemas de mita y encomienda.
Visibilizar, honrar, y dar a conocer una historia intencionalmente olvidada fueron los motivos principales que me impulsaron a escribir este libro. Las personas esclavizadas en tiempos de la colonia no vendían “empanaditas calientes que quemaban los dientes” porque las hacía feliz. Era la forma que encontraron de comprar su propia libertad y salir de la esclavitud a la que estaban sometidos por ser negros. Escribí este libro porque me parece importante que hagamos propia una historia que no nos es ajena, no es lejana ni cosa del pasado. Actualmente las naciones originarias y la población afro argentina siguen sufriendo la discriminación, la invisibilización y el racismo de un estado y de una sociedad que se cree superior, descendiente solo de europeos.
Este libro me llevó a querer profundamente a las culturas nativas. Pueblo nación mapuche, pueblo nación rankulche, los admiro, los respeto. No soy la misma luego de haberme involucrado con la historia precolonial de quienes han sufrido múltiples exterminios y esclavizaciones.
Espero que disfruten leyendo la novela, tanto como yo he disfrutado su escritura. Ansío dar a conocer la historia con otros protagonistas, otros sistemas de creencias, otros próceres y formas de vidas. Espero haber podido darle voz a los que no la han tenido en la historia oficial que aprendemos desde que somos niños y niñas. La Argentina es plurinacional.
Fines del siglo XVIII y primeros años del siglo XIX
Representación de la vida cotidiana en el Imperio de Dahomey.Ilustración de Miracle Blessing Ome
La desgracia no entra en una sola casa.
Proverbio Bamoun - Camerún
—¡Wene wala ni pok, wene wala ni pok, jifutu, jifutu, jifutu en el quilombo! ¡Mujeres y niños a bata, guerreros tomen lanzas que los portugueses están llegando a nuestra aldea!— gritó desesperado Nguri mientras corría lo más rápido que podía para proteger al Ngola de la cacería humana que pronto tendría lugar.
Esa vez el pueblo pudo prepararse porque el guerrero los había visto de lejos mientras se aseaba en el rio Kuanza. Muchas familias habían cavado pozos dentro de las jibata para esconderse en caso de ataques de los blancos. Otros tenían refugios en los árboles, y la mayoría había aprendido a mimetizarse con la naturaleza pintándose el rostro en tonalidades verdes y marrones. Todo debía ser rápido y preciso. Las balas de los mosquetes eran más veloces que las flechas y terminaban con la vida humana antes de que el sol cambiase de lugar.
Siempre que necesitaban esclavos para las plantaciones agrícolas, los portugueses asentados en San Pablo de Luanda hacían incursiones rápidas y violentas tierra adentro, cada vez más adentro y frecuentes. Por ese motivo, el pueblo Mbundu se había trasladado desde Matamba a Mbaka, pero pronto ya no tendrían dónde refugiarse.
La conquista de sus tierras no solo había establecido la obligatoriedad de pagar tributos en especias a la corona, sino también la de proveerle esclavos a los dominios ultramarinos de Portugal. O capturaban hombres y mujeres para la corona, o ellos mismos se convertían en presa de caza, tanto de los europeos y pombeiros como de los reinos vecinos sometidos a las mismas tribulaciones. La libertad de un pueblo y de su gente dependía de la reducción a la esclavitud de otros seres humanos. Eso lo sabían bien los gobernantes de Ndongo, que como se resistían a aceptar esas condiciones, eran víctimas constantes de ataques de los traficantes portugueses dedicados al comercio de esclavos.
Al poco tiempo de la muerte de la Ngola Njinga Mbandi, los jifutu conquistaron los pueblos Mbundu y mantuvieron sus esquemas de alianzas estratégicas aprovechando la enemistad entre los reinos nativos. Según su conveniencia, a veces se aliaban con los Sobas, otras con los Jagas. Lo cierto era que siempre aprovechaban las guerras interétnicas en beneficio de la corona portuguesa: esclavos para el Brasil y desde hacía un tiempo, también para el Virreinato del Río de la Plata.
Pronto el griterío en la aldea se tornó infernal. El balido ensordecedor de los animales se mezclaba con el llanto angustioso de los pequeños que habían salido a jugar y que miraban aterrados cómo esos hombres blancos se llevaban a la fuerza a los jóvenes del quilombo. “¡Tata, tata, mama, mama!”, llamaban desconsolados y petrificados en medio de los secuestros, de la balacera, de las persecuciones y de las flechas de los que daban pelea.
Los disparos certeros de la milicia portuguesa dejaban sin vida a muchos de los que intentaban rescatar a sus hijos. Siempre que iban en busca de esclavos lo hacían bajo pleno sol de mediodía, cuando los agricultores descansaban del trabajo bajo la sombra de los mopanes y las familias comían en las jibata. Ingresaban a las aldeas de a cientos, disparaban a cuanta persona se interpusiera entre ellos y sus objetivos – hombres y mujeres jóvenes y vigorosos- y tras maniatarlos y lastimarlos para que no se escaparan, los encadenaban y subían a carretas que pronto comenzaban la retirada hacia la costa.
—¡Nassoumi, Nassoumi! —Johari llamaba a su hija con desesperación, con el llanto atragantado. No solían capturar niños, pero algo había cambiado en los últimos ataques: comenzaron a llevarse niñas como prisioneras. El recuerdo de la incursión anterior, en la que secuestraron a Cambu, la aterrorizaba.
Johari buscaba a su hija con todos sus sentidos y mientras sus ojos lo recorrían todo, su corazón, que latía como trueno, le imploraba a los espíritus que su niña estuviera escondida en la copa de algún árbol, protegida de esas bestias despiadadas y salvajes. Frente a la cercanía de los jifutu, no le quedó más opción que esconderse entre los arbustos.
—¡Voo! ¡Retirada!,— dijo de pronto el jefe de los portugueses y en poco tiempo un silencio absoluto inundó la aldea. Los guerreros de Ndongo los persiguieron con flechas, lanzas, dardos y cuchillos, pero no pudieron alcanzarlos ni liberar a los capturados.
Luego de asegurarse de que no quedaban blancos en el quilombo, las familias comenzaron a salir de sus escondites en busca de los suyos entre los caídos, o peor aún, entre los desaparecidos. Era más sanador encontrar a los familiares muertos a saberlos esclavos con destino al ulungu. No tenían idea de dónde llevaban a las personas esclavizadas y jamás llegarían a saberlo; tampoco volvieron a verlos. Lo único que sabían, gracias a un hombre que había escapado, era que los trasladaban a Benguela para encerrarlos en un presidio, encadenados unos a otros, hasta la llegada de los barcos europeos.
Johari y Taleh, su esposo, buscaron a Nasssoumi durante días. No dormían, no comían, no dejaban de internarse en la meseta siguiendo el camino inverso al de los jifutu. También pensaron en hablar con los cristianos de las misiones, pero temían ser apresados en el trayecto.
La aldea era grande y los que se habían escondido podían tardar hasta un día en regresar. También consideraban la posibilidad de que Nassoumi se hubiera escapado por el río. Todas eran suposiciones, no había certezas, y eso era lo que más los desesperaba. Tal vez estuviera perdida, o tan asustada que prefería no regresar. Todo eso pensaban sus padres, silenciando la voz interior que les decía con fuerza creciente que su niña había sido capturada por los europeos. De solo imaginar ese destino para su niña, la madre comenzaba a temblar, a sentir su propia muerte, a asfixiarse, a gritar desconsolada.
Johari lloraba todo el tiempo. No podía hacer otra cosa que buscarla, preguntar, volver a su bata con la ilusión de encontrarla allí sentada, moldeando una nueva vasija de barro, armando algún collar o sus propias flechas. Se sentía en trance, convenciéndose de que la desaparición de su hija no era real, que Nassoumi pronto regresaría y que atrás quedaría ese sueño horrible.
La estaban preparando para la vida adulta, y de a poco la niña asumía nuevas responsabilidades. El día anterior había estado aprendiendo a usar el arco y la flecha, y por la tarde había ayudado en la molienda de cereales. Era fuerte, risueña y feliz cuando invocaba a los ancestros. Siempre llamaba a Njinga. Quería ser una buena guerrera como la única reina de Ndongo y bailaba al son de las palmas, de los tambores y de los cánticos hasta caer agotada. Tras las ceremonias, Nassoumi les contaba a sus padres que la reina Njinga le advertía peligro, que se cuidara. El mensaje se repetía en cada invocación.
Si bien la reina de Ndongo no había tenido descendencia porque su único hijo fue asesinado por su propio hermano y ella esterilizada a la fuerza para que no volviese a concebir, su lazo con el pueblo era tan fuerte que todos se sentían familia y descendientes de ella, de sus hermanas o de sus guerreros. De hecho, Johari pertenecía al linaje de uno de los jagas de confianza de Njinga. A través de él y de muchos más, la comunidad llegó a conocer al detalle como la reina había defendido la soberanía de Ndongo frente a la conquista portuguesa. Por haber crecido escuchando relatos sobre la vida de Njinga, Johari era la encargada de darla a conocer entre los niños de las aldeas, tendiendo puentes entre el pasado, el presente y el porvenir. Se las transmitía a Nassoumi para que, en el futuro, ella se encargara de que el legado de Njinga llegara a las nuevas generaciones.
Al terminar con las tareas del día, se sentaban las dos y Johari comenzaba a enseñarle a su hija sobre la vida y la obra de la reina Njinga Mbandi. Nassoumi preguntaba mucho y quería siempre saber más, obligando a su madre a contarle anécdotas o detalles que excedían la lección. A modo de repaso, era ella la que le contaba lo aprendido a otra persona, para practicar y fijar los conocimientos.
La noche anterior a su desaparición, antes de la danza de ofrenda a los espíritus, le había preguntado a su madre si podía reunir a un grupo de niños para transmitir todo lo aprendido.
—Mama, si me lo permite, me gustaría convocar a los pequeños agricultores y pastores para contarles lo que he aprendido de nuestros antepasados. Así mantenemos viva la memoria, la fuerza y el valor de ellos en nosotros —dijo con seguridad y alegría.
—Por supuesto hija, adelante. Hoy por la noche tendrás la hermosa oportunidad de enseñar a la aldea sobre nuestra reina.
Después de las tareas diarias, con el sol en su ocaso, Nassoumi se sentó en círculo junto a todos los aprendices y comenzó su relato en tono solemne pero con entusiasmo:
—Durante cuarenta años hemos defendido las tierras de Ndongo y Matamba de todos nuestros enemigos, principalmente, de los jifutu. La gran soberana que cuidó de Mbundu, tras la derrota del Ngola frente a las fuerzas portuguesas de Luis Vasconcelos, fue Njinga Mbandi, hija del Mbandi Ngola Kiluanji y de Guenguela Cakombe. Si bien desde chica demostró sus dotes de líder, por ser mujer, tras la muerte de su padre, fue su hermano quien heredó el trono. Mbandi era un buen guerrero, pero no se destacó en el arte de la diplomacia ni en el cumplimiento de los compromisos asumidos con los jifutu. Era despótico, inseguro y poco querido por nosotros. Tampoco era inteligente como su hermana.
»Cuentan los que vivieron en aquellos tiempos que tras ser derrotado por los portugueses, el rey Mbandi envió un mensajero al quilombo de Njinga para pedirle que fuera embajadora del reino y negociadora de la paz con el gobernador João Correia de Sousa.
»Si bien Njinga detestaba a su hermano, que además de ser un mal gobernante ordenó matar a su hijo y esterilizarla, aceptó la propuesta de interceder ante los blancos para cuidar la soberanía de Ndongo y las vidas del pueblo. Partió a San Pablo de Luanda con un ejército de guerreros y asistentes y vio con sus propios ojos cómo cientos de personas eran subidas encadenadas a los barcos para ser vendidas en otras tierras portuguesas. Cargada de impotencia y rabia, llegó al palacio del gobernador. Su sorpresa fue grande cuando descubrió que, a pesar de estar esperándola y de haber preparado una gran recepción militar, no había silla para ella. Con solo una mirada, una de sus asistentes se postró para que pudiera sentarse sobre su espalda y hablar entre soberanos de igual a igual.
»Si bien alcanzaron un acuerdo de paz, los portugueses afirmaron que no respetarían la condición soberana de Ndongo ni reconocerían al Ngola como rey. Si tributaban en especias y proveían esclavos a la corona lusitana, no habría cacería humana en sus dominios.
»La noche posterior a la negociación, los portugueses la invitaron a una gran fiesta. Njinga asistió vestida con los trajes de las damas portuguesas, conversó con todas las autoridades, aceptó convertirse al cristianismo y cerró otro acuerdo de paz.
»Volvió triunfante, pero al poco tiempo, su hermano no respetó el compromiso y atacó a los portugueses. La respuesta fue tremenda. Nos quedamos sin paz, sin tierras, sin guerreros y con muchas personas esclavizadas.
»No se sabe si este hecho es cierto, pero los ancestros dijeron que Njinga envenenó a Mbandi para cuidar de Ndongo, que se alió con los Jagas para ganar poderío militar, que conquistó Matamba y volvió a comandar a un ejército de guerreros.
»A partir de ese momento, Njinga Mbandi se convirtió en la principal enemiga de los portugueses. La querían viva o muerta, la persiguieron por toda la región, secuestraron a sus hermanas y cuando la daban por muerta, reapareció con un ejército de miles de hombres. Como les dije, cuarenta años de su vida los dedicó a defender la soberanía, a concretar alianzas en función de la conveniencia de nuestro pueblo, sin importar la ferocidad despiadada de los nuevos aliados. Durante un tiempo también fue aliada de los holandeses y de otros reinos. Años más tarde, el gobernador Sousa aceptó la soberanía de Ndongo y a ella como su reina.
»La soberana murió con ochenta años y cuentan los que vivieron en ese tiempo que cuando el espíritu de Njinga abandonó su cuerpo, los portugueses atacaron Ndongo y se llevaron a siete mil hombres como esclavos.
Nassoumi terminó su relato y se quedó en silencio a la espera de preguntas, como las que ella solía hacerle a su madre.
Los niños y adultos que la escucharon se pusieron de pie y la aplaudieron con lágrimas de emoción, llenos de anhelo por las libertades perdidas.
—Lo has hecho muy bien Nassoumi. Desde hoy eres la guardiana de la historia de Njinga Mbandi, dijo el Ngola que la escuchó sin que ella supiera.
Cuatro días después del ataque, el Ngola congregó al consejo de ancianos y luego al pueblo entero.
—El total de secuestrados es de treinta hombres, veinte mujeres y ocho niños. De los diyala, quince eran guerreros, tres miembros de la corte, dos amos de fuego y el resto agricultores y pescadores. Todas las mujeres eran madres jóvenes, menores de 25 años, agricultoras, pescadoras y recolectoras de frutas y vegetales. Una de ellas conocía el poder curativo de las hierbas y otra sabía cuándo comenzaba el tiempo de nvula, de las lluvias. En cuanto a los niños, lamento comunicar que la mayoría eran niñas, como Nassoumi, que en pocas lunas cumplirá los trece años—dijo con mucha congoja y amargura sin poder mirar a esas madres y padres que no tenían consuelo. El rey estaba alertado sobre el posible suicidio de los padres de las niñas robadas porque habían estado recolectando todos los huevos de papagayo necesarios para comerlos e irse a dormir.
—Hoy invocaremos a Zbambi, a los espíritus de la naturaleza y a los ancestros para la protección de aquellos que fueron tomados como esclavos y para que nunca más nos vuelvan a cazar esos portugueses malditos. Mañana comenzaremos a entrenar nuevos guerreros, hombres y mujeres. Toda persona que se sienta llamada a defender nuestro quilombo será mantenida por el resto de la comunidad y no deberá trabajar en la siembra ni en las cosechas. Tampoco en el pastoreo de los rebaños. También hemos decidido que compartiremos el saber del único amo de fuego que está entre nosotros. Necesitamos fabricar dardos, cuchillos arrojables y lanzas con punta de hierro. Debemos trabajar más, prepararnos para un nuevo desplazamiento. Las incursiones de los jifutu son cada vez más frecuentes. Si seguimos aquí, nadie quedará libre. En los próximos días comenzaremos a preparar nuestra partida al este, a la zona de los montes. Que ningún mensajero lleve esta novedad a los portugueses o a los reinos vecinos. Partiremos al anochecer y solo llevaremos agua, alimentos, arcos, flechas y lanzas. Los escudos son tan pesados que contaremos con uno por familia.
Mientras el Ngola explicaba el plan de acción, Johari tomaba decisiones en su interior. Ese día había estado pensativa. Lo único que hizo fue permanecer bajo el sándalo donde había enterrado la placenta que había alimentado a Nassoumi trece años atrás. Allí estaban juntas, ligadas por ese árbol, por esas raíces que se habían nutrido con su propio ser. Mientras imaginaba como esa otrora fuente de vida para su hija ahora fluía por la savia del árbol hasta esa copa verde, vigorosa y mecida suavemente por el viento, se sintió impulsada a ir a buscarla allí donde sabía que estaba: San Pablo de Luanda. El mulumbu, el cordón umbilical de su hija la llamaba a través de ese árbol conectado con el cielo y la tierra.
Cuando se sintió fuerte para comunicar la noticia, buscó a su esposo.
—Taleh, parte con tus otras esposas. Yo iré a buscar a Nassoumi. Cada día que pasa ella está más cerca del ulungu. Me voy esta noche. Si tengo suerte, nos veremos en Mitumba, si no, transmite mis saberes a los hijos que pronto tendrás y que ellos sean los guardianes de la vida de Njinga y de su legado de libertad y lucha. Volveré con vida o convertida en ancestro para tu descendencia.
—Supongo que no puedo detenerte. También quiero rescatar a Nassoumi, pero no puedo ir contigo, cada vez somos menos guerreros. Tengo que cuidar de la comunidad. Espero que puedas encontrarla y que nuestros ancestros guerreros te guíen hacia ella.
—Voy a acercarme a las misiones cristianas. Un mozo de los sobas se fue con ellos y sabe portugués. ¿Te acuerdas que solía venir a hablarnos del dios de los blancos? Trataré de llegar a él para que me ayude a encontrar el lugar en donde está Nassoumi. Para engañar a los jifutu me vestiré como las mujeres portuguesas. Tenemos algunos trajes de los que usó Njinga cuando negociaba con ellos. Se los pediré al consejo. Solo espero no levantar sospechas.
—Ya mismo te traigo los vestidos. Los vi en la bata de Nguri. Hablaré con él. Le diré que quedarán en mi custodia por ser el jefe de los guerreros.
Al rato Taleh volvió con los atuendos, un mapa con el trazado del camino hacia Benguela y a San Pablo de Luanda, un arco, treinta flechas, un cuchillo y una vasija de agua. Le entregó todo y le ordenó que partiera mientras el pueblo invocaba al gran Dios y a los ancestros. Así tendría un par de horas para alejarse sin ser vista por nadie. Sin embargo, no le contó a Johari lo que el sacerdote sabio le dijo cuándo lo vio recogiendo los vestidos y las demás cosas.
—Taleh, los espíritus no tienen nada bueno para aportar.
Se dieron un abrazo fuerte, apretado, prolongado, y lloraron juntos por tanta pérdida y por la pronta separación. Lo más probable era que fuese una despedida para siempre. Lo que Johari estaba por emprender era tan peligroso como las incursiones de los jifutu en el quilombo. Pero ambos sabían que ese riesgo era necesario. ¿Quién podría quedarse con los brazos cruzados ante el robo de una hija? A Johari ya no le importaba caer esclavizada, solo quería que Nassoumi fuera libre y que tuviera una larga vida. Sin libertad nada importaba. Tal vez también pudiera rescatar a Cambu, aunque era más difícil dado que a ella se la habían llevado unos hombres que hablaban una lengua que no reconocía.
Se separaron sin dejar de mirarse, se saludaron con la poca fortaleza que aún tenían en su espíritu, y Johari se fue a su bata a prepararse para la partida. Taleh no miró atrás. Se dirigió hacia donde la comunidad daba comienzo a las danzas de invocación.
Secuestro en Ndongo, 1800 – Sistema de Esclavitud Atlántico Medio. Ilustración de Ignacio López, afrodescendiente santafesino, Casa de la Cultura Indo Afro Americana Mario Luis López
La ruta no da informaciones al viajero.
Proverbio Tutsi - Ruanda
Johari se fue de Mbaka cuando el atardecer se convirtió en noche profunda. La luna estaba bien alta, las estrellas marcaban el rumbo al oeste y los animales comenzaban a buscar el sustento. Tenía que estar bien segura antes de partir, invocar la compañía de su linaje espiritual en todo momento y confiar en que la oscuridad de la usuku la protegería.
El viento le traía los últimos sonidos de los tambores, las palmas y los cánticos de su gente. Se sintió triste, desamparada en la vastedad del universo. Intuía que no regresaría, por eso respiró profundo y trató de retener en su mirada esa última imagen de su tierra amada. Debía continuar, intentar rescatar a su hija y evitarle las atrocidades de la esclavitud en otros confines de la tierra.
Johari debería caminar bordeando el rio y conseguir el alimento durante la luna y las estrellas. Eso le había aconsejado Taleh, guerrero experto en los cuidados frente al peligro. El conocía muy bien esos caminos. Sabía que los cazadores, los pombeiros, raptaban personas en plena jornada y que los reinos vecinos también proveían de esclavos a los europeos, por lo cual, durante las largas horas de sol, lo mejor sería que se detuviera. Avanzar de noche, esconderse de día. Si lo lograba, en dos lunas estaría en las misiones cristianas y desde allí podría llegar hasta Luanda en alguna canoa.
Cada vez que pensaba en Nassoumi lloraba con una tristeza infinita, el pecho se le cerraba del dolor y se reprochaba no haberla podido salvar, no haber intuido el ataque. Daría todo lo que tuviera a su alcance para encontrarla. Imploraba a los ancestros de su familia y de la comunidad todo el tiempo; sus pedidos de libertad y protección eran constantes.
La estrategia de Johari era ofrecerse como esclava a cambio de su hija. Se animaba pensando que la preferirían a ella para la siembra y la recolección a una niña de apenas trece temporadas de cosecha. Johari ignoraba que el destino de su mona no era solo el de trabajar la tierra sino también el de servir sexualmente a los esclavos de las tierras lejanas, previo servicio a cualquier hombre que se desempeñara en los presidios costeros. ¡Cuánta injusticia para su vida, para su familia, para su comunidad, para todos los reinos africanos! Ojalá hubieran podido fabricar esas armas de fuego. La historia hubiera sido diferente.
Johari pensaba que el gran error de su reino, y el de todos los reinos, fue el de no haberse unido en contra de los jifutu. Los Ngola de su reino, así como los reyes de otras naciones, tomaban a los portugueses como un enemigo más en lugar de considerarlos como el enemigo común de todos los reinos tradicionales, pero como ella era mujer, su opinión no era tenida en cuenta. Si bien Njinga había tejido alianzas con otros reinos, y hasta con los holandeses en contra de los portugueses, todas habían sido transitorias.
Esperaba poder hablar con Mballe, el joven que se había convertido al cristianismo para salvarse de la esclavitud con los Jagas y que pronto había comenzado a impartir enseñanzas entre los quilombos de Ndongo sobre un hombre llamado Jesús. Como mensajero, repetía todo lo que le habían enseñado.
Mballe fue vendido como esclavo a los jifutu cristianos por los Sobas, pero cuando descubrió que podría conseguir su libertad trabajando en las misiones, pidió el bautismo, adoptó el nombre cristiano Airton, se hizo una cruz de madera que colgó de su cuello y aprendió el idioma europeo para hacerse imprescindible. Viendo la importancia de contar con un sacerdote local, los misioneros lo incorporaron como miembro de la hermandad y de él aprendieron el kimbundu.
El joven era hombre sin linaje, sin comunidad, por eso había sido esclavizado por los Sobas. No tenía ancestros que lo protegieran ni le dieran dignidad a su vida. Era un extraño, sin familia, sin antepasados, un extranjero. Pero a pesar de haber sido tomado como prisionero de niño y de tener derechos limitados, no lo habían maltratado ni ultrajado. Era triste saber que varios reyes y miembros de la nobleza se aliaban con los portugueses para enriquecerse a costa de vidas humanas, aunque no todos se habían doblegado. El Reino Ndongo era una de esas excepciones.
Si bien Johari había conversado con él en algunas ocasiones, no lograba entender cómo para los europeos alguien que había nacido sin la unión entre hombre y mujer, que había muerto en dos troncos cruzados y que luego había revivido, era Dios. Apenas lograba entender qué significaba la crucifixión. Lo que menos entendía era la incoherencia entre el mensaje de igualdad ante Dios y la esclavitud solo de los negros.
Para su reino Dios era el Universo, la fuerza vital, el diálogo entre lo visible y lo invisible, el poder de las fuerzas espirituales de la naturaleza, conformada por los hombres, los animales, los vegetales y lo inanimado. Era el paso entre las estaciones, la providencia de la agricultura y el cuidado de los vivos por parte de los ancestros, dadores de vida, de unión familiar y comunitaria. El Dios Universo era tan inefable que los ancestros se ocupaban de los asuntos de las comunidades una vez que daban el paso. Dios era amba, palabra, eza, acción, ima, vida y poder. Dios no era el espíritu santo, era el mismísimo espíritu humano, de lo animado y de lo inanimado. Esa era su trinidad. El alma humana, al originarse en Dios, era indestructible e inmortal. Tan distintas eran sus creencias que Johari no comprendía al Dios Jesús.
Johari solía comentarles a los misioneros que los visitaban en el quilombo que Dios no era un hombre, que se manifiesta en la naturaleza, que era todo lo creado, por lo que también los hombres, las mujeres, los niños, los animales, las plantas, los espíritus de los ancestros y lo inanimado eran parte de lo divino desde el inicio de los tiempos. Kalunga era el paso necesario para tomar el poder de Dios y convertirse en espíritu ancestral de la comunidad.
Los sacerdotes solían contestarle que los santos de la Iglesia ocupaban lugares similares a los ancestros, que eran intercesores, pero nada de eso la convencía. A los santos no los conocía. No eran de su linaje familiar, no hablaban su lengua, no conocían su medicina y sus hierbas. De hecho varios no tenían esposas ni hijos, no habían dado vida, algo sagrado para ellos. Un niño nacido aumentaba la fuerza de la comunidad y del entorno natural.
Johari recordaba una de las conversaciones. Lo que ella le había dicho y lo que él le contestó.
—Mballe, sabes muy bien que los santos europeos no nos van cuidar de los raptos, de la esclavitud de los jifutu ni de sus aliados. Yo seguiré invocando a nuestros ancestros, a mi mama, a mi pay, a mis abuelos y abuelas. ¡Que tus antepasados no se vayan a enojar con este camino que elegiste y te manden alguna enfermedad! Aunque no los conozcas, porque tu familia te abandonó, los tienes.
—Tranquila hermana, lo sé. Pero me he liberado de la esclavitud y así puedo saber cómo está nuestra gente cuando la visito para presentarle al Dios blanco. Me entero de los secuestros, de las muertes, de la capacidad de batalla de nuestros guerreros, de los impuestos que tienen que tributar a la corona portuguesa, y a veces logro liberar a alguno de los prisioneros.
Con esa explicación Johari había descubierto que Mballe era un espía, pero no se lo había dicho a nadie, para evitar que algún rival lo delatara y terminara sus días como esclavo en los ulungu. En aquella oportunidad, llegó a pensar que era necesario y ventajoso contar con él en las misiones cristianas portuguesas.
Trataría de pedirle a su amigo que averiguara si Nassoumi todavía estaba en la costa y que la ofreciera a ella como esclava de intercambio. Esperaba que el mozo pudiera hacer algo. Los misioneros bendecían a los esclavos que subían a los barcos. Eso mismo había contado la reina Njinga cuando visitó en calidad de embajadora de Ndongo a los portugueses en Luanda.
Lo que más le preocupaba no era el peligro en sí; ella ya había tomado su decisión y con su hija secuestrada nada tenía sentido. Lo que temía era que no estuviese en San Pablo de Luanda sino en Benguela. En cada ofrenda que hacía a sus ancestros les pedía lo mismo: encontrarla en Luanda, hacia donde se dirigía por intuición.
Esa noche bordeó el río hasta que los primeros destellos del sol comenzaron a reflejarse en el Kwanza. Era momento de alimentarse, beber agua y mimetizarse entre los árboles. Con el cuchillo atrapó un pez y después de agradecerle el alimento al río, lo asó sobre un pequeño fuego y lo comió. El humo era delator.
Los lugares para esconderse no abundaban en la sabana, todo era tierra lisa y de pocos árboles o de árboles mustios por el calor. En la dirección donde se despedía el sol por las noches, divisó un bosque y se apuró. Johari se trepó a uno de flores rojas y se acostó entre sus ramas firmes y tupidas. Esperaba que esa copa verde, colorida y frondosa le diera la protección, el descanso y la vitalidad que necesitaba para continuar su camino. Así se lo susurró al espíritu del árbol tras fundirse en un abrazo con él antes de caer dormida. Allí estaba Mulungu, su Dios, que también la bendijo con una lluvia fuerte y espesa en esa época de sequía que le dio de beber, la ayudó a refrescarse, a alejar los dolores de cabeza y de pies, y ahuyentó a unos pombeiros que merodeaban la zona y que ella no había advertido.
Con el claro de luna se despertó súbitamente tras escuchar en su sueño que le decían “mama, ya vienen, mama, ya vienen, nos llevan al Plata”. Johari estaba exaltada, transpirada. Era la primera vez que recibía un mensaje de su hija.
Concluyó que Nassoumi estaba viva y sintió alegría, pero también que los ulungus estaban próximos. No logró entender qué significaba “nos llevan al Plata”, pero confiaba en que Mballe podría descifrar el mensaje. La recordó, la escuchó, la sintió, la lloró de nuevo. Le prometió la libertad. ¿Por qué se la habían sacado? ¿Qué había hecho para merecer el peor de los males que puede sufrir un ser humano? Cuidaba de sus ancestros, les hacía ofrendas cotidianas. Cuando la cosecha era abundante les dejaba comida en su bata y los ponía en conocimiento de todos los acontecimientos de su vida.
Si bien por un momento se sintió contenta por la conexión con su pequeña, la angustia la hizo llorar amargamente hasta que el sol se retiró del todo. “Allá voy mona, no te voy a dejar nunca. Mientras viva te buscaré por todos los confines del universo, y si muero, más rápido podré protegerte. Nunca estarás sola”, le decía en su mente, esperando que, así como su hija le había mandado un mensaje, ella recibiese el que su corazón vivo le enviaba.