Al filo entre remolinos - María Verónica Serrano - E-Book

Al filo entre remolinos E-Book

María Verónica Serrano

0,0

Beschreibung

"Remolinos", fenómenos que se despliegan con la potencia suficiente como para abrir abismos en los significados, o como para imponer sentidos allí donde no los hay. En ellos se pueden conjugar los objetos más dispares, tanto simbólicos como materiales, así del presente como del pasado, o —tal vez—, lo que nunca ocurrió ni ocurrirá. Al filo entre remolinos nos convoca a seguir los pasos de Morena, a vislumbrar su peculiar forma de experimentar el mundo. Nos invita a transitar con ella la fragilidad de los márgenes, esos senderos borrosos, plagados de incertezas y de verdades que se le presentan como absolutas.  No es que la vida le depare dificultades insuperables; simplemente, son circunstancias que le resultan difíciles de reconciliar. Se podría decir que toda la novela está teñida de cierto extrañamiento del personaje respecto de la realidad, lo cual, en definitiva, no sabremos si entorpece o enriquece su experiencia vital.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 172

Veröffentlichungsjahr: 2023

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Serrano, María Verónica

Al filo entre remolinos / María Verónica Serrano. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : El Guardián Literario, 2023.

(Biblioteca de autor)

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-8346-64-9

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.

CDD A863

© 2023, María Verónica Serrano

Diseño de cubierta e interior: Departamento de arte de Editorial Bärenhaus S.R.L.

El guardián literario es un sello de Editorial Bärenhaus

Todos los derechos reservados

© 2023, Editorial Bärenhaus S.R.L.

Publicado bajo el sello El guardián literario

Quevedo 4014 (C1419BZL) C.A.B.A.

www.editorialbarenhaus.com

ISBN 978-987-8346-64-9

1º edición: abril de 2023

1º edición digital: marzo de 2023

Conversión a formato digital: Libresque

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.

Sobre este libro

“Remolinos”, fenómenos que se despliegan con la potencia suficiente como para abrir abismos en los significados, o como para imponer sentidos allí donde no los hay. En ellos se pueden conjugar los objetos más dispares, tanto simbólicos como materiales, así del presente como del pasado, o —tal vez—, lo que nunca ocurrió ni ocurrirá.

Al filo entre remolinos nos convoca a seguir los pasos de Morena, a vislumbrar su peculiar forma de experimentar el mundo. Nos invita a transitar con ella la fragilidad de los márgenes, esos senderos borrosos, plagados de incertezas y de verdades que se le presentan como absolutas.

No es que la vida le depare dificultades insuperables; simplemente, son circunstancias que le resultan difíciles de reconciliar.

Se podría decir que toda la novela está teñida de cierto extrañamiento del personaje respecto de la realidad, lo cual, en definitiva, no sabremos si entorpece o enriquece su experiencia vital.

Sobre María Verónica Serrano

María Verónica Serrano nació en 1966 en Patagones, provincia de Buenos Aires. Vivió su infancia en la ciudad de La Plata, en la misma provincia, y su adolescencia en Mercedes, provincia de Corrientes. Es musicoterapeuta, Lic. en Educación Musical y madre de Clara y de Lisandro. Actualmente reside en La Plata donde se desempeña profesionalmente y estudia Lic. en Historia.

En 2021 publicó Sombras en el mediodía (El guardián literario), obra que logró una cálida aceptación entre los lectores. Al filo entre remolinos es su segunda novela.

Índice

CubiertaPortadaCréditosSobre este libroSobre María Verónica SerranoEspacio baldíoEl parqueLos rollersEl muralEl perroLa palabra chiquitaEsa suerte de hernia simbólica, el gran y tan mentado pozo de las maravillasEscalar el llanoEl teléfono en el campanario

Espacio baldío

Cuando despertó esa mañana Morena mantuvo por un momento los ojos cerrados y dejó que los resplandores que se insinuaban desde la ventana se esforzaran por penetrar a través de sus párpados. Entonces escuchó el ruido del agua que corría en el lavatorio del baño y eso la desconcertó, pero casi al mismo tiempo supo que había sido ella misma la que había dejado la canilla abierta por la noche, seguramente apremiada por el sueño y traicionada por la torpeza de un cuerpo apenas bajo su control. Escudriñó ese sonido, quiso comprobar que no hubiera nadie lavándose los dientes o canturreando esos retazos de melodías que los azulejos se habían acostumbrado a repeler. Se quedó unos minutos más en la cama y se desperezó como si se tratara de un primer despertar; y en ese estirarse, el aire, al dar contorno a su cuerpo, le devolvió un espacio baldío difícil de resistir.

Hizo caso omiso de la saliva que durante el sueño le había surcado la barbilla y el cuello y le había llegado hasta el hombro, y se frotó los ojos. Entonces, los timbrazos vinieron a cambiar la impronta a esa conciencia aún adormecida.

No le importó arrastrar un trecho la sábana que se le había enredado en un pie; se deshizo de ella cerca de la puerta, cuando se trabó en alguna de las cosas que estaban por el piso. Aprovechó para imaginar que daba un salto, uno de esos como los que se ven en las películas, las piernas hacia un lado haciendo una tijera. Nada más lo imaginó, y fue suficiente para sentir que lograba deshacerse del arraigo que había estado a punto de atraparla. Pero esa sensación le duró poco.

Era María Pía, por supuesto, quién más iba a ser. Tenía llave, pero la dejaba para algún caso de fuerza mayor. En esas ocasiones, cuando aparecía por la mañana, y sobre todo después de varias llamadas perdidas, prefería despertarla con esos timbrazos furiosos. Venía a insistirle otra vez con el asunto del grupo. Que ese día sí o sí tenía que ir, que ella ya se había ocupado de pagar el mes, que ya iba a ver lo bien que le iba a hacer y toda una multiplicidad de razones que a Morena ya la tenían cansada.

Se apresuró a llegar hasta la cocina y empezó a batir el café haciendo el mayor ruido posible, todo con tal de encubrir la perorata que iba soltando María Pía en su recorrida por la casa. Últimamente siempre lo hacía, y parecía que le encantaba; no solo llegaba para asegurarse de despertarla y arremetía como una tromba, sino que además, machacaba con sus exhortaciones mientras iba levantando las cosas del piso y acomodando todo lo que le parecía que estaba desordenado. Encima, como si eso fuera poco, el perro parecía que le tenía un amor especial y la seguía todo el tiempo; no se cansaba de festejarla sacudiéndole la cola y cruzándosele por delante a cada momento. Así que a Morena no le quedó más remedio que aguantar ese enjambre hecho de discursos a medio gritar, semiladridos, y los ruidos de los muebles y otras cosas que el perro atropellaba al pasar.

Esa mañana, María Pía ni siquiera dejó de sermonearla desde el baño, cuando entró a cerrar la canilla. Desde allá escuchó caer la taza y corrió hasta la cocina. Los dos corrieron, ella y el perro. Morena no tuvo tiempo ni de agarrar un trapo, que María Pía ya la había mandado a bañarse para encargarse ella misma de levantar todo, de limpiar y de preparar un nuevo café. Al salir de la cocina, Morena se chocó con el perro; el animal intentaba torpemente evadir los esfuerzos que hacía María Pía por evitar que entrara a la cocina e hiciera más desastre. Bien podría cortarse una pata —pensó Morena mientras se metía bajo la ducha.

Como si fuera poco, en el baño tuvo que estar soportando que María Pía le golpeara la puerta a cada rato. No le bastaba con aparecérsele a la mañana temprano —cosa que se le estaba haciendo costumbre—; tenía que estar apurándola y llevándola al trabajo, como si los diez minutos que tardaban en llegar en el auto no los pudiera hacer ella caminando, como lo hacía siempre. Al final, con las apariciones intempestivas de su hermana, el último tiempo se le estaba haciendo largo, como si hubieran pasado muchas más semanas de las que realmente habían pasado desde que el ingrato se había ido.

En el trabajo pasó casi toda la mañana tratando de resolverle el problema a una paciente que había hecho lío con las órdenes y los trámites en el seguro médico. Apenas tuvo tiempo de escaparse un ratito a la cocina para tomar unos mates, por eso tuvo que aprovechar el horario del almuerzo para ir hasta la perfumería a comprar los esmaltes.

Se apresuró a pintarse antes de que llegaran los primeros pacientes de la tarde; de a una uña de por medio, cosa de que si llegaba alguno con anticipación, pareciera que era una cuestión de búsqueda de simetría y no de falta de tiempo. Pero estaba visto que cuando al cabo Morena se daba cuenta de que era necesario considerar posibles imprevistos y decidía tomar las precauciones oportunas, al final nada de eso terminaba por ocurrir.

No solo no llegó nadie con anticipación, sino que el primer paciente llegó tarde, así que tuvo tiempo de sobra para retocar el más mínimo detalle de las filigranas con que se había grafiteado las uñas. Las delicadas cerdas del pincel se deslizaron inocentes, ajenas a la premura de Morena y a la pausa que significaba el silencio en la sala de espera.

Luego, entre una cosa y otra, la tarde de trabajo se le pasó rápido. Sin embargo, ya sobre el final de la jornada, finalmente el imprevisto sucedió.

Fue suficiente con que escuchara el comentario de la última paciente, la que usaba esos anteojos tan aparatosos y que siempre hacía algún comentario sobre su terapia. La escuchó como al pasar, cuando le decía algo al doctor mientras se despedía. Entonces, ni bien se cerró la puerta de calle, Morena corrió a la cocina; buscó entre los cajones hasta que dio con el quitaesmalte que había quedado de la última vez, y en un segundo todas las filigranas desaparecieron. No fuera cosa de que en el grupo a alguno se le diera por interpretarle las figuras, los colores o quién sabe qué; después de todo, ella no sabía con qué tipo de mentes analíticas se podría encontrar ahí. Claro que estaba la opción de obligarse a mantener en todo momento los puños cerrados o a esconder los dedos de alguna otra forma, pero eso no le pareció que fuera viable; consideró que ya era demasiado con tener que estar todo ese tiempo pendiente de guardar las apariencias para no mostrarse nerviosa, según ya lo había determinado.

Después de solucionar el tema de las uñas, se demoró un buen rato hasta que terminó de preparar todo para cerrar el consultorio, y al final, luego de resolver unos últimos encargos de su tío, el médico, tuvo que salir a las corridas para no llegar tarde. Por un segundo se le ocurrió que podría posponer su asistencia para la semana siguiente, pero en el mismo instante descartó la idea. Si llegaba a no ir, iba a tener que aguantarse otra vez los sermones de María Pía, y eso era algo que Morena estaba firmemente decidida a evitar.

El aire de la tarde la rozaba y contrastaba con el calor que sentía por dentro. Mientras caminaba, se alivió pensando que ya tenía de qué hablar en esa primera sesión; luego de tanto pensar en ello y en cómo iba a hacer para mantener a salvo sus secretos en ese terreno movedizo, finalmente había encontrado algo. Después de todo, un sueño que la inquietaba no le parecía que estuviera fuera de lugar. Es más, le parecía perfecto. Podría dar rienda suelta a su creatividad e improvisar un relato con cualquier cosa que se le fuera ocurriendo en el momento. Sí, un sueño le parecía que era algo con lo que, aunque fuera, podría comenzar.

Sin embargo, una vez en aquella habitación, mientras se presentaban y Morena escuchaba los nombres de todos, consideró que lo mejor sería guardar silencio. Se sentó —siempre tratando de parecer distendida—, y estuvo un buen rato esforzándose por escuchar a esos desconocidos. Pero entonces bastó una simple carraspera para que todo la alcanzara sin que ella tuviera tiempo de tomar distancia. Sin quererlo, al toser obtuvo la atención de todos, y al sentir la presión de esas miradas, simplemente comenzó a hablar. Casi sin querer habló, y vio pasar delante de sí sus propias palabras.

Parecía que las frases se pronunciaban solas, sin que mediaran sus pensamientos. Sus ojos veían hacia el suelo, iban distraídamente de un punto a otro de la alfombra y por los pies de las personas que la escuchaban; hasta que se cansó. Sintió hastío de tantas palabras. Decidió callarse y mirar a todos a los ojos. Hubiera querido interpelarlos uno por uno, resistir el embate de sus miradas. Pero en ese momento, Fina decidió cortar el hielo diciendo aquella estupidez, eso de que las plantas eran “una armonía para la vida de una”… Qué gorda pelotuda —pensó Morena. Qué le podía importar a la vieja esa lo que a ella le pudiera estar pasando, o lo que le había pasado hacía rato y todavía le dolía. Y la otra, que por haberse curado de esa enfermedad nefasta que le había tocado en suerte se creía con el derecho o —lo que era peor—, con el deber de decirle a todo el mundo cómo tenía que vivir, qué tenía que comer y qué actitud tenía que tomar o dejar de tomar.

Se sintió asqueada; tanto, que se le revolvió el estómago y tuvo que salir por temor a vomitar ahí, en plena alfombra y delante de todos. Por suerte, el baño estaba a un par de puertas y no tardó nada en llegar; sin embargo, por más que lo intentó de diferentes maneras, no logró vomitar, todo quedó en un simple sudor. Así que esperó un poco, se enjuagó la cara, y volvió a la habitación.

Recién entonces se percató de lo alto del techo, de lo antiguo de las puertas y de las paredes, y de la falta que hacía una buena mano de pintura. La invadió un frío que cortó ese arrebato de calor que le había dado cuando intentaba vomitar. De ahí en más se la pasó mirando hacia el techo, fingiendo que algo la intrigaba. Como de lejos escuchó lo que hablaban —puras pavadas— hasta que por fin se hizo la hora y pudo irse de ahí de una buena vez.

Salieron; en la puerta de calle todos se saludaron con un beso, así que Morena tuvo que besar a cada uno y encima, sonreír. De ningún sueño, ni de lo que sentía, ni de por qué sus hermanas le habían insistido en que asistiera al grupo; sobre nada de eso había hablado. De su boca había salido lo de su madre, lo de su orfandad a los nueve, lo de sus horas de observarla desde su silla junto a la cama; las aventuras increíbles que le inventaba sin importar que los ojos maternos estuvieran abiertos o cerrados, historias que resbalaban por su pelo largo y despeinado y llegaban a los oídos de la semimuerta. Tal como le habían llegado a ella esa tarde las historias que se habían narrado entre aquellas paredes viejas, historias que escapaban hasta lo alto del techo y se agazapaban en las molduras del cielo raso.

Lamentó no haber podido vomitar, le dio rabia. La boca del estómago se le había puesto como una piedra; hubiera querido tomarla y lanzarla con toda su fuerza desde la calle, romper el vidrio de la ventana y devolver a la habitación llena de extraños —aunque entonces ya estaba vacía— ese revoltijo petrificado de anécdotas recónditas y pringosas; tanto las ajenas como las propias, y también aquellas, las que no había podido contar.

Sin embargo, lo que le empezó a molestar más fue que desde que salió de esa habitación su respiración parecía haber cobrado una inusitada independencia. No estaba agitada ni le faltaba el aire; simplemente, no lograba acompasar la respiración con el funcionamiento general de su organismo.

Intentó caminar más lentamente; luego, más rápido; hasta trotó y dio algunos saltos, pero no logró meter en caja ese fluir de aire que había tomado vuelo propio. Venían a su conciencia fragmentos de todo lo que habían hablado esos desconocidos. Habían sido narraciones entre fantasmagóricas y patéticas; a ella le habían parecido historias salidas de mundos planos, llenas de directrices que no conducían hacia ningún lado.

En cierto punto, Morena creyó haber resultado inmune al fragor de esas palabras. Siguió con su pensamiento cada frase que llegó de su memoria. Las apneas parecían surgir de la evocación de esas voces; voces temblorosas o petulantes, salidas de esas bocas viejas, bocas jóvenes, constreñidas o vacilantes… Trató de respirar con profundidad y se sentó en el cordón de la vereda. Estuvo un rato con la cabeza casi apoyada sobre las rodillas tratando de retomar el control del aire, pero no lo logró. Entonces se dio cuenta de que no era al resto de su fisiología a lo que no se acoplaba su respiración, sino a sus pensamientos. Las frases, aunque fragmentadas, acudían a su conciencia en forma bastante ordenada; sin embargo, el fluir del aire que ingresaba en su pecho y salía leve o abruptamente, no respetaba signos de puntuación ni jerarquías. Era casi como sentirse intranquila.

Miró la hora y decidió seguir hacia su casa; de todas maneras, no creía posible asfixiarse por el camino. A los pocos minutos de estar caminando, todo se le olvidó: el día largo, las filigranas que había borrado de sus uñas, la paciente de su tío obsesionada con la terapia; su hermana, el perro, el grupo de desconocidos y la tarde fresca. Y también se le olvidó su madre en la cama y el vestidito floreado que sus manitos arrugaban dejando asomar sus rodillas de niña esperanzada.

Entonces, empezó a sentir el cuerpo cada vez más liviano. Un aire nuevo la conducía sobre las baldosas, la hacía cruzar las calles y doblar en las esquinas. Hasta le pareció que podía cerrar los ojos sin dejar de caminar. A medida que avanzaba, su respiración volvía a fluir con normalidad. La luz de la tarde se fue haciendo cómplice de ese andar, y luego, el silencio. Morena hubiera querido no tener escapatoria, quedar atrapada en ese aire, en ese silencio; pero su cuerpo continuaba andando, intentando acompasar en un solo cauce los fragmentos. Mientras, ella trataba de encontrarse en ese cuerpo; su cuerpo, morada de tantos alientos.

El parque

Un rato después, todo había vuelto a la normalidad. Solo que el aire y la liviandad que la habían embargado se habían filtrado, habían pasado a través de ella como por un colador. Era como si la tarde se le riera en la cara y le permitiera caminar sin dejar el más mínimo trazo.

Morena se mortificó, arrepentida de haber hablado en el grupo de la manera en que lo había hecho, de haberse expuesto en la forma en que lo había hecho. Primero, pensó que haber ido había sido un pésimo error y hubiera querido no regresar nunca; pero después le pareció que en una de esas, le convenía volver y tratar de dar una imagen un poco más decorosa de sí misma. Finalmente, decidió deslindarse de todos esos razonamientos; a lo mejor, tanta palabra junta sí había resultado ser demasiado para ella.

Encima, cuando llegó a su casa, ahí estaba el perro. Tuvo que sacarlo, lo habían acostumbrado así. Les había parecido que un patiecito tan chico, para un perro tan grande… Y ahora, si no lo sacaba, no iba a dejar de ladrarle y de saltarle encima; la última vez hasta le había tironeado de los pantalones y había dejado bien claro cuál era el plato que tenía más peso en esa balanza.

Decidió no ir al parque de siempre y lo llevó hasta la plaza que estaba un poco más retirada. Cuando llegaron ya había oscurecido por completo. El perro corría, olisqueaba la tierra y los arbustos, y de vez en cuando volvía y se le cruzaba entre las piernas. Hasta le pareció escuchar grillos, todo parecía tan poco citadino.

Fue en un momento, cuando el perro se alejó un poco y desapareció tras unos árboles. Morena miró para todos lados; las pocas personas que había no se percataban de su presencia. Lo buscó con la mirada. Por un instante le vio la cola que asomaba por detrás de un tronco; relucía, iluminada por el foco que parecía haberse encendido solo a ese efecto, y se movía; seguramente el perro había olfateado algo y estaba cavando en la tierra. Después, ya no lo vio más. Mientras él seguía tras los árboles, ella dio media vuelta y emprendió el regreso.

Se apresuró a dejar la plaza, cruzó la calle lo más rápido que pudo y dobló en la esquina; decidió desviarse un poco y caminar por el parque, cruzarlo en diagonal hacia su casa. En eso estaba, cuando la vio a Claudine.

Se llamaba Claudia, en realidad; ella misma se había encargado de aclararlo cuando se presentaron. Resulta que en el grupo a alguien se le había ocurrido empezar a decirle Claudine