8,49 €
En 2030, un arqueólogo llega al Círculo Polar Ártico para continuar el trabajo de su recién fallecida hija. Allí, los investigadores están estudiando secretos que ha desenterrado el permafrost derretido; entre ellos, los restos perfectamente conservados de una niña que parece haber muerto de un virus antiguo... Una vez desatada, la peste ártica se extenderá por el mundo y cambiará la vida en la tierra para las generaciones venideras, por lo que la humanidad se verá obligada a idear formas innovadoras de afrontar la tragedia. En un parque temático diseñado para niños con enfermedades terminales, un cínico empleado se enamora de una madre desesperada por aferrarse a su hijo infectado. Un científico desconsolado encuentra una segunda oportunidad de paternidad cuando uno de sus sujetos de ensayos médicos, un cerdo, desarrolla la capacidad del habla. Una pintora viuda y su nieta adolescente se embarcan en la búsqueda cósmica de un nuevo planeta natal... Desde rascacielos funerarios hasta hoteles para muertos, Sequoia Nagamatsu alterna unos escenarios fascinantes con una galería de personajes que se entrelazan a lo largo de los siglos mientras la humanidad lucha por reconstruirse tras una pandemia. Al final de la oscuridad es una historia única sobre la resistencia del espíritu humano y nuestra capacidad infinita para soñar.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 479
Veröffentlichungsjahr: 2024
HOW HIGH WE GO IN THE DARK © 2022 by Sequoia Nagamatsu
© de la traducción: Ainize Salaberri, 2024
© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.
c/ Medea, 4. 28037 Madrid
www.nocturnaediciones.com
Primera edición en Nocturna: abril de 2024
ISBN: 978-84-19680-62-4
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
En recuerdo de Craig Namagatsu
1958-2021
AL FINAL DE LA OSCURIDAD
UNA ELEGÍA SEPULTADA HACE TREINTA MIL AÑOS
En Siberia, la tierra derretida era un techo a punto de derrumbarse, ahogado por el agua del deshielo y por el gigantesco desecho de la prehistoria. Los kilómetros de longitud del cráter de Batagaika se habían ido ensanchando debido a la subida de la temperatura como si algún dios hubiese abierto las compuertas de los pantanos cubiertos de nieve, exponiendo, así, rinocerontes lanudos y otras bestias extintas. Maksim, uno de los biólogos del equipo, y el piloto del helicóptero señalaron la hendidura de cobre en la tierra por la que mi hija se había despeñado poco antes de descubrir los restos de una niña de hace treinta mil años. Antes de aterrizar en un claro bordeamos el puesto de investigación, un entramado de cúpulas geodésicas que asomaban justo por debajo de las filas de árboles. Maksim me ayudó a bajar del helicóptero y cogió mi equipaje y un saco de correo de la parte de atrás.
—Todos querían a Clara —dijo—. Pero que no te extrañe si no hablan de ella. Solemos ser bastante reservados con ese tipo de cosas.
—He venido a echar una mano —respondí.
—Sí, por supuesto —asintió Maksim—. Sin embargo, hay otro asunto… —le oí decir mientras estudiaba el lugar y aspiraba el aire que, al igual que los fósiles bajo nuestros pies, parecía atrapado en el tiempo. Me explicó que mientras volábamos se había decretado un periodo de cuarentena. Nadie esperaba que yo viniese a terminar el trabajo de Clara, y mucho menos tan pronto.
En el interior, la cúpula central del puesto se parecía, y olía, a la sala común de una residencia de estudiantes: había una televisión grande, butacas reclinables desgastadas, y una pila de cajas de macarrones con queso. Las paredes estaban cubiertas con una mezcla de mapas topográficos y pósteres de películas que iban desde Star Wars a Pretty Woman o Corre, Lola, corre. Por los pasillos con forma de acordeón emergía, procedente de las camas o los laboratorios, gente desaliñada. Una mujer, que llevaba un cortaviento morado y unas mallas de correr, esprintó de un lado a otro de la sala.
—Soy Yulia. Bienvenido al fin del mundo —dijo, y desapareció por uno de los ocho túneles que brotaban desde las cúpulas centrales, apuntalados con literas con la forma de las celdas de una colmena. El equipo empezó a salir de sus cubículos, y el olor rancio de más de una docena de investigadores comenzó a envolverme lentamente.
—Escuchad todos, este es nuestro invitado de honor, el doctor Cliff Miyashiro, de UCLA, arqueología y genética evolutiva —anunció Maksim—. Va a ayudarnos con el descubrimiento de Clara. Sé que, como ratas de laboratorio que somos, nos volveremos aún más raros ahora que no nos dejan salir de aquí, pero intentad ser simpáticos.
Maksim me aseguró que la cuarentena era preventiva porque el equipo había revivido con éxito virus y bacterias en el permafrost derretido. Dijo que los funcionarios del gobierno habían visto demasiadas películas. Protocolo estándar. En el puesto nadie parecía enfermo o preocupado.
Después llegó la información que no había pedido sobre cómo vivía Clara aquí: dónde se bebía el café y observaba la aurora, la ruta que corría con Yulia, la fuente de aromaterapia con forma de loto que Dave (el epidemiólogo) y ella utilizaban en sus sesiones de yoga matutinas, el cuchitril donde guardaba su equipo para la nieve (y que se convertiría en el mío, puesto que teníamos prácticamente la misma talla) y que para los cumpleaños algunos miembros del equipo hacían una excursión a la ciudad más cercana, Yakutsk, para ir al karaoke y olvidarse por un momento de que los edificios a su alrededor se hundían poco a poco en el barro ancestral.
—¿Puede alguien llevarme hasta la niña? —pregunté.
La pausa fue bastante significativa. Uno de los investigadores que estaban en la cocina guardó los vasos de plástico y la botella de whisky que traía, sin duda, para darme la bienvenida. El grupo de científicos desaliñados —la mayoría vestían franela o lana— sintió que se repetía el funeral de Clara celebrado hacía un mes: una iglesia llena de amigos y compañeros de trabajo a los que, en su gran mayoría, no conocíamos. Estreché sus manos mientras formaban una fila para decirnos a mi mujer, Miki, y a mí, lo mucho que lamentaban su pérdida; un hombre con pelo azul en punta me dijo que había tatuado una galaxia en la espalda de Clara, un planeta morado orbitando alrededor de tres estrellas rojas enanas, y describió a mi hija como un jodido viaje; nuestros antiguos vecinos nos recordaron que Clara solía ser la niñera de sus gemelas y que las ayudó a sentirse seguras en matemáticas; un hombre calvo, el supervisor de su proyecto en la Fundación Internacional por la Supervivencia del Planeta, me entregó su tarjeta de visita y me invitó a continuar con el trabajo de mi hija en Siberia. Cuando se marcharon todos, abracé a Miki mientras veíamos de nuevo la presentación con fotos que había preparado, pausándola en una en la que se veía a la Clara de tres años en su centro de acogida. Sostenía el colgante de cristal morado que llevaba puesto cuando la adoptamos. Los dos podríamos jurar que sus ojos brillaban como pequeñas estrellas cada vez que lo miraba.
En el exterior de la funeraria nuestra nieta, Yumi, jugaba con su primo sin importarle la ola de calor que asediaba la calle. Podía oler el humo del incendio forestal al este de Marin Headland avanzando con lentitud hacia nuestro vecindario. «Nuestra hija no parecía necesitarnos», dijo Miki con apenas un hilo de voz. «Pero Yumi sí». Me guardé la tarjeta en el bolsillo.
En el puesto de investigación, Maksim me alejó de las miradas del resto del equipo y me llevó hasta los restos momificados que Clara había encontrado antes de morir.
—Annie está en la burbuja estéril —dijo Maksim.
—¿Annie? —pregunté.
A Yulia le encantan los Eurythmics, sus padres aún viven en los ochenta. Le puso el nombre en honor a Annie Lennox.
La burbuja estéril consistía en una lona de plástico, pegada con cinta americana desde el suelo hasta el techo, que separaba uno de los lados del laboratorio de huesos del otro. Me pasó una caja de guantes de nitrilo y una mascarilla de respiración.
—Los fondos no nos dan para más, pero intentamos tener cuidado con los patógenos que podríamos llevarnos de aquí —dijo—. Y en un noventa por ciento de las veces probablemente no hay nada de lo que preocuparse —añadió.
—Claro —contesté, un poco sorprendido por su actitud de vaquero.
—Algunos de nuestros colegas del Pleistocene Park, a unos mil kilómetros al este, han progresado reintroduciendo el bisonte y la flora autóctona en la tierra. Más vegetación, más animales grandes errando por la estepa apisonando el mantillo, preservan el hielo bajo la superficie y nos ayudan a mantener el pasado en el pasado.
Me puse los guantes, la máscara, y me colé por una rendija del plástico.
Annie descansaba de lado, en posición fetal, sobre una mesa de metal.
NOTAS DEL EXAMEN EXTERNO PRELIMINAR: Preadolescente, homo sapiens con posibles características neandertales, la cresta de la frente le sobresale ligeramente. De unos siete u ocho años. 121 centímetros de altura, 6 kilos de peso (en vida podría pesar unos 22 kilos aproximadamente). Restos de pelo pelirrojo en las sienes. Tatuaje en su antebrazo izquierdo: tres puntos negros rodeados por un círculo interrumpido por otro punto. El cuerpo está cubierto con una prenda de punto, posiblemente una mezcla de pieles. Conchas no endémicas de la región cosidas a la prenda. Se necesita un estudio más pormenorizado.
El tejido alrededor de sus ojos se había arrugado, como si hubiese estado mirando al sol. La piel alrededor de su boca había empezado a retroceder, dejando a la luz un grito de dolor. No pude evitar recordar a Clara de niña, o a Yumi, que tenía más o menos su edad, atravesando llanuras estériles en busca de presas grandes, perseguidas por enormes leones o lobos esteparios. Pasé las manos por sus puños agarrotados.
—Un puto gran misterio —añadió Maksim, acercándose por detrás—. La mayor parte de nuestra investigación está financiada en colaboración con la Fundación Internacional para la Supervivencia del Planeta. Nos mantenemos ocupados con muestras de la tierra y del núcleo de hielo, y los esqueletos de animales antiguos, pero mentiría si dijera que Annie y los otros cuerpos que recuperamos de la caverna no nos han distraído a todos. Y, por supuesto, también tenemos el virus sin identificar que Dave les detectó en las muestras preliminares.
—¿Habéis hecho algún otro escáner o habéis testado otras muestras? Las conchas, por ejemplo…
—De un pequeño caracol marino originario del Mediterráneo. Trivia monacha. Quiero decir, hay evidencias de neandertales y humanos en Siberia cerca de las montañas de Altai de hace más o menos sesenta mil años, pero nunca se habían encontrado restos tan al norte. La complejidad con la que las conchas están cosidas a la prenda es tremendamente inusual. De verdad, este bordado dejaría a mi abuela a la altura del betún.
—Es extraño que Annie sea la única con esa ropa. El resto de los cuerpos de la caverna mostraban evidencias de llevar capas de piel sencillas. El informe que me enviasteis me dejó con más preguntas que respuestas —dije.
—Estábamos esperando que alguien retomase la tarea, alguien que completase la historia de Annie. Clara decía que estaba aquí por los animales. Quería entender el bioma de la Edad de Hielo para que pudiéramos recrearlo. Pero siempre teníamos la sensación de que buscaba algo más. Se pasaba horas en las excavaciones, mucho más tiempo que cualquiera de nosotros. Y para alguien cuyo trabajo era estudiar lo que permanecía oculto en la tierra, se pasaba mucho tiempo observando el cielo. Apuesto a que consideraba que Annie también era su obligación. No paraba de decir que lo que nos salvaría sería el pasado que desconocemos. Era científica, pero soñaba como un poeta o un filósofo.
—Eso es herencia de su madre, que es artista —respondí.
De niña, Clara se pasaba tardes enteras creando en su casa del árbol: sus profesores decían que era un genio y nosotros la animábamos todo lo que podíamos. Escribía informes sobre las nebulosas con las pinturas. Nos encontrábamos listas de las constelaciones que veía, y la mitología de las que se había inventado, las primas de las Pléyades, el mirlo acuático que no era ni grande ni pequeño, sino más bien correcto sin más.
—Sí, me cuadra —comentó Maksim—. Aquí suele ser fácil conocer a la gente, pero Clara era retraída. Incluso tuve que hurgar un poco entre sus pertenencias para encontrar tu información de contacto.
—Solo le importaba el trabajo —dije. Los dos miramos entonces a Annie, cuyo grito pareció llenar el silencio del laboratorio.
Maksim asintió y me dijo que después de un viaje tan largo debería descansar un poco. Me explicó que las pertenencias de Clara estaban en una caja en su cama-cápsula, esperándome.
Cuando estaba en el aeropuerto, a punto de irme a Siberia, mi nieta Yumi no dejó de llorar pese a que, a sus casi diez años, insistía en que se encontraba bien. Miki volvió a preguntarme si estaba convencido de hacer esto. «Espera unos meses al menos —insistió—, para no ir en invierno». Pero yo sabía que si me quedaba lo retrasaría indefinidamente, y el espectro de mi hija se habría evaporado de esta tierra tan lejana.
No fui nunca capaz de imaginarme el lugar en el que Clara había decidido desaparecer aquellos últimos años. Siempre que Yumi nos preguntaba a Miki y a mí dónde estaba su madre, señalábamos un punto en el mapa y buscábamos imágenes del cráter Batagaika y del norte de Siberia en Google. Mi mujer ayudó a Yumi a hacer dioramas de papel maché de la región, que habitaron con un pequeñísimo bisonte de juguete, dinosaurios, facsímiles en 3D de nuestra familia en una expedición en la que el tiempo no era relevante.
—Tu madre te quiere —le aseguré a Yumi—. Su trabajo es importante.
Y había una parte de mí que se lo creía, pero la última vez que estuvimos todos juntos también le dije a Clara, a modo de ultimátum, que tenía que volver a casa, porque esta situación no era justa ni para Yumi ni para nosotros. Quitando las postales y las videollamadas ocasionales con Yumi, hacía más de un año que no hablaba directamente con mi hija.
Antes de que me diera cuenta de que su puesto de investigación era una iniciativa internacional, me había imaginado a Clara boceteándolo en una yurta, durmiéndose tapada con la piel de un animal, acunada por la luz de la Vía Láctea. Fui consciente en ese momento de que su cama-cápsula era una especie de capullo de unos tres por diez metros encajado en la pared de una de las cúpulas. Revestido con forro térmico, tenía luces led, estanterías, una mesa de trabajo plegable y una red de carga para almacenaje. Hurgué en una de las bolsas de lona que encontré metida en la red: ropa, artículos de aseo, uno de sus desastrosos diarios, una agenda personal, un viejo iPod, unos cuantos artilugios que consiguió en sus viajes… Pero el objeto que más deseaba encontrar, el colgante de cristal de Clara, no estaba por ninguna parte. Me subí a su catre y aparté las botas de montaña, rebuscando por debajo del colchón y dentro de la rejilla de ventilación, cualquier sitio en el que pudiese haber escondido su colgante a buen recaudo. Se me habían cocido los pies durante el viaje, y el pestilente olor, parecido al del queso aunque mezclado con el olor rancio a cigarrillos y sudor que se extendía por la estación, llenó el espacio. Me tumbé por primera vez desde que me había ido de América y eché un vistazo al iPod de Clara, deteniéndome en la suite de Gustav Holst Planets. Las trompetas triunfantes del movimiento de Júpiter me transportaron a momentos más felices en los que Clara, maravillada, aún estaba absorta en las estrellas; como cuando insistió en que su proyecto del sistema solar de tercero tenía que estar en la escala correcta o cuando se metió en problemas en el campamento de ciencias por haberse inventado una historia sobre la hermana perdida de una estrella de las Pléyades que podía verse entonces en el antiguo cielo de África. ¿En qué pensaba Clara cuando observaba el cosmos bailando sobre esta tundra gris? Cogí su diario y empecé a hojearlo, intentando volver a oír su voz.
Día 3: Es increíble cómo el interior de un cráter ya ha dado a luz pedazos verdes. Los colmillos de los mamuts emergen del barro al tiempo que echa raíces una nueva vida de plantas. Los habituales derrumbes y el hielo derritiéndose están creando arroyos temporales y toda la zona se ha convertido en una lavadora que mezcla lo nuevo con lo antiguo. Todos los que estamos aquí entendemos lo que está en juego. Es difícil ignorar la tierra cuando se desestabiliza lentamente debajo de ti, mientras duermes, cuando te revela secretos que nunca pediste ni quisiste. Me pasé la primera noche en el exterior, de pie, escuchando. Y quizás fue mi imaginación, pero podría jurar que oí cómo aleteaba la tierra con la danza de un millón de insectos, humanos primigenios y lobos muertos.
Día 27: La mayoría de los padres, en la jungla, lucharían hasta la muerte por proteger a sus criaturas. Sé que mis padres lo entienden, hasta cierto punto. No contesto sus mensajes porque ya he dicho todo lo que tenía que decir. Creo que Yumi escucha las entrañas de la tierra cuando duerme. Tengo que creer que sabe por qué no puedo estar allí cuando participe en una obra de teatro, o cuando juegue partidos de fútbol y todas esas cosas. Le irá bien. Mis compañeros también tienen hijos. Dicen que sus hijos no lo entienden o que no están tan unidos como les gustaría. Pero estamos aquí para asegurarnos de que ellos y sus hijos y sus nietos puedan respirar y soñar, estamos aquí para asegurarnos que no tengan que leer los panegíricos de tantas especies. Feliz cumpleaños, Yumi. Si algún día lees esto, que sepas que nunca dejé de pensar en ti.
Aparté el cuaderno a un lado, volví a meter el iPod en el saco y fue entonces cuando me percaté de que había otro objeto enganchado en la esquina, envuelto en un par de calcetines de lana: una foto deteriorada y una figurita tallada. La foto se hizo tres años antes, cuando nos juntamos con Clara en el sur de Alaska. Yumi acababa de cumplir siete años y yo estaba haciendo una excavación en un viejo pueblo de Yupik de más de cuatrocientos años de antigüedad que estaba desgastándose poco a poco, devorado por el mar.
Reconocí el remolque marrón de la excavación al fondo. Solía sentarme dentro y observar a mis alumnos mientras terminaba el papeleo y el café de la mañana. El día que se hizo esta foto, Miki y yo vimos cómo Clara le ponía a Yumi unas botas de agua que le iban grandes. Cuando Yumi veía a su madre, una o dos semanas como mucho, cada tres o cuatro meses normalmente, parecía que Clara era incapaz de hacer algo mal.
—Solo tenemos esta semana —me dijo Miki aquella mañana, cuando parecía que estaba a punto de reprender a nuestra hija—. No des problemas.
Caminé desde la oficina de la excavación hasta el borde de lo que mis ayudantes llamaban la olla y observé a mi hija y a mi nieta tamizando el barro. Clara le estaba contando a Yumi una historia sobre la caza de las focas.
—Creo que voy a pintar a Clara y a Yumi juntas, así como están ahora, metidas en el barro hasta las rodillas —dijo mi mujer detrás de mí—. Para mi siguiente exposición. Quizás así Clara recuerde que se necesitan la una a la otra.
—Es prácticamente perfecto —afirmé.
—Mira, abuelo. ¡Soy una gran caca! —gritó Yumi.
Más tarde, Miki llevó a Yumi de vuelta al motel para darle un baño y le rogué a Clara que esperase un momento para hablar con ella.
—Tu madre me ha dicho que cuando terminemos aquí volverás a casa durante un tiempo —dije.
—Una semana como mucho. Ya te hablé de la oportunidad que me ha salido en Siberia —respondió.
—Pero ya ves lo mucho que Yumi te echa de menos.
Clara estaba de pie junto a una de las mesas plegables que asomaban al borde de la olla. Estaba repleta de artilugios. Observaba con atención una muñeca de madera que se había encontrado en el emplazamiento, no mucho más grande que una lata de refresco.
—Lo hago por ella —dijo.
—Claro, lo entiendo —musité.
Siempre me he sentido muy orgulloso de lo mucho que mi hija se preocupa por el mundo. Después del colegio solía estudiar las noticias, navegaba por internet en busca de desastres, guerras, odio e injusticia, y lo escribía todo en diarios con códigos de colores. Una de las veces que le pregunté qué hacía, me dijo que estaba intentando llevar un registro, porque a nadie parecía importarle —o al menos nadie parecía darse cuenta— que siguiéramos cometiendo los mismos errores; que a nadie parecía importarle que nos devorase el odio en un vecindario o la injusticia de un Estado, como si el veneno recorriera nuestras venas, hasta que se desprendía otra placa de hielo o se extinguía otro animal. «Todo está conectado», solía decir. Y yo le decía: «Y tú solo eres una y solo tienes una vida».
—Preferirías que volviera a casa y que enseñase en tu departamento, ¿verdad? Que recogiera a Yumi del colegio y que fingiese que todo va a ir bien. —Agitó la muñeca de madera en el aire y estudió su sencilla sonrisa tallada—. Quienquiera que jugase con esta muñeca tuvo una vida difícil, ¿sabes? Y probablemente bastante breve.
—Lo único que quiero es que Yumi tenga a su madre mientras es una niña —dije.
—Ni mamá ni tú sois los más indicados para decirme que debo estar ahí para mi hija.
—Eso no es del todo justo. —Cada vez que Clara nos lo echaba en cara, sentía que me hacía un ovillo, como los bichos bola. Le faltó tiempo para marcharse a los lugares más alejados del planeta en cuanto tuvo su propio dinero, y nos mandaba postales y fotos para hacernos saber que seguía viva.
Clara se giró y me dejó ahí plantado; cogió su bandolera y caminó en dirección al océano sin soltar la muñeca de madera en ningún momento. Para cuando la alcancé, había sacado otro de sus diarios.
—¿Has visto los nuevos pronósticos sobre la subida del mar? —dijo, leyendo una lista de ciudades (la mayor parte del sur de Florida, casi todas las grandes ciudades de Japón y Nueva York se convertirían en Venecia) que podrían hundirse durante la vida de Yumi—. ¿Estás viendo las noticias de cómo arden los Apalaches? ¿El auge de las poblaciones de amebas come cerebros en los lagos de los campamentos de verano?
—En todas las generaciones pasan cosas malas. —Observé las páginas abiertas de su cuaderno, plagadas de desastres—. Pero tenemos que seguir con nuestras vidas.
—Que estés investigando aquí es gracias al cambio climático —dijo.
—Lo sé —le respondí.
—Dile a Yumi que mañana me la llevaré a desayunar. Hablamos más tarde si quieres. —Se giró, se acercó al puesto de investigación, paró a uno de mis asistentes y pidió que la llevase al pueblo. Mientras esperaba, volvió a la excavación y me encontró en la olla, medio devorado por la tierra.
—Por cierto, no pienses que no quiero estar con mi hija —dijo—. Si lo piensas, te equivocas por completo.
Pero al día siguiente, cuando Miki y yo fuimos a juntarnos con Clara y Yumi para desayunar, Yumi estaba llorando a moco tendido. Clara había cambiado sus planes, mencionó algo sobre lo difícil que era el viaje para llegar a Siberia y que las cosas se escapaban a su control. Abrazó a Yumi, que estaba sorbiéndose las lágrimas sobre su banana split, y después abrazó a su madre, quien le dijo que se cuidase. Pero yo no dije nada. Me bebí el café y pedí tortitas con virutas de chocolate.
—Cliff —me llamó Miki.
Miré a través de los estores de la cafetería de carretera y vi a Clara subiéndose al coche de alquiler. Pero no encendió el motor. Se quedó allí sentada hasta que al final me levanté, salí y di unos golpecitos en la ventanilla.
—Te quiero —le dije mientras abría la puerta—. Ten cuidado.
—Siento que las cosas tengan que ser así —respondió.
De vuelta en la cama-cápsula de Clara, metí la foto en mi cartera y cogí la figurita dogū de cinco centímetros que me había encontrado envuelta en el calcetín. Se trataba de un rechoncho humanoide de piedra con torso protuberante y ojos esféricos que le cubrían casi toda la cabeza. Cuando se graduó en el instituto le regalé esta réplica que había comprado en un museo de historia antigua japonesa; le expliqué que probablemente se trataba de un artículo mágico para los Jōmon, capaz de absorber la energía negativa, la maldad y la enfermedad. Le pedí que lo tuviese siempre cerca, pues la mantendría a salvo del mundo. Pasé los dedos por entre las grietas y los contornos, a fin de sentir algún resquicio de mi hija: un mal día en el trabajo, la distancia que la separaba de Yumi, un último aliento.
Al otro lado de la cúpula oí que alguien se acercaba a toda velocidad. Sus pasos resonaban por los pasillos de aluminio. Justo cuando Yulia entraba en la sala, mirando su pulsera deportiva, me metí la figurita en los bolsillos del pantalón.
—¡Uf! Prepárate, maratón de Moscú, que voy. Bueno, no sé si tienes hambre o quieres descansar —me dijo, jadeando todavía. Yulia se había quitado la ropa del trabajo y se había puesto el uniforme extraoficial del puesto: pantalones desgastados y una sudadera con capucha—, pero hemos hecho tacos de pescado y estamos a punto de ver La princesa prometida.
—Así que tú eres la que la bautizó como Annie —observé—. La fan de los Eurythmics.
—Maksim quería llamarla como una canción de los Beatles —dijo Yulia—. Igual que pasó con Lucy, a la que bautizaron así por «Lucy in the Sky with Diamonds». Nuestra niña se hubiese llamado Jude o Penny. Me gané el derecho a ponerle nombre dándole una paliza al ajedrez.
Seguí a Yulia hasta la zona común y me acomodé en un sillón reclinable que estaba remendado por varias partes con cinta americana. Toda la sala olía a trucha a la brasa, y me di cuenta de que no había comido desde mi primera escala en Vladivostok, hacía casi diez horas. Había cuatro investigadores apiñados en el sofá. Otro utilizaba un baúl de provisiones como taburete. Se presentaron todos formalmente y el que estaba en el baúl, Dave, me ofreció un vaso de vodka, asegurándome que era una parte indispensable del proceso de iniciación. Alargaba el final de sus palabras y llevaba una camiseta de una universidad occidental, por lo que di por hecho que él también era de California.
—Santa Cruz —indicó. La botella con la que me sirvió parecía el colmillo de un mamut. Otro de los investigadores apostilló que ese vodka en particular era una bebida realmente siberiana, de una de las destilerías más antiguas, y que se hacía con agua, trigo y nueces de cedro locales—. Aprenderás rápido a soportarlo —continuó Dave—. Nos mantiene calientes y ayuda a que las cosas sean interesantes. Nos ayuda a olvidarnos de que estamos sobreviviendo como podemos.
Después de los primeros tragos, empezaron a subirme los calores por la cara.
Estaba sentado cual gárgola, sujetando el vaso de chupito, observando la habitación como un colegial rarito, intentando averiguar cómo iba a encajar en aquel lugar. Algunos investigadores se juntaron en los pasillos, bailando; la mayoría, sin embargo, estaban apiñados en los destartalados muebles, parando la película cada poco o haciéndome preguntas; quisieron saber, incluso, qué opinaba sobre los juegos de rol en vivo. Al final dejé que Maksim me crease un personaje para Dragones y Mazmorras, un elfo granuja llamado Kalask, nombre que sonaba a mueble de IKEA. Dave me arrebató la hoja del personaje.
—Este friqui lleva un año intentando empezar una partida —dijo Dave.
—Estoy creando la campaña perfecta —alegó Maksim.
—Olvídate de esa mierda. Conozco un buen juego de iniciación —intervino uno de los mecánicos. Se llamaba Alexei. Era un viejo miembro de la estación Bellingshausen en la Antártida—. Es importante que los nuevos como él no sean retraídos.
—Su padre estaba en Bellingshausen en 2018, durante el primer intento de homicidio en la Antártida —explicó Yulia—. Así que es un poco sensible a la claustrofobia. Alexei es nuestro consejero extraoficial. Si ve que alguno de nosotros se comporta de un modo raro o se aísla o se enfrasca mucho en el trabajo, nos dará nuestra medicina.
—¿Medicina?
—¡Garra de oso! —gritó Alexei.
—No tienes que hacerlo —dijo Yulia, sentándose a mi lado. Me explicó las reglas de la garra de oso: se pasa un vaso lleno de cerveza por la sala y con cada bebida se echa vodka para rellenar el vaso.
De repente, toda la sala coreaba mi nombre: Cliff, Cliff, Cliff, Cliff. Estos chavales entendían que necesitaba olvidar, aunque fuese por un momento, que la presencia de Clara aún habitaba en ese lugar. La base empezó a girar bajo mis pies a medida que el vaso se paseaba por ahí. Cuando Yulia por fin me tocó en el hombro para ver cómo estaba, las risas y la conversación alrededor de la televisión parecían hallarse a kilómetros de distancia; en la pantalla, los créditos de la película, y un vaso medio lleno de vodka había aterrizado delante de un Alexei desmayado. En aquel recién descubierto silencio, pudimos escuchar el viento y el granizo bombardeando el puesto. Maksim corrió al exterior para proteger los paneles solares. Otros se fueron a sus camas-cápsula o laboratorios. Yulia alargaba el momento. Tenía más o menos la edad de Clara, treinta y pocos, quizás un poco más joven. Había estudiado en la Universidad Estatal de Moscú y había completado una beca en Cambridge, donde continuaba con su estudio de la flora autóctona, en particular de los arbustos de poca altura como disipadores cruciales del calor del carbón.
—Clara siempre lo llevaba consigo —dijo Yulia—. Lo tenía en el bolsillo de su abrigo cuando la rescatamos.
Bajé la vista y me di cuenta de que había estado jugueteando con el dogū toda la película.
—Era algo así como su amuleto de la suerte —añadió.
—Le dije que la protegería. No sabía que lo seguía llevando por ahí. Dicen, eso sí, que se supone que tienes que romper la figurita después de que absorba cualquier clase de infortunio o maldad. Había una piedra de cristal que llevaba siempre, como un diamante en bruto, del tamaño de una uña. Ligeramente morado. Lo llevaba en una cadena de plata trenzada. No estaba en la caja.
—No lo llevaba puesto cuando recuperamos su cuerpo —explicó Yulia—. Debió de perderse o quizás se lo robaron cuando se la llevaron al hospital. Sé que significaba mucho para ella.
Yulia hablaba y yo agarraba el dogū con más firmeza, y mi mirada saltaba de ella al mapa del cráter que había en la pared más lejana. Yulia se puso de pie y me ayudó a levantarme. Me balanceé por culpa del vodka y señalé en dirección a una chincheta naranja, a una caverna descubierta que alguna vez albergó aire antiguo.
—Clara se cayó en la parte derrumbada del techo de la caverna, no muy lejos de aquí —dijo, moviendo la cabeza—. Al principio no la entendí, no hacía más que hablar de ver a Annie y los otros cuerpos. A lo mejor estaba delirando por la pérdida de sangre, ¿sabes? Quizás se golpeó la cabeza. Pero lo único que le preocupaba era lo que habíamos descubierto. «Hay tantos como ellos», dijo. «Puedo ver su cara». Lo recuerdo porque no dejaba de repetirlo: «Puedo ver su cara». Decía muchas cosas: algo sobre escribir recordatorios para sí misma, algo sobre que todo iba a ser su culpa. ¿Sabes de qué podía estar hablando?
—No. —Me pregunté si acaso Clara no se estaría culpando por no ser capaz de salvar el mundo—. Me gustaría ver el lugar en el que la encontrasteis.
—Mañana por la tarde iremos unos cuantos hasta allí, si el temporal lo permite. Estamos intentando hacer todo el trabajo de campo que podamos antes de que el mantillo se hiele de nuevo. Todos quieren conseguir sus muestras y extraer la información este invierno. Aunque Maksim cree que va a llegar otra ola de calor siberiano, lo cual es una buenísima noticia para nosotros, pero terrible para el planeta.
Al día siguiente, después de pasarme un buen rato apostado en el baño gracias al recibimiento de la noche anterior, me puse las botas altas de goma de Clara y me abrigué para lo que se preveía que iba a ser un precioso y siberiano día de octubre, con una agradable temperatura de cinco grados. El paseo desde la estación hasta el límite del cráter era de una media hora, un camino que atravesaba bosques de pinos dominados por alerces, unos árboles modestos cuyas ramas alzadas parecían estar en un constante estado de temblor. Fui con Yulia y Dave, siguiendo la larga fila de investigadores que caminaban lenta y fatigosamente detrás del equipamiento.
—¿Sabes?, el sistema de enraizado del alerce ayuda a mantener el hielo en la tierra —dijo Dave. Pateó el tronco de uno de los árboles al pasar—. Estos árboles son descendientes de la última Edad de Hielo.
—¿Sí?
—Dave habría sido un gran concursante en un programa de cultura general —comentó Yulia.
—Eh, no finjas que tus carreras son solo por amor al ejercicio. Veneras este sitio tanto como cualquiera de nosotros —protestó Dave.
—Así es. Pero prefiero cerrar el pico —le espetó Yulia.
—De todas formas, y hablando de cultura en general: ¿sabíais que a la entrada al infierno la llaman Batagaika? Probablemente empezaron a hacerlo cuando los lugareños cortaron demasiados de estos árboles. Y, amigo mío, es la vegetación lo que mantiene esta tierra helada. Este trozo de inframundo es cada año más grande.
A medida que nos acercábamos al borde del cráter, me imaginé la tierra derrumbándose bajo mis pies. La realidad era que había empezado a descomponerse lentamente por las inundaciones y el deshielo del permafrost. Caminé hasta cerca del límite y vi un sombrío Gran Cañón expandiéndose bajo el cielo siberiano, perpetuamente gris. Los investigadores habían forjado un punto de entrada, una rampa de tierra zigzagueante que revelaba la colorida paleta del tiempo: el siena quemado y el crudo ocre oscuro de la caja de pinturas. Dave y su equipo se separaron y emprendieron su camino a una sección del interior a la que llamaban «la hondonada», donde recogían muestras de un arroyo. Pero en las profundidades del cráter había otra caverna, una cueva antigua que quedó al descubierto gracias al deshielo de los últimos años. Yulia me guio hasta un lugar más apartado del resto y señaló un agujero del tamaño de un Mini Cooper.
—No nos habíamos dado cuenta de que esto estaba aquí hasta que Clara se cayó por él. Probablemente estaba cubierto por una capa de hielo y tierra. Desde que pasó, hemos ensanchado la entrada para acceder, hemos colocado unos andamios y soportes en el interior para evitar que el techo se derrumbe. Pero, claro, se está derritiendo todo.
Yulia descendió lentamente utilizando una escalera de metal apoyada en el embarrado borde de la caverna. Su linterna frontal se mecía en la oscuridad. El hielo derretido me goteaba en la cabeza mientras la seguía, adentrándome en el vacío escalón a escalón. Metí la nariz en la manga de mi abrigo, abrumado por el olor a huevo podrido, a tierra saturada por los gases, microbios y estiércol ancestrales recién liberados.
—Ten —dijo Yulia, alcanzándome una bandana para taparme la nariz justo cuando llegué al suelo—. El olor era diez veces peor cuando ensanchamos la entrada. Pero si hay olor, hay ciencia. Muchos de estos gases los producen las bacterias que se han adaptado al permafrost. Algunas incluso tienen su propio anticongelante.
Yulia encendió una sarta de farolillos colgados por todo el perímetro de la caverna: un refugio, un hogar, una tumba. Salvo por las estalagmitas y las estalactitas que recubrían el suelo y el techo como una onda sonora, el interior era mayormente liso. En su momento estas paredes estaban abiertas al cielo. Me imaginé a Annie sentada en la entrada con su familia, junto al fuego, saboreando la carne de una presa recién cazada. Quizás comían en silencio o quizás se contaban historietas. ¿Cantaban Annie y los demás? ¿Resonaba un canto fúnebre en estas paredes?
—Ahí es donde encontramos a Clara —indicó Yulia señalando una parte del zócalo que parecía estar manchada de sangre—. Cuando llegamos ya había muerto.
Me arrodillé y pasé los dedos por los capilares oscurecidos en la piedra.
Quise preguntar si Clara había dicho algo de su familia, aunque sabía que lo más probable era que mientras se desangraba estuviese estudiando aquel lugar de descanso, inhalando la época del Pleistoceno a medida que perdía la conciencia. Los restos del círculo de piedra ocupaban gran parte del espacio: había un megalito del tamaño de una puerta en el centro, tallado repetidamente con el mismo diseño del tatuaje en el cuerpo de Annie. La tierra alrededor de la base, el lugar de descanso de la mayoría de los cuerpos recuperados, se apilaba en una serie de puntos y espirales, patrones que parecían un código o un lenguaje que no debería existir.
—Estas tallas —dije, pasando los dedos por los bordes tan exactos—, es como si las hubiesen hecho con un láser. No veo marcas de cincel. Algunas de estas líneas son increíblemente precisas.
—Están relacionadas con los caracteres cuneiformes, pero no lo son exactamente. Enviamos fotografías de las paredes a un profesor de arqueolingüística de la Universidad de Oxford. Nos aseguró que era imposible que en aquella época hubiesen hecho estas marcas. Lo que sí que pudo descifrar parecía indicar que gran parte de lo que nos rodea es algo parecido a matemáticas muy avanzadas.
—¿Sabes? A Clara le encantaban todos esos documentales sobre los alienígenas del pasado; el hecho de que nos ayudasen a construir las pirámides, que la leyenda del Atlantis tuviese orígenes extraterrestres. Yo siempre le decía que había otra explicación.
Siempre la reprendía por entretenerse con las teorías de la conspiración de gente que había conseguido el doctorado por correo. Pero cuando cuestionaba sus creencias, se limitaba a tocarse el colgante, como si contuviese secretos que solo ella conocía. A veces me preguntaba si sus revistas de fantasía y ciencia ficción, su etapa OVNI o que me arrastrase a una convención sobre Bigfoot en Sacramento no la habrían convertido acaso en mejor científica que yo; quizás que ella viese cosas en la tierra que nadie más veía se debía justo a eso.
Cuando salimos de nuevo a la superficie del interior principal del cráter, caminé con dificultad hasta llegar a Dave y su equipo de investigación, porque las botas se hundían en el barro. Dave estaba agachado junto al arroyo, recogiendo agua y sedimentos en bolsas de plástico. Parecía que todo su equipo había estado nadando en una ciénaga: sus caras estaban llenas de barro.
—Como una fotografía —dijo Dave levantando la vista—. Todo. Es increíble lo que sobrevive en estas profundidades.
—¿Qué buscáis exactamente? —pregunté
—La mejor defensa es una buena ofensa —respondió Dave—. Con el tiempo, lo que sea que haya en esta tierra llegará a las ciudades, al océano, a nuestra comida. Lo que nos hemos encontrado principalmente es vida bacteriana intacta. Annie y los otros cuerpos albergaban virus gigantes increíblemente bien conservados, algo que no habíamos visto nunca antes. Pero de momento no hemos tenido suerte a la hora de reactivarlos. La muestra más antigua que hemos conseguido que sea viable fue una cepa de la viruela de hace un siglo, y por eso estamos en cuarentena.
—¿Estáis intentando reactivar virus antiguos?
—Necesitamos entender qué va a emerger del hielo a medida que se derrite —dijo Dave—. La mayor parte de lo que estamos encontrando no supone ninguna amenaza, salvo para las amebas, pero ese uno por ciento de incertidumbre es lo que hace que estemos aquí. Cuanto más sepamos de estos patógenos, más capaces seremos de defendernos de ellos en el improbable caso de que se conviertan en un problema. Resumiendo, es algo así como ignorar la historia. Puedes intentarlo, pero probablemente eso te dará por culo más adelante. Cuanto más sepamos del origen de nuestras enfermedades, mejor podremos prepararnos.
—¿Y si te llevas algo que esté en ese uno por ciento? —Estaba imaginándome microbios prehistóricos trepando por Dave y su equipo, metiéndose por su pelo, por todos sus orificios, cuando de repente me di cuenta de que tenía una fuga en las botas. Había dado por hecho que incluso un uno por ciento de riesgo garantizaría más fondos para los trajes de protección.
—Intentamos que no llegue a la gente o los preparamos para ello —dijo—. Hacemos que el mundo despierte y preste atención al hecho de que todo el hielo que se está derritiendo y la mierda de millones de años que contiene debe ir a algún lado. —Dave alcanzó la hebilla de su cinturón, giró el cuadrado de metal, sacó una botella pequeña y dio un sorbo—. Pero las probabilidades de que encontremos un patógeno extraño y arrollador que no conozcamos ya son tremendamente pequeñas.
Ese mismo día, más tarde, volví al complejo para continuar examinando a Annie; le di la vuelta con cuidado, corté su piel y me adentré en su cuerpo para preparar muestras de tejido y médula ósea. Dave y sus colegas en el exterior planeaban hacer un análisis viral y de ADN.
—Todo va bien —me descubrí diciéndole a Annie, como si pudiese oírme o sentir mis dedos mientras le rompía la caja torácica para inspeccionar los órganos, tan duros y negros como los muros de piedra que la habían mantenido oculta. Estaba a punto de sacarle el estómago cuando recibí un mensaje de Miki:
«No repitas los mismos errores que ella. Yumi solo tiene una infancia y ya ha perdido a su madre».
«No lo haré. No lo estoy haciendo. Estoy aquí para intentar entender a Clara —respondí—. Yumi algún día también querrá hacerlo».
Miki me envió una foto de Yumi en el zoo, otra de ella echando una siesta, otra de ellas dos y sus primos en bici por el Golden Gate Park, con unos sombreros gigantes y mascarillas durante el reto de una semana libre de humos de San Francisco. Me alegró mucho saber de ellas, pero no tenía nada más que decir. Dejé el teléfono y volví al trabajo. Estaba viviendo en los confines del mundo y todo lo demás parecía un sueño lejano.
Abrí la boca de Annie a la fuerza y encontré restos de helechos triturados y guijarros que escapaban a nuestra comprensión de las rutas migratorias de los primeros humanos y los Neandertales: un viaje demasiado largo y lejano para una niña pequeña. A medida que exploraba las historias ocultas en su cuerpo, los misterios de Annie siguieron aumentando.
NOTAS DEL EXAMEN INTERNO: Estómago prácticamente vacío, pero con restos de marmota y varias plantas, en particular Silene stenophylla (silene de hoja estrecha); las cantidades tan ínfimas hacen que no esté claro si las ingirió para alimentarse o como tratamiento para una enfermedad. Los dientes y las encías están en perfecto estado: se han encontrado restos de madera entre los molares, lo que indica posible cuidado dental. Las muestras de sarro indican una dieta rica en plantas, animales e insectos. Bacterias no identificadas bajo la línea de las encías, además de variantes de estreptococos. Signos de edema cerebral que preceden a un traumatismo craneal. Traumatismo craneal exacerbado por el deterioro y adelgazamiento de los huesos parietales y de la base del cráneo. Próximamente llegarán los resultados y análisis del genoma desde la Universidad Federal del Lejano Oriente.
El rigor mortis le había doblado los dedos. La imaginé pidiendo ayuda y me pregunté si su familia tenía nociones de plantas medicinales, lo que podría redefinir potencialmente nuestro conocimiento de los primeros humanos. ¿Cómo cantas una nana en neandertal?
Miki y yo empezamos a cuidar de Yumi durante su quinta Navidad, cuando ella y su padre vinieron a quedarse con nosotros. Su madre estaba en un viaje de investigación. Solía quedarme despierto con mi nieta para darle un respiro a Ty, y veíamos dibujos animados mientras ella completaba su tratamiento respiratorio; el humo del incendio forestal agravaba su asma. A veces me quedaba dormido con ella en brazos y cuando me despertaba veía a Ty sosteniendo la bandeja del desayuno. Era testigo de los planes de fin de semana de Yumi y su padre: un paseo en bici, una exposición de dinosaurios, una clase de ballet, y les pedía que se hiciesen muchas fotos porque Clara se lo estaba perdiendo todo.
Parece que fue en otra vida cuando el forense sacó a mi yerno de una caja de metal. Tuve que identificar su cuerpo después de que algunos comensales de un restaurante cercano lo encontrasen flotando en el muelle de Baltimore. Al principio pensaron que era una foca. Para entonces, Ty y Yumi llevaban más de un año viviendo en nuestro garaje, reconvertido en apartamento. Ella acababa de empezar la guardería y él estaba teniendo dificultades para encontrar un trabajo estable: trabajaba como diseñador gráfico autónomo para restaurantes locales y, cuando sus amigos le daban el chivatazo, también hacía encargos para páginas web con poco presupuesto.
—Eh, abuelo —me decía—, ¿qué te parece este logo que he hecho para el restaurante tailandés del final de la calle? —Siempre tenía en cuenta mis valoraciones, como si tuviese una vena artística.
—Comería allí —le respondía. O—: Quizás tendrían que darte un trabajo a tiempo completo.
Y a veces Ty preguntaba, pero la respuesta siempre era no. Se mudó a la costa oeste con Clara tras ir a la universidad en Boston, con el fin de darle a Yumi una estructura de apoyo mejor, y nunca fue capaz de encontrar su lugar.
—No te preocupes, la próxima vez será —solíamos asegurarle Miki y yo—. La próxima entrevista, el próximo trabajo como autónomo, te traerá algo estable.
Nunca se quejaba, pedía siempre muy poco. Así que, cuando quiso irse un fin de semana para asistir a la boda de un amigo, le pagamos el billete y le dijimos que fuese a pasárselo bien. Dos puñaladas. Ningún testigo en el exterior de su hotel. Acababa de meter a Yumi en la cama cuando recibimos la llamada del amigo de Ty. Cuando se lo conté a Clara por teléfono, se quedó callada un buen rato. No lloró. Me preguntó cómo estaba Yumi, si se lo habíamos contado. Le dije que no sabía cómo contárselo.
—¿Cuándo podemos esperar que vuelvas? —le pregunté. En mi mente, la veía haciendo las maletas y comprando un billete.
—Iré en cuanto pueda —dijo.
Pero se perdió el funeral pese a que la familia de Ty lo pospuso cerca de dos semanas. Ya no podían esperar más. Cuando por fin llegó, la recogí en el aeropuerto y la llevé al cementerio a visitar el nicho en el que descansaban las cenizas de su marido, y esperé en el coche alrededor de una hora. Después de aquello, se movía por nuestra casa como un fantasma y seguía trabajando al ordenador. Cocinaba y comía con nosotros, apenas hablaba y se iba de casa durante horas para aclararse la mente. Más adelante encontré docenas de entradas de cine en la papelera, cartas arrugadas para mí y para Yumi que nunca contenían más que unas pocas palabras: «Quizás haya llegado el momento… Sé que he estado… Quiero que sepáis…».
Observé cómo las semanas siguientes empaquetaba y donaba poco a poco todas las pertenencias de Ty. Una de las pocas cosas que se quedó fue una foto de ellos tres celebrando el tercer cumpleaños de Yumi en Disneyland. Quería que Clara sintiese la pérdida. A Miki y a mí nos preocupaba no haber criado bien a nuestra hija. Pero aquí, en Siberia, cuando leí sus diarios me di cuenta de que lidiaba con la pérdida a su manera. Tenía un plan, y quizás cuando Yumi fuese mayor hubiese sido capaz de volver a casa y decir que había ayudado a hacer de este mundo un lugar mejor.
Día 68: Querida Yumi, hoy todo el equipo hemos ido a un pueblo cercano y hemos visto a una niña que me recordó a ti. Sus padres la llevaban de la mano, los tres abrigados hasta las cejas, balanceándose por el hielo. En una ocasión, tu padre y yo te llevamos a patinar sobre hielo. Probablemente no te acuerdes, pero empujaste un andador metálico por toda la pista, agarrándote a él con todas tus fuerzas. Pero después tu padre te quitó los patines, te cogió en brazos y los dos volasteis por la pista. Le echo de menos. Quizás debería haberme quedado más tiempo, quizás debería haberme explicado mejor. Pero ahora lo único que puedo hacer es quedarme aquí, muy muy lejos de donde me gustaría estar. Quizás merezca la pena algún día. A lo mejor no es así y entonces habremos perdido todo este tiempo (y tu abuelo tendrá razón). Pero quiero que sepas que lo que hago aquí lo hago para intentar que tengas un futuro lleno de luz.
Cuando terminé de examinar a Annie, salí a fumarme un cigarro con Maksim y Dave. La temperatura descendía rápidamente al atardecer. Intenté darle una calada sin tragarme el frío, como cuando era joven y fumaba fuera de los bares y restaurantes, donde conocía a gente gracias al exilio compartido de la nicotina. Esperé unos instantes mientras Dave practicaba su ruso con Maksim, y observé cómo el cielo se transformaba en una neblina anaranjada por encima del interminable manto de nieve fresca. En algún lugar, en aquel mismo instante, sobre el polvo perduraron las huellas de los animalillos y la lenta migración de los bisontes. Quizás en algún lugar, treinta mil años atrás, quedó la impronta de alguien que amaba a Annie, marchándose muy lejos de este lugar.
—Es precioso, ¿verdad? —dijo Maksim.
—Lo es —asentí.
—Y deprimente, joder —añadió Dave.
—Es Siberia —dijo Maksim.
—No sabíamos que Clara tenía una hija —dijo Dave.
—A lo mejor no quiere hablar de ello —repuso Maksim.
Me llené los pulmones de humo y me dio un ataque de tos. Maksim me pasó una botella, de la que bebí de buen grado para refrescarme la garganta.
—No pasa nada —dije—. Tiene casi diez años. —Saqué el teléfono y les enseñé fotos de Yumi y Clara y Ty, todos juntos.
—Es difícil tener ese tipo de relaciones ahí fuera —comentó Dave—. Estoy bastante seguro de que mi matrimonio lleva un tiempo en la mierda.
—¿Alguna novedad sobre cuánto estaremos en cuarentena? —pregunté.
—Hemos visto alguna reacción a los virus que encontramos dentro de Annie en los sujetos de prueba de las amebas. Es como si su citoplasma hubiese comenzado a filtrarse a través de su membrana externa, o a cristalizarse. Pero por el momento no vamos a comunicárselo a los gobiernos. Primero debemos averiguar qué tenemos entre manos y, sobre todo, lo que puede suponer para los humanos —explicó Dave—. No queremos que haya una reacción exagerada.
Maksim volvió a pasarme la botella y me dijeron que me convertirían en un auténtico siberiano. Si cerraba los ojos, podía ver a Clara al borde del cráter, observando el bosque que oscurecía poco a poco, buscando un haz de luz proveniente del puesto de investigación.
Una semana después, con los análisis de su genoma completados, las noticias hablaban de Annie como «Otro eslabón perdido» y «La niña maravilla de la antigua Siberia». Parte Neandertal y parte algo superficialmente humano, tenía características genéticas parecidas a las de las estrellas de mar y los pulpos. No teníamos claro qué repercusión podía haber tenido en Annie, pero la niña frágil que me había imaginado debió de haber tenido una gran capacidad de adaptación a lo que fuese que la Edad de Hielo trajera consigo. Era una luchadora. Ante ella se abría un mundo de posibilidades. El laboratorio era pura emoción: entrevistas grabadas, celebraciones, promesas de becas de investigación y nuevo equipamiento. No se habían publicado noticias del virus de Annie y nos habían ordenado no revelar nada. Dave y Maksim estaban cada vez más ocupados, encerrados en sus laboratorios pese a que nos aseguraban sin cesar que todo estaba bajo control. Me pregunté si Clara, de haber estado viva, nos habría contado algo.
Hice una videollamada con mi mujer y Yumi. Cuando respondieron llevaban coronas de papel. Les dije que volvería pronto, quizás en uno o dos meses, y quise creer que así sería. Habían elegido a Yumi para ser el sol en una obra de teatro del colegio y había empezado a dar clases de violín. La hermana de mi mujer y su cuñado se habían mudado para ayudarla, porque Miki tenía exposiciones de arte regulares en Nueva York, y otros familiares se pasaban por allí los fines de semana, lo que significaba que en casa siempre había comida.
—Vendí dos cuadros de Clara y Yumi —añadió mi mujer—. Una pareja de Brooklyn me dijo que podían ver el amor que existía entre ellas, y también una especie de nostalgia. No era esa mi intención, pero no pude evitar percibir tristeza en los ojos de Clara.
—Creo que aquí era feliz —dije.
Cuando Yumi se metió en la conversación, le hablé de una niña extraordinaria que tenía los pulmones y el corazón de una atleta olímpica, y que quizás había poseído la habilidad de curar heridas menores en cuestión de horas, igual que lo hacían las estrellas de mar y los pulpos.
—¿Como un superhéroe? —preguntó.
—Algo así.
—Pero has dicho que se puso enferma.
—Todos enfermamos de vez en cuando —le dije—. Y por eso tengo que quedarme aquí un poquito más. Quiero asegurarme de que la gente no se ponga enferma así porque sí.
—Pero ¿tú estás bien?
—Estoy bien.
Cuando Yumi abandonó la llamada, le aseguré a mi mujer que lo que había dicho era verdad. Le pedí a Miki que hiciese ternera teriyaki para la siguiente cena familiar, que la dejase toda la noche marinando en salsa en el frigorífico y que cortase la carne muy muy fina porque así es como le gusta a Yumi. Le prometí que la llamaría si había algún cambio.
Por la noche, en vez de ver Los Goonies o El resplandor por enésima vez, escribí a Clara en su diario. La mayoría de los investigadores se habían ido recluyendo en sus cápsulas a medida que la cuarentena se alargaba más y más, puesto que las tormentas de invierno limitaban nuestras investigaciones al perímetro de las cúpulas. El alijo de alcohol y cigarros era cada vez menor en las entregas de provisiones. Algunos empezaron pasatiempos nuevos: aprendieron a jugar al ajedrez, a hacer ganchillo, a dibujar, a hacer trucos de magia con cartas. Yulia estaba boceteando un retrato grupal de todo el equipo. Una noche abrí el cuaderno de Clara y escribí en grande y en negrita TENÍAS RAZÓN en la solapa interior, le hice un círculo alrededor y lo subrayé.
Querida Clara:
Resulta extraño ser consciente de que he empezado a construir una vida en el mismo lugar que tú elegiste para huir de casa. Pero tú veías algo más, y creo que ahora entiendo por qué nunca pudiste parar. No era por nosotros o por el trabajo o por todas esas pequeñas cosas que llamamos vida. Viste un futuro de tierra y océanos muertos, y a todos nosotros luchando por sobrevivir. Fuiste capaz de prever cómo sería la vida de las generaciones futuras y actuaste como si el planeta nos estuviese apuntando con un arma a la cabeza. Y quizás sea así. Siempre he estado orgulloso de ti, pero ha tenido que llegar Siberia, una cuarentena y el misterio de una niña de treinta mil años de edad para que me dé cuenta. A lo mejor esta noche miro las estrellas e invento una constelación nueva para ti y para mí, una mujer de pie al borde de un inmenso abismo. Me quedo aquí contigo.
A veces, bien entrada la noche, mientras Yulia y yo terminábamos nuestra partida de ajedrez en la sala común, escuchábamos a Dave y Maksim hablando en ruso. Intentaban ser discretos, pero las voces retumbaban en las paredes de alrededor. Ella me traducía lo poco que entendía de la jerga científica: videoconferencias con los funcionarios médicos y del gobierno, informes sobre una cepa similar a la del virus de Batagaika que se había encontrado a cientos de kilómetros de distancia en la tierra y en los núcleos del hielo. Pero nadie había enfermado, así que quizás todos estuviéramos bien. A lo mejor éramos inmunes a la enfermedad porque alguno de nuestros ancestros se había enfrentado al virus. Dave no dejaba de reiterárnoslo: a menos que nos tomásemos chupitos de los tubos de pruebas del laboratorio o inhalásemos amebas infecciosas, no deberíamos emparanoiarnos en exceso.
—Pero van a seguir reteniéndonos aquí —dijo Alexei, el mecánico—. No pueden retenernos si no nos pasa nada.
—En realidad sí que pueden —dijo Dave—. Ahora mismo somos su mejor opción para saber más del virus.
Todos los días observábamos las muestras de ameba en el microscopio. Maksim y Dave nos explicaban los cambios, cómo las estructuras citoplasmáticas de su interior habían empezado a desintegrarse. Habíamos sido testigos de cómo una rata a la que habíamos inoculado el virus había entrado inexplicablemente en coma.
—Es como si el virus estuviese ordenando a las células portadoras que realizasen otras funciones, como un camaleón: células cerebrales en el hígado, células pulmonares en el corazón. Al final, las funciones normales de los órganos se apagan —explicó Dave—. Pero aún no hay motivo para pensar que alguno de nosotros esté o pueda estar contagiado.
—Tampoco hay ningún motivo para pensar que no lo estamos —apuntó Yulia—. Tú mismo dijiste que nunca habías visto nada parecido.
—Deberíamos haber dejado las cosas como estaban —murmuró uno de los ayudantes de Maksim, señalando a Dave—. Todo será tu culpa. Tengo familia. Todos la tenemos.
Esa misma noche, un poco más tarde, Maksim asignó a todos grupos de comedor y de zona común.
—Si no podéis ser civilizados los unos con los otros, así es como serán las cosas —dijo—. No toleraré discusiones. Ya tenemos bastantes frentes abiertos.
Últimamente no dejo de pensar en todas esas veces que el equipo estaba cubierto de barro y agua del cráter, en el laboratorio de limpieza improvisado, en los respiradores a los que probablemente habría que reemplazar los cartuchos del filtro de aire. Cuestiono la decisión de Dave de inyectar el virus a la rata, uno de los portadores de enfermedades más infames de la historia. Nos han pedido que informemos de cualquier cosa que se salga de lo común. Nos dicen que la cuarentena se amplía y que nos enviarán provisiones cada dos semanas. Nos dicen que, de ser necesario, nos enviarán equipos médicos de riesgo biológico. Me duermo todos los días haciendo una videollamada con mi familia, contándole cuentos de hadas a Yumi: «Y todos vivieron felices y comieron perdices». Me despierto esperando encontrarme con que algo no va bien: fiebre, el cuello rígido, un sarpullido. Examino cada centímetro de mi cuerpo en el espejo. Esperamos el todo o la nada. Sueño con volver a casa y abrazar a mi familia, decirle a Yumi que su madre la ha salvado. Sueño con el último viaje que Clara hizo con nosotros, sobrevolando el Refugio Nacional de Vida Silvestre del Ártico, viendo migrar a los últimos caribúes salvajes. Cuando Dave me dice que tiene un dolor de cabeza agudo, le digo que siga sus propios consejos y que no saque conclusiones precipitadas. Pero se lo digo desde la otra punta de la sala. Cuando Yulia dice que le duele el estómago, le digo que beba té. «Estaremos bien», les digo, pero veo el miedo en sus ojos. Dave da positivo en el nuevo virus, tanto en las muestras de saliva como en las de sangre. No sé si puedo hacer algo por Yulia. En el mundo real, la gente se consuela con la ignorancia, la política, la fe, pero aquí, en estas cúpulas, solo importan los datos puros y duros. Yulia ha dejado de correr y no ha terminado el retrato grupal del equipo de investigación. No dejamos de repetirnos que acabaremos el trabajo y nos iremos a casa; hay días que incluso me lo creo. Me pongo el equipo de nieve de mi hija, cojo la figurita dogū, y salgo a la tundra imaginándome a Clara conmigo, bajo la aurora. No cojo el quad. Camino el kilómetro y medio hasta el borde del cráter. Me imagino a la figurita absorbiendo todos los virus y todo el resto de cosas que estén ocultas en el hielo; visualizo su barriga llena de todo lo que pueda dañarnos. Le digo a mi hija que la quiero y lanzo el dogū al cráter, esperando que todo lo que ha sido desenterrado sea devuelto a la tierra. Vuelvo al puesto. Apenas puedo respirar.