Al oeste del sancti spíritus - Dionisio Martínez - E-Book

Al oeste del sancti spíritus E-Book

Dionisio Martínez

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Beschreibung

Un western latino con una calidad sorprendente y una contundencia a la que no hacen sombra los mayores exponentes del género. En él seguimos las vicisitudes de la familia Espinosa, que encuentran una veta de galena argentífera en una mina cercana. Tras el descubrimiento, los Espinosa se negarán a ponerle a la mina el nombre del General que manda en la región, lo cual tendrá consecuencias terribles. Dolor, venganza, sangre y plomo se dan cita en esta novela inolvidable.

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Seitenzahl: 368

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Dionisio Martínez

Al oeste del sancti spíritus

 

Saga

Al oeste del sancti spíritus

 

Copyright © 2012, 2022 Dionisio Martínez and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728370551

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

AL OESTE DEL SANCTI SPÍRITUS

Don Ursicino levantó la taza de café a la altura de la boca, la sostuvo en vilo durante unos segundos y volvió a colocarla completamente llena en el velador, junto al quinqué. Se pasó la lengua por los labios y continuó:

—Aquella noche, el padre y el hijo, que no era hijo carnal, caminaban monte a través con las cabezas gachas, no por sentirse derrotados o humillados por nadie, ni por la vida, sino para escrutar cada piedra que pudiera ofrecer algún indicio de mineral metálico. Había luna llena, y llevaban los ojos clavados en el suelo, muy abiertos, porque la codicia no les permitía cerrarlos. Iban al acecho de algún brillo que no fuera el de las estrellas que esa noche tan clara se dejaban ver poco. Buscaban algún barrunto de pirita de hierro o de galena argentífera, pero no puedo asegurarles que se toparan realmente con la ahorcada. Ese es el lado oscuro de esta historia. Alguien me dijo que vislumbraron una sombra en el suelo, levantaron la cabeza y vieron a una dama colgada de la rama de un pino. Llevaba una falda negra hasta los pies y estaba descalza. Una media de algodón le cubría hasta más arriba de una pantorrilla y tenía completamente desnuda la otra pierna. La miraron a la cara para ver de quién se trataba. No la conocían, pero descubrieron que tenía algunas muelas de oro.

Recorrió con el dedo índice el borde de la taza y, con la vista en el suelo como si quisiera ocultar la bizquera, se extendió en las razones que le hacían creer que la historia era falsa. Se fiaba muy poco de la persona que se la refirió y algunos detalles no le cuadraban bien.

¿Cómo pudieron verle, aunque fuera muy luminosa la noche, las muelas a la ahorcada y distinguir la naturaleza del metal de que estaban compuestas o forradas? ¿Cómo se detuvieron, en una ocasión tan dramática como aquella, en apreciar si la muerta iba calzada o descalza y si llevaba o no medias? Esas precisiones casaban mal, por otro lado, con el hecho de que llevara una falda hasta los pies. Así se lo objetó al relator, el cual le aseguró, en defensa de la veracidad de la historia, que los ahorcados tienen la lengua fuera y, aunque les tapa la dentadura inferior, no les oculta el resto de las piezas dentales, en especial si la noche es ventosa como la que albergó estos hechos y el cadáver se balancea en el aire. Sobre lo de las piernas y la falda larga eludió cualquier explicación.

Parpadeó el quinqué y don Ursicino extendió el brazo, asió la ruedecilla reguladora de la mecha con las yemas de los dedos, la giró y, como la llama se elevó hasta el mismo borde del tubo de cristal, volvió a girarla en sentido contrario y lo apagó. El salón quedó iluminado únicamente por el resplandor anaranjado de un atardecer que anunciaba mucho viento para el día siguiente.

Atrapó después el rizo plateado que se le escapaba de una de las cejas, lo hizo rodar entre los dedos y comentó que quien le contó esta historia le refirió también que, cuando se marchaban de aquel lugar, el padre dijo que era de la opinión de que se trataba de un muerto reciente y el hijo le preguntó de qué lo deducía. Dudó el padre si contestarle o no y se decidió a decirle que ellos debían ser los primeros que veían a la ahorcada ya que si otros la hubieran visto antes, fueran mineros o arrieros o lo que fueran, le habrían arrancado las muelas. El muchacho se interrogó en voz alta sobre si se habría ahorcado ella misma y el padre respondió que suponía que sí, por la misma razón.

El abogado y sus oyentes estaban sentados en sillones de mimbre de altos respaldos en el Círculo Minero de Herrerías. Los oyentes eran tres forasteros de miradas huidizas, vestidos con ropas que, muy probablemente, ellos no habían estrenado.

El abogado se dejó de atusar la ceja y prosiguió:

—Llegaron a su casa cuando cierta claridad anunciaba el amanecer, se comieron un trozo de pan y una sardina seca cada uno y se echaron a dormir. El padre en el cuartucho en que tenían la cocina y el colchón. Su mujer estaba acostada y se desplazó hacia la pared para hacerle sitio. El hijo se fue a la cuadra donde, echada sobre la paja, ya estaba durmiendo la mula. —El abogado le pidió al camarero una copa de coñac y se mantuvo en silencio mientras se la traían. Tras dar un largo trago, y después de dejar la copa junto a la taza de café, continuó—: Cuando el sol estaba como a una cuarta por encima de la cumbre del Sancti Spíritus, el padre entró en la cuadra, le acarició la testuz a la mula que estaba ya sobre sus cuatro patas y sacudió por un hombro al muchacho, dormido todavía. De esto y de lo que sigue —dijo—, no albergo la menor duda. Sé que es cierto, y que fue así, no les diré por qué. Al menos, por ahora. El chico se levantó, se restregó los ojos con los puños y dijo que en ese preciso momento soñaba que se habían encontrado con una ahorcada que tenía dos dientes y dos muelas de oro. El padre le respondió que no se trataba de un sueño, sino exactamente de lo que les había ocurrido unas horas antes y que, por otra parte, la ahorcada solo tenía de oro algunas muelas. No nos encontramos con nadie, ni vivo ni muerto, dijo el muchacho, yo distingo muy bien lo que pasa de lo que sueño. Anoche había luna llena, ¿no es cierto?, inquirió el padre. El muchacho le respondió que no basta que se dé alguna coincidencia entre lo que se sueña y lo que ocurre en la vida real para que haya de descartarse que se ha soñado algo, y lanzó la hipótesis de que podrían haber tenido los dos el mismo sueño. El padre insistió en que aquello había pasado y que resulta imposible que dos personas tengan el mismo sueño, y el hijo le respondió que a veces suceden cosas que no parece posible que sucedan. Discutieron con cierto acaloramiento y, después, bajaron con la mula a Herrerías. Llegaron al poblado, se dirigieron a casa del barbero y le pidieron una escalera. Se la prestó sin preguntarles para qué la querían, como si ya lo supiera o se lo imaginara, amarraron la escalera a la bestia y volvieron sobre sus pasos. ¿Sabes exactamente dónde está la ahorcada?, le preguntó el padre al hijo. El muchacho condujo la mula al lugar donde vio a la muerta en su sueño. Aquí no puede ser, protestó el padre, aquí no hay ningún pino y la vieja estaba colgada de un pino. El hijo no dijo nada y el padre, tras un largo silencio, comentó que quizá había pasado alguien por allí y se había llevado a la muerta. ¿Para qué se la iba a llevar?, preguntó el hijo. Para enterrarla. Incluso en esta tierra hay gente con caridad cristiana, aunque no tengo la menor duda de que, cristiano o no, le habrá arrancado las muelas antes de darle sepultura. Y el pino... ¿dónde está?, preguntó el hijo. No le contestó el padre y se sentaron en una piedra caliza grande y rugosa y contemplaron un atardecer como el que estamos viendo ahora —el abogado señaló a la ventana con la barbilla—. Después de algo así como una hora, el padre dijo: En cualquier caso, este es un buen sitio para cavar. —El abogado dudó y carraspeó—. No sé a ciencia cierta si cavaron en ese o en otro lugar, pero sí que, no mucho después, dieron con el manto de azules o de los azules y, en él, con una enorme bolsada de mineral de plomo argentífero.

Los tres individuos que escuchaban la historia alegaron que sus obligaciones no les permitían demorarse más tiempo y, poniéndose los sombreros, se marcharon.

LA FORTUNA

Rogelio entró en la casa seguido por el muchacho, y llevaba en la mano la piedra envuelta en el pañuelo. La colocó sobre la mesa, separó las cuatro puntas del pañuelo y lo extendió sobre la madera ante los ojos de su mujer. Era del tamaño de un puño apretado. Angulosa, con los vértices truncados y las aristas biseladas. Un octaedro imperfecto de un inseguro color gris. Tenía una sombra azul en el gris e intensos fulgores plateados sobre manchas blanquecinas que parecían cuajos de leche en los labios de un recién nacido.

La mujer suspiró sin mirar la galena.

—Es la veta más grande que he visto en mi vida —dijo Rogelio. Los ojos en la roca, la boca seca.

El muchacho acarició la piedra con la mano y reculó, apoyó la espalda en la pared y dio dos golpecitos con el occipital contra ella manteniendo su punzante mirada gris en el trozo de roca.

—No hay más de tres o cuatro palmos de agua en el pozo. Podemos explotarla solos.

La mujer puso sobre la mesa un plato hondo con habas secas hervidas. En sus ojos toda la desolación que puede ubicarse en dos puntos brillantes, como si el hoyo abierto en la montaña le hubiera sido sustraído a su cuerpo.

Las habas flotaban en un líquido turbio y humeaban. Rogelio y el muchacho se sentaron y las devoraron en unos segundos. Una cuchara de madera en la mano diestra de Rogelio y otra en la zurda del muchacho.

Después de dominar un acuoso ataque de tos, la mujer se sacó un pañuelo del escote y escupió en él, lo miró, lo dobló y volvió a guardárselo en el seno.

—Voy a enseñarle la piedra al General y a decirle que no seguimos con él —dijo Rogelio.

—No tienes tú dinero ni arrestos para sacar una mina adelante.

—No me va a faltar dinero con este mineral —Rogelio señaló la piedra con la cuchara—. Se lo voy a pedir al usurero.

—Te va a sacar los hígados.

—Hay plomo y plata en esa mina para comprar todos los hígados del mundo.

Rogelio se levantó, se dirigió a la ventana y la abrió. En un alambre sujeto a dos escarpias clavadas en el marco tenían espetadas tres caballas sobre las que revoloteaba media docena de moscardones. Los apartó con un manotazo al aire, pellizcó una y se llevó el trozo a la boca.

—Le faltan un par de días para curarse —dijo la mujer.

—Qué más da.

—Les ha picado la moscarda —dijo el muchacho—. Están podridas.

Rogelio cogió una silla y la sacó a la puerta. Llenó de picadura la cazuela de la pipa, prendió la yesca y la acercó al tabaco. Se puso la pipa en la boca y, tras expulsar una bocanada de humo, se sentó colocando las piernas a cada lado del respaldo de la silla.

El viento levantaba remolinos de tierra, azulados, amarillos, morados, también algunos verdosos, que se elevaban, corrían tambaleantes por el monte y se desvanecían como ectoplasmas polvorientos.

En la pendiente, unos mugrientos cardos, algunos palmitos y dos o tres tarajes medio secos sujetaban la vieja terrera. Una raquítica vegetación pardusca y renegrida, doblada por la brisa.

La mujer terminó de lavar los cacharros de cocinar y tiró el agua del lebrillo por la ventana. Después encendió el candil de aceite y lo colocó sobre la mesa, junto al trozo de mineral. Se sentó y confeccionó una bolsa uniendo entre sí los laterales de un trapo gris. Realizó cuatro incisiones en la bolsa, los reforzó con hilo negro, atravesó los cuatro ojales con una cuerda y metió la piedra dentro.

El muchacho salió fuera, se apoyó en la pared de adobe, cerca de la puerta, y se fue deslizando hacia abajo restregando la espalda contra el muro hasta quedar sentado en una piedra.

—No se mueve una hoja en la Sierra si el General no lo consiente —dijo.

—Ahora somos tan ricos como él y la ley se va a poner de nuestra parte —le respondió Rogelio, se levantó la gorra y se pasó la mano por los cabellos sudados que le circundaban la calva.

—El General tiene más de cincuenta minas.

—La nuestra vale por las cincuenta.

Rogelio entró en la casa, vació la ceniza de la pipa en los restos de brasa del hogar, cogió la bolsa con la piedra y se la colgó al cuello. Se quitó la ropa, extendió un colchón de virutas de corcho en el piso, contra el muro, se echó en él y se tapó con un grueso cobertor rojo con dibujos geométricos.

—Te pedirá alguna garantía —dijo la mujer en la penumbra.

—No hay mejor garantía que esta piedra —dijo y acarició la bolsa—. Tengo además la escritura de mis tierras.

La mujer se quitó el vestido, se dejó sobre el cuerpo una larga saya y, levantando el cobertor, se acostó entre el hombre y la pared.

—¿Te va a servir de algo esa escritura?

—Es una buena finca.

—Para los alacranes.

—De ella hemos comido hasta venirnos aquí —dijo Rogelio y puso una mano sobre el pecho de la mujer.

La mujer separó bruscamente la mano del marido de su cuerpo, se volvió hacia el muro y se apretó contra él.

—¿Comido?

Fuera, las ramas desnudas de la higuera parecían cargar con la cúpula del cielo, y el perro, amarrado al tronco, levantó los ojos hacia los primeros parpadeos de las estrellas.

El muchacho entró en la cuadra, encendió una vela y la dejó sobre el borde del pesebre, extendió dos capas de paja en el suelo, le acarició el lomo a la mula y se acostó sobre la paja, encogido, con la cabeza rozándole las rodillas, como en el vientre de su madre unos catorce años antes.

Una ráfaga de viento apagó la vela y se durmió.

 

Una especie de ceniza luminosa se elevaba sobre el perfil de los cabezos. Soplaba viento fuerte de donde se esperaba que apareciera el sol. Un planeta indiferente y mudo, allí debajo, que tenía en su interior la bolsada de galena que él y su padre habían visto y tocado antes que nadie porque habían arañado el monte como locos. Toda la fortuna del mundo. Tenía las mejillas hundidas y comenzaban a brotarle algunos vellos mustios encima de la boca. Llevaba cinco años en la Sierra y creía que 1848 iba a ser un año como otro cualquiera. Humeaban las llamas de los candiles en el pozo, restallaban sobre el aceite y se estiraban a cada uno de sus resoplidos de fatiga, y apareció la galena entre el polvo. El corazón se le apretó en el pecho porque todo podía cambiar. El padre de su padre y el padre del padre de su padre fueron propietarios de cinco pedregosas fanegas de tierra a más de treinta leguas al sur, y los habían enterrado en ese secarral con los estómagos vacíos. No trabajaron para nadie ni en la tierra de nadie, y ese retal de suelo propio no les dio para comprarse en el camposanto espacio suficiente para un hombre tumbado. Aparecieron buscadores de brazos como perros olisqueando carne. Al sur del Sur, donde todo era tedio y angustia, y poco más. Les bastaba decir que al norte, en una sierra innominada, la plata y el plomo estaban a flor de tierra y cualquiera podía cogerlos y quedárselos. Solo se requería que fueran hasta allí, abrieran los brazos y esperaran. Les escuchaban cautelosos y aparentemente despectivos pero después subían un grado o dos del meridiano atravesando parajes de tierra seca y cuarteada, y así la sierra sin nombre iba llenándose de hombres codiciosos y mal encarados. Rogelio los oyó y subió. Y con Rogelio, él y su madre y sus dos hermanas. Dos niñas frágiles como el cristal que se quebraron en el camino. Él, con solo nueve años, arrastraba, como todos, su alma impía imantado por la inmensa riqueza que les estaba aguardando. Pasaron mucha hambre en ese viaje, pero el hambre no era para ellos algo nuevo. El humo envenenado de las fundiciones y el hedor de los muertos, de alguna forma, les iban marcando el camino. Sus dos hermanas enfermaron. Dos niñas pálidas y ojerosas que no tenían aún los cinco años, Tuvieron que detenerse y hospedarse en una mala posada porque los angelitos no aguantaban más tiempo, y en la posada se murieron. Las dos, tres horas se llevaron una y otra, y las sacaron de allí Rogelio y él sin que los viera nadie. Las cargaron en la mula, a las dos juntas, y se fueron con ellas al campo abierto. No tenían dinero para frailes ni entierros, y en un barbecho, a una legua de la posada, las enterraron debajo de un árbol solitario de desconocida especie. Era un bancal en el que no había caído una gota de agua en muchos años. El árbol estaba torcido hacia el poniente y parecía de piedra. Cavaron y tocaron roca pronto, y siguieron cavando, pero en cuanto empezó a anochecer las metieron en la zanja que habían conseguido abrir y las dejaron con menos de un palmo de tierra por encima. La madre les preguntó al volver si el hoyo que habían hecho era profundo y le contestaron que habían hecho lo que habían podido. Arribaron los tres como almas en pena a un lugar olvidado del mundo desde que un incendio legendario hizo bajar rumorosos arroyos de plata de las colinas destripadas. Ahora, cicatrices en la piedra abrasada del monte. Llegaron a una patria que no era su patria, ni la patria de nadie, y en ella encontraron terreras abandonadas y cuatro cabras y cuatro cardos y ninguna memoria, y se habían dejado los códigos y el alma en la tierra de origen. Llegaron como estaban llegando muchos otros y sabían que allí se quedarían porque pronto se deshace la senda que te trae y se borran las huellas que has dejado. No hay caminos de vuelta. El recuerdo se convierte en vaho. En las tapias de las fundiciones de plomo con la mampostería aún fresca y en las terreras viejas solo proyectan su sombra desconocidos rostros asustados. Rogelio trabajaba en una galería propiedad de un arrogante general. Una escombrera. Una mina abandonada durante diecinueve siglos de la que no se sacaba casi nada. Ni para pagar su jornal y el de un viejo minero al que le faltaba un brazo y era tuerto. Infértil como las fosilizadas caracolas al norte de los cerros. Un derrumbamiento enterró al viejo en polvo y rocas y el General pensó que era mejor dejar la explotación de aquello. Mejor está cerrada. Rogelio se ofreció a explotarla por un porcentaje de lo que consiguiera sacar. Aceptó el General, que le gustaban más los partidarios que los mineros a salario fijo y, con su ayuda (él había cumplido once años) y con la ayuda de la mula que se habían traído de Dalías, iban sacando algo para darle al General su parte y comer malamente. El mundo no había sido creado del todo en esos barrancos, se estaba haciendo poco a poco, y él tenía un sentimiento oscuro de comienzo y contaba con algunas ventajas. Sabía muy bien lo que quería y tenía claro, como cualquier minero, lo que tiene el mundo por debajo. La Sierra pertenece a los que encuentran algo en ella, lo registran, pagan las contribuciones y lo que haya que pagar y son capaces de mantener la mina como propia. Tienes que haber llegado antes que los otros y seguir vivo, y eres rico. Rogelio y el muchacho, además de explotar la escombrera del General, buscaban por la noche algún asomo de mineral. Por donde fuera. En los pétreos pliegues y verrugas del monte que se les pusieran delante de los ojos. Y cavaron, encontraron indicios de algo bueno y siguieron cavando. Bajaban y se arrastraban como lombrices en la tierra, y una noche dieron con algún asomo de galena. La desesperación y el hambre les iban empujando hacia lo hondo. Un par de varas o algo más, y seguían otra noche. Noche o día, qué más da, debajo siempre está muy negro. Hubieran descendido hasta el mismo centro de la tierra para encontrar la bolsada de galena, pero a cincuenta varas o algo menos de la boca del angosto pozo la encontraron. El tiempo se diluyó en sus cabezas y arriba salió el sol y siguieron cavando. Ahora sí. Tiznados, sudorosos, siguieron también después de que el sol comenzara a descender de su cenit. Sin aliento, siguieron y dieron con el soñado manto azul. Y en el verdoso manto azul estaba el criadero de mineral más grande y más rico del mundo. No habían visto ni oído nada igual. En sus tristes y cansadas vidas no habían visto ni oído nada igual. Solo era preciso perforar la roca y armar los barrenos y prenderlos y hacer saltar las piedras por los aires y arrancar el mineral y subirlo y sacarlo y machacarlo con los marros y garbillarlo y llevarlo sobre recuas de burros hasta una fundición y protegerlo durante el viaje y venderlo y cobrarlo y defender el dinero y el pozo en una tierra en donde la vida no vale más que el plomo preciso para hacer una bala. Ni una navaja ni un revólver son bastante para sobrevivir. Se precisa, también, coraje, determinación y buena suerte. La ley había sido arrojada a la Sierra desde lejos para que los mineros se sirvieran de ella si querían, y nadie se había agachado a recogerla. Era tarde ya para su madre, que se extinguía como la llama de un candil con el aceite consumido. En su atormentada mente solo recuerdos negros y desesperanza. No, no solo eso, también el hombre pálido sobre el caballo negro. El primo hermano al que ha vuelto a ver, o ha soñado que ha vuelto a ver, o ha querido soñar que ha vuelto a ver, pálido como la muerte, brumoso y fantasmal. Quizá esa sombra que se cruzó con ella hace unos días cuando bajaba con Rogelio y con él a Herrerías y al que saludó, sin que la viera su marido, separando apenas la mano de la falda. Un espectro o la muerte que volvió la cabeza como si quisiera decirle que la iría a buscar pronto. Se frotó los ojos, aparejó la mula y se alejó unos pasos de la cuadra. Meó, se sentó en una piedra y, con los codos clavados en las rodillas y la cabeza sobre los puños, esperó, entre un ensordecedor griterío de pájaros, que el sol saliera sobre el cerro de enfrente y Rogelio abriera la puerta de la casa.

 

Dubitativos y encorvados entraron en la tienda: un sombrero negro en la cabeza de Rogelio y una gorra gris en la del muchacho. El usurero apoyaba las manos en el mostrador y sonreía. Tras él, unas estanterías en las que se apiñaban barrenas, martillos, cinceles, palas, legones, mazos y otros útiles para trabajar las minas.

De pronto, se precipitan dentro de la tienda, como si siguieran sus pasos, dos zagalones altos y desgarbados. Uno con una pata de palo.

—Venimos a por pólvora —dijo el cojo.

—Esperad —dijo el usurero.

—Tenemos prisa.

—Estos señores han llegado antes.

—¿Qué quieres? —le preguntó el prestamista a Rogelio.

Rogelio dudó, miró al muchacho, se descolgó la bolsa del cuello, sacó la piedra y se la mostró agarrada con fuerza.

—Mire —dijo.

—Eso lleva más tiempo. Aguarda un poco.

Rogelio volvió a colocar la piedra en la bolsa y a atarse la bolsa al cuello.

—¿Tenéis guía? —preguntó el prestamista al cojo.

—No.

—Me vais a buscar la ruina. ¿Cuánta queréis?

—Veinte cargas.

El usurero se agachó para sacar la pólvora de debajo del mostrador y Rogelio miró a los zagales con curiosidad, les preguntó si eran barreneros y les dijo que él iba a necesitar pronto barreneros para una mina de galena argentífera.

—La pólvora es para el revólver —le contestó el que no era cojo.

El usurero les despachó la pólvora, les cobró y llamó a gritos a su mujer. Al poco tiempo, doña Rosalía atravesó la cortinilla de cuentas de madera que separaba la tienda de la casa. Era una mujer alta y gruesa. Inmensa. Mucho más joven que el prestamista.

—Atiende a la clientela —dijo el usurero.

Rogelio y el muchacho no se atrevieron a levantar la tapa del mostrador que tenían delante, que estaba sujeta al resto de la tabla con dos bisagras. Se agacharon y, con las rodillas dobladas uno y el otro arrodillado, pasaron bajo el estrecho puente de madera. El prestamista se internó por un corredor largo y oscuro, y fueron tras él. Abrió una puerta y penetró en un cuartucho. Un ventanuco cubierto de tela metálica colocado en la parte alta de la pared arrojaba una luz sucia y escasa sobre el suelo y los muebles. El prestamista tomó asiento en un sillón tapizado de terciopelo rojo tras una mesa negra y les preguntó:

—¿Dónde tenéis la mina? —Agrandados por los gruesos cristales de las gafas de alambre, los ojos del prestamista parecían bolas de vidrio pegadas en la cabeza de un muñeco de trapo.

—En el monte —dijo Rogelio.

—Aquí todo es monte.

Guardaron silencio. Las siluetas de Rogelio y del muchacho, de pie ante la mesa y bajo la tabla de luz que descendía de la ventana, parecían sombras privadas de vida que podían ser traspasadas con la mano.

—¿Dónde? —volvió a preguntar el prestamista cogiendo un lápiz de encima de la mesa—. Si no os fiáis de mí, no esperéis que yo me fíe de vosotros.

—En el Sancti Spíritus —dijo Rogelio.

—Eso no me dice nada. Déjame ver esa galena.

De nuevo sacó Rogelio la piedra de la bolsa, ahora sin quitarse la cuerda del cuello, y se la dio. El prestamista la miró con descuido y se la devolvió.

—Está bien —dijo—. ¿Hay mucha?

—Sí —susurró Rogelio.

—Demasiada carne para esos dientes —dijo mirando descaradamente la boca de Rogelio.

—Eso es asunto nuestro —dijo el muchacho.

—Pero el dinero es mío. —Guardó silencio y los volvió a escrutar—. ¿No sois vosotros los que trabajáis para el General en La Desolación?

—Esto no tiene nada que ver con La Desolación —respondió Rogelio—. Esta bolsada la hemos encontrado solos y vamos a explotarla solos.

—No sabes lo que te estás diciendo.

El prestamista los miró a los ojos, a Rogelio, primero, al muchacho, después, y dijo con solemnidad:

—Todo préstamo lleva consigo un derroche de confianza por parte del prestamista —la pequeña estancia confería a su voz gangosa cierta calidad litúrgica—. Los prestamistas ponemos nuestro dinero sobre la mesa y nos exponemos a perderlo a cambio de una contraprestación desproporcionada con el riesgo. —Se inclinó hacia ellos como si quisiera hacerles una confidencia. El buche sobre la mesa, la respiración fatigada—. No se da un racional equilibrio entre la apuesta y el premio, entre la decisión y sus consecuencias.

Rogelio cogió el palillo que llevaba detrás de la oreja y comenzó a escarbarse los dientes.

—Somos gente arrastrada por la vocación, esclava de ella —siguió el usurero—. Sin nuestra actividad resultaría ilusorio el progreso, y no presumimos por eso ni siquiera nos damos verdaderamente cuenta. Ni nosotros mismos lo apreciamos en toda su importancia. La filantropía, amigos míos, no requiere una generosidad consciente del que la practica, sino una predisposición natural.

—¿Cuánto nos puede dar? —preguntó Rogelio, se sacó el palillo de la boca, lo miró y volvió a colocárselo en la oreja.

—Años de trabajo y privaciones para hacer un capital que puede desvanecerse por una jugarreta del azar o por la mala fe o la incompetencia del prestatario. —Sacó un mapa del cajón de la mesa y preguntó—: ¿Cuál es el lugar exacto en que se encuentra el pozo?

Rogelio miró el mapa. Los ojos perdidos en el papel, sin centrar la mirada en ningún sitio.

—Aquí está la Peña del Águila —dijo el usurero señalándola con la punta de un lápiz—, aquí el Cabezo de Don Juan, aquí el Sancti Spíritus. ¿Los ves?

Le acercó el mapa y Rogelio acarició con el índice la representación de una cumbre en la carta.

—Padre, no precise usted más —dijo el muchacho.

—Tiene que precisar —dijo el prestamista y le dio el lápiz—. Marca una cruz en el sitio exacto en que habéis hecho el pozo.

Rogelio estuvo un buen rato mirando el mapa.

—Aquí —e hizo una cruz mientras un moscardón pugnaba por salir del cuarto estrellándose una y otra vez contra la tela metálica.

—Todo préstamo conlleva, a la larga, la animadversión del prestatario, un hombre que se ve compelido a modificar sus hábitos, a aceptar sacrificios y renuncias para pagar el crédito. En el corazón del prestatario, el prestamista no puede ser más que un enemigo. El deseo secreto del prestatario, el más hondo, sentido y natural deseo de cualquier prestatario, es la eliminación del prestamista del mundo. —Se le ahuecó la voz—. Una eliminación radical y retroactiva. —Meditó un instante. Tosió y preguntó—: ¿Con qué me garantizáis el préstamo?

Rogelio se quitó el sombrero y lo colocó sobre la mesa. Se desabrochó tres botones de la camisa, se sacó del pecho unos documentos arrugados y se los dio. El usurero se apretó las gafas contra el rostro y leyó y releyó los pliegos de papel acercándoselos hasta rozar los cristales de las gafas con ellos. Dejó los pliegos sobre el escritorio, miró a Rogelio y dijo:

—Mil reales. —Se puso un purito en la boca y trató de encenderlo restregando con violencia la palma de la mano por la rueda del mechero y no lo consiguió—. Eso, mil reales.

—No nos alcanza. —dijo Rogelio. Una voz temerosa y delgada que apenas se le alejaba de la boca. —Hasta ahora hemos cavado solo un agujero estrecho. Hondo pero muy estrecho. Tenemos que agrandarlo, entibarlo, colocar un castillete para bajar a los hombres y subir el mineral. Tenemos que pagar el salario de cuatro o cinco mineros y que comer nosotros. Nos llevará seis meses sacar algún mineral que se pueda vender si no queremos destrozar la mina.

Otra vez se escuchó el aleteo del moscardón contra la tela. Chocaba y rebotaba, y volvía a chocar. El muchacho cruzó los brazos delante del pecho y levantó la cabeza como si buscara más oxígeno para los pulmones.

—Y están las herramientas, la pólvora y los capazos —siguió Rogelio—. Alguna mula más. Sí, también necesitaremos algún burro o alguna mula más.

—Las herramientas y la pólvora me las tenéis que comprar a mí —dijo el usurero—. Es una parte esencial del contrato, y no hay más. Mil reales he dicho. Es mi primera y mi última palabra.

—Si pudiera darnos cinco mil...

—No digas tonterías.

—Esa tierra —dijo Rogelio señalando los pliegos de papel que le había entregado— vale más de cinco mil reales.

—Véndela.

—La heredé de mi padre.

—Mil reales, he dicho. —El usurero le señaló con el dedo anular el final de la escritura—. Firma aquí. Ya rellenaré yo lo que tenga que rellenar.

Con un pie arrastró hacia él la escupidera que tenía debajo de la mesa. La vasija arañó las baldosas y produjo un chirrido agudo y descompuesto. Escupió en ella y siguió:

—Desde que el mundo es mundo se han exigido garantías de pago. —Se levantó y su vientre vibró por encima del raído cinturón de cuero—. No hay préstamo sin garantía. Sin la observancia de esta norma sagrada, la devolución del capital y el pago de los intereses serían meras hipótesis de las que solo podría proclamarse su improbabilidad.

Le cogió la mano a Rogelio y le hizo apretar el dedo pulgar en un paño entintado que tenía dentro de una caja de hojalata.

—Escriba usted antes lo que va a firmar mi padre. Quiero leerlo —dijo el muchacho.

—¿Sabes leer?

—Me ha enseñado mi madre.

—Mi mujer sabe leer —dijo Rogelio—. Era hija del médico de Dalías, que en paz descanse.

El muchacho mantuvo la mirada contra la del usurero, se acercó a la mesa y apoyó las dos manos en ella. Rogelio apretó el pulgar entintado en la parte inferior del último pliego del documento. La mano y el brazo le temblaban.

El usurero se dirigió a un armario y lo abrió. Había dentro una caja de caudales que ocultó con el cuerpo. Se oyeron los mecanismos de la combinación y el giro de la llave. Sacó el dinero, un montón de monedas que apenas le cabían en el cuenco formado con las dos manos, y lo dejó sobre la mesa. Cerró la caja y se volvió a sentar.

—Límpiate la tinta —dijo dirigiéndose a Rogelio—, coge el dinero y dame la mano. El trato está cerrado.

Rogelio empezó a contar el dinero pero tenía dificultades para identificar el valor de las monedas. Las envolvió en el pañuelo y se las metió en un bolsillo.

—Padre, ¿no quiere que las cuente? —dijo el muchacho.

—Don Isidoro no nos va a engañar—dijo Rogelio, cogió el sombrero de la mesa y tosió.

El usurero se levantó del sillón y les indicó la salida del cuarto. Los ojos se les habían habituado a la penumbra y pudieron ver, en el corredor, una jaula de barrotes dorados incrustada en la pared y, dentro de ella, un loro que los miraba con ojos distraídos.

—¿Qué interés nos va a cobrar? —preguntó el muchacho cuando pasaba con su padre bajo el mostrador.

—El tres por ciento.

Rogelio se cubrió y le indicó al hijo que se cubriera.

—Mensual —dijo el usurero.

—¿Mensual? Los intereses se fijan por años. —El muchacho se detuvo y se incrustó la gorra en la cabeza.

—El tiempo constituye la dimensión más incierta de la vida —dijo el prestamista—. Carece de forma y de sustancia.

—¿El tres por ciento mensual? —volvió a inquirir el muchacho.

—Déjalo —dijo Rogelio.

—Los intereses son una manera de sentirlo. De medir el tiempo, de medir el aire. Nos permiten sujetar algo que se nos escapa entre los dedos. —El prestamista se acarició el lóbulo de la oreja como si estuviera desgranando algo y sonrió—. No son más que señales o hitos en un camino que no lleva a ningún sitio. Mojones, cantos de piedra sobre humo, pero sin ellos la vida sería un relámpago carente de dimensión, plana como una laja de pizarra.

 

La calle era ancha y recta y estaba completamente vacía. Soplaba levante fuerte y racheado, y la transitaban nubecillas de tierra fina y rojiza. No tenía aceras. Construcciones de mamposteria de una sola planta a uno y otro lado, mal alineadas y heterogéneas, como si las hubieran tirado con descuido sobre el polvo. Casuchas de una sola ventana, pequeñas y destartaladas fundiciones, tiendas de ultramarinos, cantinas, dos barberías y la tienda de herramientas, de apariencia algo más sólida.

Eso era el caserío. Una sola calle larga, y nada más. No había iglesia y la casa de putas estaba en las afueras.

Al este, pequeños cabezos desnudos donde algunas terreras despedían puntadas de brillo plateado y, como un decorado, la silueta del Sancti Spíritus al sur, casi azul, con tres vértices nítidamente separados, flotando bajo el cielo.

Habían dejado la mula atada a un pino cerca de la tienda de herramientas, la soltaron y atravesaron la calle. La mula los siguió arrastrando las riendas por el polvo. Volvieron a atar al animal a los barrotes de la ventana de la barbería y entraron en ella. No había nadie y en las baldosas blancas el viento formaba remolinos de papeles, de hojas secas y de cabellos largos.

Dos sillones de madera desvencijados frente a unos espejos con manchas negras y grumosas sobre las lunas, como si un extraño roedor se hubiera comido algunos trozos de la capa de azogue.

—Almería —gritó Rogelio.

No respondió nadie.

—Almería —volvió a gritar, y tomaron asiento en los dos sillones.

—El prestamista hablaba y hablaba sin parar como si fueran suyas las palabras —dice Rogelio.

—Hay que oír a esta gente como si ladrara, y esperar a ver las consecuencias para saber lo que han querido decir

Un mapa colgaba de una de las paredes. Un cuadrado de cartón, cagado por las moscas. Lo miraban los dos desde sus asientos.

Rogelio se acarició la mejilla mirándose al espejo. Tenía una barba negra e irregular de más de quince días que le cubría la cara en rodales.

—No he puesto la cruz donde está el pozo —dijo.

Se levantó y buscó Dalías en el mapa. Clavó los ojos en una manchita que su hijo le había señalado hacía un par de meses y que él había raspado con la uña. Lo vio, y pensó en el pozo de brocal de piedra oscura y sin polea, y en aquella princesa exangüe vestida de negro con los ojos ocultos por el tul negro del luto riguroso.

 

La carne blanca del tobillo bajo el vuelo escaso de la falda cuando se inclina para mirar el cubo lleno de agua que está subiendo a pulso. La visión fugaz de las manos desnudas que asen la soga y de la nuca pálida antes de ponerse la toquilla sobre la cabeza. Ha llegado a Dalías como una aparición. El odio es más hondo que la honra, y el padre la separa del amor loco que la dejó preñada. Rencor entre parientes, profundo y rojo como el color de la sangre. De una sangre común. Una historia sangrienta de lindes y de celos entre gente de la misma familia. Deseos apasionados entre primos hermanos. Tres cópulas en la destartalada y cerrada casa de los antepasados. En la cama de la abuela común. Insultos entre parientes como canción de amor. La arrastra a Dalías su padre, abuelo y tío abuelo del bebé no deseado. Lejos del primo fornicador, vivo siempre en el inseguro y vacilante corazón de ella y muerto en la memoria del padre, el nuevo médico del Campo de Dalías. Médico viejo en una comarca de barbechos forzosos y de hambre inmemorial. Los ojos tristes tras los quevedos sucios, la barba blanca. Nace el bebé. El médico solo vive unos meses. El cólera lo alcanza como a docenas de sus tristes pacientes, y ella se queda allí. Vive sola en la casa con patio y pozo de brocal de piedra pizarrosa y sin polea. Malvive envuelta en sus ropas de luto. Rogelio entra en el patio. Ha empujado la puerta trasera que no tiene puesto el pasador. Le lleva unas brevas que ha cogido en las higueras sin dueño que trepan por las laderas de las ramblas. Las trae en un pequeño capazo de esparto y las deja a la sombra de las glicinias para que los frutos permanezcan frescos. Lo pone junto al cesto de mimbre donde duerme el bebé. Ella está sacando agua y lo mira, y se cubre la cabeza con la toquilla. El cubo rebosante de agua oscila cuando sube y choca en las paredes de piedra del pozo. Agua que se derrama sobre el agua. Está inclinada. La falda se le levanta por detrás. Un tobillo escuálido y el inicio de la corva procaz. Blancos los dos bajo el negro del luto. Como las manos, como esa nuca, ya cubierta, que ha brillado en el negro ciego como una estrella que se derrumba. Rogelio va hacia ella. Ella trata de coger la soga y no se mueve a pesar de que el pecho de un hombre le está rozando la espalda. Deja caer la soga y se inclina a mirar el pozal que se hunde. Él vence el cuerpo hacia delante y le envuelve la espalda con el pecho y, poco después, le coloca las manos en los senos. Las callosas manos en los senos. Trata de desasirse, pero no grita. Rogelio le sujeta el cuello bajo la toquilla con una mano y, con la otra, le levanta la falda. Siente los dedos en la nuca como garfios de hierro. Rogelio le oprime el pecho contra el brocal, el antebrazo presionando en la espalda. Tiembla, y él tiembla también, y con la mano que no le aprieta el cuello le desgarra las sayas. No grita, no dice nada. Se mantiene en silencio y la penetra como los perros y los gatos y los caballos penetran a sus hembras. No lo mira. No vuelve la cabeza una sola vez. Los ojos, clavados en el fondo del pozo y en el sol reflejado en el agua. Un golpe de brisa agita las glicinias, el desvaído lila se estremece, y la sombra tiembla sobre el cesto del niño y sobre el capazo con las brevas. El niño llora asustado. Pero sus ojos siguen clavados en las minúsculas irisaciones azules y rojas que se forman en la superficie del agua en el pozo. Unos ojos que apenas ha visto Rogelio, aunque está casado con ella mucho tiempo y ha engendrado en su vientre dos niñas casi iguales.

 

—Vengo de afeitar a un muerto —dijo el barbero.

—Llevamos esperándote una hora —dijo Rogelio.

—No iba a pedir que me lo trajeran a la barbería.

El barbero sacudió el peinador que llevaba colgado del hombro y algunos diminutos cabellos flotaron en el aire.

—¿Qué muerto?

—Era de aquí. No lo conoces tú. Tenía dos agujeros de bala en el pecho. —El barbero le colocó el peinador a Rogelio y remetió el borde superior entre el cuello y la camisa—. Llevas mucho tiempo sin venir a afeitarte.

—He encontrado algo.

—¿Tú...? ¿Galena?

—Lo mejor que puede dar esta puñetera tierra.

El barbero tosió, escupió en el suelo y miró por la puerta. La calle se estaba oscureciendo. El humo, casi sólido, caía como una espesa cortina ante ellos.

—Huele a plomo —dijo el muchacho.

—Las fundiciones —dijo el barbero—. La Constancia, la Orcelitana, El Trueno... Con un viento o con otro, el cólico saturnino nos va a llevar a todos al otro mundo. No queda ya un animal sano ni una planta verde en tres leguas a la redonda.

El barbero cerró la puerta y los fraileros de la ventana y encendió dos velas.

—¿Dónde lo han matado? —preguntó Rogelio.

—En Los Blancos, delante de una bocamina. Todavía no habían empezado a sacar mineral. —El barbero era extremadamente delgado y se le transparentaban las venas en la piel pálida de las manos. —Decía que la mina era suya.

—¿Era suya?

—No sé. El otro tenía el revólver.

Varias moscas se posaron en el peinador. Rogelio las espantó con un gesto de la mano pero volvieron en seguida al mismo sitio y las volvió a espantar.

—¿Han cogido al criminal? —preguntó Rogelio.

El barbero se sonrió, le enjabonó la cara y se puso a afilar la navaja parsimoniosamente.

—No sé... ¿Quién lo iba a coger?

 

Entró el abogado. Tenía las cejas grises, anchas y muy pobladas. Unos rizos largos y rebeldes se separaban de ellas y, aun en la penumbra, le brillaban contra la frente.

El muchacho se levantó del sillón y se apoyó en la pared. El abogado le dio las gracias, sonrió y se sentó. Poco después, con su voz atiplada y hueca, contó que tres hermanos habían encontrado una buena veta de mineral de plata, de plata pura, recalcó, en el Cabezo de Ponce.

El abogado los miró de uno en uno. Tosió y dijo:

—Los tres hermanos habían venido de Yeste. No todo el mundo llega aquí de Almería como vosotros. Hay hambre en todas partes y, en todas partes, gente codiciosa que no se conforma con su miseria. —Hizo una larga pausa, como esperando que le hicieran alguna pregunta. —¿Saben ustedes en dónde está Yeste? Está en el fin del mundo —se respondió—. Hay arroyos con mucha agua y árboles altos como torres. Un pueblo con historia, con calles empedradas y un castillo encima de todo aquello que deja medio caserío en la sombra muchos meses del año. El invierno es más frío y negro que el alma de los buitres y hay poca cosa que uno pueda llevarse a la boca.

Detuvo su relato, respiró hondo y les refirió con detalle que los tres hermanos habían dejado en Yeste a la madre viuda y al hermano menor y que, cuando llegaron a la Sierra, se dirigieron al Cabezo de Ponce y, concretamente, al norte del cabezo. Encontraron una casita de adobe con el techo de caña no más grande que las chozas donde se resguardaban los cabreros de la lluvia cuando había cabreros y llovía alguna vez, y allí se metieron. Bajó la voz como si estuviera revelando un secreto y les explicó, mirándoles uno a uno con sus ojos estrábicos, que fueron a parar directamente al Cabezo de Ponce sin deambular previamente por lomas y barrancas como hace todo el mundo, de lo que él deducía que, por alguna circunstancia, conocían la existencia de esa casa y del filón de plata. Lo negaron, sin embargo, y mantuvieron que el descubrimiento había sido un golpe de fortuna.